Associació Catalana d'Història del Dret
"Jaume de Montjuïc"
INITIUM
REVISTA CATALANA D'HISTÒRIA DEL DRET
22
2 017
INITIUM 22
Índice
Carta del Director .......................................................................................
V
DE RE BIBLIOGRAPHICA
DE RE IURIDICA GESTA
II: Notas bibliográficas ......................................................................... 599
Aquilino IGLESIA FERREIRÓS, Entre la leyenda y
el mito: los Usatici Barchinone. Quod nihil scitur ........
3
Paolo MARI, Letture Bartoliane e «Bartolismo» ....... 209
Francisco Luis PACHECO CABALLERO, Desheredación, exclusión de la herencia, preterición.
LIEBRECHT, Johannes, Fritz Kern und das gute
alte Recht. Geistesgeschichte als neue Zugang für
die Mediävistik. Nota de Faustino J. Martínez
Martínez ................................................................................................................. 599
Textos catalanes ............................................................................................. 237
III: Bibliografía .............................................................................................. 605
Enrique Á LVAREZ CORA, Transfiguraciones de
IV: Índice de autores ................................................................................ 671
la herejía. (Siglos XVI-XVIII) ...................................................... 255
Normas y siglas para envíos de originales ...................... 681
Últimos libros registrados ................................................................. 691
DE BATAYLA FACIENDA
Bruno PADÍN PORTELA, De traidor al Rey a héroe
nacional: La figura de El Cid en la historiografía
española ................................................................................................................... 309
DE OPINIONIBUS
ET NOSCENDIS
Aquilino IGLESIA FERREIRÓS , Frangullas ou
Migallas (21) ..................................................................................................... 353
DOCUMENTA
Aquilino I GL ESI A F ER R EIRÓS , Una aproximación a la historia de la tradición textual del derecho catalán a través del MS. P 6
(=BNP. Ms. lat. 4673). Introducción .................................... 427
Boletín de suscripción ............................................................................ 693
Publicidad ............................................................................................................ 695
Índice ......................................................................................................................... 723
INITIUM
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de Josep Maria Gay, con el siguiente consejo científico:
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Associació Catalana d’Història del Dret “Jaume de Montjuïc”
INITIUM
Revista Catalana d’HistòRia del dRet
22
2017
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1ª edición
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DE BATAYLA FACIENDA
DE TRAIDOR AL REY A HÉROE NACIONAL:
LA FIGURA DE EL CID
EN LA HISTORIOGRAFÍA ESPAÑOLA
Bruno PADÍN PORTELA
Introducción1
En el siglo XIV Dante Alighieri escribió una de las obras fundamentales de la literatura italiana y universal; un poema estructurado en tres
partes: Infierno, Purgatorio y Paraíso.2 Dante dividió el Infierno en nueve
círculos que alojaban en su interior diferentes tipos de pecadores. El noveno
círculo, esto es, la parte más profunda, cubierta por un lago helado llamado
Cocito, albergaba a los traidores. Dentro de ese círculo también había grados
que distinguían la gravedad de la traición, dependiendo de si esta era contra su patria, sus benefactores o sus parientes, aunque en este caso no habría
traición, sino parricidio. En el centro de ese Infierno de Dante se encontraba
el peor traidor, el que había actuado contra Cristo: Lucifer. Su aterradora
descripción, en la que destacaba el hecho de tener tres cabezas devorando tres
cuerpos, encerraba la clara voluntad de señalar algunos de los traidores más
notorios de la historia, adscritos tanto al ámbito religioso como al político.
Así, el cuerpo del centro pertenecería a Judas Iscariote, sufriendo la peor tortura al comerle Lucifer la cabeza. Los otros dos serían Bruto y Casio, reconocidos por haber tomado parte en la célebre conspiración que condujo al
asesinato de Julio César en los idus de marzo del año 44 a.C.
Podría parecer extraño, por tanto, encontrarnos a un personaje como
Rodrigo Díaz de Vivar en el Infierno del poeta florentino, el lugar donde
moraban los peores pecadores al frente de los cuales se alzaba el propio diablo. Y es que no pasó el Cid a la historia precisamente por haber sido un traidor a su rey Alfonso VI o por haber tenido un comportamiento desleal con el
1
Deseo expresar mi agradecimiento a Pedro Ortego Gil, catedrático de Historia del Derecho
de la Universidad de Santiago de Compostela, por sus utilísimas indicaciones y sugerencias
bibliográficas.
2
Dante A LIGHIERI, Divina comedia (Madrid 1995).
INITIUM 22 (2017) 309-350
310
BRUNO PADÍN PORTELA
reino de su señor, sino que más bien debe su prestigio al hecho de ser considerado como un verdadero paradigma de caballero castellano portador de las
más altas cualidades que todo español debía conocer y poseer, tales como el
valor, la fortaleza, la justicia o la religiosidad en un contexto de lucha contra
el Islam asociado a la llamada Reconquista.
Cuando se trata de estudiar la figura del Campeador nos encontramos
a menudo con dos niveles distintos que se confunden entre si fácilmente.
Uno sería el de la realidad, es decir, los hechos que sabemos que sucedieron o
sobre los que, al menos, no existen demasiadas dudas, y, en segundo lugar, el
de la leyenda, que tiene que ver con ese relato creado y adornado por el paso
de los siglos en los que el Poema de Mio Cid ocupa un lugar preeminente. En
este sentido Modesto Lafuente ya apuntaba que «desde el siglo XII hasta el
XIV, se mezclaron á las verdaderas hazañas de Rodrigo el Campeador multitud de aventuras fabulosas que inventaron y añadieron los romanceros, es
cosa de que no duda ya ningun critico».3
Es indudable que el Cid acabó perteneciendo a ese elenco de héroes en
los que realidad y leyenda, como acabamos de decir, se funden para favorecer el nacimiento de auténticos arquetipos de conducta que sirvan de modelo
para la sociedad; terreno al que pertenecen otros reconocidos nombres como
Sertorio, Viriato o Fernán González. Ejemplos que las sucesivas generaciones de españoles tendrán la obligación de estudiar en los colegios, algo que
se percibe especialmente bien en el siglo XIX, dentro del proceso de construcción del Estado-nación, cuando los ciudadanos necesitan referentes históricos que amolden sus aspiraciones vitales.
Desde luego cuesta imaginar al Cid en el noveno círculo de la comedia dantesca. La imagen que la historiografía, la literatura o incluso el cine
han ido cincelando dista mucho de presentar un Cid negativo. Lo que se pretende en estas páginas es analizar el papel que jugó Rodrigo Díaz en la construcción de la identidad nacional española a través de algunas de las historias
generales más importantes que se escribieron desde el siglo XIII, así como
poder determinar hasta qué punto coincide lo que nos cuentan estos relatos
con lo que podemos conocer de la realidad histórica o, en último término,
comprobar si se le puede aplicar al infanzón burgalés el apelativo de traidor
en base a los dos destierros sufridos a manos de su señor, el rey Alfonso VI.
3
Modesto LAFUENTE, Historia general de España (Madrid 1861) vol. 2 488 [=LAFUENTE].
DE TRAIDOR AL REY A HÉROE NACIONAL
311
La jura de Santa Gadea y el comienzo de la rivalidad entre Alfonso VI
y el Cid
Es bien sabido que la vida de Rodrigo Díaz de Vivar se encuentra relacionada desde un determinado momento a la de dos monarcas cristianos:
Sancho II de Castilla y, tras su muerte, Alfonso VI. Fernando I había repartido el reino entre sus hijos, correspondiéndole a Sancho Castilla, a Alfonso
el reino de León y a García el de Galicia. Sancho pronto reunificó el reino
dividido por su padre venciendo a sus hermanos, de los que al menos García,
a juicio de Ramón Menéndez Pidal, no debió presentar demasiada oposición: «El rey García de Galicia era de menor capacidad que sus hermanos».4
Pero lo interesante ahora será estudiar la relación que mantuvo el Cid con el
segundo de sus señores. Para ello habrá que conocer el comportamiento del
Campeador con Alfonso una vez que Sancho fue muerto por traición, según
la versión más extendida entre la historiografía española.
Un buen punto de partida para estudiar el origen de dicha relación
entre señor y vasallo se podría situar en una iglesia burgalesa, en el episodio
denominado Jura de Santa Gadea, antes de que Alfonso se ciñese la corona
de monarca. Sancho había sido traicionado a manos de Vellido Dolfos, tal y
como cuentan todas las fuentes a excepción de la Gesta Roderici Campidocti,
más conocida como Historia Roderici, que ni siquiera narra la muerte del hijo
de Fernando I. La última noticia que nos ofrece el biógrafo cidiano sitúa a
Sancho en el cerco de Zamora, limitándose a decir: «Después de la muerte
de su señor el rey Sancho, que le crió y le demostró muy gran amistad, el
rey Alfonso le recibió como vasallo con honores y le tuvo en la corte en gran
estima y consideración».5
Las crónicas que nos remiten este episodio son ciertamente tardías. La
Historia Roderici, como acabamos de ver, no nos dice nada acerca de ningún
juramento, silencio que también comparte el Carmen Campidoctoris, poema
latino sobre el Campeador que tiene como principal objetivo ensalzar sus
gestas y cuyo fin es, en consecuencia, más laudatorio que historiográfico.6
Otro trabajo escrito, la Crónica Najerense, redactado hacia el último tercio del
4
Ramón MENÉNDEZ PIDAL, La España del Cid (Madrid 1929) vol. 1 184 [=MENÉNDEZ]. Lo
cierto es que sobre García de Galicia pesó siempre ese perfil de persona incapaz y siniestra, visión
desmontada mediante un gran análisis diplomático y archivístico de Ermelindo PORTELA SILVA,
García II de Galicia, el rey y el reino (1065-1090) (Burgos 2001).
5
Emma FALQUE REY, «Traducción de la Historia Roderici», en Boletín de la Institución Fernán
González 201 (1983) 334 [=FALQUE].
6
Alberto MONTANER y Ángel ESCOBAR (eds.), Carmen Campidoctoris o Poema latino del
Campeador (Madrid 2001) 13.
312
BRUNO PADÍN PORTELA
XII,7 comienza a incorporar algunos elementos que no existían con anterioridad. Menciona, por ejemplo, a un «hijo de la perdición, Bellido Adolfo»,
que, tras conducir al rey fuera del campamento, «él, que estaba montado
sobre otro caballo lanzándole un venablo lo mató».8
Fue a partir del siglo XIII, de la pluma de Lucas de Tuy y del arzobispo Rodrigo Jiménez de Rada, cuando conocemos la existencia de un juramento en la iglesia de Santa Gadea. En ella se le exige a Alfonso jurar que
no había tenido nada que ver en el asesinato de Sancho. Así, el Tudense
menciona en su Chronicon mundi que encontrándose en el cerco de Zamora
el rey Sancho, «salio de essa çibdad vn cauallero de gran osadia, que auia
nombre Vellido Arnolfo, que ferió, sin sospecha, de traues a esse rey Sancho
con vna lança (…) el qual rey, llagado con lança por el pecho, derramó juntamente la vida con la sangre».9 Tras la muerte de Sancho «los nobles castellanos y pamploneses» habrían de elegir a Alfonso a cambio de una sola
condición: «que primero jurasse que nunca auia seydo en consejo de la muerte
del rey Sancho su hermano», pero, al no haber ninguno capaz de afrontar
esa responsabilidad, «el sobredicho Ruy Diaz, noble cauallero» se encargó de
tomar juramento al nuevo monarca, razón por la cual «el rey Alfonso siempre lo ouo en aborrescimiento».10
Jiménez de Rada, por su parte, copia a Lucas en la narración del juramento que incorpora en el De rebus Hispaniae. Lo único que varía en su relato
es que en lugar de «caballeros castellanos y pamploneses» había «los castellanos y los navarros».11 A partir de este momento, las palabras de estos dos
religiosos van a influir de manera directa en el transcurso del relato histórico español, puesto que esta interpretación, basada en la supuesta jura de
Santa Gadea como germen de las desavenencias surgidas entre el infanzón
y el monarca será asumida, con algunas excepciones, por la gran mayoría de
7
Francisco Javier Peña Pérez mostró que la llegada a la Península y la agresividad de los almohades contra los cristianos del norte desde mediados del siglo XII reavivó la imagen del Cid tras
haber pasado una época de cierto olvido, «Gesta Roderici: El Cid en la historiografía latina medieval
del siglo XII», en e-Spania. Revue interdisciplinaire d’études hispaniques médiévales et modernes 10 (2010);
«La construcción de un mito: el de El Cid», en Torre de los Lujanes 62 (2008) 129-130.
8
Juan Antonio ESTÉVEZ SOLA (ed.), Crónica Najerense (Madrid 2003) III, 16.
9
Lucas de TUY, Crónica de España, Julio PUYOL (ed.) (Madrid 1926) IV, LXV, 20-25. El
Tudense fue siempre muy hábil en crear ciertas leyendas que adquirieron relevancia en el discurso
histórico español. Sirva como muestra la ficción que culpaba a los judíos de la ‘pérdida de España’ y
que Fernando BRAVO LÓPEZ demostró que no era más que una invención del eclesiástico admitida de
modo acrítico por los autores posteriores, «La ‘traición de los judíos’. La pervivencia de un mito antijudío medieval en la historiografía española», en Miscelánea de Estudios Árabes y Hebraicos 63 (2014)
27-56.
10
TUY, Crónica, IV, LXVIII, 25-30.
11
Rodrigo JIMÉNEZ DE R ADA, Historia de los hechos de España, Juan FERNÁNDEZ VALVERDE (ed.)
(Madrid 1989) VI, XX, 5-6.
DE TRAIDOR AL REY A HÉROE NACIONAL
313
la historiografía española desde el siglo XIII hasta, como mínimo, comienzos del XX.
Este breve repaso por algunas de las fuentes que aluden al Cid resulta
útil porque nos sirve para establecer una clara diferencia entre el retrato que
se hace de la relación entre el Campeador y Alfonso antes y después de que
escriban sus obras el Tudense y el Toledano. Como hemos visto, las más
cercanas a la vida de Rodrigo Díaz, como la Historia Roderici o el Carmen
Campidoctoris, ignoran cualquier tipo de promesa del monarca. Lo que está
en discusión aquí no es tanto su historicidad, de la que trataremos más
adelante, sino su significación e influencia. No debemos olvidar que tanto
L. de Tuy como Jiménez de Rada actúan como continuas citas de autoridad
de las que se servirán los encargados de escribir la historia de España durante
más de siete siglos.
Un claro ejemplo de la continuidad de esta tradición la encontramos
en varios textos históricos que se inspiran en gran medida en el Chronicon
mundi y en el De rebus Hispaniae. Uno de ellos, la Estoria de España elaborada bajo la tutela de Alfonso X, representa bien esa influencia. Además de
incluir la traición al rey Sancho, da crédito a esa reunión en la que participaron castellanos y navarros con el fin de aceptar a Alfonso como nuevo
monarca. Según nos dice el relato alfonsí, la única condición consistía en que
«yurasse que non muriera el rey don Sancho por su conseio», a lo que prosigue: «pero al cabo non le quiso ninguno tomar la yura, maguer que la el rey
quisiesse dar, sinon Roy Diaz el Çid solo, quel non quiso recebir por señor
nin besarle la mano fasta quel yurasse que non auir el ninguna culpa en la
muerte del rey don Sancho».12
El relato del juramento en Santa Gadea incorporó paulatinamente
nuevos elementos que enriquecieron su simbolismo. La Estoria de España
añade que Alfonso tuvo que responder «amen» hasta tres veces a la pregunta
de si había tenido o no algo que ver en la muerte de su hermano. Para añadir más solemnidad a lo ocurrido en aquella iglesia burgalesa tuvo que jurar
el rey como sigue: «tomo Roy Diaz Çid el libro de los euangelios, et pusol
sobre ell altar de Santa Gadea; et el rey don Alffonso puso en el las manos».13
No se encuentra entre nuestros propósitos realizar un análisis exhaustivo de
la significación que el número tres tuvo en la Edad Media (no olvidemos
que el diablo descrito por Dante contaba con tres cabezas que devoraban a
tres traidores), aunque podría ser pertinente realizar algunas consideraciones
acerca de esta cuestión.
12
Alfonso X, Primera Crónica General de España, Ramón MENÉNDEZ PIDAL (ed.) (Madrid 1977)
vol. 2 519 [=A LFONSO X].
13
A LFONSO X 519.
314
BRUNO PADÍN PORTELA
Ya en la Antigüedad mostraba Platón cierta predilección por dicho
número. Diferenciaba el fundador de la Academia tres partes en la psyche
humana: el elemento racional, más elevado porque la razón debía controlar los demás elementos; el elemento espiritual, concebido como una especie
de impulso o poder de la voluntad y, en último lugar, el elemento apetitivo,
que había que tener siempre bajo control. Distinguía, también, tres tipos de
funciones en su estado ideal: los artesanos, que desarrollarían las actividades
productivas; los guardianes o guerreros, encargados de la defensa, y los gobernantes, cuya responsabilidad sería la política y el adecuado gobierno. Esta
especial querencia por las tríadas la pondrían de manifiesto después otros
autores. Es bien conocida la imagen trifuncional que mostró Georges Duby14
de la sociedad medieval o la división trifuncional de la ideología indoeuropea que propuso hace algún tiempo Georges Dumézil.15
La relevante posición del número tres dentro de una sociedad tan
influenciada por el cristianismo como la medieval hispana se podría explicar, en parte, gracias a la impronta de la filosofía platónica que conocieron padres de la Iglesia como San Agustín. Pero no podemos obviar el gran
poder simbólico que en algunos de sus pasajes escondían las sagradas escrituras. En el libro del profeta Isaías se recoge la escena de unos serafines
diciendo «Santo, Santo, Santo es el Señor de los ejércitos, llena está toda la
tierra de su gloria» (Is 6: 2-3). En otro fragmento leemos que Pedro, hambriento, viendo descender un gran lienzo atado por los cuatro extremos del
cielo que contenía cuadrúpedos terrestres y todo tipo de reptiles y aves del
cielo, oye al Señor ordenarle que los matase y los comiese: «Esto se hizo
tres veces, y aquel lienzo volvió a ser recogido en el cielo» (Hch 10: 9-16).
También en el Apocalipsis encontramos una alusión en este sentido:
Y el cuarto ángel tocó la trompeta, y fue herida la tercera parte del
sol, y la tercera parte de la luna, y la tercera parte de las estrellas, de tal
manera que se oscureció la tercera parte de ellos, y no había luz en la tercera parte del día ni en la tercera parte de la noche. Y miré, y oí un ángel
volar por en medio del cielo, diciendo a gran voz: «¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay de los
que moran en la tierra, por razón de los otros toque de trompeta que los tres
ángeles todavía han de tocar» (Ap 8: 12-13).
En efecto, es habitual encontrar en los Evangelios este tipo de referencias, y aquí entraría en juego la influencia que quizás sea más importante: la
Santísima Trinidad. Esto tendría que ver con los llamados trisagios, es decir,
Georges DUBY, Los tres órdenes o lo imaginario del feudalismo (Barcelona 1980).
Georges DUMÉZIL, Mito y Epopeya I. La ideología de las tres funciones en los pueblos indoeuropeos
(México 1996).
14
15
DE TRAIDOR AL REY A HÉROE NACIONAL
315
himnos cantados a la Santísima Trinidad en los que se repite tres veces la
palabra santo. Por ello se podría entender la repetición de este número en el
juramento de Santa Gadea como una clara alusión al dogma fundamental
del cristianismo, o incluso sugerir que el Cid no humilló a Alfonso en ningún momento al estar haciendo en nombre de Dios lo necesario para limpiar
cualquier sombra de duda. El nuevo monarca estaría jurando, en consecuencia, por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo que no cometió ningún tipo de
traición hacia su hermano, quedando el episodio revestido con una especial
sacralidad.
Por otro lado, no es en modo alguno casual que el texto alfonsí integre que Alfonso VI debió jurar en un altar con el libro de los Evangelios en
la mano. José Carlos Bermejo ha señalado recientemente, en relación con
la monarquía escocesa altomedieval, que se desconoce la fórmula del juramento de fidelidad personal entre el rey y el vasallo. Pero si comparamos el
territorio hispano con lo que sucede dentro del panorama monárquico europeo medieval, encontraríamos que existen esencialmente dos formas distintas de jurar: poniendo la mano o bien sobre una reliquia o bien sobre los
Evangelios,16 aunque esta segunda práctica no se habría difundido hasta el
XIII, momento en el que es recogido en la Estoria del rey Sabio. Conviene
recordar, además, que la vida del Cid se desarrolla dos siglos antes, cuando
el acto de jurar sobre los Evangelios no estaba tan generalizado. Tendríamos
que en esta escena los roles se intercambian. Ya no es el vasallo el que debe
la fidelidad, sino que es el nuevo monarca el que tiene que prometer que no
ha conspirado contra su hermano, y lo hace, para dar mayor simbolismo al
acto, con Dios como testigo de que lo que dice es cierto.
La base de la narración que habría de dominar la historiografía española ya estaba creada. La Historia general que escribió el padre Mariana a
finales del siglo XVI se refiere a este suceso casi en los mismos términos.
Afirma el jesuita que los caballeros de Castilla, reunidos en Burgos, deciden «recebir a don Alonso por rey de Castilla, a tal que jurasse por espressas palabras, no tuuo parte ni arte en la muerte de su hermano», ante lo
que «el Cid, como era de grande animo, se atreuio a tomar aquel cargo, y
ponerle al riesgo de qualquier desabrimiento». Mariana agrega que la reacción de Alfonso consistió en disimular la afrenta recibida, pero que en realidad «quedò en su pecho offendido grauemente contra el Cid».17 Si decíamos
que el episodio de la jura de Santa Gadea quedaba grabado en la historia
española gracias al Tudense y al Toledano, no es menos cierto que su vigen16
José Carlos BERMEJO BARRERA, «Crónicas, reliquias, piedras legendarias y coronaciones en la
Edad Media», en Cuadernos de Historia del Derecho, 23 (2016) 39.
17
Juan de MARIANA, Historia general de España (Madrid 1608) vol. 1 434 [=MARIANA].
316
BRUNO PADÍN PORTELA
cia quedaba todavía más refrendada al adoptarla Mariana, pues se trata de la
historia general más significativa hasta que a mediados del siglo XIX aparece publicada la de Modesto Lafuente.
Otro clérigo, Juan de Ferreras, editó en el primer tercio del siglo XVIII
una Historia de España en dieciséis volúmenes. Entre los propósitos de
Ferreras se encontraba corregir errores y falsedades, para lo que contaba con
fuentes impresas procedentes de otros países, crónicas francesas e incluso
textos árabes.18 Pero ello no le impidió aceptar como verdadera la jura en
Santa Gadea. Ferreras incide en que el responsable de la muerte de Sancho
se llamaba «Bellido»; sin embargo, añade que se había «esparcido vn falso
rumor, de que Bellido havia muerto à Don Sancho de orden de Don Alonso».
De todos modos, se vuelve a repetir que la proclamación de Alfonso se produjo en «la Parroquial de Sancta Gadea» donde «el Cid tomò el juramento
à el Rey».19 En efecto, Ferreras presenta una narración que continúa la línea
marcada cinco siglos antes, algo que, por otro lado, es lógico, ya que el sacerdote leonés cita entre sus fuentes a «Don Rodrigo, Don Lucas y los demàs»,20
entre los que podría estar la Estoria de España o la Historia general del jesuita
Mariana, ya que es habitual que en esta sucesión de textos sobre la historia de España se vayan copiando casi idénticamente lo que escriben las voces
más autorizadas.
Modesto Lafuente, por su parte, muestra una actitud ambivalente
en cuanto al juramento. Admite que el atrevimiento del Cid al tomar la
jura había sido «un testimonio de la grandeza de su alma», pero, al mismo
tiempo, advierte que la actitud del Campeador podría haber provocado la
respuesta de Alfonso en relación con lo que el palentino define como «alevosía de Carrión».21 Lafuente hacía alusión con estas palabras a la supuesta
participación del Cid en aquella batalla de Golpejera del año 1072 en la que
Sancho derrotó a su hermano, coronándose así rey de León. Esto le valió al
destronado un breve período encarcelado y, después, el destierro en la corte
de al-Mamun de Toledo. La Historia Roderici no incluye a Rodrigo Díaz en
ningún acto de este tipo, refiriendo: «En las batallas que el rey Sancho libró
con el rey Alfonso en Llantada y Golpejera, donde le venció, Rodrigo Díaz
llevó el pendón real del rey Sancho y se destacó y sobresalió entre todos los
soldados de su ejército».22
18
Enrique GARCÍA HERNÁN, «Construcción de las historias de España en los siglos XVII y
XVIII», en Ricardo GARCÍA CÁRCEL (coord.), La construcción de las Historias de España (Madrid 2004)
165.
19
Juan de FERRERAS, Historia de España (Madrid 1720) vol. 5 121 [=FERRERAS].
20
FERRERAS 121.
21
LAFUENTE 439-440.
22
FALQUE 343.
DE TRAIDOR AL REY A HÉROE NACIONAL
317
Para Lafuente el comportamiento del Cid representaba también la arrogancia de la nobleza castellana por permitirse tomar juramento al monarca,
con la humillación que a su juicio este acto conllevaba. Lafuente sabía que
algunos historiadores contaban que se repitió tres veces la fórmula del juramento, aunque al hablar las crónicas más antiguas de una sola, prefiere esta
última opción. Aun así, no oculta que, a pesar de dicha arrogancia, la verdad
era que «por mucho que Alfonso lo disimulara, quedóle en su ánimo cierto
desabrimiento y enojo hacia el Cid».23
Naturalmente la Historia del erudito palentino tuvo una vigencia
absoluta durante el XIX, convirtiéndose tanto en la obra de síntesis más
leída como en la base de la mayoría de narraciones que a partir de ella se
escribirían. Apareció en la última década de siglo, sin embargo, un nuevo
texto patrocinado esta vez por la Real Academia de la Historia y bajo la
dirección de Antonio Cánovas del Castillo, con una vocación, en palabras de
Ignacio Peiró, de afrontar el estudio de la historia de España de forma acorde
con el patriotismo y el nuevo concepto de nación surgido en el contexto de
la Restauración.24 Manuel Colmeiro, autor del capítulo correspondiente al
Cid, asume la muerte de Sancho a manos del traidor Vellido Dolfos así como
el evento del templo burgalés, donde «los castellanos pusieron por condición del pleito y homenaje que jurase no haber tenido parte en la muerte de
D. Sancho», para continuar afirmando que «sólo el Cid entre los caballeros
de la corte se atrevió á pedirle el juramento, temerosos los demás de incurrir
en el enojo del Rey», por lo que acabó el rey «tan lastimado y ofendido del
Cid, que jamás desde aquel día le restituyó de veras en su gracia».25
En realidad la narración no sufrió variaciones relevantes en este cambio
de siglo.26 En su Historia de España y de civilización española, Rafael Altamira
admite «la traición de Bellido Dolfos» pero siempre pretendió ceñirse a la
historia verdadera del Cid, desechando multitud de pormenores extraordinarios como lo sucedido en Santa Gadea, el casamiento de las hijas de Rodrigo
con los infantes de Carrión o la batalla ganada por el Cid después de muerto,
que a juicio de Altamira pertenecía al mundo de «los poetas castellanos de
LAFUENTE 401-402.
Ignacio PEIRÓ, Los guardianes de la historia: la historiografía académica de la Restauración
(Zaragoza 1995) 155.
25
Manuel COLMEIRO, «Reyes cristianos desde Alonso VI hasta Alfonso XI en Castilla, Aragón,
Navarra y Portugal», en A. Cánovas del Castillo, Historia general de España, (Madrid 1891) vol. 4 8
[=COLMEIRO].
26
Miguel Morayta, por ejemplo, copia las palabras de Lafuente en las que definía el juramento como una muestra más de la altivez castellana y da crédito a que la promesa se produjo tres
veces ‘en un tablado para que todo el mundo lo viera’ y ‘con un misal colocado al efecto en un altar’,
Historia general de España desde los tiempos antehistóricos hasta nuestros días, (Madrid 1891) vol. 2 135
[=MORAYTA].
23
24
318
BRUNO PADÍN PORTELA
la Edad Media, los romances populares, los autores árabes y la fantasía del
vulgo».27 Por ello señala escuetamente que Alfonso «fué reconocido rey por
los leoneses y por los castellanos» aunque antes tuviese que guerrear con
García, que «vino a recuperar el trono con tropas del rey sevillano».28
Analicemos ahora al punto de partida de todos los estudios que desde
1929 se han venido publicando en torno a la figura del Rodrigo Díaz.
Menéndez Pidal reconocía en las primeras páginas de su monumental España
del Cid que una de las razones que lo habían llevado a escribir dicho libro era
contestar a las acusaciones que Reinhart Dozy, un arabista holandés, había
vertido sobre el paradigma del buen caballero castellano. Pidal explicó en
otro lugar que la obra magna sobre el Campeador era una «reacción contra
una corriente de cidofobia que había tenido graves negligencias en el acopio de las fuentes y había cometido multitud de errores en interpretarlas y
acoplarlas».29 Tal afrenta precisaba de una respuesta nacional que preservase
la dignidad de uno de los mayores héroes españoles, y a esa tarea se entregó.
Según él, las palabras de Dozy significaban una nueva muestra de «cidofobia», porque sus conclusiones no estaban avaladas más que por sus prejuicios, arbitrariedades y desfiguraciones.
Entre las fuentes de las que bebe Menéndez Pidal se encuentran el
Tudense y el Toledano, a los que copia al tratar este episodio. Evidencia
Pidal, en este sentido, sus dudas acerca de la verosimilitud que le merece
el juramento al ser noticia tardía y, a su juicio, de fuente juglaresca. Sin
embargo, esto no es un problema porque «la creo de origen antiguo y, por
lo tanto, fidedigna, ya que los primitivos juglares castellanos eran más cronistas y menos poetas que sus colegas los franceses».30 Que el juramento
fuese sobre los Evangelios tampoco lo pone en cuestión el eminente filólogo
español, puesto que «para ser válida la jura, el que la jure debía tocar algún
objeto sagrado», así como el enojo posterior del rey, que Menéndez Pidal no
entiende porque el Cid «cumplía con él una función que, aunque de desconfianza, era al cabo una función jurídica ritual, muy propia de quien había
27
Rafael A LTAMIRA, Historia de España y de la civilización española (Barcelona 1909) vol. 1 370
[=A LTAMIRA].
28
A LTAMIRA 364.
29
Ramón MENÉNDEZ PIDAL, Castilla: la tradición, el idioma (Madrid 1945) 101.
30
MENÉNDEZ 217. En otro lugar Menéndez Pidal reconocía que la ‘épica medieval había ideado
ya varias escenas tocantes al derecho, muy famosas y repetidas después hasta en la Edad Moderna,
tales como el Reto de Zamora, la Jura en Santa Gadea, las Cortes de Toledo; escenas de singularidad
muy española (…) Alguno de estos temas literarios procede sin duda de la realidad histórica; tal, por
ejemplo, la Jura en Santa Gadea’, Los españoles en la historia (Madrid 1991) 118-119. Menéndez Pidal
seguía las apreciaciones de su maestro, Marcelino Menéndez Pelayo, quien también respaldó la historicidad del Poema en su obra Antología de poetas líricos castellanos (Madrid 1944) vol. 1 124.
DE TRAIDOR AL REY A HÉROE NACIONAL
319
sido alférez del rey difunto».31 Al leer el relato de Lucas de Tuy y Jiménez de
Rada y compararlo con lo que dice Menéndez Pidal la coincidencia es evidente. Parece que el tiempo no se ha parado y los siete siglos que separan la
escritura de los tres textos no eran un impedimento para mantener intacta la
estructura básica de la narración. Lejos de lo que pueda parecer, este no es un
hecho aislado dentro de la historiografía española. Son muchos los ejemplos
que se presentan en los que la vigencia de un modelo interpretativo dado se
mantiene inalterable desde sus más prístinos orígenes hasta el momento de
redacción de las historias generales.32
Ahora bien, ¿qué hay de cierto en todo este episodio? Una de las
mayores dificultades a las que suele enfrentarse el historiador es la escasez
de fuentes, problema que se agrava todavía más dependiendo de la época a
estudiar. La historia sería una actualización de la ausencia, es decir, consistiría básicamente en un proceso de evocación.33 Por ello es pertinente indicar
en trabajos de esta naturaleza, donde los testimonios de que disponemos son
pocos, tardíos y responden a intereses muy variados, que, además de fragmentario, el conocimiento histórico implica el empleo de la imaginación.
Como ha indicado Bermejo, la historia no es una rememoración, ya que la
sociedad no tiene memoria, sino una invención.34 Al historiador, incapaz de
prolongarse en el tiempo, solo le quedaría imaginar ya que no puede recordar. Tendríamos, de acuerdo con las indicaciones de Bermejo, dos tipos de
imaginación histórica. En primer lugar la imaginación constituyente, que
tendría que ver con la capacidad de evocar y formarnos una idea del pasado
y, por otro lado, la imaginación reguladora, encargada de establecer los límites de la primera.35
Hoy en día, en trabajos más alejados de los viejos apasionamientos
que siempre despertó la figura del Campeador, se acepta que estamos ante
un episodio transmitido textualmente que no cuenta con ningún tipo de
respaldo histórico; más bien se sostiene que pertenece al ámbito meramente
fabuloso. Richard Fletcher la define como un relato fantástico, extrañándose
MENÉNDEZ 198-199.
El esencialismo y el invasionismo dominó durante cinco siglos el panorama historiográfico español como ha puesto de manifiesto en diferentes trabajos Fernando WULFF: «La historia
de España de D. Modesto Lafuente», en Pedro SÁEZ y Salvador ORDÓÑEZ (eds.), Homenaje al profesor Presedo (Sevilla 1995) 865; «Andalucía antigua en la historiografía española (XVI-XIX)»,
Ariadna 10 (1992) 27; «La historiografía ilustrada en España e historia antigua. De los orígenes al
ocaso», en Fernando GASCÓ LA CALLE y José Luis BELTRÁN (coords.), La Antigüedad como argumento II.
Historiografía de arqueología e historia antigua en Andalucía (Sevilla 1995) 138.
33
José Carlos BERMEJO BARRERA, Sobre la historia considerada como poesía (Madrid 2005) 9.
34
José Carlos BERMEJO BARRERA, Introducción a la historia teórica (Madrid 2009) 117.
35
Acerca de la imaginación histórica es esencial el ensayo de José Carlos BERMEJO BARRERA,
Fundamentación lógica de la historia (Madrid 1991) 81-96.
31
32
320
BRUNO PADÍN PORTELA
al mismo tiempo de que algunos historiadores modernos, como Menéndez
Pidal, hubiesen abogado por su veracidad.36 Gonzalo Martínez Díez se
inclina por considerarla una «bellísima y poética escenificación carente de
cualquier base histórica o documental».37 Francisco Javier Peña apunta a que
sería un episodio «puramente imaginario, fruto del interés de los cronistas
del siglo XIII por agrandar la figura del Campeador y dotarle de una estatua
moral superior a la de los reyes a los que sirvió».38 José María Mínguez apeló
a la poderosa creatividad de la imaginación popular y de los juglares castellanos, responsables de «crear una de las escenas dramáticas más impactantes de la literatura medieval recurriendo a un enfrentamiento desigual entre
un rey bajo sospecha y uno de sus nobles requiriendo implacablemente la
acción de la justicia».39
Si comparamos este episodio con el ritual legionense de coronación
del siglo X veremos que, a pesar de que no se trata de Castilla, en ningún momento hay intervención de los nobles, solo de los clérigos. Se distingue, de acuerdo con la transcripción hecha por Alfonso García-Gallo,
cuatro momentos dentro de este ritual. Podemos observar en el primero de
ellos cómo dos obispos conducen al rey hacia la iglesia, mientras los demás
clérigos van delante con el «Santo Evangelio y con dos cruces con incienso
aromático»,40 mientras invocan la bendición de Dios. Después, con el rey
dentro del templo y despojado de sus vestiduras solemnes y sus armas, el
obispo pregunta al nuevo monarca si gobernará manteniendo la Santa Fe y
la guardará con obras justas. En tercer lugar el monarca ya es ungido, y, por
último, los obispos entregan la espada, los brazaletes, el manto, el cetro, el
báculo y termina sentándose en el trono. Vemos que lo importante no es el
juramento, es la unción, porque es el momento en que el rey recibe la gracia de Dios, aunque parece que en el caso de Alfonso VI el juramento precede a la unción. La idea sería que, si el rey miente, estaría jurando en falso,
con lo que cometería un pecado contra Dios. En consecuencia, si miente y
jura en falso podría ser excomulgado. Si es excomulgado quedaría fuera de la
Iglesia, no sería cristiano y por tanto no podría ser rey de un reino cristiano.
Pero, ¿qué interés tiene toda la historiografía española en presentar la
jura de Santa Gadea como un episodio histórico? Como hemos visto se conjugan una serie de elementos cuyo trasfondo religioso nos interesa subrayar.
Richard FLETCHER, El Cid (Madrid 1999) 123-124.
Gonzalo MARTÍNEZ DÍEZ, El Cid histórico (Madrid 1999) 71.
38
Francisco Javier PEÑA PÉREZ, Mio Cid el del Cantar. Un héroe medieval a escala humana
(Madrid 2009) 57.
39
José María MÍNGUEZ, «Héroes y mitos en la sociedad feudal: el mito de El Cid», en Ernesto
GARCÍA FERNÁNDEZ (ed.), El poder en Europa y América: mitos, tópicos y realidades (Bilbao 2001) 47.
40
Alfonso GARCÍA-GALLO, Manual de Historia del Derecho Español (Madrid 1979) vol. 2 821-822.
36
37
DE TRAIDOR AL REY A HÉROE NACIONAL
321
Parece claro que el objetivo que se persigue es doble. Por un lado, se pretende justificar, en base a la humillación de la que habría sido víctima, la
actuación posterior del monarca respecto de su vasallo en los dos destierros.
Por otro lado, y quizás sea lo más importante, se busca liberar al Campeador
de cualquier tipo de culpa, dejando el terreno preparado para que los historiadores no tengan más que apelar al resentimiento de Alfonso VI y a la
envidia provocada por las extraordinarias virtudes que encarnaba el Cid para
justificar los motivos que explicarían su caída en desgracia. Esto es fundamental puesto que un héroe castellano, y por extensión español, de la envergadura del Cid, depositario de las más honorables virtudes que habrían de
jalonar el particular carácter colectivo patrio, no podía estar manchado por
ninguna mala conducta.
El Cid como traidor
El papel del Cid como traidor debe asociarse necesariamente a los dos
destierros impuestos por su soberano Alfonso VI. Para ello habría que repasar, al menos someramente, el contexto en el que se producen, algunos de los
aspectos legales más importantes relativos a la idea de traición y traidor en
la Edad Media, las implicaciones que conllevaba dicha consideración, las disposiciones que algunos de los códigos legales contemplaban y el objetivo que
se persigue en la historiografía española al presentar una determinada visión
sobre las expulsiones sufridas por el Campeador.
En primer lugar convendría repasar sucintamente el contexto en el
que se insertan ambos destierros. Con respecto al primero, es bien sabido
que Alfonso VI había enviado al Campeador como emisario para cobrar las
parias de los reyes de Sevilla y Córdoba, que estaban enfrentados. De parte
del rey granadino se alineaban algunos nobles entre los que destacaba especialmente García Ordóñez. El monarca sevillano reclamó al Cid protección
como contraprestación por las parias cobradas, ya que estas eran a su vez una
garantía de no intervención y aseguramiento de tregua.41 Las dos huestes se
encontraron en Cabra, donde el ejército granadino sufrió una gran derrota a
manos del Cid, que capturó a García Ordóñez, lo mantuvo preso tres días y
le quitó las tiendas y todo su botín. Este habría sido el primer pretexto para
entender su posterior expulsión, pero el hecho que desencadenó definitivamente el destierro del Campeador tuvo lugar un tiempo más adelante. Un
41
Emiliano GONZÁLEZ DÍEZ, «El derecho en la época del Cid», en César HERNÁNDEZ
A LONSO (coord.), Congreso Internacional el Cid, poema e historia: (12-16 de julio, 1999) (Burgos 2000)
179.
322
BRUNO PADÍN PORTELA
grupo de musulmanes había atacado la fortaleza de Gormaz obteniendo un
gran botín mientras el rey se encontraba en Castilla y el Cid, según recoge
la Historia Roderici, «permaneció enfermo en Castilla».42 El Campeador
comandó la represalia sobre Toledo con éxito y es justo ahí cuando la corte
del monarca terminó por ejercer, según la versión más extendida, su influencia al acusar deliberadamente a Rodrigo Díaz de no haber acudido en su
ayuda: «Rey y señor, no le quepa duda a vuestra majestad de que Rodrigo
hizo esto para que los sarracenos nos matasen a todos nosotros que andábamos entonces por su tierra devastándola, y pereciéramos allí».43
Las fuentes narrativas más tempranas coinciden en ofrecer la misma
razón como causa de los dos destierros. En relación con el primero, la Historia
Roderici atribuye a la endivia el único motivo que explicaría su expulsión
del reino. De regreso a Castilla tras la batalla de Cabra nos dice el biógrafo
cidiano: «A causa de tal triunfo y de la victoria que le otorgó Dios, muchos,
tanto parientes como extraños, movidos por la envidia le acusaron ante el rey
de cosas falsas y fingidas».44 Mientras que unas líneas más adelante, cuando
el Cid ataca Gormaz, continúa: «El rey, airado y encolerizado injustamente
por esta malintencionada y envidiosa acusación, le arrojó de su reino».45 En
términos similares se expresa el Carmen Campidoctoris, aunque sin indicar
que la envidia estuviese provocada por la victoria de Cabra o la cabalgada
de Gormaz, que no cita, sino porque el rey habría ensalzado a Rodrigo Díaz
sobre otros nobles, que advertían al rey: «Señor, qué estás haciendo? Contra
ti mismo un mal estás forjando, consintiendo a Rodrigo que destaque; no
nos agrada. Ten por cierto que no te amará nunca, ya que fue cortesano de tu
hermano; contra ti siempre va a tramar sus males y a disponerlos».46
El segundo destierro tiene como origen el sitio de Aledo. Alfonso
había ordenado a todos sus vasallos que se dirigiesen hacía esa fortificación.
El monarca envió, de acuerdo con la Historia Roderici, una misiva al Cid en la
que le conminaba a «auxiliar urgentemente la fortaleza de Aledo y a socorrer
a los que estaban sitiados luchando contra Yusuf y todos los sarracenos que
cercaban el referido castillo».47 Pero lo cierto es que el Cid llega tarde al lugar
acordado, hecho aprovechado por los cortesanos para lanzar todo tipo de
acusaciones ante el rey y «diciéndole que no era un vasallo fiel, sino traidor
e infame».48 En este destierro hallamos una serie de elementos que merecen
42
43
44
45
46
47
48
FALQUE 345.
FALQUE 345.
FALQUE 345.
FALQUE 345.
MONTANER Y ESCOBAR, Carmen 203.
FALQUE 351.
FALQUE 352.
DE TRAIDOR AL REY A HÉROE NACIONAL
323
ser analizamos, aunque ahora nos limitaremos a mencionarlos para tratarlos
después con mayor profundidad. Esos elementos son: el Cid es considerado
formalmente como un traidor, lo cual es fundamental ya que esto no sucedía en el primer destierro; además, le son confiscados sus bienes y encarcelados sus hijos y su mujer.
Las historias generales van a seguir los mismos presupuestos que se
aprecian en estas primeras fuentes de modo casi unánime. La Estoria de
España pone de manifiesto esta clave interpretativa basada en la envidia.
Así dice que como «los ricos omnes que eran con ell, auiendo muy grand
envidia al Çid, trabaiaronse de mezclarle otra uez con el rey don Alffonso»,
quien no profesaba afecto hacia su vasallo a raíz de «la yura quel tomara en
Burgos sobre razon de la muerte del rey don Sancho».49 Se entremezcla, pues,
la supuesta envidia derivada de la actuación del Cid con el rencor provocado
en virtud de la jura de Santa Gadea.
El padre Mariana, tres siglos después, incide en que la causa del destierro radicó en la envidia de la corte del rey Alfonso. Al regresar Rodrigo con
los tributos, además de recibir el sobrenombre de Campeador, los «nobles y
caualleros se encendieron contra el en vna nueua embidia. Procurauan abatir al que mas deuieran imitar», sirviéndose para ello de «calumnias y cargos falsos». Según el jesuita la facilidad de la caída en desgracia del Cid se
entendía en gran medida gracias a que el rey estaba «de tiempo atrás desgustado», en lo que es, de nuevo, una clara alusión a lo sucedido en aquella
iglesia burgalesa. El detonante del destierro hay que buscarlo para Mariana
también en el episodio de Gormaz, ya que a partir de ahí los nobles decían
que «no conuenia dissimular, ni dar rienda a vn hombre loco y sandio, para
hazer semejantes desatinos: que era bien castigalle, y hazer que no se tuuiesse
en mas que los otros caualleros». Por ello, tras una «junta de grandes y ricos
hombres», acordaron «saliese desterrado del reyno, sin dalle mas termino
que nueue días para cumplir el destierro».50
Si repasamos otras historias generales representativas veremos que el
relato, aunque con pequeños matices, no se modifica en el fondo de su contenido. Así, mucho más conciso se muestra Modesto Lafuente al referir que no
le perdonó la ofensa de Santa Gadea y que por eso «mas adelante le desterró
de su reino, á cuyo acto no fue agena la familia de García Ordóñez, enemigo
de Rodrigo».51 Recordemos en este punto que ese noble sufre una humillante
derrota en Cabra al ser apresado por el Cid. En el caso del segundo destierro
Lafuente exculpa al Campeador de toda culpa al achacar a una «fatal combi49
50
51
A LFONSO X 523.
MARIANA 436.
LAFUENTE 489-490.
324
BRUNO PADÍN PORTELA
nación de circunstancias, y acaso mas por culpa de Alfonso que de Rodrigo,
no pudo este incorporarse oportunamente al ejército cristiano». Esta coyuntura fue bien aprovechada por los enemigos del Cid para acusarlo de traidor
ante su rey «imputando su retraso á intencion de comprometer el ejército de
Castilla y de proporcionar un triunfo á los sarracenos». El propio Lafuente
se sorprende de la ingenuidad de Alfonso al aceptar una acusación que, a su
parecer, resultaba totalmente «inverosimil e injustificable», pero encuentra
una explicación al plantear que el monarca se encontraba «prevenido contra
Rodrigo Diaz, ó dió ó aparentó dar crédito á los denunciadores», razón por la
cual «revocó el derecho de señorío que le habia dado sobre las fortalezas que
conquistára, le privó hasta de las posesiones de su propiedad, é hizo poner en
prision á su esposa y sus hijos».52
El volumen redactado por el académico Manuel Colmeiro admite,
siguiendo la visión predominante, que tras la jura el monarca «quedo tan
lastimado y ofendido del Cid, que jamás desde aquel día le restituyó de veras
en su gracia», pero en este relato no se interpreta que el primer destierro sea
una consecuencia directa de la hostilidad propiciada en aquel encuentro, ni
tampoco nos cuenta nada de envidias palaciegas, sino que alude más bien
a razones políticas, lo cual no deja de ser un aspecto novedoso. Alfonso VI
se ofende porque Rodrigo Díaz lleva sus armas hasta dar vista a la ciudad
de Toledo, que estaba bajo el poder de Al Mamún, aliado del monarca castellano: «ofendióse del atrevimiento de su vasallo, y le desterró de Castilla
en castigo de su desobediencia y temeridad»,53 pero no remite nada del que
hasta ese momento había sido el eje central del esquema acerca del destierro. Versión parecida es la que asume el catedrático republicano Miguel
Morayta, quien explica la expulsión, por un lado, «fundándose en la libertad que el Campeador se tomó, de haber guerreado contra los granadinos
sin su permiso», y, por el otro, por recriminaciones «de sus enemigos y
este mismo conde, que no podía perdonarle su vencimiento, le acusaron
de haberse apropiado de los presentes enviados por Motamid á Alfonso».54
Morayta ni siquiera cita el episodio de Gormaz, sino que explica todo en
razón del rencor proveniente de la batalla de Cabra, otorgando de ese modo
un papel importante al noble García Ordóñez y a la influencia que pudiese
tener sobre el rey.
Como hemos visto, existe en la mayoría de historias generales una
voluntad clara de exculpar al Cid de cualquier borrón que pudiese empañar
una trayectoria llamada a ser ejemplar, lo cual continúa poniéndose de mani52
53
54
LAFUENTE 494.
COLMEIRO 9-10.
MORAYTA 136.
DE TRAIDOR AL REY A HÉROE NACIONAL
325
fiesto si leemos lo que Colmeiro y Morayta narran, respectivamente, en relación con el segundo destierro del Campeador. Habíamos dicho ya que este
último desencuentro se asocia con la tardanza de Rodrigo Díaz al llegar al
sitio de Aledo. Pues bien, Colmeiro contradice a la Historia Roderici y razona
que el caballero castellano no se presentó ante su señor por falta de noticias,
por lo que «sus émulos le acusaron en voz alta de traición. D. Alonso, prevenido contra el Cid, dió oídos á la calumnia, revocó las mercedes que le había
hecho, y llevó el enojo al extremo de privarle de los bienes heredados de sus
mayores».55 Morayta ofrece una exégesis similar, librando al Cid de cualquier
tipo de culpa porque según él su ausencia no había influido en el desarrollo de la batalla. Tras el éxito de Aledo, son de nuevo «los émulos» a los que
se aludía Colmeiro, los que para Morayta «dijéronle á Alfonso, que su conducta respondía al deseo, de que los muslimes hubieran logrado una victoria», palabras a las que el rey «dió crédito», confiscando todos sus bienes y
encerrando en una prisión a Jimena, su mujer, y sus hijos, a los que después
pondría en libertad.56
No parece necesario, por tanto, fatigar al lector insistiendo en los mismos argumentos que machaconamente predominaron en las sucesivas historias de España. En este panorama tan homogéneo la narración no sufre
variaciones sustanciales, aunque podemos destacar un autor que sí rompe el
relato tradicional, no solo sobre los destierros sino también sobre buena parte
de lo que hasta ese momento se daba por cierto acerca de la vida del Cid. Se
trata del jesuita expulsado Juan Francisco Masdeu, quien publicó a finales
del siglo XVIII el primer tomo de su Storia critica di Spagna e della cultura
spagnuola, proseguida después en castellano, donde sostenía que el examen
riguroso de los documentos era la base para que cualquier historia gozase de
firmeza y seguridad.57 En efecto, la historia de la nación española se vería con
Masdeu, como indica Diego Catalán, «despojada completamente del mesianismo castellano con que nació», adaptándose de ese modo «al nuevo sistema de valores de la España ilustrada», y gracias a ello el carácter nacional
«adquiere el prestigio de los datos científicos y sirve para justificar una evaluación acrónica de lo español».58 A ese empeño dedicó los veinte volúmenes
de su Historia crítica aunque ahora nos interesa el último de ellos.
Consideraba Masdeu que este episodio era ciertamente injurioso por
basarse en romances y novelas, a lo que habría que añadir que la acción del
COLMEIRO 17.
MORAYTA 156.
Juan Francisco MASDEU, Historia crítica de España y de la cultura española (Madrid 1805)
vol. 20 I [=MASDEU].
58
Diego CATALÁN, «España en su historiografía: de objeto a sujeto de la historia», Introducción
a MENÉNDEZ, Los españoles 59-60.
55
56
57
326
BRUNO PADÍN PORTELA
Cid resultaría también temeraria, puesto que «movió una guerra sin orden ni
autoridad, y contra un amigo de su soberano», concluyendo que «es sobrada
ceguedad la de querer aprobar y elogiar todas las acciones de Don Rodrigo
por viles é infames que hayan sido».59 El repaso que realiza Masdeu de la vida
del Campeador mantiene esta línea negativa a los intereses del caballero castellano, pero el momento que marcaría un punto de inflexión en la historiografía española podríamos situarlo cuando, tras la «reprobación crítica» a la
que somete la figura del Campeador, llega a la conclusión de que «no tenemos del famoso Cid ni una sola noticia, que sea segura ó fundada, ó merezca
lugar en las memorias de nuestra nación», lo que lleva a Masdeu a sentenciar:
Algunas cosas dixe de él en mi historia de la España Arabe, porque en los puntos generalmente bien recibidos por nuestros mas respetables
historiadores, no me atreví entonces á separarme de todos, a pesar de mis
muchas dudas; pero habiendo ahora examinado la materia tan prolijamente,
juzgo deberme retractar aun de lo poco que dixe, y confesar con la debida
ingenuidad, que de Rodrigo Diaz el Campeador (pues hubo otros castellanos con el mismo nombre y apellido) nada absolutamente sabemos con probabilidad, ni aun su mismo ser ó existencia.60
Naturalmente el contenido de lo escrito en relación con el Cid y sobre
todo esta última afirmación en la que negaba su existencia le valió a Masdeu
valoraciones nada favorables de, entre otros autores, Lafuente o Menéndez
Pidal. El primero rechazó totalmente las palabras de Masdeu de la siguiente
manera: «Sentimos que tales palabras hayan sido estampadas por un español,
y mas por un español erudito, y amante por otra parte de las glorias españolas, á veces hasta la exageración».61 En la misma línea se insertó Menéndez
Pidal, que no dejó de reprobar a Masdeu por emplear en contra de uno de los
mayores símbolos del ser español adjetivos como «embustero, delincuente»
o «infame traidor», hasta el punto de definirlo como un ejemplo de «rabiosa
cinofobia». La valoración negativa que atribuía Masdeu al Cid se debía en
parte, según Pidal, a que era catalán, y por tanto «heredaba y hacía llegar a
su colmo aquel ingenuo resentimiento de los cronistas del reino de Aragón
contra el héroe castellano».62
El recurso de la envidia como matriz de este esquema se asocia con
uno de los pecados que caracterizó el carácter español. En su texto Los españoles en la historia, Menéndez Pidal diferenciaba tres rasgos elementales de
59
60
61
62
MASDEU 176-177.
MASDEU 370.
LAFUENTE 488.
MENÉNDEZ 19-23.
DE TRAIDOR AL REY A HÉROE NACIONAL
327
los españoles: la sobriedad, la idealidad y el individualismo. Esta tercera cualidad va a asociarse en el imaginario colectivo como uno de los males que
asoló el multisecular carácter nacional desde la Antigüedad, permitiendo de
ese modo la sucesiva invasión de una serie de pueblos que, sin ser necesariamente más aptos militarmente, habrían encontrado acomodo fácilmente
entre las fronteras patrias. El panteón mitológico español está lleno de buenos ejemplos como Viriato y Sertorio, asesinados a manos de sus más cercanos colaboradores, o el episodio de la «pérdida de España» de 711, donde el
último rey visigodo, según algunas versiones, es traicionado por los hijos de
Witiza, que pretendían restaurar el poder perdido a raíz de la muerte de su
padre, en el campo de batalla.
Creía Menéndez Pidal que el individualismo y la falta de un sentimiento de colectividad se traducía en la envidia que caracterizaba España.
La vida del Cid no era ajena a esta idea, más bien al contrario, representaba a
la perfección la prueba de que ese carácter nacional63 era real y mantenía una
pervivencia más o menos continua desde el mundo antiguo. Parece claro que
hallar concomitancias entre personajes a los que separan siglos, no ocupan la
misma situación geográfica, ni cuentan con los mismos condicionantes políticos, sociales, económicos y psicológicos, e integrarlo todo en un discurso
vertebrado en torno a España, podría llevar a un claro anacronismo. Decir
que el Cid luchaba por una nación equivaldría a afirmar que los saguntinos o los numantinos habían dado su vida en una guerra de independencia contra cartagineses y romanos, creencia que dominó, por cierto, desde el
padre Mariana hasta el primer tercio del XX. José Álvarez Junco ha apuntado que España existió en el sentido de que el vocablo Hispania, sucesor del
griego Iberia, fue acuñado por los romanos y pervivió en el romance medieval traducido como Espanna o España, pero durante mucho tiempo su único
significado fue geográfico, no adquiriendo contenido político hasta hace quinientos años, cuando todos los reinos peninsulares, a excepción de Portugal,
se reunieron bajo un solo monarca.64 Por ello resulta interesante la siguiente
cita de Menéndez Pidal, ya que nos permite comprender cómo veía él esa
63
Julio Caro Baroja desmontaría el concepto de carácter nacional en un pequeño libro homónimo donde mediante un pormenorizado recorrido por alguno de los sucesos y personajes más
importantes que jalonaron la historia de España, concluye con estas célebres palabras acerca de dicho
carácter: ‘Es un mito para hacer hablar mucho y mal a gentes concejiles, y tenía razón Hume al decir
que lo lleva a sus conceptos extremos el vulgo, entendiendo hoy por tal a muchas personas que no se
creen pertenecientes a él’, El mito del carácter nacional: meditaciones a contrapelo (Madrid 1970).
64
José Á LVAREZ JUNCO, Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX (Madrid 2001) 35-45,
y Dioses útiles: naciones y nacionalismos (Barcelona 2016) 137-139.
328
BRUNO PADÍN PORTELA
línea temporal que unía el destino de las sucesivas personalidades que protagonizaban la historia española:
Toda historia de hombre insigne español ha de ocuparse en esos
entorpecimientos de la envidia, y la primera biografía aparte que en nuestra
literatura se escribe, la del Cid, nos da ya repetidas noticias de este perpetuo
duelo de la generosidad con la malevolencia. Al Cid envidian los grandes de
la corte, le envidian sus propios parientes, le envidia el rey.65
No hay duda de que tanto para Menéndez Pidal como para la mayoría
de la tradición historiográfica española se urde toda una trama de intrigas
que tienen como único objetivo el descrédito del Cid. En su obra de referencia sobre el Cid, Pidal había advertido que la envidia poseía un extraordinario poder, puesto que abundaban en la corte real los «mestureros» o
«mezcladores» que «constituían una verdadera calamidad pública que perturbaba hondamente la vida social, en cuanto el rey flaqueaba por carácter
débil o receloso».66 Lafuente ya había escrito un siglo antes alertando sobre
las fatídicas consecuencias que la división provocaría especialmente en el
siglo XI, señalando a su vez ese defecto del ser nacional como razón que
también explicaría el asentamiento tan prolongado de los invasores. La cita
merece leerse completa:
Si disuelto el imperio ommiada no acabaron de expulsar las razas
mahometanas, culpa fue del heredado espíritu de individualismo y de sus
incorregibles rivalidades de localidad. Las envidias se recrudecieron después
del triunfo de Catal-Alazor, y los reinados de Sancho y García de Navarra,
de Ramiro de Aragón, de Fernando, Sancho, Alfonso y García de Castilla,
León y Galicia, todos parientes o hermanos, presentan un triste cuadro de
enconos y rencores fraternales, en que parece haberse desatado completamente los vínculos de patria y borrado del todo los afectos de la sangre.67
No es posible comprender lo que rodea el destierro del Cid sin tener
en cuenta esta interpretación dominante de la historiografía española. En el
capítulo correspondiente de su Historia general, cuando tiene que regresar
sobre los pasos del Campeador, Lafuente no evita recordar de nuevo amargamente que la «desunión y la rivalidad, plantas indestructibles en el suelo
de España, y causas perpetuas de sus males, vinieron tambien á entorpecer
y diferir la grande obra de la restauración», y es por ello que merecen eloMENÉNDEZ, Los españoles 127.
MENÉNDEZ 295.
67
Modesto LAFUENTE, Historia General de España desde los tiempos más remotos hasta nuestros días,
Discurso Preliminar Juan Sisinio PÉREZ GARZÓN (ed.) (Pamplona 2002) 46.
65
66
DE TRAIDOR AL REY A HÉROE NACIONAL
329
gios monarcas como Fernando I, ya que bajo su mando se ve «al reino unido
de Castilla y de Leon alcanzar una importancia, una solidez y una superioridad cual no había tenido nunca todavía».68 Unas páginas más adelante,
Lafuente insiste sobre el mismo tema, pero esta vez relacionando el mal
de la división con el mayor enemigo del cristianismo en época medieval, el
islam: «¿Cómo no aprovecharon los árabes aquellas discordias de los cristianos para consumar su conquista? Porque ellos estaban á su vez mas divididos que los españoles».69 Esta actitud fue refrendada enérgicamente y casi del
mismo modo por Miguel Morayta medio siglo después: «¡Cómo no habían
de arraigarse en España los moros! Si la energía que empleaban Berenguer
y Alfonso contra el Cid, y el Cid contra Berenguer, contra Alfonso y contra Rodrigo (…) la hubieran utilizado en combatir á los moros (…) Yusuf
no se habría establecido en España».70 Esta visión cumple un doble objetivo.
Por un lado, justificar la presencia musulmana en la península en base a una
falta de cohesión y no en virtud de una debilidad cristiana o un atraso militar, y, en segundo lugar, pero no menos importante, presentar al Cid como
víctima de una persecución por parte de una serie de acólitos envidiosos de
la corte real que cumplía el propósito fundamental de eliminar el adjetivo
traidor de la hagiografía cidiana.
El papel del Cid como traidor en las historias generales admitiría, no
obstante, otro punto de vista. No cabe duda de que los cronistas reales eran,
como ha señalado Richard L. Kagan, oficiales de la corona en primer lugar,
y, en segundo, historiadores, lo que equivale a decir que su narración debía
ser acorde a los intereses de cada monarca y a los intereses morales imperantes, entre los que se encontraban mantener a Rodrigo Díaz como prototipo del ser nacional.71 ¿Podrían, entonces, Mariana, Lafuente, Morayta o
Menéndez Pidal atribuir al Cid el apelativo de traidor si ellos tenían el convencimiento de que en realidad se trataba de una conjuración en contra del
caballero? En todas las historias se sostiene que la víctima había sido el Cid,
a quien todos, incluso Alfonso VI, envidiaban sus aptitudes guerreras, su
valor, su fortaleza o su defensa del cristianismo contra el invasor musulmán.
Por ello, quizás los roles se tendrían que intercambiar y mostrar, de acuerdo
con lo escrito en esos relatos, unos cortesanos y un monarca traidores que
LAFUENTE 433-434.
LAFUENTE 442.
70
MORAYTA 159.
71
Richard K AGAN, «Clío y la Corona: escribir historia en la España de los Austrias»,
en Richard K AGAN y Geoffrey PARKER (eds.), España, Europa y el mundo atlántico: homenaje a
John H. Elliot (Madrid 2001) 117. Sobre los cronistas españoles de época medieval es esencial el libro
de Peter LINEHAN, Historia e historiadores de la España medieval (Salamanca 2011).
68
69
330
BRUNO PADÍN PORTELA
destierran al Cid debido al rencor que le produce ser incapaces de igualar sus
cualidades.
Una vez visto el retrato que dibujan las historias generales de los destierros del Cid convendría ahora realizar algunas consideraciones acerca de la
idea de traición y traidor en época medieval, así como de la noción de destierro, relacionándolo con algunos de los códigos legales más relevantes de
la época. La diferencia esencial entre la traición en la tradición legislativa
romana y germánica es, como ha puesto de manifiesto hace ya algún tiempo
Floyd Seyward Lear, que mientras que en época romana la acción se realiza
contra el Estado,72 después, a medida que el poder se va concentrando en una
sola persona, el agravio pasará a ser contra el rey.73 Se trata de un hecho que
envuelve, y esto es el punto elemental para entender esta noción de traición,
la idea de un compromiso personal roto, lo que se suele denominar Treubruch
o Infidelitas. Entre los peores crímenes que el traidor podía cometer contra
su señor se encontraban la rebelión y, por supuesto, el asesinato. Lo cierto es
que, aunque en Castilla en sentido jurídico no hay régimen feudal, sí hubo
un régimen vasallático-beneficial en el que la fidelidad es esencial.
Pero antes de proseguir con el supuesto papel de traidor del Cid tendríamos que preguntarnos dentro de qué categoría podríamos encuadrar su
primer destierro, ya que en ningún lugar se dice que el Campeador desarrollase una actitud traicionera en ese caso concreto, sino que más bien
guardaría relación con la intención de Alfonso VI de arrojarlo del reino. Si
queremos comprender mejor la capacidad del rey para decretar el destierro
sobre alguno de sus vasallos habría que aludir a una de sus potestades más
importantes: la ira o indginatio regis. Hilda Grassotti indicó que la caída en
la ira regis conllevaba la pérdida de honores y tenencias que el vasallo proscrito tenía por el rey, la disolución del vínculo vasallático, la confiscación de
los bienes en la mayoría de las ocasiones y siempre el destierro.74 Así, el rey
rompía dicho vínculo porque algunas actitudes de su súbdito, en este caso
el Cid, no habían sido de su agrado. Si el señor considera que ha dejado de
ser fiel, puede dar por roto el vínculo vasallático y hacer caer sobre el Cid
72
Debemos tener cuidado con el concepto de Estado. Roma fue república, principado e imperio. Es habitual hablar de los Estados de la Reconquista, pero como tal es un concepto que nace el
siglo XVI. En la etapa visigoda o en la Edad Media hubo reinos y coronas, pero solo desde el XVI
hay Estados.
73
Floyd Seyward LEAR, Treason in Roman and Germanic Law (Austin 1965). Juan García
González sugiere, quizás de una forma demasiado general, que entre los casos de traición se encontrarían aquellos delitos contra la seguridad del reino y contra el rey, «Traición y alevosía en la Alta
Edad Media», en Anuario de Historia del Derecho Español, 32 (1962) 339.
74
Hilda GRASSOTTI, «La ira regia en León y Castilla», en Cuadernos de Historia de España,
41-42 (1965) 32 [=GRASSOTTI]; Luis GARCÍA DE VALDEAVELLANO, Señores y burgueses en la Edad Media
hispana (Madrid 2009) 101-102.
DE TRAIDOR AL REY A HÉROE NACIONAL
331
toda su ira. Es lo que en Cataluña los pactos feudales conocen con el nombre de bausía. En efecto, no tiene necesariamente que existir una infracción o
un crimen y mucho menos un proceso legal, ya que a menudo la ira regis no
obedecía más que a la pura voluntad del monarca de decidir quién se situaba
dentro o fuera de su paz.75 Como creía Grassotti, el primer destierro del Cid
podría amoldarse a las fórmulas admitidas como «lineamientos esenciales de
la institución», esto es, malquerencia del rey sin atender a un delito concreto
y destierro sin confiscación.76
Como contrapunto a este poder arbitrario del rey el Fuero Viejo de
Castilla contemplaba algunas pautas relacionadas con el procedimiento de
expulsión cuando «el rrey echa a algund rricoomne de tierra sin meresçimiento». Así, los plazos para abandonar el reino serían de «XXX días de
plazo de fuero e después nueve días e después terçer día», mientras que entre
los derechos que poseía el desterrado se encontraban que el rey le diese un
caballo o que «quando oviere el rricoomne a salir de la tierra, dévele el rrey
dar quil guíe por su tierra e dével dar vianda por sus dineros, e non ge la
debe encaresçer más de quanto andava ante que fuese echado de la tierra»
(I, 4, 2). Estos plazos fueron recogidos en algunas de las historias de España,
identificándolos con el caso concreto del Cid.
Situación diferente se presenta con la acusación de traidor. Mientras
que la caída en la ira regis, como acabamos de ver, se basaba en la arbitrariedad del rey y no suponía una mancha grave en la dignidad del vasallo, ahora, la declaración de traidor encerraba la deshonra más grave que
podía recaer sobre un caballero medieval.77 Pero el Cid no podía ser considerado como tal porque en la Edad Media ese adjetivo se asociaba con
Judas, estableciendo un paralelo entre la conducta del apóstol y la de aquellos que cometiesen un delito de esa naturaleza. Es de sobra conocido que, de
acuerdo con los Evangelios, Judas entrega a Jesús a cambio de treinta monedas (Mt 26, 15-16), convirtiéndose así en el ejemplo por antonomasia de traidor (recordemos que la cabeza central devorada por el diablo de Dante es
precisamente la de Judas). Si tenemos en cuenta que el Cid no llega a tiempo
al sitio de Aledo y en consecuencia no le presta la ayuda requerida a su
rey, podría estar implícita en esa acción la idea de entrega. Al llamamiento
al fonsado hecho por el rey tenían que acudir todos, pero también es cierto
que bajo ciertas condiciones. Por supuesto, en caso de no acudir o marcharse
antes de cumplir con las condiciones impuestas equivalía a quebrar la fidelidad debida al rey. Aquilino Iglesia señaló, en este sentido, que Judas devino
75
76
77
GRASSOTTI 20.
GRASSOTTI 35.
MARTÍNEZ, El Cid, 196.
332
BRUNO PADÍN PORTELA
en traidor, es decir, infiel, al ser el prototipo de los traidores.78 Se supera, por
tanto, la conexión entre la idea de entrega que se asocia con el acto que realiza Judas y pasa ahora a centrase en la noción de infidelidad, ya que para
cometer una traición es necesario entablar esa relación de fidelidad a la que
nos referíamos antes, que suele formalizarse mediante un juramento que crea
una serie de obligaciones mutuas entre las personas que lo suscriben.
Una crónica del siglo XII, la Historia Compostelana, refleja la preocupación que provocaba el posible empleo de la traición en el seno del arzobispado de Santiago de Compostela dirigido por Diego Gelmírez. Para ello,
recordando el ejemplo de Caín, que cometió fratricidio sobre su hermano
Abel, y, sobre todo, el del apóstol Judas, se obligó a todos los canónigos a
jurar por Dios que «os seré obediente y fiel siempre en todo y que defenderé y ensalzaré vuestra vida, vuestras posesiones, y todo vuestro señorío, el
que tenéis en la actualidad, y el que hayáis de tener, sin fraude ni mala fe».79
En principio, un personaje que aspiraba a convertirse en el arquetipo de buen caballero cristiano no podía vincularse de ninguna manera con
Judas, ya que suponía un estigma demasiado grande en una sociedad como
la hispana medieval. Además, en la Edad Media estar en la cumbre de la
cultura equivalía a ser teólogo, que son precisamente los encargados, en la
mayoría de ocasiones, de redactar las diferentes crónicas e historias generales. Por ello, y en consonancia con la doctrina católica, se entiende que
no hubiese reservas a la hora de intentar separar totalmente los caminos de
ambos personajes históricos. En efecto, la legislación de la época era contundente en cuanto al futuro que le cabía esperar al traidor: muerte y confiscación.80 Aquilino Iglesia observó que la pena del traidor regio se configuró
de acuerdo con la legislación goda contenida en el Liber 2, 1, 8,81 y es que
como ha analizado Javier Alvarado, el derecho castellano arranca de la tradición jurídica visigoda basada esencial, aunque no exclusivamente, en el texto
jurídico del Liber Iudiciorum.82 No obstante, podríamos admitir esta opinión
con ciertos matices, porque si bien el Derecho oficial visigodo es el derecho
común de los cristianos en los reinos septentrionales y en Al-Andalus, hay
que subrayar que se va creando al mismo tiempo un derecho privilegiado,
78
Aquilino IGLESIA FERREIRÓS, Historia de la traición. La traición en León y Castilla (Santiago de
Compostela 1971) 95-96.
79
Emma FALQUE REY (ed.), Historia Compostelana (Madrid 1994) I, XX, 3-5.
80
IGLESIA, Historia, 100; Miguel PINO ABAD, La pena de confiscación de bienes en el derecho histórico español (Córdoba 1999) 141-142.
81
IGLESIA, Historia, 110.
82
Javier A LVARADO PLANAS, La creación del derecho en la Edad Media: fueros, jueces y sentencias en
Castilla (Navarra 2016) 56-57.
DE TRAIDOR AL REY A HÉROE NACIONAL
333
ejemplificado en los fueros o el derecho de frontera, así como unas prácticas
que se adaptaban a las circunstancias de la época histórica.
Contamos con una serie de documentos que son útiles para corroborar esa cierta influencia que se advierte desde época goda. El Fuero Real contempla que «todo traydor muera por traycion que ficiere, è pierda, quanto
ha, è hayalo el Rey, maguer que haya fijos de bendición, ò nietos, ò dende
Ayuso» (IV, 21, 25). Las Partidas establecen que «qualquier home que ficiese
alguna de las maneras de traycion (…) debe morir por ende, et todos sus
bienes deben seer de la camara del rey, sacada la dote de su muger (…) et
lo que hobiese manlevado fasta el dia que comenzó á andar en la traycion»
(VII, 2, 2), indicando además que «deuen morir por ello, lo mas cruelmente,
e lo mas abiltadamente que puedan pensar» (II, 13, 6). El Ordenamiento de
Alcalá, por su parte, afirma que todo aquel que cometa traición «merece
muerte de traidor, è perderia los bienes» (XXXII, 5). Esta legislación es
interesante, pero no es posible desde el punto de vista histórico-jurídico juzgar por leyes posteriores, por leyes que en el momento de los hechos no estaban ni siquiera redactadas. Por eso mismo, y en un sentido estrictamente
cronológico, sería más correcto remitirse a la versión romanceada del Liber
Iudiciorum, esto es, el Fuero Juzgo. En él se recoge (II, 1, 6) que el traidor contra el rey debe morir, y en caso de que le perdone, tienen que quitarle los
ojos. Además, los bienes del traidor serán para el monarca, quien podrá hacer
con ellos lo que quiera.
La legislación decretaba, como acabamos de ver, la muerte y la confiscación. Es cierto que el Cid es despojado de sus bienes, pero de ningún
modo se cumple con el primer precepto que mencionábamos. Cabría cuestionarse ahora por qué el Cid, cuando no llega a tiempo a Aledo en ayuda
de Alfonso VI y es acusado formalmente de traición, no recibe su correspondiente castigo con la pena de muerte. Grassotti se ha planteado a este
respecto si influyeron las razones políticas en el no cumplimiento de ciertas leyes como esa, mostrando otros casos como los de Osorio Díaz, Rodrigo
Ovezquiz, el conde Gonzalo Peláez o el propio segundo destierro del Cid.
Concluye Grassotti que la razón que explicaría esa ausencia de sanción sería
que se trataba de personajes demasiado importantes para condenarles a
muerte y por eso se optó por el destierro. En el caso del Cid, además de ser
un caballero relevante se hallaba fuera del alcance de la acción directa de
Alfonso VI.83
Encontramos, además, un tema muy importante que es el de la naturaleza. El rey es el señor natural y los habitantes del reino, sus vasallos, son
naturales, en este caso de Castilla. El castigo posiblemente más común de la
83
GRASSOTTI 50.
334
BRUNO PADÍN PORTELA
ira regia fue la desnaturalización, es decir, el rey priva a uno de sus vasallos
de su naturaleza, con lo que deja de ser su señor natural y el castigado deja
de ser natural de su reino. Por tanto, pierde todo y tiene que salir de él. La
cuestión de la naturaleza explicaría bastante bien qué es lo que hizo el Cid
cuando fue desnaturalizado, lo cual no encajaría con el concepto de mercenario, aunque tampoco lo evitaría. El razonamiento sería el siguiente. Si
Alfonso VI desnaturaliza al Cid deja de ser, por voluntad del monarca, castellano. Si no es castellano, puede servir a cualquier otro rey o señor, por lo
que no es traidor. No se trataría de una traición en sentido estricto.
La apelación a la envidia como motivo de la aversión de los magnates de la curia real y la mezcla de rencor del monarca derivado de la jura
de Santa Gadea, actuó, en definitiva, como clave interpretativa de ambos
destierros. La motivación del primer destierro no ofrece una razón objetiva
que aclare la salida del reino del Cid, simplemente nos encontramos con
una decisión que toma Alfonso VI, amparado en la potestad de la ira regis,
influido o no por sus hombres más cercanos. Deducir, en este sentido, que el
rey pudo haber sido manipulado por sus allegados implicaría aceptar cierta
falta de carácter en su personalidad, algo poco probable, quizás, si tenemos en cuenta que fue capaz de investirse por primera vez con la dignidad
de Imperator totius Hispaniae. Autores como Bernard F. Reilly se muestran
muy críticos con aquellos historiadores que han aceptado la sustitución de
las preocupaciones políticas del siglo XI por «las novelescas pasiones que a
manos llenas brinda la literatura».84 Señala Reilly con respecto al segundo
destierro, además, que más allá de las intrigas palaciegas pergeñadas por
nobles, Alfonso no podía tolerar la perspectiva de que el Cid pudiese asumir
una plena independencia de criterio, ya que, si lo hacía, equivaldría a reconocerle como un señor independiente.85
La historiografía reciente coincide en desechar este esquema hegemónico que desde el padre Mariana hasta Menéndez Pidal dominó el relato
de la biografía cidiana. Las fuentes de las que disponemos para conocer los
avatares del caballero castellano no nos permiten en ningún caso arrojar
ninguna certeza, sino más bien hipótesis que puedan ser corregidas por ulteriores investigaciones. Richard Fletcher consideró, con respecto al primer
destierro, que Rodrigo Díaz había sido lo bastante imprudente como para
dar a sus enemigos la oportunidad de ejercer su influencia sobre el monarca,
y añade que se otorgó, a comienzo del verano de 1081, el cargo de armiger
real a Rodrigo Ordóñez, hermano del conde humillado en Cabra, lo cual, a
151.
84
Bernard F. REILLY, El reino de León y Castilla bajo el rey Alfonso VI: 1065-1109 (Toledo 1989)
85
REILLY, El reino 228.
DE TRAIDOR AL REY A HÉROE NACIONAL
335
juicio de Fletcher, disponía todavía más a la corte real en contra del Cid.86
Para el segundo destierro Fletcher optó, teniendo en cuenta la imposibilidad de conocer lo que sucedió, por aceptar que los enemigos del Campeador
estarían, independientemente de la situación, dispuestos a acusarle y el rey
a aceptar su culpabilidad,87 es decir, se parte de una predisposición en contra de Rodrigo.
Gonzalo Martínez abogó en algunos lugares por valorar la tendencia
a la envidia como una explicación demasiado simple. Según este autor, la
personalidad de Alfonso VI era lo suficientemente fuerte como para haber
dado un paso tan importante como el de arrojar del reino a uno de los primeros magnates movido en exclusiva por las acusaciones de los cortesanos.88
Aun así, a pesar de que no se puede determinar si el rey actuó movido por la
ira o por razones políticas, Martínez no esconde que Alfonso con toda seguridad habría sufrido «gran dolor por la pérdida de un vasallo, cuyo valor y
pericia conocía muy bien».89 Otro especialista, Ambrosio Huici, expuso que
la causa del primer destierro no se podía encontrar en la «infantil creencia de que el Cid con su intervención, más o menos meditada, iba a dejarlos
morir a manos de los musulmanes», y alega razones políticas, como que el
Campeador con su cabalgada perturbaba los pactos entre Alfonso y al-Qadir,
señor del territorio toledano.90
Decíamos al comienzo que la reconstrucción del pasado tiene que
hacerse, forzosamente, de modo fragmentario. Como ha señalado Ermelindo
Portela, tanto el Cid como Gelmírez se benefician de haber vivido tiempos
de crisis, el medio idóneo para multiplicar las ocasiones de desarrollar al
máximo sus cualidades personales.91 Pero ello no se revela como un impedimento o un obstáculo, al contrario, es una gran ventaja ya que la escasez de
fuentes que suele caracterizar la vida de estos personajes permite difuminar
la imagen del Cid, lo que unido a un texto panegírico como el Poema posibilita su mitificación.
En nuestro caso no es especialmente relevante el hecho de que los
destierros se hubiesen debido a envidias propiciadas por una corte capaz
de influir en las decisiones de Alfonso VI o a una actitud perniciosa del
Campeador. Lo realmente interesante en estas páginas es conocer la forma
en que se utilizan una serie de tópicos recurrentes contenidos en las histo86
87
88
89
90
201.
91
FLETCHER, El Cid 137-138.
FLETCHER, El Cid 164.
MARTÍNEZ, El Cid 108; Alfonso VI. Señor del Cid, conquistador de Toledo (Madrid 2003) 75.
MARTÍNEZ, El Cid 109.
Ambrosio HUICI MIRANDA, Historia musulmana de Valencia y su región (Valencia 1969) vol. 1
PORTELA, García 152.
336
BRUNO PADÍN PORTELA
rias generales al servicio de un único objetivo, que es el de exculpar de cualquier tipo de responsabilidad al Cid, dentro de un proceso más amplio que
es el de la construcción de la identidad nacional española, o, en expresión
de George L. Mosse, de la nacionalización de las masas.92 Para ello se rescatan, como hemos visto en el apartado anterior, fábulas como la Jura de
Santa Gadea o se omite en lo posible el término traidor en la mayoría de
estas narraciones, y si finalmente se menciona es para corregir a continuación que se trata de una acusación justificada en base a la envidia por parte
de ciertos nobles. El Cid se eleva, así, al panteón mitológico de los héroes
nacionales del que ya formaban parte personajes como Viriato, Sertorio o
Fernán González.
El Cid como arquetipo de español
El Cid poseía todos los elementos necesarios para erigirse en una figura
esencial dentro de la construcción de la identidad nacional española. La tortuosa relación que mantuvo con Alfonso VI, la equívoca estancia en tierra
musulmana que los destierros le habían propiciado, dando lugar a interpretaciones que servían tanto a defensores como a detractores, o su abrumador
dominio militar en las tierras levantinas fueron factores determinantes que
nos permiten comprender la imagen del Campeador que llegó hasta nuestros
días. Incluso entre las fuentes musulmanes se auguraba: «Sous un Rodrigue
cette Péninsule a été conquise, mais un autre Rodrigue la délivera».93 Si a
esto le sumamos que la leyenda y la literatura, de la que el alegórico Poema
es la muestra más representativa, contribuyeron decisivamente a enriquecer
los perfiles del Cid, facilitando una biografía más intensa y ejemplar, entenderemos la visión panegírica que se traduce de él en las historias generales.
Pero, ¿por qué el Cid es aceptado como un héroe nacional? Para comprender su proceso de mitificación habría que realizar una consideración previa que tiene que ver con el punto de inflexión que marca el siglo XIX en
la tradición historiográfica española. No es que se aprecie un cambio significativo en el tratamiento que se le dispensa al Campeador entre las historias de España anteriores y las posteriores al siglo XIX, ya que en todas se
presenta un esquema más o menos homogéneo en el que el Cid es el paradigma de buen caballero. Esto es un hecho bastante frecuente en la his-
92
George Lachmann MOSSE, The Nationalization of the Masses: Political Symbolism and Mass
Movements in Germany From the Napoleonic Wars Through the Third Reich (New York 1975).
93
Reinhart DOZY, Recherches sur l’histoire et la littérature de l’Espagne pendant le Moyen Âge
(Leyde 1860) vol. 2 24.
DE TRAIDOR AL REY A HÉROE NACIONAL
337
toriografía española, que no se caracterizó nunca por poseer una especial
originalidad sino más bien por repetir, copiándolos de autores precedentes,
los mismos tópicos que habían jalonado el discurso histórico. La narración
no suele sufrir variaciones importantes en muchos de sus episodios o personajes fundamentales. Es el caso, por ejemplo, de la visión que se ofrece de
las resistencias de Sagunto, Numancia, las guerras cántabras o las biografías de Viriato y Sertorio, cuyos presupuestos son perfectamente asumibles
desde el siglo XV hasta el XX. Aun así, es cierto que tanto en las narraciones decimonónicas como en las de principios del XX se entremezclan algunos niveles, sobre todo la enseñanza de la historia y la labor del historiador,
que merecen nuestra atención puesto que son dos factores que explican en
gran medida la socialización de los héroes que en otras épocas estaba más
restringida a las clases cultas.
En el siglo XIX el historiador deja de ser el monje que escribía la crónica de su monasterio o el cronista de una ciudad. Al desaparecer ellos surge
el historiador nacional, que puede ser profesor o estar adscrito a una institución académica y se convierte, como ha señalado Bermejo, en el encargado
de escribir para los miembros de la nación, que reciben sus obras directamente o mediante la divulgación de sus investigaciones en libros de texto
más o menos elementales.94 Ahora posee, si adoptamos la terminología de
Michel Foucault, una visión panóptica,95 lo que le permitiría tener una visión
global del pasado.
Por supuesto, la labor del historiador no estaba exenta de condicionantes políticos, sociales o morales. Friedrich Nietzsche analizó en la segunda
de sus Consideraciones intempestivas la figura del historiador, estableciendo
una categorización tripartita que se correspondería a su vez con las clases
del saber histórico y que en palabras de Bermejo sería válida tanto para el
siglo XIX como para la actualidad. Según Nietzsche se podría distinguir
una historia monumental, una historia anticuaria y una historia crítica. No
se trata de realizar un estudio exhaustivo acerca de esta cuestión porque ni la
naturaleza ni la extensión de este trabajo lo permitirían, aunque si sería pertinente decir que los dos primeros tipos de historiadores estarían detrás de
la mitificación de personajes como el Cid. En primer lugar, porque el papel
del especialista monumental quedaría reducido al de un propagandista cuyo
objetivo es movilizar a las masas, siendo su historia aquella que se dirige a la
grandeza del pasado, donde lo grandioso se perpetuaría. Sería, por tanto, el
prototípico historiador nacionalista. Mientras, el anticuario se encargaría, de
acuerdo con Nietzsche, de preservar y venerar el pasado. Se trataría, según
94
95
José Carlos BERMEJO BARRERA, ¿Qué es la historia teórica? (Madrid 2004) 58.
Michel FOUCAULT, Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión (México 1976).
338
BRUNO PADÍN PORTELA
Bermejo, de esos «ideólogos sin ideología, técnicos de la Historia que justifican el Estado sin rostro en nombre del sentido histórico».96
El Estado liberal le encomienda al historiador explícitamente y de
modo institucional la tarea de cimentar los fundamentos del sentimiento
de identidad patriótica en una época en que el nacionalismo y el romanticismo se encuentran en auge.97 Esto se produce porque la historia está en
buena medida al servicio de la ideología y los historiadores al servicio de un
Estado. Decía ya Aristóteles (Ética a Nicómaco, 1094b2) que «la política es
la responsable de definir qué conocimientos son precisos en las ciudades, y
qué y cómo debe aprender cada persona», lo que llevaba al Estagirita a concluir que la educación era, básicamente, una disciplina política. En el caso
español, la interpretación de la historia nacional respondía básicamente a
dos intereses que se correspondían con las corrientes sociales e ideológicas
del liberalismo español, es decir, la moderantista y la progresista. Las posibles diferencias entre ambas tendencias no interferían en la integración de un
relato sólido y unitario, porque como ha señalado Inman Fox, compartían los
ideales básicos del liberalismo decimonónico, incluyendo una afiliación a la
revolución liberal de 1834, así como una afinidad con la España castellana
del siglo XVIII y sus orígenes en la España de los Reyes Católicos.98
El concepto de historia general sería, según Jover, la «ejecutoria de una
conciencia nacional escrita madura que exige un testimonio escrito, fehaciente y literariamente organizado, de sus orígenes y de las grandes etapas de
su desarrollo», pero ello no quiere decir que este género historiográfico sea
una obra destinada a eruditos o un tratado universitario, sino que sería más
bien «una especie de biblia secularizada, llamado a ocupar un lugar preferente en despachos y bibliotecas de las clases media y alta».99 El historiador
tendría crédito al seguir un determinado método que le conferiría esa cre96
Friedrich NIETZSCHE, Sobre la utilidad y los perjuicios de la historia para la vida (Madrid 2000).
Acerca de este tema y de Nietzsche pueden verse los trabajos de José Carlos BERMEJO BARRERA, Entre
historia y filosofía (Madrid 1994) 121-123; ¿Qué es 175-179; «Friedrich Nietzsche: la moral y la historia», en Introducción, 401-446.
97
Juan Sisinio PÉREZ GARZÓN, «Memoria, historia y poder. La construcción de la identidad
nacional española», en Francisco COLOM GONZÁLEZ (ed.), Relatos de nación. La construcción de las identidades nacionales en el mundo hispánico (Madrid 2005) vol. 2 698. Manuel Moreno Alonso hizo notar
la impronta nacionalista que impregnaba a la historia general, Historiografía romántica española.
Introducción al estudio de la historia en el siglo XIX (Sevilla 1979) 313-318.
98
Inman FOX, La invención de España: nacionalismo liberal e identidad nacional (Madrid 1997)
38.
99
José María JOVER, «Caracteres del nacionalismo español, 1854-1874», Zona Abierta 31
(1984) 5-8. Recuerda esta función de la historia general a los libros de lujo y gran formato que ocupaban las bibliotecas de la llamada Bildungsbürgertum, es decir, aquella burguesía alemana cuyo
ascenso social se debió a su acceso a la educación media y superior, encarnada en el Gymnasium, un
tipo de centro educativo cuya base esencial era la cultura clásica, según estudió Frank Ben TIPTON,
A History of Modern Germany Since 1815 (London 2003).
DE TRAIDOR AL REY A HÉROE NACIONAL
339
dibilidad, porque de lo contrario ese relato que definía lo que la nación era
a través del devenir temporal no podría ser implantado a través de la educación, perdiendo la eficacia, que se va a explicar en base a su capacidad para
que haga surgir la identidad política del ciudadano.100
La importancia que se le tenía reservada a la educación en este contexto no era menor a la labor del historiador, ya que en el siglo XIX se configura como educación nacional. La enseñanza de la historia era un eslabón
más de todo ese edificio que se había construido en torno al nacionalismo.
Se trataba de una asignatura patriótica, obligatoria en los niveles de primaria y secundaria. El sistema escolar pasó a ser uno de los cauces conscientemente utilizado desde el poder, siguiendo los comentarios de López Facal,
para promover valores patrióticos compartidos, y todo ello en virtud de un
potente enfoque nacionalista.101 En el caso que estamos analizando se recurre
al Cid, como se recurría a Viriato y a Sertorio en la Antigüedad, porque estos
tipos históricos poseían un gran poder de normalización. Se trataría, como
ha puesto de manifiesto Bermejo, de personalidades modales que esos antepasados exhiben y que no son más que el arquetipo al que se ha de ajustar la
conducta de todo ciudadano entendido como patriota.102 Nietzsche lo expresó
en otros términos, al decir que la historia «tiene necesidad de modelos, de
maestros, de confortadores, que no puede encontrar en su entorno ni en la
época presente».103 Por eso hay que recurrir al pasado, porque es ahí donde se
encuentran los caracteres modélicos que permiten el progreso como nación.
Los personajes heroicos, de los que el Cid era uno de los ejemplos por
excelencia, o los grandes hechos históricos como las resistencias a la conquista romana, dotaban al pasado nacional de una connotación positiva que
infundía al lector orgullo y exaltación.104 Se producía, en consecuencia, una
asimilación de los valores que habían personificado los protagonistas de esas
gestas, ya que los alumnos se creían herederos de sus hazañas. A pesar de lo
que pudiese parecer, el uso de la enseñanza de la historia no tuvo los resultados esperados por una serie de causas estudiadas por Carolyn Boyd entre las
que sobresale la competición institucional y la lucha ideológica, traduciénBERMEJO, ¿Qué es 59.
Ramón LÓPEZ FACAL, «La nación ocultada», en AA.VV. La gestión de la memoria. La historia
de España al servicio del poder (Barcelona 2000) 112.
102
José Carlos BERMEJO BARRERA y Pedro Andrés PIEDRAS MONROY, «Genealogía de la Historia»,
en José Carlos BERMEJO BARRERA y Pedro Andrés PIEDRAS MONROY, Genealogía de la Historia: ensayos
de historia teórica III (Madrid 1999) 75.
103
NIETZSCHE, Sobre 49.
104
Benoît PELLISTRANDI, «Reflexiones sobre la escritura de la historia de la nación española. Los
discursos preliminares de las Historias generales de España desde Modesto Lafuente (1850) hasta
Ramón Menéndez Pidal (1947)», en Odette GORSSE y Frédéric SERRALTA (eds.), El Siglo de Oro en
escena. Homenaje a Marc Vitse (Toulouse 2006) 752.
100
101
340
BRUNO PADÍN PORTELA
dose en una imposibilidad por construir un discurso hegemónico en torno a
la historia y la identidad nacionales.105
El Cid pertenece al mundo de las imágenes, los mitos y los símbolos. Si queremos que un mito sea eficaz debe ser conocido y compartido por
una comunidad, y qué mejor instrumento que la enseñanza de la historia
para socializarlo. Es ahí precisamente, en ese ámbito, en el que la evocación
juega un papel elemental, los jóvenes eran los encargados de apropiarse del
pasado glorioso español para asegurar la continuidad del carácter que fundía
sus orígenes en el mundo antiguo. Boyd reconoció que los héroes nacionales
tradicionales como el Cid o Santiago ejemplificaban virtudes cada vez más
anacrónicas,106 aunque pese a ello continuaban siendo útiles. En todo caso, los
textos debían trazar esos paralelos entre el pasado y el presente para que los
estudiantes de la época se sintiesen partícipes de las gestas que estudiaban.
Sin embargo, la falta de originalidad que acusaba la enseñanza de la
historia, limitada a repetir los tópicos que las historias generales consignaban, mereció las críticas de varios intelectuales. Entre ellos destaca Rafael
Altamira, una personalidad clave en este ámbito que en su fundamental
libro La enseñanza de la historia, publicado a finales del siglo XIX y donde
expuso con brillantez su doctrina metodológica, alertaba de «dos gravísimos inconvenientes» que tenían el manual o «libro de texto». El primero de
los problemas radicaba en que, por lo común, era obra «de tercera o cuarta
mano, escrita deprisa, sin escrúpulo y con fin comercial, más bien que científico»; y en segundo lugar, el «carácter dogmático, cerrado y seco con que
pretende contestar a las preguntas del programa».107
En otro texto elemental, recogido a partir de un discurso leído ante la
Real Academia de la Historia, Altamira rechazaba el libro único pero, eso
sí, abogaba por la vigilancia y la intervención «en cuanto a las condiciones
científicas de esos libros, siempre que se trate de aplicarlos a la enseñanza».108
Sobre estas recomendaciones regresó Altamira treinta años después al observar que los problemas derivados de la utilización del libro de texto no se
corregían. Con el propósito de cambiar la situación, Altamira ofrece una
105
Carolyn BOYD, Historia patria. Política, historia e identidad nacional en España: 1875-1975
(Barcelona 2000); «El pasado escindido: la enseñanza de la historia en las escuelas españolas, 1875-1900», Hispania 209 (2001) 861.
106
BOYD, «El pasado» 869-870.
107
Rafael A LTAMIRA, La enseñanza de la historia, Rafael ASÍN VERGARA (ed.) (Madrid 1997) 272.
108
Rafael A LTAMIRA, Valor social del conocimiento histórico (Madrid 1922) 32.
DE TRAIDOR AL REY A HÉROE NACIONAL
341
alternativa en forma de Epítome de historia de España, necesidad que justifica así:
Lo que la experiencia profesional me ha enseñado a mí, en cabeza propia y en la de mis compañeros cuya labor podía observar, es que los inconvenientes y peligros del libro para uso de los estudiantes (…) son mucho
mayores de lo que entonces yo creía, y que lejos de disminuir se han acrecentado y agravado en algunos países (…) Así, en lugar de decrecer el valor
instrumental del libro de texto en la primera y en la segunda enseñanza, ha
crecido hasta convertirse en el eje de las enseñanzas (…) El progreso del mal
ha sido tan avasallador, que ha invadido en gran parte hasta las cátedras de
las Licenciaturas universitarias.109
Pero se trataban de apreciaciones innecesarias, no porque careciesen
de sentido sino porque aceptarlas equivaldría a revisitar muchos de los mitos
que habían poblado el pasado nacional, con el peligro que eso conllevaba.
Las sucesivas generaciones de españoles, al contrario, tenían que saber quién
había sido el Campeador y qué valores representaba, en fin, qué atributos debían reunir para convertirse en buenos patriotas españoles. Y es que
como decía Immanuel Kant en unas lecciones recogidas y publicadas por su
alumno en la universidad de Königsberg Friedrich Theodor Rink, el hombre es lo que la educación hace de él.110
La vinculación entre el modelo de las historias generales y la enseñanza de la historia en España produjo, según Pilar Maestro, varios efectos
entre los que se deberían destacar tres.111 Por un lado, contribuyó a estructurar y fijar el conocimiento histórico en los diversos ámbitos educativos. En
segundo lugar, favoreció la creación de una imagen específica de la historia
española y, por tanto, de la imagen propia de España, a través de los tópicos permanentemente repetidos, entre los que el arquetipo cidiano es una
buena muestra de ello. Por último, benefició la fijación y mantenimiento de
una concepción de la historia como forma de conocimiento y de sus categorías fundamentales. Lo que estas consideraciones encierran es, en realidad,
la total influencia en los planes de estudios de las páginas que escribían los
historiadores responsables de narrar, con los condicionantes ideológicos y
políticos correspondientes en cada época, el discurso histórico de la nación
española.
109
Rafael A LTAMIRA, Epítome de Historia de España (Libro para los Profesores y Maestros)
(Madrid 1927) 8-9.
110
Immanuel K ANT, Pedagogía (Madrid 1991).
111
Pilar MAESTRO GONZÁLEZ, «El modelo de las historias generales y la enseñanza de la historia», Didáctica de las ciencias experimentales y sociales 16 (2002) 5-6.
342
BRUNO PADÍN PORTELA
El siglo XIX alumbró también las peores corrientes de lo que
Menéndez Pidal dio en llamar «cidofobia», cuyo único objetivo sería poner
en peligro o discutir la integridad moral de Rodrigo Díaz. En 1844, en la
ciudad de Gotha, Dozy encontró el pasaje correspondiente al historiador
musulmán Ibn Bassam en el que hablaba, aunque no de modo demasiado
favorable, del Cid. Pero este historiador no fue el primero en retratar una
imagen adversa del héroe español; había conocimiento ya de otros autores
como Joseph Aschbach, Charles Romey, Eugène Rosseeuw Saint-Hilaire o el
propio Masdeu en los que el Campeador no era un ejemplo de conducta, por
lo que Dozy debió, según Menéndez Pidal, experimentar más de una amargura. Dozy dedicó buena parte de sus Recherches a desacreditar la figura de
un Cid portador de todos los valores que debían acompañar al buen caballero medieval mediante la revelación de deslealtades, maldades y traiciones. Es bien sabido que Menéndez Pidal revisó la biografía cidiana en parte
gracias a las acusaciones vertidas en las Recherches, aunque lo hacía «de mala
gana (…) porque repugno profundamente el papel de apologista», resignándose de ese modo «a parecer un exculpador sistematico».112 En los volúmenes
de Dozy se encontraban pasajes tan ofensivos para el honor patrio, merecedores de la atención del filólogo español, como el siguiente:
Un chevalier espagnol du moyen âge ne combattait ni pour sa patrie
ni pour sa religion: il se battait, comme le Cid, «pour avoir de quoi manger», soit sous un prince chrétien, soit sous un prince musulman, et ce que
le Cid a fait, les plus illustres guerriers, sans en excepter les princes du sang,
l´ont fait avant et aprés lui.113
Esta afirmación de Dozy vendría a despojar al Cid de sus virtudes, sin
ideales por los que luchar, presentándolo simplemente como un mercenario
al que solo movía el interés por sobrevivir, independientemente de si lo hacía
del lado cristiano o del musulmán. En primer lugar, el Campeador defensor
del cristianismo desaparecía si esa sentencia era cierta, puesto que el prototipo de buen cristiano que exaltaban autores como Mariana114 o Colmeiro115
no podía, aunque su rey lo desterrase, ayudar a mantener la presencia musulmana en la Península. Además, el Cid podría ser considerado traidor al haber
entrado en combate con los ejércitos a los que antes pertenecía y haciéndolo,
MENÉNDEZ 35.
DOZY, Recherches 220-221.
114
Mariana expresaba que ‘el pueblo no cessaua de engrandecer al Cid, y subir sus hazañas
hasta las nuues. Llamauanle libertador de la patria, terror y espanto de los Moros, defensor y amparador de la Christiandad’, MARIANA 437.
115
Colmeiro insistía en que el ‘Cid, terror y espanto de los Moros, a quién el pueblo aclamaba
libertador de la patria’, COLMEIRO 10.
112
113
DE TRAIDOR AL REY A HÉROE NACIONAL
343
para más deshonra, al servicio del principal enemigo de la fe católica. Y por
último, aceptar que el Cid había sido un mercenario desacreditaba, no ya en
el plano individual al mismo personaje, sino a un nivel más general, un jalón
esencial del carácter nacional. Pero Dozy no escribía nada que no hubiese
afirmado Masdeu casi un siglo antes. En su Historia crítica cuestionaba las
acciones de Rodrigo Díaz en la misma dirección que el erudito holandés:
¿Cómo podían darse estos elogios á un guerrero profano, para el qual,
segun los mismos romances, tanto era vivir entre moros, como entre christianos, y tanto el hacer guerra á los primeros, como á los segundos? Aunque
fuese verdad lo que se dice de Rodrigo; el decirlo es un papel, que va en su
nombre, y lleva su firma, no era cosa propia ni natural.116
Para Menéndez Pidal estas acusaciones de Dozy y Masdeu no tenían
fundamento porque cualquier «caballero desterrado se iba a tierra de moros;
se puede decir que casi no tenía otro medio de vida». Por otro lado, ejemplos como el de Alfonso VI, que había sido destronado y expatriado, junto
con el de su hermano García de Galicia, teniendo que irse con sus mesnadas a servir a los reyes de taifas de Toledo y de Sevilla, servían de precedentes. Además, si el Cid padecía una suerte similar a la de su señor, nadie
mejor que él para comprender que no le quedaba otra alternativa que partir
hacia tierras musulmanas. Lejos de ser un agravio o una traición, Pidal creía
que la intervención del Campeador en las guerras de los musulmanes no era
exclusivamente un medio de vida, sino «un desgaste y debilitación del enemigo y una extensión de la influencia cristiana».117 Esto provoca, según del
filólogo español, que el Cid de Dozy vaya por un lado, mientras el Cid real
ande por otro.
El caso de Masdeu no fue único entre la historiografía española.
Modesto Lafuente, en el «Juicio crítico del Cid Campeador» no describía
una imagen mucho mejor en este sentido, aunque ello no quiere decir que
el palentino negase que «Castilla iba á verse bien pronto privada del robusto
brazo del mas ilustre de sus guerreros» o «el valor, la serenidad, la astucia y
MASDEU 348.
MENÉNDEZ 35. En otro libro Menéndez Pidal recordó el genio militar del Campeador, siempre al servicio de la causa cristiana: ‘El Cid fué un talento militar y organizador insuperable que con
sus mesnadas allegadizas, sin contar con el apoyo de ninguna entidad estatal, venció a los ejércitos
del emperador almorávide, invencibles para el rey de León y Castilla, invencibles para los mejores
capitanes, Álvar Fáñez y Enrique de Borgoña; Fernán González, aunque asistido por el gran condado de Castilla, no pudo sobreponerse a los ejércitos cordobeses’ y, a continuación, decía que ‘tanto
Fernán González como el Cid fueron irreconciliables enemigos del Islam’, Castilla 35-36.
116
117
344
BRUNO PADÍN PORTELA
la política».118 Se le censuraba principalmente sus alianzas con los musulmanes, a las que Lafuente se refería así:
Duélenos tambien sobremanera que el brioso capitan, el batallador
invicto, el campeador insigne, el que humilló é hizo tributarios tantos reyes
mahometanos, el que venció á tantos poderosos príncipes, hiciera alianzas
con los sarracenos contra los monarcas cristianos; que amigo y confedeardo
del emir de Zaragoza, combatiera y aprisionára al conde barcelonés, que
sirviendo á los Beni-Hud enrojeciera con sangre cristiana los campos de
Aragon é hiciera á las madres catalanas llorar á sus hijos cautivos con mengua de la caballería y menoscabo de la cristiandad.119
Altamira ofrece también la nota discordante del discurso al relatar que
una vez el Cid es expulsado de su patria con la pena del primer destierro y
«rodeado de su no muy numerosa tropa, busca riquezas y honores cerca de
otros reyes, á cambio de ayudarles con su espada». Prosigue Altamira manifestando que «al cabo, como muchos nobles castellanos y leoneses habían
hecho antes que él, se pone al servicio del reyezuelo musulmán de Zaragoza,
Almoctadir».120 Las palabras de Altamira se volvieron más gruesas al tratar
el tema del gobierno valenciano del Campeador, donde según el historiador
alicantino el caballero castellano «fué duro para los vencidos y no siempre
correcto y noble en los procedimientos», juicio que rompía con lo que tradicionalmente se había venido aceptando en relación con el carácter de Rodrigo
Díaz. Lejos de quedarse ahí, Altamira persiste: «En esto el Cid (…) conformaba con el carácter general de los nobles guerrilleros, ambiciosos, de poco
escrúpulo en las relaciones sociales, deseosos de riquezas y de poder, y que
lo mismo guerreaban contra musulmanes que contra cristianos».121 El perfil
cidiano de Altamira responde perfectamente en este punto al paradigma de
mercenario, pero tampoco le asigna una especial atención por considerarlo
un hecho excepcional, al contrario, lo asume como una actitud usual de la
segunda mitad del siglo XI. En cambio, Altamira no entra, a pesar de esbozar una imagen similar a la del Cid de Dozy o Masdeu, dentro de la nómina
de historiadores injuriosos y poco patrióticos de Menéndez Pidal.
David Wasserstein definió al Cid, en la línea que lo había hecho
Masdeu, Dozy y Altamira, como el paradigma de mercenario cristiano. Su
comportamiento, de acuerdo con este autor, respondería, aunque visto en
muchas ocasiones desde la perspectiva de un ideal de héroe de la recon118
119
120
121
LAFUENTE 500.
Modesto LAFUENTE, Historia general de España (Madrid 1851) vol. 5 21.
A LTAMIRA 368.
A LTAMIRA 369.
DE TRAIDOR AL REY A HÉROE NACIONAL
345
quista, al prototipo de señor de la guerra en el periodo de taifas.122 En contra
de lo que defendía Menéndez Pidal, Wasserstein interpretó la conducta del
Campeador no tanto como un cristiano que pretendía desgastar a los musulmanes, sino más bien como un guerrero que con sus métodos logró conseguir el éxito personal, ya que no hizo intento alguno de incorporar, por
ejemplo, la ciudad de Valencia al territorio de Alfonso VI. F.J. Peña sostuvo
que el Cid supuso una excepción por su capacidad para adaptarse a los postulados básicos de ambas culturas, donde supo desenvolverse con soltura al
margen de cualquier pronunciamiento radical sobre la supuesta superioridad
moral de cualquiera de ellas, lo que le valió el apelativo de personaje transfronterizo.123 Así, los objetivos de Rodrigo Díaz, más cercano a la ambición
personal y material, se deberían apartar del lugar común con el que frecuentemente se le asoció, la Reconquista.
Otra cuestión que contribuyó a engrandecer la figura del Cid es que
siempre se negó a guerrear contra Alfonso VI. Así lo atestiguaba el padre
Mariana, quien explicaba que ante cualquier invitación a ir contra territorios de su señor o a entrar directamente en contienda, el Cid se excusaba
«con que estaua debaxo del amparo del rey don Alonso su señor; y le seria
mal contado si combatiesse aquella ciudad sin su licencia, o le hiziesse qualquier desaguisado».124 Lafuente remite un pretexto similar para no blandir
la Tizona contra Berenguer: «El Cid, el cual no quiso atacarlos por consideracion al parentesco que unía a Berenguer de Barcelona con Alfonso de
Castilla su soberano»;125 mientras que Morayta alude a que «el Cid, agradecido á las atenciones y regalos que le hizo Cadir, dice al emir de Zaragoza,
que siendo Cadir aliado de Alfonso VI, y él, como castellano súbdito suyo,
hacer la guerra á Cadir era hacérsela á su propio señor», por lo que «no quiso
combatirlos, por ser su conde pariente de Alfonso VI».126 Colmeiro hace lo
propio y justifica la estoica actuación del Campeador. Según el académico
el Cid combatió con los musulmanes pero no en contra de su señor, en otras
palabras, lo que Rodrigo Díaz perseguía era guerrear «con los Moros en su
servicio como fiel vasallo, para hacerle señor de toda la tierra que conquis122
David WASSERSTEIN, The Rise and Fall of the Party-Kings: Politics and Society in Islamic
Spain, 1002-1086 (Princeton 1985) 262-263. Diego Catalán sostuvo que la mitificación del Cid partió de Alfonso X y sus historiadores, quienes elaboraron los textos sujetos ‘ya no sólo a los contenidos narrativos de esas fuentes cidianas latinas y árabes sino al prejuicio, universalmente asentado, de
que ese personaje de rango secundario era un héroe nacional, el héroe nacional por excelencia’, El Cid
en la historia y sus inventores (Madrid 2002) 257.
123
Francisco Javier PEÑA PÉREZ, «El Cid, un personaje transfronterizo», Studia historica. Historia
Medieval 23 (2005) 207-217.
124
MARIANA 470.
125
LAFUENTE 494.
126
MORAYTA 155.
346
BRUNO PADÍN PORTELA
tase» y solo «la lealtad debida á D. Alonso VI, de quien siempre se tuvo por
vasallo, pudo impedirle ceñir á sus sienes una corona y fundar una dinastia
sobre las ruinas del islamismo en la España oriental».127
Estas acciones fueron entendidas por la historiografía española como
una muestra de nobleza y, a la vez, un deseo del Campeador de volver con
Alfonso VI.128 El objetivo era eliminar el apelativo de mercenario tal y como
había sucedido con el de traidor. Menéndez Pidal, firme defensor del Cid,
subrayó que esta cualidad era reveladora porque la legislación medieval
amparaba al caballero, es decir, le reconocía el derecho de hacer la guerra
contra quien quisiera, incluido su antiguo señor. En este asunto Menéndez
Pidal se dejó llevar por esa dualidad que consistía en ver al Cid con la exaltación acostumbrada en toda su obra y Alfonso VI, por el contrario, con un
perfil más bien bajo y manipulable. Se trata de una contraposición entre el
héroe y el antihéroe, donde el caudillo tiene una categoría moral superior a
la del monarca. Menéndez Pidal pone el ejemplo, basándose en el Poema,
de que el Cid ni siquiera se dirigía a Sevilla, Badajoz, Toledo o Granada
por temor a tropezarse con el rey que le desterraba.129 El maestro español,
con el propósito de que no se pensase que el caso del Campeador fue único,
trae a colación el caso del conde Gonzalo de Asturias, quien, desterrado por
Alfonso VII, parte con su mesnada hacia Portugal y combate a su antiguo
rey, entrando en Galicia y Asturias.130
A la luz de lo expuesto hasta el momento da la impresión de que, mientras el Campeador se caracterizaba por ser un desecho de virtudes131 con una
conducta intachable, el monarca era un personaje envidioso, capaz de dejarse
llevar por los insidiosos comentarios que un grupo de nobles difundían por
la corte. Ahora bien, ¿por qué existe esa ambivalencia tan acusada entre las
figuras del Cid y del monarca? Andrés Gambra ha señalado la indiscutible influencia de un «aparato cronístico exclusivo cuya naturaleza y estilo,
unidos al halo con que la épica y la tradición historiográfica han rodeado al
COLMEIRO 17.
Mariana refiere a este respecto: ‘En el mismo tiempo que se dio principio a la conquista de
Toledo, el Cid continuaua la guerra en Aragon, con mucha prosperidad: ganó de los Moros diuersos
castillos y pueblos por toda aquella tierra, solo para ser colmada su felicidad, le faltaua la gracia de
su rey, la qual el mucho deseaua’, MARIANA 443.
129
MENÉNDEZ 304.
130
MENÉNDEZ 37.
131
Estas virtudes entusiasmaban a los musulmanes incluso tras tomar el Cid sus ciudades. Así
dice Morayta: ‘Desde lo más alto de la más alta torre saludó el Cid á la heróica ciudad. Sus primeras disposiciones fueron tan justicieras y tan respetuosas para los moros, que éstos se hacían lenguas
de el diciendo, que jamás habían conocido un hombre más honrado (…) Maravillados quedaron los
islamitas de aquellas excelentes razones del Cid’, MORAYTA 164-165.
127
128
DE TRAIDOR AL REY A HÉROE NACIONAL
347
Campeador, incitan insensiblemente a la apologética».132 Recordemos aquel
célebre verso del Poema que, en definitiva, contribuyó a crear y mantener esta
interpretación: «¡Dios, que buen vassalo! ¡Si oviesse buen señor!».133
El Cid y Castilla
El último punto que vamos a tratar es el que tiene que ver con la asimilación entre Castilla y el Cid, en caso de que existiera. En efecto, en contra de lo que pudiese parecer, esa vinculación no la tenemos tan clara a lo
largo de la historia. No se produce una asunción desde los albores de la
Reconquista de la personalidad del Cid como prototipo de la imagen de
Castilla. Aun así, es innegable que la impronta castellanista en la interpretación del pasado español fue esencial, a pesar de que su imagen llegó hasta
nosotros distorsionada y manipulada por diversos intereses que no tienen
que ver exclusivamente con el nacionalismo español.134
El momento de máxima identificación se produjo entre finales del
siglo XIX y comienzos del XX. Ayudaron decisivamente a ello el fuerte
sentimiento regeneracionista derivado de las fatales consecuencias del año
1898 y la irrupción política del catalanismo.135 Por supuesto, este proceso no
recayó únicamente sobre los historiadores; otros intelectuales, ya fuesen filósofos, literatos o poetas influyeron notoriamente en la idea del castellanismo
como vertebrador de España. Son bien conocidos los casos de Joaquín Costa,
Azorín, Antonio Machado, Miguel de Unamuno, Rafael Altamira o el propio Menéndez Pidal, estos últimos muy vinculados al Centro de Estudios
Históricos, creado por la Junta para Ampliación de Estudios. Aunque tal vez
quien más rotundamente reflejó esta noción que formaba parte de una tradición historiográfica de varios siglos en la que se sostenía que Castilla había
132
Andrés GAMBRA, «Alfonso VI y el Cid. Reconsideración de un enigma histórico», en
HERNÁNDEZ (coord.), Actas 190.
133
Colin SMITH (ed.), Poema de Mio Cid (Madrid 1994).
134
Acerca del papel castellano en la construcción de la historia española puede verse Antonio
MORALES MOYA, «La interpretación castellanista de la historia de España», en Antonio MORALES
MOYA y Mariano ESTEBAN DE VEGA (eds.), ¿Alma de España? Castilla en las interpretaciones del
pasado español (Madrid 2005), 21-55.
135
Juan Sisinio PÉREZ GARZÓN, «Castilla heroica, Castilla culpable: cuestiones de nacionalismo
español», en Pedro CARASA (coord.), La memoria histórica de Castilla y León: historiografía castellana en
los siglos XIX y XX (Valladolid 2003), 331. Pueden verse, sobre esta cuestión, los siguientes trabajos de Mariano ESTEBAN DE VEGA, «Historias generales de España y conciencia nacional», Revista de
História das Ideias 18 (1996) 45-61; «Castilla en la configuración de la historia nacional española»,
en Manuel REDERO SAN ROMÁN y María Dolores de la CALLE VELASCO (eds.), Castilla y León en la historia contemporánea (Salamanca 2009), 41-70; «Castilla en la primera historiografía nacional española, 1833-1900», Alcores 12 (2011) 19-35.
348
BRUNO PADÍN PORTELA
llevado a la creación de España fue José Ortega y Gasset en su España invertebrada. En el libro Ortega muestra su preocupación ante el proceso de desarticulación que estaba sufriendo el país, ambiente en el que Castilla ofrecía
un poder unificador que se podría resumir del modo siguiente:
Porque, no se le dé vueltas: España es una cosa hecha por Castilla, y
hay razones para ir sospechando que, en general, sólo cabezas castellanas tienen órganos adecuados para percibir el gran problema de la España integral.
Más de una vez me he entretenido imaginando qué habría acontecido si, en
lugar de hombres de Castilla, hubiesen sido encargados, mil años hace, los
unitarios de ahora, catalanes y vascos, de forjar esta enorme cosa que llamamos España.136
Las historias generales son un fiel reflejo de este modelo historiográfico que propugna la preeminencia de Castilla sobre el resto de reinos de la
Península. Cuestión muy distinta es que los historiadores que estamos analizando viesen en el Campeador la figura portadora de unos valores castellanos que pudiesen ser válidos para el conjunto del territorio español. Frente a
lo que pudiera parecer, al Cid no le fue encomendada esa función. En efecto,
Mariano Esteban observó que Modesto Lafuente, enlazando con la tradición revisionista del siglo XVIII, estaba muy lejos de tomar al Cid como esa
figura depositaria de unos valores esenciales castellanos.137
En cambio, si tomamos como ejemplo lo que refiere Morayta podemos percibir una cierta asimilación entre el Cid y las glorias castellanas que
debía encarnar. Así, relataba este autor que ya en la guerra de Sancho I de
Aragón aparecería el Campeador con las virtudes del valor, la serenidad, la
astucia o la política. Pero Morayta es más explícito cuando reconoce que fue
en Valencia donde «ganó Rodrigo su imperecedero renombre, y los títulos, por cuya virtud personificó todas las condiciones de la nacionalidad
castellana».138
No obstante, va a ser Menéndez Pidal, de nuevo, quien marque el
punto de inflexión en la creación de esta dualidad entre el Cid y Castilla.
Para Pidal lo hispánico equivalía a una cultura unitaria cuyos principales
elementos formativos eran, en expresión de Fox, una Castilla innovadora y
democrática que rompía con el feudalismo tradicional leonés.139 Suyas son las
palabras que decían que «Castilla recibió las primeras condiciones necesa136
José ORTEGA Y GASSET, España invertebrada. Bosquejo de algunos pensamientos históricos
(Madrid 1921) 31.
137
Mariano ESTEBAN DE VEGA, «Castilla y España en la Historia general de Modesto Lafuente»,
en MORALES Y ESTEBAN (eds.), ¿Alma de España? 114.
138
MORAYTA 155.
139
FOX, La invención 105.
DE TRAIDOR AL REY A HÉROE NACIONAL
349
rias para constituirse en directora de una vida nueva entre los pueblos de la
Península».140 La consolidación del estereotipo historiográfico consistente en
ver al Cid como símbolo de las virtudes castellanas y del alma española al
encarnar la lealtad, la valentía y un sentido de la justicia que tendría su fiel
reflejo en el juramento de Santa Gadea debe mucho a Menéndez Pidal. De
hecho, la utilización de sus textos y del Cid como modelo ideal del nuevo
ejército franquista fue analizada por María Eugenia Lacarra.141 Utilización
que se extendería hasta la literatura del siglo XXI, cuando el mito cidiano se
desplegaría como un recurso narrativo de gran interés, convirtiéndose en un
significante más que oportuno para enunciar, desde ese ámbito, algunas particularidades de la condición posmoderna.142 En la elaboración pidalina del
pasado hispano Castilla había sido unificada definitivamente por los Reyes
Católicos. El Cid corporeizaba, según Fernando Wulff, los instintos democráticos y el carácter innovador de los castellanos, cuestiones que serían las
claves de su hegemonía posterior.143
Conclusiones
El Cid nos ofrece múltiples opciones en su estudio. Además, de las mismas características repetidas a lo largo de siglos como tópicos, el Campeador
se enmarca dentro de una tipología que permite establecer algunas características comunes a los héroes nacionales, básicamente Viriato y Sertorio. Esa
tríada, al frente de la cual se sitúa el Cid, compartiría, en primer lugar, la
envidia como factor que explicaría su desarrollo vital. Una envidia que se
debe a la incapacidad de sus contemporáneos por igualar su destreza en el
campo de batalla, su sentido de la justicia o su sentimiento religioso, entremezclándolo todo para convertirse en paradigma. Por definición, los héroes
trascienden su tiempo y se elevan al panteón mitológico porque en ellos la
sociedad reconoce sus propias aspiraciones vitales.
MENÉNDEZ, Castilla 39.
María Eugenia LACARRA, «La utilización del Cid de Menéndez Pidal en la ideología militar franquista», Ideologies and Literature 12 (1980) 95-127. Más recientemente puede verse Francisco
Javier PEÑA PÉREZ, «La sombra del Cid y de otros mitos medievales en el pensamiento franquista»,
Norba 23 (2010) 155-177. No debemos pensar que el Cid sirvió únicamente a los propósitos franquistas, ya que fue manipulado también por los republicanos, quienes reivindicaban, según Peña
Pérez, la memoria cidiana como expresión simbólica de la lealtad al orden legalmente establecido y
de resistencia a la invasión ‘extranjera’, «El mito del Cid en la sociedad española contemporánea»,
Arqueología, historia y viajes sobre el mundo medieval 36 (2010) 72.
142
Raquel CRESPO-VILA, «Reescrituras cidianas: Rodrigo Díaz de Vivar y la condición posmoderna», Cuadernos de Aleph 7 (2015) 31-52.
143
Fernando WULFF, Las esencias patrias: historiografía e historia antigua en la construcción de la
identidad española (siglos XVI-XX) (Barcelona 2003) 216.
140
141
350
BRUNO PADÍN PORTELA
Los héroes españoles coinciden también en la suerte que le depara su
propia virtud, y eso hace que en ellos se vea muy bien reflejada la idea de
traición. En el caso de Viriato y Sertorio, ambos son traicionados, mientras que el Cid, como hemos visto, es acusado de traidor. No se trata de una
casualidad, sino que está relacionado con las consecuencias que la envidia
provoca en sus rivales. Personajes de orígenes humildes que consiguen ascender hasta desempeñar un papel decisivo en los acontecimientos que les tocan
vivir. Su carácter modélico, ejemplar; sus derrotas mismas tienen una calidad triunfal, incluso una vez muertos, a pesar de las rivalidades que pudiesen tener, los reyes, como en el caso del Cid, acuden a sus exequias y le
presentan sus respetos, según se lee en Mariana.
Pero existe quizás una conclusión mucho más genérica, esto es, la conveniencia de releer con espíritu crítico la historia. No nos estamos refiriendo
únicamente a aquellos que la escribieron, sino también a cómo lo hicieron, en qué circunstancias. Son diferentes los condicionantes sociales, políticos o ideológicos que experimenta un monje que redacta su texto durante
el siglo XII en su cenobio a aquel historiador que lo hace, por ejemplo, en
el XIX, con la misión de crear una conciencia nacional que se vertebre y sea
efectiva, además, mediante el empleo de instrumentos como la educación.
El análisis llevado a cabo en este trabajo nos obliga, por último, a revisar las categorías de héroe y traidor que tantas veces se creen tan bien diferenciadas al amparo de la historiografía tradicional. En ocasiones los matices
que sitúan a un personaje histórico en uno u otro lugar son realmente difusos, lo que favorece la fácil manipulación o tergiversación por parte de los
encargados de dictar qué es la historia en cada momento. El trabajo del historiador crítico nietzscheano se revela fundamental para lograr desmitificar
los personajes y episodios que durante siglos obedecieron intereses de todo
tipo, liberando de ese modo a la historia de tan pesada carga.
ÍNDICE
Carta del Director ......................................................................................................................................................................................
V
DE RE IURIDICA GESTA
Aquilino IGLESIA FERREIRÓS, Entre la leyenda y el mito: los Usatici Barchinone. Quod nihil scitur..............................................................................................................................................
3
Paolo MARI, Letture Bartoliane e «Bartolismo»...................................................................................
209
Francisco Luis PACHECO CABALLERO, Desheredación, exclusión de la herencia, preterición. Textos catalanes ...................................................................................................
237
Enrique ÁLVAREZ CORA, Transfiguraciones de la herejía. (Siglos XVIXVIII).......................................................................................................................................................................................................
255
DE BATAYLA FACIENDA
Bruno PADÍN PORTELA, De traidor al Rey a héroe nacional: La figura de
El Cid en la historiografía española ....................................................................................................
309
DE OPINIONIBUS ET NOSCENDIS
Aquilino IGLESIA FERREIRÓS, Frangullas ou Migallas (21) ..................................................
353
724
ÍNDICE
DOCUMENTA
Aquilino IGLESIA FERREIRÓS, Una aproximación a la historia de la
tradición textual del derecho catalán a través del MS. P 6
(=BNP. Ms. lat. 4673). Introducción ................................................................................................
427
DE RE BIBLIOGRAPHICA
II: Notas bibliográficas......................................................................................................................................................................
599
LIEBRECHT, Johannes, Fritz Kern und das gute alte Recht. Geistesgeschichte
als neue Zugang für die Mediävistik. Nota de Faustino J. Martínez
Martínez................................................................................................................................................................................................
599
III: Bibliografía ...............................................................................................................................................................................................
605
IV: Índice de autores .............................................................................................................................................................................
671
Normas y siglas para envíos de originales .....................................................................................................
681
Últimos libros registrados...........................................................................................................................................................
691
Boletín de suscripción.........................................................................................................................................................................
693
Publicidad ................................................................................................................................................................................................................
695
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Initium 15.1-2 (2010):
Initium 20.1-2 (2015):
Initium 21.1-2 (2016):
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