ARTÍCULOS
En la España Medieval
ISSN: 0214-3038
http://dx.doi.org/10.5209/ELEM.56093
La construcción de una memoria del linaje regio. La noción de panteón
dinástico de la dinastía asturleonesa (ss. IX-XI)
Álvaro Solano Fernández-Sordo1
Recibido: 01 de diciembre de 2016 / Aceptado: 15 de marzo de 2017
Resumen. El Reino de Asturias surgido tras la invasión musulmana desarrollará un discurso ideológico
legitimador en el que la “continuidad” jugaba un papel fundamental. Continuidad tanto con el ideal hispanogodo perdido como con la propia línea dinástica. Entre los elementos que tendrían gran relevancia
en la visión política y la construcción ideológica del naciente reino, destaca el diseño de una memoria
regia a través del uso de los espacios de enterramiento reales como instrumento propagandístico de
estabilidad del linaje y continuismo legitimador. La construcciónde de un panteón regio en cronologías
bien tempranas contribuye a cristalizar la idea de un “linaje” o “dinastía regia” consciente, estable
y con vocación de perpetuidad. Esto hace del panteón un depósito material de la legitimidad astur y
verdadero monumento al linaje; ijándose en su plasmación arquitectónica modelos de conducta entre
la casta regia y hasta tipologías artísticas que perdurarían, repitiéndose más adelante y asociándose en
la mentalidad a estructuras de memoria funeraria y sobreviviendo incluso al traslado de la corte (que
obligaría a erigir nuevos panteones) y hasta al acceso al trono de nuevos linajes.
Palabras clave: Reino de Asturias; Reino de León; dinastía asturleonesa; ideología; memoria regia;
panteón dinástico.
[en] Constructing a Memory of the Royal Lineage. The Notion of the Dynastic Pantheon in the Astur-Leonese Dynasty (9th-11th Centuries)
Abstract. The Kingdom of Asturias founded after the Muslim invasion developed a legitimizing ideological discourse in which “continuity” played a fundamental role. Continuity both with the lost Hispano-Goth ideal and with the dynastic line itself. Among the elements that would play an important role
in the political vision and ideological construction of the ledgling kingdom is the design of a royal memory through the use of royal burial spaces as a propagandistic instrument for maintaining the stability
of the lineage and for legitimising continuism. Constructing a royal pantheon dating back to early times
contributes towards crystallising the idea of a “lineage” or “royal dynasty” that was conscious, stable
and enduring. This makes the pantheon a material deposit of Astur legitimacy and a true monument to
the lineage. The article focuses on architectural styles, models of behaviour for royalty and even types
of art that would endure, subsequently repeating themselves and associating themselves in people’s
minds with funerary memorial buildings, even surviving the court’s change of location (which would
mean new pantheons had to be built) and the occupation of the throne by new dynasties.
Keywords: Kingdom of Asturias; Kingdom of Leon; Astur-Leonese Dynasty; Ideology; Royal Memory; Dynastic Pantheon.
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Universidad de Oviedo
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Sumario: 1. Antecedentes visigodos. 2. La continuidad de la primera etapa del Reino de Asturias. 3. La
innovación de Alfonso II: el panteón como instrumento ideológico. 4. La prolongación leonesa. 5. El
epílogo de la dinastía Jimena o pamplonesa. 6. Conclusiones. 7. Bibliografía.
Cómo citar: Solano Fernández-Sordo, Á. (2017) La construcción de una memoria del linaje regio.
La noción de panteón dinástico de la dinastía asturleonesa (ss. IX-XI), en En la España Medieval 40,
339-374.
A Juan Ignacio Ruiz de la Peña Solar, mi maestro
La muerte es quizá uno de los temas más universales de la Historia. Una muerte que
nos espera a todos por igual, como proclamarían las danzas bajomedievales. Pero
en el momento de afrontarla, precisamente por lo ignoto de ella, se rodeará de una
serie de símbolos y ritos que marcarán irmes diferencias. Esta “muerte vivida”, en
palabras de Vovelle2, no es nunca igual para todos los hombres, y es especíicamente
distinta para los poderosos. Para ellos la morada eterna, como lo fuera la mortal, será
muy diferente.
Esto, en el caso de los reyes, se volverá especialmente patente. La muerte alcanza, entonces, el valor de un acto protocolario, ejemplar y casi público, de claras
dimensiones políticas. Los monarcas, desde momentos muy tempranos, mostrarán
su interés por reservarse un lugar para descansar tras la muerte. En primer lugar, no
cabe duda, por un comprensible impulso humano y cristiano de asegurarse la vida
eterna que hace frecuentes las donaciones y favores a templos y monasterios de especial predilección y que desean convertir en lugares de su reposo. Pero, al mismo
tiempo, hay que ver en estas disposiciones expresiones de su poder y su prestigio,
auténticos comportamientos consecuencia de verdaderos programas políticos.
El estudio de la realeza, de los ritos y símbolos que la envuelven, a través de la
Historia del poder y las formas de poder no es una novedad en la historiografía europea y nacional. Y, entre ellos, llaman ahora nuestra atención los estudios acerca de
los distintos mausoleos y cementerios regios. Un objeto de estudio que en España se
iniciarían con los trabajos de R. del Arco a mediados del pasado siglo y tendría una
gran revitalización a partir de la década de 1980, especialmente al calor de los trabajos acerca de los aspectos que rodearon las muertes de los monarcas bajomedievales.
Pero, lejos de ser un tema abandonado, a partir del cambio de milenio se detecta una
gran proliferación de publicaciones sobre ello, abarcando ya una cronología que
muestra un interés que arranca incluso desde cronologías visigodas3. La casualidad
ha querido que en un reciente número de una de las principales publicaciones del
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Vovelle, Ideología y mentalidades, p. 103.
Sirva de ejemplo la siguiente relación, en absoluto exhaustiva: Alonso Álvarez, “Los enterramientos de los
reyes visigodos”. Id., “El panteón de los reyes de Asturias” Id., “Los enterramientos de los reyes de León y
Castilla”. Boto Varela, “Aposentos de la memoria dinástica”. Cabrera Sánchez, “Funerales regios en la Castilla
medieval”. Id., “La muerte de los miembros de la realeza hispánica medieval”. Dectot, “Tombeaux et pouvoir
royal dans le León autor de l’an mil”. Id., Les tombeaux des familles royales. Isla Frez, Memoria, culto y
monarquía hispánica, Menjot, “Les funerailles des souverains castillans du Bas Moyen Âge”. Id., “Un cristiano
que muere siempre”. Mitre Fernández, “Muerte y memoria del rey en la Castilla bajomedieval”. Id., “La muerte
del rey”. Id., Una muerte para un rey. Nieto Soria, “Imágenes religiosas y del poder real”. Id., Fundamentos
ideológicos del poder real en Castilla. Id.: “Origen divino, espíritu laico y poder real”. Sánchez Ameijeiras,
“The Eventful Life of the Royal tombs». Suárez González, “¿Del pergamino a la piedra?».
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medievalismo ibérico coincidiesen dos aportaciones precisamente sobre este tema
con planteamientos complementarios4.
Pero, si bien parece haber unanimidad entre los expertos que para el caso hispánico no resulta del todo aplicable el modelo centroeuropeo de panteones dinásticos,
lo cierto es que esta comparación ha privilegiado especialmente los intentos por
explicar la formulación del poder regio en la Castilla pleno y bajomedieval. Y es
que desde el reinado de Alfonso VI el discurso político del trono castellano-leonés
respecto a los panteones parece haber acabado por considerar que “los reyes castellanos no concedieron apenas importancia a sus ceremonias de enterramiento” y tiene
por lo tanto mal acomodo dentro de los modelos homólogos del panorama europeo5.
Ahora bien, a nuestro modo de ver ésta es una consideración quizá válida únicamente a partir del siglo XII, pues es entonces cuando irrumpen una serie de elementos
novedosos e incluso rupturistas con la dinámica de los siglos precedentes, que se
acentuarán en la época de Fernando III y Alfonso X.
Esta dinámica propia, en el campo concreto de los enterramientos de los últimos
monarcas asturianos y su prolongación tras el traslado de la corte a León, es lo que
pretendemos analizar con este trabajo. Entre los siglos IX y XI los reyes leoneses
no sólo “concedieron importancia” a sus ceremonias y lugares de sepultura, sino
que desplegaron en ellas un discurso de continuidad y legitimación especialmente
desarrollado y útil en los momentos de inestabilidad política o dinástica. Una realidad que, aunque conocida para el período de la dinastía Jimena con San Isidoro de
León, creemos poder rastrear en los siglos anteriores para la dinastía pelagiana o
asturleonesa.
1. Antecedentes visigodos
A diferencia de otros casos europeos, es posible que no se pueda hablar de un panteón estable de la Casa Real española hasta bien avanzada la Modernidad, con la
construcción de San Lorenzo de El Escorial6, pues el modelo de enterramiento de los
monarcas castellanos va a estar marcado por la dispersión de tumbas personales antes que por la concentración de éstas en un cementerio dinástico como el que ofrecen
otras monarquías europeas de la época al estilo de Saint-Denis o Westminster7. La
historiografía ha pretendido explicar esto reiriéndose bien al carácter privado8 o al
carácter sagrado9 de los sepelios regios, y más recientemente viendo en las elecciones de los lugares de enterramiento por los monarcas un útil político para la airmación del avance territorial en la misión histórica de la Reconquista10.
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Arias Guillén, “Enterramientos regios en Castilla y León”. Boto Varela, “Panteones regios leoneses”. Una
coincidencia cronológica que ha continuado incluso en el número siguiente con el trabajo de Martin, “Fuentes
de potestad para reinas e infantas”.
Arias Guillén, “Enterramientos regios en Castilla y León”, p. 644.
Parece ser una decisión obra de Felipe III más que de Felipe II, como tradicionalmente se ha creído: Varela, La
muerte del rey. Citado por Alonso Álvarez, “Los enterramientos de los reyes de León y Castilla”.
Arias Guillén, “Enterramientos regios en Castilla y León”, especialmente pp. 663-668.
Tesis mantenida por Menjot en varios trabajos, el más reciente en “Un cristiano que muere siempre”.
Postura sostenida por Nieto Soria en varios de sus trabajos, destacando quizá “Origen divino, espíritu laico
y poder real”, pp. 51-52. Idea seguida también por Mitre Fernández (“Muerte y memoria del rey”) y Cabrera
Sánchez, (“Funerales regios en la Castilla medieval”).
Interpretación esbozada por Rucquoi (“De los reyes que no son taumaturgos”. pp. 67-69), desarrollada por
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No obstante, como ha quedado dicho, tales explicaciones se han buscado mayoritariamente sobre los enterramientos pleno y bajomedievales. Son momentos con una
monarquía irmemente asentada cuyo discurso legitimador ha de ser forzosamente
diferente, que no puede ser válido para el caso de la realeza asturleonesa que nos
ocupa, y en cuyas actuaciones funerarias cobran mayor relevancia conceptos como
“continuidad” o “linaje”, como se tratará de explicar. De hecho, como intentaremos demostrar en este trabajo, los monarcas de la dinastía asturleonesa presentan
esa conciencia dinástica en la elección de sus sepulturas desde inales de la novena
centuria y hasta mediado el siglo XI, cuando se verá truncada esta conducta en beneicio del citado modelo de memoria individual en los enterramientos. Momento que
coincide, asimismo, con la adopción por parte de los citados ejemplos franceses e
ingleses de la costumbre de panteón dinástico, antes no existente11.
Se ha de partir necesariamente del conocimiento de las costumbres funerarias
regias en la Hispania visigoda, evidente antecedente de la Monarquía asturiana tanto
en el sentido meramente cronológico como en el ideológico12. Pero el caso de los
enterramientos de los monarcas visigodos constituye en sí mismo un complejo dilema histórico, dadas las escasas informaciones con que contamos ante el silencio de
los textos cronísticos sobre este tema, especialmente de los coetáneos13. Sorprende
el nulo interés con el que los cronistas de la época abordan el asunto de los lugares
de muerte y sepultura de los reyes, especialmente desde Recaredo –primer rey convertido al Catolicismo–, pese a tratarse de autores de gran calado intelectual y profundo pensamiento político como son Isidoro de Sevilla o Julián de Toledo. Silencio
éste que delata un desinterés político contemporáneo respecto a una posible función
ideológica o de construcción de la memoria en las sepulturas regias. Para reunir un
corpus de informaciones sobre los enterramientos reales en el Reino Visigodo de
Toledo es necesario recurrir a noticias dispersas de fuentes musulmanas como la
Crónica de Rasis o incluso fuentes cristianas mucho más tardías como Luitprando,
la Crónica pseudo-isidoriana o las interpolaciones pelagianas a las Crónicas asturianas (e incluso en algunos casos a noticias recogidas por eruditos ya modernos
como Ambrosio de Morales o fray Antonio de Yepes), cuya problemática iabilidad
las hace muy susceptibles de poner en duda14.
Este complejo e inseguro conjunto documental dibuja un mapa que –además
de incluir lugares de difícil identiicación, cuyas localizaciones propuestas son en
ocasiones muy distantes entre sí– releja una gran dispersión geográica en lo que
respecta a las elecciones funerarias de los reyes visigodos. Entre las noticias más
probables se encuentran las que remiten a las sepulturas de Chindavinto, Recesvinto
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Guiance (Los discursos sobre la muerte en la Castilla Medieval, pp. 315-316). Más recientemente Dectot
propone retrasar como cierto este comportamiento hasta a partir del siglo XIII, concretamente de los sepelios de
Fernando III y Alfonso X (Les tombeaux des familles royales, pp. 167-169).
Véase las referencias a los enterramientos británicos anteriores a la conquista normanda en Evans, The death of
kings, pp. 1-31; sistematizados en Prada y Vidal, “La muerte de los reyes de León”, pp. 241-242, Para el caso
de los enterramientos carolingios y merovingios, anteriores a la costumbre de los Capeto, consúltese Alonso
Álvarez, “El panteón de los reyes de Asturias”, pp. 37-47 y Erlande-Brandenburg, Alain, Le roi est mort.
Véanse los estudios acerca de los fundamentos visigodos de la ideología asturiana: Besga Marroquín, Orígenes
hispanogodos del Reino de Asturias. Deswarte, De la destruction à la restauration. Solano Fernández-Sordo,
“La ideología del Reino de Asturias”.
Muy iluminador respecto a este problema es el artículo de Alonso Álvarez, “Los enterramientos de los reyes
visigodos”. Más recientemente, Id.: “Hornija, Bamba, Pampliega”.
Para una descripción y análisis más extenso de todas estas noticias disponibles, con referencias a cada uno de los
monarcas, véase la nota anterior, así como Id.: “El panteón de los reyes de Asturias”, pp. 41-44.
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y Wamba15. El primero de ellos estaría, según la interesada interpolación del obispo
Pelayo de Oviedo a la Continuatio de las Historias isidorianas atribuida a Ildefonso
de Toledo, sepultado “in monasterioque sancti Romani de Hornisga secun luvium
Dorii” en la actual San Román de Hornija (Valladolid). Por su parte, el enterramiento de Recesvinto se localizaría –siguiendo tanto el texto original de la Continuatio como la Crónica de Alfonso III en sus dos versiones– en una villa denominada
Gerticos, para la que se han propuesto diversas localizaciones que oscilan entre la
actual localidad vallisoletana de Wamba, un enclave del mismo nombre en Zamora
o bien un lugar indeterminado en el valle del Jerte, cercano a Coria16. Finalmente, la
tumba del rey Wamba se localiza tal vez más fácilmente –aunque fruto de una nueva
interpolación pelagiana, en esta ocasión a la versión sebastianense de la Crónica de
Alfonso III, que hubo de ser completada un siglo más tarde por Rodrigo Jimenez de
Rada– en la burgalesa Pampliega17.
El silencio cronístico contemporáneo a los reyes visigodos respecto a sus lugares
de enterramiento delata la falta de rendimiento ideológico o “utilidad política” que
se les podía atribuir a su época; a la vez que en el sentido opuesto los añadidos a
partir del siglo XII a los textos revelan que para entonces ya se tiene conciencia del
provecho que para los intereses diocesanos de Pelayo tenían las sepulturas regias.
Son testimonios extremadamente dudosos por lo tardíos que resultan, pero de ser
ciertos y estar recogiendo tradiciones previas ciertas, parecen delatar que la Monarquía goda no difería en sus costumbres funerarias de la alta nobleza de la época. Es
una lógica continuidad con las de la aristocracia hispanorromana de la Tardoantigüedad, entre la que se documentan los enterramientos de los personajes relevantes en
las posesiones rurales señoriales junto a la residencia, convirtiendo el mausoleo en
un elemento visible del dominio sobre estas grandes villae rusticae. Esta airmación
cobra más fuerza si vemos cómo en el caso más iable con que contamos, el de Recesvinto, los testimonios de la Crónica mozárabe de 754 y las Crónicas asturianas
coinciden al situar el sepulcro “in villam propriam” de Gerticos18.
Descartamos aquí por su aún menor iabilidad las referencias al enterramiento de
reyes como Recaredo, Tulga, Ervigio o Egica en la ciudad de Toledo, en la iglesia
de Santa Leocadia19, que sería considerado un hipotético panteón regio visigodo en
Toledo20. Tan sólo se pueden considerar dignas de crédito las noticias de Luitprando
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Id.: “Hornija, Bamba, Pampliega”. Y, más recientemente, Id.: “Las sepulturas de los reyes godos en Hispania”.
En ambos trabajos la autora abunda más profundamente en la transmisión de estas noticias y en las conlictivas
identiicaciones de estos lugares que nosotros meramente referimos aquí, por no ser objeto de este trabajo
profundizar en las discusiones sobre ello.
Las referencias a estas localizaciones en la historiografía, en Id.: “Hornija, Bamba, Pampliega”; pp. 18-19.
Id.: “Las sepulturas de los reyes godos en Hispania”; pp. 143-144
Gil Fernández, Moralejo, y Ruiz de la Peña Solar, Crónicas asturianas, pp. 114-115.
Las noticias acerca de la sepultura de Recaredo y Tulga las proporciona el Cronicón de Rasis (“Crónica del moro
Rasis”, pp. 271-272 y 322). Poca iabilidad tiene Rasis cuando sepulta ahí a Recaredo antes de la construcción
de la iglesia. Llega incluso a emplazar ahí también las tumbas de Recesvinto y Wamba. En los casos de Ervigio
y Egica son las tardías interpolaciones del obispo Pelayo de Oviedo a la Adefonsi tertii chronica las que los
situarían enterrados en el templo toledano (Prelog, Die Chronik Alfons’III, pp. 73 y 74).
La supuesta existencia de este panteón, pese a la ausencia de indicios verdaderamente sólidos, trascendería
cronologías medievales, siendo recogida por el padre Flórez: “Desde este tiempo ya no residieron más los godos
en Galicia, teniendo a Toledo por corte permanente, como se ve desde Recaredo en adelante; en cuyo espacio
no sólo fue capital de toda España, sino de la Galia Narbonense. Aquí convocaban los concilios nacionales,
aquí se coronaban, aquí vivían y aquí se enterraban los monarcas” (España sagrada, V, p. 165). Esta misma
consideración la registra más recientemente Arias Guillén, “Enterramientos regios en Castilla y León”, p. 648.
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acerca del enterramiento allí de los reyes Sisenando y Witiza21, y el tiempo transcurrido entre uno y otro y la cantidad de reinados de diferentes linajes impiden que
consideremos el templo toledano como un panteón22.
2. La continuidad de la primera etapa del Reino de Asturias
En todo caso, desaparecido el Reino Visigodo de Toledo tras el Desastre de 71123, la
misma tendencia fundamentada en los comportamientos aristocráticos hispanogodos
parece observarse respecto a las prácticas funerarias monárquicas en los primeros
momentos del Reino de Asturias surgido en los conines más septentrionales de la
Península. De nuevo nada dicen las crónicas que podrían considerarse más cercanas
en el tiempo al momento de los hechos24 acerca de los lugares de enterramiento de
los reyes asturianos desde Pelayo a Bermudo I, limitándose a señalar –y sólo en
algunos casos– los lugares de fallecimiento25. Nuevamente este silencio delata la
ausencia de un interés político que vea en las tumbas reales un instrumento para la
exaltación de la memoria regia y dinástica; o bien un interés por destacar esta función en la posterior basílica ovetense de Santa María, pues cabe recordar la tardía
redacción de estos textos. En todo caso, y aunque se abundará precisamente en ello
más adelante, lo que sí queda claro en las Crónicas es una frontera cronológica a este
respecto en la igura de Alfonso II pues, si bien calla la totalidad de enterramientos
de los primeros ocho reyes astures, desde el Rey Casto señala expresamente la tumba
de todos los demás hasta Alfonso III, vivo al momento de su redacción26.
Habrá que esperar varios siglos para tener noticias, y de muy relativa iabilidad
sobre su veracidad, acerca del lugar de inhumación de un rey asturiano anterior a
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Riu Riu, “Algunas noticias de Toledo en la crónica de Luitprando”.
Sobre este punto las opiniones resultan enfrentadas: Alonso Álvarez (“Los enterramientos de los reyes visigodos”,
pp. 367-369; y “Hornija, Bamba, Pampliega”, p. 15) y Bango Torviso (Arte prerrománico hispánico, p. 235) no
ven indicios de un panteón dinástico toledano; mientras Isla Frez sostiene su existencia basándose en un pasaje
del epitaio dedicado por Ildefonso de Toledo a san Eladio (Memoria, culto y monarquía hispánica, pp. 34-35).
En nuestra opinión, ésta última argumentación no resulta suiciente para airmar la existencia de tal panteón
dinástico entendido como monumento al linaje que, por otro lado, resultaría innecesario en una monarquía no
basada en la continuidad dinástica como era la visigoda, como tratamos de exponer en este trabajo.
En el caso del último rey godo, Rodrigo, y su sepultura, las Crónicas asturianas la sitúan en la ciudad portuguesa
de Viseo (Gil Fernández, Moralejo, y Ruiz de la Peña Solar, Crónicas asturianas, pp. 123 y 201). De ser
cierta esta tradición (Alonso Álvarez, “Los enterramientos de los reyes visigodos”, pp. 374), tampoco resultaría
ilustrativo de una construcción de un discurso político-ideológico de continuidad dinástica por lo excepcional
del enterramiento en unas circunstancias de ocupación musulmana del solar del destruido Reino godo.
Nos referimos al conjunto de crónicas denominadas del Ciclo de Alfonso III, que cuentan con numerosas
ediciones. Empleamos aquí las de Gil Fernández, Moralejo y Ruiz de la Peña Solar (Crónicas asturianas) y
Prelog (Die Chronik Alfons’III...). Por un criterio meramente funcional –pues ambas cuentan con un excelente
estudio ilológico y un aparato crítico que releja en su edición las diferentes versiones existentes en los diversos
manuscritos conservados–, para facilitar una mejor comprensión de nuestro trabajo, citaremos los textos
originales de las Crónicas de inales del siglo IX por la primera de estas ediciones, mientras que para referir las
adiciones e interpolaciones atribuidas al obispo Pelayo de Oviedo citaremos por la edición de Prelog. Sobre la
obra histórica de Pelayo de Oviedo son muchos los trabajos existentes, Una documentada síntesis en Alonso
Álvarez, “El obispo Pelayo de Oviedo”.
Ocurre así con Pelayo (“…morte propia Canicas vitam init era DCCLXXV”; Gil Fernández, Moralejo y Ruiz
de la Peña Solar, Crónicas asturianas, pp. 122 y 206), Fruela I (“…ipse post ob feritatem mentis in Canicas
est interfectus”; ibid., pp. 174 y 248) y Silo (“…iste dum regnum accepit, in Prabia solium irmavit […] morte
propia ibi decessit”; ibid., pp. 174 y 248).
Véase. Mattoso, “A morte dos reis”, pp. 80-82.
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Alfonso II: las proporcionará nuevamente a comienzos del XII Pelayo de Oviedo en
sus interpolaciones a las Crónicas, con una irme intención instrumentalizadora de
ellas en beneicio de su sede episcopal27. De acuerdo con los añadidos del prelado, su
homónimo habría sido enterrado junto a su mujer, Gaudiosa, en el exterior de la iglesia de Santa Eulalia de Abamia, en las cercanías de Cangas de Onís y Covadonga28,
lugar éste al que más adelante habría sido trasladado por Alfonso X29. A su vez, según
el mismo, Favila estaría en la iglesia de Santa Cruz de Cangas, por él fundada30; y
Alfonso I descansaría en un inconcreto monasterio de Santa María de Cangas31 que
probablemente pueda identiicarse con la abadía de Covadonga32, aunque posteriores
testimonios pretenden situarlo en el monasterio de San Pedro de Villanueva33. Por
su parte, el rey Fruela I “sepultus cum uxore sua, regina Munnia, Oveto fuit”34, sin
especiicar el lugar concreto, aunque muy posiblemente fuese en las proximidades de
la primitiva iglesia de San Salvador, por él patrocinada35.
Tras él, las noticias pelagianas siguen reiriendo los enterramientos de Aurelio en
la iglesia de San Martín de Langreo36, y el de Silo y su esposa Adosinda en su fundación de San Juan Evangelista en Pravia37, donde también sería sepultado el “rey
usurpador” Mauregato38. Por último, para conocer el sepulcro de Bermudo I hemos
de recurrir a fuentes diferentes aún más tardías, que no obstante ofrecen noticias
contradictorias y que lo localizan bien en Oviedo o bien en el monasterio asturiano
de Corias39.
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Alonso Álvarez, “Patria uallata asperitate moncium”.
“…propria morte discessit, et sepultus cum uxore sua, regina Gaudiosa, territorio Cangas in ecclesia Sancte
Eolalie de Velapmio fuit” (Prelog, Die Chronik Alfons’III, p. 84).
Respecto a esta tradición que sitúa el enterramiento pelagiano en Abamia y su posterior traslado a la Santa Cueva,
donde aún hoy puede verse, por el Rey Sabio –quizá en 1270– que recogen algunos autores modernos como
Luis Alfonso de Carvallo o Ambrosio de Morales, su explicación e implicaciones ideológicas son complejas y
lejanos a nuestra actual intención. A este respecto, véase Alonso Álvarez, “De Carlomagno al Cid”, pp. 477-478.
“Sepultus cum uxore sua, regina Froieva, territorio Cangas in ecclesia Sancte Crucis, quam ipse construxit, fuit”
(Prelog, Die Chronik Alfons’III, p. 84).
“Sepultusque cum uxore sua, regina Ermesinda, territorio Cangas in monasterio Sancte Marie fuit” (Prelog, Die
Chronik Alfons’III, p. 86).
Esta interpretación podría conirmarla la tradición moderna que así lo señala y que tiene por testimonios a
autores como Tirso de Avilés, Ambrosio de Morales, el padre Manuel Risco o fray Antonio de Yepes (recogidos
en Alonso Álvarez, “El panteón de los reyes de Asturias”, p. 44).
Algo cronológicamente imposible pese a algunas opiniones actuales (Manzanares Rodríguez, “Introducción”),
como ya señalara Carvallo: “…los de San Pedro de Villanueva dicen que el Rey Católico está enterrado en su
Iglesia, mas no dan testimonio ni aún conjetura de ello” (Antigüedades y cosas memorables, p. 136).
Prelog, Die Chronik Alfons’III, p. 88.
Arco, Sepulcros de la Casa Real de Castilla, pp. 131-132.
“Sepultus in ecclesia sancti Martín episcopi in valle Lagneio fuit” (Prelog, Die Chronik Alfons’III, p. 88).
Actualmente, este hecho da nombre a un concejo asturiano, San Martín del Rey Aurelio.
“Sepultus cum uxore sua, regina Adosinda, in predicto monasterio sancti Iohannis in Pravia fuit” (Prelog,
Die Chronik Alfons’III, p. 89), lo que se conirmaría por el testamento de Alfonso III: “…in territorio Praviae
monasterium sancti Iohannis Evangelistae, ubi iacet Silux rex et uxor eius Adosinda regina” (Sanz Fuentes,
“Transcripción”, p. 496), aunque sospechoso por proceder también del scriptorium pelagiano. No es posible
tener en cuenta como válida la tradición que lo hace, también junto a Adosinda, fundador del monasterio de San
Pelayo de Oviedo –aún como monasterio de San Juan Bautista– y lo supone enterrado allí (Carrero Santamaría,
“La ‘ciudad santa’ de Oviedo”).
“Morte propria discessit, et sepultus in ecclesia sancti Iohannis apostoli in Pravia fuit” (Prelog, Die Chronik
Alfons’III, pp. 90-91).
Rodrigo Ximénez de Rada lo deduce enterrado en Oviedo: “propria morte vitam iniuit, sepultus Oveti cum
uxore sua Innulone” (Jiménez de Rada, Historia de rebus Hispanie, p. 124). Quizá reelaborando tradiciones
locales, autores ya modernos como Ambrosio de Morales (Flórez, Viage de Ambrosio de Morales, p. 112) o
Carvallo (Antigüedades y cosas memorables, p. 162) recogen un primer enterramiento en la ermita de Braña
Longa, desde donde sería trasladado a Corias. El padre Yepes recoge también estas posturas, aunque apoyando
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Ante esta situación de la transmisión de las noticias históricas cabe pensar en una
doble actitud. Si adoptamos una posición hipercrítica y condenamos por falsas e interesadas las informaciones ofrecidas por las interpolaciones pelagianas restándoles
toda credibilidad, de nuevo vemos el silencio cronístico contemporáneo respecto
a los enterramientos regios que se aprecia en época visigoda y que delata la continuidad del desinterés político sobre este particular. Si, por otro lado, asumimos que
los añadidos de Pelayo pudieran recoger tradiciones previas de cierta iabilidad, se
dibuja un mapa en el que la dispersión de estos lugares de enterramiento no resulta
en absoluto casual, pues se corresponde con los principales centros de poder en que
se desarrolla la primera centuria del Reino de Asturias40 y que son a su vez centros de
poder local dentro de las propiedades de cada monarca, donde contarían con arraigo
territorial y personal41.
En uno y otro caso –silencio textual o dispersión cementerial en zonas de arraigo
personal–, parece que podríamos hablar de continuidad respecto a la consideración
política y a las costumbres funerarias de la élite hispanogoda por parte de los primeros monarcas asturianos.
3. La innovación de Alfonso II: el panteón como instrumento ideológico
Esta tendencia será, no obstante, voluntariamente interrumpida en la época de Alfonso II el Casto, presentando desde entonces profundas diferencias en el comportamiento funerario regio respecto a sus predecesores, destacando la importancia
de la elección de sepultura en la creación de la memoria de una dinastía regia42.
Ciertamente, la mayoría de testimonios al respecto proceden de Crónicas un siglo
posteriores al Rey Casto, pero parecen mostrar en las decisiones funerarias de este
monarca un cambio de actitud que se enmarcaba en el momento de impostación de
la ideología que caracteriza su gobierno y parece responder a un programa político
legitimista consciente y voluntario del monarca. Se trata de lo que la historiografía
ha venido a llamar “Neogoticismo” y que se aprecia perfectamente condensado en el
pasaje cronístico “omnemque Gotorum ordinem, sicuti Toleto fuerat, tam in eclesia
quam palatio in Oveto cuncta statuit”43.
En este sentido, a partir de Alfonso II podemos hablar de una verdadera corte para
el Reino de Asturias, una auténtica urbs regia que el propio monarca patrocinaría.
El rey se preocuparía de reordenar el territorio que según la tradición habría colonizado el monasterio de San Vicente y en el que Fruela I habría erigido una primera
basílica en honor del Salvador que sería arrasada por una incursión emiral en 79444.
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la hipótesis ovetense (Corónica general de la Orden de San Benito, VI, p. 18).
Alonso Álvarez, “El panteón de los reyes de Asturias”, pp. 45 y ss.
Calleja Puerta y Beltran Suárez, “El espacio centro-oriental de Asturias en el siglo VIII”.
Matosso, “O poder e a morte”, pp. 399 y ss.
Gil Fernández, Moralejo y Ruiz de la Peña Solar, Crónicas asturianas, pp. 174 y 249. El asunto del Neogoticismo
y el soporte ideológico del Asturorum Regnum es uno de los temas que historiográicamente han despertado
mayor debate y han producido mayor número de publicaciones. Vid. al respecto, Bango Torviso, “Hunctus
rex. El imaginario de la unción de los reyes”, nota 27; Besga Marroquín, Orígenes hispanogodos del Reino
de Asturias; Deswarte, De la destruction à la restauration; Ruiz de la Peña Solar, La Monarquía asturiana;
Id: “El rey y el reino en la Monarquía asturiana”; y Solano Fernández-Sordo, “La ideología del Reino de
Asturias”. Sobre la situación de su arranque cronológico en época del Rey Casto, vid. un nuestra postura en
Solano Fernández-Sordo, “La ideología del Reino de Asturias”, especialmente pp. 153-157.
Recientemente arroja luz sobre la veracidad de esta tradición sobre los primeros momentos de Oviedo el trabajo
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Apoyándose en unas poéticas y ensoñadoras imágenes del Toledo visigodo se trazó
una sucesión de espacios de representación, símbolos del nuevo poder en el marco
de un espectacular renacimiento político y cultural.
Dentro de este programa urbanístico cargado de simbolismo ideológico-político
se repite el esquema de duplicidad domus regiae–domus Domini ya empleado en
otros diseños de ciudad regia. Este modelo de conjunto áulico palacio-iglesia, que se
veía ya en ejemplos visigodos como Recópolis y perduraría en ejemplos asturianos
(desde luego en el conjunto ramirense del Naranco y posiblemente en Santullano,
Santa Cristina de Lena o San Salvador de Valdediós)45, se reproducirá en Oviedo
con la basílica de San Salvador, reconstruida por el Rey Casto sobre la de su padre y
que pronto habría de convertirse en sede catedralicia de la diócesis de Oviedo46, y el
palacio de Alfonso II47. Junto a ello, un largo conjunto de iglesias que se aprecian en
la descripción del conocido pasaje cronístico48 y que deinen un complejo programa
constructivo. Dada la procedencia de estos datos de medios cortesanos interesados
en prestigiar a la monarquía, no es posible calibrar hasta qué punto la realidad histórica se debió ajustar al relato, cuya intención propagandística es evidente; ahora bien,
esta obligada cautela no impide aprovechar su valor informativo como expresión
arquitectónica de un programa político monárquico49.
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de Calleja Puerta y Sanz Fuentes, “Fundaciones monásticas y orígenes urbanos”.
Bango Torviso, “L’ordo gotorum et sa survivance dans l’Espagne”.
Acerca de la problemática datación de la fundación de la sede ovetense, Calleja Puerta, La formación de la red
parroquial de Oviedo, pp. 45 y ss.
El palacio de Alfonso II en Oviedo, testimoniado ya en las Crónicas (“Ediicabit etiam a circio distantem a
palatio quasi stadium […] et regalía palatia, balnea, triclinia…”; Gil Fernández, Moralejo y Ruiz de la Peña
Solar, Crónicas asturianas, pp. 141 y 215) es aún una incógnita para el medievalismo asturiano, especialmente
su ubicación. No obstante, parece comúnmente aceptada la hipótesis de situarlo en el solar del lanco sur de
la catedral gótica, como extensión de la Cámara Santa –que pudiera actuar como capilla palatina dedicada
a san Miguel y santa Leocadia–, el “Jardín de Pachu el Campanero”. En todo caso, los recientes hallazgos
arqueológicos prerrománicos hallados en el actual Palacio Episcopal ovetense están aún a la espera de arrojar
luz sobre estos aspectos.
Nos referimos a las iglesias de San Salvador, Santa María, San Tirso y, en las cercanías de Oviedo, San Julián
de los Prados: “Iste in Ovetao templum Sancti Salbatoris cum XIIm apostolis ex silice et calce mire fabricavit
aulamque Sancte Marie cum tribus altaribus hediicabit. Baselicam quoque Sancti Tirsi miro hediicio cum
multis angulis fundamentavit; omnesque has Domini domos cum arcis atque columnas marmoreis auro
argentoque diligenter ornavit, simulque cum regiis palatiis picturis diversis decoravit” (Gil Fernández, Moralejo
y Ruiz de la Peña Solar, Crónicas asturianas, pp. 174 y 248-249). También la Crónica de Alfonso III lo reiere,
aunque más profusamente en su descripción: “Basilicam quoque in nomine Redemptoris nostri Salvatoris
Iesuchristi miro construxit opere, unde et specialiter ecclesia Sancti Salvatoris nuncupatur, adiciens principali
altari ex utroque latere bis senum numerum titulorum reconditis reliquiis omnium apostolorum; ediicabit etiam
ecclesiam in honorem Sancte Marie semper Virginis a septemtrionali parte aderentem ecclesie cupra dicte; in
qua extra principale altare a dextro latere titulum in memoriam sancti Stephani, a sinistro titulum in memoriam
sancti Iuliani erexit; etiam in occidentali parte huius venerande domus edem ad recodenda regum astruxit
corpora, necnon et tertiam baselicam in memoriam Sancti Tyrsi condidit, cuius operis pulcritudo plus presens
potest mirare quam eruditus laudare. Ediicabit etiam a circio distantem a palatio quasi stadium unum ecclesiam
in memoriam Sancti Iuliani martyris circumpositis hinc inde geminis altaribus miriica instructione decoris”
(Ibid.; pp. 139-141 y 213-215).
Véase la nota 44. También, Bango Torviso, “Los reyes y el arte durante la Alta Edad Media”. Id.: “Alfonso
II: su personalidad y su teoría del Estado relejadas en el arte”. Acerca del papel de los reyes asturianos
como principales impulsores de la ideología y su expresión a través del arte Schlunk señala que “cuando se
acude a las ediicaciones, se leen las inscripciones y se estudian las crónicas, pronto se echa de ver que los
ediicios decisivos y los testimonios más descollantes del arte fueron hechos por encargo regio”, y añade más
adelante que “fueron los reyes quienes atrajeron a los artistas, a quienes debemos aquellas construcciones y
su decoración. Sólo si tenemos presente para quién y con qué in se hicieron, sólo entonces lo entenderemos
e interpretaremos rectamente” (“El arte asturiano en torno al 800”, pp. 138-139). No tiene sentido minimizar
el alcance de la iniciativa regia en relación con las construcciones de la época (García de Castro y Valdés,
Arqueología cristiana de la Alta Edad Media, p. 537), frente a las elocuentes evidencias de fuentes cronísticas,
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Pero, dentro de este programa áulico fundamentado en el continuismo con el
Reino Visigodo como elemento legitimador y estabilizador de la monarquía reinante,
llama ahora nuestra atención un nuevo elemento fruto de la innovación alfonsina: un
primer panteón regio y monumento al linaje, la iglesia de Santa María. Su erección
la narra en su versión más explícita la redacción Ad Sebastianum de la Crónica de
Alfonso III:
…ediicabit etiam ecclesiam in honorem Sancte Marie semper Virgine a septemtrionali parte aderentem ecclesie supradicte [Sancti Salvatoris]; in qua extra principale altare a dextro latere titulum in memoriam sancti Stephani, a sinistro titulum
in memoriam sancti Iuliani erexit; etiam in occidentali parte huius venerande domus edem ad recodenda regum adstruxit corpora50.
De tan lacónico texto apenas podemos deducir que al costado septentrional de
la iglesia de San Salvador se levantó este templo en honor de la Virgen, con altares
laterales dedicados a san Esteban y san Julián y un habitáculo a los pies destinado a
acoger los cuerpos reales en su descanso eterno. Apenas nada más sabemos de este
templo, pues al desconocimiento de la fecha de su consagración –quizá pueda suponerse posterior a 812, año en que tradicionalmente se data el conlictivo Testamentum Adefonsi regis, que no lo menciona– se une el hecho de que no se conserva hoy
la fábrica original debido a la reforma que sufriría en época barroca51.
Por este motivo se hace necesario para conocer el ediicio medieval recurrir a
descripciones que en tiempos modernos recogen eruditos como Tirso de Avilés,
Ambrosio de Morales, el padre Yepes, Luis Alfonso de Carvallo o el padre Manuel
Medrano52. Gracias a estas descripciones de entre los siglos XVI y XVIII, algunas
muy precisas, podemos conocer con exactitud las dimensiones y planta de la iglesia
desaparecida53. Se trataba de una basílica “como de cien pies de largo y convenible
en ancho”54, con tres naves de seis tramos articulados por sendas arquerías de medio
punto sobre pilares, con una cabecera triple rectangular de testero único y un posible
transepto inscrito en planta. En las tres capillas de la cabecera, “cuya fábrica es toda
de Godos”55, el perímetro interior se encontraba recorrido por una arquería ciega con
columnas reaprovechadas56. La cubierta de la iglesia sería de madera, exceptuando
las capillas del ábside, donde se dispuso una bóveda pétrea. A diferencia de la que
ahora existe, la primitiva iglesia del Rey Casto sólo contaría con una entrada en su
lanco meridional, similar a la que actualmente la comunica con el crucero de la catedral a través de una espléndida portada gótica, ya que el actual acceso desde el Jardín
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epigráicas y diplomáticas (Ruiz de la Peña Solar, “El rey y el reino en la Monarquía asturiana”, pp. 60-61).
Gil Fernández, Moralejo y Ruiz de la Peña Solar, Crónicas asturianas, pp. 139 y 215.
Por superar sobradamente la cronología medieval, no abordaremos la reforma del obispo Reluz en 1705. Madrid
Álvarez, “La construcción de la capilla de Nuestra Señora del Rey Casto”.
Ofrece un gran análisis de la tradición historíográica respecto a este templo en los intelectuales de la Modernidad
Torre Miguel, “El panteón de los reyes”. Esperemos que pronto vea la luz la segunda parte que promete en su
texto y que ofrecerá un tratamiento de los testimonios decimonónicos y de las primeras décadas del siglo XX.
Selgas, “La primitiva basílica de Santa María”. Id., Monumentos ovetenses del siglo IX, pp. 69-73. Más
recientemente se han ocupado de ello García de Castro y Valdés, Arqueología cristiana de la Alta Edad Media,
pp. 395-405; y Carrero Santamaría, El conjunto de la Catedral de Oviedo, pp. 36-41.
Flórez, Viage de Ambrosio de Morales, p. 87. El padre Medrano concreta más estas medidas en 106 pies de largo,
63 de alto y 52 de ancho (Patrocinio de Nuestra Señora en España, p. 83).
Flórez, Viage de Ambrosio de Morales, p. 87.
Según Carvallo procedentes de la ciudad de Lugo (Antigüedades y cosas memorables, p. 180).
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de los Reyes Caudillos se abre donde se situaría el panteón en época prerrománica;
aunque es posible que posteriormente se abriera una comunicación con el monasterio
de San Pelayo para facilitar el acceso a las monjas para cumplir con el ceremonial
litúrgico dedicado a la memoria del rey que se les supone57. Resulta por lo tanto
extraña la confusión que muestra G. Boto Varela, gran conocedor de este recinto, al
identiicarlo con la Catedral de San Salvador58; pues queda claro que se entienden
ya desde el propio momento de su construcción y de la redacción de las Crónicas
asturianas como dos iglesias y no de una iglesia con una capilla.
Sin embargo, el corazón del templo estaría situado en su extremo occidental, en
el interior a los pies. Hoy completamente transformado59, lo conocemos por el testimonio de Ambrosio de Morales, quien no oculta su asombro ante la humildad de la
estancia:
Está también en esta Iglesia del Rey Casto el golpe de las sepulturas reales en una
Capilla, y aún harto menos que Capilla, al cabo, y como fuera de la Iglesia, porque
en el testero de frente al Altar mayor, por una puerta pequeña, con red de hierro
muy antigua, se entra en una Capilla tan chica, que no tiene más de doce pies en
largo, y ancho lo que es la Nave mayor, y el techo es bagito y hollado encima. Toda
esta Capilla está llena de sepulcros de Reyes, poco altos del suelo, tan juntos uno
con otro que no se puede andar en la Capilla sino sobre ellos, por lo cual la tienen
siempre cerrada, sin abrirse más a las personas que es razón60.
Coincide en líneas generales con la descripción de Luis Alfonso de Carvallo poco
antes de la reforma:
…mandó el Rey hazer una Capilla, o por mejor dezir una cueva, pues no tiene
Altar ninguno, para su entierro y los demás reyes que le sucediessen […] tiene este
sótano de ancho otro tanto como la Capilla mayor, que serán veinte pies y doze
de largo. El techo es muy baxo, de madera, sin labor ninguno, […] tiene hazia la
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Carrero Santamaría, “La ‘ciudad santa’ de Oviedo”, p. 384. Cayrol Bernardo, “El monasterio de San Pelayo de
Oviedo”. De hecho, todavía a principios del siglo XVII el padre Yepes da la noticia de haber encontrado en el
archivo de este cenobio de religiosas “entre otros muchos papeles, la misa que ellas llamaban del Rey Casto”
(Corónica general de la Orden de San Benito, I, p. 398).
En su trabajo más reciente al respecto relata que “fue el propio Alfonso II quien decidió ser inhumado en el
atrio de San Salvador” (Boto Varela, “Panteones regios leoneses”, p. 678), en lo que abunda más adelante al
comparar el panteón ovetense con San Salvador de Palat de Rey al referir que éste “es un cenobio y no una
catedral” como los precedentes (p. 683). Algo, esto último, que ya refería en un trabajo unos años anterior (Boto
Varela, “Aposentos de la memoria dinástica”, p. 538). Si bien sí se puede hablar en algún momento de “conjunto
catedralicio” o incluso “civitas sancta” para referir el complejo cultual levantado en lo alto de la colina de
Oviedo en esta época (Carrero Santamaría, “La ‘ciudad santa’ de Oviedo”. Id., El conjunto de la Catedral de
Oviedo), no puede considerarse catedral a la iglesia de Santa María de Oviedo por sí misma; ni como parte
o capilla de la de San Salvador, pues las Crónicas se reieren a ambas en pie de igualdad como “ecclesiam”.
La sebastianense releja esa concepción de dos iglesias al señalar como Alfonso, tras levantar San Salvador,
“edifïcabit etiam ecclesiam in honorem sancte Marie semper uirginis a septemtrionali parte aderentem ecclesie
supra dicte” (Gil Fernández, Moralejo y Ruiz de la Peña Solar, Crónicas asturianas, pp. 139 y 215). Es más,
realmente resultaría incluso discutible la existencia de una catedral en Oviedo con Alfonso II y con anterioridad
a Alfonso III, momento a partir del cual ya resulta indudable la existencia de un obispo ovetense.
Muy gráicas resultan las palabras de Selgas lamentándose por ello a principios del siglo XX: “Más sensible aún
que la desaparición de la basílica de Santa María del Rey Casto ha sido la bárbara profanación de las tumbas
donde yacían los primeros héroes de la Reconquista, cuyos restos, hacinados y confundidos, hallaron miserable
albergue en churriguerescas cajas impropias de un regio panteón” (Monumentos ovetenses del siglo IX, p. 69).
Flórez, Viage de Ambrosio de Morales, pp. 88-89.
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Capilla mayor unas puertas de red de hierro a lo antiguo, y una pequeña ventana,
por donde entra bien poca luz, con lo cual está muy lóbrega la pieça: el suelo está
todo lleno de sepulturas de Reyes antiguas, y altas del suelo cosa de dos pies, y tan
llegadas unas a otras, que no se puede andar sino por encima de ellas61.
Gracias a las obras de estos eruditos y de posteriores investigadores62 se conoce
bastante bien el habitáculo, un espacio similar, aunque puede que menos profundo,
al del ábside central. El profesor Bango Torviso lo caliica como “iglesia contraabsidiada”, compartiendo con otras plantas de ediicios hispanogodos una misma tradición en que estaría formado el arquitecto del Rey Casto63. Este tipo de estructuras en
los templos, de posible procedencia norteafricana, están íntimamente relacionadas
con una función funeraria o martirial que se hace presente ya en iglesias con ábsides contrapuestos de tradición visigoda64. El contraábside era la fórmula elegida al
permitir crear un espacio autónomo, íntimamente relacionado con el interior de la
iglesia pero independiente aislándolo de la nave mediante un muro en que sólo se
abría un acceso, como señalaban las descripciones modernas. Con esto se conseguía
que el ediicio adquiriese un aspecto equilibrado dotándolo de cierta simetría65, pero
principalmente se conseguía respetar el precepto conciliar bracarense respecto a los
enterramientos en templos.
Como explica Morales, “nuestros Reyes muy antiguos no se enterraban en las
Iglesias, parte por humildad, y parte por guardar la costumbre antigua de la Iglesia,
de no enterrarse nadie dentro de ella”66. Esta costumbre, heredada desde la Antigüedad puesto que las primeras basílicas paleocristianas y sus pavimentos monumentales no estaban preparados para emplazar tumbas, se convertirá en un precepto canónico cuando las autoridades eclesiásticas hispanas legislen sobre ello desde el siglo
VI, acabando por prohibir los enterramientos en el interior de los templos, como se
recoge en el canon XVIII del I Concilio de Braga, de 56167. Si bien es posible hablar
de un escaso o relativo cumplimiento de este precepto en las Iglesias europeas, en
ningún sitio se observó con tanto rigor como en territorio hispánico68. Esto estaría
seguramente presente al diseñar el panteón de Santa María, pues la solución contraabsidiada permite el establecimiento de cierto espacio estanco respecto al recinto
sagrado pero indisolublemente vinculado al templo.
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Carvallo, Antigüedades y cosas memorables, p. 180.
Torre Miguel, “El panteón de los reyes”.
Bango Torviso, “El espacio para enterramientos privilegiados”, p. 100.
Véase la nota anterior. Son muchos en España los ejemplos de iglesias con ábsides contrapuestos con funciones
principalmente funerarias. Ulbert, Frühchristliche Basiliken mit Doppelapside y Palol, “Arte y arqueología”.
Esta solución arquitectónica buscando la simetría se aprecia también en iglesias del mundo carolingio,
aunque por una razón más bien estética que la funeraria del caso hispánico (Bango Torviso, “El espacio para
enterramientos privilegiados”, pp. 99 y ss. Boto Varela, “Panteones regios leoneses”, p. 680). Sobre su uso en el
mundo carolingio, Reinhardt y Fels, “Étude sur les églises-porches carolingiennes”.
Flórez, Viage de Ambrosio de Morales, p. 88.
“También se tuvo por bien que no se dé sepultura dentro de las basílicas de los santos a los cuerpos de los
difuntos, sino que si es preciso, fuera, alrededor de los muros de la iglesia, hasta el presente no está prohibido,
pues si hasta ahora algunas ciudades conservan fuertemente este privilegio que en modo alguno se entierre
el cadáver de ningún difunto dentro de sus muros, ¿cuánto más debe exigir esto mismo la reverencia de los
venerables mártires?” (Vives, Concilios visigóticos e hispanorromanos, p. 75).
Bango Torviso, “El espacio para enterramientos privilegiados”, pp. 94-95.
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Alfonso II, evidentemente, fue enterrado en su fundación ovetense69, quizá bajo el
poético epitaio que parece reproducir la Crónica Albeldense70, que en el siglo XVI
ya era ilegible71. Se procuró, pues, un espacio privilegiado para su enterramiento.
Hasta aquí todo parecería indicar una continuidad con sus predecesores en el trono,
de acuerdo con las costumbres funerarias observadas hasta el momento. La novedad
y revolución del Rey Casto viene dada por un matiz político-ideológico, convirtiendo su fundación en un elemento capital de la arquitectura emblemática que levantó
en Oviedo como instrumento de legitimación de los soberanos astures, tratando de
representar todo un conjunto que avalase el continuismo de la monarquía en la línea
pelagiana.
Aparece ahora con él el concepto de “linaje”, de una auténtica “dinastía real”
consciente de sí misma, estable y con vocación de continuidad, de la que el panteón
constituye su plasmación material. Esta intención es lo que deliberadamente se releja en los textos que unas décadas después establecen la “historia oicial” abiertamente neogoticista del Reino de Asturias: la Crónica de Alfonso III señala en su versión
Ad Sebastianum que el Rey Casto “in occidentali parte huius venerande domus edem
ad recodenda regum adstruxit corpora”72. No se puede referir el cronista a que el
monarca reuniera, como señala G. Boto Varela, los cuerpos regios de sus inmediatos
predecesores en Cangas, Langreo o Pravia73; especialmente si tenemos en cuenta
que estas localizaciones se deben a las interpolaciones pelagianas. Entendemos que
los “corpora regum” que indica el autor del texto no pueden ser otros que los de sus
padres, Fruela I y Munia, que se encontrarían en el cementerio de la primitiva iglesia
de San Salvador patrocinada por este rey en Oviedo.
Esta actuación, perfectamente acorde con el texto de la Crónica, resulta a nuestro
modo de ver una explicación más plausible que la “proposición ad futurum” que
recientemente plantea Boto Varela y que obligaría a que en el panteón asturiano coetáneo a la redacción de la crónica –aunque posteriormente a Alfonso II– sí existiese
el conjunto de “corpora regum” de los predecesores del Rey Casto del que habla y
que sabemos que nunca estuvieron en este habitáculo. Asimismo, el traslado de los
cuerpos de Fruela y Munia –y no de ningún monarca más– a Santa María de Oviedo
explicaría que en las interpolaciones de Pelayo Fruela fuese referido “sepultus cum
uxore sua, regina Munnia, Oveto fuit” sin explicitar el lugar, a diferencia que hace
con todos los demás reyes asturianos en que identiica perfectamente el templo de
acogida de los restos regios74. El prelado no podía indicar que Fruela había sido enterrado en el panteón de Santa María –donde creemos que él mismo podría verlo en su
época fruto del traslado hecho por su hijo Alfonso– ya que sabía que resultaba cronológicamente imposible, pero tampoco podía ofrecer una alternativa diferente fruto
de una total invención aún sabiendo que el texto de la sebastianense hablaría de un
traslado de cuerpos por parte de Alfonso II. Por eso optó por decir escuetamente que
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“Corpus vero eius cum omni veneratione exequiarum reconditum in supra dicta ab eo fundata ecclesia Sancte
Marie saxeo tumulo quiescit in pace” (Gil Fernández, Moralejo y Ruiz de la Peña Solar, Crónicas asturianas,
pp. 141 y 215).
“Qui cuncta pace egit, in pace quietit. […] bis sena quibus hec altaria sancta. Fundatisque vigent, hic tumulatus
iacet” (Ibid., pp. 175 y 249).
Flórez, Viage de Ambrosio de Morales, p. 89.
Véase la nota 49.
Debe referirse, como mínimo, a los cuerpos de Fruela, Aurelio, Silo y Mauregato; si no incluso a todos los
predecesores desde el mismo Pelayo (Boto Varela, “Panteones regios leoneses”, nota 5; e incluso nota 11).
Véase las notas 27, 29, 30 y 35-37.
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se enterró en Oviedo, la ciudad que con la promoción de su hijo sería corte. Esta
tradición es la que recogería, aunque ya tan tardíamente como es el siglo XVIII,
L.A. de Carvallo75.
En este sentido, tenido siempre por cierta la inclusión de Fruela en el panteón
ovetense76, cabe preguntarse si alguna de las tumbas que vio Morales en su viaje pudiera ser precisamente la de Fruela, pues de las diez tumbas que reiere únicamente
tienen un ocupante seguro gracias a su epitaio las de Ramiro I y Ordoño I, siendo el
resto –Alfonso II, Alfonso III y su mujer Jimena y García I– conjeturas del erudito
o testimonios de la tradición77. ¿Podría plantearse que Fruela ocupara alguna de las
tumbas sin identiicar que reiere? ¿Sería la última que señala, que “no se entiende
cuya es”, o cualquiera de las “otras tres chiquititas que deben ser de Infantes niños”
ya que el traslado de Fruela no sería sino ya de unos restos muy reducidos tras varias
décadas muerto? ¿Podría incluso haber sido Fruela el ocupante del llamado sepulcro
de Itacio –que Morales atribuye a Jimena, y el propio Flórez se encarga de desmentir– pensando en que Alfonso II reutilizó el sarcófago tardoantiguo para monumentalizar la tumba de su padre78? Son enunciadas todas éstas preguntas con total cautela,
pues desde las fuentes existentes y el estado actual de las investigaciones resulta
imposible tomarlas como algo más que posibles hipótesis.
En todo caso, siguiendo siempre el relato cronístico, con estos gestos en absoluto casuales Alfonso II convertía su lugar de reposo no ya tan sólo en un enterramiento propio destinado a cultivar la memoria individual, sino en un verdadero
panteón regio y también un panteón familiar, destinado a exaltar la memoria del
oicio y dignidad regia y la de la dinastía pelagiana79. Conseguía con ello “ijar
la memoria de su acción en la piedra”80, convirtiéndolo en perenne testimonio de
una continuidad en un doble sentido: continuidad de la familia y continuidad de la
autoridad regia. Constituye un claro intento de asentamiento y legitimación de la
monarquía asturiana a través del uso del concepto de “linaje”81. Un concepto que
se documenta sobradamente en el imaginario de la época y de la ideología regia asturiana, como demuestra su empleo también con ines legitimistas al querer defender una vinculación biológica con los reyes visigodos o al manipular la genealogía
witizana queriendo hacer recaer en ella toda la responsabilidad del desastre de 71182.
Se entiende esto especialmente si atendemos al momento crítico desde el punto
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“A este Poliantro passo el Rey Casto los huesos de su padre el Rey Fruela, del Cementerio de la Iglesia vieja,
según se colige de los memoriales de los Reyes que en esta pieça descansan” (Antigüedades y cosas..., p. 180).
Tirso de Avilés lo incluye como el primero de la nómina de los reyes sepultados en Oviedo a mediados del siglo
XVI (Armas y linajes de Asturias, p. 189).
Flórez, Viage de Ambrosio de Morales, pp. 89-91. Este relato, desgraciadamente, nada dice de los cuerpos de las
mujeres de los monarcas astures salvo de Jimena, mujer de Alfonso III; aunque al editar el texto el padre Flórez
desmiente tal posibilidad.
Sobre este sarcófago, véase AA.VV., “Orígenes”, pp. 87-88. García de Castro Valdés, “Las primeras
fundaciones”, pp. 12-13.
Creemos que este comportamiento delata ya una clara instrumentalización política de las nociones de “linaje”
y de “panteón dinástico” y “regio”, lo que permitiría retrasar a cronologías asturianas las fechas que algunos
estudiosos como Walker (“Images of royal and aristocratic burial in northern Spain”, pp. 159-161), Dectot (Les
tombeaux des familles, pp. 167-169), Martin (“Vie et mort dans le panthéon de San Isidoro de León”, p. 153)
o Boto Varela (“Panteones regios leoneses”) proponen para situar los primeros ejemplos de panteones regios
ibéricos en esta línea.
Iogna-Prat, La maison Dieu, p. 130.
Mattoso, “Introdução: Legitimação e linhagem”. También Nieto Alcaide, “La imagen de la arquitectura asturiana
de los siglos VIII y IX”.
Escalona, “Family memories”. Solano Fernández-Sordo, “La ideología del Reino de Asturias”; pp. 146-151.
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de vista dinástico en que Alfonso II accede al trono astur: tras el conlictivo reinado
de Fruela I, que acaba con su asesinato en 768, se suceden hasta cuatro monarcas –
Aurelio, Silo, Mauregato y Bermudo I– de oscura vinculación a la estirpe pelagiana
y que viven momentos turbulentos caracterizados por sucesivas rebeliones, golpes
de Estado y usurpaciones, dos exilios vividos por Alfonso II y hasta una primera y
fugaz entronización del Rey Casto83. Éste deberá asimismo superar ya asentado en el
reino –“XI° regni anno”, dice la crónica– una nueva revuelta palatina que lo apartará
brevemente del trono obligándolo a un nuevo exilio en la ilocalizada Abelanie84.
En este contexto es lógico, pues, que Alfonso II recurriera a diferentes actuaciones legitimadoras que le ofrecieran una mayor estabilidad en su reinado de inspiración goticista como es la recuperación de la ceremonia de unción regia propia de
los reyes visigodos y perdida tras Ervigio85 o el establecimiento y promoción de una
corte siguiendo el modelo toledano. Y, entre ellas, a la imagen restauracionista de la
continuidad familiar o biológica para asentar irmemente su autoridad, hallando en
el panteón un valioso instrumento. Así, la función memorial parece adjudicada a la
iglesia de Santa María desde su fundación86.
En un contexto de similar inestabilidad regia podemos entender la decisión de
Ramiro I de continuar la política funeraria de su predecesor en el trono, consolidando
su carácter de panteón regio. A la muerte del Rey Casto sin hijos se inicia una guerra
intestina por la sucesión en el trono que acaba con la victoria de Ramiro, al que la
historiografía oicial del momento presentará interesadamente como un rey legítimo
que habría restaurado la legalidad derrotando al tirano y usurpador Nepociano, el
verdadero rey legítimo87. No es extraño, pues, que produciéndose en tan oscuras circunstancias su acceso al trono, Ramiro buscase subrayar los elementos de continuidad de su gobierno haciéndose enterrar con Alfonso II en Santa María88 y superando
una primera fractura dinástica.
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Ruiz de la Peña Solar, La Monarquía asturiana, pp. 93-127; y Besga Marroquín, Orígenes hispanogodos del
Reino de Asturias, pp. 355-414.
Ruiz de la Peña Solar, La Monarquía asturiana, p. 136.
Bango Torviso, “Hunctus rex. El imaginario de la unción de los reyes”.
En este punto cobra sentido referir la polémica existente respecto a la contemporaneidad o posterioridad de la
construcción del recinto sepulcral de Santa María respecto a la erección de la propia iglesia y, por lo tanto, de
la función funeraria del templo: C. García de Castro, basándose especialmente en las excavaciones llevadas a
cabo por Aurelio de Llano a comienzos del siglo XX, considera el recinto como una construcción posterior a la
iglesia, aunque todavía dentro del reinado de Alfonso II (“Las primeras fundaciones”, p. 36). Postura que recoge
y también mantiene G. Boto Varela (“Panteones regios leoneses”, pp. 678-679), aunque en su caso apoyándose
sobre una crítica textual al fragmento de la sebastianense y el empleo del verbo adstruere en vez de construire;
pese a que algunas de las versiones manuscritas conservadas del texto sebastianense que los editores consideran
más cercanas al original son las que emplean precisamente este segundo verbo (Gil Fernández, Moralejo y Ruiz
de la Peña Solar, Crónicas asturianas, p. 139; y sobre la crítica de los manuscritos, pp. 45-52). Por el contrario,
y siendo a nuestro parecer ésta la tesis más coherente, I. Bango Torviso y E. Carrero Santamaría sostienen que
Santa María fue concebida desde un inicio como una construcción contraabsidada, y por lo tanto con un carácter
funerario regio desde su concepción (Bango Torviso, “El espacio para enterramientos privilegiados”, p. 93132. Carrero Santamaría, El conjunto de la Catedral de Oviedo, p. 35. Id., “La ‘ciudad santa’ de Oviedo”, p.
383. En todo caso, aún posicionándonos como queda dicho más favorablemente por esta segunda postura, este
asunto no contradice realmente nuestro argumento principal. Así, aunque la construcción del recinto interior
fuera posterior, los estudiosos admiten que se trataría de un añadido hecho aún en tiempos de Alfonso II. Por
lo tanto, y como pretendemos demostrar, el Rey Casto fue quien se preocupó de disponer un espacio para su
enterramiento en el conjunto cultual ovetense e invocó tiempos pretéritos aglutinando allí también los cuerpos
de sus padres.
Ruiz de la Peña Solar, La Monarquía asturiana, pp. 146-153; y Besga Marroquín, “El rey Nepociano de Asturias”.
“Post septimo regni anno proprio morbo discessit et Oveto in tumulo quiescit” (Gil Fernández, Moralejo y Ruiz
de la Peña Solar, Crónicas asturianas, pp. 144 y 216).
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Tras Ramiro parece ya imponerse deinitivamente en el Reino asturiano la sucesión hereditaria89 y Ordoño I fue sepultado como los anteriores monarcas en Santa
María, dando claramente a entender que este lugar ya era reconocido como panteón
de la dinastía y de la Monarquía90. Finalmente, del último monarca propiamente asturiano, Alfonso III, nada dicen las Crónicas asturianas al estar escritas en su reinado, pero por el Silense sabemos que moriría en Zamora ya desplazado del trono por
sus hijos, desde donde sería trasladado a Astorga y desde aquí para ser enterrado en
Oviedo91 –un largo traslado que indica una voluntad deinida, el gran valor simbólico
que se otorga a los cuerpos reales y la consolidación de Santa María como panteón
regio– con la Cruz de la Victoria como emblema de la Monarquía asturleonesa92.
Este conjunto de actuaciones responde a un programa ideológico completamente
nuevo, no sólo a nivel hispano, sino también europeo. Alfonso II construyó un templo destinado a albergar el panteón real y dinástico de los monarcas astures como depósito material de su legitimidad, una doble intención que no se aprecia en ejemplos
que se han pretendido precedentes de ello como pueda ser la iglesia de los Santos
Apóstoles del emperador Constantino en Constantinopla93 o a la luz de los conocido
respecto a las conductas funerarias de francos y visigodos94. Se trata pues de una
innovación asturiana que no sigue ningún modelo existente95.
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Sobre el debate acerca del modelo sucesorio del Reino de Asturias, vid. Besga Marroquín, Orígenes hispanogodos
del Reino de Asturias, pp. 455-508.
“Obeto est defunctus et in baselica sancte Marie cum prioribus regibus tumulatus” (Gil Fernández, Moralejo y
Ruiz de la Peña Solar, Crónicas asturianas, pp. 148 y 220).
“Cuius corporis menbra primo Astorice, deinde transvecta Oveti, retinet urna” (Pérez de Urbel y González
Ruiz-Zorrilla, Historia Silense, p. 152). Por su parte, Jiménez de Rada amplía esta información, señalando que
fue sepultado junto a su mujer en la iglesia de Santa María: “Ibique proprio morbo coactus, felicem spiritum
Creatori restituens, vite cursum feliciter consumavit, et sepultus Astorice, post translatus Ovetum in ecclesia
sancte Marie cum uxore sua Semena inalem optinuit sepulturam” (Jiménez de Rada, Historia de Rebus
Hispanie, p. 144).
Flórez, Viage de Ambrosio de Morales, pp. 89-90. Respecto a la naturaleza de la Cruz de la Victoria como
emblema de la Monarquía asturleonesa, Deswarte, De la destruction à la restauration, pp. 59-61.
Citado por Isla Frez, Memoria, culto y monarquía hispánica, pp. 33-34. La iglesia constantiniana nace como
un mausoleo individual para el emperador Constantino, que sería venerado como un decimotercer apóstol en el
centro de la construcción. Si bien se hubieran enterrado junto a él miembros de su familia, carecía de carácter
dinástico y de la continuidad inherente a él, pues sus hijos y sucesores no se enterrarán con Constantino, y habrá
que esperar hasta Joviano y Teodosio para encontrar nuevas sepulturas imperiales allí.
Además, la propia advocación parece contradecirlo pues, levantando Alfonso II un templo en Oviedo y los
Doce Apóstoles, preirió levantar una segunda basílica para acoger su cuerpo. Si hubiera tenido en cuenta el
precedente romano sería más lógico haberse sepultado en San Salvador.
Los lugares de enterramiento de los reyes francos desde su catolicidad con Clodoveo y desde luego los de los
monarcas visigodos, ya expuestos, carecen igualmente de una continuidad que haga pensar en una concepción
de linaje o dinastía. En nuestra opinión, los enterramientos reales francos y visigodos –los pocos que se
conocen– son más unas “iglesias donde se entierran reyes” por algún tipo de deseo personal que un “panteón
regio y dinástico” en el sentido pleno, donde se maniieste la concepción de linaje. Así ocurre con Clodoveo en
los Saints-Apôtres de París (donde tal vez sí se vea más claramente el inlujo de los modelos constantinianos)
o con las sepulturas de Saint-Vincent o Saint-Denis de París, y hasta los emplazamientos sepulcrales de la línea
carolingia (Erlande-Brandenburg, Le roi est mort). Si bien estos mausoleos cumplen una importante función
reforzando el poder real haciéndolo presente en la capital (Périn, “Saint-Germaine-des-Prés, premiére nécropole
des rois de France”; y Dierkens y Périn, “Les sedes regiae mérovingiennes entre Seine et Rhin”), no parece
existir en ellos la continuidad de criterio mostrada en el panteón asturiano, sino preferencias o devociones
personales de cada monarca que no cristalizan en la composición de un panteón estable al menos hasta el
advenimiento de la dinastía Capeta. En todo caso, resulta imprescindible la lectura del análisis que hace del
asunto Alonso Álvarez en “El panteón de los reyes de Asturias” (pp. 38-44). Una conclusión similar a este
respecto presenta G. Boto Varela (“Panteones regios leoneses”, nota. 108).,
Dejamos a un lado las conlictivas y poco estudiadas inluencias de la cultura lombarda en el Reino de Asturias,
propuestas como posibles precedentes: ibid. nota 72; y también Isla Frez, Memoria, culto y monarquía
hispánica…; p. 35.
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Este pensamiento y visión política pueden quizá parecer exagerados para un monarca del siglo IX hispano como es Alfonso II, pero no es tal si se atiende a la gran
talla intelectual de la que deja huellas patentes: con su reinado el Asturorum Regnum
se ve internacionalizado gracias a sus contactos como igual con Carlomagno, se instituye deinitivamente una corte estable a la que dota de grandiosas y bellas construcciones siguiendo un modelo toledano perdido96, se produce la inventio del sepulcro
jacobeo, se paciica interna y externamente el reino… en deinitiva, se estabiliza el
reino en todos sus ámbitos a la luz de un claro programa ideológico y un renacimiento cultural que presenta en la construcción del panteón la conciencia de una auténtica
“memoria histórica”. No sería, pues, extraño atribuir buena parte de esa madurez
política a una formación en el pensamiento que arranca de Isidoro de Sevilla durante
su temprano exilio en el monasterio gallego de Samos, en que posiblemente adoptara
también la forma de vida prácticamente monacal que lo acompañaría toda su vida97,
o a la época en que desempeñó el papel de cortesano y gobernador del palacio de Silo
apadrinado por su tía Adosinda98.
Un programa ideológico éste que se verá reforzado con las actuaciones de sus
sucesores hasta Alfonso III, en cuyo tiempo se llegará a su deinitiva expresión en la
redacción del ciclo cronístico que lleva su nombre99. Estos textos no sólo no silencian ya la muerte y sepultura de los reyes como ocurría con los antecesores del Rey
Casto, sino que precisamente desde éste insisten de hecho en ello, reiriéndolo como
un elemento ideológico más en su pensamiento político.
4. La prolongación leonesa
Un paso más lo constituirá el uso de la memoria regia y sus sepulcros para la defensa
de los intereses de Oviedo y su sede episcopal que se produce con la obra del obispo
Pelayo100 y, especialmente, el llamado Manuscrito de Valenciennes101, que llega a dar
al cuerpo del Rey Casto un carácter sagrado102. No obstante, esto se produce independientemente al poder regio una vez que la corte no está ya ubicada en Oviedo, y
precisamente por ello.
De sobra son conocidas las razones porque hubo de trasladar el centro rector del
reino a León tras la muerte de Alfonso III, marcada por la rebelión de sus hijos y la
posterior división territorial. En este punto, aunque sospechoso por proceder de los
añadidos del obispo Pelayo en beneicio de la ciudad de Oviedo y su diócesis, pudiera ser que el primogénito de Alfonso III, García I, fuera tras su muerte en Zamora en
914 transportado a Oviedo y sepultado en Santa María103. Nada más allá de estas tar96
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Ruiz de la Peña Solar, La Monarquía asturiana. Id: “El rey y el reino en la Monarquía asturiana”, pp. 60-61.
Besga Marroquín, “La estancia de Alfonso II en el monasterio de Samos”.
Ruiz de la Peña Solar, La Monarquía asturiana, pp. 107-114.
Hemos analizado estas cuestiones en Solano Fernández-Sordo, “La ideología del Reino de Asturias”.
Alonso Álvarez, “Patria uallata asperitate moncium”.
Bruyne, “Le plus ancien catalogue des reliques d’Oviedo». Cid Priego, “Las joyas prerrománicas de la Cámara
Santa», pp. 18-20.
Tras el listado de las reliquias incluidas en el Arca Santa de las que el manuscrito hace inventario, se enumera un
conjunto extra arcam en el que se señalan los cuerpos de santos repartidos por las iglesias ovetenses (Eulogio y
Leocadia, Eulalia, Pelayo…), la Cruz de los Ángeles y el “corpus Regis Casti, qui ecclesiam Sancti Salvatoris
fundavit”.
Así lo indican las interpolaciones pelagianas a la Crónica de Sampiro: “Morbo proprio discessit, et Oveto, cum
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días adiciones pelagianas a Sampiro corrobora esta información –que, por lo tanto,
ha de tomarse con cautela–, pero en el caso de ser cierto estaría quizá relejando una
prolongación del peso de Santa María de Oviedo como panteón de la dinastía pese a
la distancia a la nueva corte104.
Sin embargo, éste sería el último enterramiento regio propiamente ovetense. El
cuerpo de Ordoño II, segundo hijo del Rey Magno y muerto también en Zamora, ya
fuera por la diicultad de una nueva traslación, por el cambio de la corte o a la espera
de un traslado que nunca se produjo, no abandonaría León; donde “quiescit in aula
Sancte Marie Virginis Sedis Legionensis”, la catedral de Santa María105. Allí mismo
hallaría también reposo eterno tras su breve reinado leonés su hermano Fruela II106,
quien sabemos que durante su primera etapa como rey en solitario de Asturias mantuvo el contacto con la Sancta Ovetensis beneiciándola junto a su mujer Nunnilo y
ofrendándole la Arqueta de las Ágatas. Tal vez tras estas sepulturas se esconda un
primer intento de traslado del panteón dinástico al nuevo centro rector del reino, en
el mismo solar de las termas campamentales romanas que primero habían sido el
palacio desde el que Ordoño gobernara. El mantenimiento de la advocación mariana
pudiera hablar de la pervivencia del mausoleo ovetense en el imaginario funerario
de la dinastía asturleonesa.
En esta línea genealógica son peculiares los casos de Sancho Ordóñez y Alfonso
IV, hijos de Ordoño II. El primogénito será rey de Galicia tras la conlictiva sucesión de Fruela II y, como tal, a su muerte en 929 sería enterrado en esta región.
Posiblemente, como sugiere el Cronicón Iriense, fuera en el monasterio dúplice en
que profesó su viuda en el actual Castrelo do Miño, en Orense107. Pero, al tratarse de
un caso especíico, un rey restringido al territorio gallego, no existirían posteriores
inhumaciones regias aquí ni se trasladarían sus restos a un posible panteón de la
Monarquía asturleonesa en León108.
Por su parte, Alfonso IV abdicará en 931 tras un lustro como rey de León en su
hermano Ramiro II –hasta entonces rey de la zona entre los ríos Miño y Mondego–,
atraído por la vida religiosa. Pero, arrepentido de esta decisión, se sublevará junto a
sus primos –los hijos de Fruela II– contra Ramiro, quien los derrotará. Así, Alfonso
moriría según Sampiro recluido en el monasterio de Domnos Sanctos –que hemos de
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aliis regibus, sepultus fuit” (Pérez de Urbel, Sampiro y su crónica, p. 309).
Alonso Álvarez da la noticia señalando la sospecha sobre el testimonio pelagiano (“Los enterramientos de
los reyes de León”; § 7), pero las aportaciones recientes de Arias Guillén (“Enterramientos regios en Castilla
y León”, p. 648) y Boto Varela (“Panteones regios leoneses”, pp. 680-681) lo asumen como cierto sin mayor
comentario. De hecho, este último incluso lo hace anterior al traslado del cuerpo de sus padres desde Astorga.
Pérez de Urbel, Sampiro y su crónica, pp. 317-318. Así se registra en sus dos versiones.
Sobre Fruela II Sampiro se limita a indicar que “morbo proprio discessit” (ibid.; p. 318), aunque los añadidos
del obispo Pelayo precisaría que “sepultus iusta fratrem suum fuit, et plenus lepre discessit” (ibid.; p. 319).
“Sed cum Portugalensis regiones comitibus sub iuramenti vinculo irmum pacis fedus constituir, quídam
Gundisalvus cónsul, inter cetera diversarum epularum fercula pestiferi veneni pocula infecta, pera insumendam
escam fraudulenter direxit; qua sumpta, venenum se sumpsiss persensit, sed cum Legionem tenderet, in via
moritur, et in monasterio Castrelo uxor sua, regina Gudo, in ripa Minei honoriice sepeliuit ibique cum aliis
Deovota eicitur” (García Álvarez, El cronicón Iriense, pg.117). Sobre las circunstancias que rodean la muerte
de Sancho Ordóñez en su conlicto con el obispo Sisnando II y su interpretación en clave providencialista en
medio de la Reforma, véase Isla Frez, “Ensayo de historiografía medieval”, pp. 419-422. Por otro lado, respecto
a Sancho Ordóñez hay que resaltar una curiosa casualidad cronológica. Su muerte en 929 es la única que –de
entre los reyes y reinas de la dinastía asturleonesa– coincidiría con el sepulcro anónimo pero datado que Morales
vio en su visita al panteón de Santa María de Oviedo (Flórez, Viage de Ambrosio de Morales, pp. 90-91). Sin
embargo, nada más allá de la coincidencia en la fecha podría avalar tal ubicación de su cuerpo en Asturias,
donde no parece que Sancho Ordóñez tuviera relación ninguna.
Isla Frez, Memoria, culto y monarquía hispánica, p. 39.
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identiicar con Sahagún–109, aunque el posterior relato de Jiménez de Rada lo hace
sepultado en el cenobio de San Julián y Santa Basilisa de Ruiforco de Torío, en las
cercanías de León110. Como rebelde, no podía compartir el espacio funerario regio
leonés111.
Como se puede observar, por varios años la existencia de un panteón regio y
dinástico es algo un tanto difuso e indeterminado. Tras la muerte de García I –si
consideramos veraz la noticia dada por Pelayo– se abre un período de tiempo turbulento, marcado por unas tensas relaciones entre los miembros de la familia real en
prácticamente todas las generaciones, no exentas de revueltas y nuevas divisiones
del reino. No obstante, queda claro desde entonces el deinitivo abandono de la sede
ovetense y del panteón asturiano, quizá precisamente como medio de expresión de
esas transformaciones en el seno del reino, ahora, leonés112.
Pero precisamente en momentos de crisis para la continuidad monárquica y la
perpetuación dinástica, el panteón se presenta como gran herramienta al servicio de
la estabilización y legitimación de la realeza. Ramiro II será quien interrumpa esta
inercia de incertidumbre y renueve la costumbre funeraria asturiana estableciendo un
nuevo panteón que hiciera monumentalmente visible el restablecimiento de la calma
política y sucesoria. Hablamos de San Salvador de Palat de Rey113, un monasterio
que habría promovido Ramiro para la profesión de su hija Elvira en las inmediaciones del nuevo palacio real que había establecido en el sector sur de León, y donde a
su muerte sería enterrado114. Así lo harían también sus hijos y sucesores Ordoño III115
y Sancho I116. La cantidad de monarcas aquí sepultados sugiere una rápida consolidación en su concepción como panteón del linaje regio, monumentalizando el espacio
de enterramiento desde Ramiro II.
109
Sampiro recoge cómo, tras recobrar Ramiro el reino, envió a su hermano “ad monasterium in locum Domnis
Sanctis super crepidinem alue Ceie” (Pérez de Urbel, Sampiro y su crónica, pp. 320-321).
110
“Tandem Ranimirus penitencia ductus prope Legionem in ripa Turii monasterium sancti Iuliani construxit et
in eo fretrem et consobrinos pie, prout potuit, collocavit, ubi usque ad inem vite necessaria habuerunt. Mortus
autem Aldefonsus ibidem sepultus est cum uxore sua regina Xemena et consobrinis” (Jiménez de Rada, Historia
de rebus Hispanie, p. 153).
111
Isla Frez, Memoria, culto y monarquía hispánica, p. 39. Arias Guillén, “Enterramientos regios en Castilla y
León”, p. 648) y Boto Varela (“Panteones regios leoneses”, pp. 681-682),
No obstante, tradiciones posteriores de dudosa iabilidad hablan de que el rey Alfonso V ordenará trasladar los restos
mortales de todos los miembros de la realeza sepultados en el monasterio de Ruiforco, incluidos los de Alfonso
IV y su esposa Oneca, a la basílica de San Isidoro de León, donde serían depositados en una fosa común ubicada
en un rincón de una de las capillas del lado del Evangelio, sobre la que se erigiría un altar dedicado a san Martín
(Pérez Llamazares, “Panteones reales leoneses”, pp. 346-349).
112
Isla Frez, Memoria, culto y monarquía hispánica, pp. 40-44.
113
“Filiam suam Geluiram Deo dicavit, et sub nomine eiusdem monasterium intra urbem Legionensem mire
magnitudinis construxit in honore sancti Salvatoris iuxta palacium regalis” (Pérez de Urbel y González RuizZorrilla, Historia Silense, p. 168).
114
Las dos versiones de la crónica recogen que “proprio morbo discesit, et sepultus fuit in sarcophago iuxta
eclesiam sancti Salvatoris, ad cementerium quod construxit ilie sue regine domne Geloire” (Pérez de Urbel,
Sampiro y su crónica, p. 332). Consideramos sobradamente argumentada esta ubicación del cuerpo de Ramiro
II en un panteón en San Salvador por Alonso Álvarez (“Los enterramientos de los reyes de León”; § 8), dejando
zanjada la discusión que podía suponer a Ramiro sepultado en un cementerio común de un monasterio leonés.
115
“Propria morte urbe Zemora discessit, et Legione sepultus fuit iuxta aulam sancti Salvatoris iuxta sarchofagum
patris sui Ranimiri regis” (Pérez de Urbel y González Ruiz-Zorrilla, Historia Silense, p. 169). La versión
pelagiana de Sampiro altera la preposición indicando que fue “secus sarchofagum patris sui” (Pérez de Urbel,
Sampiro y su crónica, p. 334).
116
En este caso, si bien la Silense omite esta sepultura, la versión pelagiana de Sampiro señala que “Legionem
secus patrem suum in ecclesia sancti Salvatoris sepultus fuit” (ibid., p. 339).
358
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En este momento una digresión en la tendencia será la sepultura del rey Ordoño
IV, hijo de Alfonso IV117, pero que responde a una anomalía en la situación política
del reino. Ordoño, apoyado por la nobleza castellana, se hará con el trono durante
el reinado de Sancho I por dos años, hasta que éste lo recuperase gracias al apoyo
recibido por parte de la Monarquía de Pamplona y el Califato cordobés. Rebelde
como lo había sido su padre, quedaba naturalmente excluido del cementerio de la
legitimidad regia y moriría fugado al extranjero, no conservándose referencia sobre
su lugar de sepultura118.
Salvando este ínterin, Palat de Rey parece continuar la línea arrancada con el Rey
Casto, intentando reproducir el modelo asturiano agrupando los cuerpos de los reyes
en el nuevo centro de poder: se trata de la erección de un templo de patrocinio regio
diferente a la iglesia que es sede de la cátedra episcopal119 y vinculado al palacio que,
aparte de la evidente y tentadora advocación del Salvador –que junto a la de Santa
María conforma un conjunto cultual que rápidamente remite a la “ciudad santa”
ovetense120–.
Por otro lado, como señala G. Boto Varela, los textos cronísticos parecen relejar
un papel de promotora de estos enterramientos en la infanta doña Elvira, quien se
ocupó de gestionar la sepultura de su padre Ramiro y sus hermanos Ordoño y Sancho121. En esta actuación es frecuente que la historiografía sitúe el punto de partida
del Infantaticum o Infantado leonés y su vinculación a un centro monástico femenino que cuide del ceremonial litúrgico y la memoria de los reyes122. Sin embargo, también esta realidad puede contar con un antecedente asturiano en el ceremonial de la
memoria regia en el panteón de Santa María de Oviedo que se venía experimentando
desde al menos la época de Alfonso III: el monasterio de San Juan Bautista –más
adelante de San Pelayo– de Oviedo123.
Se pueden ver reminiscencias asturianas en la asunción de una misma solución
arquitectónica. Pese a ser también una iglesia actualmente muy transformada, en
San Salvador de Palat de Rey se sospechó desde época temprana124 que se trataba de
una iglesia de ábsides contrapuestos, aspecto que referiría nuevamente al precedente
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Creemos superada la hipótesis que hacía a Ordoño no hijo de Alfonso IV sino de Alfonso Froilaz (Martínez
Díez, El condado de Castilla, t. I, pp. 409-410). En todo caso, cualquiera de estos dos Alfonsos sería relejo de
la igura del rebelde contra el rey legítimo y traidor a la línea dinástica asturleonesa que triunfa y estarían ambos
inhumados en Ruiforco.
Según Sampiro “vivens inter sarracenos mansit, et emulando penas persoluit”. (Pérez de Urbel, Sampiro y su
crónica, p. 337). Alonso Álvarez (“Los enterramientos de los reyes de León…”; § 9-11), olvidando además
que el padre de Ordoño fue Alfonso IV y no Ramiro II, lo supon erróneamente enterrado en Palat de Rey al
aplicarle a él las palabras de Jiménez de Rada sobr el asesinato y enterramiento de Sancho I (Historia de rebus
Hispanie, p. 158).
Quizá por ello, por posibles injerencias de los intereses episcopales o capitulares leoneses, no cuajase el intento
de Ordoño II –continuado por Fruela II– de hacer de Santa María de León su panteón. Aunque, eso sí, la catedral
leonesa sería uno de los principales potenciadores de la memoria individual de Ordoño como su fundador y
primer benefactor (Cavero Domínguez, “El discurso de la Crónica silense”, § 21-26).
Carrero Santamaría, “La ‘ciudad santa’ de Oviedo”. Id., El conjunto de la Catedral de Oviedo. Cavero
Domínguez, “El discurso de la Crónica silense”, § 28.
Boto Varela, “Aposentos de la memoria dinástica”, p. 538. Id., “Panteones regios leoneses”, pp 683-684.
Martin, “Hacia una clariicación del infantazgo”, § 11. Id.: Queen as King. Walker, “Images of royal and
aristocratic burial”, pp. 154 y ss. Henriet, “Deo votas: L’Infantado et la fonction des infantes”
Véase como clara y documentada exposición de conjunto al respecto, Cayrol Bernardo, “El monasterio de San
Pelayo de Oviedo”
Ya Gómez Moreno pensó que “era posible otro caso de ábsides dobles, como en Mazote y Peñalba” (Iglesias
mozárabes, p. 256).
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asturiano y sobre el que los especialistas están mayoritariamente de acuerdo125. No
obstante, G. Boto Varela cuestiona en su más reciente aportación que se trate de la
continuidad de un mismo modelo arquitectónico, pues entiende que el cimiterium
que construxit domne Geloire según el fragmento de Sampiro sobre la sepultura de
su padre sería más bien un espacio abierto en el circuito exterior del templo de San
Salvador126. Sin embargo, él mismo releja honestamente cómo esta conclusión parece entrar en contradicción con la descripción que más adelante se hace de la tumba
de Sancho I “secus patrem suum in ecclesia sancti Salvatoris”127.
Asimismo, parece difícil imaginar que un enterramiento monumental en una cista
marmórea romana reutilizada –pues así cabe entender la tumba de Ramiro II a la luz
de la insistencia de los textos por señalarlo como “sarcophagum”– se dispusiera a
la intemperie en el exterior de una iglesia, o mucho menos se enterrase y resultase
entonces invisible en su majestuosidad a los cronistas que tanto la alaban. Parece, por
contra, más lógico pensar en una solución similar a la deposición en otro sarcófago
tardoantiguo reutilizado como es el de Itacio en el caso del poliantro de Santa María
de Oviedo128.
De poder considerar, por lo tanto, el panteón de Palat de Rey una iglesia contraabsidiada de intención funeraria, podríamos estar ante la continuidad de una misma
solución para crear un espacio funerario privilegiado que preserve la memoria del
linaje en la nueva capital.
Pero nuevamente la ocupación de este panteón se verá interrumpida, pues tras
una inestable minoría con que comienza el reinado de Ramiro III, hijo y sucesor de
Sancho I, se produce una sublevación que terminará con la deposición de Ramiro y
la coronación como rey de Bermudo II, vástago de Ordoño III. Nada dice Sampiro
acerca del lugar de sepultura de Ramiro, pero de ser ciertas las adiciones del obispo
Pelayo, conocemos que murió en Destriana, donde se le enterró en el monasterio de
San Miguel de Valduerna129, aunque algunas tradiciones hablan de un posterior traslado a San Isidoro de León por Alfonso V130. En tales circunstancias, no resulta extraño que Bermudo II no permitiera que fuese enterrado en Palat de Rey, monumento
a la legitimidad, cuando su propio reinado se fundaba en una rebelión que lo había
depuesto y, como con aquellos miembros de la familia real considerados traidores,
procuraría su sepultura lejos del espacio regio.
Asimismo, Pelayo señalará en su continuación de la crónica de Sampiro un importante acontecimiento durante el reinado de Bermudo II que –de ser cierto– revelaría la importancia que para la Monarquía leonesa tenían los cuerpos de sus antepasados y el importante papel que aún jugaban Oviedo y su panteón en el imaginario
político del reino. Según el prelado, ante la amenaza de la entrada de Almanzor en
León, el rey ordenó poner a salvo las reliquias de los santos y los cuerpos de los
monarcas hasta el momento enterrados allí131 llevándolos al norte, invitando a equi125
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127
128
129
130
131
Bango Torviso, “El espacio para enterramientos privilegiados”, p. 104. Miguel Hernández, “Monasterios
leoneses en la Alta Edad Media”.
Boto Varela, “Panteones regios leoneses”, pp 684-685.
Ibid., nota 51.
De hecho, Boto Varela olvida el sarcófago de Itacio del panteón ovetense al señalar precisamente que la
reutilización de un féretro romano por parte de Ramiro es una de las diferencias entre el panteón de Palat de Rey
y su precedente asturiano (Ibid., p. 683).
Pérez de Urbel, Sampiro y su crónica, p. 343.
Arco, Sepulcros de la Casa Real de Castilla, p. 165.
Al indicar la procedencia de estos cuerpos regios el cronista habla de León y Astorga. La referencia a Astorga
360
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parar la naturaleza de ambos grupos de restos como elementos fundamentales de la
identidad del Reino y la Monarquía que no podían caer en manos del enemigo. Las
reliquias habrían sido depositadas en el monasterio de San Juan Bautista de Oviedo,
donde permanecerían hasta la actualidad y acabarían por mudar su nombre por el del
mártir cordobés Pelayo. Por su parte, los cuerpos de los reyes se reunirían con sus
predecesores astures al disponerlos “ante sepulchra priorum regum” en el panteón de
Santa María del Rey Casto132.
Estas informaciones las conocemos únicamente por el obispo Pelayo, no recogiéndolo ningún testimonio anterior o contemporáneo a los hechos y el relato es obviamente interesado. Esto ha invitado a considerarlo una falsedad que perseguiría el
retorno a Oviedo de la perdida capitalidad del reino133, pero a la vez existen argumentaciones que consideran creíble el traslado y la posibilidad del alojamiento temporal
de los restos regios en la iglesia ovetense134. Asimismo, R. Alonso ha mantenido que,
antes que defender una recuperación de la capitalidad para Oviedo, el obispo busca
más bien proyectar la imagen de la sede y ciudad asturiana como último bastión de la
seguridad cristiana en tiempos de crisis para el Reino y la Monarquía sin ambicionar
con ello un traslado de la corte, algo visible también en otros testimonios cronísticos
de la época menos sospechosos135.
En todo caso, la imagen de la colocación de los sepulcros en el panteón ovetense
que proporciona el texto trasluce claramente la importancia de la concepción del
linaje y el panteón como elementos cohesionadores de la institución monárquica, ya
sea en la pretendida época de Bermudo III o un siglo más tarde en que se compuso el
relato136. Una imagen que perdurará más adelante, hasta fechas tan avanzadas como
el siglo XIII, cuando la Estoria de España asuma como verdadera la narración de
Pelayo y explique que los regios restos descansarían en Oviedo hasta ser de vuelta
transportados a León, quizá al nuevo panteón de San Juan Bautista137 en época de
Alfonso V; aunque por lo tardío de la referencia no podamos tomar como segura tal
noticia138.
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138
resulta conlictiva puesto que no se conoce ningún rey entonces sepultado ahí –más allá de la primera etapa de
la sepultura de Alfonso III y Jimena–, por lo que se ha solido interpretar esta referencia como una alusión a los
restos de alguna reina (Isla Frez, Memoria, culto y monarquía hispánica, p. 46).
Sánchez Alonso, Crónica del obispo don Pelayo, p. 67.
Dectot, “Tombeaux et pouvoir royal dans le León autor de l’an mil”, p. 86. Insiste en ello, más recientemente,
en Les tombeaux des familles, pp. 218-219.
Carriedo Tejedo, “Panteones reales leoneses (ss. X-XIII)”, pp. 12-14; citado por Boto Varela, “Panteones
regios leoneses”, pp 685-686. Asimismo, el propio Boto Varela expone la credibilidad del relato debido a la
provisionalidad que implicaba ante circunstancias excepcionales y que “nunca habría sido considerada por sus
potenciales lectores si no cupiese tal posibilidad” (ibis., p. 686).
“Los enterramientos de los reyes de León…”; § 13 y 14.
Isla Frez, Memoria, culto y monarquía hispánica, pp. 46-47.
Arco, Sepulcros de la Casa Real de Castilla, p. 165.
Menéndez Pidal y Catalán Collab, Primera crónica general de España, pp. 463-464. No obstante, si se lee
atentamente el Chronicon mundi de Lucas de Tuy, cuando narre el establecimiento del panteón de San Juan
Bautista, señala que recogerá los restos de los reyes “que in ipsa erant civitate” de León (Tuy, Lucae Tudensis
opera omnia, p. 273); por lo que cabría suponer que su devolución a León debió de ser anterior a su depósito en
San Juan Bautista ya fuera en época de Alfonso V o incluso aún durante el reinado de su padre. Sin embargo,
una vez más lo tardío de la referencia del tudense –que escribe a principios del siglo XIII, cuando ya ha quedado
fosilizada la memoria dinástica de León y San Isidoro tras las muchas transformaciones que abordamos más
adelante– resta valor a tal argumentación. A lo cual hay que unir la nula veracidad del relato que hace a Alfonso
V recolector de los restos de su padre –que se comenta a continuación– y que los restos regios de Palat de Rey
no serían entregados a San Isidoro de León hasta época de la reina Urraca I (Cavero Domínguez, “El discurso
de la Crónica silense”, § 67).
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Pero, cierto o no, el relato del obispo ovetense se acomoda perfectamente en un
reinado marcado por la inestabilidad y los peligros tanto internos como externos.
Otra prueba de ello sería el apresurado enterramiento de Bermudo II en Villabuena
del Bierzo cuando se dirigía a León139. Según la narración aceptada desde la propia
época medieval y hasta por la historiografía tradicional sobre el tema, su hijo se ocuparía a los pocos años de trasladarlo a la iglesia de San Juan Bautista de León que iba
a convertir en la siguiente necrópolis regia140. No obstante, G. Boto Varela ha demostrado recientemente que esta sepultura y el posterior traslado resulta insostenible a la
luz de un examen minucioso de las fuentes –especialmente Sampiro, contemporáneo
a este rey–, que lo sitúan enterrado a su muerte en la Catedral de León, donde permanecerá aún en vida de su hijo y no será llevado a –ya entonces– San Isidoro hasta
más adelante141.
Ahora bien, resulta innegable que el siguiente episodio que jalona la evolución de
los ámbitos funerarios regios asturleoneses es la constitución por parte de Alfonso
V de una tercera necrópolis regia en la ciudad de León. Como su homónimo el Rey
Casto unos siglos antes, Alfonso V se preocupó de restaurar un templo destruido por
una expedición enemiga y procurarse en ella un espacio para recibir su cuerpo: la
iglesia de San Juan Bautista de León, muy vinculado al monasterio femenino de San
Pelayo142. Ambos santos serían cotitulares, si bien el niño mártir se refería principal139
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141
142
La versión silense de la Crónica de Sampiro notiica que murió en el Bierzo (Pérez de Urbel, Sampiro y su
crónica, p. 346), y la Historia Silense ni siquiera comunica el lugar de su muerte (Pérez de Urbel y González
Ruiz-Zorrilla, Historia Silense, p. 169). Por su parte, es la Crónica de Pelayo la que concreta su sepultura en la
Villabuena berciana: (“in Berizo uitam iniuit et in Uillabona sepultus fuit”; Sánchez Alonso, Crónica del obispo
don Pelayo, pp. 68-69). Más adelante el tudense recoge esta tradición diciendo que “in Berizo vitam iniuit atque
in Villabona sepultus fuit et post aliquantos annos a ilio suo rege Adefonso traslatus est Legionem et una cum
uxore sua regina dompna Geloyra in ecclesia sancti Iohannes Baptiste quiescit” “ (Tuy, Lucae Tudensis opera
omnia, p. 273).
Dice la Historia Rebus Hispaniae que “in villa que est in Beriço moritur et sepelitur, et ab Aldefonso ilio et
successore transfertur post aliquantum temporis Legionem et in ecclesia beati Iohannis Baptiste cum coniuge
Geloyra denuo sepelitur” (Jiménez de Rada, Historia de rebus Hispanie, p. 167); y el obispo Pelayo continúa
su crónica señalando que “et post aliquantos annos translatus est Legionem” (Ibid, p. 69). Por su parte, Lucas
de Tuy recoge también este traslado al hablar de su reconstrucción de la ciudad de León y concretamente de
que “fecit etiam ecclesiam sancti Iohannis Baptiste in ipsa urbe ex luto et latere, et collegit omnia ossa regum et
episcoporum que in ipsa erant civitate et in ipsa ecclesia sepeliunt ea simul […] Deinde transtulit ossa patris sui
Veremundi regis, qui sepultus fuerat in Berizo in Villabona, et sepeliuit ea in occidentali parte ipsius ecclesiae
in sepulcro marmoreo una cum matre sua regina domina Geloyra” (Tuy, Lucae Tudensis opera omnia, p. 275).
También lo recoge la Primera Crónica General: “Desi izo penitentia de todos sus pecados, et entonces ino et
murio en Berizo, et fue enterrado en un logar que dizen Villabuena et después a tiempo level dalli pora León so
ijo don Alfonso, et metilo con su mugier la reyna donna Elvira en la eglesia de sant Johan Bautista” (Menéndez
Pidal y Catalán Collab, Primera crónica general de España, p. 451). Habría de suponer que –de ser cierto el
relato pelagiano del traslado preventivo a Oviedo ya comentado– a estos que habría que unir los cuerpos del
resto de antepasados que se encontraran entonces en Asturias. isla frez sostiene que el procurar un nuevo cobijo
a estos restos fue lo que provocaría una acelerada construcción del mausoleo en San Juan Bautista (Memoria,
culto y monarquía hispánica, pp. 47-49). No obstante, ya se ha visto la diicultad de tomar como cierta esta
noticia.
Boto Varela, “Panteones regios leoneses”, pp. 687-688. Ya debiera estar en su nueva ubicación a mediados del
siglo XII, cuando se consigna en uno de los obituarios de la canónica señalando “qui requiescit in ecclesia ista”
(Suárez González, “¿Del pergamino a la piedra?”, p. 394), y aún sobrevive –hoy parcialmente– en la iglesia
leonesa su epitaio: “Hic requiescit Veremudus Ordonii. Iste, in inem vitae suae, dignam Deo poenitentiam
obtulit, et in pace quievit. Era MXXXVII” (Martín López, “Las inscripciones del Panteón de San Isidoro” pp.
952).
Se conoce la existencia de un monasterio femenino dedicado a San Pelayo fundado en León por Sancho I que
custodiaba las reliquias del niño mártir. Sin embargo, el traslado ante la amenaza de Almanzor a León por orden
de Bermudo II hizo que se quedaran en Oviedo, en el monasterio de San Pelayo, con anterioridad de San Juan
Bautista. El monasterio leonés de San Juan bien pudo ser una reconstrucción o adición al viejo de San Pelayo
por Alfonso V, aunque no sería extraño tampoco que se tratase de un monasterio dúplice (Martin, “Vie et mort
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mente al monasterio femenino y el Bautista a la iglesia, a cuyos pies se localiza el
panteón regio143.
Precisamente respecto a la ubicación y tipología arquitectónica de este panteón
recientemente G. Boto Varela ha defendido que, en contra de la postura tradicionalmente mantenida por la historiografía, el ejemplo de San Juan Bautista de León no
supone una continuidad y actualización del modelo asturiano. Para él, el recinto cementerial se situaría en el exterior del templo, a las puertas, y quizá al descubierto144.
Siendo esto así, él lo relaciona con esa primera experiencia de cementerio exterior
que cree que fue Palat de Rey; posición que ya hemos referida no compartida por
nosotros. Así pues, en el caso de que ciertamente se tratase de un espacio exterior
y autónomo, resultaría una novedad respecto el esquema contraabsidiado interior
probado en Oviedo y Palat de Rey. Ahora bien, en el caso de ser un recinto murado
cerrado y con acceso únicamente desde el interior del templo –como parecen sugerir
los indicios murarios que el georradar proporcionó precisamente en el paño más
occidental145–, podría resultar una reformulación del modelo contraabsidiado que
trasladara el recinto cementerial al exterior del templo pero mantuviera el esquema
axial presbiterio-nave-cementerio de este a oeste.
Parte de esta incertidumbre deriva precisamente de que únicamente se tiene una
imagen de este templo por los textos de una época muy breve, pues los cronistas describen un ediicio que no conocieron por una pronta reforma y, en su parquedad, hablan de una sencilla construcción de tapial con hiladas de ladrillo de cabecera recta146
y con un cuerpo occidental donde se enterró Alfonso V tras morir cristianamente147.
En las propias fuentes de la época se le reconoce como “regum cimiterio”148, por lo
que no es de extrañar que también se enterrase ahí su hijo y sucesor, Bermudo III,
consolidando su función de panteón dinástico y regio149.
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149
dans le panteón”, p. 158; y Valdés Fernández, “El Panteón Real de la Colegiata de San Isidoro de León”, pp.
74-75).
Cavero Domínguez, “El discurso de la Crónica silense”, § 30.
Boto Varela, “Panteones regios leoneses”, pp. 688-691. Con anterioridad había expuesto con mayor profundidad
en los argumentos –especialmente arqueológicos– de esta opinión en Id., “Morfogénesis espacial de las primeras
arquitecturas de San Isidoro”; e Id., “In Legionenssy regum ceminterio”.
La noticia en Id., “Panteones regios leoneses”, p. 690.
El tudense describe en su crónica que Alfonso V “fecit etiam ecclesiam Sancti Isidori Babtiste in ipse urbe ex
luto et latere [...] Restauravit etiam iuxta eandem ecclesiam monasterium Sancti Pelagii quod ab aagarenis fuerat
destructum”, (Tuy, Lucae Tudensis opera omnia, p. 275).
Dice la Historia Rebus Hispaniae que “rebus in presencia pontiicum ordinatis, facta confesione et sumpto
viatici sacramento vitam iniuit et soluta obsidione a suis Legionem deducitur et in paterno mausoleo sepelitur”
(Jiménez de Rada, Historia de rebus Hispanie, p. 169). Además, reza el epitaio de Alfonso V: “Hic iacet rex
Adefonsus, qui populavit Legionem post destrutionem Almanzor dedit bonos foros, fecit ecclesiam hanc de
luto, latere. Habuit praelia cum sarracenis, et interfectus est sagita apud Viseum in Portugal, fuit ilius regis
Veremundi Ordonii. Obiit era M sexagesima quinta, tertio nonas maii”. (Martín López, “Las inscripciones del
Panteón de San Isidoro” pp. 953).
La Silense registra al hablar de la ascendencia de Sancha, hija de Alfonso V, señala que “porro Sancia
reginaquoniam in Legionenssy regum ciminterio pater sus digne memorie Adefonsus princepset eius frater
Veremudus serenissimus rex in Christo quiescebant” (Pérez de Urbel y González Ruiz-Zorrilla, Historia
Silense, pp. 197-198). Véase también Sanz Fuentes, “Transcripción”, p. 458.
San Isidoro de León, templo sucesor de San Juan Bautista, conserva un sepulcro de piedra con el siguiente
epitaio “Hic est conditus Veremudus junior, rex Legionis, ilius Adefonsis regis. Iste habebit guerram cum
cognato suo rege magno Fernando, et interfectus est ab illo in Tamara praeliando. Era MCXXV” (Martín López,
“Las inscripciones del Panteón de San Isidoro”, pp. 953). Algo que coincide también con los asientos recogidos
en uno de los obituarios de San Isidoro (Suárez González, “¿Del pergamino a la piedra?”, p. 395). Existe, no
obstante, también una tradición espuria por la que el monasterio navarro de Santa María de Nájera dice custodiar
sus restos en un sepulcro de imagen yacente, donde lo habría colocado Fernando I tras su victoria en Tamarón
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5. El epílogo de la dinastía jimena o pamplonesa
Sin embargo, con Bermudo se extinguirá la línea asturleonesa, signiicando el ascenso al trono ya castellano-leonés de la dinastía pamplonesa. Conocidas son las
circunstancias por las que Fernando I accede al trono de León tras derrotar a su
cuñado Bermudo en la batalla de Tamarón y sumar al título condal de Castilla que le
habían proporcionado las actuaciones de su padre, el rey de Pamplona Sancho III “el
Mayor”, la corona leonesa. La Casa Real pamplonesa tenía sus propias costumbres
funerarias, estando con ello amenazada la continuidad de las sepulturas reales leonesas. De hecho, Fernando ya se había comprometido a sepultarse en el monasterio de
San Pedro de Arlanza150.
No obstante, más adelante el monarca cambiará de intenciones. En ello parece
que jugó un papel crucial su mujer, la reina doña Sancha –que desde su juventud ostentaba la cabeza del infantado leonés, institución como se vio íntimamente vincuada
a la guarda de la memoria de la monarquía en su dimensión funeraria, en ese momento en la comunidad femenina de San Juan-San Pelayo de León151– convenciéndolo
para enterrarse en el cementerio del padre y hermano de ella152. Fuera o no fuera
obra de la persuasión de la reina, tras la mudanza de opinión se esconde una clara
intencionalidad política: la conservación y explicitación de unos vínculos con un
pasado asturleonés que aseguraban la legitimidad de Fernando como continuación
150
151
152
(Elorza, Castillo y Negro, El Panteón Real de las Huelgas de Burgos, p. 53). Aunque sin validez ninguna, sí que
sirve para recordar la cautela necesaria con la que enfrentar las fuentes epigráicas del panteón de los reyes de
San Isidoro, como se ha demostrado en buena parte debidas a renovationi muy posteriores a la defunción de los
respectivos reyes y dentro de una política de propaganda y engrandecimiento de la canónica isidoriana por parte
de los monjes desde inicios del siglo XIII que los hace relejo de una realidad de esta centuria antes de inales del
siglo XI (Martín López, “Las inscripciones del Panteón de San Isidoro”, pp. 951-952. Suárez González, “¿Del
pergamino a la piedra?”, p. 409-415. Sánchez Ameijeiras, “The Eventful Life of the Royal tombs”).
Señala la Silense que “in ecclesia beati Petri de Aslanza corpus suum sepulture tradere” (Pérez de Urbel y
González Ruiz-Zorrilla, Historia Silense, p. 197). Asimismo, el 31 de marzo de 1039 lo dispuso en un documento
irmado y mediante fórmula solemne: “Yo, Fernando rey hago formal promesa y entrega de mi cuerpo y de mi
alma a este lugar [Arlanza] para que aquí descansen en paz después de mi fallecimiento”, lo que reiterará en
1046 (Viñayo González, Fernando I, p. 170).
Se suele hablar de Sancha como una “abadesa seglar” del cenobio leonés, a pesar de que nunca llegó a profesar
como monja. Auores como Viñayo González creen que sólo cuando no estuvo casada, en su juventud y tras
enviudar, fue abadesa del monasterio de San Pelayo de León (“Reinas e infantas de León”, p. 130). Sin embargo,
T. Martin ha demostrado gracias a las intitulaciones de la documentación del templo isidoriano que habría
seguido al frente de la comunidad monástica también durante su matrimonio (Queen as King, p. 32). Algo en
lo que recientemente ha abundado y que presenta a doña Sancha como una domina secular que gobierna un
monasterio y sus posesiones desde su palacio, estando al mismo tiempo al frente del establecimiento en cuestión
un abad o abadesa regulares (Id., “Fuentes de potestad para reinas e infantas”, pp. 101-111).
La Historia Silense narra que “Interea, domini regis coloquium Sancia regina petens ei in sepulturam Regum
Ecclesiam ieri Legione persuadet. Ubi et eorumdem corpora iuxta, magniiceque, humari debeant: decreverat
namque Fernandus Rex vel Onniae. quem locum carum semper habebat, sive in Ecclesia Beati Petri de Aslanza
corpus suum sepulturae tradere. Porro Sancia Regina, quoniam in Legionensi Regum Coementerio pater suus
dignae memoriae Aldefonsus Princeps, et eius frater Veremundus serenissimus Rex in Christo quiescebant;
ut quoque et ipsa, et eiusdem vir, cum eis post mortem quiescerent pro viribus laborabat. Rex igitur petitioni
idelissimae conjugis annuens, deputantur coementerii, cui assidue operam dent tam dignisssimo labori” (Pérez
de Urbel y González Ruiz-Zorrilla, Historia Silense, pp. 197-198). Asimismo, Lucas de Tuy se atreve a relatar
el persuasivo alegato mediante el que doña Sancha convenció a su marido: “Vino a él la reina Sancha con
blanda fabla que aparejase sepultura conveniblemente para él y para los que después viniesen, en la çibdad de
León, y estudiase de afermosar con reliquias de sanctos para guarda de la su presente vida y de los suyos, e de
la venidera; y amonestándole esto la reyna Sancha dezíale: ‘Resplandesce esta çibdad porque es noblemente
asentada, en quanto sea alegre de tierras, y saludable ayre, regançia de ríos, en los prados y huertas abundada, de
montes e fuentes deleytosa y nemorosa, y muy aparejada para morada de religiosos varones’” (Puyol, Crónica
de España, pp. 353-354). Un comentario extenso de este pasaje en Caldwell, “Queen Sancha’s Persuasion”.
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del linaje regio, no obstante quebrado con el ascenso de una nueva dinastía rodeado
de belicosos acontecimientos153. Una continuidad que se remontaría más allá de los
inmediatos últimos reyes de León a su precedente asturiano e incluso visigodo, pues
en los textos oicialistas de la época y los gestos del monarca se detecta un reverdecimiento de esta idea neogoticista154.
Esta novedad basada en el pasado tuvo su traducción arquitectónica. Apenas cuarenta años después de su construcción, la iglesia y primitivo panteón de Alfonso
V sufrirían una importante remodelación en un léxico ya románico, suponiendo el
inicio de la difusión de este estilo por tierras leonesas155. Sobre la antigua, Fernando
I hizo construir una iglesia más suntuosa y magníica ya “ad lapideam”156, de la que
hoy apenas quedan algunos restos. Se trataría posiblemente de una pequeña iglesia
palatina para servir al matrimonio regio, a la espera de la deinitiva construcción por
parte de sus hijas, la infantas Urraca y Elvira Fernández, y posteriormente su nieta
la reina Urraca I157.
Esta iglesia será consagrada en 1063 bajo la advocación de San Isidoro, rebautizando el templo gracias al traslado a la ciudad leonesa las reliquias del doctor
hispalense desde Sevilla, que pronto se convertiría en santo protector del Reino de
León158. Asimismo, enriquecieron el templo con un extraordinario tesoro artístico y
lo dispusieron al cuidado de unos religiosos que lo atenderían en su inal dos años
después. La Historia Silense, siempre interesada en salvaguardar la identidad del
Reino de León y su vinculación goticista, relata la muerte de Fernando en 1065 como
un auténtico ejemplo de muerte cristiana159. Le llegará la muerte en una fecha tan señalada como la octava de Navidad, habiendo pasado rezando apenas unos días antes
la Nochebuena junto a la comunidad isidoriana y haciendo penitencia desvestido del
poder de este mundo que relejaban sus ropas reales y abandonó lo mundano y material para dirigirse hacia el cielo; incluso su muerte sería una muerte ritual, arrodillado
ante el altar de San Juan, ante los cuerpos de san Isidoro y san Vicente160.
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Deswarte, De la destruction à la restauration, pp. 168-175.
Alonso Álvarez, “Los enterramientos de los reyes de León y Castilla”, § 16.
Bango Torviso, “El espacio para enterramientos privilegiados”, p. 104.
Aunque sin perder de vista lo advertido sobre los epitaios regios de San Isidoro (véase la nota 148), el epitaio
de Fernando I señala que “fecit ecclesiam hanc lapideam, quae olim fuerat lutea”, en oposición al “de luto et
latere” de Alfonso V. Sorprende la inusual insistencia de los epitaios regios por los materiales constructivos,
pero en ello es posible ver una deliberada voluntad por relejar plásticamente esa sustitución dinástica y la
mejora en irmeza y estabilidad pétrea que suponen los nuevos representantes, aunque sobre los cimientos del
pasado.
Existe una polémica acerca de la cronología de la ediicación de San Isidoro de León, pues el ediicio que hoy
puede verse es fruto de casi un siglo de construcción, reformas y añadidos. Más allá de una cronología para
el templo más o menos generalizada y mantenida por la mayoría de los especialistas (Williams, “San Isidoro
en León”), importa ahora la concreción de la cronología del Panteón de los Reyes de San Isidoro, que parece
demostrado ser obra de la infanta Urraca Fernández tras su llegada al infantazgo en 1072, siete años tras la
muerte de su padre y cuando su hermano Alfonso se había aianzado como rey en solitario de León y Castilla
aglutinando todo el testamento de su padre, y con anterioridad a 1095 (Martin, “Hacia una clariicación del
infantazgo”, § 3-9. Id.: Queen as King, 73-59. Walker, “Images of royal and aristocratic burial”, pp. 13-138.
Henriet, “Deo votas: L’Infantado et la fonction des infantes”, pp. 189-203. Boto Varela, “In Legionenssy regum
ceminterio”. Id., “Morfogénesis espacial de las primeras arquitecturas de San Isidoro”. Id., “Panteones regios
leoneses», p. 694).
Cavero Domínguez, “El discurso de la Crónica silense”, § 42-52.
Valdés Fernández, “El Panteón Real de la Colegiata”, pp. 75-76. Viñayo González, Fernando I, pp. 215-222.
Cavero Domínguez, “El discurso de la Crónica silense”, § 59-63.
Pérez de Urbel y González Ruiz-Zorrilla, Historia Silense, pp. 207-208.
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Naturalmente, sus restos descansarían en la iglesia de San Isidoro que él había
construido en su primera fase y cuya continuación corrió a cargo de la infanta Urraca –y quizá también su hermana Elvira– patrocinando la construcción del llamado
Panteón. Así, a los pies de esta primera iglesia que a partir del cambio de siglo
vería su sustitución por la basílica que terminaría Urraca I, su tía Urraca Fernández
dispuso la construcción que llegaría hasta la vieja muralla romana de un espacio
cuadrangular con dos columnas centrales que lo compartimentan en seis tramos,
cerrado y al que sólo se accede desde el interior del templo. Se trataría de una planimetría que recuerda a modelos prerrománicos ya conocidos: una iglesia de tres
naves con testero recto y escalonado, a cuyos pies se dispuso un espacio aislado
del templo con un único acceso que ya se veía en Santa María del Rey Casto. Se
diferencia tan sólo por ser un “modelo ampliado”161, ocupando totalmente el ancho
de las posteriores tres naves; algo lógico recordando lo pequeño que había quedado
el panteón ovetense.
Este espacio sería un nuevo espacio de la legitimidad del linaje familiar y la
memoria de la monarquía que Urraca, como domina al frente del infantado, tenía la
misión de preservar. Ella junto a su hermana Elvira potenciará San Isidoro –incluso
constructivamente, como se ve– y, a través de Sancha Raimúndez, criada en Tábara
con la segunda, mantuvieron la memoria histórica de la dinastía162. En la lucha cainita que sus hermanos mantendrían por el dominio del reino ellas mismas buscarían
mantener esa legitimidad y continuidad de la dinastía, pues al morir su hermano García –García I de Galicia– tras su cautiverio en Luna, procurarán su traslado a León
y la celebración de su funeral, así como su inhumación en el panteón que había ya
recibido los restos de sus padres163.
Y, a su muerte, las propias Urraca y Elvira Fernández serían también enterrada
en el panteón dinástico leonés donde habían reunido los cuerpos de sus padres164.
Guardianas de la memoria dinástica familiar, Urraca y su hermana habían emulado
la actuación del primero de los anteriores fundadores de panteones, Alfonso II. Una
actuación que, en base a manipulaciones de los hechos, se achacaría posteriormente
también a Alfonso V –como quedó dicho– y al propio Fernando I al pretender que
trasladó los restos de su padre, Sancho III de Pamplona, al panteón que habría adecuado para acoger su propio cuerpo165. Con ello conseguían relejar una vinculación
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165
Tomo el término de Bango Torviso (“El espacio para enterramientos privilegiados”, pp. 104-105).
Cavero Domínguez, “El discurso de la Crónica silense”, § 65-69.
Aunque una nueva renovatio achacable al programa epigráico de la canónica de San Isidoro en el siglo XIII,
un epitaio del Panteón que incluye también un grabado del monarca encadenado señala que “Hic requiescit
dominus Garcia rex Portugalliae et Galleciae. ilius regis magni Ferdinandi. hic ingenio captus a fratre suo
in vinculis. Obiit era MCXXVIII XIº kalendas april” (Martín López, “Las inscripciones del Panteón de San
Isidoro”, pp. 955-956).
Igualmente, en este caso una ampliatio versiicada: “Hic requiescit domna Urraca regina de Zamora, ilia regis
magni Ferdinandi. haec ampliicavit ecclesiam istam, et multis muneribus ditavit. et quia beatum Isidorum super
omnia diligebat. Eius servitio subiugavit. Obiit era MCXXXVIIII…” (ibid., p. 691). Ésta se intercala en un texto
laudatorio realizado, posiblemente, unos años antes: “Nobilis Urraca iacet hoc tumulo tumulata: Hesperiaeque
decus heu! tenet hic loculus. Haec fuit optandi proles Regis Fredenandi. Ast regina fuit Sancia quae genuit.
Cencies undecies sol volverat, et semel annum, carne quod obtectus sponte”. Lo cual nuevamente coincide
también con los asientos recogidos en uno de los obituarios de San Isidoro (Suárez González, “¿Del pergamino
a la piedra?”, pp. 4001-402).
Una nueva renovatio propagandística e interesada del siglo XII contiene una inscripción que reza: “Hic situs est
Sanctius rex Pireneorum montium et Tolosae vir per omnia catholicus et pro ecclesia, translatus est hic a ilio
suo rege magno Fernnando. Obiit Era MLXIlI” (Martín López, “Las inscripciones del Panteón de San Isidoro”,
pp. 953-954). Este posible traslado está muy discutido, pues tanto en San Isidoro de León como en el monasterio
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con el pasado y una legitimación basada en la continuidad del linaje vinculando
materialmente la dinastía asturleonesa con la pamplonesa, contribuyendo a mitigar
la fractura dinástica que supuso su ascenso al trono.
Sin embargo, este culmen en el desarrollo del panteón como instrumento ideológico al servicio del trono asturleonés será también su inal. De nuevo este mausoleo
sería sustituido, puesto no serían enterrados aquí ni Sancho II ni Alfonso VI. El primero, cuya rebelión y enfrentamiento contra sus hermanos obligó a Urraca y Elvira
a tomar partido por Alfonso, fue sepultado sin descendencia en Oña, panteón condal
de Castilla166.
Pero Alfonso VI promocionaría un nuevo panteón en el monasterio de Sahagún,
centro de la introducción de Cluny en España y de la Reforma y el cambio de rito
que se oponía frontalmente a la continuidad del infantado y sus intromisiones laicas
en la vida religiosa. Ya había decidido con irmeza, hasta el punto de conjurar a sus
hermanas, que debía ser enterrado en el panteón que había construido en Sahagún,
quizá buscando una fórmula para acercar su personalidad hacia Castilla y Europa167.
Pero, paradójicamente, el lenguaje arquitectónico que se empleará en un primer momento en el diseño del nuevo mausoleo saguntino remite a modelos conocidos y que
resultan enormemente recientes en las reformas de San Isidoro por sus hermanas,
retrotrayéndose a los cánones arquitectónicos de la tradición funeraria asturleonesa
desde el rey Casto. La misma fórmula constructiva de un espacio cementerial adosado a poniente, cerrado y accesible únicamente desde el interior –que posteriores
transformaciones convertirán en transitable– que se emplea ahora, buscando una asimilación ideológica pero para defender los ideales de Alfonso, Cluny y la Reforma
y no de Urraca, el infantado y la tradición asturleonesa168.
Suponía un distanciamiento deinitivo respecto a la herencia funeraria asturleonesa, que delata nuevos tiempos en la concepción monárquica que convierten en
obsoleto el modelo de panteón regio y dinástico ovetense trasplantado a León. Fortalecida y irmemente asentada la monarquía hereditaria en la dinastía Jimena, en la
medida en que nadie en el reino ponía en duda que era la línea pamplonesa la única
con derecho a sentarse en el trono castellano-leonés, los reyes dejaron de precisar
reforzar la vertiente dinástica para airmarse en el trono y se implantará más bien
un modelo de panteón personal antes que dinástico169. Sólo se registra una vuelta a
los orígenes, tanto ideológicos como topográicos, y la búsqueda de una nueva legitimación en tiempos de crisis –una minoría de edad y una nueva fractura dinástica;
esta vez, borgoñona– protagonizada nuevamente por una mujer: la reina Urraca I
será esta única excepción cuando decida enterrarse junto a sus antepasados en San
Isidoro y recurrir a la memoria legitimadora de los cuerpos de sus predecesores,
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de San Salvador de Oña se conservan tumbas que se airman de este monarca y fuentes escritas que documentan
ambos. Pero lo que parece indudable es su utilidad para establecer una imagen de Fernando I trasladando a su
padre a un nuevo panteón donde él se enterraría para legitimar su trono leonés. Aunque, como quedó dicho, ni
Fernando I construiría el panteón que lo alojaría a él mismo ni se ocuparía de esta reubicación de su padre, a
quien él mismo se encargó de sepultar en Oña y presidir sus exequias (Martínez Díez, Sancho III el Mayor Rey
de Pamplona, pp. 172-173).
Un epitaio en Oña reza: “aquí yace el rey don Sancho que mataron sobre Zamora” (Elorza, Castillo y Negro,
El Panteón Real de las Huelgas de Burgos, p. 54).
Valdés Fernández, “El Panteón Real de la Colegiata”, p. 78.
Brillantemente explicado por Boto Varela, “Panteones regios leoneses”, pp. 693-700.
Algo que, paradójicamente, será contemporáneo al paso desde un modelo funerario personal hacia una práctica
de legitimidad dinástica en las prácticas funerarias de las principales monarquías europeas (Arias Guillén,
“Enterramientos regios en Castilla y León”).
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hasta el punto de incluso donar Palat de Rey con los cuerpos de los reyes a la basílica
isidoriana, acumulando aún más restos regios junto a ella170.
En todo caso, con Alfonso VI y desde Alfonso VII, la autoridad regia castellanoleonesa precisará desde entonces de nuevos elementos ideológicos, mucho más relacionados con la individualidad de cada monarca y el liderazgo de la misión histórica
de la Reconquista, a la par que se introducirán imágenes procedentes de la Europa
transpirenaica. Bajo estos nuevos presupuestos, el modelo funerario del panteón colectivo real y dinástico no resultaba operativo, y será el momento a partir de cual
proliferarán los mausoleos individuales de los monarcas hispanos dispersos por el
territorio del Reino: desde Sahagún a Granada, pasando por Toledo, Santiago de
Compostela, Las Huelgas, Sevilla, Córdoba, la Cartuja de Miralores o Guadalupe.
6. Conclusiones
Se han expuesto aquí los episodios que jalonan lo que creemos una línea continua en
la historia del pensamiento y legitimación política. Desde la aparición de una ideología que veía en la continuidad de la línea visigoda la legitimación de la dinastía
reinante –y con ello la aparición de la idea de linaje regio– en tiempos de Alfonso II,
esto marcaría la evolución de los espacios de enterramiento reales. Bajo esta óptica
política, el panteón real fue empleado como restaurador de la memoria de un linaje,
como instrumento de legitimación del soberano y proyección de su teoría de poder
en una visión de estabilidad y continuidad biológica a través de la noción de linaje
o dinastía.
En primer lugar, desde ese momento apreciamos en las crónicas coetáneas un
interés por señalar los lugares de los enterramientos reales, como ya vimos. Pese al
largo lapso de tiempo transcurrido entre Alfonso II y Fernando I y su hija Urraca,
no podemos dejar de ver en ambos una misma propaganda política continuista que
dotaría al reino y a su monarca de un aparato legitimador en que los panteones juegan un importante papel, frutos de la aparición y reverdecimiento de la ideología
neogoticista. De hecho, no creemos casual que Fernando I fuera el primero de una
nueva dinastía que había desplazado a la anterior en medio de violentos episodios,
obteniendo el reino merced a una conveniente alianza matrimonial, como lo hiciera
el abuelo del Rey Casto, Alfonso I. Dos siglos después de la obra promovida por Alfonso II, el anónimo autor de la Historia Silense puso en boca de doña Sancha unos
argumentos que bien pudieron fundamentar el criterio que guió al Rey Casto para
acometer la construcción de Santa María.
Incluso llega a resultar materialmente patente esa intencionada búsqueda de la
continuidad en la repetición de un mismo modelo formal. La arquitectura de la iglesia contraabsidiada que podemos observar constante en estas ediicaciones, con las
consecuentes variaciones derivadas del paso del tiempo y la sucesión de tendencias
artísticas, releja la presencia del panteón ovetense en los leoneses. Se concebía así
un concepto de monumentalidad que establecía una relación entre la estirpe o linaje
y el lugar. Un lugar, asimismo, reservado a la legalidad y en la que como hemos visto
no tienen cabida los traidores o revoltosos.
170
Cavero Domínguez, “El discurso de la Crónica silense”, § 67.
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Un linaje que se fundamentaba en sus predecesores, ya que vemos como Alfonso
II y Urraca se preocupan por trasladar a sus padres junto a su futura tumba –algo que
se pretenderá decir también de Alfonso V y Fernando I–, y en sus sucesores, “una
sepultura conveniblemente para él y para los que después viniesen” como señalaba
el tudense en boca de doña Sancha. Por ello permanecen vigentes los viejos mitos
cohesionadores y la construcción de nuevos panteones no implicó la pérdida de valor simbólico de los antiguos. Más bien todo lo contrario, pues sirvieron de modelo
a imitar y se transmitirían como lugares de devoción para los nuevos reyes. Buena
muestra de ello es el plausible traslado por Bermudo II de las reliquias y restos de
reyes a Oviedo frente a la amenaza de Almanzor; o el honroso nuevo acomodo que
Alfonso X buscaría en Covadonga al iniciador de su estirpe, don Pelayo, hacia 1270
y los proyectos artísticos de su hijo Sancho IV en esa misma línea.
Los reyes de Asturias y León no actuaron, pues –al menos desde Alfonso II o
desde la imagen que de él dibujan las Crónicas unas décadas posteriores–, por capricho a la hora de elegir sus lugares de enterramiento y potenciar los mitos que los
legitimaban. Cada nueva generación renovó y enriqueció las aportaciones de los
anteriores. Si bien el Rey Casto sentó las bases, en época de Alfonso III se probó
en Oviedo un elemento que Ramiro II introdujo deinitivamente en San Salvador y
que se repetiría en posteriores panteones hasta convertirse en pieza esencial de la
memoria dinástica de la monarquía: su adscripción a un monasterio femenino que lo
cuidase y su encomendación a la tutela de una infanta, origen del infantado por cuya
pervivencia serán los desvelos de Urraca Fernández.
Fue, por tanto, un proceso de acumulación que no acaba con Fernando I y San
Isidoro, sino que está llamado a transformarse y adaptarse a las nuevas necesidades
para quizá continuar bajo nuevas ópticas en el Sahagún de Alfonso VI e –incluso–
hasta Felipe II y El Escorial.
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