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ANÓNIMO
LOS ROMANCES DEL CID
PRIMERA PARTE
Cuenta de las mocedades de Rodrigo Díaz, a quien los moros llamaron el Cid
Romance primero
Romance segundo
Romance tercero
Romance cuarto
Romance quinto
Romance sexto
Romance séptimo
Romance octavo
Romance noveno
SEGUNDA PARTE
de los romances del Cid contará del cerco de Zamora
Romance décimo
Romance undécimo
Romance doce
Romance trece
Romance catorce
Romance quince
Romance dieciséis
Romance diecisiete
Romance dieciocho
Romance diecinueve
Romance veinte
TERCERA PARTE
de los romances del Cid
Romance veintiuno
Romance veintidós
Romance veintitrés
Romance veinticuatro
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Romance veinticinco
Romance veintiséis
Romance veintisiete
Romance veintiocho
Romance veintinueve
Romance treinta
Romance treinta y uno
PRIMERA PARTE
Cuenta de las mocedades de Rodrigo Díaz, a quien los moros llamaron el Cid
Castilla se abre a una nueva vida: deja de ser un pequeño condado para titularse reino, y
su primer rey es el príncipe navarro don Fernando, hijo de Sancho el Mayor, descendiente
de los antiguos reyes montañeses del Pirineo, que calzaban abarcas. Entonces, en los
alrededores de Burgos, en el viejo caserón solariego de Vivar, crece el joven héroe que
dará grandeza a la nueva Castilla. Allí, un día, Rodrigo oye referir a su anciano padre
insolentes agravios que recibió del poderosísimo conde Lozano.
ROMANCE PRIMERO
Dice cómo el Cid vengó a su padre
Pensativo estaba el Cid
viéndose de pocos años
para vengar a su padre
matando al conde Lozano;
miraba el bando temido
del poderoso contrario,
que tenía en las montañas
mil amigos asturianos;
miraba cómo en la corte
de ese buen rey don Fernando
era su voto el primero
y en guerra el mejor su brazo;
todo le parece poco
para vengar este agravio,
el primero que se ha hecho
a la sangre de Laín Calvo;
no cura de su niñez,
que en el alma del hidalgo
el valor para crecer
no tiene cuenta a los años.
Descolgó una espada vieja
de Mudarra el castellano,
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que estaba toda mohosa,
por la muerte de su amo.
"Haz cuenta, valiente espada,
que es de Mudarra mi brazo
y que con su brazo riñes
porque suyo es el agravio.
Bien puede ser que te corras
de verte así en la mi mano,
mas no te podrás correr
de volver atrás un paso.
Tan fuerte como tu acero
me verás en campo armado;
tan bueno como el primero,
segundo dueño has cobrado;
y cuando alguno te venza,
del torpe hecho enojado,
hasta la cruz en mi pecho
te esconderé muy airado.
Vamos al campo, que es hora
de dar al conde Lozano
el castigo que merece
tan infame lengua y mano."
Determinado va el Cid,
y va tan determinado,
que en espacio de una hora
mató al conde y fue vengado.
ROMANCE SEGUNDO
De cómo Jimena, la hija del conde Lozano, pide al rey venganza
Grande rumor se levanta
de gritos, armas y voces
en el palacio de Burgos,
donde son los ricoshombres.
Bajó el rey de su aposento
y con él toda la corte,
y a las puertas del palacio
hallan a Jimena Gómez,
desmelenado el cabello,
llorando a su padre el conde;
y a Rodrigo de Vivar
ensangrentado el estoque.
Vieron al soberbio mozo
el rostro airado que pone,
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de doña Jimena oyendo
lo que dicen sus clamores:
—¡Justicia, buen rey, te pido
y venganza de traidores,
así se logren tus hijos
y de tus hazañas goces,
que aquel que no la mantiene
de rey no merece el nombre!
Y tú, matador cruel,
no por mujer me perdones:
la muerte, traidor, te pido,
no me la niegues ni estorbes,
pues mataste un caballero,
el mejor de los mejores.
En esto, viendo Jimena
que Rodrigo no responde,
y que tomando las riendas
en su caballo se pone,
el rostro volviendo a todos,
por obligalles da voces,
y viendo que no le siguen
grita: —¡Venganza, señores!
ROMANCE TERCERO
En que Jimena pide de nuevo justicia al rey
En Burgos está el buen rey
asentado a su yantar,
cuando la Jimena Gómez
se le vino a querellar;
cubierta paños de luto,
tocas de negro cendal;
las rodillas por el suelo,
comenzara de fablar:
—Con mancilla vivo, rey;
con ella vive mi madre;
cada día que amanece
veo quien mató mi padre
caballero en un caballo
y en su mano un gavilán;
por hacerme más enojo,
cébalo en mi palomar;
con sangre de mis palomas
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ensangrentó mi brial
¡Hacedme, buen rey, justicia,
no me la queráis negar!
Rey que non face justicia
non debía de reinar,
ni comer pan a manteles,
ni con la reina folgar.
El rey cuando aquesto oyera
comenzara de pensar:
"Si yo prendo o mato al Cid,
mis cortes revolverse han;
pues, si lo dejo de hacer,
Dios me lo demandara".
Allí habló doña Jimena
palabras bien de notar:
—Yo te lo diría, rey,
cómo lo has de remediar.
Mantén tú bien las tus cortes,
no te las revuelva nadie,
y al que mi padre mató
dámelo para casar,
que quien tanto mal me hizo
sé que algún bien me fará.
—Siempre lo he oído decir,
y ahora veo que es verdad,
que el seso de las mujeres
no era cosa natural:
hasta aquí pidió justicia,
ya quiere con él casar.
Mandaré una carta al Cid,
mandarle quiero llamar.
Las palabras no son dichas,
la carta camino va;
mensajero que la lleva
dado la había a su padre.
ROMANCE CUARTO
De cómo el Cid fue al palacio del rey la primera vez
Cabalga Diego Laínez
al buen rey besar la mano,
consigo se los llevaba
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los trescientos hijosdalgo;
entre ellos iba Rodrigo,
el soberbio castellano.
Todos cabalgan a mula,
sólo Rodrigo a caballo;
todos visten oro y seda,
Rodrigo va bien armado;
todos guantes olorosos,
Rodrigo guante mallado;
todos con sendas varicas,
Rodrigo estoque dorado;
todos sombreros muy ricos,
Rodrigo casco afinado,
y encima del casco lleva
un bonete colorado.
Andando por su camino,
unos con otros hablando,
allegados son a Burgos,
con el rey han encontrado.
Los que vienen con el rey
entre sí van razonando;
unos lo dicen de quedo,
otros lo van publicando:
—Aquí viene entre esta gente
quien mató al conde Lozano.
Como lo oyera Rodrigo,
en hito los ha mirado:
—Si hay alguno entre vosotros,
su pariente o adeudado,
que le pese de su muerte,
salga luego a demandallo;
yo se lo defenderé,
quiera a pie, quiera a caballo.
Todos dicen para sí:
"Que te lo demande el diablo".
Se apean los de Vivar
para al rey besar la mano;
Rodrigo se quedó solo
encima de su caballo.
Entonces habló su padre,
bien oiréis lo que le ha hablado:
—Apeaos vos, mi hijo,
besaréis al rey la mano,
porque él es vuestro señor,
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vos, hijo, sois su vasallo.
—Si otro me dijera eso,
ya me lo hubiera pagado,
mas por mandarlo vos, padre,
lo haré, aunque no de buen grado.
Ya se apeaba Rodrigo
para al rey besar la mano;
al hincar de la rodilla
el estoque se ha arrancado.
Espantóse de esto el rey
y dijo como turbado:
—¡Quítate, Rodrigo, allá,
quita, quítate allá, diablo,
que el gesto tienes de hombre
los hechos de león bravo!
Como Rodrigo esto oyó,
apriesa pide el caballo;
con una voz alterada,
contra el rey así ha hablado:
—Por besar mano de rey
no me tengo por honrado;
porque la besó mi padre
me tengo por afrentado.
En diciendo estas palabras,
salido se ha del palacio;
consigo se los tornaba
los trescientos hijosdalgo.
Si bien vinieron vestidos,
volvieron mejor armados,
y si vinieron en mulas,
todos vuelven a caballo.
Dice el cuento que el rey don Fernando, preciando mucho el fuerte corazón del mozo
Rodrigo, le mandó de nuevo llamar, pero asegurándole por sus cartas que no quería
castigarle, pues doña Jimena le perdonaba, y diciéndole que tenía que hablar con él cosas
que eran a gran honra suya y mucho servicio de Dios y de la paz del reino. Rodrigo
volvió a Burgos, llevando consigo doscientos pares de lanzas enhiestas; y desque habló
con el rey y vio en el palacio a la antes enemiga doña Jimena, avino de muy buen corazón
en el casamiento que el rey le proponía.
ROMANCE QUINTO
Cómo se hicieron las bodas de Rodrigo y de Jimena
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A Jimena y a Rodrigo
prendió el rey palabra y mano
de juntarlos para en uno
en el solar de Laín Calvo;
las enemistades viejas
con amor las olvidaron,
que donde preside amor
se olvidan quejas y agravios.
El rey dio al Cid a Valduerna,
a Saldaña y Belforado
y a San Pedro de Cardeña,
que en su hacienda vincularon.
Entróse a vestir de boda
Rodrigo con sus hermanos;
quitóse gola y arnés
resplandeciente y grabado;
púsose un medio botarga
con unos vivos morados,
calzas, valona tudesca
de aquellos siglos dorados.
Eran de grana de polvo
y de vaca los zapatos
con dos hebillas por cintas
que le apretaban los lados;
camisón redondo y justo,
sin filetes ni recamos,
que entonces el almidón
era pan para muchachos.
Puso de raso un jubón
ancho de manga, estofado,
que en tres o cuatro batallas
su padre lo había sudado.
La Tizona rabitiesa,
del mudo terror y espanto,
en tiros nuevos traía
que costaron cuatro cuartos.
Más galán que Gerineldos
bajó el Cid famoso al patio,
donde el rey, obispo y grandes
en pie estaban aguardando.
Tras esto bajó Jimena
tocada en toca de papos,
y no con estas quimeras
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que agora llaman hurracos.
De paño de Londres fino
era el vestido bordado;
unas garnachas muy justas
con un chapín colorado,
un collar de ocho patenas
con un San Miguel colgando,
que apreciaron una villa
solamente de las manos.
Llegaron juntos los novios,
y al dar la mano y abrazo,
el Cid mirando a la novia
le dijo todo turbado:
—Maté a tu padre, Jimena,
pero no a desaguisado,
matéle de hombre a hombre
para vengar un agravio.
Maté hombre y hombre doy,
aquí estoy a tu mandado;
en lugar del muerto padre,
cobraste marido honrado.
Hechas las bodas, como oído habéis, despidiéndose Rodrigo del rey Fernando, llevó a su
esposa consigo para Vivar, donde fueron ambos muy bien recibidos. Entonces el Cid,
ante su madre, juró en las manos de doña Jimena que nunca se vería con ella en poblado
ni en yermo hasta que antes venciese cinco lides campales, porque mejor mereciese a tan
noble mujer y porque mejor ella olvidase la muerte de su padre. Y rogando mucho a la
madre que amase a Jimena y la hiciese mucha honra, partióse de ellas y se fue contra la
frontera de los moros.
ROMANCE SEXTO
Del Cid y el moro Abdalla
Por el Val de las Estacas
pasó el Cid a mediodía
en su caballo Babieca
muy gruesa lanza traía;
va buscando al moro Abdalla,
que enojado le tenía.
Atravesando una loma
y por una cuesta arriba,
dábale el sol en las armas,
¡oh, qué bien que parecía!;
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vido ir al moro Abdalla
por el rellano de arriba,
armado de fuertes armas,
muy ricas ropas traía.
—¡Espéresme, moro Abdalla,
no demuestres cobardía!
A las voces que el Cid daba,
el moro le respondía:
—Muchos tiempos ha, buen Cid,
que deseaba este día,
porque no hay hombre nacido
de quien yo me escondería.
—Alabarte, moro Abdalla,
poco te aprovecharía;
mas si eres cual tú hablas
en esfuerzo y valentía,
a tal tiempo eres venido
que menester te sería.
Estas palabras diciendo,
contra el moro arremetía;
encontróle con la lanza,
en el suelo le derriba,
cortárale la cabeza
y colgóla de la silla.
ROMANCE SÉPTIMO
Del singular concilio habido en la ciudad de Roma
A concilio dentro en Roma
el Padre Santo ha llamado;
por obedecer al Papa,
allá fue el rey don Fernando;
con él iba el Cid Ruy Díaz,
muchos señores de estado.
Por sus jornadas contadas
en Roma se han apeado;
el rey, con gran cortesía,
al Papa besó la mano;
no lo quiso hacer el Cid,
que no lo había acostumbrado.
En la iglesia de San Pedro
don Rodrigo había entrado,
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viera estar las siete sillas
de siete reyes cristianos
viera la del rey de Francia
junto a la del Padre Santo,
y la del rey su señor
un estado más abajo.
Vase a la del rey de Francia,
con el pie la ha derribado;
la silla de oro y marfil
hecho la ha cuatro pedazos.
tomara la de su rey
y subióla en lo más alto.
Habló allí un honrado duque,
que dicen el Saboyano:
—¡Maldito seas, Rodrigo,
del Papa descomulgado,
porque deshonraste un rey,
el mejor y más preciado!
—Dejemos los reyes, duque,
ellos son buenos y honrados,
hayámoslo los dos solos
como muy buenos vasallos.
Y allegóse cabe el duque,
un gran bofetón le ha dado.
El Papa, cuando lo supo,
al Cid ha descomulgado;
oyéndolo don Rodrigo,
ante el Papa se ha postrado;
—Si no me absolvéis, el Papa,
seríaos mal contado,
que de vuestras ricas ropas
cubriré yo mi caballo.
El Papa, padre piadoso,
tal respuesta le hubo dado:
—Yo te absuelvo, don Rodrigo,
absuélvote de buen grado,
con que seas en mi corte
más cortés y mesurado.
ROMANCE OCTAVO
Carta de doña Jimena al rey
En los solares de Burgos
a su Rodrigo aguardando,
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tan encinta está Jimena,
que muy cedo aguarda el parto;
cuando demás dolorida
una mañana en disanto,
bañada en lágrimas tiernas,
escribe al rey don Fernando:
"A vos, el mi señor rey,
el bueno, el aventurado,
el magno, el conquistador,
el agradecido, el sabio,
la vuestra sierva Jimena,
fija del conde Lozano,
desde Burgos os saluda,
donde vive lacerando.
Perdonédesme, señor,
que no tengo pecho falso,
y si mal talante os tengo,
no puedo disimulallo.
¿Qué ley de Dios vos otorga
que podáis, por tiempo tanto
como ha que fincáis en lides,
descasar a los casados?
¿Qué buena razón consiente
que a mi marido velado
no le soltéis para mí
sino una vez en el año?
Y esa vez que le soltáis,
fasta los pies del caballo
tan teñido en sangre viene,
que pone pavor mirallo;
y no bien mis brazos toca
cuando se aduerme en mis brazos,
y en sueños gime y forceja,
que cuida que está lidiando,
y apenas el alba rompe,
cuando lo están acuciando
las esculcas y adalides
para que se vuelva al campo.
Llorando vos lo pedí,
y en mi soledad cuidando
de cobrar padre y marido,
ni uno tengo ni otro alcanzo.
Y como otro bien no tengo
y me lo habedes quitado,
en guisa lo lloro vivo
cual si estuviese enterrado.
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Si lo facéis por honralle,
asaz Rodrigo es honrado,
pues no tiene barba, y tiene
reyes moros por vasallos.
Yo finco, señor, encinta,
que en nueve meses he entrado
y me pueden empecer
las lágrimas que derramo.
Dad este escrito a las llamas,
non se faga de él palacio,
que en malos barruntadores
no me será bien contado".
ROMANCE NOVENO
La respuesta del rey
Pidiendo a las diez del día
papel a su secretario,
a la carta de Jimena
responde el rey por su mano;
y después de hacer la cruz
con cuatro puntos y un rasgo,
aquestas palabras pone
a guisa de cortesano:
"A vos, la noble Jimena,
la del marido envidiado,
vos envío mis saludos
en fe de quereros tanto.
Que estáis de mí querellosa,
decís en vuestro despacho,
que non vos suelto el marido
sino una vez en el año,
y que cuando vos le suelto,
en lugar de regalaros,
en vuestros brazos se duerme
como viene tan cansado.
Si supiérades, señora,
que vos quitaba el velado
para mis namoramientos,
fuera bien el lamentarlo;
mas si sólo vos lo quito
para lidiar en el campo
con los moros convecinos,
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non vos fago mucho agravio;
que si yo no hubiera puesto
las mis huestes a su cargo,
ni vos fuerais más que dueña,
ni él fuera más que un hidalgo.
A no vos tener encinta,
señora, el vuestro velado
creyera de su dormir
lo que me habedes contado
Mas, pues el parto esperáis...
si os falta un marido al lado,
no importa, que sobra un rey
que os hará cien mil regalos.
Decís que entregue a las llamas
la carta que habéis mandado;
a contener herejías,
fuera digna de tal caso;
mas, pues razones contiene
dignas de los siete sabios,
mejor es para mí archivo
que non para el fuego ingrato
Y porque guardéis la mía
y no la fagáis pedazos,
por ella a lo que pariéredes
prometo buen aguinaldo:
si fuere fijo, daréle
una espada y un caballo
y cien mil maravedís
para ayuda. de su gasto;
si fija, para su dote
prometo poner en cambio
desde el día en que naciere
de plata cuarenta marcos.
Con esto ceso, señora,
y no de estar suplicando
a la Virgen vos ayude
en los dolores del parto".
SEGUNDA PARTE
Los romances del Cid contarán el cerco de Zamora
El rey don Fernando hizo muchas guerras contra moros y cristianos, por las que ganó la
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mayor parte de España. Siendo ya muy viejo de días, cuando andaba la Era de la
Encarnación en 1065 años, llegó a trance de muerte; y aunque los antiguos reyes godos
habían hecho constitución que nunca fuese partido el imperio de las Españas, don
Fernando, buscando en la muerte más el bien de su casa que el de los reinos que había
ganado, los partió entre sus tres hijos, pero muy a pesar del mayor don Sancho, que nunca
quiso otorgar ni consentir la división de los reinos que su padre hacía.
ROMANCE DÉCIMO
De la muerte del rey don Fernando en el castillo de Cabezón,
a una corta jornada de Valladolid
Doliente estaba, doliente,
ese buen rey don Fernando;
los pies tiene cara oriente
y la candela en la mano.
A su cabecera tiene
arzobispos y perlados;
a su man derecha tiene
los sus hijos todos cuatro:
los tres eran de la reina
y el uno era bastardo.
Ese que bastardo era
quedaba mejor librado:
abad era de Sahagund,
arzobispo de Santiago,
y del Papa cardenal,
en las Españas legado.
—Si yo no muriera hijo,
vos fuérades Padre Santo,
mas con la renta que os queda,
bien podréis, hijo, alcanzarlo.
ROMANCE UNDÉCIMO
De la infanta doña Urraca, que se fue para
Cabezón a quejarse muy malamente al rey su padre
—Morir vos queredes, padre,
¡san Miguel vos haya el alma!
Mandastes las vuestras tierras
a quien se vos antojara:
diste a don Sancho a Castilla,
Castilla la bien nombrada,
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a don Alfonso a León
con Asturias y Sanabria,
a don García a Galicia
con Portugal la preciada,
¡y a mí, porque soy mujer,
dejáisme desheredada!
Irme he yo de tierra en tierra
como una mujer errada;
mi lindo cuerpo daría
a quien bien se me antojara,
a los moros por dinero
y a los cristianos de gracia;
de lo que ganar pudiere,
haré bien por vuestra alma.
Allí preguntara el rey:
—¿Quién es esa que así habla?
Respondiera el arzobispo:
—Vuestra hija doña Urraca.
—Calledes, hija, calledes,
no digades tal palabra,
que mujer que tal decía
merecía ser quemada.
Allá en tierra leonesa
un rincón se me olvidaba,
Zamora tiene por nombre,
Zamora la bien cercada,
de un lado la cerca el Duero,
del otro peña tajada.
¡Quien vos la quitare, hija,
la mi maldición le caiga!
Todos dicen: "Amén, amén
sino don Sancho, que calla.
Don Sancho no quiere respetar el testamento paterno; el Cid le aconseja que acate la
voluntad del difunto rey, pero no pudiendo hacer valer sus consejos, no le queda sino
secundar la decisión de su joven señor y llevar el estandarte de Castilla a la victoria. El
primer vencido fue el rey García, de Galicia, el cual largos años vivió desheredado y
entre cadenas en el castillo de Luna, en los montes altos de León. Don Alfonso perdió
también su reino leonés y fue a padecer destierro a la corte mora del rey Alimenón de
Toledo. Así, Castilla triunfaba por primera vez sobre los demás reinos de España. Sólo
faltaba al venturoso rey castellano, para ser dueño de todos los estados de su padre,
apoderarse de la fuerte ciudad de Zamora. Pero el hijo rebelde de don Fernando tenía
contados los días en la flor de su mocedad. El Dios del Sinaí lo dijo: "Venera a tus
padres, para que hayas larga vida sobre la tierra".
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ROMANCE DOCE
De doña Urraca, cercada en Zamora
Rey don Sancho, rey don Sancho,
ya que te apuntan las barbas,
quien te las vido nacer
no te las verá logradas.
Don Fernando apenas muerto,
Sancho a Zamora cercaba,
de un cabo la cerca el rey,
del otro el Cid apremiaba.
Del cabo que el rey la cerca
Zamora no se da nada;
del cabo que el Cid la aqueja
Zamora ya se tomaba;
corren las aguas del Duero
tintas en sangre cristiana.
Habló el viejo Arias Gonzalo,
el ayo de doña Urraca:
—Vámonos, hija, a los moros
dejad a Zamora salva,
pues vuestro hermano y el Cid
tan mal os desheredaban.
Doña Urraca en tanta cuita
se asomaba a la muralla,
y desde una torre mocha
el campo del Cid miraba.
ROMANCE TRECE
En que doña Urraca recuerda cuando el Cid
se criaba con ella en su palacio en Zamora
—¡Afuera, afuera, Rodrigo,
el soberbio castellano!
Acordársete debería
de aquel buen tiempo pasado
que te armaron caballero
en el altar de Santiago,
cuando el rey fue tu padrino,
tú, Rodrigo, el ahijado;
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mi padre te dio las armas,
mi madre te dio el caballo,
yo te calcé espuelas de oro
porque fueses más honrado;
pensando casar contigo,
¡no lo quiso mí pecado!,
casástete con Jimena,
hija del conde Lozano;
con ella hubiste dineros
conmigo hubieras estados;
dejaste hija del rey
por tomar la de un vasallo.
En oír esto Rodrigo
volvióse mal angustiado:
—¡Afuera, afuera, los míos,
los de a pie y los de a caballo,
pues de aquella torre mocha
una vira me han tirado!,
no traía el asta hierro,
el corazón me ha pasado;
¡ya ningún remedio siento,
sino vivir más penado!
ROMANCE CATORCE
En que dos caballeros leoneses
vencen a tres condes castellanos
Riberas de Duero arriba
cabalgan dos zamoranos.
que, según dicen las gentes,
padre e hijo son entrambos;
padre e hijo son los hombres,
padre e hijo los caballos.
Las divisas llevan verdes,
los caballos alazanos;
fuertes armas traen secretas
y encima muy ricos mantos;
adargas ante sus pechos,
gruesas lanzas en sus manos;
espuelas llevan jinetas
y los frenos plateados;
y por un repecho arriba
suben más recios que galgos.
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Salen a mirarlos todos
del real del rey don Sancho;
desque cerca del real fueron
sofrenaron los caballos,
y al cabo de una gran pieza
soberbios ansí han fablado:
—¿Tendredes dos para dos
caballeros castellanos
que quisiesen hacer armas
con otros dos zamoranos,
para daros a entender
que no hace el rey como hidalgo
en quitar a doña Urraca
cuanto su padre le ha dado?
No queremos ser tenidos,
ni queremos ser honrados,
ni rey de nos haga cuenta,
ni conde nos ponga al lado,
si a los primeros encuentros
no los hemos derribado.
Y siquiera salgan tres
y siquiera salgan cuatro,
y siquiera salgan cinco,
no les huiremos el campo;
con tal que no salga el Cid,
ni ese noble rey don Sancho,
que lo habemos por señor,
y el Cid nos ha por hermanos;
de los castellanos otros
salgan los más esforzados.
Tres condes lo están oyendo,
todos tres eran cuñados:
—¡Los de Zamora, atendednos,
que nos estamos armando!
Mientras los condes se armaban,
el padre al hijo está hablando:
—Volved, hijo, vuestros ojos
a Zamora y sus andamios,
mirad dueñas y doncellas
cómo nos están mirando.
Hijo, no miran a mí
porque ya soy viejo y cano,
mas miran a vos, mi hijo,
qué sois mozo y esforzado.
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Si vos hacéis como bueno.
Seréis de ellas muy honrado;
mas si lo hacéis de cobarde,
seréis de ellas ultrajado.
Afirmaos en los estribos,
terciad la lanza en las manos,
esa adarga ante los pechos
y apercibid el caballo,
que al que primero acomete
tienen por más esforzado.
Apenas esto hubo dicho
ya los condes han llegado;
el uno viene de negro,
el otro viene de blanco
y el otro viene de verde
porque estaba enamorado.
Vanse unos para otros
como hombres desafiados;
a los encuentros primeros
el viejo uno ha derrocado.
Vuelve la cabeza el viejo,
vio al hijo no bien parado;
arremete para el conde,
pasólo de claro en claro.
El hijo va contra el otro:
ahuyentado lo ha del campo;
por éste que se les iba
el viejo se está mesando.
Preguntaba el padre al hijo:
—Decid, hijo, ¿estáis llagado?
—Eso os pregunto, señor,
que no estoy sino muy sano.
—Pues tomemos a Zamora;
serás, hijo, muy honrado.
¡Cuán gran alegría hacen
por torres y por andamios;
que el viejo de armas secretas
era el viejo Arias Gonzalo!
ROMANCE QUINCE
Del caballero leal zamorano y de Vellido Dolfos,
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que se salió de Zamora para con falsedad
haceros vasallo del rey don Sancho
Sobre el muro de Zamora
vide un caballero erguido;
al real de los castellanos
decía con grande grito:
—¡Guarte, guarte, rey don Sancho,
no digas que no te aviso,
que del cerco de Zamora
un traidor había salido:
Vellido Dolfos se llama,
hijo de Dolfos Vellido;
si gran traidor fue su padre,
mayor traidor es el hijo;
cuatro traiciones ha hecho,
y con ésta serán cinco!
Si te engaña, rey don Sancho,
no digas que no te aviso.
Gritos dan en el real:
¡A don Sancho han malherido!
¡Muerto le ha Vellido Dolfos;
gran traición ha cometido!
Desque le tuviera muerto
metióse por un postigo;
por las calles de Zamora
va dando voces y gritos:
—¡Tiempo era, doña Urraca,
de cumplir lo prometido!
ROMANCE DIECISÉIS
Del llanto de los castellanos
Muerto yace el rey don Sancho,
Vellido muerto le había;
pasado está de un venablo
que a la tierra le cosía.
Llorando están a par de él
obispos y clerecía;
llórale la hueste toda,
ricoshombres de Castilla.
Don Rodrigo de Vivar
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es el que más lo sentía:
—¡Rey don Sancho, rey don Sancho,
muy aciago fue aquel día
en que cercaste a Zamora
contra la voluntad mía
¡La maldición de tu padre
en mal hora se cumplía
Levantóse Diego Ordóñez,
que a los pies del rey yacía;
la flor es de los de Lara
y lo mejor de Castilla:
—Que se nombre un caballero,
antes que se pase el día
para retar a Zamora
por tan grande alevosía.
Todos dicen que es muy bien,
mas nadie al campo salía;
mirando estaban al Cid
por ver si el reto él haría;
mas el Cid que los entiende,
desta manera decía:
—Yo me armé contra Zamora,
pues don Sancho lo quería;
muerto mi señor el rey,
juré de no combatirla;
grande deudo he con la infanta,
quebrantarlo no podía.
Allí hablara Diego Ordóñez
lleno de melancolía
—Mal habéis jurado, Cid,
lo que jurar no debíais.
ROMANCE DIECIESIETE
Con el reto de Diego Ordóñez
Ya cabalga Diego Ordóñez,
ya del real había salido,
armado de piezas dobles,
sobre un caballo morcillo;
va a retar a los zamoranos,
por muerte del rey su primo.
Vido estar a Arias Gonzalo
23
en el muro del castillo;
allí detuvo el caballo,
levantóse en los estribos:
—¡Yo os reto, los zamoranos,
por traidores fementidos!
¡Reto a mancebos y viejos,
reto a mujeres y niños,
reto también a los muertos
y a los que aún no son nacidos;
reto la tierra que moran,
reto yerbas, panes, vinos,
desde las hojas del monte
hasta las piedras del río,
pues fuisteis en la traición
del alevoso Vellido!
Respondióle Arias Gonzalo,
como viejo comedido:
—Si yo fuera cual tú dices
no debiera ser nacido.
Bien hablas como valiente,
pero no como entendido.
¿Qué culpa tienen los muertos
en lo que hacen los vivos?
Y en lo que los hombres hacen,
¿qué culpa tienen los niños?
Dejéis en paz a los muertos,
sacad del reto a los niños,
y por todo lo demás
yo habré de lidiar contigo.
Mas bien sabes que en España
antigua costumbre ha sido
que hombre que reta a consejo
haya de lidiar con cinco,
y si uno de ellos le vence,
el consejo queda quito.
Don Diego cuando esto oyera
algo fuera arrepentido;
mas sin mostrar cobardía,
dijo: —Afirmome a lo dicho.
ROMANCE DIECIOCHO
24
Cuenta cómo Arias Gonzalo se preparaba
para lidiar el reto
Tristes van los zamoranos
metidos en gran quebranto;
retados son de traidores,
de alevosos son llamados;
más quieren todos ser muertos
que no traidores nombrados.
Día era de San Millán,
ese día señalado,
todos duermen en Zamora,
mas no duerme Arias Gonzalo;
aún no es bien amanecido
que el cielo estaba estrellado,
castigando está a sus hijos,
a todos cuatro esta armando,
las palabras que les dice
son de mancilla y quebranto:
—Yo he de lidiar el primero
con don Diego el Castellano:
si con mentira nos reta,
vencerle he y hágoos salvos;
pero si cualquier traidor
hay entre los zamoranos,
y él nos reta con verdad,
muerto quedaré en el campo.
Morir quiero y no ver muerte
de hijos que tanto amo.
Las armas pide el buen viejo,
sus hijos le están armando,
las grebas le están poniendo;
doña Urraca que allí ha entrado,
llorando de los sus ojos
y el cabello destrenzado:
—¿Para qué tomas las armas?
¿Dónde vas, mi viejo amo:
pues sabéis, si vos morís,
perdido es todo mi estado?
¡Acordaos que prometistes
a mi padre don Fernando
de nunca desampararme
ni dejar de vuestra mano!
25
Caballeros de la infanta
a don Arias van rogando
que les deje la batalla,
que la tomarán de grado;
mas él sólo da sus armas
a su hijo don Fernando:
—¡Dios vaya contigo, hijo,
la mi bendición te mando;
ve a salvar los de Zamora;
como Cristo a los humanos!
Sin poner pie en el estribo
don Fernando ha cabalgado.
Por aquel postigo viejo
galopando se ha alejado
a donde estaban los jueces,
que ya le están esperando;
partido les han el sol,
dejado les han el campo.
ROMANCE DIECINUEVE
Del entierro de Fernán Arias
Por aquel postigo viejo
que nunca fuera cerrado
vi venir seña bermeja
con trescientos de a caballo;
un pendón traen sangriento,
de negro muy bien bordado,
y en medio de los trescientos
traen un cuerpo finado;
Fernán Arias ha de nombre,
hijo de Arias Gonzalo.
A la entrada de Zamora
un gran llanto es comenzado.
Llorábanle cien doncellas,
todas ciento hijasdalgo;
sobre todas lo lloraba
esa infanta Urraca Hernando,
¡y cuán triste la consuela
el buen viejo Arias Gonzalo!:
—¡Callad, mi ahijada, callad,
26
no hagades tan grande llanto;
por un hijo que me han muerto,
vivos me quedaban cuatro;
que no murió entre las damas,
ni menos tablas jugando:
mas murió sobre Zamora
vuestra honra resguardando!
¡Ay, de mí, viejo mezquino!
¡Quién no te hubiera criado,
para verte, Fernán Arias,
agora muerto en mis brazos!
Ya tocaban las campanas,
ya llevaban a enterrarlo
allá en la iglesia mayor,
junto al altar de Santiago,
en una tumba muy rica,
como requiere su estado.
Si don Diego retaba sin razón, si todos los de Zamora estaban enteramente limpios de
culpa, ¿cómo Dios consiente la muerte del defensor de la ciudad? El cielo sólo puede
saber si alguien, la cuitada doña Urraca misma, no estuvo tan ajena como debiera a la
traición de Vellido. Y sigue la historia contando en este cruel reto que Diego Ordóñez
venció asimismo y mató en el campo a Nuño Arias, otro hijo de Arias Gonzalo, y que el
viejo ayo de doña Urraca, seguro de la lealtad de Zamora, envió después al tercer hijo,
Pedro Arias, a salvar la ciudad. El caballero leonés fue también muy malherido por el
castellano, y, con las ansias de la muerte, soltó las riendas para alzar con ambas manos la
espada, y así dio tal golpe a Diego Ordóñez que le hendió un hombro y tajó al caballo la
mitad de la cabeza. El caballo herido comenzó a huir y sacó a Diego Ordóñez fuera de los
mojones del campo, mientras Pedro Arias, viendo que su caballo corría también sin
riendas, se derribó de él y cayó muerto dentro del campo. Don Diego quisiera volver
dentro de los mojones a lidiar con el cuarto hijo de Arias Gonzalo, pero los jueces del
reto no se lo consintieron, pues aunque había matado a Pedro Arias, el muerto quedaba
señor del campo y el vivo había salido fuera. Y por esto los jueces sentenciaron que no
había allí vencedor ni vencido. Mas Dios sólo conoce el corazón de doña Urraca y el
corazón de su hermano don Alfonso, el desterrado en la corte mora de Toledo.
Así don Diego Ordóñez quedó con el prez de su grande hazaña no acabada, y Arias
Gonzalo fue confortado en el duelo de sus hijos, por haber salvado a Zamora del reto de
traición. Y así quedaron castellanos y leoneses muy honrados, y hermanados de nuevo,
después de la infortunada partición que el rey don Fernando hiciera de sus reinos.
Cuenta en seguida la historia que allá en Toledo, la morisca corte de Alimenón, recibió el
desterrado rey Alfonso cartas de su hermana doña Urraca avisándole de la muerte de don
Sancho, para que se volviese pronto a Zamora, a recibir los reinos vacantes por muerte de
don Sancho, y que ido allá Alfonso, los leoneses asturianos, gallegos y portugueses le
27
recibieron luego por señor; pero los castellanos no lo quisieron recibir sin que antes
jurase no haber tenido parte en la muerte de su hermano. Mas a la postre, por
congraciarse con el nuevo rey, ningún castellano quiso tomar este juramento si no fue el
Cid.
ROMANCE VEINTE
La jura en Santa Gadea
En Santa Gadea de Burgos
do juran los hijosdalgo,
allí toma juramento
el Cid al rey castellano,
sobre un cerrojo de hierro
y una ballesta de palo.
Las juras eran tan recias
que al buen rey ponen espanto.
—Villanos te maten, rey,
villanos, que no hidalgos;
abarcas traigan calzadas,
que no zapatos con lazo;
traigan capas aguaderas,
no capuces ni tabardos;
con camisones de estopa,
no de holanda ni labrados;
cabalguen en sendas burras,
que no en mulas ni en caballos,
las riendas traigan de cuerda,
no de cueros fogueados;
mátente por las aradas,
no en camino ni en poblado;
con cuchillos cachicuernos,
no con puñales dorados;
sáquente el corazón vivo,
por el derecho costado,
si no dices la verdad
de lo que te es preguntado:
si tú fuiste o consentiste
en la muerte de tu hermano.
Las juras eran tan fuertes
que el rey no las ha otorgado.
Allí habló un caballero
de los suyos mas privado:
—Haced la jura, buen rey,
28
no tengáis de eso cuidado,
que nunca fue rey traidor,
ni Papa descomulgado.
Jura entonces el buen rey,
que en tal nunca se ha hallado.
Después habla contra el Cid
malamente y enojado:
—Mucho me aprietas, Rodrigo,
Cid, muy mal me has conjurado,
mas si hoy me tomas la jura,
después besarás mi mano.
—Aqueso será, buen rey,
como fuer galardonado,
porque allá en cualquier tierra
dan sueldo a los hijosdalgo.
—¡Vete de mis tierras, Cid,
mal caballero probado,
y no me entres más en ellas
desde este día en un año!
—Que me place —dijo el Cid—,
que me place de buen grado,
por ser la primera cosa
que mandas en tu reinado.
Tú me destierras por uno,
yo me destierro por cuatro.
Ya se partía el buen Cid
sin al rey besar la mano;
ya se parte de sus tierras,
de Vivar y sus palacios:
las puertas deja cerradas,
los alamudes echados,
las cadenas deja llenas
de podencos y de galgos;
sólo lleva sus halcones,
los pollos y los mudados.
Con él iban los trescientos
caballeros hijosdalgo;
los unos iban a mula
y los otros a caballo;
todos llevan lanza en puño,
con el hierro acicalado,
y llevan sendas adargas
con bordas de colorado.
Por una ribera arriba
al Cid van acompañando;
29
acompañándolo iban
mientras él iba cazando.
TERCERA PARTE
de los romances del Cid
Cuando el Cid abandonó sus palacios de Vivar, envió a su mujer, doña Jimena, y a sus
hijas, chicas en años, al monasterio de San Pedro de Cardeña, encomendándolas al abad y
a los monjes de aquella santa casa. ¿Y quién os podría contar los doloridos llantos que en
el claustro de Cardeña hubo a la partida del Campeador? El Cid se alejaba, el último entre
toda su mesnada, volviendo atrás la cabeza; Alvar Fáñez le anima: "Aguijemos, señor,
¿dónde está vuestro esfuerzo? Aun todos estos duelos en gozo se tornarán".
Tan pobre salió el Cid para el destierro, que no tenía con qué mantener su mesnada; se
vio obligado a pedir tres mil marcos prestados a los judíos de Burgos Raquel y Vidas,
dejándoles en prendas dos arcas cerradas, llenas de arena, como si guardasen tesoros.
Confiaba el Cid en Dios y su buena ventura que pronto podría devolver el préstamo, antes
que se descubriese el engaño de la prenda.
Trabajosas fueron las conquistas del desterrado. La España mora acababa entonces de ser
invadida por el emperador de los almorávides, el más poderoso príncipe musulmán de
entonces; su nombre era bendecido en la oración de cada día sobre mil novecientos
púlpitos de las grandes mezquitas de Africa y España; su imperio se extendía más allá del
inmenso Sahara: tenía a lo largo siete meses de camino y más de cuatro meses a lo ancho,
según contaban las caravanas que lo cruzaban.
El poderoso rey Alfonso no lograba resistir el empuje de los bien organizados ejércitos
almorávides, y era derrotado en Sagrajas, en Jaén, en Consuegra y en Uclés. Sólo el
Campeador supo vencer este nuevo poder militar y arrebatarle la posesión de la codiciada
ciudad de Valencia, deteniendo desde ella la temible invasión africana. Conquistó
también muchos castillos y pueblos de moros, y se hizo grande y rico sobre cuantos
señores había en España. Y a cada batalla campal que vencía, el fiel vasallo enviaba a su
injusto rey un rico presente de cien caballos enjaezados, con sendas espadas colgadas de
los arzones, como muestra del botín cogido al enemigo.
ROMANCE VEINTIUNO
Habla de cómo el Campeador envió a buscar
su mujer y sus hijas a Castilla
—Partíos dende, los moros,
vuestros muertos soterrad;
30
pensad, de los malheridos,
y a los cuitados contad
que el saber nuestro en la guerra
es humildoso en la paz,
que no quiero sus haciendas,
no se las iré a quitar,
ni para mis barraganas
sus hijas he de tomar,
que yo no uso más mujeres
que la mía natural.
Y mándovos yo, Alvar Fáñez,
si he poder de vos mandar,
que por mí doña Jimena
y mis hijas otro tal,
a San Pedro de Cardeña
os queráis encaminar;
rogaréis al rey Alfonso
que me las deje sacar;
llevaréisle mi presente
cómo a señor natural.
Y vos, Martín Antolínez,
con Alvar Núñez andad,
y a los honrados judíos
Raquel y Vidas llevad
los tres mil marcos de plata
que vos quisieron prestar;
pagadles la logrería,
otros mil marcos de más.
Rogarles heis de mi parte
que me quieran perdonar
el engaño de los cofres
que en prenda les fui a dejar,
porque con cuita lo hice
de mi gran necesidad;
y aunque cuidan que es arena
lo que en los cofres está,
quedó soterrado en ellos
el oro de mi verdad.
ROMANCE VEINTIDÓS
Mensaje de Alvar Fáñez y perdón del Cid
Llegó Alvar Fáñez a Burgos
31
a llevar al rey la empresa
de cautivos y caballos,
de despojos y riquezas,
con cien llaves de las villas
y castillos que rindiera.
Los que a lo lejos los vían
piensan que es gente de guerra,
y en grande alegría tornan
al saber del Cid las nuevas.
Entró Alvar Fáñez al rey,
y pidiéndole licencia,
besóle la mano y dijo:
—Rey, reciba vuestra alteza
de un hidalgo desterrado
la voluntad por ofrenda.
De aqueste don que te envía
toma solamente en cuenta
que es ganado de los moros
a precio de sangre buena;
que con su espada en dos años
te ha ganado el Cid mas tierras
que te dejó el rey Fernando,
tu padre, que en gloria sea.
Y una merced sola pide
el Cid, que tu mano besa,
y te suplica le envíes
sus hijas y su Jimena;
salgan de su soledad
de San Pedro de Cardeña
y vayan a ser señoras
de la ciudad de Valencia.
Apenas calló Alvar Fáñez,
cuando la envidia revienta
y el conde García Ordóñez
hablaba en mala manera:
—De las ganancias del Cid,
buen rey, no hagáis mucha cuenta,
que cuanto ganó en un año
acaso en dos días pierda;
querrá que el destierro olvides
con esto que te presenta.
Caló Alvar Fáñez la gorra,
32
y empuñando con la diestra,
tartamudo de coraje,
le dio al conde esta respuesta:
—¡Cortesanos, maldicientes,
cuán mal pagáis la defensa
que tuvisteis en la espada
que ha ensanchado vuestra tierra!
El Cid os tiene ganado
otro reino y cien fronteras
y os quiere dar tierras suyas
aunque le echéis de las vuestras.
Pudiera dárselo a extraños,
mas para cosa tan fea
es Rodrigo de Vivar
castellano a las derechas.
Descansen sus envidiosos,
descansen mientras les sea
el pecho del Cid muralla
de su vida y de sus tierras,
y entretengan en palacio
sus ocios enhorabuena,
mas cuiden mejor sus honras
en vez de manchar la ajena.
Y tú, rey, que las lisonjas
a tu placer aprovechas,
has de la lisonjas huestes
y verás cómo pelean.
Perdona, que con enojo
pierdo el respeto a tu alteza,
y dame, si me has de dar,
a las hijas y a Jimena,
pues te ofrezco su rescate
como si estuvieran presas.
Levantóse el rey Alfonso
y al buen Alvar Fáñez ruega
que se sosiegue, y los dos
vayan a ver a Jimena.
Y al salir, ante la corte,
dijo parado en la puerta:
—Al Cid el destierro alzo
y le devuelvo sus tierras;
con todo lo que ha ganado
confírmole yo a Valencia,
y le añado de lo mío
Ordejón, Campo y Briviesca,
33
Langa y todas sus alfoces,
con el castillo de Dueñas;
que la honra del Cid es mía
y es honra de España entera.
Cuenta la gesta que doña Jimena y sus hijas fueron llevadas con gran acompañamiento a
la ciudad de Valencia, y apenas llegadas, Búcar, rey de Marruecos y de Túnez, queriendo
recobrar la ciudad perdida, le puso cerco; pero fue derrotado por el Cid. El rey moro
escapó a uña de caballo hasta el mar, y el Cid, que le perseguía, viendo que no podía
alcanzarle porque Babieca había trabajado mucho en aquella batalla, arrojó su espada al
fugitivo y le dio en las espaldas. El moro herido se metió a toda prisa en las naves, y el
Cid, apeándose, tomó su espada y la del rey Búcar, a la que puso nombre Tizón.
ROMANCE VEINTITRÉS
Cómo el rey moro quería
ganar la ciudad del Cid
¡Helo, helo, por dó viene
el moro por la calzada!,
caballero a la jineta
encima una yegua baya;
borceguíes marroquíes
y espuela de oro calzada;
una adarga ante los pechos
y en la mano una azagaya.
Mirando estaba a Valencia
cómo está bien torreada:
"¡Oh Valencia, oh Valencia,
de mal fuego seas quemada!,
primero fuiste de moros
que de cristianos ganada;
si la lanza no me miente,
a moros serás tornada,
y aquel perro de aquel Cid
prenderélo por la barba;
su mujer doña Jimena
será de mí captivada,
y doña Urraca su hija,
la mi linda enamorada;
después de yo hartarme de ella,
la entregaré a mi compaña".
El buen Cid no está tan lejos
que todo no lo escuchaba:
—Venid, vos acá, mi hija,
34
la mi hija doña Urraca,
dejad las ropas continas
y vestid ropas de pascua;
aquel moro hi de perro
detenémelo en palabras,
mientras yo ensillo a Babieca
y me ciño la mi espada.
La doncella muy hermosa
se paró a una ventana;
el moro desque la vido
de esta suerte la fablara:
—¡Alá te guarde, señora,
mi señora doña Urraca!
—¡Así faga a vos, señor,
buena sea vuestra llegada!
Siete años ha, rey, siete,
que soy vuestra enamorada.
—Otros tantos ha, señora,
que os tengo dentro en mi alma.
Ellos estando en aquesto,
el buen Cid que ya asomaba.
—¡Adiós, adiós, mi señora,
la mi linda enamorada!,
que del caballo Babieca
ya bien oigo la patada.
Do la yegua pone el pie,
Babieca pone la pata;
así fablara el caballo,
bien oiréis lo que fablaba:
"Reventar debía la madre
que a su hijo no esperaba".
Siete vueltas la rodea
alrededor de una jara;
la yegua, que era ligera,
muy adelante pasaba,
hasta llegar cabe un río
adonde una barca estaba.
El moro desque la vido
con ella mucho se holgara;
grandes gritos da al barquero
que le allegase la barca;
el barquero es diligente,
túvose la aparejada;
35
embarcó muy presto en ella,
que no se detuvo nada.
Estando el moro embarcado,
el buen Cid que llega al agua,
y por ver al moro en salvo,
de coraje reventaba;
mas con la furia que tiene
una lanza le arrojaba,
diciendo: —¡Recoged, yerno,
recogedme aquesa lanza,
que quizá tiempo verná
que os será bien demandada!
ROMANCE VEINTICUATRO
Palabras que tuvo el Cid con el abad nuevo de Cardeña
Fablando estaba en el claustro
de San Pedro de Cardeña
el buen rey Alfonso al Cid,
después de misa, una fiesta.
Trataban de la conquista
de las mal perdidas tierras
por yerros del rey Rodrigo,
que amor disculpa y condena.
Propuso el buen rey al Cid
el ir a ganar a Cuenca,
y Ruy Díaz mesurado
le dice desta manera:
—Nuevo sois, rey don Alfonso,
nuevo rey sois en la tierra;
antes que a guerra vayades,
sosegad las vuesas tierras;
muchos daños han venido
por los reyes que se ausentan
que apenas han calentado
la corona en la cabeza.
Bermudo, en lugar del rey,
dice al Cid: —Si vos aquejan
el cansancio de las lides
o el deseo de Jimena,
idvos a Vivar, Rodrigo,
y dejadle al rey la empresa,
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que homes tiene tan fidalgos
que non volverán sin ella.
—¿Quién vos mete —dijo el Cid—
en el consejo de guerra,
fraile honrado, a vos agora,
la vuesa cogulla puesta?
Subidvos a la tribuna
y rogad a Dios que venzan;
que non venciera Josué
si Moisés non lo ficiera.
Llevad vos la capa al coro,
yo el pendón a las fronteras,
y el rey sosiegue su casa
antes que busque la ajena;
que non me farán cobarde
el mi amor ni la mi queja,
que más traigo siempre al lado
a Tizona que a Jimena.
—Home soy —dijo Bermudo—
que antes que entrara en la regla,
si non vencí reyes moros,
engendré quien los venciera;
y agora en vez de cogulla,
cuando la ocasión se ofrezca,
me calaré la celada
y pondré al caballo espuela.
—¡Para fuir —dijo el Cid—
podrá ser, padre, que sea;
que más de aceite que sangre
manchado el hábito lleva!
—¡Calledes —le dijo el rey—
en mal hora que no en buena!
Cosas tenedes, el Cid,
que farán fablar las piedras,
pues por cualquier niñería
facéis campaña a la iglesia.
Pasaba el conde de Oñate
que llevaba la su dueña,
y el rey, por facer mesura,
acompañólo a la puerta.
Los dos condes de Carrión, Femando y Diego, jóvenes cortesanos de muy noble linaje,
codiciosos de las riquezas y del poder del Cid, quieren casarse con las hijas de éste, y
piden al rey que les trate el casamiento.
37
El Cid lo repugna; conoce el orgullo linajudo y el ningún valor de los condes de Carrión.
Aunque él, a pesar de ser señor de Valencia, era tan sólo un simple hidalgo, no podía
estimar en nada el lustre que habría de recibir emparentando con los ociosos condes de
Carrión y de Saldaña. Pero Alfonso, aun siendo un gran rey político y conquistador, no
sabía alzarse sobre la pequeñez de la vida palaciega; creía que la alcurnia de sus
cortesanos era un premio para el héroe; por eso le ruega, le obliga a consentir.
Las bodas de las hijas del Cid con los de Carrión se hicieron en Valencia, durando las
fiestas ocho días. Muchos y muy apuestos fueron los regocijos que el Cid mandó hacer en
aquellas bodas, así como bohordar, alanzar tablados, matar toros y otras fieras, muchos
fueron los manjares que allí se sirvieron, innumerables los juglares que cantaban las
hazañas de otros tiempos, y muchas las danzas y cantos en que se alababa a los novios.
En la torre del alcázar el Cid contemplaba tanta nobleza, y viendo a sus pies la gran
ciudad y a lo lejos las huertas y el mar, medita, puesta la mano en su barba entrecana:
"Antes fui pobre, ahora tengo cuanto oro, tierra y poder deseo; venzo las lides como a
Dios place; mi fama llega al soldán de Persia, que me envía sus joyas, sus ricas telas de
seda y oro, los más extraños animales del Asia, y me ofrece por vianda la cabeza de su
caballo más querido; allá en Marruecos, la tierra de las mezquitas, los moros me temen
cada día, y ellos me pagarán parias a mí o a mi rey, si le mando; a mi rey, que para que
nada falte al corazón, me honra de nuevo, y me ha hecho tener por parientes a los
ricoshombres de su corte".
Cuando el Cid se siente llegado a la más elevada cumbre del poder, la desgracia va a
herirle cruelísimamente. Bastará una pequeña ocasión promovida por la ruindad de los
condes sus yernos.
ROMANCE VEINTICINCO
Pavor de los condes de Carrión
Acabado de yantar,
la faz en somo la mano,
durmiendo está el señor Cid
en el su precioso escaño.
Guardándole están el sueño
sus yernos Diego y Fernando,
y el tartajoso Bermudo,
en lides determinado.
Fablando están juglerías,
cada cual por hablar paso,
y por soportar la risa
puesta la mano en los labios,
cuando unas voces oyeron
que atronaban el palacio,
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diciendo: "¡Guarda el león!
¡Mal muera quien lo ha soltado!"
No se turbó don Bermudo;
empero los dos hermanos
con la cuita del pavor
de la risa se olvidaron,
y esforzándose las voces,
en puridad se hablaron
y aconsejáronse aprisa
que no fuyesen despacio.
El menor, Fernán González,
dio principio al fecho malo;
en zaga al Cid se escondió,
bajo su escaño agachado.
Diego, el mayor de los dos,
se escondió a trecho más largo,
en un lugar tan lijoso,
que no puede ser contado.
Entró gritando el gentío
y el león entró bramando,
a quien Bermudo atendió
con el estoque en la mano.
Aquí dio una voz el Cid,
a quien como por milagro
se humilló la bestia fiera,
humildosa y coleando.
Agradecióselo el Cid,
y al cuello le echó los brazos,
y llevólo a la leonera
faciéndole mil falagos.
Aturdido está el gentío
viendo lo tal; no catando
que entrambos eran leones,
mas el Cid era el más bravo.
Vuelto, pues, a la su sala,
alegre y no demudado,
preguntó por sus dos yernos
su maldad adivinando.
—Del uno os daré recaudo,
que aquí se agachó por ver
si el león es fembra o macho.
Allí entró Martín Peláez
aquel temido asturiano,
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diciendo a voces: —¡Señor,
albricias, ya lo han sacado!
El Cid replicóle: —¿A quién?
Él respondió: —Al otro hermano,
que se sumió de pavor
do no se sumiera el diablo.
Miradle, señor, dó viene;
empero facéos a un lado,
que habéis, para estar par dél,
menester un incensario.
Agraviáronse los condes,
con el Cid quedan odiados;
quisieran tomar sobre él
la deshonra de ellos ambos.
ROMANCE VEINTISÉIS
Afrenta de las hijas del Cid
De concierto están los condes
hermanos Diego y Fernando,
afrentar quieren al Cid,
muy gran traición han armado,
quieren volverse a sus tierras,
sus mujeres demandando;
y luego les dice el Cid,
cuando se las ha entregado:
—Mirad, yernos, que tratedes
como a dueñas hijasdalgo
mis hijas, pues que a vosotros
por mujeres las he dado.
Ellos ambos le prometen
de obedecer su mandado.
Ya cabalgaban los condes;
y el buen Cid está a caballo
con todos sus caballeros
que le van acompañando;
por las huertas y jardines
va riendo y festejando.
Por espacio de una legua
el Cid los ha acompañado;
cuando dellas se despide,
lágrimas le van saltando.
40
Como hombre que ya sospecha
la gran traición que han armado,
llamó a su sobrino Ordoño,
y en secreto le ha mandado
que vaya tras de los condes
cubierto y disimulado.
Los condes con sus mujeres,
por sus jornadas andando,
en el robladal de Corpes
dentro del monte han entrado;
espeso es y muy oscuro,
de altos árboles poblado.
Mandan ir toda su gente
adelante muy gran rato;
quedándose con sus mujeres
tan solos Diego y Fernando.
De sus caballos descienden,
las riendas les han quitado;
sus mujeres que lo ven
muy gran llanto han levantado.
Apéanlas de las mulas;
ambas las han desnudado;
cada uno azota la suya,
con riendas de su caballo;
danles muchas espoladas,
en sangre las han bañado;
con palabras injuriosas,
mucho las han denostado.
Los cobardes caballeros
allí se las han dejado.
—De vueso padre, señoras,
en vos ya somos vengados;
que vosotras no sois tales
para connusco casaros
Ahora pagáis las deshonras
que el Cid a nós hubo dado
cuando soltara el león
y procurara matarnos.
ROMANCE VEINTISIETE
Ordoño, sobrino del Cid, socorre a sus primas
Al cielo piden justicia
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de los condes de Carrión
ambas las hijas del Cid,
doña Elvira y doña Sol.
A sendos robles atadas
dan gritos que es compasión,
y no las responde nadie,
sino el eco de su voz.
A los lamentos que hacen,
por allí pasó un pastor,
por donde no puso el pie
cosa humana, si ahora no;
danle voces que se acerque,
y él no osaba de pavor:
—¡Pastor, por Dios te rogamos
que hayas de nós compasión!
¡Así tus ganados vayan
siempre de bien en mejor,
tus tiernos hijuelos veas
criados en bendición,
que desates nuestras manos,
pues que las tuyas no son,
como las que nos ataron,
de malicia y traición!
Estando en estas palabras,
el buen Ordoño llegó,
en hábito de romero,
según el Cid le ordenó.
Prestamente las desata,
disimulando el dolor;
ellas que lo conocieron,
juntas lo abrazan las dos;
a la una dio su manto
y a la otra su ropón.
Llorando les dice: —¡Primas,
secretos del cielo son!
No tuvo la culpa el Cid,
que el rey fue quien os casó;
mas buen padre tenéis, primas,
que vuelva por vueso honor.
ROMANCE VEINTIOCHO
El Cid parte a pedir justicia al rey
42
Asida está del estribo
la noble Jimena Gómez,
y en tanto que al Cid le habla,
el Cid su gabán compone.
—Mirad —le dice—, señor,
vuestra sangre y la del conde
que matasteis bueno a bueno,
que las venguéis como noble.
A las cortes vais, buen Cid,
y vuestros competidores
son crueles como cobardes,
como cobardes traidores,
Al rey habrán prevenido
y a sus amigos los condes;
que es de cobardes muy propio
socorrerse de invenciones.
No acetéis del rey Alfonso
excusas, ruegos ni dones,
que mal se encubre una injuria
con afeites de razones.
Considerad vuestras hijas
amarradas a dos robles;
ante el rey buscáis justicia,
ruego a Dios que no la estorbe.
—Así suceda, Jimena,
el famoso Cid responde.
Y abajando la cabeza
picó a Babieca y partióse.
ROMANCE VEINTINUEVE
De las cortes de Toledo
Tres cortes armara el rey,
todas tres a una sazón;
las unas armara en Burgos,
las otras armó en León,
las otras armó en Toledo
donde los hidalgos son,
para cumplir de justicia
al chico con el mayor.
Treinta días da de plazo,
treinta días, que más no,
y el que a ellos no viniese
que lo diesen por traidor.
43
A los veinte y nueve días
los condes venidos son;
treinta días son llegados
y el buen Cid no viene, non,
Allí hablaran los condes:
—Señor,dadIo por traidor.
Respondiérales el rey:
—Eso non faría, non,
que el buen Cid es caballero
de batallas vencedor,
pues que en todas las mis cortes
no lo había otro mejor.
Ellos en aquesto estando,
el buen Cid allí asomó.
ROMANCE TREINTA
Cómo el Cid llegó a las cortesy
Por Guadalquivir arriba
cabalgan caminadores,
que, según dicen las gentes,
ellos eran buenos hombres;
ricas aljubas vestidas
y encima sus albornoces,
capas traen aguaderas
a guisa de labradores;
daban cebada de día
y caminaban de noche,
no por miedo de los moros,
mas por los grandes calores.
Por sus jornadas contadas
llegados son a las cortes,
sálelos a recibir
el rey con sus altos hombres
—Viejo que venís, el Cid,
viejo venís y florido.
—No de holgar con las mujeres,
mas de andar en tu servicio;
de pelear con el rey Búcar,
rey que es de gran señorío;
de ganadle las sus tierras,
sus villas y sus castillos;
también le gané yo al rey
su rico escaño tornido.
44
ROMANCE TREINTA Y UNO
Los condes de Carrión, declarados traidores
en las cortes
—Yo me estando en Valencia,
en Valencia la mayor,
buen rey, vi yo vuestra seña
y vuestro honrado pendón.
Saliera yo a recibirlo
como vasallo a señor;
enviásteme una carta
con un vuestro embajador:
que en la villa de Requena
con vos me avistara yo.
Allí os convidé a comer,
buen rey, tomástelo vos;
y al alzar de los manteles,
dijiste esta razón:
que diese yo las mis hijas
a los condes de Carrión
No quería Jimena Gómez,
la madre que las parió;
por cumplir vuestro mandado,
otorgáraselas yo.
Un día estando en las bodas
soltárase un león;
los condes fueron cobardes.
Luego piensan la traición:
pidiéranme las mis hijas
para volver a Carrión;
como eran sus mujeres,
entregáraselas yo;
¡ay, en medio del camino
cuán mal paradas que son!
Allí dijeron los condes
una muy mala razón:
—Mentides, el Cid, mentides,
no somos traidores nós.
Nós somos fijos de reyes,
sobrinos de emperador:
¿merescimos ser casados
45
con fijas de un labrador?
Levántose Per Bermúdez,
el que las damas crió,
y al conde que así había hablado
diérale un gran bofetón.
Alborotóse la corte,
y el rey los apaciguó:
—Afuera, Pero Bermúdez,
no me revolváis quistión,
—¡Otórganos campo, rey,
otórganoslo, selor,
que con muy gran dolor vive
la madre que las parió!
Los condes, como lo oyeron,
no consienten campo, non.
Hablara el rey a los condes,
bien oiréis lo que allí habló:
—Si vos no otorgáis el campo,
yo he de hacer justicia hoy.
Entonces habló un criado
de los condes de Carrión:
—Ellos otorgan el campo
mañana en saliendo el Sol.
Otro día de mañana
todos en el campo son:
por el Cid va Nuño Gustos,
hombre de muy gran valor;
con él va Pero Bermúdez,
el ayo que las crió.
Los condes vienen de negro,
y los del Cid de color;
repentidos van los condes,
de vellos es gran dolor.
Ya los meten en el campo,
ya les partían el sol;
luego abajaban la lanzas,
¡cuán bien combatidos son!
A los primeros encuentros
los condes vencidos son;
quedaron ante la corte
culpados de traición;
a Gustos y Per Bermúdez
el rey cabe sí asentó.
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En las mismas cortes de Toledo trató el rey nuevos casamientos para las hijas del Cid,
mucho más altos que los primeros; casó una con el infante de Aragón, y otra con el conde
de Barcelona. Y así triunfó el Cid de la malquerencia de los cortesanos, que tan
duramente le había perseguido en su vida.
Pero el Campeador no debía gozar mucho de su poderío. Durmiendo una noche en su
alcázar de Valencia, vino a él en visión el apóstol San Pedro a predecirle que en breve
moriría. El apóstol anuncia la gloria eterna al héroe; pero le arranca amargamente su
último y supremo afán terrenal, haciéndole saber que su mayor conquista, una vez que
había servido para contener la invasión almorávide, no sería duradera: Búcar, el rey de
Marruecos, recobrará a Valencia; en dirección de ésta vienen ya las naves africanas
surcando el mar, y sus proas forzarán el puerto apenas haya expirado el conquistador.
Dios, empero, que en vida había animado los ojos del héroe con el relámpago del terror,
irresistible para los moros así en guerra como en paz, quiere otorgarle una última y
extraordinaria gracia: que aun cerrados sus ojos por la muerte, la sola presencia de su
cuerpo sin alma pusiera en fuga de nuevo al rey Búcar, cuando los cristianos
abandonasen a Valencia. Los moros, quebrantados y deshechos una última vez por el
Campeador, sólo ocuparon en Valencia cálidas ruinas humeantes.
El cadáver del Cid, repatriado entre lanzas victoriosas, se abre paso a través de los
almorávides aterrados, y va a Castilla como sagrado símbolo de toda nobleza, de toda
lealtad, siempre imponente, siempre vencedora...., siempre combatida.
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