Svoboda | Graniru | BBC Russia | Golosameriki | Facebook
Academia.eduAcademia.edu
BIBLIOTECA CLÁSICA publicada bajo la dirección de francisco rico CANTAR DE MIO CID CANTAR DE MIO CID edición, prólogo y notas de alberto montaner estudio preliminar de francisco rico centro para la edición de los clásicos españoles galaxia gutenberg círculo de lectores el presente volumen está dedicado a la memoria de ramón menéndez pidal ESTUDIO PRELIMINAR A A.D. UN CANTO DE FRONTERA: «LA GESTA DE MIO CID EL DE BIVAR» Brinda, poeta, un canto de frontera... Antonio Machado Las bodas de las hijas del Cid con los infantes de Carrión, en Valencia la mayor, se celebraron tan espléndidamente, en un salón «tan bien encortinado», radiante de «tanta pórpola e tanto xamed e tanto paño preciado», que el juglar no resiste la tentación de ponerles los dientes largos a quienes le están escuchando: ¡Sabor abriedes de ser e de comer en el palacio! La observación, poco menos que impertinente si dirigida a gentes de alta condición, sin duda resultaría apropiadamente sugestiva para el auditorio de menos pelo —«civibus laborantibus et mediocribus»— que Juan de Grouchy prefería para las gestas. En cualquier caso, el verso () equivale a una invitación a que los oyentes se sitúen con la fantasía en el centro mismo de la acción y compartan mesa y manteles con los protagonistas. En exacta correspondencia y a la vez en sintomática contrapartida, el Cantar había evocado antes (vv.  y ss.) el cuadro dramático de una Valencia largamente asediada, donde los alimentos se agotan y no hay de dónde echar mano, a quién recurrir: ¡Mala cueta es, señores, aver mingua de pan, fijos e mugieres verlos murir de fanbre! A nosotros el pasaje sigue conmoviéndonos, en especial cuando caemos en la cuenta de que los sufrimientos que han arrancado esa reflexión transida de piedad son los del enemigo, y además infiel. Pero los espectadores del siglo XII hubieron de estremecerse más y sentirse más en la piel de los sitiados, porque sabían también más de cerca lo que era morir de hambre, comiéndose no ya la tierra o las culebras, sino incluso (lo cuenta Raúl el Glabro) «virorum ac mulierum infantumque carnes». El poeta no pretendía descubrirles nada nuevo, antes bien quería ponerlos a ellos mismos por testigos, inducirlos a contrastar el relato en su propia experiencia, a reconocerse en él. xi xii francisco rico Digamos ya, a reserva de ir ilustrándolo luego en algunos puntos, que quizá no hay rasgo que marque el Cantar de Mio Cid más honda y extensamente que la actitud que suponen esos dos momentos simétricos, con el doble designio de hacer entrar a la audiencia en el tema y, por otro lado, de aproximar el tema a la audiencia. Precisemos enseguida que es decididamente ese último movimiento, la aproximación a las coordenadas del público, a su ámbito de vivencias y referencias, el que marca la orientación dominante en el poema, en tanto a ella se pliegan los principales factores del argumento, la estructura o la ideología, desde los recursos menudos de la técnica narrativa a las grandes líneas en la selección y disposición de la materia, pasando por los perfiles y matices en el retrato de los personajes o por la imagen de la sociedad que les sirve de fondo. Añadamos todavía que tal orientación es indisociable de las circunstancias de lugar, tiempo y perspectiva histórica en que se concibió la versión original del Cantar, cuando mediaba el siglo XII, en la frontera castellana enmarcada por las cuencas altas del Duero, el Henares y el Jalón, y, en fin, que está animada por un deseo de innovar profundamente la tradición de la poesía épica. Una parte de todo ello, sin embargo, estaba en la naturaleza del género. Una canción de gesta pone a un juglar frente a un público, sin apenas distancias, sin mediaciones, para recorrer juntos durante varias horas los derroteros de una narración heroica. El juglar no es como el escritor que publica una novela y se esfuma para siempre tras el volumen impreso: está en medio del corro, el desarrollo de la narración es también una acción suya, un comportamiento suyo personal, que además tiene que ver con la relación que establece con los oyentes, cuyas circunstancias y reacciones pueden llevarlo a mudar en más de un aspecto la fisonomía del poema, a acelerar o retardar el tempo, alterar el papel de un personaje, omitir unos elementos, atenuar o subrayar otros. En cualquier caso, el espectáculo sólo llega a buen puerto si se establece un vínculo sólido y continuado, si el juglar se gana la complicidad del público y de una o de otra manera logra implicarlo en la narración. De ahí, por ejemplo, la frecuencia con que la aparición de un personaje o la introducción de un parlamento se realzan con un ademán mostrativo o con una llamada de atención que equivalen a otras tantas exhortaciones a representarse la escena con plena inmediatez, a verla, a oírla como si todo ocurriera en la misma plaza, en la misma estancia, donde suena el Cantar: estudio preliminar xiii Afevos doña Ximena con sus fijas dó va llegando, señas dueñas las traen e adúzenlas adelant... (vv. 262-263) Fabló Martín Antolínez, odredes lo que á dicho... (v. 70) En análogo sentido, las referencias a los cambios de rumbo de la narración postulan más de una vez que la construcción del relato no es únicamente cosa del juglar, sino asimismo del público: Dexémosnos de pleitos de ifantes de Carrión..., fablemos nós d’aqueste que en buena ora nació... (vv. 3708 y ss.) Y de ambos son igualmente el juicio moral o la toma de partido que ahí van implícitos pero que en otras ocasiones se manifiestan con toda la vehemencia de quien se ha metido en la historia hasta los codos: ¡Cuál ventura serié esta, sí ploguiesse al Criador, que assomasse essora el Cid Campeador! (vv. 2741-2742) Todo eso, decía, está en parte en la naturaleza misma de las gestas, según se comprueba al verlo concretado gracias a los procedimientos expresivos que el Cantar ha heredado de la épica francesa, origen de la epopeya románica. (Que tales procedimientos no se limiten al calco de unas fórmulas ni suelan recurrir a las adaptaciones literales, no significa que la deuda pueda ponerse en duda. Así, los dos últimos versos copiados, por no ir más lejos, son una afortunada versión del mismo arquetipo que la Chanson de Roland, al referir cómo se aposta el ejército pagano, realiza con bien diverso tenor literal: «Deus, quel dulur que li Franceis ne’l sevent!».) Pero, como también apuntaba, la nota de veras peculiar al texto castellano es la predilección por la segunda de las dos direcciones arriba señaladas: sin renunciar en absoluto a hacer entrar a la audiencia en el terna, a procurar que se sienta vívidamente transportada al marco de la narración, el Cantar del Cid se singulariza por el arte de aproximar el tema a la audiencia, de ajustar los ingredientes del poema al talante, los intereses, la realidad del público a quien se destina. La meta era que el Cid les pareciera a los oyentes tan vecino como el mismo juglar. Sobre héroes y hombres . Aristóteles y Valle-Inclán (bastará citar a don Ramón María) proclamaban que «hay tres modos de ver el mundo artística o estéticamente: de rodillas, en pie o levantado en el aire. xiv francisco rico Cuando se mira de rodillas..., se da a los personajes, a los héroes, una condición superior a la condición humana... Así Homero atribuye a sus héroes condiciones que en modo alguno tienen los hombres. Se crean... seres superiores a la naturaleza humana... Hay una segunda manera, que es mirar a los protagonistas novelescos como de nuestra propia naturaleza», tal en Shakespeare. «Y hay otra tercer manera, que es mirar al mundo desde un plano superior... y considerar a los personajes de la trama como seres inferiores al autor, con un punto de ironía.» No renuncia el Cantar a ese irónico grano de sal, y no simplemente para fantoches como los infantes de Carrión, ni, desde luego, le regatea a Rodrigo el resplandor de una indiscutible preeminencia. Pero con todo y con eso la perspectiva que mejor define los hábitos y los logros del juglar consiste en contemplar a los héroes puesto en pie, frente a frente, a ras de la misma tierra que pisan él y los espectadores. No hay que pasar de los primeros versos para advertir que los rasgos más notorios del Campeador, apenas sale a escena, no son el ímpetu y la extremosidad distintivamente épicos, sino actitudes y sentimientos que pertenecen al ancho marco de las experiencias posibles en todos los hombres. En Le charroi de Nîmes, cuando el rey Luis se muestra injusto con él, Guillermo de Orange se echa a dar gritos, «a sa voiz clere conmença a huchier», increpa al soberano, pierde los estribos, pretende arrancarle la corona de la cabeza... La situación es comparable a la del Cantar: la ingratitud de Luis empuja al caballero a irse a ganar los duros feudos de la frontera de España, aumentando la parva mesnada con que ha entrado en París —«en sa compaigne quarante bachelers»— con la multitud de guerreros que enseguida se le unen y a quienes promete «deniers et heritez, chasteaus et marches». Pero, ahí, Guillermo es solo exterioridad aparatosa y vociferante. En el poema español, en cambio, tras el regio mandato de destierro, lo importante está en el trance íntimo del personaje, en el dolorido sentir que cuaja en lágrimas serenamente calladas. De los sos ojos tan fuertemientre llorando, tornava la cabeça e estávalos catando... Lo que ve el proscrito son «palascios deseredados e sin gente», «puertas abiertas e uços sin cañados, alcándaras vazias»: visiones de una normalidad brutalmente interrumpida, imágenes del despojo que Rodrigo sufre también por dentro. En las gestas francesas, en el mismo Charroi de Nîmes, no falta el héroe que vuelve la cabeza, suspirando, hacia los lugares queridos de donde ha de alejarse: lo que falta por completo es el tono de estudio preliminar xv cotidianidad, el encuadramiento de la pena en un panorama de cosas domésticas, la traducción del drama a términos de vida privada que todos pueden asumir como propios. Tan cierto es que desde el mismo arranque el poeta busca con deliberación subrayar en el protagonista la dimensión no específicamente heroica, sino ampliamente humana, y por ahí condivisible. Al punto comprobamos, en efecto, que todas las gentes de buena voluntad, toda la ciudad de Burgos, hacen suyos los «grandes cuidados» del Campeador. Exiénlo ver mugieres e varones, burgeses e burgesas por las finiestras son, plorando de los ojos, tanto avién el dolor. De nuevo, la situación tiene en la epopeya francesa paralelos con los cuales, como de costumbre, el Cantar se enlaza a través de antecedentes comunes; pero no hay allí ni rastro de esa vasta sympátheia, de esa correspondencia de ánimos, con que todos los moradores de la villa entienden y comparten la aflicción del expatriado. Nada que conozcamos en esa tradición equivale a la inolvidable «niña de nuef años» que, porque los burgaleses han sentido como Rodrigo, exhorta a Rodrigo a sentir como ellos: Cid, en el nuestro mal vós non ganades nada, mas el Criador vos vala con todas sus vertudes santas. Las «mugieres e varones» de Burgos se conducen justamente como el juglar quería del público que le rodeaba. Nadie ha dejado jamás de apreciar la densidad del retrato del Cid que dibuja el Cantar, ni a nadie se le ha escapado que todas las cualidades heroicas están en él matizadas por una infalible humanidad: los visajes épicos ceden el puesto a la sonrisa (ninguno de sus pares la tiene tan fácil) o a la emoción viril que llega a «descubrirle las telas del coraçón» (v. ). Inútil, pues, insistir en que la semblanza del protagonista es la manifestación primaria de la voluntad de arrimar el mundo de la gesta al mundo del auditorio. Pero no a otra querencia responde asimismo la disposición de la materia, la estructura del relato, y no en otra parte está la clave de las supuestas anomalías al respecto que a veces se han insinuado. La crítica no ha tenido empacho en opinar, por ejemplo, que el Cantar habría resultado más acorde con los hábitos de la epopeya románica xvi francisco rico si concluyera con la conquista de Valencia, sin extenderse a lo largo de una segunda mitad centrada en la afrenta de Corpes y la consiguiente venganza, es decir, en un asunto con notables repercusiones sociales y hasta políticas, pero en definitiva de índole privada. Todavía más frecuente ha sido y es la desazón de quienes observan y aun lamentan la falta de correspondencia entre el relieve que el texto otorga a determinados hechos y la importancia que tales hechos pudieran revestir en la España de finales del siglo XI. Para no luchar en demasiados frentes, contentémonos con echar un vistazo a un factor que sale a relucir en una y otra postura. A muchos ha desconcertado, en efecto, que el sometimiento de Valencia, la hazaña en que culmina la carrera de Rodrigo Díaz, se liquide en unos cuantos versos (tres sólo, -, se dedican a los «tres años» centrales de la campaña), mientras a la ocupación de dos poblachones como Castejón de Henares y Alcocer se le reserva medio millar cumplido. Dejemos de lado que carecería de sentido exigir al juglar que pintara el asedio de Valencia en términos análogos a los empleados para Castejón y Alcocer. Las cualidades del Cid como caballero y estratega quedan sobradamente claras en la primera ocasión en que ha de exhibirlas, cuando, desterrado y en apuros, todo debe fiarlo en ellas. Al presentarlas ofrece además el poema un espléndido repertorio de los procedimientos narrativos —propios o mostrencos— capaces de dar una imagen vivacísima de la guerra. La hoja de servicios militares del Campeador puede llenarse copiosamente con esas dos batallas: las restantes es obligado suponérselas, como al juglar las dotes para contarlas. En el planteamiento del Cantar, por otro lado, Alcocer está sujeta «al rey de Valencia», quien, perfectamente al tanto de que no hacerlo supone franquear el paso al enemigo (Ribera de Salón todo irá a mal, / assí ferá lo de Siloca, que es del otra part»), envía en socorro de la plaza a «aquestos dos reyes que dizen Fáriz e Galve» (vv. , -, ): al vencerlos, pues, el Cid anticipa la conquista de Valencia. En Alcocer está Valencia, y allí se despliegan tan brillantemente las excelencias de Rodrigo como soldado, que haberlas ilustrado también a la orilla del Turia habría sido poco menos que una reiteración enojosa. De todos modos, ¿de verdad la conquista de Valencia se relata con tanta prisa? Los combates en el Valle de Henares sin duda están más detallados, pero no es cierto que la conquista de Valencia no reciba el adecuado resalte. Porque la conquista que el juglar realza es que el Cid puede establecer ahí una sede episcopal («¡Dios, qué alegre era todo cristianismo!»), hablar de té a tú a Alfonso VI (por mucho que se guarde de ha- estudio preliminar xvii cerlo) y, por encima de cualquier otra cosa, mandar por Jimena y sus hijas. Cierto que «alegre era el Campeador con todos los que ha, / cuando su seña cabdal sedié en somo del alcácer», recién entrado en la ciudad (vv. -). Pero Valencia no acaba de entregársele por entero hasta que puede abrazar «a la madre e a las fijas» (v. ) y llevarlas a tomar posesión de la rica heredad desde lo más alto de esa misma atalaya, símbolo de supremacía y dominio: Ojos vellidos catan a todas partes, miran Valencia cómmo yaze la cibdad, e del otra parte a ojo han el mar... (Tiene razón Azorín: jamás antes habían visto el mar.) ...miran la huerta, espessa es e grand, alçan las manos por a Dios rogar d’esta ganancia cómmo es buena e grand. (vv. 1612 y ss.) Pronto, «las dueñas» vuelven a subir al alcázar para ver con qué jovial arrojo el Cid defiende Valencia frente a las huestes de Marruecos: «¡afarto verán por los ojos cómmo se gana el pan!». El corazón le crece a él cuanto a ellas se les achica. ¿No hay que ir pensando en las bodas de Elvira y Sol? Pues de Marruecos les viene la dote: «por casar son vuestras fijas, adúzenvos axuvar» (vv. , ). En ese ‘ajuar’ está la más auténtica conquista de Valencia en el Cantar. Valencia no representa ya un bastión cristiano frente a la morería de , sino un hogar y una hacienda que muestra toda la grandeza del héroe, mejor que al lejano rey de León, a los ‘ojos hermosos’ de su mujer y de sus hijas. Así, pues, la conquista de Valencia es en el Cantar menos la duplicación de unos sucesos de finales del siglo XI, como complacería a algunos lectores modernos, que pieza eficacísima de una delicada construcción narrativa, que tiene presente pero no acata, según hoy quisieran otros, las rutinas de la epopeya románica. El juglar concede al episodio toda la relevancia deseable, pero no la mide en el mapa de la Reconquista o del juego de fuerzas en los tiempos de Alfonso VI, ni de acuerdo con los planteamientos de rigor en las gestas, sino que la acota en otro campo: la verdad familiar, personal, humana de Rodrígo Díaz. Sólo si se percibe que ése es precisamente el terreno privilegiado por el autor se comprende también la estructura de la obra, no gobernada por las convenciones de la épica al uso ni sujeta a las constricciones de la xviii francisco rico historiografía, sino atenida a una concepción propia y singular de la verdad poética. No hay, por supuesto, ninguna posibilidad de cortar el relato a la altura de la toma de Valencia, ni siquiera en la viñeta de la subida al alcázar, sin romper los firmes hilos que ligan los fundamentos mismos de la trama, con la inequívoca oración y promesa del Cid («¡...que aún con mis manos case estas mis fijas!», v. b), a las dos bodas de doña Elvira y doña Sol sobre las cuales gira la segunda mitad del poema, con su acento en un conflicto privado y su aire doméstico. Pero si por pura fantasía nos imagináramos un Cantar del Cid que se cerrara con la entrada en Valencia, tendríamos, sí, un texto más conforme con la tradición épica, pero por eso mismo más inconciliable con los designios del poeta, según cuya jerarquía de valores el protagonista no es tanto el guerrero invicto, el conquistador con aureola de mito —el único Mio Cid de quien alcanzaría algunas noticias el común de los oyentes—, cuanto el Ruy Díaz de Vivar a quien no resta grandeza estar hecho del mismo barro que quienes escuchan sus hazañas. Ni que decirse tiene que la idea de la sociedad, los ideales y, si se quiere, la ideología que respira ese Rodrigo no podían ser tampoco otros que los del juglar y su público. Don Quijote se echó al camino sin dineros, «porque él nunca había leído en las historias de los caballeros andantes que ninguno los hubiese traído» (, ). Inútilmente los buscaríamos nosotros en las gestas francesas: ni por excepción se trata ahí de pagar soldadas ni hay héroe que ande en apuros crematísticos. Al Cid, por el contrario, el primer problema que le sale al paso es conseguir fondos para atender las necesidades de su mesnada y de su familia; y la solución que le encuentra no tiene parangón en los anales de la epopeya: pedir un préstamo a unos usureros, en un episodio aderezado novelescamente, pero en última instancia de tan nulo aliento épico como lo sería hoy empeñar una joya (falsa) o hipotecar una casa (ajena). Una vez financiado el comienzo de la campaña, las dificultades pecuniarias desaparecen para siempre, porque la actividad militar y la actividad económica son para el Cid una sola cosa y sus triunfos en la una no se distinguen de sus logros en la otra. Guerreros de profesión él y los suyos, hasta apoderarse de Valencia no tienen más ingresos que el botín del combate («Si con moros non lidiáremos, no nos darán del pan», v. ), porque no les interesa, digamos, la posesión de Alcocer, sino los tres mil marcos que la morería paga por la plaza y las demás presas que pueden llevar consigo: «escudos», «armas», «cavallos», «oro e plata», estudio preliminar xix «estos dineros e estos averes largos»... (vv.  y ss.). Es esa «ganancia» inmediata, en bienes muebles, la que a corto plazo les otorga prestigio y encumbramiento: gracias a ella, los caballeros infanzones («que todos ciñen espadas», v. ) se elevan en la escala nobiliaria a cuyos peldaños inferiores pertenecen, y «los que fueron de pie caballeros se fazen» (v. ), es decir, los peones se tornan libres e ingresan en la caballería, siquiera sea por la puerta de servicio de la caballería villana. En cuanto al propio Rodrigo, que estamentalmente no pasa de infanzón, de simple hidalgo, los rendimientos de la guerra le devuelven y le aumentan la estimación de Alfonso VI (y eso era de hecho y derecho un ascenso de categoría), la conquista de Valencia lo convierte en señor de tierras y hombres (y hasta le depara la regia prerrogativa de designar obispo), y, por ende, como él había prometido («si les yo visquier, serán dueñas ricas», v. ), ve a sus hijas casadas con «ricos omnes», miembros de la nobleza inmemorial, la flor y nata del poder y la influencia, y luego alzadas al estatuto que nunca se habrían atrevido a soñar, a la esfera de la misma realeza. Cuando se recuerdan esas grandes líneas de fuerza, cobra plenitud de sentido la incontrovertible observación de don Ramón Menéndez Pidal sobre el carácter local del Cantar, donde los itinerarios se cruzan una y otra vez, con precisiones y apostillas toponímicas insólitas para cualquier otra comarca, en los parajes que se extienden desde el entorno de San Esteban de Gormaz al de Calatayud. Es esa, a todas luces, la región que el juglar conoce de cerca y cuyos moradores, en primer término los de Gormaz, «siempre mesurados», «muy pros» y «coñoscedores» (vv.  y ss.), constituyen el público de elección a quien tiene presente. Pero la fisonomía del territorio no es menos nítida. Estamos en uno de los centros neurálgicos de la frontera de Castilla, en la extremadura del Duero, que desde el bastión de la Medinaceli reconquistada por Alfonso VI y nunca vuelta a perder, desde la «peña muy fuert» de la vieja Atienza (v. ), en los tiempos de Alfonso VII y Alfonso VIII puja por consolidar las bases de la ofensiva cristiana. La frontera, sobre todo desde los días del «buen Emperador» (v. ), es una sociedad en armas, permanentemente dispuesta para el ataque y el saqueo. Los pobladores se han asentado allí atraídos por apetitosas exenciones e inmunidades, con favorables expectativas de medro, a costa, eso sí, de una vida recia como ninguna. En las ciudades fronterizas y en sus alfoces, se vive para la guerra y de la guerra. No se buscan las tierras, sino las riquezas de los moros, el botín que proporcionan las cabalgadas y cuyo reparto se lleva a cabo atendiendo escrupulosamente a la aportación eco- xx francisco rico nómica y personal de cada uno. Las milicias concejiles y las huestes constituidas expresamente para las razias no esperan que el rey las movilice (a menudo, ni siquiera reparan en las conveniencias y los compromisos del monarca): toman la iniciativa por su cuenta y riesgo, con entera autonomía, y no se limitan a incursiones de corto radio, sino que a veces se internan hasta Sevilla, hasta Córdoba. Los límites de las clases se difuminan: al instalarse en la frontera, los infanzones con frecuencia han de renunciar a sus privilegios fiscales y judiciales, pero también se les abre la puerta a alcanzar la condición de señores adquiriendo el dominio sobre territorios yermos; los caballeros villanos, vale decir, quienes reciben de un señor o logran por sí mismos caballo y pertrechos, tienen a su vez excelentes oportunidades de hacer fortuna y en su momento distribuirse con los hidalgos el poder municipal. Es comprensible que para esas gentes el Cid fuera el héroe por excelencia. En definitiva, lo que cuenta la primera mitad del Cantar es una larga incursión guiada por un adalid con todas las virtudes que para el puesto se requerían y apreciaban, desde interpretar el vuelo de las aves hasta cuidar cada detalle del combate, y rematada por unos beneficios espectaculares para todos: «a cavalleros e a peones fechos los ha ricos» (v. ), «el oro e la plata ¿quién vos lo podría contar?» (v. ). Una incursión, por otro lado, coronada por una conquista como muchas en las que intervinieron las milicias concejiles y proseguida hasta unas tierras no más distantes que las que algunas asolaban. Los enemigos del Cid temían que cualquier noche se plantara «allá dentro en Marruecos» a darles «salto», a pasar el país a saco, pero él no pensaba embarcarse en operaciones tan insensatas (vv.  y ss.). En , en cambio, un grupo de caballeros de Ávila no sólo se proponía expulsar de España a los sarracenos, sino acosarlos hasta Marruecos y continuar después hasta Jerusalén... El Campeador de la ficción dejaba volar la fantasía menos que algunos guerreadores enardecidos por la realidad de la frontera. En tal atmósfera, pues, el Cantar narraba una historia que no sólo se sentía sustancialmente verdadera como cosa del pasado, sino como modelo viable para el porvenir. La elevación del Cid y los suyos era un proceso que caballeros y aun peones de la extremadura de Soria y Segovia podían imaginar como propio, en tanto acorde con sus mejores esperanzas económicas y sociales. A la postre, luchaban bajo las mismas divisas («¡Firidlos, cavalleros, todos sines dubdança! / ¡Con la merced del Criador, nuestra es la ganancia!», vv. -), e incluso el singular ten con ten de Rodrigo con el rey condecía con su propia actitud, en la cual la lealtad al estudio preliminar xxi soberano iba de la mano con la confianza en sí mismos y con la sensación de independencia que una vez, en la época de Alfonso VII, se expresaba por boca de las milicias de Salamanca: «Omnes sumus principes et duces capitum nostrorum», ‘somos todos príncipes y caudillos de nuestras propias personas’. Por otro lado, ni siquiera la intriga privada, familiar, que nutre la segunda mitad del poema carecía de unas dimensiones sociales perfectamente asumibles por los hombres de las ciudades fronterizas. Los infantes de Carrión, que poseen «villas» y «heredades» (vv.  y ss.), se han casado con doña Elvira y doña Sol movidos por la codicia del género de riquezas que a ellos les faltan, el dinero, las cabalgaduras, los objetos preciosos que las victorias han reportado pródigamente al Campeador («marcos de plata», «mulas e palafrés», «vestiduras», «espadas», vv.  y ss.); y han ultrajado y repudiado a sus mujeres en venganza de las burlas desdeñosas con que la mesnada del Cid ha acogido su cobardía y flojedad en el combate, excusando y racionalizando su despecho con un declarado orgullo de clase: «ca non [nos] pertenecién fijas de ifançones» (v. ). Obviamente, la afrenta de Corpes es sólo la anécdota romancesca en que cristaliza una querella de intereses de más alcance que el drama de dos muchachas maltratadas. Los infantes no acaban de tener entidad propia, de personajes enterizos, sino que como «el conde don Gonçalo», su padre, o como «Gómez Peláyet», se diluyen en buena medida en el bando encabezado por un viejo enemigo del Cid, el conde García Ordóñez, «el crespo de Grañón» (v. ), privado de Alfonso VI, y en las filas del estamento que con ellos integran: los «ricos omnes», la alta nobleza, la vieja oligarquía, en suma, afincada en vastas posesiones al norte del Duero y monopolizadora, al arrimo del rey, de las claves mayores del poder. Ninguna duda cabe, y con razón lo subraya Diego Catalán, sobre «el desprecio del poeta por los ricos-hombres de solares conocidos, con propiedades en la Tierra de Campos y en La Rioja, cargados de ‘onores’ (v. ) pero faltos de ‘averes monedados’ (v. ), poderosos en la corte y en el interior de Castilla y León, pero ajenos a las exigencias de una vida de acción en la frontera y opuestos a un sistema de derecho» como el reivindicado por Rodrigo cuando confía la restauración de su honra a un duelo judicial. Ni puede dudarse que exactamente ese era el desprecio o el rencor de los caballeros de la extremadura castellana, cuyos ojos estaban vueltos a un reajuste de prestigios e influencias que les reconociese el importante papel que en la práctica desempeñaban en la nueva dinámica de la sociedad. A esas aspiraciones, xxii francisco rico los infantes, «los de Vanigómez» (v. ), los Ansúrez y toda su parentela representaban un obstáculo tan palpable como el infanzón Rodrigo Díaz un acicate ideal. No es este el lugar de perseguir las implicaciones sociales y políticas del Cantar. Las sumarias consideraciones que anteceden debieran servir únicamente para devolvernos a nuestro punto de partida. Como rasgo principal del poema, señalaba, en efecto, «la aproximación a las coordenadas del público, a su ámbito de vivencias y referencias». Era una manera de decirlo, a bulto y en abstracto. Cuando comprobamos que la concordancia de paisaje geográfico y paisaje anímico nos lleva derechos a un público en concreto, al Far East, al mundo de la frontera del siglo XII, entendemos hasta qué grado el destinatario determina la singularidad del Cantar también en aspectos tales como el retrato de los personajes y el aire de interior, familiar o de corte, no bélico, de la segunda mitad. En ese ambiente del alto Duero, las gestas al modo convencional, con sus paladines agigantados como por quien los mira de rodillas, con sus prodigios y sus desafueros, podían sin duda oírse con gusto, como diversión y alimento de los sueños heroicos, porque escuchándolas a aquellos hombres «les crecién los coraçones e esforçávanse faziendo bien e queriendo llegar a lo que otros fazieran o pasaran» (Partidas, II, XXI, ). Pero una canción sobre el Cid necesariamente había de ir por otro camino, porque el Cid era menos atractivo como figura de retablo que como espejo. El Cid de la historia y la leyenda que sobrevivían estaba demasiado cercano, su carrera tenía demasiado que ver con la realidad contemporánea, con la mentalidad de las milicias, con las ambiciones sociales de los caballeros, su sombra era demasiado contemporánea, para echar por la vía de la fabulación a rienda suelta. Por el contrario, el infanzón Ruy Díaz de Vivar resultaba fascinante justamente por lo mucho que se parecía a los espectadores: pintarlo igual que ellos en los momentos bajos, en la adversidad, en la vida menuda, significaba incitarlos a identificarse con él en las horas de triunfo y esplendor. Así había encontrado sus huellas el juglar, entre las gentes de la extremadura, y ese modo de captar la historia había determinado toda la poesía del Cantar. Geografía e historia . Al poyo «que es sobre Mont Real» (v. ), dominando el valle del Jiloca (no en balde los romanos habían alzado allí una imponente fortaleza), donde Rodrigo Díaz ha acampado unos meses y desde donde ha sometido a parias a Daroca, Molina de Aragón, Teruel, estudio preliminar xxiii mientras que sea el pueblo de moros e de la yente cristiana «el Poyo de Mio Cid» así·l’ dirán por carta. (vv. 901-902) No puede tornarse en cuenta la ocurrencia de quienes adivinan en esos versos una referencia al Fuero de Molina, perdida entre cuyas páginas, en una trivial relación de lindes, se halla la más antigua confirmación accesible de que en el siglo XII el cerro en cuestión (hoy «de San Esteban») se llamaba efectivamente «Poyo de Mio Cid». Lo que el pasaje nos revela es que el juglar sabía o creía saber de algún documento en que el Poyo aparecía de forma destacada, o cuando menos que consideraba la plaza digna de tal distinción; y, todavía con más certeza, que para él no era cosa corriente hallar consignados «por carta» los nombres ni de los lugares ni del héroe que celebraba. Según nuestro juglar, la «carta», el pergamino, la escritura, se reservaba para amedrentadoras órdenes reales «fuertemientre selladas» (v. ), para el sacrosanto reparto del botín (v. ), para tratados entre soberanos (v. ), no para divulgar noticias como las que elaboraba él en su canción. El tono de entusiasmo, reverencia y, sobre todo, excepcionalidad con que menciona la «carta» en que figuraba o merecería figurar el Poyo nos garantiza que si en otros casos hubiera podido autorizarse con textos escritos, se habría apresurado a hacerlo con satisfecha ostentación. (Como a la menor oportunidad lo hacían, durante el primer siglo de la literatura española, hasta el Poema de Benevivere, hasta La vida de San Millán de la Cogolla, todos los versificadores de asuntos históricos; como se pirraban por darse tono inventándose tal o cual documento tantas chansons de geste.) Notemos, por otra parte, que no hay ninguna garantía de que el poyo de marras hubiera sido ocupado ni fortificado por el Campeador, ni siquiera de que fuese Rodrigo Díaz el «Mio Cid» que lo bautizó. Tampoco nos consta en absoluto, antes bien existen motivos para no creerlo, que Daroca, Molina o Teruel, y no digamos las tres, fueran tributarias suyas. Únicamente podemos tener por seguro que el Cid había pasado por la región, y no solo en , y que en el siglo siguiente el poyo se relacionaba con él. Pero esa relación entre un cerro amurallado y unas victorias de Ruy Díaz en el valle del Jiloca no podía irse a buscar en ningún libro (la Historia Roderici, al referir la estancia en Calamocha, habla sólo de una entrevista con el rey de Albarracín para renovar su pacto con Alfonso VI), y tanto menos si no se había dado en la realidad, ni podía forjarla quien sólo se hubiera tropezado con el poyo entre los renglones de un documento. Es el tipo de noticia que únicamente xxiv francisco rico se deja entender como llegada de la tradición local, nacida y bebida sobre el terreno. Supongamos que la tradición no es exacta. En tal caso, para hacerla brotar bastarían simplemente dos factores: uno, estar al tanto de las propiedades estratégicas del poyo —por el momento, sigamos suponiendo, todavía innominado—, tanto más palmarias por cuanto a los restos romanos se sumaba un baluarte construido, y no por capricho, en torno al año ; otro, recordar que el batallador jamás vencido que fue Rodrigo Díaz había estado en la zona. No se necesitaba más, en verdad, para hablar del «Poyo de Mio Cid» y hacerse la cuenta de que desde él había obtenido el conquistador de Valencia los triunfos que la posición del poyo facilitaba y sus celebérrimas cualidades guerreras invitaban a presumir. Desde luego, si el cerro era llamado ya «de Mio Cid», fuera quien fuese el epónimo, el proceso había de ser, no más sencillo, sino prácticamente inevitable. De una cantera análoga, opino, deben de proceder la inspiración del juglar, esencialmente, y una buena parte de los materiales que pone a contribución en el Cantar del Cid. El florecimiento de los estudios sobre la tradición y la historia oral, perfilando en los últimos años los fecundos planteamientos de Ménendez Pidal, nos proporciona ahora una inmensa base de comparación para entender mejor aspectos importantes en la génesis y en la configuración de nuestro poema: por qué el respeto de una gesta a determinados pormenores históricos arguye proximidad temporal, pero la deformación no implica lejanía; cómo se concilia la exactitud de muchos datos con la inexactitud del conjunto; en qué sentido la perspectiva local tiende a favorecer ciertas articulaciones del relato... Tal vez en primer término, los paralelos de diversas épocas y culturas nos aseguran hasta qué punto el modo de proceder del Cantar es característico de quien se abreva en fuentes no escritas, y en particular en hontanares locales. En tal sentido, es bien sugestivo que sucesos y personajes problemáticos se expliquen con nitidez por la toponimia. Probablemente nuestro poeta sabía bastante más y mejor fundado, pero, en rigor, era suficiente conocer el poyo y tener la más elemental de las informaciones sobre el Campeador, no ignorar que había tomado Valencia y vencido a un conde de Barcelona («domuit Mauros, comites domuit quoque nostros», indica, sin más, el Poema de Almería), para concebir según la presenta el Cantar la campaña por el Jiloca, en el camino hacia Levante. Algo semejante pudo ocurrir con cuanto atañe a Abengalvón, «alcáyaz» de Molina, donde acoge siempre con cariño a los familiares y compañeros del estudio preliminar xxv Cid, de quien es «amigo sin falla» (v. ). Está atestiguado un homónimo que en  luchó con los almorávides en la batalla de Cutanda, en las cercanías del Poyo, pero no cabe afirmar que fuera alcaide de la villa que se le adjudica, ni aun contemporáneo de Rodrigo. En cambio, una legua al norte de Molina (y no lejos de una «Cabeza del Cid»), sobrevive cierta Torre de Miguel Bon, que en el Seiscientos lo era «de Migalbón» y en el siglo XII, como certifican otros topónimos afines, «de Abingalbón». Una fortaleza de nuevo estratégicamente situada en la ruta entre Castilla y Valencia, en la frontera entre moros y cristianos, ¿no era acaso una incitación a imaginar al Abengalvón que le había dado nombre como el «amigo natural» (v. ) que en esa área tanto convenía a los movimientos de las gentes del Cid y a un buen equilibrio argumental y político? No quiero decir que el juglar supiera exclusivamente lo que le decían los lugares, sino que los lugares, para comenzar, no estaban callados para él. Como Jorge Guillén, como todo poeta, nuestro juglar empieza a ver. ¿Qué? Nombres. Están sobre la pátina de las cosas... Los nombres de la extremadura, tantas veces ligados y tan ostensiblemente sujetos a las vicisitudes de la repoblación y la reconquista, llevaban una pátina de memorias, eran crónica breve de muchos acontecimientos y convidaban a reconstruir otros por largo. No se mentaba «la Torre de don Urraca» (v. ), «Navas de Palos» (v. ), «río d’Amor» (v. ) o «Bado de Rey» (v. ) con la asepsia con que nosotros decimos La Torre, Navapalos, Riodamor o Vadorrey: las palabras arrastraban a menudo resonancias de hechos y personas, y la costumbre de encontrarlas empujaba a buscarlas (no hay más que hojear la Crónica de la población de Ávila). Los versos más misteriosos del Cantar (vv. -) son justamente testimonio de atención hacia ese nimbo de evocaciones y leyendas que orlaba los topónimos: A siniestro dexan a Griza, que Alamos pobló, allí son caños do a Elpha encerró... Tampoco pretendo generalizar indebidamente los ejemplos aducidos, sino apuntar que la historia empapaba incluso la geografía, como dimensión viva y presente de la realidad. Las huellas de un pasado no le- xxvi francisco rico jano y todavía determinante de mil maneras hacían surgir la sombra del Campeador literalmente de las piedras («Cid» y «Mio Cid» comparecen a menudo en la toponimia desde Ávila a Castellón, por Atienza, Teruel o Montalbán) y despertaban la curiosidad y las ganas de atar los muchos cabos sueltos que dejaban los recuerdos vagos, las tradiciones parciales y los contados datos auténticos. Por eso es tan sintomática la reciente identificación de Alcocer y el vecino «otero bien cerca del agua» (v. ), por mérito, en especial, de José Luis Corral y Francisco J. Martínez. En última instancia, importa poco que Ruy Díaz se instalara o no en el actual cerro de Torrecid y tomara o no el desaparecido castillo de Alcocer. Si en el relato del Cantar hay una base exacta, no parece aceptable que el poeta pudiera alcanzarla sino por fuentes orales, cuando tanto y tan en vano se han escudriñado las escritas, siempre mudas al respecto. Si no la hay, la posición del otero, sobre todo si se llamaba como aún en nuestros días, bastaba para suponerlo núcleo de las brillantes acciones que el Cid, siempre en idas y venidas entre Castilla y Zaragoza, a través de Gormaz y Calatayud, por fuerza tenía que haber realizado a su paso por la comarca. En cualquiera de las dos eventualidades, el episodio de Alcocer en el poema sólo es inteligible en tanto conocido o concebido por quien andaba al pie de los lugares y lo percibía —dan ganas de decir— como un elemento del paisaje, como un componente del universo de vivencias y saberes que tenía por suyo. El otero de Alcocer es a la vega del Jalón como el Poyo de Monreal al valle del Jiloca, inmediatamente después. Pero urge menos constatar la continuidad temática y la reiteración del patrón militar que descubrir en ambos casos un mismo mecanismo de adquisición y elaboración de los materiales recreados en el Cantar. La historia confirma resueltamente el funcionamiento de ese mecanismo insinuado por la geografía. A quien lo analiza con la perspicacia de Jules Horrent, el poema se le ofrece como «una mezcla inextricable de errores y verdades históricas, unos al lado de las otras, encadenándose entre sí». Es cierta la cabalgada a lo largo del Henares, pero no al salir para el exilio, sino como causa del primero de los dos destierros que en el Cantar son uno solo. Es cierto que Álvar Fáñez, «que Çorita mandó» (v. ), representó en Valencia a Alfonso VI, en , y era sobrino de Rodrigo, pero no que lo acompañara siempre, «que no· s’ le parte de so braço» (v. ), ni le sirviera de constante embajador ante el monarca. Es cierto que un Tamín se cruzó en la vida del Cid, pero no el supuesto rey de Valencia que socorre a sus súbditos de Alcocer, sino el Muta- estudio preliminar xxvii min de Zaragoza, verdadero señor del Jalón y por cuyos intereses Ruy Díaz veló lealmente durante años... Los ejemplos se dejan multiplicar hasta el cansancio. Es cierta la existencia de la mayoría de los personajes, la realidad de abundantes sucesos, la adecuación topográfica de los lugares a las peripecias que en ellos se sitúan. Pero a cada paso se comprueba asimismo que los personajes no pudieron estar en los lugares, los lugares contemplar los sucesos, los sucesos corresponder a los personajes que el Cantar afirma. En especial, el poema se trabuca en la cronología, en el orden de los hechos. He aludido a la algara por el Henares, a la intervención de Álvar Fáñez en Valencia, a las relaciones con Tamín; y cabría alegar muchos otros momentos: pocos aparecen en la secuencia que realmente los eslabonó en la vida del Campeador. El juglar ha pisado los escenarios que pinta, está enterado de cuáles son los grandes jalones en la trayectoria de Rodrigo, y es llamativa, quizá por encima de todo, la agilidad con que se mueve entre los contemporáneos del héroe. (El bando de los infantes de Carrión, así, está capitaneado moralmente por García Ordóñez —repoblador, no lo olvidemos, de la extremadura oriental del alto Duero— y constituido por ricos hombres que fueron en efecto parientes y aliados, pero el Cantar no especifica qué vínculo los une para que actúen como actúan, y sólo las laboriosas investigaciones de Menéndez Pidal han conseguido desentrañarlo.) Sin embargo, el hilo narrativo que enhebra todos esos elementos, si bien tiene una pasmosa fuerza poética, no obedece a la secuencia cronológica de la verdadera biografía cidiana. Tal falta de adecuación nos ilustra singularmente sobre el origen y los fines del poema, en tanto nos autoriza, por ejemplo, a negar con rotundidad que el juglar hubiera manejado la Historia Roderici. Este o aquel detalle en última instancia procedente de ella sí pudo quizá llegarle por vía indirecta, pero el conjunto de la obra no lo conoció de ninguna de las maneras, porque la crónica le habría suministrado precisamente lo que no tenía y con el Cantar quería conseguir, lo que el verismo y la verosimilitud con que trabaja los materiales nos certifica como uno de sus objetivos primarios: unas líneas de fuerza que le permitieran articular más cabalmente los datos sueltos de que disponía y que tantas veces situó donde no hubiera debido; una armazón o cañamazo para dar mejor forma y sentido a las noticias fragmentarias sobre hechos y personas, los retazos legendarios, las sugerencias de la toponimia, que constituían el caudal de ‘documentos’ que habían suscitado su interés por el Cid y que continuamente combinó y revolvió sin atinar a ponerlos en su sitio. xxviii francisco rico Los recuerdos de Ruy Díaz de Vivar, precisos e imprecisos, persistían junto a una eficaz presencia del héroe como punto de referencia en el vivir de las gentes de la extremadura castellana, en la raya de Aragón. A la llamada de esos recuerdos y de esa presencia responde creadoramente el juglar. El Cantar de Mio Cid nace como un intento de explicar, de explicarse el poeta y quienes con él comparten el mismo espacio geográfico y mental, la figura, las hazañas y el temple de Rodrigo Díaz. Para lograrlo no había otro camino que procurar ir hilvanando orgánicamente los elementos de juicio que ofrecía la tradición oral de la región: elementos parciales y dispersos, como imponía el carácter de esa tradición (con infinidad de análogos en otras edades y culturas), y, por ahí, penosos de restituir al ignorado orden y concierto que hubiera reflejado las realidades históricas que con frecuencia les subyacían. Ese ‘ensayo de comprensión e interpretación’, amén de no poder darse, por principio, sino según el sistema de valores y los modos de percepción comunes al juglar y al público, no era tampoco posible más que con el auxilio de unos esquemas aceptados para expresar la realidad, de un género de discurso que ayudara a descifrar y estructurar los materiales: y el único modelo viable estaba en el diseño poético de las canciones de gesta. No dudemos en llamar historia, sin mengua de saludarlo también como gran poesía, al resultado de tal impulso y de tal proceso. La historicidad del Cantar no debe confundirse con la verdad —como Dios la ve, si Él la ve—, con la exactitud objetiva de las informaciones que recoge o proporciona, sino que consiste en el significado que asumían para el juglar y su auditorio. Difícilmente tendría nunca el poeta el sentimiento de estar mintiendo. El tratamiento realista a que somete multitud de pormenores sin duda alguna imaginados apunta a que aplicaba idéntica pauta a los ingredientes de mayor alcance. Él creía saber sólidamente un buen número de cosas sobre el Campeador, y para conjugar unas con otras le era forzoso llenar las lagunas con hipótesis que le resultaran plausibles. (A la postre, no procedían de distinta forma los compiladores alfonsíes que prosificaron el Cantar otorgándole valor de crónica.) Tenía, por otro lado, una nítida imagen de Rodrigo y de muchos otros hombres de su tiempo, y para comunicarla necesitaba concretarla en acaeceres y conductas. Como en Homero, como en la esencia de la poesía épica, veía menos categorías abstractas que acciones que las volvían tangibles (ni siquiera distinguía demasiado entre el honor como ‘patrimonio del alma’ y como ‘patrimonio’ a secas); y si todavía en el otoño del Renacimiento no siempre se discernía la realidad de la ficción (en la posibilidad de equívoco se apoyaron el Lazarillo de Tormes y los textos fundacionales de estudio preliminar xxix la novela moderna), a él no le sería sencillo establecer confines entre suposiciones y formulaciones. No es cuestión de perderse, no obstante, en los laberintos que rodean la noción misma de mito. La historicidad profunda del Cantar puede aquilatarse en campos más modestos. En la escena de la demanda contra los infantes de Carrión, en un golpe de efecto, afé dos cavalleros, entraron por la cort, al uno dizen Ojarra e al otro Yéñego Simenoz, el uno es del ifante de Navarra e el otro del infante de Aragón, besan las manos al rey don Alfonso, piden sus fijas a Mio Cid el Campeador, por ser reínas de Navarra e de Aragón... (vv. 3393 y ss.) ¡Ved cuál ondra crece al que en buen ora nació, cuando señoras son sus fijas de Navarra e de Aragón! (vv. 3722-3723) Ocharra, probablemente, y con certeza Íñigo Ximénez no son entes de ficción, pero sí posteriores a Rodrigo Díaz. Con todo, el punto que ha ocupado tenazmente a partidarios e impugnadores de la veracidad del Cantar es más bien el matrimonio de las hijas del Cid, porque, naturalmente, María (¿Sol?) casó con un conde de Barcelona, y Cristina (¿Elvira?), con un «infante» navarro que jamás empuñó el cetro, el bastardo Ramiro, padre de García Ramírez el Restaurador. Sin embargo, ¿habremos de pensar que el verso , porque no se ajusta a lo que nos enseñan anales y documentos, contiene una falsedad? ¿Creeremos que el juglar está deformando deliberadamente unos datos que le constan? Según todas las señas, ni lo uno ni lo otro. La conjetura era muchas veces la sola historia posible. El juglar tiene entendido que la cumbre de la buena fortuna de Rodrigo fue ver a sus hijas desposadas con novios de sangre real, o tal vez alcanza simplemente que entre quienes la llevan en sus propios días hay descendientes del Cid. Pero esa vaga noticia, que así reducida a una quintaesencia a nosotros no nos duele dar por auténtica, ¿cómo podría plasmarse en una epopeya sino con una estampa y en unos términos semejantes a los del Cantar, con un colorido anecdótico que a nosotros pasa ya a antojársenos engañoso? No, el juglar no miente. «Señoras son sus fijas de Navarra e de Aragón...» es una de las maneras en que una gesta puede decir lo que ha corrido como ambición de infanzones y chisme de comadres: ‘¡Que bue- xxx francisco rico nas bodas hicieron las chicas de Ruy Díaz! Ni siquiera con ricos hombres: con infantes, qué sé yo, con príncipes... Hoy en España hay reyes que son parientes suyos’. Así debieron de ir cobrando carne, huesos y poesía las memorias y las leyendas del Campeador que pervivían en la extremadura. Notemos además que el Íñigo Ximénez que se le ocurre al juglar como oportuno mensajero «del infante de Aragón» ha de ser casi irremediablemente el poderoso señor de Segovia, de Medinaceli, de Sepúlveda, de Calatayud, que se documenta entre  y , en algún caso en compañía de un Ocharra y bien relacionado con Alfonso el Batallador. Por más que todo el Cantar desemboca en sus bodas, el poeta confunde los nombres de las hijas y las circunstancias de los yernos del Cid, no se atreve a poner cuerpo a los «infantes» que nos dirían qué «reyes d’España... sos parientes son» (v. ). En cambio, le es familiar un personaje de menor rango, pero que a principios de siglo se ha movido por el mundo de las ciudades fronterizas. Es, todo lo indica, que tiene los ojos vueltos a un pasado heroico y los oídos a unas tradiciones fundamentalmente locales. (¿Habrá escuchado con especial atención a los «cavalleros buenos e ancianos», «que alcançaron más las cosas d’aquel tiempo» y «cuentan de lo muy anciano», mencionados en las Partidas y en la Primera crónica general?) No tiene erudición ni querencias de «entendido de letras» (v. ), que entonces marcaban tanto y tanto gustaba ostentar; no mienta a nadie posterior a Alfonso VII, «el buen Emperador» (v. ), y sólo porque asoma «el conde don Remond», su padre, el repoblador de Segovia y Ávila; poco o nada sabe de pleitos dinásticos y cambios de alianzas. Los suyos, en suma, son unos horizontes que no van más allá de las tierras de frontera, de los intereses, los ideales y los mitos de quienes bajo ese cielo llevan una vida demasiado áspera y volcada en otros problemas más inmediatos como para preocuparse siquiera de la gran política de los lejanos «reyes de España»: unos hombres a quienes importaba mucho que el Cid hubiera humillado a García Ordóñez, pero cuyas tragaderas admitían que «don Elvira e doña Sol» (anónimas hasta el verso ) se sentaran en los tronos de Navarra y Aragón. Esa limitación de perspectivas se corrobora, por ejemplo, con sólo un rápido vistazo al único texto romance del siglo XII que, por cuanto parece, hace sonar los ecos de un Cantar del Cid sustancialmente en coincidencia con el conservado. Aludo al breve Linaje de Rodrigo Díaz... que decían Mio Cid el Campeador, que circuló acoplado a unas genealogías de los reyes de España insertas en la versión primitiva del Liber Regum, compuesto en tiempos de Sancho el Sabio de Navarra estudio preliminar xxxi (-), pero cuya primera refundición conservada se copió en Castilla, para uso de leguleyos, en el siglo siguiente. La piececilla, todavía pésimamente editada, pero ahora estudiada con acierto por Diego Catalán y Georges Martin, se aparta media docena de veces de su laconismo habitual para engalanarse con fraseología de raigambre épica e incluso con retazos cercanísimos a la de nuestro poema: «fu mesturado con el rey et yssiós de su tierra», pongamos, a un paso de «por malos mestureros de tierra sodes echado» (v. ), o bien «se combatió en Tévar con el conte de Barçalona, que avía grandes poderes», tan próximo (y no sólo en la forma) a «grandes son los poderes e apriessa llegándose van..., / alcançaron a Mio Cid en Tévar e el Pinar» (vv. , ). La filtración de tal lenguaje en tan sucinta obrita a duras penas puede significar sino que a su redactor le bailaban en la cabeza las tiradas del Cantar del Cid. Como fuera, el designio del Linaje está declarado con pelos y señales. «Rodric Díaz ... vení dreytament del linage de Layn Calbo, qui fue copaynero de Nueno Rausera, e fueron anvos iúdices de Castieylla», mientras «del linage de Nueno Rasuera vino ‘l Emperador». De suerte que García Ramírez y Sancho el Sabio, gracias a la sangre del Campeador que había aportado Cristina al casar con el bastardo Ramiro, purgaban una estirpe maculada y heredaban la legitimidad de los quiméricos jueces de Castilla, que echaban borrón y cuenta nueva en las dinastías de España. El Linaje, así, a mayor lustre de la impura casa de Navarra, ornaba con tonos épicos una leyenda cidiana de índole más bien curialesca. Pues bien: la letra concuerda en más de un caso, pero en el espíritu no cabe mayor contradicción con el Cantar, desde el principio hasta el final. Desde el principio, ciertamente, Rodrigo y Jimena se pintan en el poema como modestos «ifançones», «fjosdalgos» de mediano estado, cuyo encumbramiento sólo se consolida al enlazar con «los reyes d’España». Ese camino de perfección, ya no moral y material, sino nobiliaria, y por eso mismo supremamente atractiva en la época, es de suyo uno de los factores esenciales en la concepción y composición de la gesta. Nos hallamos ante un arquetipo estructural en abierta discrepancia con el trazado del Linaje. Si en el Cantar el parentesco regio es punto de llegada y proporciona al Cid lo único que le falta, en el Linaje Rodrigo se equipara en alcurnia al Emperador, «dona Xemena» se dice «nieta del rey don Alfonso» (como asimismo sabe la Historia Roderici), y es una hija del héroe quien trae a los soberanos de Navarra patentes de nobleza que compensan la ilegitimidad de García Ramírez. Hasta el final, decía, cuando, frente al silencio (y terminus ad quem) del Cantar, el Linaje no descuida señalar que las mesnadas del Campeador lo llevaron «a soterrar a Sanct Per de Ca- xxxii francisco rico deyna, prob de Burgos» y, por supuesto, se detiene en prolongar la genealogía de Rodrigo y Jimena hasta «don Sancho de Navarra, a qui Dios dé vida et hondra», no sin registrar como cumple el matrimonio de «dona María con el conte de Barçalona». Un abismo de diferencias, en información, en óptica, en énfasis, separa el Cantar de Mio Cid y el Linaje de Rodrigo Díaz, que sin embargo lo tiene en cuenta. Son las diferencias que median entre los ambientes cancillerescos y clericales, en las cortes y los grandes monasterios, y el panorama que abarca un juglar de la frontera, que tiene el punto de mira a ras de tierra y sólo en la lejanía entrevé, tan remotos e inasequibles como el propio Alfonso VI, a «los reyes de España». Una epopeya nueva . Hacia , el Poema de Almería abre un paréntesis en el catálogo de las huestes de Alfonso VII, para remontarse dos generaciones atrás y celebrar las glorias de «una fardida lança» (v. ), Álvar Fáñez, abuelo de uno de los capitanes del «buen Emperador»: Tempore Roldani si tertius Alvarus esset Post Oliverum, fateor sine crimine verum, Sub iuga Francorum fuerat gens Agarenorum Nec socii cari iacuissent morte perempti. Nullaque sub celo melior fuit hasta sereno. Ipse Rodericus, Meo Cidi sepe vocatus, De quo cantatur quod ab hostibus haud superatur, Qui domuit Mauros, convites domuit quoque nostros, Hunc extollebat, se laude minore ferebat. Sed fateor verum, quod tollet nulla dierum: Meo Cidi primus fuit, Aluarus atque secundus. ‘Si en tiempo de Roldán Álvar viniera a zaga de Oliveros, estoy cierto que al yugo de los francos se plegaran los moros, y los buenos compañeros no cayeran vencidos por la muerte: lanza mejor no ha habido bajo el cielo. Rodrigo, aquel a quien llaman Mio Cid, de quien cantan que nunca lo vencieron, él que al moro humilló, y a nuestros condes, se tenía a su lado por pequeño; mas yo os confieso la verdad perenne: Álvar segundo fue, Mio Cid primero.’ estudio preliminar xxxiii A un docto poeta y cronista latino, así, el Cid y Álvar Fáñez se le venían a las mientes hacia  como nunca los había visto la realidad: convertidos en compañeros, al igual que Roldán y Oliveros, con idéntica jerarquía, y al arrimo, pues, de un cantar de la misma estirpe que la Chanson de Roland. Es un oportuno recordatorio de que la historia de la épica románica es en buena medida historia de la épica francesa y que una y otra marchan tenazmente tras las huellas de la Chanson de Roland. Pocas certezas más tenemos al propósito. Con los datos a mano, no podemos demostrar ninguna de las teorías sobre el origen y la evolución de las gestas: es en los planteamientos de principio, y en particular en los criterios de verosimilitud y economía de interpretación, así como en el recurso a la analogía, donde encontramos las razones para inclinarnos por una determinada explicación. Por ahí, la hipótesis, con mucho, mejor construida, porque con menos elementos da cuenta orgánicamente de más indicios, apunta a la existencia de una actividad poética oral en torno a la muerte de Roldán desde los mismos días de la batalla de Roncesvalles () o poco más acá. Tal actividad poética aclara, por ejemplo, el hecho en otro caso incomprensible de que ni el personaje ni el suceso quedaran pronto olvidados, sino, por el contrario, que según avanzaban los tiempos estuvieran cada vez más presentes en la memoria de Francia. En los alrededores del año , y probablemente a mediados ya del siglo X, esa actividad debió de conocer una importante renovación por obra de un cantar que creó un nuevo estilo de epopeya (y, en un orden de cosas más anecdótico, dejó desde el alto Loira hasta Barcelona y Sicilia una estela de Oliveros emparejados con Roldanes en la onomástica común). En los últimos decenios del siglo XI, el cantar en cuestión fue objeto de una refundición excepcionalmente valiosa y afortunada, que está en la raíz de todas las versiones hoy conocidas, y en especial, entre  y , de la versión del manuscrito de Oxford, para la que arbitrariamente suele reservarse en exclusiva el título de Chanson de Roland. No hay medio de resolver si fue más decisiva la renovación de hacia el año  o bien la refundición un siglo posterior, cuyas singularidades quizá tienen que ver, como sin duda su éxito, con la posibilidad de que fuera la primera vez que la tradición poética rolandiana se elaboraba en forma de cantar de gesta con una intervención prominente de la escritura. En cualquier caso, ni siquiera en los siglos XII y XIII, cuando son muchos los poemas que nos constan como difundidos también por escrito, dejó la épica de ser un género predominantemente oral. xxxiv francisco rico Según un modo de vida tradicional con numerosos paralelos en especies poéticas de otros tiempos y países, cada gesta existía en un prototipo lo suficientemente estable como para no cambiar de sustancia al concretarse en una ejecución normal, rutinaria, pero a la vez lo bastante fluido y maleable como para aceptar en todas ellas abundantes variaciones de mayor o menor entidad. Son las divergencias entre los diversos manuscritos de una misma canción, siempre de envergadura incomparablemente mayor que las habituales en otros géneros medievales, las que nos permiten entrever el alcance de tales variaciones, pero no nos obligan, no obstante, a conjeturar que cada texto refleje una efectiva ejecución pública. Que en general esas divergencias constituyen el trasunto o equivalente escrito de una ejecución posible, no la fiel reproducción de ninguna, nos lo indican otros rasgos de los poemas conservados, comenzando por la propia Chanson de Roland. Así, los códices, sean ricas piezas de biblioteca o humildísimos cartapacios de juglar, nos remiten a cada paso a las incidencias de la ejecución, con alusiones a los oyentes, al cansancio del cantor y a la recompensa que espera, a las interrupciones del espectáculo... Sin embargo, como con característica agudeza observó Martín de Riquer, sólo por excepción cabe tomar a la letra tales alusiones. Cuando en el Huon de Bordeaux se dice que es hora de acabar, porque se hace de noche, y se convoca a la audiencia para el día siguiente «après disner», ¿habremos de entender que allí, en aquella precisa puesta de sol, estaba presente un estenógrafo que copiaba punto por punto las palabras del rapsoda? Los pasajes similares son demasiado frecuentes en las epopeyas francesas para admitir que un azar de ese tipo se repitió tantas veces como sería necesario postular. Las indicaciones de esa índole nos dicen más bien que, incluso cuando se ponían por escrito, las gestas se atenían al modelo de una epopeya oral, y no simplemente, desde luego, en cuanto a las circunstancias previsibles en la ejecución, sino, sobre todo, en el estilo y en la disposición. (Es un proceder regular y no puede desconcertarnos en absoluto. Hasta descubrir y explotar su propia especificidad, las técnicas nuevas se inician a menudo reiterando, más o menos duraderamente, los patrones de las viejas: el teatro calca las celebraciones religiosas o las diversiones cortesanas que lo ven nacer, el cine temprano descorre telones y utiliza decorados de teatro, la televisión persiste al principio en los enfoques de la cámara de cine...) Por ahí, pues, es lícito pensar que las diferencias entre los varios códices de una misma canción, incluso cuando se producen en el plano de la transmisión escrita, están fundamentalmente concebidas según los paradigmas orales de una épica tradicional. Sólo en un período posterior, en el otoño estudio preliminar xxxv de la Edad Media, impuso la escritura un dominio más enérgico en todos los terrenos de la vida y de la literatura: y entonces las gestas perdieron su razón de ser y desaparecieron absorbidas por los otros géneros, de la crónica a la novela, que ahora cumplían las funciones que durante tantos siglos les habían correspondido a ellas. Por rápidos e incompletos que sean, los párrafos precedentes bastarán, espero, para satisfacer el requisito mínimo de quien tiene que referirse a la datación de un cantar de gesta: dejar claro que asignar tal o cual texto a un determinado año no tiene sentido si no se sustenta en una visión global del nacimiento y modo de vida de la epopeya románica. La resumida líneas arriba supone que un cantar era básicamente «un complejo de estadios poéticos unificados por un conjunto común de datos narrativos fijados en una serie de constantes: los personajes, los nombres de los lugares y las acciones subyacentes a las distintas versiones» (adapto una definición de Joseph J. Duggan), de suerte que los juglares, que lo aprendían de memoria, verso por verso, gozaban no obstante de una gran libertad para reformularlo dentro de los márgenes del estilo tradicional e insertar unos elementos o prescindir de otros. Una cosa, pues, es la fecha del prototipo, y otra, la fecha de cada una de tales versiones. El romance de la «Muerte del príncipe don Juan», tal como en mayo de  se recogió por primera vez en la época moderna y tal como luego ha reaparecido en docenas de variantes, quizá no contenga ni un octasílabo igual a los de la balada que sobre la agonía del heredero de los Reyes Católicos se compuso en , pero posee un núcleo constitutivo —la princesa encinta, «aquel doctor de la Parra», una cierta concatenación— que debe datarse forzosamente cuatrocientos años atrás: las versiones, los textos que nos brinda la recolección folclórica, son todas de nuestro siglo, pero el prototipo, ‘el romance’, es del siglo XV. Sin necesidad de equipararlas a los casos extremos del romancero, las gestas, en las redacciones jamás coincidentes en que nos las han transmitido los trescientos doce manuscritos que forman el corpus épico de la Romania, son asimismo el producto de un juego parejo de diacronía y sincronía, de materia y forma, y no deberá sorprendernos que los diferentes factores de cada versión del cantar pertenezcan a estratos cronológicos también diferentes: según de cuál de esos factores estemos hablando —el fondo histórico, los varios lances que trenzan el hilo argumental, la dicción et cetera—, la fecha de la canción podrá ser una u otra. En esa dirección nos lleva justamente el Cantar de Mio Cid. En algunos aspectos del lenguaje y la ambientación, el manuscrito de  co- xxxvi francisco rico piado en el apógrafo de la Biblioteca Nacional muestra serios indicios de responder a una versión pergeñada en la segunda mitad del siglo XII, pero la armazón de la gesta, la gran trama de personajes, lugares y acciones, debe ponerse en la primera mitad, antes de . Para ese año, en efecto, el Poema de Almería nos exige suponer la existencia de un cantar sobre Ruy Díaz ninguno de cuyos ingredientes presumibles difiere significativamente del que conocemos ni descubre coincidencias mayores con otras recreaciones poéticas de la figura del Cid, del Carmen Campidoctoris a las Mocedades de Rodrigo. Una elemental economía explicativa, de acuerdo con el sabio criterio de non multiplicanda entia praeter necessitatem, nos recomienda, por ende, entender que se trata de una versión primitiva del Cantar conservado. Éste, por otra parte, según el testimonio de las prosificaciones, sólo se aleja del Cantar que corrió en el siglo XI en unos cuantos puntos sin excesiva relevancia en la conformación total del poema (así, Búcar, en vez de morir a manos del Cid, lograba refugiarse en una barca). Podríamos pensar que la persistencia de la trama central en las prosificaciones se debe a que para ellas se emplearon meras copias del códice de , pero esa eventualidad sería tan insólita, que hemos de descartarla sin reparos: en todo el aludido corpus épico de la Romania, no se conoce ningún caso en que un manuscrito derive de otro; en cambio, las prosificaciones introducen nuevos episodios y personajes llegados claramente de refundiciones del Cantar, que, por tanto, aun acicalándolos y acrecentándolos, respetaban los grandes datos argumentales del prototipo. Así las cosas, y habida cuenta de que en el itinerario de una gesta las etapas tardías como las correspondientes a las prosificaciones son también las más proclives a las refundiciones, la analogía nos induce ahora a sospechar que en los tres o cuatro decenios que, cuando más, pueden separar el Poema de Almería y el texto transcrito por Per Abad tampoco debieron de insertarse novedades de mucha sustancia, sino, aparte los retoques de menor cuantía, adiciones o supresiones relativamente ligeras. (En cualquier caso, sería especialmente peligroso conjeturar que la unidad estructural que hoy apreciamos implica unidad de composición originaria, porque son numerosos los ejemplos franceses en que la incorporación de extensos episodios, de hasta centenares de versos, resultaría enteramente imperceptible si no pudiéramos cotejar entre sí los distintos remaniements de una canción. Como sin semejante posibilidad tampoco percibiríamos que La Celestina en veintiún actos proviene de una Celestina en dieciséis, y nos equivocaríamos al asignar a la totalidad de la obra, incluidas las muchas páginas del «antiguo auctor» y de la estudio preliminar xxxvii Comedia, la fecha que dedujéramos de los actos XI-XVIII de la Tragicomedia.) Naturalmente, tanto antes como después de , la ejecución pública supondría multitud de modificaciones de detalle y frecuentes remozamientos lingüísticos; pero el núcleo fundamental del Cantar debió de perdurar con notable firmeza igual en el siglo XII que en el siguiente. Más allá de esas conclusiones, inevitablemente vagas, opino que poco se puede conjeturar sobre la génesis y el desarrollo de nuestro poema. Entre  y la muerte de Rodrigo en  media un lapso demasiado corto para pretender que los elementos históricos, incluso menudos, que sobreviven en el códice de la Biblioteca Nacional nos conduzcan a  mejor que a  (en cuanto a los ficticios, los modernos estudios sobre la tradición oral nos garantizan que pueden aparecer en cualquier momento). Entre  y , a su vez, tampoco es tanta la distancia como para juzgar que la actualización en materia de lenguaje o costumbres tuviera que afectar gravemente a la fisonomía primigenia del Cantar. No hay portillo por donde discernir el contenido de las distintas versiones que por fuerza están al fondo de nuestro manuscrito, ni menos por donde sondear los márgenes de innovación que permitían las realizaciones orales del prototipo. En una amplia perspectiva de la epopeya, sin embargo, la vida tradicional del Cantar del Cid, aun si nos limitamos al período atestiguado por las prosificaciones, llama la atención por la estabilidad. Es, también, porque nos las habemos con una gesta tardía y anómala. Ruy Díaz de Vivar es el héroe más rezagado en la senda de la épica romance: ningún otro protagonista de una canción dista tan poco del texto que hoy sobrevive. Esa cercanía y las implicaciones de actualidad que ayudaba a insuflar en el relato de sus hazañas contribuyeron sin duda a que el poema se beneficiara de una peculiar patente de veracidad y durante largo tiempo disuadiera de alterarlo con postizos y ornamentos demasiado fantásticos. Pero, por otro lado, la patente en cuestión no era mera ilusión óptica: los caracteres de historicidad y verismo entraban decisivamente en el designio con que lo concibió el juglar, no sólo porque con ellos se le había ofrecido la estampa del Campeador en las tierras de la extremadura, sino igualmente porque al mantenerlos en la raíz del Cantar se proponía componer una epopeya nueva, mudar audazmente los patrones usuales de la épica. Para , los cantares de gesta habían andado en España un camino más que secular. Debieron de llegarnos en las inmediaciones del año xxxviii francisco rico , al calor del flamante estilo épico propagado por la Chanson de Roland que entonces triunfaba, cuyo rastro se percibe en el menos inaferrable de los poemas castellanos surgidos de tal coyuntura, Los siete infantes de Lara. Entre  y , la Nota Emilianense prueba que los españoles estaban tan familiarizados con el Cantar de Rodlane como con los del ciclo de Guillermo, justamente por los días en que la más influyente refundición de la gesta carolingia abría o estaba a punto de abrir, con la renovación del género, la época de apabullante hegemonía rolandiana de que todavía un siglo después las mozas de Ávila se resentían en los corros, deplorando que por todas partes sonaran tanto los pares de Francia y tan escasamente los bravos guerreadores de la frontera: Cantan de Roldán, cantan de Oliveros, e non de Çorraquín, que fue buen cavallero... El juglar del Cid no era ajeno a ese talante. También él había de estar un poco cansado de tantas canciones y paladines de Pirineos allende, o, comoquiera que fuese, cavilar que valía la pena introducir novedades que quebraran las rutinas de la epopeya. Todo en nuestro Cantar marcha por ahí, desde la matizada utilización de las fórmulas y motivos franceses hasta el espíritu profundo que lo anima. He notado que las circunstancias en que el juglar había hecho suyos los recuerdos del Campeador en el alto Duero lo llevaban por la vía de un singular realismo. Hay que subrayar ahora, por otro lado, que el propósito de innovación de las gestas no le venía sólo de tales circunstancias (ni, por supuesto, de un sentimiento ‘nacional’ que no podía tener), sino que se fundaba asimismo en razones internas de la propia tradición épica, contemplada, naturalmente, con una resuelta voluntad de originalidad. En la prolongada andadura de las canciones francesas, no faltó una etapa de revisión y autocrítica. Le pèlerinage de Charlemagne, por ejemplo, pinta al Emperador y a los doce pares como unos botarates del montón, que se enfadan por niñerías, se enzarzan en estúpidas disputas con su mujer o se emborrachan ridículamente. La prise d’Orange saca a escena a un Guillermo tan atraído por las batallas de amor como por las de espada y aplicado a ganárselas a la mora Orable con todas las argucias de un avezado cortesano y a defender frente al rey sus propios intereses con un egoísmo que no le conocíamos. Ahí, los dioses se pasean en zapatillas. Los grandes espacios se truecan por el salón y la alcoba, y los móviles y las estudio preliminar xxxix conductas se adaptan asimismo a los decorados de interior. Es el momento de la humanización. El Pèlerinage y la Prise, como otros poemas, no atinan a expresar ese crepúsculo de los mitos sino con las fáciles armas de la parodia y la sustitución de un arquetipo por otro, de la epopeya al roman courtois. Tampoco nuestro juglar ignora las mañas análogas, si bien las emplea con elegancia harto mayor. La comicidad tiene en el Cantar un papel magistralmente analizado por Dámaso Alonso en las caricaturas del Conde de Barcelona o de los infantes de Carrión: la sal gorda apenas si asoma al paso, «no hay monstruosidad alguna, no hay nada burdamente grotesco y que no pueda darse en la realidad psicológica normal». La ironía tiñe los labios del mismo Rodrigo cuando anuncia a Jimena la llegada del ejército marroquí («por casar son vuestras fijas, adúzenvos axuvar», v. ), cuando le grita al enemigo que sale huyendo: «¡Acá torna, Bucar!... / ¡Saludarnos hemos amos e tajaremos amistad!» (vv.  y ss.) Sin rayar en petimetre, como el Guillermo de la Prise, el Cid se conduce con los suyos con sobria gentileza, trata a las damas con los miramientos y la galantería de un cumplido caballero («A vós me omillo, dueñas...», vv.  y ss.) y ni siquiera le son extraños los efectos del ‘amor-virtud’ que da coraje para la lucha: «Crécem’ el coraçón», le dice a Jimena, «porque estades delant» (v. ). Pero el humor y el amor, que el Cid exhibe con tonalidades propias, agotan en la aludida etapa de las canciones francesas los rasgos que los héroes de antaño acaban por compartir con el común de los mortales. En cambio, el Cantar, como queda apuntado, dibuja a todos los personajes, y antes que a ninguno al protagonista, con las más varias tintas de una infalible humanidad. Podemos celebrarlo, sin entrar en averiguaciones, por las muchas páginas de gustosa lectura que así nos proporciona; pero lo celebraremos todavía más si no descuidamos que tal proceder equivale de suyo a una posición polémica frente a las gestas consideradas en tanto poesía. Una posición que el juglar, desde luego, no tenía necesidad ni posibilidad de declarar en términos explícitos, pero que no puede ser más diáfana cuando se advierte cómo persiste en volver del revés las convenciones más caras a la epopeya. Es bien sabido, en particular, que si una cualidad tiene derecho a ser contemplada como punto en que convergen los múltiples trazos del retrato de Ruy Díaz, esa es indudablemente la mesura, pero esa es igualmente la cualidad que más escasea en la épica. «Roland, héroe mítico, deja desbordar la desmesura de su orgulloso pundonor, negándose a pedir auxilio a Carlomagno y sacrificando la vida de veinte mil franceses; el Cid, xl francisco rico héroe humano, aparece siempre dueño de sus más pungentes pasiones. Cuando se ve agobiado de dolor al abandonar sus palacios de Vivar para salir al destierro, prorrumpe en una simple queja contra sus enemigos, no contra el rey: ‘fabló mio Cid bien e tan mesurado: / esto me han vuelto mios enemigos malos’ (vv.  y ss.) ... La cólera no estalla jamás en su pecho. Al recibir en Valencia a sus hijas ultrajadas y heridas, ‘besándolas a amas, tornós’ de sonrisar’ (v. ); el gozo de verlas tornar con vida a su hogar quiere el héroe que anule toda su tristeza; pide a Dios favor y, sin más, pasa a preparar el castigo de los culpables.» Dice perfectamente Menéndez Pidal. Pero aquí conviene realzar que ese temple mesurado no es sólo un factor argumental positivo, una faceta en la caracterización del protagonista, sino que, elevado al puesto central que ocupa en el marco de un cantar de gesta, se convierte ineludiblemente en una actitud negativa, en la crítica (en definitiva, ‘literaria’) de todo un género. En el mismo sentido hablan otros numerosos aspectos del Cantar, mínimos y máximos. Entre los últimos se cuentan las relaciones de Rodrigo con el rey, siempre bajo el signo de la paradoja: al condenarlo, Alfonso le abre la puerta de todos los triunfos; cuando quiere mostrarle afecto casando a doña Elvira y doña Sol con los infantes de Carrión, lo aboca a la mayor de las desgracias. A tuertas o a derechas, no obstante, el Cid mantiene hacia su «señor natural» una lealtad por encima incluso de la que exigían las leyes y la prudencia aconsejaba. Tal postura estaba en parte favorecida por la perspectiva desde la cual los hombres de la frontera divisaban al monarca. Pero quienes la oían exaltar una y otra vez, con tan concretos pormenores y tanta prominencia a lo largo de la acción, mal podían no compararla con la sostenida por los héroes que otros cantores no se habían cansado de ensalzar, quizá en la misma plaza: cuando el rey los destierra o les niega justicia, Fernán González, Reinaldos de Montalbán, Ogier de Dinamarca no replican con ademanes de acatamiento y el quinto del botín, sino combatiéndolo a sangre y fuego. El Campeador reclamaba a voces la etiqueta de vasallo rebelde que las gestas tenían siempre a punto, y si nuestro juglar no se la colgó, hubo de ser por meridiano afán de contradecirlas y porque contaba con que los espectadores se sintieran continuamente tentados a ponérsela y, así, forzados a confrontar el tipo y el personaje, la especie y el individuo, el género y la variación, apreciaran más la impar figura de Ruy Díaz y los méritos del poema. Tan irresistible era esa tentación, sin embargo, que los poetas de menos genio cayeron luego de hoz y coz en el cliché que el Cantar había desechado con plena deliberación y transformaron al Cid en el revoltoso, todo desplantes y bravatas, que gallea hasta más allá del romancero. estudio preliminar xli Como ese, no son pocos los casos en que la posteridad devolvió a Rodrigo a los arrabales de la trivialidad épica orillada en el Cantar. Una antigua novelería, admirablemente escrutada por Samuel G. Armistead, lo hacía hijo de una villana a quien Diego Laínez forzó cuando «llevava de comer a su marido al era». Para dar a la parábola del héroe una trayectoria de ascenso más deslumbrante, los fabuladores recurrían, pues, a una sobada tacha que la epopeya no perdonó a Roldán ni al mismísimo Carlomagno: la bastardía. Pero, por otro lado, tampoco renunciaban al determinismo más primariamente estamental y le reconocían la ilustre parentela fantaseada por la leyenda de los jueces de Castilla. Entre uno y otro extremo, entre las folletinescas invenciones de los copleros al uso y las supercherías interesadas de los leguleyos, nuestro poeta había destacado en el Cid las señas del modesto infanzón, del soldado que se labra la fortuna con su brazo y en cuya talla extraordinaria hay sitio para las emociones cotidianas, para las penas y las alegrías del padre, el marido y el amigo. Eran las señas que más lo aproximaban al mundo de realidades e ideales en que el juglar se movía, pero eran al mismo tiempo las bases de un manifiesto de vanguardia, en favor de una poesía de la experiencia y la naturalidad. Por todas partes volvemos a la observación de que partíamos: la poética del Cantar de Mio Cid está presidida por un propósito de acercamiento al ámbito de vivencias y referencias que a su vez iluminaban la imagen de Rodrigo que percibía el juglar. Frente al vetusto espejismo de Joseph Bédier, que imaginaba la epopeya francesa acunada en las leyendas clericales del camino de Santiago («Au commencement était la route...»), Alberto Vàrvaro ha apostillado sagazmente que las chansons de geste son más bien poesía de la frontera de España: la frontera bárbara y remota de un país enteramente quimérico, a cuyos habitantes, ninguno cristiano, les toca sólo elegir entre la conversión y la muerte. Para un juglar de la auténtica frontera de Castilla, esos chateaux en Espagne eran una provocación, no patriótica, desde luego, sino artística, un desafío a crear una epopeya nueva: una gesta cercana, un estilo de cantar en que el fulgor de la tradición épica no cegara los ojos para apreciar los claroscuros de la realidad. A un tratamiento ‘realista’ de la gesta del Cid, invitaban al autor, pues, no sólo las coordenadas de espacio y tiempo que lo acogían, sino además un impulso de innovación poética. Así, la historicidad del Cantar surge también de un estricto deseo de poesía. Una concepción no fabulosa del relato, frente a las libérrimas ficciones del repertorio épico, obligaba a completar lo que el poeta creía saber mediante el recurso a explicaciones xlii francisco rico que fueran generalmente aceptables, fundadas en patrones que, si no era posible de otro modo, los espectadores pudieran corroborar en sí mismos, en las cosas, personas e ideas que les resultaban familiares. De ahí, entre tantas consecuencias, la cambiante estrategia del juglar para enfrentarse con elementos que se le ofrecen con distinto grado de certidumbre. He esbozado antes algunas de las razones que reducen la toma militar de Valencia a unos cuantos versos en tanto la captura de Alcocer se extiende por centenares. Cabría añadir algunas más que replantearan el asunto en nuestro contexto de ahora. Para acabar con otro enfoque, daré mejor un ejemplo de la última parte del Cantar. Tras el cruel ultraje a que los infantes de Carrión someten a las hijas del Cid, Félez Muñoz las encuentra «sangrientas en las camisas», «amortecidas», en el robledo de Corpes. Las reanima dándoles agua «con un sombrero ... nuevo e fresco», las deja a resguardo en la torre de doña Urraca, y él marcha en busca de auxilio a San Esteban de Gormaz, donde se tropieza con Diego Téllez, «el que de Álbar Fáñez fue». Diego recoge a doña Elvira y doña Sol, las aloja en Gormaz, y allí todos las cuidan y honran «Jata que sanas son» (vv.  y ss.) Despreocupémonos en este momento de la afrenta de Corpes, los infantes de Carrión y las hijas del Cid, para reparar sólo en los dos comparsas mencionados. Ni los archivos ni las bibliotecas muestran rastro de ningún Félez Muñoz entre los parientes y compañeros de Rodrigo Díaz: si no es pura invención del juglar, debe tratarse de alguien tan insignificante, que contadísimos podrían conocerlo. Por el contrario, Diego Téllez sí está documentado y sí era un sujeto de importancia: gobernador de Sepúlveda, en cuya repoblación en efecto intervino Álvar Fáñez, debía de tener intereses y relaciones en San Esteban, de donde el Cantar parece hacerlo oriundo. Que no se nos escape el contraste: el personaje ficticio o desconocido de los más está bosquejado con una exquisita verosimilitud, mientras el personaje real comparece sólo al paso de una narración sustancialmente imaginaria, como ha de ser la afrenta de Corpes. Pero esas formas de proceder a primera vista tan opuestas son de hecho manifestaciones complementarias de una misma poética. Félez Muñoz se nos vuelve inolvidable gracias a ese sombrero «nuevo ... e fresco, que de Valencia·l’ sacó» (v. ). Nos hacemos una perfecta composición de lugar. El viaje al Carrión de los infantes es una visita de cumplido, que aconseja estrenar prendas de calidad, y Félez Muñoz puede permitírselas, porque no en balde aumenta día a día la riqueza de la mesnada del Cid. Ni un instante de indecisión hay en su gesto de llenar de agua el sombrero, pero el juglar está al tanto de que el público sí se estudio preliminar xliii dirá: «¡Y para colmo de desastres, un buen sombrero nuevo echado a perder!»; y esa reflexión tragicómica funcionará como un agüero optimista. No hay cabos sueltos: la situación imaginaria está delineada con ingredientes de fino realismo. Diego Téllez, en cambio, carece de una fisonomía peculiar y de cualquier detalle que lo individualice: es sólo el nombre que resume la verdad y la sensatez de todos «los de Gormaz». El juglar quizá lo eligió llevado por la impresión de que un hombre con ligámenes con Álvar Fáñez tendría que estar vinculado al Cid de una o de otra manera. Pero renunció a prestarle rasgos más específicos, porque estimó que bastaba con que fuera un magnate recordado en San Esteban para asegurar la coloración verista de la escena. Félez Muñoz, de quien nadie o sólo un puñado debía haber oído, exigía una elaboración poética que lo hiciera verosímil. Diego Téllez no la necesitaba, porque la mera presencia de un personaje con relieve histórico era suficiente para reforzar artísticamente la apariencia de verdad de la intriga fingida. En ambos casos, no obstante, el objetivo era el mismo: acercarse a las perspectivas del público, a su mundo de realidades e ilusiones. La historicidad del juglar, así, a menudo es también una técnica poética, un recurso más al servicio de un nuevo modelo de epopeya. Tan nuevo, tan diferente, que bastaría a aclarar que el Mio Cid sea el único cantar español que se nos ha conservado sustancialmente completo y en un manuscrito para él solo.* Francisco Rico * Las presentes páginas aprovechan materiales de un libro en preparación, El primer siglo de la literatura española, del que hay también adelantos, entre otros lugares, en «Del Cantar del Cid a la Eneida: tradiciones épicas en torno al Poema de Almería», Boletín de la Real Academia Española, LXV (1985), pp. 197-211, y en «La poesía de la historia», Breve biblioteca de autores españoles, Barcelona, 19913, pp. 15-28. PRÓLOGO Los signos 䡩 y ▫ remiten respectivamente a las Notas complementarias y a las entradas del Aparato crítico. 1. LA COMPOSICIÓN DEL «CANTAR DE MIO CID» El principal de los poemas épicos hispánicos de la Edad Media y hoy una de las obras clásicas de la literatura europea es el que por antonomasia lleva el nombre de su héroe: el mio Cid.1 Este cantar de gesta castellano ocupa una singular posición en el ámbito de la poesía épica, debido a que, por una parte, resulta un perfecto modelo de algunos de sus rasgos genéricos, mientras que, por otra, presenta notables particularidades que lo convierten en un caso único. Frente al resto de la épica medieval española,2 pero en consonancia con una buena parte de la tradición épica desde la antigüedad hasta sus propios días, el Cantar de mio Cid ofrece un enemigo externo (como los troyanos de la Ilíada o los sarracenos de la Chanson de Roland), relata espectaculares batallas y describe sentimientos de fidelidad y compañerismo. Pero, a diferencia de casi toda la producción épica, el Cid no sólo es un héroe moderado y, dentro de los parámetros de su época, razonable (sobre lo cual, véase abajo el § 2), sino que es, ante todo, un héroe temporalmente cercano. Por lo común, el epos heroico, salvo en su vertiente más pragmática del panegírico o encomio, ha preferido buscar sus temas y protagonistas en un pasado remoto, posiblemente como consecuencia de su raigambre mítica, ligándose a menudo a leyendas sobre los orígenes de un pueblo y en todo caso buscando el prestigio de los períodos de sabor arcaico y fundacional. Bastaría citar textos canónicos como la Ilía1 Para el paulatino proceso de afianzamiento del Cantar en el canon literario europeo, desde su primera edición por Sánchez [1779] hasta su definitiva canonización a principios del siglo xx, véase Galván [2001], complementado con Banús y Galván [2000], Galván y Banús [2004] y, para el conjunto de la materia cidiana, Rodiek [1990]. Considerado hoy como el primer clásico de la literatura española, el Cantar de mio Cid sigue atrayendo la atención no sólo de los especialistas, sino del público culto en general. 2 Los escasos supervivientes, a menudo conservados en prosificaciones cronísticas, pueden verse en M. Pidal [1951], Alvar [1981; ed. rev., 1991], Gómez Redondo [1996:55-162] y De la Campa [1998]. La mejor síntesis sobre la épica medieval española sigue siendo la presentada por Deyermond [1987], quien ofrece una discusión complementaria y amplia bibliografía en [1995]. Dichas exposiciones han de complementarse con los nuevos aportes de Catalán [2001], Montaner y Escobar [2001], Bautista [2002a, 2002b y 2006a] y Montaner [2005a, 2005b y 2005c]. xlvii xlviii prólogo da (conocida indirectamente en la Edad Media a través de la Ilias latina o de versiones más alejadas como la Ephemeris Belli Troiani atribuida a Dictis Cretense y el De Excidio Troiae puesto bajo la autoría de Dares Frigio) y la divulgadísima Eneida de Virgilio. Ahora bien, si queremos situarnos en la esfera a la que pertenece el Cantar, es preciso acudir a la épica medieval coetánea. Así, en la francesa, la más amplia entre las románicas del momento (Riquer, 1952 y 1984:121-229; Rodríguez Velasco, 1998:I, 51-110; Zink, 2001:75-83), el género está dominado por la matière de France, respecto del cual se ordenan los principales tipos argumentales, como ya advertía, en las postrimerías del siglo xii, Bertrand de Bar-sur-Aube, que en el proemio de su Girart de Vienne, versos 9-20 y 44-57, repartía las chansons de geste del momento en tres gestes o acciones, cada una de las cuales se centra en un linaje, pero también se distingue de las otras en virtud de la relación que sus protagonistas guardaban con el monarca francés: la del emperador Carlomagno y su dinastía (o ciclo del rey), la del vasallo leal Garin de Monglane y su linaje (en particular Guillermo de Orange, que da también nombre al ciclo), y la del vasallo rebelde Doon de Mayence y sus descendientes (cf. Heintze, 1994). Aunque con orientaciones bastante distintas, estos tres ciclos tienen en común la referencia al período carolingio, anterior en tres siglos largos al auge del género épico en Francia, en la época misma del Cantar. Igualmente, en Castilla la tradición autóctona del momento aún recuerda básicamente las gestas del período condal, en torno a la mitificada figura de Almanzor, tres siglos antes. Tanto en el caso francés como en el castellano, los temas y personajes tienen vagas reminiscencias históricas, pero en el caso del Cantar la acción se desarrolla tan sólo en el siglo precedente a la composición del mismo y, frente a lo que sucede con la mayoría de los héroes épicos, podemos reconstruir la biografía de su protagonista, mio Cid don Rodrigo, con bastante precisión. Con todo, esta singularidad no debe hacer olvidar que estamos ante una obra literaria, cuya entidad se sitúa en un plano distinto del de su relativa cercanía a los hechos y figuras a los que alude. No obstante, precisamente para calibrar el grado y modo de elaboración propios de su conversión en materia poética, conviene comenzar por contrastar el Cantar con la vida del personaje en quien se inspira. composición xlix el modelo histórico y la creación épica Los héroes de las epopeyas y gestas antiguas y modernas son en muchos casos fruto de la imaginación individual o colectiva. Algunos de ellos, no obstante, se basan de manera más o menos lejana en personas de carne y hueso, cuya fama las convirtió en figuras legendarias, hasta el punto de que resulta muy difícil saber qué hay de histórico en el relato de sus hazañas. En este, como en tantos otros terrenos, el caso del Cid es excepcional. Aunque su biografía corrió durante siglos entreverada de leyenda, hoy conocemos su vida real con bastante exactitud e incluso poseemos, lo que no deja de ser asombroso, un autógrafo suyo, la firma que (gracias a una costumbre francesa importada por el obispo don Jerónimo) estampó al dedicar a la Virgen María la catedral de Valencia «Anno siquidem Incarnationis Dominice lxxxxviii º post millesimus», es decir, ‘en el año de la Encarnación del Señor de 1098’. En dicho documento, el Cid, que nunca utilizó oficialmente esa designación, se presenta a sí mismo como princeps Rodericus Campidoctor ‘el príncipe Rodrigo el Campeador’.3 Veamos cuál fue su historia.4 Rodrigo Díaz nació, según afirma una tradición constante, aunque sin corroboración documental, en Vivar, hoy Vivar del Cid, un lugar perteneciente al ayuntamiento de Quintanilla de Vivar y situado en el valle del río Ubierna, a diez kilómetros al norte de Burgos.5 La fecha de su nacimiento, como la de tantos de sus 3 Archivo Catedralicio de Salamanca, caja 43, leg. 2, núm. 72; ed. facsímil Martín Martín [1992], ed. M. Pidal [1918 y 1929:868-871]; ed. Martín et alii [1977:doc. 1]. Sobre el origen de la firma del Cid en ese documento, véase ahora Ruiz Asencio [2007]. 4 Para la biografía de Rodrigo Díaz sigue siendo esencial, por el acopio de datos y la transcripción de fuentes, M. Pidal [1929; 7.ª ed., 1969]. Sin embargo, es imprescindible contar con las precisiones heurísticas que se verán luego, al tratar de la materia cidiana temprana, así como con las revisiones biográficas de Horrent [1973:7-193], Fletcher [1989], Martínez Diez [1999a] y Peña Pérez [2000], junto a los fundamentales estudios de Reilly [1988] y Gambra [1997] sobre el reinado de Alfonso VI, que pueden complementarse con Linage Conde [1994; 2.ª ed., 2006], Mínguez [2000] y Martínez Diez [2003]. Ofrecen amplias síntesis biográficas, muy ligadas a la exposición pidaliana, Martínez Diez [1982] (bastante reformada en la ed. rev. de 2001) y Cátedra y Morros [1985:ix-xxii]. Otras referencias más específicas se ofrecen a lo largo de la exposición. 5 La veracidad de esta tradición, cuestionada por L. Martínez García [2000: 350], es defendida por García López y Montaner [2004] y Montaner [en prensa a]. l prólogo coetáneos, es desconocida y se han propuesto dataciones que van de 1041 a 1057, aunque parece lo más acertado situarla entre 1045 y 1049. Su padre, Diego Laínez (o Flaínez), era uno de los hijos del magnate Flaín Muñoz, conde de León en torno al año 1000.6 Según era habitual en los segundones, Diego se alejó del núcleo familiar para buscar fortuna. En su caso, la halló en el citado valle del Ubierna, en el que se destacó durante la guerra con Navarra librada en 1054, reinando Fernando I de Castilla y León. Fue entonces cuando adquirió las posesiones de Vivar en las que seguramente nació Rodrigo, además de arrebatarles a los navarros los castillos de Ubierna, Urbel y La Piedra. Pese a ello, nunca perteneció a la corte.7 En cambio, Rodrigo fue pronto acogido en ella, pues se crió como miembro del séquito del infante don Sancho, el primogénito del rey. Fue con él con quien acudió al que posiblemente sería su primer combate, la batalla de Graus (cerca de Huesca), en 1063. En aquella ocasión, las tropas castellanas habían acudido en ayuda del rey de la taifa de Zaragoza, protegido del monarca castellano, contra el avance del rey de Aragón, Ramiro I, quien murió precisamente en esa batalla (Montaner, 1998:13-20). Al fallecer en 1065, Fernando I había seguido la vieja costum6 El verdadero linaje de Rodrigo Díaz, tradicionalmente considerado un mero infanzón, ha sido puesto de manifiesto por Torres Sevilla [1999:192-202, 2000: 147-55 y 2002]. El análisis de sus propiedades, efectuado por L. Martínez García [2000], revela además que pertenecía al nivel medio de la aristocracia magnaticia, lo que refuerza las conclusiones genealógicas, como han puesto de manifiesto Montaner y Escobar [2001:14-16]. Lacarra [2005b:124] ha completado el árbol genealógico propuesto por Torres Sevilla con el parentesco que, por parte de su abuela paterna, unía al Campeador con la familia real navarra y castellana, de modo que Rodrigo resulta ser primo segundo de Fernando I. Extrapolando dichas conclusiones al Cantar e ignorando sus propias admoniciones para no confundir al Cid literario y al histórico, Lacarra [2005b] postula ahora (frente a lo que razonablemente defendió en 1980 y todavía en 2002:34-35 y 39), que el Cid épico tampoco es un mero infanzón, sino que participa de ese mismo nivel social, lo que no sólo obliga a la retorsión semántica de un elevado número de versos del poema (basta con leer su nota 1, en p. 111), sino que elimina uno de sus más obvios sustentos argumentales, como se verá más adelante. 7 Torres Sevilla [2000 y 2002] conjetura que esta situación se debió a la vinculación de Diego Laínez a la rebelión contra Fernando I protagonizada por su sobrino Flaín Fernández hacia 1060 (sobre la cual, véase 1999:144-145). Sin embargo, para esas fechas Rodrigo Díaz seguramente ya estaba incorporado a la corte, lo que hace la explicación poco verosímil. Más probable es que su alejamiento de León y de la schola regis tenga que ver con su presunto origen ilegítimo, que la misma autora apunta en [2000:143]. composición li bre de repartir sus reinos entre sus hijos, dejando al mayor, Sancho, Castilla; a Alfonso, León y a García, Galicia. Igualmente, legó a cada uno de ellos el protectorado sobre determinados reinos andalusíes, de los que recibirían el tributo de protección llamado parias (cf. nota 109䡩).8 El equilibrio de fuerzas era inestable y pronto comenzaron las fricciones, que acabaron conduciendo a la guerra. En 1068 Sancho II y Alfonso VI se enfrentaron en la batalla de Llantada, a orillas del Pisuerga, vencida por el primero, pero que no resultó decisiva. En 1071, Alfonso logró controlar Galicia, que quedó nominalmente repartida entre él y Sancho, pero esto no logró acabar con los enfrentamientos y en 1072 se libró la batalla de Golpejera o Vulpejera, cerca de Carrión, en la que Sancho venció y capturó a Alfonso y se adueñó de su reino. El joven Rodrigo (que a la sazón andaría por los veintitrés años) se destacó en estas luchas y, según una vieja tradición, documentada ya a fines del siglo xii, fue el alférez o abanderado de don Sancho en dichas lides, aunque en los documentos de la época nunca consta con ese cargo, que no surge hasta el siglo siguiente (Montaner y Escobar, 2001:35-43; cf. nota 611䡩). En cambio, es bastante probable que ganase entonces el sobrenombre de Campeador, es decir, ‘el Batallador’, que le acompañaría toda su vida, hasta el punto de ser habitualmente conocido, tanto entre cristianos como entre musulmanes, por Rodrigo el Campeador (nota 31䡩). Después de la derrota de don Alfonso (que logró exiliarse en Toledo), Sancho II había reunificado los territorios regidos por su padre. Sin embargo, no disfrutaría mucho tiempo de la nueva situación. A finales del mismo año de 1072, un grupo de nobles leoneses descontentos, agrupados entorno a la infanta doña Urraca, hermana del rey, se alzaron contra él en Zamora. Don Sancho acudió a sitiarla con su ejército, cerco en el que Rodrigo realizó también notables acciones, pero que al rey le costó la vida, al ser abatido en un audaz golpe de mano por el caballero zamorano Vellido Dolfos.9 8 Para evitar repeticiones innecesarias, se enviará a las notas complementarias al texto del Cantar cuando en ellas se trate pormenorizadamente la cuestión aquí comentada. Una letra versalita indica que la nota pertenece a la parte inicial perdida del Cantar, en su prosificación cronística. Cuando el número de la nota abarca varios versos, quiere decirse que se trata de una nota de conjunto, no de las notas singulares a los mismos. 9 El personaje se ha considerado hasta ahora enteramente legendario (cf. Mínguez, 2000:46), pero (como ya se advirtió en Montaner y Escobar, 2001:238 y lii prólogo La imprevista muerte de Sancho II hizo pasar el trono a su hermano Alfonso, que regresó rápidamente de Toledo para ocuparlo. Las leyendas del siglo xiii han transmitido la célebre imagen de un severo Rodrigo que, tomando la voz de los desconfiados vasallos de don Sancho, obliga a jurar a don Alfonso en la iglesia de Santa Gadea (o Águeda) de Burgos que nada tuvo que ver en la muerte de su hermano, osadía que le habría ganado la duradera enemistad del nuevo monarca. La verdad es que, por mucha desconfianza que hubiese al respecto, nadie le exigió semejante juramento y además el Campeador, que figuró regularmente en la corte, gozaba entonces de la confianza de Alfonso VI, quien lo nombró juez en sendos pleitos asturianos en 1075. Es más, por esas mismas fechas,10 el rey lo casó con una pariente suya, su prima tercera doña Jimena Díaz, una noble dama leonesa que era además sobrina segunda del propio Rodrigo por parte de padre (nota 239䡩). Un matrimonio de semejante alcurnia era una de las aspiraciones de todo noble, incluso de primera fila, lo cual revela que el Campeador estaba cada vez mejor situado en la corte. Así lo muestra también que don Alfonso lo pusiese al frente de la embajada enviada a Sevilla en 1079 para recaudar las parias que le adeudaba el rey al-Mu‘tamid, mientras que Garcí Ordóñez (uno de los garantes de las capitulaciones matrimoniales de Rodrigo y Jimena) acudía a Granada con una misión similar (nota 1345䡩). Mientras Rodrigo desempeñaba su delegación, el rey ‘Abd Allāh de Granada, secundado por los embajadores castellanos, atacó al rey de Sevilla. Como éste se hallaba bajo la protección de Alfonso VI, precisamente por el pago de las parias que había ido a recaudar el Campeador, éste tuvo que salir en defensa de alMu‘tamid y derrotó a los invasores junto a la localidad de Cabra (en la actual provincia de Córdoba), capturando a Garcí Ordóñez y a otros magnates castellanos. Montaner, 2005d:1179) está documentado históricamente, aunque con cierto desfase temporal, en un acuerdo del mismo y otros colitigantes enfrentados al monasterio de Sahagún, en 1057: «Nos Guttier Velaz, Ansur Velasquiz, Ovecco Ovequiz, Velasco Ansuriz, Gunsaluo Ansuriz et Vellit Adulfiz in hanc scripturam quam fieri elegimus et relegendo cognouimus manus nostras roborauimus» (ed. Herrero, 1988:doc. 588, subrayo). 10 La carta de arras de Rodrigo a Jimena está fechada en 1074, pero corresponde en realidad a 1079; no obstante, por una donación conjunta a Silos sabemos que la pareja ya estaba casada 1076 (véase la nota 239䡩). composición liii La versión tradicional es que en los altos círculos cortesanos sentó muy mal que Rodrigo venciera a uno de los suyos (pues Garcí Ordóñez posiblemente era ya conde de Nájera en esas fechas, véase la nota 1345䡩), por lo que empezaron a murmurar de él ante el rey. Sin embargo, no hay seguridad de que esto provocase hostilidad contra el Campeador, entre otras cosas porque a Alfonso VI le interesaba, por razones políticas, apoyar al rey de Sevilla frente al de Badajoz, de modo que la participación de sus nobles en el ataque granadino seguramente no resultó de su agrado. De todos modos, fueron similares causas políticas las que hicieron caer en desgracia a Rodrigo. En efecto, mientras Alfonso VI dirigía en 1080 una campaña destinada a reponer al rey alQādir en el trono de Toledo, una incursión andalusí procedente del norte del mismo se adentró por tierras sorianas. Rodrigo hizo frente a los saqueadores y los persiguió con su mesnada más allá de la frontera, atacando la zona de la que procedían. En principio, esta era una operación fronteriza rutinaria. Sin embargo, en tal ocasión el equilibrio político era muy delicado, pues, por un lado, el rey toledano al-Qādir se sostenía a duras penas gracias a Alfonso VI, de modo que el ataque castellano iba a favorecer a la facción contraria al mismo; por otro, todos los reyes de taifas se iban a preguntar de qué servía pagar las parias si con ello no tenían garantizada la protección. Al margen, pues, de que interviniesen en el asunto Garcí Ordóñez (con seguridad conde de Nájera en ese año) u otros cortesanos opuestos a Rodrigo, el rey debía tomar una decisión ejemplar al respecto, conforme a los usos de la época. Así que desterró al Campeador. Rodrigo Díaz partió al exilio seguramente a fines de 1080 o principios de 1081. Como otros muchos caballeros que habían perdido antes que él la confianza de su rey, acudió a buscar un nuevo señor a cuyo servicio ponerse, junto con su mesnada. Al parecer, se dirigió primeramente a Barcelona, donde a la sazón gobernaban dos condes hermanos, Ramón Berenguer II y Berenguer Ramón II, pero no consideraron oportuno acogerlo en su corte. Ante esta negativa, quizá el Campeador hubiera podido buscar el amparo de Sancho Ramírez de Aragón. No sabemos por qué no lo hizo, pero no hay que olvidar que Rodrigo había participado en la batalla donde había sido muerto el padre del monarca aragonés. Sea como fuere, el caso es que el exiliado castellano optó por encaminarse a la taifa de Zaragoza y ponerse a las liv prólogo órdenes de su rey. No era raro que un guerrero cristiano se pusiese al servicio de un soberano andalusí, especialmente si era un exiliado, pues las cortes musulmanas se convirtieron a menudo, por una u otra causa, en refugio de los nobles del norte. Ya se ha visto cómo el mismísimo don Alfonso había hallado protección en el alcázar de Toledo.11 Cuando Rodrigo llegó a Zaragoza, aún reinaba, ya achacoso, al-Muqtadir, el mismo soberano que la regía en tiempos de la batalla de Graus, uno de los más brillantes monarcas de los reinos de taifas, celebrado guerrero y poeta, que mandó construir el palacio de la Aljafería. Pero el viejo rey murió muy poco después, quedando su reino repartido entre sus dos hijos: al-Mu’taman (no al-Mu’tamin, como se vocaliza a menudo), rey de Zaragoza, y al-Mundir, rey de Lérida. El Campeador siguió al servicio del primero, a quien ayudó a defender sus fronteras contra los avances aragoneses por el norte y contra la presión leridana por el este. Las principales campañas de Rodrigo en este período fueron la de Almenar en 1082 y la de Morella en 1084. La primera tuvo lugar al poco de acceder al-Mu’taman al trono, pues al-Mundir, que no quería someterse en modo alguno a su hermano mayor, había establecido un pacto con el rey de Aragón y el conde de Barcelona para que lo apoyasen. Temiendo un inminente ataque, el rey de Zaragoza envió a Rodrigo a supervisar la frontera nororiental de su reino, la más cercana a Lérida. Así que a fines del verano o comienzos del otoño de 1082, el Campeador inspeccionó Monzón, Tamarite y Almenar, ya muy cerca de Lérida. Mientras les tomaba a los leridanos el castillo de Escarp, en la confluencia del Cinca y del Segre, al-Mundir y el conde Berenguer de Barcelona pusieron sitio al castillo de Almenar, lo que obligó al Campeador a regresar a toda prisa. Tras negociar infructuosamente con los sitiadores para que levantasen el asedio, Rodrigo los atacó y, pese a su inferioridad numérica, los derrotó por completo y capturó al propio conde de Barcelona. La campaña de 1084 sucedió de forma muy similar. El Campeador, después de saquear las tierras del sudeste de la taifa leridana y atacar incluso la imponente 11 Sobre la figura del Campeador desde esta perspectiva, véase Guichard y Soravia [2005:226-238]. Para su período zaragocí, véanse Turk [1978 y 1991], Viguera [1981 y 1995] y Montaner [1998]. Respecto de su actividad bélica en general, García Fitz [2000]. composición lv plaza fuerte de Morella, fortificó el castillo que la Historia Roderici (en adelante, HR), 21, denomina Alolala, habitualmente identificado con Olocau del Rey, al noroeste de aquélla, pero en realidad la Pobleta d’Alcolea, al norte de la misma y en la ruta que conectaba Morella con el resto de la taifa leridana. La elección de esa cabeza de puente sugiere que las implicaciones reales de la operación eran de mucho mayor calado que la amenaza directa de dicha localidad y que su finalidad última era recuperar una salida al mar para la taifa de Zaragoza, perdida tras la división territorial de al-Muqtadir. Esto explica, más allá de la posibilidad de tener tan cerca y tan bien guarnecidos a los zaragozanos, que al-Mundir, esta vez en compañía de Sancho Ramírez de Aragón, se lanzase rápidamente contra ellos. El encuentro debió de producirse en las cercanías de Alcolea (seguramente el 14 de agosto de 1084) y en él, tras un largo combate, la victoria fue de nuevo para Rodrigo, que capturó a los principales magnates aragoneses, por lo que fue triunfalmente recibido a su regreso a Zaragoza (Montaner y Boix, 2005). El rey al-Mu’taman murió en 1085, probablemente en otoño, y le sucedió su hijo al-Musta‘ı̄n, a cuyo servicio siguió el Campeador, pero por poco tiempo. En 1086, Alfonso VI, que por fin había conquistado Toledo el año anterior, puso sitio a Zaragoza con la firme decisión de tomarla. Sin embargo, el 30 de julio el emperador almorávide de Marruecos desembarcó con sus tropas, dispuesto a ayudar a los reyes andalusíes frente a los avances cristianos. El rey de Castilla tuvo que levantar el cerco y dirigirse hacia Toledo para prepara la contraofensiva, que se saldaría con la gran derrota castellana de Sagrajas el 23 de octubre de dicho año. Fue por entonces cuando Rodrigo recuperó el favor del rey y regresó a su patria. No se sabe si se reconcilió con él durante el asedio de Zaragoza o poco después, aunque no consta que se hallase en la batalla de Sagrajas. Al parecer, le encomendó varias fortalezas en las actuales provincias de Burgos y Palencia. En todo caso, don Alfonso no empleó al Campeador en la frontera sur, sino que, aprovechando su experiencia y quizá también por evitar una colisión con un vasallo demasiado independiente, lo destacó sobre todo en la zona oriental de la Península. Después de permanecer con la corte hasta el verano de 1087, Rodrigo partió hacia Valencia para auxiliar a al-Qādir, el depuesto rey de Toledo al que Alfonso VI había compensado de su pérdida situándolo al frente lvi prólogo de la taifa valenciana, donde se encontraba en la misma débil situación que había padecido en el trono toledano. El Campeador pasó primero por Zaragoza, donde se reunió con su antiguo patrono al-Musta‘ı̄n y juntos se encaminaron hacia Valencia, hostigada por el viejo enemigo de ambos, al-Mundir de Lérida. Después de ahuyentar al rey leridano y de asegurar a al-Qādir la protección de Alfonso VI, Rodrigo se mantuvo a la expectativa, mientras al-Mundir ocupaba la plaza fuerte de Murviedro (es decir, Sagunto), amenazando de nuevo a Valencia. La tensión aumentaba y el Campeador volvió a Castilla, donde se hallaba en la primavera de 1088, seguramente para explicarle la situación a don Alfonso y planificar las acciones futuras. Éstas pasaban por una intervención en Valencia a gran escala, para lo cual Rodrigo partió al frente de un nutrido ejército en dirección a Murviedro. Mientras tanto, las circunstancias en la zona se habían complicado. Al-Musta‘ı̄n, al que el Campeador se había negado a entregar Valencia el año anterior, se había aliado con el conde de Barcelona, lo que obligó a Rodrigo a su vez a buscar la alianza de al-Mundir. Los viejos amigos se separaban y los antiguos enemigos se aliaban. Así las cosas, cuando el caudillo burgalés llegó a Murviedro, se encontró con que Valencia estaba cercada por Berenguer Ramón II. El enfrentamiento parecía inminente, pero en esta ocasión la diplomacia resultó más eficaz que las armas y, tras las pertinentes negociaciones, el conde de Barcelona se retiró sin llegar a entablar combate. A continuación, Rodrigo se puso a actuar de una forma extraña para un enviado real, pues empezó a cobrar para sí mismo en Valencia y en los restantes territorios levantinos las parias que antes se pagaban a los condes catalanes o al monarca castellano. Tal actitud sugiere que durante su estancia en la corte, Alfonso VI y él habían pactado una situación de virtual independencia del Campeador, a cambio de defender los intereses estratégicos de Castilla en el flanco oriental de la Península. Esta situación de hecho pasaría a serlo de derecho a finales de 1088, después del oscuro incidente del castillo de Aledo. Sucedió que Alfonso VI había conseguido adueñarse de dicha fortaleza (en la actual provincia de Murcia), amenazando desde la misma a las taifas de Murcia, Granada y Sevilla, sobre las que lanzaban continuas algaras las tropas castellanas allí acuarteladas. Esta situación más la actividad del Campeador en Levante movieron a los reyes de taifas a pedir de nuevo ayuda al emperador de Marruecos, composición lvii Yūsuf ibn Tās‡ufı̄n, que acudió con sus fuerzas a comienzos del verano de 1088 y puso cerco a Aledo. En cuanto Alfonso VI se enteró de la situación, partió en auxilio de la fortaleza asediada y envió instrucciones a Rodrigo para que se reuniese con él. El Campeador avanzó entonces hacia el sur, aproximándose a la zona de Aledo, pero a la hora de la verdad no se unió a las tropas procedentes de Castilla. ¿Un mero error de coordinación en una época en que las comunicaciones eran difíciles o una desobediencia intencionada del caballero burgalés, cuyos planes no coincidían con los de su rey? Nunca lo sabremos, pero el resultado fue que Alfonso VI consideró inadmisible la actuación de su vasallo y lo condenó de nuevo al destierro, llegando a expropiarle sus bienes, algo que sólo se hacía normalmente en los casos de traición. A partir de este momento, el Campeador se convirtió en un caudillo independiente y se dispuso a seguir actuando en Levante guiado tan sólo por sus propios intereses. Comenzó actuando en la región de Denia, que entonces pertenecía a la taifa de Lérida, lo que provocó el temor de al-Mundir, quien envió una embajada para pactar la paz con el Campeador. Firmada ésta, Rodrigo regresó a mediados de 1089 a Valencia, donde de nuevo recibió los tributos de la capital y de las principales plazas fuertes de la región. Después avanzó hacia el norte, llegando en la primavera de 1090 hasta Morella (en la actual provincia de Castellón), por lo que alMundir, a quien pertenecía también dicha comarca, temió la ruptura del tratado establecido y se alió de nuevo contra Rodrigo con el conde de Barcelona, cuyas tropas avanzaron hacia el sur en busca del guerrero burgalés. El encuentro tuvo lugar en Tévar, al norte de Morella (quizá en el actual puerto de Torre Miró o en las cercanías de la Pobleta d’Alcolea, como la batalla librada seis años antes) y allí Rodrigo derrotó por segunda vez a las tropas coligadas de Lérida y Barcelona, y volvió a capturar a Berenguer Ramón II. Esta victoria afianzó definitivamente la posición dominante del Campeador en la zona levantina, pues antes de acabar el año, seguramente en otoño de 1090, el conde barcelonés y el caudillo castellano establecieron un pacto por el que el primero renunciaba a intervenir en dicha zona, dejando a Rodrigo las manos libres para actuar en lo sucesivo (Montaner, 2000b). En principio, el Campeador limitó sus planes a seguir cobrando los tributos valencianos y a controlar algunas fortalezas estratégicas que le permitiesen dominar el territorio, es decir, a mante- lviii prólogo ner el tipo de protectorado que ejercía desde 1087. Con ese propósito, Rodrigo reedificó en 1092 el castillo de Peña Cadiella (hoy en día, La Carbonera, en la sierra de Benicadell; véase Navarro Oltra, 2002), donde situó su base de operaciones. Mientras tanto, Alfonso VI pretendía recuperar la iniciativa en Levante, para lo cual estableció una alianza con el rey de Aragón, el conde de Barcelona y las ciudades de Pisa y Génova, cuyas respectivas tropas y flotas participaron en la expedición, avanzando sobre Tortosa (entonces tributaria de Rodrigo) y la propia Valencia en el verano de 1092. El ambicioso plan fracasó, no obstante, y Alfonso VI hubo de regresar a Castilla al poco de llegar a Valencia, sin haber obtenido nada de la campaña, mientras Rodrigo, que a la sazón se hallaba en Zaragoza negociando una alianza con el rey de dicha taifa, lanzó en represalia una dura incursión contra La Rioja (nota 1345䡩). A partir de ese momento, sólo los almorávides se opusieron al dominio del Campeador sobre las tierras levantinas y fue entonces cuando el caudillo castellano pasó definitivamente de una política de protectorado a otra de conquista. En efecto, a esas alturas la tercera y definitiva venida de los almorávides a al-Andalús, en junio de 1090, había cambiado radicalmente la situación y resultaba claro que la única forma de retener el control sobre el Levante frente al poder norteafricano pasaba por la ocupación directa de las principales plazas de la zona.12 Mientras Rodrigo prolongaba su estancia en Zaragoza hasta el otoño de 1092, en Valencia una sublevación encabezada por el cadí o juez Ibn G‡ ah.h.āf había destronado a al-Qādir, que fue asesinado, favoreciendo el avance almorávide. El Campeador, no obstante, volvió al Levante y, como primera medida, puso cerco al castillo de Cebolla (hoy el El Puig, cerca de Valencia) en noviembre de 1092. Tras la rendición de esta fortaleza a mediados de 1093, el guerrero burgalés tenía ya una cabeza de puente sobre la capital levantina, que fue cercada por fin en julio del mismo año. Este primer asedio duró hasta el mes de agosto, en que se levantó a cambio de que se retirase el destacamento norteafricano que había llegado a Valencia tras producirse la rebelión 12 Para la actuación del Cid en Valencia, puede verse la síntesis de Martínez Diez [2000] y los más detallados trabajos de Huici [1969:II] y, con un análisis más profundo, Guichard [1990:I]. En relación con los almorávides, sigue siendo básica la obra de Bosch [1956]. composición lix que costó la vida a al-Qādir. Sin embargo, a finales de año el cerco se había restablecido y ya no se levantaría hasta la caída de la ciudad. Entonces, los almorávides, a petición de los valencianos, enviaron un ejército mandado por el príncipe Abū Bakr ibn Ibrāhı̄m al-Lamtūnı̄, el cual se detuvo en Almusafes (a unos veinte kilómetros al sur de Valencia) y se retiró sin entablar combate (nota 2314䡩). Sin esperar ya apoyo externo, la situación se hizo insostenible y por fin Valencia capituló ante Rodrigo el 17 de junio de 1094.13 Desde entonces, el caudillo castellano adoptó el citado título de Príncipe y seguramente recibiría también el tratamiento árabe de sídi ‘mi señor’, origen del sobrenombre de mio Cid o el Cid, con el que acabaría por ser generalmente conocido (nota b䡩). La conquista de Valencia fue un triunfo resonante, pero la situación distaba de ser segura. Por un lado, estaba la presión almorávide, que no desapareció mientras la ciudad se mantuvo en poder de los cristianos. Por otro, el control del territorio exigía poseer nuevas plazas. La reacción norteafricana no se hizo esperar y ya en agosto de 1094 avanzó contra la ciudad un ejército mandado por el general Abū ‘Abd Allāh Muh.ammad ibn Ibrāhı̄m, hermano de Abū Bakr. Tras un asedio de dos meses, las tropas sitiadoras fueron derrotadas por el Cid en una batalla librada el 21 de octubre entre Mislata y Cuarte, hoy Quart de Poblet, a escasos seis kilómetros al oesnoroeste de Valencia (Montaner y Boix, 2005). Esta victoria concedió un respiro al Campeador, que pudo consagrarse a nuevas conquistas en los años siguientes, de modo que en 1095 cayeron la plaza de Olocau y el castillo de Serra. A principios de 1097 se produjo la última expedición almorávide en vida de Rodrigo, comandada seguramente por ‘Alı̄ ibn al-H. āg‡ g‡ (Bosch, 1956:159), la cual se saldó con la batalla de Bairén (a unos cinco kilómetros al norte de Gandía), ganada una vez más por el caudillo castellano, esta vez con ayuda de la hueste aragonesa del rey Pedro I, con el que Rodrigo se había aliado en 1094.14 Esta 13 Para la argumentación de esta fecha, en lugar del 15 de junio, usualmente admitido a la zaga de M. Pidal [1969:793-794], véase Montaner y Boix [2005: 285-287]. 14 La historicidad de esta batalla, negada por Huici [1969:II, 217-228], a quien sigue Reilly [1988:284], es defendida con buenos argumentos por Guichard [1990:I, 77-78] y Laliena [1996:154-156 y 2000:267-271]. lx prólogo victoria le permitió proseguir con sus conquistas, de forma que a finales de 1097 el Campeador ganó Almenara y el 24 de junio de 1098 logró ocupar la poderosa plaza de Murviedro, que reforzaba notablemente su dominio del Levante. Sería su última conquista, pues apenas un año después, posiblemente en mayo de 1099 (nota 3727䡩), el Cid moría en Valencia de muerte natural, cuando aún no contaba con cincuenta y cinco años (edad normal en una época de baja esperanza de vida).15 Aunque la situación de los ocupantes cristianos era muy complicada, todavía consiguieron resistir dos años más, bajo el gobierno de doña Jimena, hasta que el avance almorávide se hizo imparable. A principios de mayo de 1102, con la ayuda de Alfonso VI, abandonaron Valencia la familia y la gente del Campeador, llevando consigo sus restos, que serían inhumados en el monasterio burgalés de San Pedro de Cardeña. Acababa así la vida de uno de los más notables personajes de su tiempo, pero ya entonces había comenzado la leyenda. De ella se hace indudable eco el Cantar de mio Cid, aunque todo indica que fue más lo que aportó a la misma que lo que tomó de ella (cf. Montaner, en prensa a). Si bien resulta difícil evaluar qué conocimientos tenía el poeta sobre la vida de su héroe y, por lo tanto, qué modifica intencionadamente y qué altera por ignorancia, es muy poco probable, a la vista de la relativa exactitud de buena parte de sus datos, que no conociera al menos los servicios prestados por el Campeador a los hudíes de la taifa de Zaragoza. Así pues, las claras diferencias que existen entre la historia y la epopeya del Cid en la porción que comparten no ocultan que la segunda se basa netamente en la primera, pero que sus divergencias no pueden deberse sólo a la deformación de los sucesos a lo largo de su transmisión oral, sino a los requisitos propios de la obra literaria, que posee unos condicionantes de ritmo narrativo, verosimilitud argumental y equilibrio interno que la vida real no suele molestarse en guardar. Más allá de estas divergencias, la última parte del Cantar desarrolla un tema ajeno por completo a la biografía de su héroe. Está claro que Rodrigo Díaz se preocupó de dejar bien casadas a sus hijas, pues una de ellas, María, lo hizo con el conde de Barcelona Ramón Berenguer III, mientras que la 15 Compárese lo que dice Jaime I, Llibre dels fets, 355: «eren antichs hòmens, que cascú havia plus de ·L· ayns» = ‘eran dos hombres viejos, pues cada uno tenía más de cincuenta años’. composición lxi otra, Cristina, contrajo matrimonio con Ramiro Sánchez, señor de Monzón y miembro de la casa real de Navarra. La primera murió joven, dejando dos hijas; la segunda tuvo al menos un vástago, García Ramírez, conocido como el Restaurador, por ser el primer rey independiente de Navarra, tras el período de su unión con Aragón, a la muerte de Alfonso I el Batallador en 1134 (nota 2075䡩). De estos hechos, el Cantar se hace un vago eco en su desenlace (nota 3724䡩), pero antes refiere unas primeras bodas de las hijas del Cid con dos jóvenes de la alta nobleza castellana, los infantes de Carrión, matrimonio que acaba con un sonado divorcio después de que los mentados propinen a sus esposas una brutal paliza y las dejen abandonadas en el robledo de Corpes. Aquí está claro que la creación de una intriga que en términos modernos podría calificarse de novelesca ha primado sobre la fidelidad histórica, pues por muy deformada que estuviese la versión de la vida del Campeador que conoció el poeta, es casi imposible que contuviese nada semejante, entre otras cosas porque los supuestos infantes de Carrión nunca existieron (nota 1372䡩). Esto revela que, por puro instinto poético, el autor del Cantar se atuvo de forma consistente a la vieja apreciación aristotélica de que «el historiador y el poeta no se diferencian por decir las cosas en verso o en prosa ..., la diferencia está en que uno dice lo que ha sucedido y otro lo que podría suceder» (Poética, 51b 1-5), o en términos que a él le resultarían más cercanos, a la advertencia de San Jerónimo: «Quia carmen est ... historiae ordo non quaeritur».16 No obstante, en un movimiento complementario, pero de signo inverso, el poeta hace lo posible por acercarse a la época de su héroe, dentro de lo que le permite su aparato teórico, debido a que (como sabemos positivamente, cf. Montaner y Escobar 2001: 111-117) la gente en la Edad Media poseía información y conciencia históricas, aunque no coincidan necesariamente con las nuestras. Frente a esta innegable situación, Catalán [2001:403] considera 16 ‘Puesto que es un poema ..., no se busca el orden de la historia’ (Commentarii in Ezechielem, IX, 29). Para advertir el alcance de la frase jeronimiana, compárese este otro pasaje: «neque vero ubi de laudibus dicitur Dei, historiae ordo servandus est, sed frequenter evenit ut quae prima facta sunt, extrema dicantur, et quae novissima, referantur ad prima» = ‘ni es necesario conservar el orden de la historia cuando se trata de las alabanzas de Dios, sino que a menudo acontece que lo que se hizo primero se cuenta al final, y lo más reciente se refiere al principio’ (Commentarium in Amos, I, 2). lxii prólogo que «Lógicamente, el poeta no trata de reconstruir una situación histórica contemporánea de los hechos del Cid relatados ..., sino que, según era usual en creaciones literarias medievales, transporta la geo-política del presente al tiempo historiado». Esto no es exacto, pues el autor del Cantar sabe perfectamente que la situación de la Península Ibérica no era la misma en su época que en la del Cid y, en la medida en que puede hacerlo, presenta el estado de cosas correspondiente a aquélla y no a la suya. En efecto, el poeta compone su obra en la ‘España de los cinco reinos’, Portugal, León, Castilla, Navarra y Aragón (o de los cuatro, si se admite una composición hacia 1140, con León y Castilla todavía unidos), pero sabe que Portugal, León y Castilla pertenecían a la misma corona en tiempos de Rodrigo Díaz, mientras que Aragón y Barcelona poseían soberanos diferentes. Sólo yerra al considerar Navarra independiente de Aragón, situación posterior a la muerte de Alfonso I el Batallador en 1134 (nota 1187䡩). El autor parece saber también que Toledo fue conquistada por Alfonso VI durante el destierro del Campeador, pues en los vv. 435-483 la zona del Henares es todavía territorio andalusí, pero más tarde el regnum Toletanum aparece bajo el dominio de don Alfonso, ya que las vistas para el perdón real se celebran a orillas del Tajo (v. 1954) y las cortes convocadas para conocer en la acusación contra los infantes se celebran en la propia ciudad de Toledo (v. 2963). Además, la Extremadura del Duero, que al principio del Cantar se extiende hasta la Sierra de Miedes (vv. 422-423), a partir del v. 1382 abarca ya por el sudeste hasta Medinaceli (conquistada en 1104; nota 1382-1383䡩). Por otro lado, está igualmente al tanto de que todo el territorio aragonés desde Huesca y Monzón hacia el sur estaba entonces en poder de los musulmanes, siendo así que Zaragoza había sido tomada en 1118 y Cella (Celfa la de canal en el Cantar) ya en 1128 (J.M.ª Lacarra 1978:66-71 y 98). También sabe que en aquella época Valencia tenía un soberano independiente, mientras que en sus propios días la ciudad estaba bajo el control almohade o, previamente, almorávide.17 En resumidas cuentas, el 17 La historia de la dominación islámica de Valencia en este período es compleja. Hasta marzo de 1144 la ciudad estaba bajo control almorávide, pero en esa fecha y como reflejo de los sucesos de Córdoba, estalla una revuelta contra el gobierno almorávide y se nombra rā’is o jefe local al cadí Marwān b. ‘Abd al-‘Azı̄z, desde la primavera al otoño de 1145. Al año siguiente la ciudad queda bajo el in- composición lxiii poeta diferenciaba perfectamente la ‘España del Cid’ de la suya propia y sin duda pretendía hacer lo mismo, aun cayendo en un anacronismo inconsciente, al aludir a aquellas viejas y largas guerras que el rey de Marruecos había mantenido con el de los Montes Claros, ocurridas en realidad entre 1130 y 1147 (nota 1182䡩). En todo caso, si en algo hay una modificación sustancial entre los sucesos históricos y la narración poética es en las actitudes. En efecto, Alfonso VI actuó respecto de Rodrigo Díaz aplicando, simplemente, los planteamientos jurídico-políticos coetáneos. Su primer destierro responde a las mismas causas que llevaron, siglo y medio después, a la prisión de Pedro de Ahonés por parte de Jaime I el Conquistador por querer quebrantar la tregua firmada por el monarca aragonés con Sayyid Abū Zayd, gobernador almohade de Valencia,18 mientras que en el caso de Aledo, aunque las circunstancias nos resultan confusas, cuando no turbias, el planteamiento del monarca castellano fue coherente con su análisis de la situación, erróneo quizá, pero en el que no parece haber mediado ningún tipo de malquerencia personal. En cambio, el Cantar se sitúa, aun sin adscribirse a ella por completo, en la línea que mantiene el resto de la materia cidiana del siglo xii, que atribuye las desgracias de su héroe a la invidia (‘envidia’, pero también flujo de Sayf ad-Dawla (el rey Zafadola de las fuentes cristianas), para, después de varios cambios en la ri’āsah o jefatura local, ser dirigida desde agosto de 1147 por Muh.ammad b. Sa‘d b. Mardanı̄sÛ (el rey Lobo de las fuentes cristianas), cuyo régimen, con la colaboración cristiana, logrará resistir a los almohades hasta 1172, quedando desde entonces la región bajo dominio del nuevo imperio marroquí (Guichard 1990:I, 99-124). 18 «Sobre açò feu-nos parlar Seyt Abuçeyt que·ns daria les quintes de València e de Múrcia, que haguéssem treuga ab ell, e prenguem-la. Per què us pregam, don Pero Aonés, e us manam, que vós que tingats estas treugas e que no les trenquets.— ... E nós dixem que ans seria mal servici aquel, —Si la treuga que havíem dada nos trencàvets; e volem saber si o volets fer ho no—. E él dix que no·n podia àls fer. E sobre açò nos li dixem: —Pus tan cara cosa con aquesta nos volets trencar, diem-vos que us volem pendre» = ‘Sobre esto nos hizo decir Sayyid Abū Zayd que nos daría las quintas de Valencia y Murcia, para que hiciésemos una tregua con él, y Nos la aceptamos, por lo cual os rogamos, don Pedro Ahonés, y os mandamos que respetéis estas treguas y que no las quebrantéis.— ... Y dijimos que aquél sería un mal servicio, —Si la tregua que habíamos concedido nos la quebrantáis, y queremos saber si vais a hacerlo o no.— Y él dijo que no podía hacerlo de otro modo. Y sobre esto le dijimos: —Pues nos queréis quebrantar una cosa tan preciada, os comunicamos que os vamos a prender’ (Llibre dels fets, 25). El episodio se saldó finalmente con la muerte del magnate aragonés (ibid., 26-27). lxiv prólogo ‘invidencia’ política) del rey castellano-leonés, alentado por una camarilla de cortesanos intrigantes. Esta es exactamente la postura de la Historia Roderici (en adelante HR) y del Carmen Campidoctoris (West, 1977, 1983b y 1996; Montaner y Escobar, 2001:43-52; notas 9䡩 y 22䡩), mientras que el Linage de Rodric Díaz, 2, hace más hincapié en los mestureros o calumniadores que en la postura regia: «Pues lo itó de tierra el rey don Alfonso a Rodic Díaz a tuerto, así que non lo mereció, que fu mesturado con el rey, e issiós de su tierra», quizá porque, a fin de cuentas, es un relato de orientación básicamente genealógica vinculado a la casa real de Navarra, que descendía tanto de Rodrigo Díaz como de Alfonso VI (cf. Martin, 1992:30-33 y 46-70). El Cantar se acerca bastante a este planteamiento, pues, aunque no elimina la responsabilidad del rey, ésta resulta siempre debidamente salvaguardada por la apelación a los enemigos del Cid. Éstos quedan personalizados en los textos latinos y en el poema vernáculo en la figura de Garcí Ordóñez, lo que sin duda tiene una base histórica, tras el encontronazo de Cabra (1079), pero no sabemos hasta qué punto se tradujo en ese enfrentamiento acérrimo y visceral que refieren las obras cidianas. En todo caso, su presentación como un personaje arrogante, malintencionado y mezquino supone una marcada inversión de lo que fue realmente la figura del prócer castellano (nota 1345䡩). Finalmente, la lealtad hacia su rey de la que, pese al destierro, el Cid hace constante gala en estos textos y especialmente en el Cantar, establece un claro contraste con la actuación del Campeador, marcada, aun antes del segundo destierro, por una notable autonomía y que culmina con la creación en Valencia de un principado virtualmente independiente (aspecto sobre el que incide ahora Martin 2005b), cuyo corolario es la política matrimonial con la que don Rodrigo buscó formar una alianza por vía de parentesco con grandes señores cristianos que, no obstante, carecían como él del anhelado título regio. En suma, la apelación a protagonistas y a sucesos históricos se pone de nuevo al servicio de un designio poético específico, si bien en este caso condicionado por lo que, sin duda, era ya una versión comúnmente aceptada de la biografía del Campeador y de sus relaciones con Alfonso VI. Algo semejante, aunque de forma algo más intrigante, sucede con el resto de los personajes del Cantar, una gran parte de los cuales (casi todos los cristianos y varios de los musulmanes) corresponden a figuras históricas coetáneas del Campeador o muy composición lxv poco posteriores, pero que, mayoritariamente, no tuvieron nada que ver con los episodios en los que el poema los sitúa ni se encontraban en las posiciones en que éste los coloca, dentro de las redes de relaciones familiares e intereses políticos de finales del siglo xi. El caso más claro es el de Álvar Fáñez, cuyo parentesco histórico con don Rodrigo y cuya fama como guerrero son razones suficientes para que el poeta lo convierta en brazo derecho del Cid, pese a que las trayectorias de ambos personajes apenas muestran puntos de convergencia (nota h䡩). Otra explicación puede aventurarse en el caso de Avengalvón, patronímico llevado seguramente por diversos personajes y que pervivió en la extremadura castellana y aragonesa (en algún caso convertido en topónimo), haciendo que, posiblemente, se asociase no tanto a un régulo histórico concreto de Molina, como a un nombre comodín para los gobernadores andalusíes de la zona (nota 1464䡩). Más extraño es, con todo, lo que sucede con otros individuos, cuyo renombre no parece suficiente para que perviviesen en la historia oral, ni consta una vinculación cidiana que permitiese su asociación tradicional al nombre del héroe. Se trata de figuras como Pero Vermúdez, Galín García o Álvar Salvadórez, que están documentados en el período, pero que no guardan ninguna relación constatable con los sucesos poéticos. Venga de donde venga su información (aspecto sobre el que incidiré luego), está claro que el poeta pretendía con ello acercarse en lo posible al período histórico de su héroe y a sus circunstancias concretas, aunque la limitación de sus conocimientos le llevase a un reparto de lealtades y desafecciones que desarticulaba casi por completo el entramado histórico de referencia,19 para sustituirlo por otro poéticamente eficaz. 19 Véase Smith [1977:35-62]. Respecto de los compañeros del Cid que se corresponden con personajes reales, pero cuya actuación documentada difiere de la descrita en el poema, véanse las notas 443䡩 (Álvar Álvarez y Álvar Salvadórez), 443b䡩 (Galín García), 611䡩 (Pero Vermúdez) y 737䡩 (Muño Gustioz). En cuanto a las figuras, mayormente ficticias, involucradas en los hechos irreales de la afrenta de Corpes y en los sucesos subsiguientes, ténganse en cuenta las notas 1372䡩 (infantes de Carrión), 2172-2173䡩 (Asur González), 2268䡩 (Gonzalo Ansúrez), 2814䡩 (Diego Téllez) y 3457䡩 (Gómez Peláyet). Para los personajes anacrónicos, puede acudirse a las notas 3004䡩 (don Beltrán) y 3394䡩 (Yéñego Ximénez y, quizá, Oiarra). Añádase a los citados el caso de Martín Muñoz de Montemayor, en el que parece haber una confusión entre el cortesano de Alfonso VII así llamado y el Martín Muñoz que fue conde de Coimbra (en cuyas cercanías hay un Montemayor, hoy Montemor-o-Velho) en tiempos de Rodrigo Díaz (nota 738䡩). Res- lxvi prólogo En suma, puede decirse que el Cantar, como la literatura histórica de todas las épocas, mantiene unas relaciones complejas con los sucesos que le sirven de base.20 Para la explicación de las mismas pueden tenerse en cuenta diversos factores, ya apuntados, pero sobre los que volveré luego: las fuentes de información orales o escritas que el poeta pudiera emplear, la posible existencia de composiciones literarias previas sobre el mismo héroe, la propia inventiva del poeta y su deseo de construir una historia coherente y apasionante. Todo ello puede y debe tenerse en consideración, pero ante todo, al acercarse a una obra como el Cantar de mio Cid hay que recordar algo que se deduce de lo antedicho, pero que no siempre se ha tenido en cuenta: que no se trata de un documento histórico, ni siquiera de una biografía más o menos fantaseada, sino de un texto plenamente literario, de un poema épico de primera magnitud, y como tal hay que entenderlo y, sobre todo, disfrutarlo. autoría y localización Como ha quedado claro, el Cantar se basa muy libremente en la parte final de la vida de Rodrigo Díaz de Vivar. Las peripecias narradas en el mismo se refieren a sucesos acaecidos tras el destierro de don Rodrigo por Alfonso VI en 1081, pero no constituyen un relato fiel de los hechos históricos, sino una visión literaria de los mismos, a veces alterados o fingidos para satisfacer los fines poéticos del relato (véanse, como ejemplo, las notas 1085-1169䡩 y 1620-1799䡩). En cuanto al texto que ha llegado hasta nosotros, se conserva en un único manuscrito del siglo xiv, custodiado en la Biblioteca Nacional de Madrid y del que me ocuparé en detalle más tarde, en el § 4. Según su colofón, este códice es copia de otro de 1207, realizado por cierto Per Abbat (nota 3731-3733䡩). Respecto de la creación del poema allí transcrito, los dos aspectos fundamentales de discusión han sido su datación y su proceso de elaboración, cuestiones ambas que la crítica posiblemente ha vinpecto de los personajes cuyos vínculos reales se trastocan o se omiten, véanse además de varias de las citadas, las notas 1372䡩 (visión de conjunto), 2042䡩 (Álvar Díaz) y 3004䡩 (don Fruela). 20 Para las relaciones entre el argumento del Cantar y los sucesos históricos, pueden verse Spitzer [1948], Russell [1958], Rubio [1972], Smith [1972:22-36, 1983:67-97 y 1990], Chalon [1976], Von Richthofen [1982] y Webber [1982]. composición lxvii culado entre sí más de lo debido. En relación con ellas se sitúa la posible identificación y, sobre todo, la caracterización de su autor y el lugar o la zona de composición del Cantar. Sobre estas cuestiones, las dos posturas más alejadas vienen representadas por Ramón Menéndez Pidal [1911] y por Colin Smith [1983]. El primero consideraba que el Cantar es obra de un juglar de Medinaceli (localidad soriana entonces cercana a la frontera con los reinos musulmanes), realizada en estilo tradicional, de tipo básicamente popular, muy fiel a los hechos históricos y compuesta hacia 1140, menos de medio siglo después de la muerte del Cid. Más tarde, basándose en algunos aspectos estilísticos y en datos que, a su juicio, parecían corresponder a dos épocas distintas, M. Pidal [1963] sostuvo la hipótesis de una obra compuesta por dos juglares. El primero, ligado a San Esteban de Gormaz (una localidad cercana a la anterior), habría escrito en torno a 1110 y sería el responsable de los elementos más históricos del poema; el segundo, vinculado a Medinaceli, habría amplificado el poema con los elementos más novelescos, hacia 1140. En el otro polo se sitúa la interpretación de Colin Smith, quien defendía que el colofón del manuscrito del Cantar transmitía tanto su fecha de composición, 1207, como el nombre de su autor, Per Abbat, al que identificó con un abogado burgalés en ejercicio a principios del siglo xiii (nota 3731-3733䡩). Su autor sería, pues, un culto jurisperito, que conocería la vida del Cid a través de documentos de archivo y cuya obra no sólo no debería nada al estilo tradicional, sino que sería el primer poema épico castellano, una innovación literaria inspirada en las chansons de geste francesas y en fuentes latinas clásicas y medievales. En sus últimos trabajos, Smith [1994a y b] matizó algo estas posturas, reconociendo que Per Abbat era probablemente el copista y no el autor del poema, el cual sería, de todos modos, un hombre culto y entendido en leyes, que compuso su obra hacia 1207 y que posiblemente no inventó el género épico castellano, aunque sí lo renovó profundamente. Entre estos dos polos, los estudiosos han adoptado distintas posturas intermedias. Dado que el complejo problema de la datación exige tratamiento específico, abordaré primero la cuestión del autor y de su posible localización, dejando el problema de la fecha para una sección aparte. La consideración como autor del Cantar de quien suscribe el códice (o, para ser exactos, el modelo del manuscrito conservado) parece a primera vista lógica, dado que tal suscripción está en ver- lxviii prólogo so y hace constar que Per Abbat escrivió este libro. Esto aseguraría la identificación del poeta firmante del colofón con el propio creador del poema. Esta opinión fue planteada antes de Smith por Ubieto [1957 y 1973:189-190], pero no propuso a nadie en particular, si bien, frente a la mayoría de los estudiosos, lo supuso aragonés y no castellano. Sí realizó una propuesta concreta otro temprano defensor de tal equiparación, Riaño, quien, primero en solitario [1971 y 2000] y más tarde en colaboración con Gutiérrez [1976:217-218, 1998:II, 301-316 y III, 25-32, y 2001], ha defendido que el firmante del códice de 1207 y, por consiguiente, autor del poema era cierto clérigo de la localidad soriana de Fresno de Caracena llamado Pedro Abat. La conjetura tenía a su favor la fecha, 1220, y la localización geográfica del personaje en una zona que el poeta del Cantar parece conocer bastante bien, aunque paradójicamente respecto de tal conjetura, nunca nombre dicha localidad, lo que le hubiese sido relativamente sencillo, dado que se halla en las cercanías de Gormaz, que el poema cita en el verso 2843. Por otra parte, la data crónica del documento, que según dichos autores es «anno Domini Mº CCº XXº, tercio nonas ianuarii», ha de leerse en realidad «anno Domini Mº CCº LXXº tercio, nonas ianuarii», es decir, el 5 de enero de 1274 (por estar fechado según el estilo de la Encarnación), lo cual se corresponde además con el tipo de letra y los usos institucionales reflejados en el documento (Fernández Flórez, 2000 y 2001; Ruiz Asencio, 2000:252a-b), de modo que la hipótesis se queda sin base. Finalmente, Hernández [1994:464-467], aunque lo considera fundamentalmente un copista, «soslayando consideraciones sobre la creatividad que pueda haberse ejercido en el trasvase de formas orales a formas escritas», propone identificarlo con un canónigo toledano homónimo, en activo entre 1204 y 1211. La propuesta tiene a su favor la posible vinculación toledana del Cantar, sobre la que volveré luego, pero en la práctica carece de respaldo alguno, pues de toda la cadena de hipótesis necesaria para ligar el poema y el canónigo (que el Cantar se vincule de algún modo a las cortes de Toledo de 1207, que se recitase en ellas, que el repostero real encargase una copia para la cámara regia y que el canónigo toledano perteneciese a la cancillería real, encargada de hacer dicha copia) ni uno solo de los eslabones está demostrado (cf. nota 3129䡩 y ahora Bayo, 2002:20). Volviendo a Smith [1977 y 1983], propone identificar al suscriptor del códice con un abogado en activo en el primer cuarto composición lxix del siglo xii, del que sabemos que actuó en 1223 en un pleito sobre la propiedad del monasterio de Santa Eugenia de Cordovilla, conducido ante el rey Fernando III en Carrión, y en el que «fallaron sues cartas que traía Petro Abbad falsas».21 Pues bien, la principal de esas cartas o documentos es el Apócrifo del abad Lecenio, un supuesto diploma de Alfonso VI, fechado en 1075, por el que el monarca castellano dona el citado monasterio al mencionado abad, por intercesión de su pariente «domno Roderico Diaz Campeatori», junto al cual confirman el diploma varios personajes cuya vinculación con el Cid consta única o principalmente por el Cantar (Smith, 1977:26-28; Montaner, en prensa a). Por ello, Smith suponía que el abogado era al mismo tiempo el falsificador del diploma y, en tanto que conocedor de la leyenda cidiana, el autor mismo del Cantar. Sin duda, se trata del único de los diversos Pedros Abad traídos a colación hasta la fecha del que consta una relación directa con la leyenda cidiana (como han subrayado Michael, 1975:301, y Bayo, 2002:20). Por lo tanto, de todas las propuestas de atribución, es la única con cierta base. Sin embargo, ésta hipótesis, como las de Ubieto y Riaño, se desentiende de la verdadera naturaleza de la suscripción de Per Abbat, que no es en absoluto la firma de un autor, sino el típico colofón de un copista (Schaffer, 1989; Michael, 1991; Montaner, 1999:95-96). Lo más que podría suponerse es que el abogado de 1223 fue quien copió el códice de 1207, pero la abundancia del nombre hace imposible asegurar nada al respecto.22 Si hoy existe un gran consenso crítico en cuanto a la anonimia del Cantar, no puede decirse lo mismo respecto de su localización. La 21 Becerro Mayor de Aguilar de Campoo (Madrid, Archivo Histórico Nacional, Códices, 994B), f. 64v.º, cit. por M. Pidal [1929:848] y por Smith [1977:29]. 22 Así lo ejemplifica, para esas mismas fechas, la propuesta de Hernández [1994], quien señala la presencia de otros cinco homónimos en los cartularios de Toledo (p. 465, n. 48). Ya M. Pidal [1911:12-18] había documentado diez Per Abbat entre 1222 y 1375; Michael [1991] un total de veinticinco entre ca. 1158 y 1350, y Fernández Flórez [2000:51 y 55-56] dieciocho, sólo en la documentación del monasterio de Sahagún, entre 1160 y 1286, mientras que en la base de datos del DLRRL constan diecisiete entre 1181 y 1230. Añádanse los dos siguientes (anteriores a 1327): «Don Per Abbad, de Tamara, yaze entre la puerta del parlatorio e del refitorio. Este don Per Abbad compró por su aniversario el molino que dizen de Grañón ... Per Abbad, de Orbaneja de Picos, non yaze aquí, mas dionos por su aniversario en la dicha Orbaneja una tierra que es en Pradiellos» (Memorias y aniversarios de Cardeña, Hispanic Society, ms. HC:NS7/1, ff. 14 y 25v.º, apud Faulhaber, 1983:I, 9-10). lxx prólogo opinión más extendida, a partir de M. Pidal [1911] y en la que reinciden, con variantes, Riaño [1971], Catalán [1985 y 2001:468-71], Duggan [1989], Marcos Marín [1997] y Riaño y Gutiérrez [1998], es que el poema se compuso en la extremadura soriana, en un área elíptica con focos en San Esteban de Gormaz y Medinaceli. Como ya he avanzado, Ubieto [1957, 1973 y 1981] sostuvo que el autor era aragonés, basándose en su conocimiento de las cuencas del Jalón y del Jiloca, así como en la presencia de diversos aragonesismos. Esta hipótesis, apoyada por Pellen [1976] y dubitativamente por Pérez Lasheras [2003:96-98], ha sido refutada por Lapesa [1980:13-31] y, con argumentos de desigual alcance, por Riaño y Gutiérrez [1992 y 1998:II, 139-185]. Por su parte, Smith [1977:81-82 y 1983:110-113], pese a que el Per Abbat al que atribuía el poema aparece vinculado únicamente a Aguilar de Campoo, en la actual provincia de Palencia, situó la creación del poema en Burgos, debido a que le parecía un marco más apropiado para el tipo de autor que imaginaba (un jurista culto, conocedor del latín y del francés), pero esto, lógicamente, no es sino apilar una conjetura sobre otra. Con todo, la localización burgalesa ha sido apoyada, con otros argumentos, por Óscar Martín [2005], que hace hincapié en la presencia que Burgos, Vivar y Cardeña presentan en el Cantar, frente al silencio de la materia cidiana previa. El planteamiento es sugerente, pero cabría decir lo mismo de la zona soriana y sobre todo del regnum Toletanum, desde la propia Toledo a la Transierra oriental, donde la función sociopolítica que busca Martín resulta mucho más obvia, como se verá después. Finalmente, se decantan también por un origen burgalés, por razones lingüísticas, Torreblanca [1995] y Penny [2002], pero ninguno aporta pruebas de peso. En este sentido, el documento de Alcózar, alegado por varios defensores de la localización soriana (Riaño, 1971; Marcos Marín, 1997 y Riaño y Gutiérrez, 1998), aunque posiblemente no corresponda a la fecha del negocio jurídico que contiene, c. 1156 (para la cual el mejor análisis es el de Canellas, 1972), sino que sea un romanceamiento de principios del siglo xiii (cf. Fernández Flórez, 2001:251-252), indica que la situación lingüística de la extremadura soriana en la época de composición del Cantar no era la que suponen los defensores de la localización burgalesa. Por otro lado, al no haberse realizado una comparación con otras variedades del castellano, en especial las de la Transierra, la base de la argumentación no resulta completa ni ésta, por tanto, composición lxxi concluyente. En tal sentido, ha de señalarse que Frago [2000] aprecia varios rasgos que apuntan a «las hablas castellano-manchegas», en particular «la evolución seseo-ceceosa» en quiçab (v. 2500), cervicio (vv. 69 y 1535) y San Çalvador (v. 2924), y si bien su análisis está lastrado por varios errores de apreciación paleográfica y ecdótica, abre una vía que sin duda habrá que decidirse a explorar. En suma, no resultan válidos ninguno de los argumentos de identificación concreta del autor propuestos hasta ahora ni la mayoría de los razonamientos de localización, pues, como ya señaló Escolar [1982:20], «estos conocimientos geográficos de una zona concreta, en contra de la opinión de Menéndez Pidal y de otros investigadores, no demuestran que naciera en ella el poeta», sin que las otras razones aducidas hasta ahora puedan considerarse probatorias. Por otro lado, para ofrecer una caracterización más general del autor y de su posible entorno, es necesario abordar cuestiones complementarias, de modo que la dejo en suspenso hasta poder hacer balance en el último apartado de esta sección. la cuestión cronológica Los datos que enmarcan las fechas extremas para la composición del Cantar son su base biográfica y el antígrafo o modelo del manuscrito conservado. Por un lado, su fundamento histórico proporciona el terminus post quem o fecha más antigua posible para su elaboración, la muerte del héroe, aludida en los versos 3726-3727 y acaecida en mayo de 1099, mientras que el colofón copiado de su modelo por el códice único suministra el terminus ante quem o fecha más moderna posible para la misma, mayo de 1207 (cf. C. Alvar y Lucía, 2002:921). Dentro de ese arco cronológico, la alusión en el v. 3003 al «buen enperador», es decir, Alfonso VII, plantea otro hito histórico seguro, puesto que dicho monarca accedió al trono castellano-leonés en 1126, aunque su coronación imperial sólo tuvo lugar en León en 1135, como refiere la Chronica Adefonsi Imperatoris (en adelante CAI), i, 69-70. Hasta aquí, los estudiosos del Cantar están básicamente de acuerdo, pero, como ya he avanzado, hay una notable discusión para situarlo de un modo más preciso en el margen de dos tercios de siglo que quedan entre la entronización del Emperador y la perdida copia de Per Abbat. Según se ha visto, Menéndez Pidal postuló una fecha temprana en lxxii prólogo la primera mitad del siglo xii. Primeramente [1911:19-28, 32-33 y 73-76], consideró que el poema era de los aledaños de 1140. Basaba esta datación en tres argumentos: el uso elusivo de el buen emperador para designar a Alfonso VII (1126-1157) sin necesidad de llamarlo por su nombre, lo que implicaría que el poema era coetáneo suyo (véase la nota 3003䡩); la indicación «Oy los reyes d’España sos parientes son» (v. 3724), que cobraría especial significado en relación con los esponsales de Blanca de Navarra y el futuro Sancho III de Castilla, que sellaron la paz entre ambos reinos en 1140 (nota 3724䡩) y, por último, la alusión del Prefatio o Poema de Almería a lo que se cantaba sobre el Cid. El Poema es una composición latina que celebra la campaña de Alfonso VII contra dicha plaza andalusí en 1147.23 Allí, al hablar de Álvar Rodríguez de Castro, nieto de Álvar Fáñez (cf. nota h䡩), se introduce un elogio de su abuelo en el que se trae a colación al Cid: 23 Al Poema de Almería se le ha asignado normalmente la misma fecha que a la obra a la que sirve de epílogo, la CAI, datada entre la campaña de Almería de 1147 y la muerte de Alfonso VII en 1157, considerándoselo anterior a la muerte de la emperatriz Berenguela en 1149 (Maya, 1990:115; Barton y Fletcher, 2000:157). No obstante, Linehan [1992] ha planteado la hipótesis de que el texto de la crónica haya sido interpolado a fines del reinado de Alfonso VIII (m. 1214) por un ferviente defensor de Toledo, a quien se debería igualmente el poema que cierra la crónica, aunque no desarrolla suficientemente su argumentación como para poder evaluarla y al menos en un punto se basa en un razonamiento que implica una petición de principio de signo contrario a la habitual: puesto que el Poema de Almería alude al Cantar y éste es de c. 1200, aquél tiene que ser posterior. Por otro lado, la fuerte vinculación toledana de la CAI puede exigir una nueva hipótesis sobre su lugar de redacción (como postula Hernández, 1994:454-455), pero no justifica la existencia de interpolaciones. En relación con esta propuesta sobre la fecha, Barton y Fletcher [2000:156] comentan que «recientemente han surgido importantes dudas a este respecto», pero sin profundizar en la cuestión, lo mismo que Michael [2002:153]. Carecemos, pues, de argumentos de peso para rechazar la datación tradicional, tampoco contradicha por la mención de Sancho III como rey de Castilla en CAI, I, 29: «dedit eam filio suo regi domino Sanctio Castellano», puesto que suscribe diplomas como «Sancius rex», a veces con la apostilla «filius imperatoris», al menos desde 1148 (véase Fernández Catón, 1990: docs. 1458, 1470 y 1474), si bien la idea de que la emperatriz Berenguela seguía con vida en el momento de redacción de la obra es una mera suposición, que carece de apoyos positivos. Así las cosas, y dado que el autor declara paladinamente escribir de oídas: «sicut ab illis qui viderunt didici et audivi» (CAI, I, Prefatio) y se refiere constantemente al Emperador en pasado (el v. 8 del Poema de Almería, «si complacet Imperatori», se refiere al Christus imperans, como el Rex del v. 1), cabría pensar más bien en una obra compuesta tras la muerte de Alfonso VII y durante el corto reinado de su hijo Sancho III (1157-1158), lo que, de todos modos, no implica un cambio drástico de cronología. composición lxxiii Tempore Roldani, si tertius Alvarus esset Post Oliverum, fateor sine crimine verum, Sub iuga Francorum fuerat gens Agarenorum Nec socii cari iacuissent morte perempti. Nullaque sube celo melior fuit hasta sereno. Ipse Rodericus, Meo Cidi sepe vocatus, De quo cantatur quod ab hostibus haud superatur, Qui domuit Mauros, comites domuit quoque nostros, Hunc extollebat, se laude minore ferebat. Sed fateor verum, quod tollet nulla dierum: Meo Cidi primus fuit Alvarus atque secundus. Morte Roderici Valentia plangit amici Nec valuit Christi famulis ea plus retineri.24 Junto a estos elementos, M. Pidal dio también gran importancia al factor lingüístico, pues el arcaísmo del Cantar resultaba, a su parecer, más acorde con una fecha de mediados del siglo xii. En las adiciones de [1911; ed. 1946:1167-1170] subraya de nuevo la validez de estos argumentos, de los que incrementa la importancia del elemento lingüístico, y añade dos más: el primero es la fidelidad del poema a los acontecimientos históricos, sobre todo en detalles nimios, como los nombres de diversos personajes que acompañaron al Campeador en el destierro, nombres que la historiografía del siglo xii desconoce y que en el Cantar sólo podrían provenir de una gran cercanía temporal a los hechos narrados, antes de que dichos nombres cayesen en el olvido. El segundo es la mención de la guerra que el emperador almorávide libraba en los Montes Claros, es decir, los enfrentamientos contra los insurgentes almohades en la cordillera del Atlas, acaecidos hacia 1140 (véase la nota 1182䡩). 24 ‘Si en tiempos de Roldán, Álvaro hubiese sido el tercero / tras Oliveros, os confieso una verdad sin falta, / que el linaje de los agarenos habría sido puesto bajo el yugo de los francos / y que los queridos compañeros no yacerían aniquilados por la muerte. / No hubo una lanza mejor bajo el claro cielo. / El mismísimo Rodrigo, llamado normalmente mio Cid, / de quien se canta que no fue vencido por los enemigos, / que domeñó a los moros y domeñó también a nuestros condes, / ensalzaba a éste, se dirigía a sí mismo menores elogios; / pero yo os confieso una verdad que el tiempo no alterará: / mio Cid fue el primero y Álvaro el segundo. / Valencia llora la muerte del amigo Rodrigo, / pues no les fue posible retenerla a los siervos de Cristo’ (vv. 228-240; cf. Sánchez Belda, 1950:198; H.S. Martínez, 1975:39 y Pérez González, 1977: 138-139). lxxiv prólogo Esta datación fue generalmente admitida durante cerca de medio siglo, salvo que Mateu [1947] sugirió adelantarla a finales del reinado de Alfonso VI (m. 1109), basándose en la mención del dinero malo (v. 165), que dicho autor identificaba con las acuñaciones de baja ley del dinero de vellón (moneda de plata y cobre) realizadas en dicha época, y con la ausencia de mención de los más modernos maravedíes (moneda de oro; véase la nota 165䡩). En cambio, a partir de 1950 empezaron a surgir algunas voces discrepantes que abogaban por una fecha más moderna, cercana a 1200, como ya había propuesto Bello [1881]. La primera de tales voces, que tuvo entonces escaso eco, fue la de Russell [1952], quien aducía que los usos cancillerescos y diplomáticos presentados en el Cantar sólo se documentaban en el último cuarto del siglo xii (notas 24䡩 y 3546䡩), mientras que el arcaísmo lingüístico era un recurso literario propio de la épica.25 Le siguió la de Gicovate [1956], que se basaba en una interpretación diferente del verso 3724 y en el influjo de la poesía épica francesa, tal y como se desarrolla a lo largo del siglo xii. Por último, Ubieto [1957] procuró refutar los argumentos pidalianos sobre el uso de el buen emperador, demostrando que esa designación se había empleado de igual modo tras su muerte; sobre la referencia a la guerra de los Montes Claros, alegando que su mención implica sólo la posterioridad del Cantar a la misma, no necesariamente su coetaneidad, y sobre el verso 3724 señalando que, si se entiende en un sentido más estricto, obliga a retrotraer la fecha hasta 1201. Apoyó además esta datación en otros datos, como el empleo de Navarra para referirse a todo el reino de Pamplona (nota 1187䡩) y la mención de Cetina, repoblada hacia 1150 (nota 547䡩). M. Pidal [1963: 1975-1981] contestó a parte de estas objeciones (al parecer, no llegó a conocer las de Russell), reafirmando sus conclusiones sobre la lengua del poema y restando validez a los argumentos de Ubieto. Aceptó en cambio la propuesta de Mateu [1947]. A partir de esa cronología y del alto grado de historicidad que apreciaba en algunas partes del Cantar, en [1963:117-164] postuló que había sido obra de dos autores, uno primitivo más apegado a la realidad histórica, que habría compuesto una primera versión hacia 1110, y un refundidor posterior, más dado a fantasear o novelizar, que se25 Sobre la coyuntura de redacción y el influjo de dicho artículo véanse el propio Russell [2002] y Deyermond [2002]. composición lxxv ría el responsable de la versión conservada, que dataría de 1140. Esta última fecha se basaba en los datos ya empleados en [1911] y en la mención de Portugal (nota 2978䡩). En contraste con la reafirmación pidaliana en sus posturas, Horrent [1973:243-311] aceptó algunas de las objeciones de Ubieto, lo que le llevó a un intento de conciliar esa postura con la de M. Pidal suponiendo una serie de refundiciones desde 1120 hasta 1207. En aquel mismo año, Ubieto [1973] desarrolló con más detalle su planteamiento [1957], corroborando con nuevos datos los argumentos que le había refutado M. Pidal [1963], acogiendo los de Russell [1952] sobre la diplomática y añadiendo otros, por ejemplo, la designación de Valencia como la mayor para diferenciarla de Valencia de don Juan, que adoptó este nombre en 1189 (nota 2105䡩), o el empleo de tácticas introducidas en la Península a partir de la batalla de Alarcos, en 1195 (nota 625-851䡩). Más concretamente, defendía como fecha de composición 1207, año consignado en el éxplicit del códice único. Posteriormente, Ubieto [1981:224-230] resumió su argumentación e incorporó las aportaciones de J.M.ª Lacarra [1975], quien había demostrado la datación tardía de dos términos del Cantar que corresponden a la situación sociopolítica de finales del siglo xii: fijodalgo, documentado por primera vez en 1177, y rico omne, cuya primera ocurrencia data de 1207 (en realidad, hacia 1194; notas 210䡩 y 3546䡩). En esta misma línea se han situado otros investigadores actuales, que aceptan estos datos y añaden otros para justificar una datación a finales del siglo xii o principios del siglo xiii. Tales argumentos han sido preponderantemente históricos, basados en la presencia en el poema de objetos, costumbres, instituciones jurídicas o alusiones a sucesos que sólo pueden fecharse por esa época (Smith, 1977; Lacarra, 1980). A este respecto, Smith [1977:35-62] ha mostrado que la aparición en el Cantar de personajes históricos a menudo no se correspondía con la actuación real de los mismos.26 También se han aducido criterios lingüísticos, relacionados especialmente con la formación de palabras (Pattison, 1967 y 1985) y con la cronología del léxico empleado (Pellen, de 1980 a 1983). Por último, se han alegado razones literarias, como la citada influen26 Sobre este punto, véanse las remisiones a las notas complementarias en la nota 19 de este prólogo. Para el tipo de mentalidad histórica que esto conlleva, véanse las notas 237䡩 y 733䡩. lxxvi prólogo cia de la épica francesa del siglo xii (Smith, 1977:125-159 y 1983), y la oportunidad del mensaje ideológico del Cantar en el contexto social del tránsito de dicha centuria a la siguiente (Fradejas, 1962:53-66, 1982:270-277 y 2000; Duggan, 1989:58-107; nota 1187䡩). Más recientemente, Zaderenko [1998a] ha señalado que el procedimiento legal del riepto entre hidalgos, al que se sujeta el desenlace del Cantar, no puede datarse antes de las disposiciones de las Cortes de Nájera de 1185. Frente a estos autores, otros han asumido la defensa de las tesis pidalianas o, al menos, han expresado sus reservas a algunas de las propuestas anteriores. Así, Fletcher [1976] examina de nuevo la cuestión suscitada por Russell [1952] y muestra que, para las cuestiones diplomáticas, las fechas podrían adelantarse hasta 1153. En dos detallados artículos, Lapesa [1980 y 1982] desestima los argumentos lingüísticos de Pattison [1967] en favor de la datación finisecular y buena parte de los históricos de Ubieto [1973], aunque no todos. En 1985 aparecieron tres aportaciones que apoyaban, desde distintas perspectivas, la datación a mediados del siglo xii. Catalán [1985 y luego en 2001 y 2002] considera que el contexto social e ideológico en que se inscribe el Cantar se liga a las revueltas urbanas de 1116 (nota 1213䡩) y que la coyuntura en la que se compuso el poema es la concertación de la paz entre Castilla y Navarra, pero no en torno a los esponsales de 1140, sino con ocasión de las bodas de Urraca (bastarda de Alfonso VII) y García IV de Navarra, nieto de Rodrigo Díaz, en 1144 (nota 3724䡩). Marcos Marín [1985] acepta este planteamiento y pone además el énfasis en criterios lingüísticos, subrayando de nuevo el arcaísmo del Cantar, que juzga incompatible con una fecha finisecular, planteamiento que reitera en [1997] y que es apoyado por González Ollé [2006], debido al uso de casada en el Cantar, término al que, sin embargo, da una acepción errónea (nota 1802䡩). Por otro lado, Rico [1985b] vuelve a estudiar la alusión del Poema de Almería a lo que se cantaba sobre el Cid. En su opinión, la manera en que Roldán y Oliveros se sitúan ahí en el mismo ámbito que Álvar Fáñez y el Cid implica que el carmen latino aludía a un poema épico vernáculo en el que los héroes españoles actuaban emparejados, lo que, a juzgar por la estabilidad del Cantar que en el siglo xiii revelan las prosificaciones cronísticas, postularía otro tanto para la gesta del siglo xii y remitiría directamente a un Cantar en su mayor parte igual al conservado. En cambio, Gicovate [1956: composición lxxvii 421-422], Ubieto [1973:29-30], Horrent [1973:263-266], Smith [1983:83-86], Deyermond [1987:21], Wright [1990:28] y Hernández [1994:454] consideran, con distintos matices, que el Poema de Almería se refiere a un perdido cantar cidiano que se situaría entre las fuentes del poema conocido, pero que no sería igual a él.27 Contra este planteamiento, Marcos Marín [1997:39-40 y 47] y, sobre todo, Catalán [2001:151-153, 446 y 483-486] vuelven a defender el valor cronológico de la alusión del Poema de Almería. A juicio de ambos estudiosos, del pasaje citado se desprende que hubo un cantar (v. 234: «de quo cantatur») en el cual se llamaba mio Cid a Rodrigo Díaz (v. 233: «Meo Cidi sepe vocatus»), quien derrotaba allí a los moros y a los condes cristianos (v. 235: «qui domuit Mauros, comites domuit quoque nostros»), contando como lugarteniente a Álvar Fáñez (v. 238: «Meo Cidi primus fuit, Alvarus atque secundus»), con el que formaba una pareja épica semejante a la de Roldán y Oliveros (vv. 228-229: «Tempore Roldani si tertius Alvarus esset / post Oliveros...»). Sus conclusiones pueden sintetizarse con las palabras de Marcos Marín [1997:40]: «El Poema de Almería, con esa mención, apunta expresamente a la existencia del Cantar de Mio Cid, un cantar en el que se dice que venció a los moros y a los condes catalanes. No se trata de otro poema o cantar distinto, luego el Cantar de Mio Cid existía, como muy tarde, antes de febrero de 1149». Una interpretación completamente distinta del alcance de los versos 233-234 del Poema de Almería fue sugerida ya por Lomax [1977:77], al señalar que en la Edad Media esa expresión podía ser sólo una metáfora de la fama. Este planteamiento ha sido desarrollado por Montaner y Escobar [2001:104-106], quienes ratifican dicha interpretación, basándose en Curtius [1948:233-235], y señalan que el significado estricto del pasaje, sin la interferencia del Cantar, es que hubo un gran guerrero, Álvar Fáñez, capaz de haber salido victorioso de Roncesvalles si hubiese acompañado a Roldán y a Oliveros. Este caballero fue tan famoso en su época que lo ponía por delante de sí el mismísimo Rodrigo Díaz, usualmente llamado el Cid y de quien es fama que no fue superado por sus ad27 Según H.S. Martínez [1975:344-395], el Poema de Almería daría cuenta de un cantar sobre Álvar Fáñez (vv. 223-232) y de otro sobre el Cid (vv. 233-235), pero parece considerar que el emparejamiento de ambos héroes (v. 238) se debería al propio autor del carmen latino, aunque no acaba de dejarlo claro. lxxviii prólogo versarios, el cual domeñó tanto a los moros como a los condes cristianos. No obstante —añade por su cuenta el poeta—, hay que poner las cosas en su sitio: Rodrigo (conquistador de Valencia) fue el primer caballero de su tiempo y Álvaro fue sólo el segundo (pero no ‘su segundo’, como vierte Catalán, 2000:106). A juicio de estos autores, extraer de aquí consecuencias no sólo sobre el contenido, sino sobre la misma existencia de un supuesto cantar cidiano es más que aventurado.28 Como puede apreciarse, la cuestión de la fecha del Cantar ha originado una larga polémica y una buena parte de las razones aducidas por ambas partes han ido siendo descalificadas. Sin embargo, haciendo balance, tanto Lomax [1977] como Deyermond [1987:20-22] han opinado que los principales argumentos para una fecha tardía no han sido rebatidos, mientras que Martín Zorraquino [1987:8-11], en un ponderado repaso de la caracterización lingüística, aprecia que ésta no es en realidad incompatible con una datación finisecular. El mismo Marcos Marín [1997:99], que la rechaza, reconoce que «es cierto que la lengua del CMC coincide con la lengua de mediados del siglo xii, pero no es menos cierto ... que esos rasgos pueden encontrarse durante la segunda mitad del siglo». A una conclusión semejante llega Frago [2000], mientras que Franchini [2004:333-336] deja en el aire cualquier conclusión diatópica o diacrónica al respecto. En rigor, el único argumento hoy de cierto peso que permite pensar en los alrededores de 1140 es la alusión del Poema de Almería. Ahora bien, aun admitiendo el sentido y la cronología de la obra favorables a la hipótesis de un poema épico coetáneo, ello sólo implicaría que antes de 1158 existía un cantar de gesta sobre el Cid. Éste podrá identificarse razonablemente con el conservado siempre que en este último no se hallen datos que exijan una datación posterior o que, de darse, sean claramente aislables como interpolaciones o modificaciones sufridas en el proceso de transmisión. Pero si esto no es así, es decir, si los elementos que evi28 Compárese en la misma línea Morros [1997:35-36]. Aunque no se pronuncia sobre el fondo de la cuestión, Pérez González [1977:139] hace una pertinente observación sobre Meo Cidi: «expresión proveniente de la lengua cotidiana o vulgar, que, al igual que en el caso de Rodlanus, no exige la existencia de un poema castellano sobre Rodrigo Díaz de Vivar, entre otras razones porque dicha expresión fue un título honorífico aplicado a numerosos personajes de la época». composición lxxix dencian una data posterior forman parte inextricable de la composición, entonces lo único que cabría deducir del Poema de Almería (siempre en la hipótesis de que su interpretación y cronología sean efectivamente ésas) es que se refiere a un texto que trataba del mismo tema, el cual, verosímilmente, cabría considerar un modelo o fuente del Cantar conservado, pero al que no podría identificarse con él (como, en fin, El alcalde de Zalamea de Calderón no puede confundirse con la obra homónima de Lope que le sirve de base). El caso es que, como se verá con detalle en el § 2, hay abundantes aspectos que sitúan la composición del Cantar a finales del siglo xii: la recepción de la nueva cultura caballeresca del último cuarto de siglo, que se refleja en numerosos aspectos del poema, tanto en su dimensión material como ideológica (notas 41䡩, 562䡩, 606-609䡩, 707䡩, 1508-1509䡩, 1587䡩, 1618-1802䡩, 1802䡩, 2375䡩); el estado de las instituciones jurídicas, como revela la coincidencia de sus planteamientos con los códigos surgidos de la importante renovación del derecho castellano en torno a 1190, en aspectos tan importantes en el poema como el botín, el acceso a la caballería villana o el reto entre hidalgos (notas 210䡩, 442䡩, 492䡩, 511䡩, 807䡩, 895䡩, 917䡩, 1213䡩, 1236-1307䡩, 1254䡩, 1472䡩, 1798䡩, 2535-2762䡩, 3546䡩 y 3533-3707䡩); la adecuación de las disposiciones regias a la nueva estructura diplomática de las mismas en la cancillería de Alfonso VIII (nota 1364-1365䡩); la correspondencia de la corte poética con la organización e integrantes de la curia y casa regias bajo el mismo monarca (notas 1360䡩 y 1380䡩), y, en fin, la actitud del Cantar hacia los andalusíes sometidos en Castejón, Alcocer o Valencia, que concuerda con la recuperación bajo Alfonso VIII del estatuto de mudéjar (nota 518䡩). En suma, no se trata de algunos elementos aislados que pudieran deberse a una intercalación o a una reelaboración parcial, sino de un cúmulo de aspectos consustanciales al Cantar en todos sus niveles y que, al margen de posibles antecedentes en forma poética, conducen a fecharlo sin apenas dudas en las cercanías de 1200.29 29 Para otros muchos aspectos con repercusiones cronológicas, que apuntan en la misma dirección, véanse las notas 24䡩, 109䡩, 130䡩, 303䡩, 527䡩, 547䡩, 611䡩, 625-861䡩, 766䡩, 954-1086䡩, 1105䡩, 1187䡩, 1191䡩, 1217䡩, 1290-1291䡩, 1345䡩, 1375-1376䡩, 1382-1383䡩, 1464䡩, 1472䡩, 1956䡩, 1976-1977䡩, 2763-2984䡩, 29853532䡩, 3005䡩, 3129䡩 y 3223䡩. lxxx prólogo unidad, variedad, multiplicidad Según ha podido advertirse, la cuestión cronológica está íntimamente ligada al establecimiento del modo de composición del Cantar y en varias propuestas se admiten diversas fechas, que corresponderían a sucesivas refundiciones o recreaciones poéticas. La visión de M. Pidal [1951b:xlv-xl, 1956a, 1957:323-330 y 457 y 1992:97-166] era que un poema épico nacía usualmente al calor de los hechos mismos, a partir de un canto noticiero que la tradición se encargaba de ir amplificando y novelizando. Como se ha dicho, tal planteamiento le llevó en [1963:115-174 y 1966] a postular la existencia de dos autores para la versión conocida, como ya antes (en 1898a y 1911:124-136) le había conducido a considerar una refundición posterior el texto prosificado en la Primera Crónica General (en adelante PCG) y en otras crónicas emparentadas con ella (sobre lo cual véase abajo, § 4). En una línea similar, pero con unos postulados genéticos más complejos, Von Richthofen [1968, 1970:136-146, 1981:15-17 y 34-37, y 1982:360-363] considera que el núcleo original, compuesto antes de 1100, lo constituye el cantar segundo hasta el perdón real (vv. 1085-2051), al que en una nueva refundición, en torno a dicho año, se habría añadido el cantar primero (vv. 1-1084); por fin, en una tercera reelaboración, entre 1140 y 1160, se habría agregado todo lo que afecta a la segunda parte de la trama (las bodas con los infantes y todo el cantar tercero, vv. 2052-3730) y algunos episodios del cantar primero. Horrent [1973:243-311] ha rechazado esta explicación, en la creencia de que el Cantar posee una estructura y elaboración claramente unitarias. Sin embargo, al considerar válidos parte de los argumentos cronológicos de M. Pidal y parte de los de sus contradictores, opina que el Cantar conocido conserva indicios de sucesivas fases de producción, que fecha en torno a 1120 para el poema original, entre 1140 y 1150 para una primera refundición, y después de 1160 para una tercera, que sería la reproducida con alguna leve variación en el manuscrito de 1207. En una línea mixta se sitúa H.S. Martínez [1975:375-387], que emplea una explicación genética similar a la de Von Richthofen con una cronología como la de Horrent. Se refieren a cadenas de refundiciones, sin precisar más, Aguirre [1968], desde la perspectiva oralista de que toda recitación es una recreación (en virtud de lo cual niega toda relevancia a la cuestión composición lxxxi de la fecha), y Orduna [1985], que postula una etapa de tradicionalidad oral seguida por otra de tradicionalidad escrita. De modo igualmente difuso se refieren a una tradición épica cidiana oral anterior al Cantar Bailey [2003] y Ó. Martín [2005:128]. Frente a las anteriores hipótesis, que se basan ante todo en parámetros temáticos e históricos (aunque en general con argumentaciones bastante impresionistas), otros autores han considerado que el cantar tercero constituye una agregación de otro autor, fundándose en criterios de estilo (algunos empleados también por M. Pidal, 1963). Ya Hills [1929] avanzó la idea de que la selección de sinónimos establecía una diferencia entre las dos mitades del Cantar, lo que le hizo pensar en una doble autoría, postura convincentemente rebatida por Corbató [1941], quien señala que únicamente la distribución exir / salir establece un verdadero contraste, lo que, obviamente, no justifica tal conclusión. En cambio, Garci-Gómez [1975:155-171 y 1993] ha defendido de nuevo con argumentos léxicos, morfológicos, semánticos y estéticos la atribución del tercer cantar a un autor diferente, basándose parcialmente en análisis estadísticos. Sin embargo, empleando también análisis estilísticos cuantitativos, pero con una mejor base conceptual, justifican la unidad del poema Waltman [1973 y 1974] y Myers [1977]. Geary comparte y defiende la tesis de la autoría única en [1980:13-14], por más que en [1983:181-182] cuestione algunos de los procedimientos de Myers. En fechas más recientes, Zaderenko [1998b], combinando un planteamiento genético similar al de Von Richthofen y un análisis estilístico en la línea de Garci-Gómez, supone que el poema cidiano se formó a partir del cantar segundo, cuya independencia mostrarían su íncipit y su éxplicit (aunque éste justamente posee valor prospectivo), al que después se añadiría el primero y más tarde, en torno a 1207, el tercero. Su principal aportación argumental radica en establecer que sólo el segundo cantar ofrece una base histórica sólida, la cual dependería de un conocimiento directo de HR. Ahora bien, si se admite que la biografía latina ha influido en el Cantar, entonces uno de los casos palmarios es justamente la batalla de Tévar, que cierra el cantar primero (Montaner, 2000b), lo que invalida dicho planteamiento. Insiste también en la autoría múltiple Gómez Redondo [2002], a partir del diferente uso de las «fórmulas de recitación» (es decir, las que poseen función demarcativa, véase abajo el § 3) a lo largo del poema. La lxxxii prólogo objeción más evidente a este planteamiento es que esto viene determinado por la diferente orientación de cada uno de los núcleos argumentales del Cantar y no por diferencias de composición. Finalmente Hernando [2005], advirtiendo una diferente actitud hacia la «victimización», aceptada en la trama referente al destierro y rechazada en la relativa a la afrenta de Corpes, considera que «esta doble perspectiva respecto de la violencia sugiere una multiplicidad de instancias autoriales para el Poema». Sin embargo, tal perspectiva doble no existe, lo que hay son dos actitudes complementarias respecto de la violencia legítima: cuál se puede ejercer contra el enemigo externo y cuál es aceptable contra el enemigo interno, todo lo cual responde sin fisuras a la realidad institucional y a las prácticas habituales de la sociedad de frontera en la época de fijación de los fueros de extremadura (véase en general Powers, 1988, y abajo el § 2). En conjunto, puede decirse que si la bipartición argumental no tiene por qué deberse a un híbrido poético, tampoco presenta el aspecto de una mera yuxtaposición, pues, como se verá más adelante (§ 3), ambas secciones de la trama están profundamente imbricadas. En éste y en los demás casos, las apelaciones a una autoría múltiple parten sin excepción de una petición de principio jamás demostrada, que las diferencias internas aducidas implican la intervención de más de un redactor. En este sentido, uno de los hallazgos esenciales de Myers [1977], no afectado por los reparos de Geary [1983], es que las distintas partes del Cantar no presentan mayores diferencias entre sí que las que se encuentran en las divisiones internas de otras obras medievales o renacentistas, lo que sigue permitiendo invalidar las opiniones de quienes defienden la autoría múltiple con argumentos estilísticos. Además, tales hipótesis obligan a suponer que la refundición literaria se hace por aluvión mecánico, en que cada capa se superpone sin más a la anterior, permitiendo luego separarlas nítidamente con el escalpelo crítico. Sin duda, esto puede darse en casos de interpolaciones muy concretas o de refundiciones parciales, pero no puede erigirse en principio general. Por el contrario, cabe suponer que en la mayoría de los casos, el nuevo producto es un todo orgánico que, aun conservando elementos de sus antecedentes, los funde en una unidad de sentido superior, como sucede en casos posteriores que podemos documentar perfectamente, como ejemplifica, sin salir de la materia cidiana, la sucesión genética del romancero cidiano, Las mocedades del Cid de Guillén de Castro, Le Cid de Corneille y composición lxxxiii El honrador de su padre de Juan Bautista Diamante. No hay razón ninguna para suponer que en la Edad Media la creación literaria, cuando hablamos de verdaderas recreaciones y no de simples retoques, haya funcionado de otra manera (Montaner y Montaner, 1998). Por otro lado, todas estas hipótesis dejan sin explicación el fenómeno contrario: la obvia cohesión interna del Cantar en sus distintos niveles, sobre la que insiste ahora Catalán [2001:442-447]. Como sintetiza Deyermond [1987:20], hay en efecto diferencias entre la primera mitad del poema y la segunda (diferencias en la distribución de rimas asonantes, por ejemplo), pero las constantes importan más, y las diferencias se explican como una evolución técnica en el transcurso de la composición. El poeta pudo muy bien haberse valido de varias fuentes poéticas, cronísticas o folclóricas, pero el empleo de varias fuentes es muy distinto de una multiplicidad de poetas. Ésta es la postura mantenida por la mayor parte de la crítica, que considera el Cantar como una unidad de creación, incluso quienes aceptan que se basa en materiales anteriores. Desde este punto de vista, si el acento se pone en la estructura artística del poema, hablar de refundiciones previas al texto conservado resulta innecesario, dada su esencial unidad orgánica (sobre la cual véase abajo, § 3), pues, aunque admite diversidad de tonos y registros (en dependencia de los sucesos tratados), no presenta fisuras, incoherencias o muestras evidentes de distintas etapas de redacción que lleven a suponer la existencia de versiones precedentes.30 la materia cidiana en el siglo xii y las fuentes del «cantar» Otro aspecto importante respecto de la composición del poema cidiano es el de las posibles fuentes sobre la vida de Rodrigo Díaz de las que pudo valerse el autor un siglo después de la muerte del Cid. Ante todo, ha de tenerse en cuenta que el Cantar no es, en el aspecto temático, un texto aislado, sino que forma parte de un 30 Knudson [1966] realiza consideraciones parejas sobre el Roland, pues cuestiona que la versión del ms. de Oxford «haya sido construida por adiciones y re- lxxxiv prólogo conjunto de obras que abordan y hacen cristalizar la materia cidiana durante el siglo xii. En realidad, las composiciones más antiguas, poéticas e historiográficas, sobre el Campeador son coetáneas del mismo, pero se escribieron en árabe, y guardan relación con la conquista y dominación de Valencia.31 Aunque una parte de estas obras tuvo su importancia en la evolución posterior de la materia cidiana, al fundirse con el Cantar en las versiones cronísticas alfonsíes (como se verá en el § 4), resultan completamente ajenas a la elaboración del poema. En cambio, parece que pueden establecerse ciertos vínculos, unos más directos que otros, con los textos cristianos que, en latín o en romance, refieren las hazañas del héroe castellano. El que hasta ahora se tenía por más antiguo es el Carmen Campidoctoris, un panegírico latino en estrofas sáficas que enumera las principales batallas del héroe. La datación más temprana es la propuesta por Wright [1979], quien lo considera compuesto en Ripoll (de donde procede el único manuscrito conocido, de fines del siglo xii, custodiado hoy en la Bibliothèque Nationale de France) y lo fecha hacia 1083, adelantando así la datación de 1093-1094 propuesta por Horrent [1973:91-122] y Ubieto [1973:169-170]. En cambio, el mismo Ubieto [1981:77] se inclinó más tarde por una fecha posterior, a mediados del siglo xii, cuando la leyenda cidiana estaba más desarrollada. En la misma línea, Smith [1983:79-80 y 1986b] aboga por retrasar la composición del Carmen, basándose en que las evidentes relaciones entre éste y HR no van en esa dirección, sino en la inversa, y que, por tanto, el poema ha de ser posterior a la crónica, lo que apoya también con otros argumentos. Por último, se ha de consignar que Ubieto [1973:163-169 y 1981:74-77] considera, por diversas apreciaciones paleográficas e históricas, que el Carmen no es de origen catalán, sino aragonés, en concreto de la catedral de Roda. Retomando algunas de estas propuestas, Montaner y Escobar [2001 y 2002] postulan que el Carmen es, en efecto, un himmodelaciones sucesivas y separadas» y considera que es preciso «intentar descubrir en él todo lo que puede advertirse de unidad arquitectónica» (p. 130), concluyendo que el hecho de que su autor «haya sido el último refundidor es posible. Lo que yo sostendría es que nos permite olvidarnos de los restantes» (p. 131). 31 Viguera [2002] ofrece una excelente visión de conjunto, que puede complementarse con la antología de Epalza y Guellouz [1983] y con las apreciaciones de Benaboud [2002], así como con las aportaciones del nuevo volumen colectivo Qanbiyatur / Campidoctor [2007]. composición lxxxv no inspirado en HR, como muestran las coincidencias temáticas y fraseológicas; que es, por tanto, de fines del siglo xii, y que posiblemente se ligue geográficamente al resto de la producción cidiana, el centro del tercio norte peninsular. Posteriormente, Wright [2005] se ha reafirmado en sus planteamientos, sin ofrecer datos nuevos, mientras que Martin [2005b] lo considera vinculado a la corte cidiana de Valencia, lo que deja sin resolver aspectos como el marcado desplazamiento cronológico de la batalla de Cabra, poco comprensible de dimanar el poema del propio entorno del Campeador, o como los posibles ecos de la Historia Scholastica (c. 1173-1179) de Pedro Coméstor (Montaner y Escobar, 2001: 161-163), en particular la coincidencia literal entre la frase «in qua pictus erat draco» = ‘en la que estaba pintado un dragón’ (IV, 86; en PL, vol. CXCVIII, col. 1124) y el verso 115 del Carmen: «in quo depictus ferus erat draco» = ‘en el que había pintado un fiero dragón’ (véase Montaner, 2001c:42-43). La siguiente obra según la cronología habitualmente aceptada sería la propia HR, concebida como una biografía compuesta en la zona oriental de la Península por un miembro del séquito cidiano al poco de su muerte, a partir de su propia memoria y de documentación diplomática de primera mano,32 duplicidad de fuentes difícil de explicar, dado que tras la muerte del Cid el archivo privado cidiano hubo de viajar con doña Jimena a la zona de Burgos (en cuyo museo catedralicio se conserva su carta de arras), mientras que el eclesiástico lo llevó don Jerónimo a su nueva sede salmantina (cf. Montaner, en prensa a, quien demuestra que todos los supuestos documentos contenidos en HR son ficciones historiográficas). Frente a esta datación temprana, otros autores propusieron para la citada biografía latina una fecha en torno a 1144-1150, aunque manteniendo la localización oriental,33 salvo Smith [1982:99-103, 1983:75-78 y 1986b:99-103], quien defendió una procedencia salmantina, precisamente del círculo de don Jerónimo. En realidad, diversas circunstancias relativas a sus fuentes, a su constitución interna, a determinados datos materiales e institucionales y a su transmisión textual hacen mucho más 32 M. Pidal [1929:906-920], Epalza y Guellouz [1983:36-37], Fletcher [1989: 223-28], Catalán [2001:861-864 y 2002:277-280]. 33 Ubieto [1973:170-178; 1981:30-32 y 155-164], Horrent [1973:127-135], Wright [1979:229], Pavlovic´ y Walker [1982b y 1989:13-14]. lxxxvi prólogo probable que se compusiera en el triángulo comprendido entre Burgos, Pamplona y Logroño, posiblemente en Nájera, a partir de materiales recogidos de la historia oral en torno a 1185-1190.34 En consecuencia, aun siendo (hasta donde es posible comprobar) una fuente de información fundamentalmente exacta, no está exenta de algunas lagunas e incoherencias, amén de cierta estilización propia de la transmisión tradicional.35 Íntimamente ligada a HR se halla otra obra latina, la Crónica Najerense, poco posterior (hacia 1190-1194) y de la misma procedencia, con la que además ha compartido transmisión manuscrita (pues ambas están contenidas en los dos códices que las conservan). Basada parcialmente en la biografía latina, la Najerense se ocupa sólo de la juventud de Rodrigo, dando cabida a componentes de tono más legendario sobre su participación en la batalla de Golpejera y en el cerco de Zamora (Montaner y Escobar, 2001:93-100 y Montaner, 2005; cf. Estévez, 1995). Muy poco después se compondría la primera obra en romance, el Linage de Rodric Díaz, un breve texto navarro (propiamente una sección del Liber Regum) que hacia 1094 ofrece una genealogía del héroe y un resumen biográfico basado en HR y en la Najerense (Martin, 1992:46-82, Montaner y Escobar, 2001:15). Ciertas expresiones de esta obra y su empleo del dictado mio Cid, frente a Campidoctus, latinización de Campeador empleada por las dos crónicas citadas, podrían hacer pensar que el Linage conocía el Cantar (Rico, 1983:12), pero las aparentes coincidencias léxicas resultan ser triviales, mientras que el uso de dicho sobrenombre posiblemente derive, como la fecha de la muerte del Cid, de las tradiciones de Cardeña (Montaner, 2000b:357-360). A este respecto, Barceló [1968] ha señalado que a lo largo del siglo xii conviven dos tradiciones historiográficas sobre Rodrigo Díaz, una que prefiere la designación de Campeador (como el Car34 Montaner y Escobar [2001:83, 85-86, 113-15 y 119]. Para la localización y la fecha, véase también, respectivamente, Martin [1992:89-91] y Zaderenko [1998a]. Ofrecen útiles caracterizaciones de conjunto de la Historia Roderici, aunque parcialmente revisables a la luz de la nueva cronología propuesta y de sus implicaciones sobre la génesis y alcance de la obra, Horrent [1973:123-143], Powell [1983:15-17], Falque [1990:2-25] y Martínez Diez [1999b]. Véase ahora también el citado volumen colectivo Qanbiyatur / Campidoctor [2007]. 35 Como señaló M. Pidal [1929:909]: «La tradición simplifica y concentra el interés en pocas personas», aunque, paradójicamente, usa ese argumento para negar que la Historia Roderici (tan parca en nombres propios) proceda de la historia oral, considerándola obra de un coetáneo de Rodrigo. composición lxxxvii men Campidoctoris y HR) y otra que escoge la de Cid (representada por el Poema de Almería, vv. 233-240, y por las tradiciones cardeñenses que irán formando la Leyenda del Cid, para desembocar en la estoria del Cid, ya en el siglo xiii; cf. nota 209䡩). A su juicio, ambas corrientes confluyen en la segunda mitad del siglo xii en el Linage de Rodric Díaz, que él fechaba entre 1150 y 1195. En este texto los dos apodos conviven, pero aún de forma diferenciada. En cambio, el Liber Regum I (1194-1211) conoce ya la aglutinación «mio Cit el Campiador», lo que lleva a Barceló [1968] a pensar que el Cantar, que emplea la misma combinación de los dos sobrenombres de Rodrigo Díaz, es de finales del siglo xii. La situación es en realidad algo más compleja, como ha subrayado Martin [1992:73-81], pues el Linage sí presenta tal combinación de sobrenombres, no sólo como varia lectio de los manuscritos M, C, P y S para el § 1 (donde podría ser una adición del subarquetipo X”, más tardío), sino en el texto común del § 3. No obstante, es cierto que, salvo en ese pasaje, «por más que las dos denominaciones se conjuguen, no se mezclan una con otra; alternan por segmentos textuales» (Martin, 1992:79). Justamente, los apartados en que aparece Mon / Meo Cid (§§ 21-23) son los que el Linage añade a la información procedente de HR y la Najerense, y en las que se advierte la influencia de las noticias cidianas de origen cardeñense.36 36 Los §§ 1-2 del Linage son originales y tienen misión introductora; el resto deriva mayoritariamente de HR (con las siguientes correspondencias: Linage 3-10 = HR I, 2; 11-12 = I, 3-4; 14-15 y 17 = I, 5; 18 = I, 11; 20 = IV, 40-41 y 23 = I, 6); los §§ 13 y 16 proceden de la Crónica Najerense, III, 30 y 43, y los §§ 21-23, aunque basados en HR, son además probables deudores de las tradiciones de Cardeña en torno al Cid (notas 2337䡩 y 3272䡩). Para indicios en pro de una «primitiva elaboración navarra nutrida directa o indirectamente de observaciones presenciales» de la biografía histórico-legendaria del Cid, véase Martin [1993], cuyos planteamientos me parecen en buena parte compatibles con los míos, aunque modificando algo su hipótesis (por lo demás muy bien documentada) sobre la difusión del sobrenombre de Mio Cid, cuyo origen navarro no posee, a mi juicio, pruebas determinantes. Ante todo, es muy poco probable que el sobrenombre sea una ocurrencia navarra, siendo, sin duda, su título oficioso en Valencia (cf. Corriente, 1999:289b; nota b䡩) y que viajase con sus restos a Cardeña, en boca de su familia y de su séquito. Allí debió de hacer fortuna, ligado quizá al recuerdo de hazañas sobre la conquista de Valencia, especialmente la victoria sobre Bucar, cuyo nombre seguramente irradia también desde allí (nota 2337䡩). Además, resultaría extraño que el Poema de Almería (ya sea leonés o toledano) se refiriese a una tradición navarra poco conocida (y esto último se justificaría por la propia cronología de la forma Mio Cid en Castilla, que traza Martin). Por lo tanto, la lxxxviii prólogo Se ha de advertir, no obstante, que aunque dicho monasterio fue sin duda un lugar privilegiado para la difusión de determinados relatos, más o menos verídicos, sobre el Campeador, no parece haber desempeñado inicialmente un papel especialmente notable en el surgimiento de la materia cidiana, ni en lo relativo a su desarrollo legendario ni a su conformación literaria. En efecto, ninguno de los testimonios tempranos de la misma, incluidas las falsificaciones documentales de principios del siglo xiii, se ligan al cenobio burgalés (Montaner, en prensa a), donde el llamado ‘culto cidiano’ no parece haberse activado hasta mediados y sobre todo finales de dicha centuria.37 Por lo tanto, las noticias de allí dimanadas se inscriben más bien en el ámbito de la memoria colectiva o fama pública, a la que parece aludir el Poema de Almería, gracias a la cual se transmiten determinados sucesos sin ningún tipo de elaboración formal y, por lo tanto, con mucha mayor inestabilidad en su construcción discursiva, aunque no necesariamente en su contenido, constituyendo lo que la historiografía actual ha denominado ‘historia oral’.38 Lo pervivencia de Meo Cidi fe seguramente burgalesa y de ahí irradió por una parte a Navarra y por otra al resto de la corona castellana. En todo caso, el Linage sí parece demostrar que el título, convertido ya en apodo, tuvo una aceptación, llamémosle oficial, más temprana en Navarra que en Castilla, por las razones de legitimación perfectamente establecidas por Martin. 37 Smith [1976:525-27 y 1997:427 y 431-32]. Henriet [2002] atribuye un importante carácter testimonial al capítulo de la Crónica de Castilla, ff. 217v.º-220, que trata «de cómo el rey don Sancho el Valiente de Navarra, bisnieto del Cid, entró correr tierra de Castilla e llevava una gran presa de ganados e de otras cosas de aderredor de Burgos. E de cómo salio a él el abbad don Johán de San Pedro de Cardeña a cavallo con diez monjes e con la seña del Cid, e les dexó la presa» (doy la rúbrica de la Crónica del Cid, f. 100r, por ser más completa), lo que indicaría que hacia 1160 estaba ya establecido un ‘culto cidiano’. Sin embargo, se trata de un pasaje a todas luces apócrifo, atribuido falsamente a Lucas de Tuy y a Ximénez de Rada e incorporado tardíamente a la estoria del Cid como epílogo a la biografía cidiana de dicha crónica (Smith, 1997:431; Montaner, 2001c:45-46; Solera, 2003:93-96). 38 PCG alude a veces a fuentes de este tipo: «lidió Abenalhage con Álvar Háñez Minaya en Almodóvar; et segund dizen los ancianos que son muy antiguos, que alcançaron más las cosas de aquél tiempo, Álvar Háñez tenié dos mill et quinientos cavalleros» (p. 538a, las cursivas son mías); «establesció luego en la real cibdad de Toledo su trono, esto es su siella real, fasta que establesciese ý segura morada con buen alcáçar, que non avié estonces sinon uno de paredes de tierra, assí como departen los que cuentan de lo muy anciano» (pp. 539b-540a); «Et los ancianos que más ende oyeron d’esta razón dizen que este rey don García assí yaze [= ‘está enterrado’] aún oy en León con sus fierros [= ‘cadenas’]» (p. 546b). Comenta brevemente estas indicaciones y otras parecidas M. Pidal [1951b:liii y 1995:876]. Sobre leyen- composición lxxxix que resulta mucho más dudosa es la existencia de una tradición estructurada en forma de creaciones literarias orales sobre el Cid, como la que (según la interpretación más común) estaría en la base de los versos antes citados del Poema de Almería, pero que nos son desconocidas.39 En favor de esta hipótesis puede alegarse que algunos investigadores, como Vaquero [1990a] o, de forma más dubitativa, Ó. Martín [2005:128], han supuesto que el Cantar reacciona contra una tradición cidiana anterior en la que éste, entre otras cosas, se mostraría como un vasallo rebelde. Tal planteamiento, que deriva de una interpretación forzada de diversos pasajes del poema (notas 1-14䡩, 508䡩, 954-1086䡩, 963䡩, 3076䡩, 3288䡩), queda contradicho por la coherencia con la que la materia cidiana coetánea, empezando por HR, pero sobre todo en la Najerense y en el Carmen Campidoctoris, presenta a un personaje de carácter netamente atemperado, la primera en claro contraste con Sancho II y el segundo con el conde de Barcelona y el rey de Lérida. En todo caso, si no puede negarse de plano la posible existencia de algún cantar previo sobre el Cid, lo que sí puede descartarse en todo caso es la existencia de supuestos ‘cantos noticieros’, breves composiciones épicas nacidas al calor mismo de los acontecimientos, das históricas no literarias como fuente cronística, puede verse Horrent [1956]. Añádanse a tales ejemplos lo que dicen las Partidas, II, xxi, 20: «E por esso acostumbravan los cavalleros, cuando comían, que les leyessen las estorias de los grandes fechos de armas ... E allí do non avían tales escrituras, fazíanlo retraer a los cavalleros buenos e ancianos que e en ellos acertavan». Más detalles sobre el alcance y funcionamiento de la historia oral en la Edad Media pueden verse en Montaner y Escobar [2001:111-117] y Montaner [2005c y d]. 39 Vuelve sobre la cuestión Wright [1990], pero no por la vía de rastrear en las crónicas latinas del siglo xii vestigios de la épica vernácula coetánea, como había hecho M. Pidal [1951b:xxxv-xliii], sino buscando antecedentes en forma de baladas o “proto-romances”. Sus sugerencias carecen de apoyo, en la medida en que no se conoce ningún testimonio de ese tipo (Armistead, 1986; Catalán, 2001: 445 y 556), mientras que su alegato de que la presencia de ‘temas romancísticos’ en el Cantar prueba su dependencia de hipotéticos romances preexistentes no tiene en cuenta que se trata de motivos folclóricos presentes en toda la narrativa tradicional, en prosa o en verso (compárese Deyermond y Chaplin, 1972). Por otro lado, en su discusión de los materiales cronísticos de Lucas de Tuy y Rodrigo Ximénez de Rada no toma en consideración otros textos historiográficos de finales del siglo xii o principios del siglo xiii, como el Linage o el Liber Regum I o Villarense, que concuerdan en parte con dichos historiadores y parecen relacionarse con la tradición de Cardeña (compárese Barceló, 1968, y aquí las notas 31䡩, 2314䡩 y 3727䡩). Se refiere también a una supuesta tradición épica cidiana oral anterior al Cantar, en términos muy imprecisos, Bailey [2003]. prólogo xc de las que no existe el menor testimonio (Higashi, 1996; Catalán, 2001:445-446; Montaner y Escobar 2001:107-110). Así las cosas, es difícil determinar con precisión qué fuentes le proporcionaron al autor del Cantar la información empleada. Básicamente, la crítica ha apuntado en las siguientes direcciones: uno o más poemas épicos preexistentes sobre el Cid, que arrancarían de su misma época y partirían de la observación directa de sus hazañas; documentos históricos relativos al mismo (como los que hoy se conservan en la Catedral de Burgos y en el Museo Diocesano de Salamanca) y, en fin, la propia biografía latina. Como ya se ha visto, la primera opción resulta muy dudosa y directamente descartable por lo que hace a los cantos noticieros, a falta de los cuales cabría pensar que el propio Cantar se hubiera formado por la evolución de un poema primitivo más cercano a los hechos; pero, como ya se ha visto, el texto conservado no apoya esa hipótesis. La segunda posibilidad plantea un problema distinto, pues los diplomas conservados y, en general, la documentación medieval carecen del tipo de datos necesarios para elaborar el argumento de un poema épico, sin contar con el anacrónico planteamiento que implica la idea de un poeta épico medieval yendo a un archivo para documentarse sobre su héroe. No obstante, la inclusión como personajes de algunas figuras históricas coetáneas del Cid, pero que nada tuvieron que ver con éste, sí permite sospechar que, al menos como fuente secundaria, el poeta se valió de fuentes diplomáticas, pero no como resultado de una pesquisa histórica, sino como reminiscencia de datos que conocía por haber manejado, sin duda a otro fin, ese tipo de materiales.40 La tercera alternativa resulta mucho más viable y, de hecho, hay notables coincidencias entre HR y el Cantar, sobre todo en la parte relativa al domino del Levante hispánico, desde la batalla de 40 Véase la nota 733䡩. Sobre el mecanismo de la reminiscencia, frente a la imitación directa, compárese Pérez González [1997:122]. La idea de Zaderenko [1993] de que el autor del Cantar se basó en la carta de arras de Rodrigo y Jimena (sobre la cual véase la nota 239䡩) sólo tiene a su favor que el poema y el diploma conocen el parentesco del Campeador y Álvar Fáñez, dato que sin duda llegó al primero por la historia oral ligada a dicho personaje (compárese la nota h䡩). A cambio, el Cantar desconoce el parentesco de Álvar Álvarez y presenta como enemigos irreconciliables del Cid a Garcí Ordóñez y a la familia de Pedro Ansúrez, que precisamente actúan como garantes de la carta de arras y, por lo tanto, como personas de toda confianza del Cid, lo que invalida dicha pretensión. composición xci Tévar hasta la librada contra Yúcef, con detalles que revelan un casi indudable conocimiento de la biografía latina por parte del poeta.41 La principal objeción a esta hipótesis es el completo silencio del Cantar sobre el período que el Cid pasa a las órdenes de los reyes moros de Zaragoza, que, en cambio, es tratado en detalle por HR. Ahora bien, sucede lo mismo en otros dos textos ya citados que se basan también en ella, el Carmen Campidoctoris y el Linage, los cuales seleccionan de modo parecido la información que toman de la misma. Dado que estas dos composiciones datan de fechas cercanas (hacia 1094), todo apunta a que en la última década del siglo xii se consagra la visión del Cid como un héroe siempre opuesto a los musulmanes, lo que lleva a las tres obras a omitir cualquier referencia a los servicios prestados en la taifa de Zaragoza, aunque no se tenga el menor empacho en presentar sus enfrentamientos con otros caudillos cristianos. De este modo, además de invalidarse la principal objeción contra el presumible influjo de HR en el Cantar, se advierte especialmente la coherencia interna que, en obras independientes entre sí, alcanza la materia cidiana, en torno a una determinada visión de su héroe en el período finisecular. Por otra parte, como se ha visto, algunas noticias orales sobre la época de Rodrigo fueron aún recogidas por los colaboradores de Alfonso X el Sabio cuando reunían los materiales para su Estoria de España en torno a 1270. Con más razón, el autor del Cantar hubo de conocer, casi un siglo antes, diversos datos y anécdotas por dicha vía, lo mismo que su auditorio, para el que sin duda era un personaje suficientemente conocido (compárese la nota a䡩). Por supuesto, a ello hay que añadir la libre invención del poeta, que opera tanto sobre el conjunto como sobre los detalles. En suma, el poeta épico se basó seguramente en HR y en otros datos de diversa procedencia, sobre todo de la historia oral, así como posiblemente en documentos (pero no cidianos) y quizá en algún cantar de gesta anterior sobre el mismo héroe; materiales que reelaboró libremente y completó con su propia inventiva. Pueden ilustrar esta forma de operar algunos ejemplos, junto a los ya vistos al tratar de la relación del Cantar con la biografía histórica del Campeador. Así, la primera campaña que el Cid desarrolla al salir de Castilla tiene como escenario el reino moro de Toledo y, en 41 Smith [1985], Montaner [1993a y 2000a], Zaderenko [1994, 1995 y 1998a], Montaner y Boix [2005]. xcii prólogo particular, la cuenca del río Henares (nota 412-546䡩). Ése fue, aproximadamente, el escenario de la operación bélica no autorizada que ocasionó el exilio histórico de Rodrigo Díaz. Parece, pues, que el poeta ha trasladado unos sucesos reales a un momento posterior. Con ello obtenía dos ventajas: dejar como única causa del destierro las calumnias vertidas contra su héroe y volver a su favor unos sucesos que en la práctica le habían perjudicado. Más adelante, cuando el Cid desarrolla la campaña del Jiloca, acampa en un montículo al que, por dicha causa «El Poyo de mio Cid así·l’ dirán por carta» (v. 904). Seguramente tal denominación (históricamente documentada) no debe nada a las andanzas del héroe, pero el poeta (o quizá las tradiciones locales en las que se basó) no podían dejar de relacionar el nombre de dicho monte con el del célebre guerrero castellano. oralidad y escritura Una última cuestión planteada sobre la génesis del Cantar es el problema de su tipo de autoría o de elaboración. Al tratar de este tema, la crítica se ha polarizado en general en torno a dos posturas antitéticas: por un lado, la que postula un autor popular, analfabeto, que empleaba las técnicas de la composición oral y, seguramente, lo hacía improvisando, al modo de los modernos guslari yugoslavos;42 por otro, la que propugna que el autor era una persona culta, letrada y que elaboró su texto por escrito, influido por modelos retóricos.43 En general, los defensores de esta segunda opción admiten que el Cantar se basó, como se ha visto, en material preexistente, de índole parcialmente tradicional y oral, pero consideran que el autor lo reelaboró de una forma enteramente 42 Lord [1960:127 y 206] se limitó a señalar algunos paralelismos con el material que él analizaba, pero varios hispanistas han defendido que el Cantar se produjo como una repentización épica (así opinan, por ejemplo, Webber, 1965, 1973, 1975, 1982, 1983, 1986a y 1986b; Aguirre, 1968, 1979 y 1981, y Duggan, 1974 y 1989:124-142, aunque en 2005 se muestra más proclive a aceptar el papel de la memoria). Para el argumento de la proporción de fórmulas, usado en la discusión del carácter oral de la obra, véase abajo el § 3. 43 La defienden, entre otros, Russell [1952], Garci-Gómez [1975], Rubio [1976], Smith [1976, 1977, 1979, 1983 y 1985], Lacarra [1980 y 1983b], Burke [1989] y Friedman [1990]. composición xciii personal y con marcado influjo erudito (véase, por ejemplo, Smith, 1983:67; Lacarra, 1983b:259 y Burke, 1989:8 y 36-39). En esta misma línea, pero acentuando más la dependencia del sustrato oral y folclórico, se encuentran Montgomery [1977b] y Miletich [1981, 1986 y 1987]. El propio M. Pidal [1945:80] adoptó a veces esta última postura, al definir al creador del Cantar como «un juglar docto y altísimo poeta».44 En realidad, la importancia de dilucidar esta cuestión es menor de lo que parece, si se tienen en cuenta dos aspectos. Primeramente, que algunos de los rasgos más llamativos de los que se atribuyen a la oralidad (sobre todo su carácter de improvisación) se deben a una extrapolación básicamente infundada de lo que se ha observado en el caso yugoslavo, lo cual no puede adjudicarse sin más a las obras medievales.45 En segundo lugar, que el hiato establecido entre la composición oral y la escrita no es tan marcado como a veces se ha supuesto y que las obras destinadas a su ejecución pública pertenecen por lo general a un ámbito común o mixto, el de la vocalidad o predominio de la voz memorizada, improvisada o leída (Zumthor, 1987:23), en el que muchas diferencias desaparecen (Miletich, 1981 y 1986, Montaner, 1989, Bayo, 2005). A este propósito, es significativo que un elemento como la abundancia de recursos eufónicos (rima interna, aliteración, armonía vocálica acentual, etc.) sea considerado a veces indicio de composición escrita (Garci-Gómez, 1975:266-272; Smith, 1976b) y otras, síntoma de producción oral (Adams, 1980a; Webber, 1983). En este terreno, muchas atribuciones de un determinado componente estilístico o estructural a un ámbito o al otro se basan en presunciones indemostradas, lo que sólo consigue confundir más el panorama. Ante esta situación, parece claro que puede llegarse a una indeterminación entre texto oral (especialmente si es de 44 El mismo M. Pidal [1957:87] se refiere con expresión parecida al juglar que retrata en una ocasión el Libro de Alexandre, 232: «Un joglar de grant guisa —sabiá bien su mester—, / ome bien razonado que sabiá bien leer / su viola taniendo vino al rey veer; / el rey, cuando lo vio, escuchól’ volenter». El testimonio parece confirmar esa posibilidad, aunque da la impresión de ser un retrato idealizado (compárese Musgrave, 1976:134). 45 Esta objeción se ha realizado desde perspectivas críticas tan alejadas entre sí como las de Delbouille [1966], Knudson [1966], M. Pidal [1966], De Chasca [1970], Smith [1987], Zumthor [1987:18-19 y 231-235], Miletich [1988] y Catalán [2001:383-389]. xciv prólogo composición memorística, no repentizado) y texto escrito para su ejecución pública, lo que puede hacer de la labor de adscripción a determinado sector una tarea infructuosa y, en último término, impertinente (compárese Zumthor, 1987:24 y 27). En cuanto al componente culto, hay diversos indicios que invitan a concluir que, aunque el poema cidiano, como toda la poesía épica medieval, estuviese destinado a un público amplio y a una difusión oral que implicaba escenarios variados y aun contrapuestos, no es un producto meramente ‘tradicional’ o ‘folclórico’ y mucho menos ‘popular’, si se entiende por ello la masa de la población constituida por campesinos en situación de dependencia señorial o el pequeño artesanado urbano. Por su constitución literaria se liga, sin duda, a modelos tradicionales y folclóricos, y presenta una constitución formular claramente vinculada al ámbito de la oralidad (pero posiblemente más desde el plano de la difusión que del de la composición, como se verá en el § 3), pero a la vez admite recursos ajenos a dicho ámbito e influjos que parece necesario relacionar con estratos más elevados de cultura, al menos desde la propia percepción medieval de la cuestión. la génesis del «cantar»: balance y propuesta Dentro del amplio espectro en que se ha situado al anónimo poeta, que va del juglar errante y analfabeto al docto letrado que trabaja en su escritorio con documentos de archivo, probablemente la realidad esté en un punto intermedio. Sin duda, su formada capacidad poética (sobre la que incide ahora Catalán, 2001:447-450) mueve con fuerza a pensar en un juglar, un profesional de la literatura, si bien uno con un cierto nivel de conocimientos jurídicos y un vocabulario con ecos del latín de la iglesia y de los tribunales, lo que quizá tampoco debería extrañar. En este caso, lo más probable es que, siguiendo las técnicas tradicionales del oficio, hubiese compuesto el texto de memoria, para recitarlo después en voz alta, aunque no pueda rechazarse una composición escrita. Lo que parece totalmente excluido es que estemos ante una improvisación juglaresca copiada al dictado, como —extrapolando el comportamiento de determinados guslari serbocroatas modernos— han supuesto algunos oralistas. Por otro lado, la manera en composición xcv que el desarrollo narrativo del Cantar responde minuciosamente a los planteamientos jurídicos coetáneos lleva a pensar en un sabidor, uno de los nuevos jurisconsultos surgidos en el ámbito de la renovación del derecho a finales del siglo xii,46 un hombre de cierta cultura (quizá incluso conocedor de algún florilegio escolar de clásicos latinos y posiblemente de la Historia Roderici),47 con una marcada vocación poética, aunque sin la preparación cultural ni retórica de, por ejemplo, el autor del Libro de Alexandre. Lo más probable es que un individuo de esta índole careciera de la capacidad de componer memorísticamente un texto tan extenso, lo que daría más fuerza a la posible existencia de un original realizado por escrito. Con los datos disponibles, es imposible decantarse por una u otra opción, pero sí hay que tener presente que ambas deben entenderse sólo en virtud del mayor o menor énfasis puesto en el aspecto poético o en el jurídico, puesto que parece innegable que, de un modo u otro, el autor del Cantar conjugaba, y magistralmente, ambas facetas. En definitiva, su perfil corresponde al de un mediador entre las dos vertientes de la cultura medieval, la escrita y la oral, la latina y la vernácula, al cual cabría aplicar el dictado coetáneo de quasi litteratus (sobre el cual compárense H. Martin, 1998:318-319 y Totz, 2002:213). 46 Esta posibilidad (que como tal expongo) nace de la importancia de los conceptos y procedimientos legales en la constitución del Cantar, tanto en su dimensión ideológica como estética, algo que no se da sólo en la sección final del mismo, donde es obvia, sino que afecta al conjunto del texto. De hecho, el conflicto inicial reviste ya la forma de un caso jurídico, pues el Cid es desterrado de acuerdo con la figura medieval de la ira regis y su comportamiento al respecto responde en general a lo previsto para el caso en el Fuero Viejo, como se verá en el apartado siguiente. Quienes, como Bustos [1983:29], Webber [1986b:85], Harney [1987:193], Duggan [1989:63-67] o Walsh [1990:3-4], arguyen que en el marco de la ley consuetudinaria el conocimiento del derecho era del dominio público, suponen sin fundamento una situación ad hoc que concuerde con su concepto del autor, la cual queda contradicha por la existencia de especialistas jurídicos locales, como los foreros y sabidores, sin contar con el hecho de que el Cantar no se atiene al ius vetus, sino justamente al renovado derecho finisecular. Lo mismo vale para la objeción de Marcos Marín [1997:482] cuando alega que «su terminología es simplemente un conocimiento de oídas, de persona que se mueve en ciertos círculos», pues una cosa es poseer una mera competencia pasiva para entender según qué términos y emplearlos de manera más o menos laxa, y otra la competencia activa indispensable para describir con rigor y precisión los procesos referidos, como sucede en el Cantar (véase la nota 3005䡩). 47 Influjo que, en rigor, tampoco excluye la autoría juglaresca. xcvi prólogo Estas circunstancias, pese a lo que ha venido sosteniendo la crítica, enlazan sólo secundariamente con el problema de la datación y del lugar de composición del Cantar. Respecto de la localización, ninguna de las propuestas realizadas hasta ahora posee fundamentos sólidos. El colofón del códice único es, como queda dicho, una típica suscripción de copista, no de autor, con otros muchos ejemplos medievales parecidos. Por lo tanto, resulta infundado considerar a Per Abbat como el creador del texto y ocioso pretender identificarlo, mientras que la fecha de su copia (mayo de 1207) sólo sirve como límite más reciente para la redacción del Cantar. En cuanto a las teorías de M. Pidal, Riaño o Catalán, se basan en la creencia de que el interés localista en las áreas de San Esteban de Gormaz y de Medinaceli (en la actual provincia de Soria) se debe a la procedencia del autor, que mostraría así tanto su mejor conocimiento de la zona como su amor hacia su tierra. Sin embargo, esto no es necesariamente exacto, puesto que un autor de otro origen podría haber empleado igual grado de detalle por consideraciones literarias o de otra índole. A cambio, el poema ofrece igual grado de exactitud toponímica en otras áreas, por ejemplo la comarca de Calatayud o la cuenca del Jiloca, lo que contradice tales conclusiones, pero tampoco obliga a buscar en dicha zona al poeta, como pretendía Ubieto. Lo único que apunta en una dirección concreta a este respecto es la sujeción de diversos aspectos importantes del Cantar a los fueros de extremadura o leyes de la frontera, en particular el Fuero de Cuenca (como se verá con más detalle en el § 2). Ello hace pensar en un autor procedente de la linde sudeste de Castilla, que en esa época se extendía aproximadamente desde Cuenca a Toledo.48 48 Es lo que la CAI designa como Extremadura: «habitabant Trans Serram et in tota Extrematura» = ‘habitaban la Transierra y toda Extremadura’ (II, 20/115); «imperator fecit eum principem Toletane militie et dominum totius Extremature» = ‘el Emperador lo nombró príncipe de la milicia toledana y señor de toda Extremadura’ (II, 24/119), «ut populus Toleti haberet munitionem contra faciem Aurelie, ubi erant multi Moabites et Agareni, qui faciebant magnum bellum in terra Toleti et in tota Extrematura» = ‘de modo que la población de Toledo estuviese proveída frente a Oreja, donde había muchos moabitas [= ‘almohades’] y agarenos [= ‘andalusíes’] que hacían gran guerra en el territorio de Toledo y en toda Extremadura’ (II, 35/130), véanse también I, 29; II, 34/129; II, 42/143; II, 50/145; II, 61/156 y II, 63/158. composición xcvii En particular, la relevancia de Álvar Fáñez en el Cantar apunta hacia el sector de la Transierra oriental o zona de Alcarria-Cuenca (sobre la cual, compárese Iradiel, Moreta y Sarasa, 1989:162). Es precisamente en la comarca de La Alcarria (en la actual provincia de Guadalajara) donde se asienta la localidad de Zorita de los Canes, de la que Minaya fue gobernador entre 1097 y 1117, como se recuerda anacrónicamente en el verso 735 del poema, la cual se halla en la zona de influencia de los fueros de extremadura. Esa parte de la Transierra, que era conocida todavía a mediados del siglo xii como ‘tierra de Álvar Fáñez’ y cuya toponimia también es recogida con detalle en el Cantar, es el escenario de la primera campaña del Cid al salir del destierro, la cual parece basarse en una expedición histórica, como ya se ha visto. Ahora bien, mientras el héroe toma Castejón, la incursión que llega más al sur la dirige precisamente Álvar Fáñez; unos sucesos ficticios que, no obstante, podrían hacerse eco del papel realmente desempeñado por dicho personaje en esa zona, sin vinculación alguna con los hechos del Cid, en dependencia de las tradiciones locales al respecto, que en algunos casos han llegado hasta la actualidad (nota h䡩). Esta nueva propuesta (que, como tal, queda abierta a la discusión), si bien tampoco posee pruebas concluyentes, resulta, a mi entender, la más coherente con el marco sociohistórico en que se inscribe el Cantar. En cuanto a la batallona cuestión de la fecha, asunto que ha servido más de banderín de enganche de banderías filológicas que de tema de estudio relacionado con una mejor comprensión del problema, hay que reconocer que la discusión se mueve en un arco cronológico tan estrecho (medio siglo arriba o abajo) que sólo su condición de emblema faccioso puede hacer comprender el apasionamiento y los prejuicios con los que, por ambas partes, se ha tratado la cuestión. No obstante y de cara a un análisis objetivo de la misma, hay que declarar paladinamente que la fecha nada tiene que ver con el modo de creación y difusión del Cantar, que tan letrado o tan lego pudo ser su autor a mediados como a finales del siglo xii, ya lo compusiera por escrito, ya oralmente. A cambio, el marco cronológico sí resulta determinante para comprender, por un lado, la constitución interna del Cantar (en términos tanto de función o análisis externo como de funcionamiento o análisis interno) y, por otro, la relación que mantiene la composición primitiva con el antígrafo (mediato o inmediato) xcviii prólogo del códice único, la copia suscrita por Per Abbat en mayo de 1207, por lo que resulta imprescindible dilucidar la cuestión. Bien es cierto que, al ritmo habitual de las transformaciones sociales y culturales en la Edad Media, medio siglo tampoco afecta en lo fundamental a los procesos de duración media. Sin embargo, justamente el reinado de Alfonso VIII (1158-1214) es el marco de una serie de cambios sociopolíticos y culturales de gran importancia, de modo que posiblemente la sociedad castellana experimentó una mutación más marcada en el último cuarto del siglo xii que en los tres anteriores (cf. Iradiel, Moreta y Sarasa, 1989:174-175 y 187, Valdeón, 2002:146-147 y 177, y Villacaña, 2006:499-532). Ante esta situación, es fuerza reconocer que los numerosos factores de datación finisecular imbricados en el meollo mismo de la arquitectura poética se apoyan mutuamente y, lo que es más importante, reflejan de consuno un clima intelectual y material que sólo puede corresponder (habida cuenta del terminus ante quem de 1207) a la segunda mitad de dicho reinado, por lo que tales elementos, tomados en junto, no pueden significar otra cosa que una composición del Cantar en el último lustro del siglo xii o quizá el primero del siglo xiii.49 En cuanto a la existencia de sucesivas refundiciones o reelaboraciones del texto, tal postura supone la paulatina evolución de la obra desde una versión primitiva más corta y cercana a los hechos hasta la redacción transmitida por el códice único, de lo que no hay ninguna prueba fehaciente. A cambio, el poema conservado no da la impresión de un texto de aluvión, formado por la adición 49 Adviértase a este respecto que, sin el terminus ante quem de 1207, cabría incluso plantearse una fecha posterior, toda vez que los códigos jurídicos con los que concuerda el Cantar, aunque ligados a la labor de Alfonso VIII, son ya de principios del siglo xiii: «Es ya tras la victoria de las Navas de Tolosa (1212), cuando Alfonso VIII promete a los concejos confirmar sus fueros a través de la otorganza que recoge el prólogo del Fuero Viejo y cuando se realizan todas las refundiciones para presentar a confirmación real los textos elaborados y copiados por los concejos, los prácticos o los juristas locales, quienes amplían, refunden, eliminan contradicciones o añaden explicaciones, para más tarde llegar a clasificar toda la materia jurídica en títulos, capítulos y libros. De ahí que el libro del fuero [de Cuenca] que se conserve sea del siglo xiii» (Escutia, 2003:25), mientras que el riepto entre hidalgos no está regulado en la forma que aparece en el poema hasta las Partidas (c. 1272-1275) de Alfonso X. Por tanto, pese a lo que cree Catalán [2001:491-492], para establecer la datación del poema hacia 1200 ya estamos aplicando la teoría del estado latente. el poema épico xcix de sucesivas partes o por la agrupación más o menos habilidosa de varios textos preexistentes. Antes bien, el Cantar posee una esencial homogeneidad de argumento, de estilo y de propósito que no apoya dicha hipótesis. En suma, todo apunta a una unidad de creación por parte de un solo autor, que dominaba sin duda el estilo épico tradicional, pero también conocía el de la épica francesa del momento, un poeta que poseía, además, un buen conocimiento de las leyes coetáneas y, al menos, cierta cultura latina. 2. EL POEMA ÉPICO Y SU CONTEXTO modalidades épicas El Cantar de mio Cid es un poema épico o, en términos coetáneos, una fabla o cantar de gesta (cf. nota 1085䡩). Esta adscripción genérica, como cualquier otra, implica, «por un lado, una serie de posibles contenidos, por otro, una serie de técnicas discursivas» cuya conjunción, establecida por el sistema literario vigente en una época dada, constituye un canon o código, tanto de composición como de lectura o recepción (Segre, 1985:294). En el caso del género épico medieval, se trata de un conjunto de recursos estilísticos y estructurales (fabla, cantar) interrelacionado con un repertorio temático amplio pero no aleatorio (de gesta). Gracias a su combinación, es posible hablar en la Edad Media de una épica en sentido estricto, es decir, una poesía, habitualmente cantada, compuesta en versos largos con cesura que se agrupan en tiradas monorrimas de longitud variable, desarrollada mediante un determinado corpus formular y estructurada usualmente en torno a los polos de agravio y desagravio, que desarrolla un tema heroico, entendiendo por tal las hazañas individuales o, más rara vez, colectivas, realizadas en torno a la venganza o a la guerra, ya sea contra pueblos vecinos o intestina. Los elementos que afectan a la constitución interna del Cantar (plasmación de unos temas mediante determinados procedimientos literarios) se analizarán más abajo (§ 3); ahora interesa aclarar, más en general, ese referente que implica la gesta y del que depende en buena parte la contextualización de la obra. Según el tratadista francés Jean de Grouchy, en su De musica (h. 1290): prólogo c Cantum vero gestualem dicimus in quo gesta heroum et antiquorum patrum opera recitantur, sicuti vita et martyria sanctorum et proelia et adversitates quas antiqui viri pro fide et veritate passi sunt, sicuti vita beati Stephani protomartyris et historia regis Karoli.50 Como se ve, el eje central de la gesta es el heroísmo, sea religioso, sea guerrero. Esto explica la facilidad con la que ambos modelos se influyeron entre sí, permitiendo, por ejemplo, que la biografía cidiana fuese adoptando rasgos de las vidas de santos ya en HR (West, 1983a), que otros héroes épicos posean rasgos hagiográficos (Baños, 1993) o que Berceo hiciese en San Millán y Santo Domingo una epopeya ‘a lo divino’ (Dutton, 1967). Por supuesto, ello no permite confundir sin más épica y hagiografía, pero impide establecer una rígida barrera entre ambas, como hacen Huppé [1976] y Pickering [1977], dándose más bien un complejo y cambiante juego de relaciones, exploradas por Boutet [1993:44-64]. A este respecto, se ha de subrayar que el modelo heroico cidiano carece de algunos de los rasgos que parecen más relacionados con las virtudes del santo, pues el Campeador no está en permanente contacto con la divinidad (frente a héroes como Carlomagno o Fernán González) ni propugna, como ellos, un neto ideal de cruzada (notas 406䡩 y 1191䡩). Así pues, por cercanas que puedan estar ambas modalidades genéricas, es necesario distinguirlas en sincronía, si no se quiere anular la operatividad del concepto mismo de épica en tanto que poesía heroica, es decir, aquella que canta las proezas bélicas o cinegéticas de una figura dotada de extraordinario valor o de un grupo de ellas: los héroes. Sin embargo, no toda poesía heroica del período, aunque sea narrativa, entra en lo que aquél comúnmente abarca. En efecto, la concepción del género en la Edad Media implica varios determinantes, uno de los cuales es el heroísmo guerrero, pero no el único. Otras obras, como las de Chrétien de Troyes y sus seguidores, cantan también las proezas de los caballeros, pero lo hacen 50 ‘Llamamos cantar de gesta a aquél en el que se recitan las hazañas de los héroes y las obras de los antepasados, como la vida y martirio de los santos y las guerras y adversidades que por la verdad y la fe han padecido los hombres de antaño, como la vida de San Esteban protomártir y la historia del rey Carlos [= Carlomagno]’ (p. 50/22; sobre este pasaje, compárese Zumthor, 1987:44; Rossell, 1991; Page, 1997:cap. xix, y Fernández y Del Brío, 2004:3-4 y 26-27). el poema épico ci junto a un concepto nuevo, la cortesía, que sólo de modo esporádico se atisba en los cantares de gesta, y con un móvil básico, el amor, que también suele estar ausente de ellas. Además, esas aventuras se cantan en versos cortos, octosílabos, frente al amplio verso (dodecasílabo o alejandrino) de la épica, o bien, algo más tarde, se redactan en prosa. En el primer caso tenemos los romans courtoises o poemas narrativos corteses; en el segundo, los libros de caballería. Por otro lado, el siglo xiv ve nacer una nueva modalidad, la crónica rimada o historiografía en verso, referida sobre todo a sucesos del pasado inmediato, que pretende narrar los hechos en forma menos legendaria que la épica y con otros moldes formales, como en el Poema de Alfonso Onceno. Además, en la producción hispánica, las leyendas épicas en prosa comparten coetáneamente los temas, pero no la forma, de los poco numerosos cantares de gesta (que fueron más que los conservados, en todo caso), no siendo siempre fácil diferenciarlos en la práctica, dado que, como es bien sabido, la mayor parte de la épica hispana se ha preservado en prosificaciones cronísticas y no en su forma original versificada. Todo esto no supone la existencia de compartimentos estancos, pues a lo largo de su historia, todas estas modalidades se influyen entre sí y tienden a confluir en las extensas refundiciones tardías en prosa, a veces so capa de crónicas históricas; pero sí implica que lo que entendemos por épica medieval responde a unos patrones más estrictos que los de la mera sugerencia temática de la gesta. No obstante, tampoco la épica en sentido estricto es un género monolítico, sino que conoce diversas modalidades o subgéneros (Montaner, 2004). A grandes rasgos, puede diferenciarse una épica del interior y otra del exterior. La primera se ocupa de los conflictos internos de una sociedad dada, refiriendo, normalmente, una venganza personal o familiar y recurriendo a veces como protagonista a un héroe que se opone al poder establecido, el vasallo rebelde (cf. Flori, 1998:240). En cambio, en la épica del exterior los conflictos no enfrentan al héroe con los miembros de su misma sociedad, sino que lo oponen a los otros, a los de fuera. En la Edad Media, ese enemigo externo es por antonomasia el infiel, el pagano, que se identifica fundamentalmente con el enemigo musulmán, aunque en el oriente europeo puedan ser las tribus no cristianizadas procedentes de las estepas asiáticas (como los polovtsianos o los tártaros, en el caso de la poesía épica rusa). prólogo cii Cuando el enfrentamiento con ese oponente externo se hace en términos de guerra santa, para derrotar al enemigo de la fe y exterminarlo o, en el mejor de los casos, obligarlo a elegir entre la conversión o la muerte, se adopta la modalidad de épica de cruzada, a la que corresponde buena parte de la francesa, empezando por el Roland. Sin embargo, este enfrentamiento no es siempre radical y a veces se plantea en términos de una lucha más circunstancial, que admite cierto grado de comprensión y aun de admiración por el enemigo. Es lo que ocurre en la épica de frontera, propia de los territorios limítrofes entre la Cristiandad y el Islam en ambos extremos del Mediterráneo: las penínsulas Ibérica y Anatólica. Como ha señalado Barrero [1993:69], «ciertamente las condiciones de vida en regiones de frontera dan lugar a unas formas de organización y convivencia y generan unas normas que, transcendiendo las coordenadas espaciales, ofrecen cierta similitud». Por las mismas razones, aunque no pueda admitirse la simplificación practicada desde determinadas corrientes de la sociología de la literatura, que ven las obras literarias como meros reflejos directos del entorno (de los acontecimientos o de la ideología vigente), cabe esperar de estas similitudes de las sociedades fronterizas determinadas semejanzas en sus producciones literarias (sobre lo cual remito a las juiciosas reflexiones de Hook, 1993). Así, resulta claro que la actitud más o menos contemporizadora de los vigilantes de la frontera, compartida en ambos extremos del Mediterráneo, comparece en sus respectivas manifestaciones del subgénero épico citado. De este modo, en el caso específico de la literatura heroica relacionada con las luchas fronterizas hay una serie de elementos comunes a sus diversas manifestaciones, que se extienden por los ámbitos románico, bizantino-eslavo e islámico y comparten una serie específica de motivos: el héroe mestizo, la amada al otro lado de la linde, el rapto de la misma, el enemigo amigo y el amigo enemigo o la doncella guerrera.51 51 Entiendo por motivo toda unidad temática autónoma susceptible de selección en el eje paradigmático de la narración, independientemente de la función que desempeñe en la sintaxis narrativa, y que se actualiza en diversas obras y contextos. Para el concepto mismo de épica de frontera y el de motivo asociado a la misma, véanse Pertusi [1974], Ayensa [2004], Bádenas [2004], Bochkov [2004] y Montaner [2004 y 2006a]. el poema épico ciii En conjunto, la épica de frontera supone una determinada actitud ante el otro, cuya alteridad, frente a lo que ocurre con la épica de cruzada, no es motivo para su radical alienación. En la literatura realmente fronteriza, la de las marcas árabo-bizantinas o la extremadura castellano-andalusí, o la de otros lugares influida por éstas, la situación es bastante distinta: «Una característica compartida de la épica de frontera castellana y bizantina es el conocimiento que los personajes parecen tener de los hábitos del otro, que puede llegar, incluso, hasta ser visto con simpatía» (Bádenas, 2004:50). Una consecuencia de esta situación es que estas obras responden a menudo al llamado espíritu de frontera, que implica una hostilidad no radical contra el otro e incluso permite una relación relativamente buena con el presunto enemigo, como muestra el caso de Avengalvón en el Cantar, por más que el respeto mutuo nunca ahogue la diferencia: «Estamos hablando, recordemos, de dos sociedades en pugna, aunque comercian entre sí más tiempo del que guerrean, pero que se dotan de una base literaria y folklórica de relatos apologéticos, para mantener intacta la creencia en su propia superioridad, e intercambiar fácilmente mercancías, pero no tan fácilmente ideas que puedan minar sus identidades» (Corriente, 2002:189-190). Con todo, sí puede advertirse en la épica de frontera una visión del enemigo que no es extremada ni radicalmente excluyente, mientras que la épica de cruzada establece una neta oposición entre el bien (la religión propia) y el mal (la ajena), lo cual se traduce en la caracterización de cada personaje, cuya etopeya responde a su religión (salvo por la ocasional existencia de algún traidor), divinizando a los héroes propios y demonizando a los ajenos. La lucha entre ambos grupos resulta, pues, estructural y goza de la sanción divina, punto de vista radical cifrado, para la épica románica, en el verso «Paien unt tort e chrestïens unt dreit» = ‘Los paganos están en el error y los cristianos en lo cierto’.52 Por contra, la épica de frontera narra las vicisitudes de la vida en las zonas limítrofes entre los países de ambas religiones, donde la convivencia con el otro tiende a suavizar esa oposición de tintes maniqueos, otorgando a la lucha contra el vecino de allende la lí52 Roland, v. 1015; compárese Flori, 1998:237-239. Sobre la dimensión ideológica de la cruzada y el conjunto de la ideología guerrera del período, véanse Flori [2001] y García Fitz [2003]. civ prólogo nea fronteriza motivaciones menos estrictamente religiosas que económicas,53 aunque, claro está, a cada lado del linde se crea estar en posesión de la verdadera fe. El enfrentamiento se vuelve entonces más bien coyuntural y la paz será siempre posible, al menos bajo determinadas condiciones. Asimismo, se podrán dar relaciones transfronterizas amistosas e incluso matrimoniales (conversión mediante, eso sí). A esta caracterización responde, por ejemplo, el principal poema épico bizantino, el Diyenís Akritis, cuyo título, que es el nombre de su protagonista, da ya una perfecta caracterización de este tipo de épica, pues es un mestizo (di – yenís = ‘de dos gentes’), de padre sirio y madre griega, y un guerrero fronterizo (akritis = ‘el del límite’).54 Por su parte, el Cantar participa de un modo u otro de casi todos los aspectos que se acaban de exponer. Los numerosos combates que se desarrollan a lo largo de sus versos dan cuenta de su dimensión heroica, lo mismo que su enfrentamiento, desarmado, al león escapado de su jaula en el alcázar de Valencia, aunque en este caso ni siquiera sea preciso entablar una lucha, pues la fiera, al percatarse de que se encuentra ante un personaje fuera de lo común, reconoce su superioridad y se deja conducir mansamente a su jaula. Ahora bien, en su mayor parte las acciones del héroe vienen inducidas por dos casos de honor. En la primera sección del argumento éste se debe a las calumnias vertidas contra el Cid por los mestureros o infamadores, quienes han hecho creer al rey Alfonso que el Campeador se ha apropiado de parte de los tributos pagados por el rey moro de Sevilla, lo que provoca el destierro del hé53 Es bien sabido que «a más moros, más ganancia», como reza el viejo adagio castellano, convertido en significativo lema heráldico de los condes de Haro, condestables hereditarios de Castilla (Liñán, 1914:6), y muy similar al verso 673 del Cantar. Una actitud parecida se da en la épica francesa coetánea: «Los móviles religiosos encuentran competencia en la sed de conquistar tierras y de hacer botín a expensas de los infieles, manifiesta en Aymeri de Narbonne y en la Geste des Loherins, y bien expresada en esta sencilla fórmula: “de paienime amenrons avoir tant” (fines del siglo xii)» (H. Martin, 1998:303). Este dato, junto con un análisis de la auténtica realidad social y literaria circundante, en lugar de un planteamiento abstracto y, en definitiva ahistórico, sobre las relaciones económicas y sociales, permite rechazar el «primitivismo» que Harney [1985, 1993 y 1997], de una forma notablemente desenfocada, cree advertir en el Cantar. 54 Han realizado comparaciones de diverso calado entre el Diyenís y el Cantar Martino [1986], Hook [1993], Castillo Didier [1997], Deyermond [2000:33a-b] y Bádenas [2004]. el poema épico cv roe. En la segunda sección, se produce por el ultraje inferido a las hijas del Cid por los infantes de Carrión en la afrenta de Corpes, lo que obliga al héroe a buscar la adecuada reparación. Desde esta perspectiva, el Cantar plantea ante todo dos conflictos propios de la épica del interior, puesto que oponen a su héroe a enemigos de su misma religión y reino. Ahora bien, el hecho de que el Cid haya de partir al destierro lo conduce directamente a territorio andalusí y, por tanto, al marco propio de la épica del exterior. Sin embargo, el consiguiente enfrentamiento con los musulmanes no se hace «Pur essaucier sainte crestïente» = ‘Por exaltar la santa cristiandad’, según reza una frecuente fórmula épica francesa,55 sino que, como dice Álvar Fáñez (no en vano, el brazo derecho del Cid), «De Castiella la gentil exidos somos acá, / si con moros non lidiáremos, no nos darán del pan» (vv. 672-673). En consecuencia, la lucha se plantea ante todo como una cuestión de supervivencia y no como un combate a todo trance, revestido de tintes más o menos místicos. De hecho, frente al radical «païens unt tort» del Roland, a los moros atacados en el Cantar se les reconoce paladinamente el derecho a defenderse, como señala el propio Cid cuando los musulmanes valencianos vienen a sitiarlo en Murviedro: En sus tierras somos e fémosles todo mal, bevemos so vino e comemos el so pan; si nos cercar vienen, con derecho lo fazen. (vv. 1103-1105) A cambio, el Campeador cuenta con un aliado musulmán, Avengalvón, señor de Molina, de quien dice el Cid que «mio amigo es de paz» (v. 1464), mientras que el propio caudillo andalusí llama al guerrero castellano «mio amigo natural» (v. 1479). Por el contrario, Carlomagno le dice al emir Baligant que «Pais ne amor ne dei a paien rendre» = ‘Ni paz ni amor debo concederle a un pagano’ (Roland, v. 3596). Por su parte, ni en los momentos más críticos del Cantar, las grandes batallas contra los ejércitos almorávides comandados por Yúcef y Bucar, se calificaría nunca a los musulmanes con una expresión comparable siquiera a «la pute 55 Se trata de una frase formular documentada, con variantes (como Pur la loi Deu essaucier et monter), en numerosas chansons de geste: Le Charroi de Nîmes, vv. 12, 648, 653 y 1091; Chanson de Guillaume, vv. 1376, 1489 y 1602; Aliscans, vv. 699700 y 1191; Aspremont, vv. 10620-10621; Aymeri de Narbonne, v. 4633; Les Enfances Guillaume, v. 15; Otinel, v. 2130; véanse Flori [1991] y Lachet [1999:27 y 167]. cvi prólogo gent tafure», con que se refiere a ellos el rey Luis en Le Charroi de Nîmes, v. 511. Ejemplifica bien el contraste entre ambas actitudes la cuestión del beso. En Les Narbonnais, Aymeri es capaz de abrazar, pero no de besar a su médico moro: «O voit Forré, antre ses braz le prant, / ja le besast s’eüst bastissement» = ‘Enseguida toma a Forré entre sus brazos, / incluso lo hubiese besado, de haber recibido el bautismo’ (vv. 4329-4330). Como señala Jones [1967:114], comentando este pasaje, «en los tiempos de los cantares de gesta, toda la cristiandad estaba unida teóricamente en una hermandad, como lo simbolizaba el beso de paz. Como hemos visto, los judíos y los sarracenos estaban excluidos de esta hermandad». Por ello, los besos que intercambian en el Roland Ganelón y los zaragocíes son el sello de su traición (ibid., 105 y 114). Pero esto no sucede en el Cantar (Weiner, 2001:123), donde Minaya acepta sin problemas los cordiales abrazo y beso (sobre el cual puede verse la nota 1519䡩) de Avengalvón en los vv. 1516-20: Don llegan los otros, a Minaya se van homillar; cuando llegó Avengalvón, dont a ojo lo ha, sonrisándose de la boca ívalo a abraçar, en el ombro lo saluda, ca tal es su usaje: —¡Tan buen día convusco, Minaya Álbar Fáñez! Todo esto deja bien claro que, aunque el conflicto inicial sitúe al Cantar en el ámbito de la épica del interior, su desarrollo lo convierte ante todo en un representante de la épica de frontera. Por supuesto, esto no impide que el Campeador y los suyos consideren que Dios está de su parte, como es lógico en la mentalidad medieval: «ya vie mio Cid que Dios le iva valiendo» (v. 1094), «Alegre era el Cid e todas sus compañas, / que Dios le ayudara e fiziera esta arrancada» (vv. 1157-1158). De hecho, justamente en vísperas de cruzar la frontera de Castilla, el Cid recibe en sueños la visita del arcángel Gabriel para transmitirle la garantía divina de que «bien se fará lo to» (v. 409). No obstante, la carga religiosa sólo salta a primer plano, aun sin llegar a desplazar a otras consideraciones (en especial, la obtención de botín, una de las motivaciones básicas de la guerra en la Edad Media), cuando el enemigo ya no son los andalusíes, sino los almorávides norteafricanos, que se situaban en una línea rigorista que hoy podría calificarse de ‘fundamentalismo islámico’. En este caso, es el propio emperador el poema épico cvii almorávide el que alude a la diferencia religiosa, cuando se dice del Cid «Que en mis heredades fuertemientre es metido / e él non ge lo gradece sinon a Jesucristo» (vv. 1623-1624), mientras que el Campeador promete más tarde colgar como exvotos los tambores almorávides en la antigua mezquita de Valencia, que él ha hecho consagrar como catedral de Santa María: Antes d’estos quinze días, si ploguiere al Criador, [ . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ] aquellos atamores a vós los pondrán delant e veredes cuáles son, desí an a ser del obispo don Jerónimo, colgarlos han en Santa María, madre del Criador. (vv. 1665-1668) Más tarde, al enfrentarse de nuevo a los almorávides, Álvar Fáñez alude especialmente a la ayuda divina en la lid, eso sí, junto a la auze o ‘buena fortuna’ del propio Campeador, elemento fundamental en la caracterización del héroe (cf. nota 1523-1524䡩): ¡Oíd, ya Cid Campeador leal! Esta batalla el Criador la ferá e vós, tan diño que con él avedes part, mandádnoslos ferir de cual part vos semejar; el debdo que á cada uno a conplir será. Verlo hemos con Dios e con la vuestra auze. (vv. 2361b-2366) Con todo, el único personaje que se plantea la lucha propiamente en términos de guerra santa es don Jerónimo, lo que se explica desde su doble condición de obispo y de francés (no en vano, la elección entre conversión y muerte se conoce como la ‘solución franca’): —Oy vos dix la missa de Santa Trinidade. Por esso salí de mi tierra e vinvos buscar, por sabor que avía de algún moro matar. Mi orden e mis manos querríalas ondrar e a estas feridas yo quiero ir delant. (vv. 2370-2374) En suma, el Cantar presenta una singular combinación de modalidades épicas: un conflicto interior arroja al héroe al exterior y allí desarrolla una actuación concorde con el espíritu de frontera, que da su tono característico al conjunto del poema, sin dejar de pre- cviii prólogo sentar algún ocasional tinte cruzado. Esta peculiar mixtura revela cómo el Cantar se mueve entre los polos de la tradición y la originalidad dentro de los moldes y de las convenciones propias del género épico. No obstante, la transferencia de un conflicto político y personal de un reino cristiano a territorio musulmán posee ciertos paralelos en cantares de gesta franceses como Le Charroi de Nîmes, La Prise d’Orange y otros poemas del ya citado ‘ciclo de Guillermo de Orange’. Con todo, la actitud de ambos héroes es bastante diferente. Así, mientras el Cid, al inicio de su destierro, expresa su dolorida resignación respecto de quienes lo han calumniado ante el rey (vv. 6-9), en el comienzo de Le Charroi, vv. 733-52, Guillermo desnuca a Aymon y arroja su cadáver por una ventana del palacio, cuando se entera de que éste actúa como losengier, equivalente del mesturero castellano, ante el rey Luis. Incluso en casos más estrictamente paralelos, se advierte el diverso talante de sendos protagonistas, como ocurre con el pregón que lanza el Cid para atraer voluntarios a la toma de Valencia: Por Aragón e por Navarra pregón mandó echar, a tierras de Castiella enbió sus mensajes: quien quiere perder cueta e venir a ritad, viniesse a mio Cid, que á sabor de cavalgar, cercar quiere a Valencia por a cristianos la dar. —Quien quiere ir comigo cercar a Valencia (todos vengan de grado, ninguno non ha premia), tres días le speraré en Canal de Celfa.— (vv. 1187-1194) respecto de la arenga de Guillermo a los jóvenes cortesanos del rey Luis para que acudan a la conquista de España: Ce vueill ge dire as povres bachelers, As escuiers qui ont dras depanez, S’o moi s’en vienen Espaigne conquester Et le païs m’aident a aquiter Et la loi Deu essaucier et monter, Tant lor dorrai deniers et argent cler, Chasteaus et marches, donjons et fermetez, Destriers d’Espaigne, si seront adoubé.56 56 ‘Esto quiero decirles a los jóvenes pobres, / a los escuderos que tienen los vestidos hechos jirones: / si vienen conmigo a conquistar España / y me ayudan el poema épico cix Las diferencias radican, no tanto en las motivaciones alegadas (ambos aluden al botín y a la fe) como en el énfasis puesto en cada punto, pues el referente cruzado en el Cantar es obviamente tangencial, mientras que las riquezas ofrecidas no adquieren el tono hiperbólico de Le Charroi. Igualmente hay una distinción entre los destinatarios de ambos llamamientos, nobles en el poema francés y de cualquier estamento en el castellano. Todo ello tiene que ver con el espíritu de frontera, tomado ahora en una dimensión sociológica más que literaria, en tanto que ligado a las peculiaridades de la vida fronteriza. Como se verá luego con más detalle, este planteamiento supone en último término la aspiración de los habitantes de los territorios limítrofes con los musulmanes a ver reconocida su pujanza social, haciendo valer sus propios méritos, en lugar de los merecimientos y prebendas de sus antepasados. Por supuesto, el Cid nunca fue propiamente un colono fronterizo, pero su peripecia vital, convenientemente convertida en literatura, era un perfecto exponente de las virtudes necesarias en las duras condiciones de la frontera y de la posibilidad, en tales circunstancias, de brillar con luz propia, y no con la prestada por rancias glorias de linaje. De todos modos, donde el Cantar resulta decididamente original dentro del ámbito épico es en la forma en la que se suscita y resuelve su segundo núcleo argumental. Para empezar, la situación se invierte respecto de la primera sección del argumento, pues si allí un caso de honor había llevado al héroe y a los suyos a la vida de frontera, ahora será esta última la que propicie el nuevo conflicto de honra. En efecto, los infantes de Carrión, casados con las hijas del Cid, «son mucho urgullosos e an part en la cort» (v. 1938), pero no están preparados para la dura actividad fronteriza, como ellos mismos reconocen antes de la batalla contra Bucar: «Catamos la ganancia e la pérdida no» (v. 2320). Por ello, su cobardía los convierte en el hazmerreír de la Valencia cidiana: «non viestes tal juego commo iva por la cort» (v. 2307), «Por aquestos juegos que ivan levantando / e las noches e los días tan mal los escarmentando» (vv. 2535-2536). De acuerdo con la mentalidad jurídica medieval, estos juegos o burlas constituían un vera liberar el país / y a exaltar y elevar la ley de Dios, / les daré mucho dinero y brillante plata, / castillos y tierras, torres y fortalezas, / corceles de España, y serán investidos caballeros’ (Le Charroi de Nîmes, vv. 649-656). cx prólogo dadero atentado contra su honor (nota 2535-2762䡩). Ahora bien, en lugar de buscar una reparación directa de esta lesión de su honra, los infantes se acogen a la vieja práctica de la venganza privada y, tomándose la justicia por su mano (pero de la manera más innoble posible), se llevan a sus esposas de Valencia y las repudian, después de propinarles una tremenda paliza y dejarlas abandonadas, medio desnudas y a su suerte, en el robledo de Corpes. En la inmensa mayoría de los poemas épicos, esta cobarde y cruel actuación habría desencadenado una contra-venganza en términos igualmente privados, de modo que el Cid y los suyos habrían dado muerte a los infantes y probablemente al resto de su familia, y habrían arrasado sus palacios y heredades de Carrión. Sin embargo, el héroe del Cantar encauza la reparación de su honor por las vías más ajustadas a derecho, según la mentalidad más avanzada de su época. De este modo, en lugar de una salvaje incursión contra los Vanigómez, la familia de los infantes, el Campeador entabla una querella legal ante el rey, quien convoca una reunión solemne de su corte para realizar el juicio de los ofensores. Éste, finalmente, incluye un combate, las lides de Carrión, entre los infantes y su hermano Asur, por un lado, y tres de los hombres del Cid (Pero Vermúez, Martín Antolínez y Muño Gustioz), por otro, pero no se trata aquí de un duelo, fruto de un desafío privado, sino de un medio de prueba establecido por las leyes que regulaban el reto entre hidalgos. Podría argumentarse, contra esta presunta originalidad del desenlace del Cantar, que el Roland también incluye en su parte final el juicio contra Ganelón, que igualmente concluye con un combate singular entre el gigante Pinabel, como campeón de Ganelón y los suyos, y Thierry, como campeón de Carlomagno. Sin negar que el poema francés haya ejercido sobre el castellano en este punto un influjo que es bien patente en otros aspectos, ha de advertirse que las situaciones de conjunto apenas son comparables, no sólo por tratarse de situaciones argumentales completamente distintas (Ganelón no es reo de ultraje, sino de traición, por haber planeado la emboscada de Roncesvalles, en la que mueren Roldán y los demás pares de Francia), sino por el alcance jurídico del proceso. En efecto, en el poema francés el combate reviste un claro carácter de ordalía o juicio de Dios, es decir, su finalidad es averiguar si Ganelón cometió o no la traición de la que se le acusa. En cambio, en el Cantar los hechos son reconoci- el poema épico cxi dos por los propios infantes (vv. 2754-2763) y así lo establece el mismo juez supremo, el rey, nada más dar comienzo a la reunión judicial que debe determinar la culpabilidad de los mismos: por el amor de mio Cid, el que en buen ora nació, que reciba derecho de ifantes de Carrión. Grande tuerto le han tenido, sabémoslo todos nós (vv. 3132-3134) El objetivo de la lid es, pues, determinar si esos hechos son constitutivos de delito y la pena que, en su caso, les corresponde, y conseguir, además, la reivindicación de la honra del Cid y los suyos, como retadores, lo que constituye justamente una de las diferencias esenciales entre la lid por causa de reto que describe el Cantar y la vieja fórmula del combate como variedad del juicio de Dios (véase la nota 3533-3707䡩). En definitiva, frente a la indiscriminada venganza tradicional, en el Cantar se produce un pulcro proceso jurídico que permite a los acusados contar con unas garantías procesales impensables en el caso de la venganza privada y que además admite cierto sentido de la proporcionalidad de la pena, en la medida en la que la lid se salda con un mínimo derramamiento de sangre y no con la muerte de los infantes, quienes no pagan su delito con la vida, sino con aquello mismo que ellos le habían arrebatado al Cid: con su honor. el modelo heroico Como puede deducirse de los párrafos anteriores y la crítica ha reconocido unánimemente, el componente fundamental del carácter del Cid poético es la mesura.57 Esta virtud significa, según las situaciones, ponderación, equilibrio, sagacidad e incluso resignación. Así se aprecia en momentos críticos como el del inicio del destierro (vv. 7-9) o el de la recepción de la afrenta de Corpes (vv. 2826-2834). En estos casos, el Cid modera impulsos que, según se ha visto, en otros héroes épicos hubieran conducido a la total re57 M. Pidal [1913:70-71, 1929:619-620 y 1963:226-231], Spitzer [1948:69 y 72], Dunn [1962:358], De Chasca [1967:127-128], Galmés [1970:157-159], West [1977:304], López Estrada [1982:115-117], Smith [1983:124-126], Deyermond [1987:23-26]; véase la nota 7䡩. cxii prólogo beldía o a la inmediata consecución de una vindicación sangrienta.58 Por supuesto, el Campeador es un caballero y eso implica vocación de actividad, lo que otorga a su aceptación de la adversidad una fuerte dosis de optimismo y de esperanza (Michael, 1975:76, López Estrada, 1982:126, Moreno, 1991:33-38). El héroe desarrolla una acción imparable y gracias a ella consigue vencer la adversidad: el exilio en la primera parte de la trama y las injurias recibidas en la segunda. Sin embargo, en ese mismo despliegue de fuerza y poder, la mesura sigue siendo un principio rector de sus relaciones con los musulmanes andalusíes vencidos;59 de su actitud ante la batalla, en contraste con el ímpetu temerario de su sobrino Pero Vermúez (Fox, 1983, Gargano, 1986; nota 707䡩), o de la misma reparación de la afrenta de Corpes, no lograda de forma cruenta, sino por un solemne y bien regulado proceso jurídico, por más que éste se sustancie, como era norma, mediante un combate judicial (Deyermond, 1982). Esta ponderada actitud, patente también en la primera parte, cuando el héroe, aunque desterrado, se comporta lealmente, en lugar de hacerlo como un vasallo rebelde, se debe a uno de los rasgos básicos del comportamiento del Cid en este poema: su comedimiento. La otra es, claro está, su capacidad militar. Estas dos facetas del comportamiento del Cid (contención y acción) se enmarcan, de un modo más amplio, en el tradicional binomio épico de sapientia et fortitudo, que no equivale sólo a ‘sabiduría y fuerza’, sino que representa la unión de dos principios en apariencia contrapuestos pero sabiamente equilibrados. Así, la sapientia no se manifiesta aquí en conocimientos, mucho menos en erudición, sino que consiste en sabiduría mundana, es decir, sentido de la proporción, capacidad de previsión y, en definitiva, prudencia o 58 «El Cid, al contrario que los protagonistas de las otras dos epopeyas [= Roland y Beowulf], que luchan contra los poderes del mal absoluto, es el héroe de la grandeza de ánimo enfrentada con la mezquindad humana. Por ello, en la configuración literaria del Cid, su virtud central e integradora es la capacidad para impedir que los ataques del mundo externo hagan mella en su propio interior. Lo esencial del personaje, lo que constituye el núcleo de su realidad poética, es ese fondo imperturbable que le permite conservar su libertad para ser siempre dueño de sí mismo» (Moreno, 1991:34-35). 59 M. Pidal [1913:50-51], Von Richthofen [1970:84-88], Horrent [1973:338339], Bender [1980], Lacarra [1980:37-39], Smith [1983:132-133], Montaner [1987:206 y 211], Piñero [1989:2-5]; véanse las notas 518䡩 y 527䡩. el poema épico cxiii ‘saber estar’, es decir, el talento para adoptar la compostura adecuada a cada momento y, de un modo bastante característico en el caso cidiano, la sagacidad, la astucia.60 Por su parte, la fortitudo tampoco se identifica exclusivamente con la fuerza física, aunque ésta le era indispensable a un guerrero medieval, ni siquiera con la capacidad de agresión, sino, sobre todo, con la aptitud para actuar, la disposición para el mando y, en suma, la autoridad, tanto bélica como moral. Maña y fuerza le permiten al Campeador conquistar una plaza como Alcocer (nota 610䡩) e igualmente vengarse de los infantes de Carrión (nota 2985-3532䡩). El paralelismo no es casual, sino que responde a una neta directriz del modelo heroico del Cantar (Deyermond, 1987:26; notas 7䡩 y 1290-1291䡩). Así queda claro desde el inicio mismo del poema, cuando, en lugar de maldecir a sus adversarios, el Campeador agradece a Dios las pruebas a las que se ve sometido: «Fabló mio Cid bien e tan mesurado: / —¡Gracias a ti, Señor, Padre que estás en alto! / ¡Esto me an buelto mios enemigos malos!» (vv. 7-9), de modo que en el último verso citado, más que una acusación, se da simplemente la constatación de un hecho. A partir de ese momento el héroe habrá de sobrevivir con los suyos en las penalidades del destierro. Pero éste, aunque constituye una condena, también abre un futuro cargado de promesas, como, al poco, exclama el héroe, dirigiéndose a su lugarteniente: «¡Albricia, Álvar Fáñez, ca echados somos de tierra!» (v. 14). La buena noticia es (aunque parezca mentira) la misma del exilio, pues da comienzo una nueva etapa de la que el Cid sabrá sacar partido, como después se verá de sobras confirmado, en parte gracias a esa misma mesura que le hace planificar concienzudamente y ejecutar sin arrebatamiento sus tácticas, pero también tratar compasivamente a los musulmanes andalusíes por él vencidos u organizar con sabias disposiciones el gobierno de Valencia tras su conquista. En la segunda trama, esa misma sapientia, traducida en mesura, es la que lleva al Cid a plantear sus reivindicaciones por la vía del derecho, evitando tomar venganza directa mediante una masacre de sus enemigos, pero también se traduce en la sagacidad con la que conduce el proceso, pareja a la astucia con que había sabido desarrollar sus actividades militares. La fortitudo, 60 M. Pidal [1957:338], Hart [1977:64-68], Schafler [1977], López Estrada [1982:117-118], Vidal Tibbits [1984:267]. cxiv prólogo por su parte, se manifiesta, claro está, como robustez y resistencia en el campo de batalla, pero ante todo como capacidad de actuación, en sentido general, y muy especialmente como fuerza de voluntad. Gracias a ella, el Cid logra superar los amargos momentos de la partida, cuando, al abandonar a su familia, «así·s’ parten unos d’otros commo la uña de la carne» (v. 375), para, a continuación, iniciar una imparable carrera ascendente que culminará con la conquista de Valencia, la reunión con su familia y, como culminación de toda la primera trama, con el perdón real. En la segunda parte, la fortitudo le permitirá dar adecuada respuesta al ultraje inferido por los infantes, pues, aunque el Cid renuncia a una sangrienta venganza privada, no es menos contundente en su demanda de una reivindicación pública. Por lo tanto, al igual que sucede con la sapientia, esta virtud se demuestra tan efectiva en la paz como en la guerra. Como puede verse, estos dos principios generales de actuación se plasman además en una serie de virtudes concretas, según la esfera de comportamiento a que se apliquen.61 Como natural de un reino, implican la lealtad a su señor y a su tierra, más allá de las vicisitudes que acechan a los nexos sociopolíticos del vasallaje, destruidos con el destierro, por más que siempre se tienda a su restauración (notas 862-953䡩 y 895䡩). En tanto que jefe guerrero, suponen la preocupación por el bienestar de sus hombres y por la adecuada planificación de las actividades bélicas, ponderando los riesgos sin perder por ello la osadía (notas 676䡩, 1127䡩, 1765䡩, 1236-1307䡩). Actuando individualmente como caballero, conllevan la valentía personal y el denodado esfuerzo, aunque siempre comportándose solidariamente con sus hombres (compárense los vv. 710-714 y 744-755). Al convertirse en señor de Valencia, se expresan mediante una completa acción política destinada no sólo a recompensar de modo inmediato a sus combatientes, sino a conceder carácter estable a la conquista (notas 1213䡩, 1236-1307䡩, 1258䡩, 1254䡩, 1299䡩) y a construir lo que, en cierto modo, puede considerarse una sociedad ideal o incluso utópica, frente a lo que sucedía en la corte castellana (Galván, 2006). Además, si no se trata de sus vasallos guerreros, sino de las damas que atienden a su mujer e hijas, se traducen en una cortesía que raya incluso en lo 61 M. Pidal [1929:593-624 y 1963:226-231], De Chasca [1967:125-146], López Estrada [1982:62-68 y 111-131], Deyermond [1987:23-26]. el poema épico cxv galante (nota 1618-1802䡩, compárese la nota 3707䡩). Cuando defiende su honor en las cortes de Toledo, se manifiestan en una bien meditada estrategia basada en un claro conocimiento de las leyes (nota 2985-3532䡩). Por último, en la esfera familiar significan una preocupación constante por el bienestar de su esposa e hijas, como ejemplar padre y marido, consciente de sus responsabilidades esenciales: honrar a su mujer y casar bien a sus hijas (nota 282b䡩). Estos deberes institucionalizados no suplantan, por otra parte, a los afectos propiamente dichos. El dolor por la separación de toda su familia en Cardeña es tan grande que el héroe desfallece por un momento y ha de ser su lugarteniente, Minaya Álvar Fáñez, quien tome temporalmente las riendas del asunto y deba darle ánimos al propio Campeador (vv. 374-392). Este último detalle y otras manifestaciones de afecto similares permiten ofrecer del Cid una imagen matizada, que no responde a un perfil único, sino que se desarrolla en distintas facetas (nota 7䡩). El Campeador no está, desde luego, fundido de una pieza y su variedad de registros es bastante considerable, y más para las convenciones medievales del género épico. Esto se manifiesta, junto a lo dicho, en aspectos como su falibilidad. Sin conocer nunca la derrota, no siempre consigue la completa victoria; al menos, no todos los golpes que da en el combate logran dar muerte a sus enemigos, lo que, haciéndole ganar en cercanía humana, no logra mermar su talla heroica (Leo, 1959:298-299, Horrent, 1980:294; nota 1726䡩). De igual modo, su templanza no puede a veces ocultar raptos de cólera o de desagrado (M. Pidal 1963:230; véase también Vaquero, 1990:74-81, pero sus conclusiones no son admisibles; nota 38䡩). Contrastes similares se dan en otros casos. Así, frente a la patética solemnidad y al rigor jurídico de sus intervenciones ante las cortes que juzgan a sus antiguos yernos, el Campeador se muestra abiertamente irónico, casi socarrón, con el conde de Barcelona o con el rey Bucar (notas 954-1086䡩, 1025䡩, 2311-2534䡩, 2411䡩). Ese sentido del humor, como ya señaló Dámaso Alonso [1941:90-99], nunca llega a caer en la comicidad extravagante de algunas chansons de geste francesas y, dándole un componente risueño al personaje, lo mantiene siempre a conveniente altura, lo que ha de relacionarse más bien con la inclusión de la iocositas o hilaritas ‘jovialidad’ y de la curialis facecia ‘ingenio cortés’ en el paradigma caballeresco cortesano (cf. Zotz, 1998: 180, 185 y 187), que con la estentórea risa épica, como la del her- cxvi prólogo cúleo y desmedido Guillermo de Orange (cf. Lachet, 1999:21-22 y 34-35 y, en general, Curtius, 1948:II, 609-612 y Le Goff, 1997: 49). Por otra parte, la donosura del Cid no suele ser gratuita, sino que a menudo el dardo va envenenado, porque sirve para poner a cada cual en su sitio. De este modo, en tanto que caudillo, el Campeador puede asimilarse en buena parte al rex facetus que, según ha demostrado Le Goff [1997:43-44], aparece en el ámbito cortesano y se difunde en la cronística medieval durante la segunda mitad del siglo xii y revela cómo la risa, en boca del rey, «se estaba volviendo casi un instrumento de gobierno o, en cualquier caso, una imagen de poder ... uno tiene la impresión de que, en manos del rey, la risa era un modo de estructurar la sociedad en torno a él. No hacía bromas indiscriminadamente sobre cualquiera ni del mismo modo», lo que ejemplifican de forma notoria, ya en el siglo siguiente, el espejo de príncipes que fue San Luis [Le Goff, 1996:486-488] o, en territorio hispánico, Jaime I de Aragón [Pujol, 2003]. En definitiva, de acuerdo con la terminología medieval (cf. Le Goff, 1997:43 y 50-51), frente a un homo risibilis ‘hombre riente’ (pero, atención, no ‘risible’), categoría a la que pertenece sin duda un personaje como Guillermo, el Cid sería más bien hilaris ‘sonriente’ (nota 873䡩), en oposición, a su vez, a la taciturnitas, ‘silencio’, pero también ‘pesadumbre’, del despechado conde de Barcelona (nota 954-1086䡩). Se aprecia aquí que la mesura atribuida al Campeador opera conscientemente en todo lo que concierne a su caracterización, pues los detalles que hacen de él un héroe más próximo a la experiencia cotidiana no lo convierten en un personaje realista, lo que destruiría el propio efecto, siempre admirativo, que busca la narración de la gesta. El protagonista del Cantar no es, pues, un héroe ‘popular’ o folclórico, prácticamente ucrónico e ingenuamente admirado por sus exageradas proezas, como Il’ïá Múromets en las byliny rusas o ‘Antar en la sı̄ra árabe.62 En absoluto es el simpático e inverosímil 62 Sobre el bogatyr ruso pueden verse Propp [1958:I, 299-354 y II, 15-103] y Torres Prieto [2003:14-15 y 59-96]. Sobre el fāris árabe, Norris [1980], Heath [1996] y Cherkaoui [2001]. La muerte de ‘Antar presenta interesantes paralelos con la victoria póstuma del Cid, difundida por la leyenda de Cardeña y recogida en PCG, pp. 633a-638a, los cuales fueron señalados por Vernet [1966a:346] y luego han sido estudiados desde distintas perspectivas por Norris [1980:219-226], Fish [1990], Ramírez del Río [2001:114-123] y Galmés [2002:362-365]. el poema épico cxvii buen ladrón o ‘bandido social’, al estilo de Robin Hood (con el que erróneamente han comparado al Cid Harvey, 1980:156 y Harney, 1985:206-218; nota 1191䡩). Tampoco responde a los tipos fundamentales de la épica francesa o del resto de la castellana; no es el héroe cruzado de proezas imposibles, como Roldán, Guillermo y, en parte, Fernán González; ni el vasallo inútilmente rebelde, al estilo de Isembart, Ogier, Girart de Roussillon o Bernardo del Carpio, modelo que influye parcialmente en Fernán González y en el joven Rodrigo de las Mocedades; tampoco es un héroe víctima, como el infante García, los siete infantes de Lara o Sancho II; ni el vengador familiar, papel que ejercen Mudarra, Garcí Fernández y doña Sancha, la novia del infante García; ni siquiera (pese a compartir la larga barba, siendo señor de Valencia) el venerable monarca, encarnado en Carlomagno (compárese Spitzer, 1948). En contraste con estos modelos heroicos, caracterizados por una conducta extremada o por un componente casi sobrenatural, bien en sus propósitos, bien en su relación con la divinidad, el Cid del Cantar es una figura, aunque de adecuadas dimensiones épicas, mucho más humana. Ello se debe a su compleja personalidad heroica, matizada y portadora de un mensaje que está en un plano distinto del de un mero enfrentamiento de buenos y malos, cristianos y moros, fieles y paganos o vengadores y agraviantes (categorías que en el poema no son correlativas). Como expresa Moreno [1991:27], «el espacio en el que transcurre el poema no es un lugar de enfrentamiento entre principios opuestos, pues, a diferencia [de otras epopeyas como el Roland y el Beowulf], el mundo del Cantar no tiene dos caras, sino una sola. El bien y el mal son únicamente categorías morales, no cósmicas ni metafísicas». Frente a aquellas polaridades, el lugar del Campeador es el del equilibrio, el de la mesura. Ha sido exiliado, pero no busca destruir a los calumniadores que han provocado su destierro, sino probar al rey su hombría de bien para reconciliarse con él. En efecto, cuando el héroe de Vivar es expatriado, nunca se plantea adoptar alguna de las soluciones extremadas propias del repertorio épico: encastillarse en sus posesiones vivareñas para resistir a las tropas del rey hasta la muerte, sublevar al reino contra el injusto monarca y sus consejeros o echarse al monte, convertido en proscrito, para atacar desde allí a los malos mestureros e imponer su voluntad en una zona del reino. En su lugar, el Cid opta por acatar cxviii prólogo la orden de destierro y por salir a territorio andalusí para sobrevivir con el botín ganado al adversario, opción siempre legítima en la época. La continua actividad bélica que entonces desarrolla le lleva, al cabo de unos años, a dominar el Levante peninsular, operación que culmina con la toma de Valencia, que convierte en sede de un señorío propio. Ahora el Campeador podría haber obtenido una suerte de revancha moral, al declararse señor independiente y ponerse prácticamente a la altura del rey que lo había expulsado y claramente por encima de los cortesanos envidiosos que provocaron la acción regia. Sin embargo, tampoco se plantea así la cuestión. Esto se debe a que el héroe castellano sigue considerando a su rey como señor natural, es decir, aquél que lo es por vínculo de naturaleza o nacimiento y no sólo por el nexo de vasallaje, que se podía quebrantar por desavenencia entre las partes, como sucede con el destierro (nota 895䡩). Renunciar a esa otra ligazón, de esencia casi irrompible, hubiese significado desnaturarse, perder la conexión con su patria, con su naturaleza misma y, con ella, su identidad. En consecuencia, el Cid, siempre leal a su rey, intenta devolver la situación a su orden ‘natural’, convenciéndolo de que actuó erróneamente al creer a sus enemigos y enviarlo al exilio. Para conseguirlo, se inspira en un procedimiento arbitrado en las leyes, entregándole una parte del botín obtenido en el campo de batalla, como prueba de fidelidad y como generosa demostración de que la acusación vertida contra él de haberse apropiado las parias pagadas por el rey moro de Sevilla era falsa (notas 862-953䡩 y 1803-1958䡩). Actúa así en tres ocasiones: una vez obtenidas sus primeras victorias en el valle del Jalón, después de la conquista de Valencia y tras derrotar al rey Yúcef de Marruecos, que había acudido a la capital levantina para reconquistarla. Cada una de esas dádivas es un hito en la paulatina ascensión del Campeador, marcado por la creciente satisfacción de rey Alfonso, que, a la tercera, como exige el viejo refrán, accede a devolverle su gracia al expatriado (véase abajo el § 3). En consonancia con esta actitud, el Cid, aunque buen cristiano, que se alegra de poder erigir un obispo en Valencia, no lucha con los musulmanes por una cuestión de fe, sino porque, como desterrado, no tiene otra opción para ganarse el pan (vv. 672-673 y 1639-1642, notas 1105䡩, 1191䡩 y 1217䡩). De hecho, según se ha visto, cuenta entre sus fieles con un caudillo moro, Avengalvón, su «amigo de paz» (nota 1464䡩), mucho mejor persona que algunos el poema épico cxix cristianos, como los infantes de Carrión (nota 2535-2762䡩). Sólo a éstos, cuando han defraudado por completo su confianza y afecto, tras maltratar vilmente a sus hijas en el robledo de Corpes, les manifiesta, más que odio, un absoluto desprecio que le hace llamarles «canes traidores» (v. 3263). Pese a todo, tampoco se ensaña con ellos. Como se ha visto, en la tradición épica, la venganza familiar exigía que ésta fuera privada y sangrienta, es decir, que la ejecutasen los mismos agraviados o sus deudos con sus propias manos, al margen de todo procedimiento jurídico, en la persona de los ofensores, mutilándolos o dándoles muerte. En Los siete infantes de Lara, Mudarra acuchilla a Ruy Velásquez y doña Sancha, la madre de los infantes difuntos, se inclina sobre el cadáver para beber su sangre. En la leyenda de La condesa traidora (historiográfica, pero de sabor épico, cf. Bautista, 2006a), Garcí Fernández urde un plan que le lleva a decapitar a su adúltera mujer, doña Argentina, y a su amante, un conde francés, en su propia alcoba. En el Romanz del infant García, doña Sancha, su prometida, mutila con sus propias manos al asesino de aquél, Fernán Laínez, y lo hace pasear a lomos de un mulo por los pueblos de Castilla, acompañado de un pregonero que proclama su crimen. Éste era el camino que se esperaría que tomase el Cid cuando recibe la noticia de las deshonra de sus hijas (y de la suya propia, por tanto): reunir su mesnada y lanzar una cabalgada iracunda sobre tierras de Carrión, para matar a los infantes y ermar sus propiedades. En cambio, el Campeador, mesurado una vez más, opta por poner el caso en manos de la justicia y obtener reparación por medios legales, en este caso presentando una querella ante el rey don Alfonso. Al final hay, desde luego, un combate, el duelo de Carrión; pero ello no debe llamar a engaño, pues (como he explicado en el apartado anterior) no se trata de una concesión a los tópicos del género, sino de la necesaria concatenación entre un proceso judicial incoado por la demanda del Cid contra los infantes de Carrión (un reto entre hidalgos) y el subsiguiente procedimiento de prueba, la lid judicial, en la que ni siquiera combate el propio ofendido. Además, estos combates no acaban con la muerte de los infantes, sino con su deshonra, con la que habrán de convivir de por vida. Hay, pues, perfecta reparación, pero los medios de obtenerla y su resultado son mucho más sutiles que en la tradicional masacre épica. Como se puede apreciar en ambas partes de la historia (el destierro y la afrenta de Corpes) la mesura del héroe se plasma a tra- cxx prólogo vés de cierta meticulosidad jurídica, como si la sujeción a las formas del derecho fuese para el autor del Cantar, una garantía de ponderación y, a la vez, el modo válido de plantear las relaciones humanas.63 Esta actitud no puede dejar de relacionarse con la ligazón a su tiempo que el Cantar demuestra (y sobre la que versa el apartado siguiente). Su héroe está más próximo al oyente por la misma razón que le transmite un programa de acción concreto y posibilista (compárese Lacarra, 1980 y 1983b, y Vidal Tibbits, 1984). El Cid se convierte así en un modelo paradigmático al que se podía intentar emular o bajo cuyas órdenes se podía militar. Él ya no estaba, pero sus descendientes aún podían desempeñar su caudillaje, ya que «oy los reyes d’España sos parientes son» (v. 3724). épica, historia y sociedad Como se ha visto en la cita de Jean de Grouchy, la épica se relacionaba especialmente con los hechos del pasado, con los antiqui patres, los ancestros. En una sociedad mayoritariamente analfabeta y en la que la historia se consignaba esencialmente en crónicas latinas, inaccesibles para buena parte de la población, incluida la nobleza, la épica cantada o recitada se constituía en una suerte de historiografía vernácula, no siendo obstáculo para ello, sino más bien al contrario, el que los hechos del pasado estuviesen en ella fuertemente alterados a luz del presente.64 En efecto, el papel de la memoria no era sólo recordar las glorias del ayer, sino presentar las bases del hoy. La sesión de canto épico conservaba así par63 Esta manera de plantear las cosas no es exclusiva de las grandes líneas del argumento, que hasta ahora he descrito, sino que se da constantemente en el conjunto del poema e informa la mayor parte de los episodios. Por ello, numerosos detalles adquieren cierto grado de valor ceremonial, casi ritual, que llenan el pasaje correspondiente de un intenso significado (notas 879䡩, 1020䡩, 1251-1251b䡩, 1959-2167䡩, 2021-2022䡩, 2039-2040䡩). 64 Véase Duggan [1986], aunque su uso del adjetivo popular sea más bien discutible (cf. Burke, 1991:53). M. Pidal [1992:167-171] concibe esa capacidad historiográfica en sentido estricto, como relatos auténticamente informativos, lo que, en principio, carece de base. Un enfoque distinto de la cuestión, a partir del modelo de Boecio para la historia profana, ofrece Pickering [1977], mientras que Boutet, [1993:101], mejor encaminado (a mi juicio), subraya la vinculación de la épica con la perpetuación de la «memoria comunitaria». Otro planteamiento en Sousa [1996]. el poema épico cxxi te del papel de celebración fundamentadora de la cohesión social que había caracterizado a su antepasado, el mito.65 Esa dimensión mítica da a las historias recordadas una validez intemporal y, por tanto, explicativa «como fuentes de identidad, como garantías de autoridad, como señales de legitimidad y como confirmación de que sus antepasados eran dignos de alabanza» (Duggan, 1986:311). No es de extrañar, por tanto, que los poetas épicos alterasen la historia, no con el deliberado deseo de engañar (como parece pensar Lacarra, 1980:159 y 1983b:259), sino con el fin de ofrecer una visión coherente del pasado, mediante un tratamiento selectivo de sucesos azarosos o caóticos; combinando diversas figuras históricas a las que reelaboraban con atribuciones de actos ajenos y eliminación de otros propios pero inconvenientes; clarificando las ambigüedades morales y, en fin, mostrando un sistema más estilizado y neto de relaciones. Con ello satisfacían necesidades artísticas (función estética y de entretenimiento), pero también propagandísticas (funciones informativa y ejemplar) y socioeconómicas (funciones sancionadora y preservadora, en términos de Duggan, 1986). Por eso Catalán [1985:807] acierta al señalar que la epopeya ofrece una interpretación ‘política’ del pasado a partir del presente y que «el ideario que el poeta del Mio Cid incorporó a su obra no puede responder a otra perspectiva que la que él tenía del pasado historiado, y esa perspectiva tuvo que verse influida por la reestructuración política, económica y cultural ocurrida en la Península a partir de los años finales del reinado del rey don Alfonso ‘el Viejo’», es decir, Alfonso VI (véase también Rico, 1988). Un análisis del Cantar desde este punto de vista permite describir la situación social en la que éste se inserta como el final de un período de cambio, en el que se ha constituido un nuevo tipo de sociedad, la de los hombres libres de la frontera. En efecto, la condiciones de vida de los extremadanos o habitantes de la extremadura (término que designaba en la Edad Media las zonas limítrofes con los musulmanes, por considerarse los extremos del territorio) favorecieron tempranamente la creación de un grupo social privilegiado, de colonos propietarios de tierras y partícipes en las actividades de defensa del territorio, que incluían frecuentes incursio65 Sobre estas vinculaciones míticas en el caso cidiano pueden verse, con diversos enfoques (algunos muy discutibles), Dunn [1962 y 1970], Navarro [1964], Bandera [1969], Montaner [1987], Montgomery [1998] y Mínguez [2002]. cxxii prólogo nes al otro lado de la frontera, a fin de obtener botín y de impedir el fortalecimiento de las líneas defensivas enemigas. Esta situación va acompañada, desde fines del siglo xi, pero sobre todo durante el último tercio del siglo xii, de una legislación específica de condiciones muy favorables para los extremadanos y que sanciona y regula definitivamente este comportamiento en la frontera: los fueros de extremadura, cuya versión más acabada es la de la familia foral de Teruel-Cuenca,66 la cual dota de ordenamiento jurídico propio a todo el lado cristiano de la línea fronteriza que va desde el Maestrazgo turolense a la Mancha de Ciudad Real.67 En este momento, en que comienza el definitivo auge de los reinos cristianos sobre al-Andalús y habiéndose eliminado el sistema de parias o tributos de protección, que garantizaban (al menos en parte) la inmunidad del territorio que las pagaba, la actitud de los habitantes de la extremadura es más bien ofensiva, invirtiendo los términos de lo que había sido la sociedad de frontera del período anterior, en que la inferioridad de condiciones hacía que las algaras procediesen sobre todo de Sur a Norte y que la extremadura cristiana se hallase más bien a la defensiva. No obstante, incluso en este momento, la convivencia se ve como algo normal en determinadas condiciones y el musulmán es aceptado como vecino, bajo el estatuto jurídico de mudéjar (< ár. and. mudág‡g‡an, ‘sometido’). Además, la función de los extremadanos, pese a las incursiones citadas, cuyo fin era ante todo acopiar recursos para el mantenimiento de los propios pobladores de la extremadura y de sus concejos, fue la defensa del territorio fronterizo (en especial contra la presión almohade), más que la conquista, actividad reservada ante todo para las expediciones de la hueste real (en la que, por otra parte, se integraban las milicias concejiles), si bien este momento verá justamente nacer nuevas fórmulas al respecto. Ante tal situación, la actividad regia en el plano municipal lleva a su plenitud los ordenamientos forales privilegiados en el derecho de frontera, cuyo paradigma en Castilla es el Fuero de Cuenca, elaborado en el último decenio del siglo xii: 66 «A fines del siglo [xii], la ciudad aragonesa de Teruel y la castellana de Cuenca recibieron fueros que contenían estipulaciones legales sin precedentes y notablemente extensas» (Powers, 1988:49). 67 Para una caracterización general, véanse Powers [1988] y el volumen colectivo Las sociedades de frontera en la España medieval [1993]. el poema épico cxxiii en tiempos de Alfonso VIII, quizá por iniciativa suya y desde luego con su beneplácito, se formó una especie de formulario o modelo de ordenamiento local, producto de la reelaboración de los Derechos municipales privilegiados propios de las zonas fronterizas, es decir extremeñas, que luego sería concedido con las oportunas variantes a numerosas localidades y habría constituido, por tanto, la base e instrumento primordial de la aún incipiente política uniformadora ... alcanzando más adelante su expresión emblemática en la versión que conocemos como Fuero de Cuenca.68 Esta actitud no se da de forma aislada, sino que se enmarca en una importante renovación del derecho castellano, que González Alonso [1996:37] describe así: a lo largo del siglo xii se han ido decantando dos líneas jurídicas cuyas respectivas diferencias devienen más patentes en el curso del tiempo: una, representada por los ordenamientos locales, que florecen sobre todo en los concejos de Extremadura; otra, que encarna el Derecho territorial de Castilla la Vieja ... La monarquía contempla con mayor atención el crecimiento de los Derechos locales y, nunca inactiva, lo modula discretamente con el otorgamiento de sucesivos privilegios, mientras permanece circunspecta y retraída ante la orientación decididamente señorial que prevalece en el ordenamiento de Castilla la Vieja. En ese mismo contexto, el monarca pretende afianzar su soberanía, frente a las presiones políticas de la alta nobleza, defendiendo 68 González Alonso [1996:38]. A este respecto, Sánchez-Arcilla [1995:219] señala que «Tradicionalmente, se ha venido admitiendo que la fecha del fuero de Cuenca habría que situarla en torno al 1190. Todo parece indicar, no obstante, que el origen del fuero de Cuenca había que buscarlo en un texto que, a modo de formulario, fue elaborado hacia 1200; año en el que se refundieron distintas redacciones del derecho local de la Extremadura castellana y, posiblemente, aragonesa. Este ‘formulario’ habría sido el modelo utilizado por Alfonso VIII y, posteriormente, por Fernando III como arquetipo de derecho privilegiado y concedido a otras localidades». En cambio Barrero [1993:76-78] y Escutia [2003:23-36] consideran que el «proceso redaccional del derecho local», en las versiones ampliadas de los fueros locales, arranca del ofrecimiento de Alfonso VIII en 1214 de confirmar las nuevas compilaciones forales concejiles, lo que en el caso de la Transierra llevaría a la aparición de «una serie de textos forales caracterizados frente a los anteriores por su mayor amplitud —libros—, mayor y progresiva perfección técnica y una clara dependencia textual» (Barrero, 1993:77), pero no habría desembocado en un formulario propiamente dicho hasta el reinado de Fernando III. cxxiv prólogo esa sociedad emergente, constituida esencialmente sobre tierras de realengo (es decir, que dependen directamente del rey y no de un señor feudal intermedio) y en las que el vínculo de naturaleza con el soberano de la tierra, por nacimiento o avecindamiento, es más fuerte que el de vasallaje, por la infeudación a un señor concreto (nota 895䡩). Señala Grassotti [1998:23-24] que esta noción despunta «en las primeras décadas del siglo xii», se afirma a lo largo del mismo y «adquirió pleno desarrollo en el siglo xiii». Esta naturaleza es la que hace del rey el soberano directo y general de todos los naturales o vecinos de un reino, independientemente de los vínculos vasalláticos, idea que justifica la leal actitud del Cid en el destierro, cuando ya no es vasallo del rey Alfonso (notas 20䡩, 862-953䡩, 895䡩 y 1240-1242䡩): El deber de subordinación de los súbditos se convirtió de tal modo en deber de naturaleza y abarcó, por ende, el sometimiento a los mandatos regios. Era un deber general de obediencia que obligaba a todos los moradores de la patria, como se llamó en ocasiones al reino en su conjunto, y era la contrapartida natural de la soberanía regia. Como ésta se extendía por encima de las relaciones vasalláticas y señoriales, el deber de naturaleza triunfó sobre ellas. (Grassotti, 1998:24) En Castilla, el afianzamiento de este concepto está especialmente ligado a la consolidación de la frontera o extremadura y al refuerzo de la situación del príncipe como autoridad indiscutible dentro de los límites del territorio extremadano (García de Cortázar, 1973: 441-444). En virtud de estos planteamientos y por los beneficios económicos generales que reporta al reino, el monarca favorece la actividad de los concejos fronterizos, tanto de saqueo como, en ocasiones, de avance sobre los territorios musulmanes limítrofes (Powers, 1988; compárense las notas 303䡩, 1472䡩 y 1606-1607䡩). En el mismo marco se sitúa la capacidad jurídica de crear un señorío inmune directamente por ganarle tierra a los moros, actividad que anteriormente era privativa del monarca, pero que aquí permite al Cid hacer de Valencia su heredad (vv. 1401, 1472, 1607 y 1635), posibilidad que comparece por primera vez en la redacción extensa (c. 1170) del Fuero de Daroca, 49: «Si vicinus Daroce aliquod castellum ceperit, semper illud habeat et omnis eius posteritas, servata regni utilitate et fidelitate regis» (cf. Montaner 2000b:364a-b, y en prensa a; nota 1472䡩). Tal planteamiento con- el poema épico cxxv cuerda perfectamente con la situación del último tercio del siglo xii y más aún de su última década: Los cristianos quedaron seriamente desmejorados a consecuencia de este reparto [i.e. la división de Castilla y León], de las continuas disputas por cuestiones fronterizas y de las rebeliones que tuvieron lugar durante la minoría respectiva del hijo de Sancho, Alfonso VIII (1158-1214), y del hijo de Ramón Berenguer IV, Alfonso II (1162-1196). Además, la anexión de Provenza por Alfonso II en 1166 le supuso treinta años de diplomacia y enfrentamientos bélicos al otro lado de los Pirineos, que le dejaron poco tiempo que dedicar a la Reconquista. Frente a estos enemigos divididos los almohades debieron obtener fáciles victorias ... Así pues, la guerra en territorio hispano quedó a cargo de las milicias urbanas, los hombres de las fronteras y particularmente del rey Lobo. (Lomax, 1978:125) Sin asistencia de las mermadas fuerzas de Alfonso [VIII] o de las Órdenes Militares, las ciudades de la ribera del Tajo y de La Mancha absorbieron el choque de los asaltos posteriores a Alarcos y descorazonaron a al-Mans.ūr lo suficiente como para buscar una tregua con el rey de Castilla ... Además, la capacidad militar municipal constituyó un factor decisivo en la capacidad de los reyes cristianos para mantener sus territorios conquistados incluso después de desastres como el de Alarcos [1195]. Asediar las ciudades una por una exigía tiempo y recursos que los califas almohades no tuvieron nunca, en especial cuando tenían que vigilar también los incidentes producidos por otros reinos ibéricos y sus tributarios norteafricanos. En esta situación, la capacidad militar municipal y su madurez legal se desarrollaron en muy estrecho paralelo. (Powers, 1988:51-52) Igualmente en este ámbito cobra su pleno sentido el característico énfasis puesto por el Cantar en el botín obtenido de los moros, a los que, como ya he subrayado antes, el desterrado no combate esencialmente por razones religiosas, sino por ganarse la vida (Rodríguez-Puértolas, 1972:169-187; notas 1105䡩, 1191䡩 y 1217䡩) y por aumentar su honra (Salinas, 1945, Correa, 1952; Lida, 1952: 126-132; notas 453䡩 y 862-953䡩). En efecto, en el Cantar no hay espíritu de cruzada, sujeto a la dicotomía de conversión o muerte, sino de frontera, esto es, se combate con los musulmanes por razones prácticas, de modo que, según se ha visto, el enfrentamiento religioso, aunque presente en el poema, es un factor muy secundario. Refleja esta actitud la neta diferencia establecida en- cxxvi prólogo tre los almorávides norteafricanos y los musulmanes andalusíes, pues los primeros son objeto de total hostilidad (cf. vv. 1622-1629 y 2499-2504), pero a los segundos se los trata mejor (vv. 619-622 y 851-854), hasta el punto de permitirles vivir junto a los cristianos como moros en paz o de paz (v. 527, cf. v. 1464), es decir, moros sometidos por una capitulación. Esta figura jurídica había surgido a finales del siglo xi, pero las invasiones magrebíes (almorávides en 1093 y almohades en 1146) hicieron que los castellanos prefiriesen expulsar a toda la población musulmana de las zonas que conquistaban. Solamente a partir de la toma de Cuenca en 1177 se recupera esa postura de mayor tolerancia,69 y se admite la existencia de comunidades de mudéjares o musulmanes sometidos al poder cristiano (Lapeyre, 1959:119; notas 518䡩, 1464䡩 y 16231624䡩), que es lo reflejado en el Cantar: los moros e las moras vender non los podremos, que los descabecemos nada non ganaremos, cojámoslos de dentro, ca el señorío tenemos, posaremos en sus casas e d’ellos nos serviremos. (vv. 619-622) Cuando mio Cid el castiello quiso quitar, moros e moras tomáronse a quexar: —¡Vaste, mio Cid; nuestras oraciones váyante delante! Nós pagados fincamos, señor, de la tu part.— (vv. 851-854) Quiérovos dezir lo que es más granado: non pudieron ellos saber la cuenta de todos los cavallos que andan arriados e non ha qui tomallos; los moros de las tierras [sc. del alfoz de Valencia] ganado se an ý algo. (vv. 1776-1779) Nótese en particular, el contraste de los vv. 619-622 o de los vv. 679680, «Todos los moros e las moras de fuera los manda echar, / que 69 Expresada desde las primeras disposiciones de su fuero: «quicumque ad Concham venerit populari, cuiuscumque sit condiciones, id est, sive sit christianus, sive maurus, sive iudeus, sive liber, sive servus, veniat secure et non respondeat pro inicimicia ... neque pro alia causa, quamcumque fecerit antequam Concha caperetur» = ‘cualquiera que viniere a poblar Cuenca, calesquiera que sean sus condiciones, es decir, ya sea cristiano, ya moro, ya judío, ya libre, ya siervo, venga sobre seguro y no responda por enemistad ... ni por ninguna otra causa, cualquiera que hubiese hecho antes de que se tomase Cuenca’ (I, 10; subrayo). el poema épico cxxvii non sopiesse ninguno esta su poridad» (referidos al asedio de Alcocer por Fáriz y Galve), con la reacción que en situaciones similares refiere la CAI: «Christiani vero hoc videntes occiderunt omnes Sarracenos captivos tam viros quam mulieres, ne forte castra eorum turbarentur ab illis, acceptis armis» = ‘Los cristianos, viendo esto [sc. las tropas almorávides], mataron a todos los sarracenos cautivos, tanto hombres como mujeres, para que no alterasen su campamento, tras recibir armas’ (II, 28/123), «Tunc Christiani fide et armis bene instructi occiderunt omnes Sarracenos captivos, quoscunque ceperant, tam viros quam parvulos et mulieres, et bestias quas habebant secum» = ‘Entonces los cristianos, bien provistos de fe y de armas, mataron a todos los sarracenos cautivos, cuantos habían capturado, tanto hombres como niños y mujeres, y a las bestias que tenían consigo’ (II, 39/134). En este aspecto, el poema cidiano se encuentra más lejos de esta crónica, compuesta medio siglo antes, que del Llibre dels fets de Jaime I de Aragón, cuando refiere sucesos acaecidos medio siglo después. En efecto, la primera muestra una actitud completamente intransigente, propia de la situación provocada por las encarnizadas luchas contra almorávides y almohades: predaverunt totam terram Sibilie et Cordube et Carmone et miserunt ignem in totam illam terram et in civitates et in castella ... Sed et omnes synagoge eorum, quas inveniebant, destructe sunt. Sacerdotes vero et legis sue doctores, quoscumque inveniebant, gladio trucidabant, sed et libri legis sue in sinagogis igne combusti sunt ... Et multe cohortes predatorie ambulaverunt per dies multos a longe et predaverunt totam terram de Iaen et Baeçe et Ubete et Anduger et multarum aliarum civitatum et miserunt ignem in omnibus Villis, quascunque inueniebant, et synagogas eorum destruxerunt et libros legis Mahometi combusserunt igne. Omnes viri doctores legis, quicunque inventi sunt, gladio trucidati sunt.70 70 ‘Saquearon todo el territorio de Sevilla, Córdoba y Carmona, y pusieron fuego a toda la tierra, las ciudades y los castillos ... También destruyeron todas las sinagogas [i.e. mezquitas] que encontraban. A los sacerdotes y doctores de su religión a los que se encontraban, los pasaban a cuchillo, y los libros de su religión que había en las sinagogas fueron consumidos por el fuego ... Y muchas tropas de saqueo anduvieron lejos durante muchos días y saquearon todo el territorio de Baeza, Úbeda, Andújar y muchas otras ciudades, y pusieron fuego a todas las villas con las que se encontraban, y destruyeron sus sinagogas y echaron al fuego los libros de la religión de Mahoma. A cuantos doctores de su religión encontraron, los pasaron a cuchillo’ (CAI, I, 36 y II, 36/131; cf. también I, 72 y II, 66/161, y Poema de Almería, vv. 28-35 y 54-60). cxxviii prólogo En cambio, el segundo se expresa en términos mucho más tolerantes: E altre dia aprés d’açó parlam ab l’alcayt de Bayrèn e dixem li que ben podia conèyxer que Nostre Senyor volia que nós haguéssem la terra; e, pus Él ho volia, que no·ns hi faés pus laguiar ni traure mal a nós ni a ell; que per talar lo pa ne·ls arbres no era bo, pus a nós romanien los moros, e que·ls havíem en cor de fer bé; e, pus romanien per tots temps, que per raó d’él no·ns destorbàs; que a él e a sos parents faríem tant de bé, que tots temps porien ésser honrats e richs ... jo retenén d’éls en ma terra e no gitan-los de lurs alberchs ni faén-los mal perquè no poguessen viure richament ab nós e ab nostre linyatge ... E ara nós venim en aquesta terra per aquestes dues raons, que aquels que·s levaran contra nós e no·s volran metre en nostra mercè, que·ls conquiram e muyren a espaa; e aquels qui·s volran metre en nostra mercè, que la’ls hajam, e aytal mercè que estien en lurs cases, e tenguen ses possessions, e tenguen lur ley ... E d’aquestes coses que nós los deýem que·ls en faríem fer carta al rey de Castela, que·ls atendria tot ço que farien ab nós. E si açò no faÿen ni ho volien, que nós veníem ab aytal cor que d’aquí no·ns partíssem tro que la ciutat aguéssem per força, e tota la terra. E que no volíem lur mort ni lur destruÿment, ans volíem que vivissen per tots temps ab lo rey de Castella, e que haguessen lurs mesquites, lur ley, així con havien enprès ab ell en ses cartes primeres.71 71 ‘Y otro día después de esto hablamos con el alcaide de Bairén y le dijimos que podía darse buena cuenta de que Nuestro Señor quería que Nós tuviésemos la tierra, y puesto que Él lo quería, que no quisiese retrasarlo ni perjudicarlo a él ni a Nós, ya que talar mieses y los árboles no era bueno, puesto que los moros permanecían con Nós y teníamos en mente hacerles bien; y dado que permanecerían para siempre, que no se estorbase por su causa, que a él y a sus parientes les haríamos tanto bien, que siempre podrían ser ricos y honrados ... conservándolos yo [sc. a los moros] en mi tierra y no echándolos de sus moradas ni dañándolos, a fin de que pudiesen vivir desahogadamente con Nós y nuestro linaje ... Y ahora Nós venimos a esta tierra por estas dos razones, que a quienes se levanten contra Nós y no quieran acogerse a nuestra merced, que los conquistaremos y morirán a espada; y a quienes quieran acogerse a nuestra merced, se la da concederemos, y tal merced que permanezcan en sus casas y mantengan sus posesiones y su religión ... Y de estas cosas que les decíamos haríamos que el rey de Castilla les expidiese un documento, pues él se atendría a todo lo que estableciesen con Nós. Y si no lo hacían ni lo querían así, que veníamos dispuestos a no irnos de aquí hasta que obtuviésemos por fuerza la ciudad y todo el territorio. Pero no queríamos su muerte ni destrucción, sino que viviesen por siempre con el rey de Castilla, y que tuviesen sus mezquitas y su religión, así como habían establecido con él en su primer documento’ (Jaime I, Llibre dels fets, 308, 364, 416 y 437). el poema épico cxxix Todo ello implica que en el plano ideológico, al igual que en el literario, el poema participa del espíritu de frontera, es decir, de los intereses e ideales de los colonos cristianos que poblaban las zonas colindantes con los musulmanes.72 Dicho espíritu se plasmó especialmente en la citada serie de fueros de extremadura, a cuyos preceptos se ajusta el Cantar en aspectos tan importantes para su constitución literaria como la organización de la hueste (notas 418-419䡩 y 442䡩), el reparto del botín, motor fundamental de la actividad guerrera de las tropas fronterizas (notas 492䡩, 511䡩 y 1798䡩),73 la movilidad social en el marco de la sociedad de frontera (nota 1213䡩), la adscripción de posesiones a las tropas del Cid tras la conquista de Valencia (nota 1236-1307), las severas penas con las que el héroe castiga las deserciones una vez acabada la conquista (nota 1254䡩) o los presupuestos jurídicos (rechazo de la venganza privada, penalización del delito de injurias y lesiones contra una mujer) que sustentan la parte final del argumento (nota 2535-2762䡩). Uno de los aspectos fundamentales de este espíritu de frontera, bien reflejado en el Cantar, es la aspiración a mejorar la situación social de cada uno mediante el propio esfuerzo,74 del mismo modo que el Cid, un hidalgo desterrado de sus pequeñas posesiones burgalesas de Vivar, llega al final del poema a ser señor de Valencia y a casar a sus hijas con sendos príncipes herederos.75 Sin embargo, esto no debe hacer creer que el texto es anacrónicamente democrático, ni siquiera antinobiliario, como han propuesto diversos autores.76 Se trata de un producto ideológico de la nobleza, aunque sea de su estrato inferior, más relacionado con los estamentos menores (Lacarra, 1980 y 1983b; Barbero, 1984; 72 Véanse las aportaciones (parcialmente divergentes) de Molho [1977], Ubieto [1977 y 1981:240-243], Lacarra [1980], Catalán [1985, 2001:471-75 y 2002: 123-178] y Fradejas [2000]. 73 Para todos los aspectos de la organización militar regidos por los fueros de extremadura, véanse Ubieto [1966] y Powers [1988]. 74 Guglielmi [1965], Caso [1979], Lacarra [1980:116-117, 161-162 y 202], Montaner [1987:149-154 y 225-226]; nota 1213䡩. 75 Deyermond [1973:57-58], Pardo [1973:82-83], Fradejas [1982:278-281], Lacarra [1983b:260-262], Barbero [1984:116-117], Valladares [1984:68-69], Gimeno [1988:169-171]; nota 3708-3730䡩. 76 M. Pidal [1963:224-226], Montgomery [1962:7-9], Galmés [1970:160-162 y 2002:621-622], Oleza [1972:205-207], Navarrete [1972], Ubieto [1973:11-16], Rodríguez-Puértolas [1976:23-38], Molho [1977:255-260], Catalán [1985, 2001: 475-483, y 2002:143]. cxxx prólogo nota 1375-1376䡩). En este sentido, tiene razón Alfonso [2002:64] cuando subraya que en el Cantar «Sangre y mérito ... se complementan y el honor heredado ha de ser mantenido e incrementado a través del comportamiento y relaciones honorables», sin que ello impida, como defiende dicha autora, que se dé una oposición interna entre dos sectores de la nobleza. De este modo, aunque el ascenso social pueda alcanzar a todos los que se esfuercen (v. 1213), quienes se ven más favorecidos por ello en el Cantar son los infanzones a los que la gran aristocracia quiere cerrar el paso, mientras que ellos pretenden acceder al poder y a la influencia a los que, por sus méritos militares y por su riqueza, creen tener derecho. Como señala Sánchez-Arcilla [1995:244-245]: La frontera, una vez más, jugaría un papel decisivo en este proceso de permeabilidad. Algunos textos forales conferían la condición de infanzones a todo aquel que pudiera mantener un caballo y su equipo de combate, dando lugar a la aparición de los caballeros villanos. A la vista de los textos es difícil establecer una clara jerarquía de todas estas categorías, cuyas diferencias parece que estriban más en parámetros de índole económica que jurídica ... Pero es indiscutible la importancia de esta aristocracia local o de segundo orden. Por una parte, porque mantienen una estrecha vinculación con los miembros de los grandes linajes que tienen ascendencia sobre el territorio; dependencia que a veces se concretaba en la prestación de un servicio de armas; y por otra parte, porque su vinculación con las comunidades de aldea la hacían un nexo imprescindible para el control político del territorio. En relación con esta estructura social se halla otro elemento esencial en que el Cantar concuerda con los fueros de extremadura, la lid judicial (nota 3533-3707䡩). No obstante, el reto entre hidalgos que describe el poema parte de presupuestos legales algo diferentes a los del combate regulado en los códigos municipales y se hallan, en cambio, en el derecho territorial castellano de tipo señorial. Éste «se ha forjado principalmente a lo largo del siglo xii y se ha formulado y fijado durante la mitad inicial de la centuria siguiente» (González Alonso 1996:58), mediante la compilación privada del que, en parte al menos, cabría denominar derecho nobiliario, en el Fuero de los Fijosdalgo y otros textos de orientación semejante, pero también gracias a la intervención regia a través de las disposiciones emanadas de las cortes de Nájera de 1185 (y sólo parcialmente coincidentes con el Pseudo-Ordena- el poema épico cxxxi miento de Nájera I), materiales que pasan al Libro de los Fueros de Castilla y al Fuero Viejo de Castilla, cuyas redacciones primitivas datan de la primera mitad del siglo xiii. Frente a las compilaciones privadas, nunca sancionadas por el rey, aunque comprendan disposiciones dotadas de auténtico valor normativo, el PseudoOrdenamiento de Nájera I dice corresponder a las decisiones tomadas en las cortes allí reunidas bajo Alfonso VII: «Esto es fuero de Castiella, que establesció el Enperador en las cortes de Nájara» (Fuero viejo, I, v, 1). Comprobada la realidad de su celebración, pero no por dicho monarca, sino por su nieto Alfonso VIII, y fijada su fecha en 1185,77 lo más probable es que las disposiciones básicas sean auténticas, aunque quizá no en la literalidad de los testimonios disponibles. Como expone Grassotti [1998:66-67, cf. 40]: creo que el año 1185 el rey de Las Navas tomó los acuerdos trascendentales que se recogen en los textos legales señalados [sc. el Libro de los Fueros de Castiella, el Fuero Viejo asistemático y el Ordenamiento de Alcalá] ... 77 La celebración de una curia plena en Nájera está documentalmente testificada por varias fuentes, y su fecha garantizada por la data de un diploma de 1185 «in anno in quo rex Aldefonsus in Nazarensi urbe curiam suam congregavit»; véase Martínez Diez [1988b:138-140], Sánchez-Arcilla [1995:386, n. 15], González Alonso [1996:60-61] y Bermejo [2000], quien, no obstante, basándose en que los testimonios permiten separar dos núcleos temáticos, uno sobre señoríos y otro sobre las querellas entre nobles, supone que hubo dos cortes de Nájera, unas celebradas por el Emperador en que se habría tratado de lo segundo y otras por su nieto, a la que correspondería el primero, lo que, sin apoyos más firmes, es multiplicar los entes sin necesidad (como ya vio Grassotti, 1998:66). En todo caso, si la alusión de las Cortes de Benavente de 1202 probase algo sobre las supuestas cortes najerenses del Emperador, sería que en ellas no se trató del riepto, sino de «los derechos regios y del abadengo», pues es de lo que se ocupó la curia benaventana (cf. Estepa, 1988:96-97). Por su parte, Villacañas [2006:apéndice XIV] da por sentado que las cortes corresponden a Alfonso VII, desentendiéndose sin más de las pruebas de su realización en época de Alfonso VIII, siendo así que la justificación sociopolítica que ofrece para su contenido tiene tanto o más sentido tras la minoridad del segundo: «Es lógico ... que, por el ambiente histórico-político en que vivió Castilla durante el reinado de Alfonso VIII, los tropezones entre los miembros de la nobleza requiriesen la adopción de los preceptos que más o menos adobados pasaron a los textos legales posteriores» (Grassotti, 1998: 68). En todo caso, las únicas cortes de Nájera documentadas son las celebradas por el segundo monarca en 1185, mientras que existen otros casos de la errónea (o interesada) atribución a Alfonso VII de disposiciones de su nieto (cf. Peña Pérez, 1983:39, 44, 47, 62 y 73), como la que muestra el Fuero Viejo, por lo que tales especulaciones resultan bastante gratuitas. cxxxii prólogo Y creo también que deberemos juzgar en adelante el año 1185 fecha clave en la legislación castellana. Uno de los acuerdos, el relativo a la fijación del status jurídico de los bienes de la monarquía, de la clerecía y de la nobleza, quizás fue reiteración de viejas disposiciones que databan de fines del siglo xi. El relativo a las enemistades, desafíos y rieptos entre hidalgos no tuvo, que sepamos, antecedentes históricos. Previamente a dicha disposición resulta imposible un desafío como el que el Cid lanza a los infantes en las cortes toledanas (vv. 3250-485). Por lo tanto, tal procedimiento jurídico no puede datarse, en los términos en que lo describe el Cantar, antes de 1185,78 mientras que las formalidades que adoptan tanto el reto como la subsiguiente lid judicial, corresponden a las prescritas en los fueros de extremadura redactados hacia 1190-1200, frente al carácter más rudimentario de las dispuestas en los códigos anteriores, como el Fuero de Daroca, cuya redacción extensa data, como queda dicho, de c. 1170.79 Para calibrar la importancia de esta situación y comprender que la trama poética es inexplicable fuera de este marco, he de reiterar que, tras una afrenta como la sufrida por las hijas del Cid, lo normal, según las exigencias del género épico, hubiera sido que su padre acudiese a una cruenta venganza privada, mientras que en el Cantar se vale del procedimiento regulado en las leyes para dirimir las ofensas entre hidalgos: el riepto o desafío.80 Precisamente para evitar las venganzas y contra78 Véase Zaderenko [1998a], con las matizaciones de Montaner y Escobar [2001:85], aunque ahora juzgo de más peso (por lo ya visto) el valor institucional del año 1185. 79 Véanse Montaner y Escobar [2001:85] y Montaner [en prensa a], así como la nota 3533-3707䡩. La referencia a los fueros municipales en este ámbito nobiliario se hace precisa por la carencia de información coetánea de parte de lo dispuesto para el mismo (que no se compila hasta la redacción de las Partidas). A este respecto, vale la admonición de González Alonso [1996:54] al recordar que «Derecho local y Derecho territorial no son compartimentos estancos, no eran sectores incomunicados; eran ordenamientos abiertos entre los cuales abundaban (en todos los reinos) los préstamos, los trasvases, las incrustaciones, las referencias recíprocas». 80 Precisamente por ello, no creo que pueda aceptarse la equiparación de fondo entre la venganza de los infantes y de la reparación del Cid realizada por Alfonso [2002], que supone un falseamiento ucrónico de la situación, frecuente lacra de las aproximaciones de tipo antropológico-literario. En efecto, al margen de la finalidad última de la acción cidiana y de su posible consideración como reacción atávica o de la aceptable crítica a una simplista dicotomía venganza/justicia, exis- el poema épico cxxxiii venganzas, que podían conducir incluso a guerras privadas entre facciones nobiliarias enfrentadas, la segunda mitad del siglo xii ve nacer dos instituciones íntimamente relacionadas: la amistad entre hidalgos y el reto. La primera supone un implícito pacto de concordia y lealtad entre todos los miembros de la nobleza de sangre, en virtud del cual ninguno puede inferir un daño a otro sin una previa declaración de enemistad. La segunda obliga a que toda queja de un hidalgo respecto de otro adopte la forma de una acusación formal seguida de un desafío, que normalmente se ventilaba mediante un combate singular entre el retador y el retado o, en ocasiones, sus parientes o sus vasallos. Si vencía el retador, la acusación se consideraba probada y el retado quedaba infamado a perpetuidad y perdía parte de sus privilegios nobiliarios (cf. Pérez-Prendes, 2002). En el Cantar se siguen escrupulosamente todos los requisitos previstos para el reto en la legislación finisecular antes citada, tanto en las cortes de Toledo como en las lides de Carrión (notas 2985-3707䡩 y 3533-3707䡩). Además, este rechazo de la venganza privada, se vincula también a la cuestión del señorío, como deja explícito Jaime I: car negú no deu pendre per si matex dret de l’altre, pus senyor hi à. Car, si negú vol fer d’armes ni n’és desijós, nós lo adurem a punt e a saó que·n perdrà lo desig que n’haurà ... pus dret uolia hom fer en poder del rey de la terra, raó era que u presés, e majorment car hi havia tan gran parentesch. E si no, que li faýem saber que nós lo li deffendríem, pus ell li era aparaylat de fer dret. E pus açò no li tengués prou, que si li faýa mal, que ab nós ho hauria a haver, no tant solament ab ell.81 te entre ambas posturas una diferencia radical e históricamente relevante: la sujeción o no a ciertas garantías procesales y el acatamiento de las formas jurídicas surgidas a fines del siglo xii. Sobre esto último incide precisamente, subrayando su alevosía, Jaime I, Llibre del fets, 545: «E quan viren que no y podien altres coses acabar desisqueren-se de nós e de l’infant En Pere, fiyl nostre. E ans que·ls dies dels acuyndaments nostres fossen exits, anaren-se’n a Figueres, que era de l’infant En Pere e, sobre perferta de dret, cremaren aquela vila e la destroÿren de tot en tot» = ‘Cuando vieron que no podían conseguir nada más, se desnaturalizaron de Nós y de nuestro hijo el infante don Pedro. Y antes de que hubiese vencido el plazo de nuestros desafíos, fueron a Figueras, que era del infante don Pedro y, prescindiendo de la formalidad de acatar el derecho, quemaron aquella villa y la destruyeron por completo’. 81 ‘Pues ninguno debe tomar por sí mismo derecho de otro, ya que hay un señor. Pues si alguno quiere tomar armas o está deseoso, nosotros lo llevaremos al punto y modo en que pierda las ganas que tenga de ello ... pues podía hacer- cxxxiv prólogo A esta peculiar coyuntura de incardinación de la baja nobleza en la sociedad fronteriza corresponde parte del vocabulario institucional del Cantar; en especial, dos palabras clave para describir la estructura social reflejada en el poema, así como sus conflictos y tensiones internos, fijodalgo (término que se aplica sobre todo al entorno cidiano, compuesto por infanzones de la frontera, vv. 210, 1565, 2232 y 2264, pero que se atribuye indistintamente a todo noble de linaje, vv. 1035, 1832 y 2252) y rico omne (voz reservada para la aristocracia cortesana, v. 3546, y que se aplican a sí mismos, aunque de forma indirecta, los antagonistas del Cid, v. 2552). Se trata de dos compuestos de creación coetánea que sólo se registran en 1177 en León y c. 1194 en Navarra, respectivamente, y que solo se difunden c. 1200, siendo el Cantar el primer texto castellano donde aparecen juntos (notas 210䡩 y 3546䡩). Respecto del neologismo fijodalgo, es importante tener en cuenta que su triunfo se debió en buena parte a la pretensión de los nobles de linaje instalados en la frontera de diferenciarse de sus convecinos, aunque jurídicamente fuesen sus iguales en buena parte de los fueros de extremadura, de modo que el término oponía coetáneamente a los caballeros nobles y a los caballeros villanos, en el marco de las exenciones jurídicas del derecho fronterizo (J.M.ª Lacarra, 1975; notas 210䡩, 807䡩, 917䡩 y 1213䡩). Paralelamente, el uso de fijosdalgo y ricos omes establece diferencias sociales, pero también concomitancias. Por un lado, permite separar dos grupos internos de la nobleza y mostrar su enfrentamiento (no generalizado, en cualquier caso), basado en sendas bases económicas (las rentas señoriales frente al botín de guerra, notas 109䡩 y 1976-1977䡩) y de poderío social (la corte frente a la milicia, notas 954-1086䡩, 1345䡩, 1372䡩 y 1375-1376䡩), que a su vez remite, en el Cantar, a dos idearios distintos, transformando las tensiones socioeconómicas en un conflicto moral en torno al mérito personal y la capacidad de compromiso individual, lo que literariamente resulta mucho más fructífero. Pero, por otro, manifiesta que esa separación depende de un determinado nivel económico y pose justicia bajo el poder del rey de la tierra, era de razón que lo aceptase, en especial habiendo tan gran parentesco, y si no, le hacíamos saber que Nos se lo impediríamos, ya que se le permitía hacer justicia, pero si así no le parecía suficiente y lo dañaba, se las tendría que ver con Nos y no sólo con él’ (Llibre dels fets, 415 y 511). el poema épico cxxxv lítico (como sugiere de modo transparente el adjetivo rico) y no de una diferencia de base, ya que, aunque no todo fijodalgo sea rico omne, todo rico omne es fijodalgo: «En este plano, todos los integrantes de la aristocracia disfrutaban de los mismos privilegios —fiscales, procesales y criminales— los cuales en un determinado momento incluso se recopilan por escrito; esto fue lo que sucedió en Aragón con los Fueros de Sobrarbe y, en Castilla, con el Fuero de los Fijosdalgo» (Sánchez-Arcilla, 1995:245). Esta unidad jurídica del estamento nobiliario es la que permite legalmente el riepto del Cid a los infantes de Carrión en las Cortes de Toledo, así como desestimar la alegación de nulidad matrimonial de éstos, basada en el carácter morganático del enlace (v. 3298). Por lo tanto, al acoger estas novedades terminológicas, el Cantar está situando perfectamente a sus protagonistas en una clase intermedia, cercana por sus intereses a determinados sectores villanos, pero estamentalmente nobiliaria (pues el poema no defiende en absoluto posturas burguesas, pese a lo que sostiene Catalán, 2001:478-483 y 2002:140-146). En suma, se trata de términos pertenecientes a la misma coyuntura social y que recubren nociones cuya adscripción a unos u otros de los personajes poéticos revela su pertenencia a una misma constelación ideológica: Dentro de la nobleza, pero en escalones inferiores a los ricoshombres, encontramos a los infanzones y a los hidalgos ... De todos modos, unos y otros, la alta y la pequeña nobleza, compartían muchos elementos semejantes. Todos ellos, aparte de ser caballeros de linaje, poseían unos hábitos mentales ciertamente similares. Por lo demás, entre unos y otros se desarrollan relaciones personales de dependencia, sin duda con un claro contenido militar. En este sentido, se diferenciaban de los caballeros villanos o de los caballeros de cuantía, pese a que estos sectores sociales fueron ganando posiciones sociales con el tiempo, hasta el punto de terminar prácticamente equiparados a los bajos rangos del estamento nobiliario. (Valdeón, 2002:162) Esta distinción social entre ricoshombres e hidalgos, que está en la base de la visión social del Cantar y de su propio argumento, queda sancionada en las mismas compilaciones legales territoriales que se han citado arriba, como señala Moxó [1969:329]: No obstante lo cual, pese al silencio que guardaba sobre este punto de la rica-hombría el Libro de los Fueros de Castilla, a ricos-hombres se alude en cxxxvi prólogo Las devysas que an los señores en sus vasallos ... Asimismo se hace mención de los ricos-hombres en el Pseudo-Ordenamiento de Nájera —títulos lxxix, lxxxii y lxxxiii— y en el Ordenamiento de los Fijosdalgos —apartados 13, 16 y 19—, preceptos estos últimos que, como los anteriores de Nájera, prevén de manera concreta la salida y extrañamiento de los ricos-hombres del reino ... Finalmente, es el Fuero Viejo, entre estos textos territoriales de la baja Edad Media, donde apreciamos mejor —aunque sin caracterizarla singularmente— la figura social del ricohombre destacada de la del caballero o hidalgo. No es, pues, casual que justamente a esas disposiciones sobre el extrañamiento de los vasallos regios responda también otro aspecto fundamental del Cantar, el de las relaciones del Cid con el rey en el destierro (vv. 538 y 862-953), así como lo relativo a la recompensa por los servicios vasalláticos (v. 1765). Sucede así porque el primer conflicto dramático del poema se suscita por la aplicación al Cid de la figura medieval de la ira regis (notas d䡩, n䡩, 20䡩, 22䡩 y 267䡩). Ésta no era sólo una emoción personal, la cólera del monarca, sino ante todo una institución jurídica, que implicaba la ruptura de los vínculos entre el rey y su vasallo, que debía abandonar las tierras de aquél. El problema de esta fórmula legal era la indefensión que afectaba al reo, pues éste no podía apelar de ningún modo la decisión del rey. La importancia de este desamparo legal podía ser leve cuando la ira regis se debía a un delito notorio (sublevación o desobediencia contra el rey), pero resultaba sumamente grave cuando venía ocasionada por las calumnias de mestureros o ‘cizañeros’, quienes podían indisponer a alguien contra el rey sin culpa ninguna y sin la posibilidad de alegar nada a su favor. Para agravar esta situación, el Cantar describe unas condiciones especialmente duras al inicio del destierro (nota 15-64䡩 y 56䡩). En efecto, al Cid se le confiscan sus propiedades, cuando esto sucedía sólo por delito de traición, sin ser aquí el caso (notas e,䡩 n䡩, o䡩 y 3䡩). A continuación, el desterrado podía salir del reino acompañado de su mesnada en un plazo de treinta días, mientras que en el Cantar el plazo total es de sólo nueve (nota d䡩). Por añadidura, se les prohíbe a los habitantes de Burgos abastecer al desterrado y a los suyos, lo que también resulta excepcional (nota 23䡩). Éstos y otros aspectos muestran una aplicación muy rigurosa de la ley, que tiene como finalidad narrativa aumentar las dificultades del Cid al comienzo de su exi- el poema épico cxxxvii lio, a fin de realzar la superación de las mismas. Además, desde el punto de vista ideológico, esta severidad y la arbitrariedad del proceso tiñen de connotaciones negativas la institución de la ira regis, que resulta, así aplicada, un procedimiento injusto y un medio de fuerza de los cortesanos contra sus enemigos. Esta presentación negativa, aunque no va acompañada de un rechazo explícito, concuerda con el fondo de una disposición de las cortes del reino de León, ante la cual Alfonso IX juró en 1188 que todo acusado por tales mestureros tuviese derecho a ser oído en su propia defensa (nota 267䡩; sobre los problemas suscitados por los documenta de estas cortes, que podrían en parte ser posteriores, véase Estepa, 1988:87-90 y 99-100). Por su parte, ante la injusticia cometida, el Cid podía haberse sublevado contra el monarca, adoptando la postura del vasallo rebelde, bastante típica de la épica francesa coetánea, como se ha visto. Por el contrario, el héroe castellano acata las disposiciones regias y se dispone a ganarse de nuevo el favor de su rey inspirándose en las prácticas legales del momento. Según el Fuero Viejo, I, iv, 2, si el desterrado y su mesnada, estando al servicio de un señor extranjero, atacaban tierras del rey, tenían la obligación de enviarle a éste, como desagravio, su parte del botín, al menos las dos primeras veces en que esto ocurriese. Por otro lado, según los fueros de extremadura, cuando las tropas fronterizas atacaban territorio musulmán, tenían que entregarle al rey la quinta parte de las ganancias obtenidas (nota 862-953䡩). Actuando de modo parecido, pero sin obligación ninguna (puesto que nunca atacan tierras del rey ni son vasallos suyos), el Cid le envía a don Alfonso una porción del botín, lo que acentúa su lealtad, aun en las más adversas circunstancias y favorece su reconciliación con el monarca. En efecto, la realización de señalados servicios al rey o al reino por parte del exiliado era una de las causas legales para la revocación de la ira regis, que es lo que el Campeador finalmente consigue (nota 1803-1958䡩). Desde esta perspectiva hay que enfocar en conjunto la relación entre el Cid y don Alfonso, pues su aparente enfrentamiento parece contradecir la connivencia antes descrita entre el monarca y los pobladores de la extremadura (históricamente garantizada por la política repobladora y jurídica de Alfonso VIII). Hay que tener en cuenta a este respecto dos cosas: en primer lugar, que el Cantar no es una narración en clave o versión disfrazada de los acon- cxxxviii prólogo tecimientos reales del cambio del siglo xii al xiii,82 sino un poema épico que, por un lado, se basa en hechos históricos conocidos de todos y que, por tanto, condicionan en buena medida su argumento y, por otro, posee sus propios fines literarios (compárense las notas 1803-1958䡩 y 1375-1376䡩); y, en segundo, que en realidad no hay un antagonismo entre el rey castellano-leonés y su vasallo exiliado. Como muestra Lacarra [1995a], la actitud de don Alfonso no es personalmente hostil en ningún momento, mientras que Rodrigo hace habituales protestas de fidelidad a su señor natural (véanse las notas 538䡩, 862-953䡩 y 879䡩). Lo que sucede es que el rey ha de actuar como árbitro en el enfrentamiento entre los grandes magnates que pretenden seguir acaparando el poder de la corte (es decir, Garcí Ordóñez y su camarilla, primero, y después los Vanigómez, tras la afrenta de Corpes) y el infanzón de Vivar. En esta pugna, el rey se deja convencer primero por el bando contrario, pero es siempre a éste, el de los calumniadores o malos mestureros, al que se culpa en el Cantar del error regio, y no al monarca directamente (notas 9䡩 y 267䡩). Por ello, es él mismo quien, en ese papel de árbitro, reconocerá finalmente la superior valía del desterrado, al que dará la preeminencia en su aprecio (compárense los vv. 1148-1149, 1889-1906, 2025-2035, 3114-3116 y 3515-3521; véase De Chasca, 1953 y 1970:262). El Cantar constituye, pues, un poema que, al margen de que se difundiese entre públicos diversos y de que en absoluto restrinja su interpretación a este aspecto, refleja unas aspiraciones muy concretas, ligadas a los anhelos de un sector específico de la nobleza en la coyuntura del cambio de siglo. De este modo, el Cantar halla en la biografía de Rodrigo Díaz (la historia) un modelo explicativo de su propia sociedad (el presente). En el plano 82 Así parecen planteárselo a veces Lacarra [1980 y 1983b], Duggan [1989], Riaño y Gutiérrez [1998:II, 86-91] y Riaño [2000], cuando piensan que el antagonismo que se da en el Cantar entre los Vanigómez y el Cid es la traducción literaria de los enfrentamientos históricos entre sus respectivos descendientes indirectos, los Castro y los Lara, en la segunda mitad del siglo xii. Este planteamiento presenta debilidades que han sido comentadas por Fradejas [1982:247-48], Smith [1983:228-229], Rico [1985b:207] y Montaner [1993a:540-541]. Lacarra [2002:46] intenta salvar su hipótesis con razones más que endebles, pero ésta queda definitivamente anulada en virtud de las verdaderas relaciones genealógicas entre dichas familias y los protagonistas del Cantar (nota 1372䡩). Otras conjeturas cortadas por el mismo patrón se discuten en la nota 1803-1958䡩. el poema épico cxxxix ideológico, esto le permite al autor plasmar el citado espíritu de frontera, cuyos ideales de movilidad social y equidad jurídica se encarnan en un arquetipo heroico en el que los valores predominantes son los de la lealtad, la solidaridad y el esfuerzo (Lacarra, 1980:96-102, Montgomery, 1987). En el plano estético, le permite acercar al héroe a su público o, quizá mejor, involucrar al auditorio en la acción del poema, porque, como señala Rico [1988:19], al comentar la presencia de elementos verídicos y fingidos, «el objetivo es ... aproximarse a las coordenadas de los oyentes, a su ámbito de experiencias y referencias. La historicidad del Cantar, así, es a menudo una técnica poética: un recurso más al servicio de un nuevo estilo épico». La fusión de ambos planos se opera sin suturas, porque el hecho real cobra junto a los ficticios su auténtico significado, al servicio de la creación de una bien trabada arquitectura poética, que es la dimensión fundamental (no lo olvidemos) de una obra que, aunque sintonice con determinado ideario, no es en absoluto una pieza de propaganda. vieja milicia y nueva caballería La mayor parte de las obras castellanas medievales de orientación épica (ya sean cantares de gesta, ya leyendas orales o escritas) se muestran más propensas a los excesos de la venganza sangrienta que al comedimiento del Cid y, paradójicamente, se ocupan más de conflictos internos de poder dentro de los reinos cristianos que de la lucha contra los musulmanes, sea o no bajo los presupuestos de la Reconquista. En ellas, salvo (paradójicamente) en el clerical Fernán González, apenas hay descripciones de combates, incluso si contamos entre ellos lo que más bien cabría calificar de reyertas. En cambio, el Cantar se sitúa en este aspecto más cerca de la épica francesa, donde el componente guerrero es fundamental (aunque no se reduzca a él, como bien señala H. Martin, 1998:303-304) y además da su peculiar impronta a la estética épica, mediante la llamada joie sauvage de la mêlée ‘la salvaje alegría del combate’, tal y como explica Boutet [1996:11]: No hay celebración sin fiesta. El cantar de gesta, en tanto que conserva los vínculos con su función primitiva, es el lugar de la fiesta épica ... No es la «alegría» del roman cortés, ni la del poeta lírico colmado por el pensamien- cxl prólogo to de su dama: es una alegría salvaje, fundada en el placer de los golpes y la sangre, un entusiasmo horrorizado ante los sesos que se esparcen, los miembros y las cabezas que salen despedidos, los ojos expulsado de sus órbitas ... El combate es alegre (fier estor [= ‘lucha encarnizada’] aparece a menudo asociado al verbo (r)esbaudir [= ‘regocijarse’]), las armas resplandecen bajo el sol brillante ... El drama, el de Vivien o el de Roldán, se desarrolla en medio de esta fiesta, es inseparable de ella. Extrae una buena parte de su grandeza de esta atmósfera en que los extremos se tocan cuando el destino se cumple. El combate es como la caza y el festín: el meollo de la vida aristocrática. Está marcado por la vitalidad, el despliegue de energía vital. Este tono exultante es el que también refleja el Poema de Almería: «Longa quies crux est, bellandi gloria lux est» = ‘La larga quietud es un suplicio, la gloria de guerrear es la luz’ (v. 63), «Ii mortem spernunt, audaces sic quoque fiunt, / Plus gaudent bello quam gaudet amicus amico» = ‘Éstos desprecian a la muerte, así se hacen también audaces, / se alegran más con la guerra que un amigo con otro’ (vv. 264-265). En la épica medieval, latina o vernácula, el combate aparece como un espectáculo digno de celebración, factor inseparablemente unido a la poética del género y, a la vez, estrechamente ligado a «una sociedad organizada para la guerra», según la expresión ya consagrada de Powers [1988], tal y como se ha visto en el apartado anterior al tratar de la vida de frontera y de los fueros de extremadura. Como no podía ser menos, esa exaltación se da también en el Cantar y se manifiesta de varios modos. Uno de ellos es el énfasis anafórico mediante el uso de tanto en las descripciones bélicas (aspecto sobre el que volveré en el § 3). Otro es el empleo de exclamaciones por parte del narrador y de sus personajes: mandó tornar la seña, apriessa espoloneavan: —¡Firidlos, cavalleros, todos sines dubdança! ¡Con la merced del Criador, nuestra es la ganancia!— Bueltos son con ellos por medio de la llana, ¡Dios, qué bueno es el gozo por aquesta mañana! (vv. 596-600) Andava mio Cid sobre so buen cavallo, la cofia fronzida, ¡Dios, cómmo es bien barbado! Almófar a cuestas, la espada en la mano, vio los sos cómmo·s’ van allegando: ¡Grado a Dios, a aquél que está en alto, cuando tal batalla avemos arrancado!— (vv. 788-693) el poema épico cxli Una última posibilidad es expresar directamente el agrado y la alegría de los combatientes, como en el citado verso 600, lo cual es sobre todo propio de la victoria: «Grand alegreya va entre essos cristianos, / más de quinze de los sos menos non fallaron» (vv. 797-800), «¡Grand es el gozo que va por es logar! / Dos reyes de moros mataron en es alcaz» (vv. 1146-1147), «Alegre era el Cid e todas sus compañas, / que Dios le ayudara e fiziera esta arrancada» (vv. 1157-1158), «Grandes son los gozos que van por es logar, / cuando mio Cid gañó a Valencia e entró en la cibdad» (vv. 1211-1212), «Alegre era el Campeador con todos los que ha, / cuando su seña cabdal sedié en somo del alcácer» (vv. 1219-1220), «Desd’allí se tornó el que en buen ora nasco, / mucho era alegre de lo que an caçado» (vv. 1729-1730), «Alegre era mio Cid e todos sos vassallos, / que Dios le ovo merced que vencieron el canpo» (vv. 1739-1740). Sin embargo, el gozo también se produce ante la perspectiva misma del combate. Cuando esto queda más claro es al cercar Valencia las tropas de Yúcef, lo que el Cid acoge con abierto regocijo: «Venido m’ es delicio de tierras d’allent mar» (v. 1639), «Alegrávas’ mio Cid e dixo: —¡Tan buen día es oy!—» (v. 1659), de modo que hace subir a su mujer e hijas a lo alto del alcázar para ver las tropas enemigas, lo que provoca su espanto. Entonces el Campeador las conforta con argumentos bien concretos: «Riqueza es que nos acrece maravillosa e grand» (v. 1648), «Non ayades miedo, ca todo es vuestra pro» (v. 1654). Finalmente, las damas se contagian del entusiasmo de los caballeros: «Alegres son las dueñas, perdiendo van el pavor» (v. 1670). Por supuesto, también el botín es motivo especial de alegría: «Grant á el gozo mio Cid con todos sos vassallos, / dio a partir estos dineros e estos averes largos» (vv. 803-804), «Alegres son por Valencia las yentes cristianas, / ¡tantos avién de averes, de cavallos e de armas!» (vv. 1799-1800), «Todas las ganancias a Valencia son llegadas, / alegre es mio Cid con todas sus conpañas» (vv. 2465-2466). En definitiva, la cuarta parte de las apariciones de alegre y otro tanto de las de gozo se dan en contextos bélicos. Un matiz particular adquiere esta exultación cuando se emplea pagarse ‘estar satisfecho’: A Minaya Álbar Fáñez bien l’anda el cavallo, d’aquestos moros mató treinta e cuatro; espada tajador, sangriento trae el braço, por el cobdo ayuso la sangre destellando. cxlii prólogo Dize Minaya: —Agora só pagado, que a Castiella irán buenos mandados, que mio Cid Ruy Díaz lid campal á arrancado.— (vv. 778-784) La frase de Minaya enlaza además con otra manifestación de este ensalzamiento bélico, el reiterado uso que hace el Cantar del sobrenombre histórico de Rodrigo, el Campeador, es decir, ‘experto en lides campales’ (nota 31䡩), empleado 184 veces a lo largo del poema, frente a sólo 18 ocurrencias de su nombre de pila (Pellen, 1977:184 y 203). El componente bélico de este dictado queda reforzado por expresiones explícitas, como la del citado verso 784 o la del resumen de su actividad puesto en boca del mismo Minaya: «e fizo cinco lides canpales e todas las arrancó» (v. 1333). Esta insistencia no es gratuita, sino que responde a la importancia que, como cúspide de la actividad guerrera, la batalla campal tuvo en el imaginario bélico medieval,83 la cual es casi inversamente proporcional a su auténtico valor estratégico y a su verdadera frecuencia de uso. Sucede así porque dicho tipo de combate constituía una rareza que impactaba a los contemporáneos: «todos consideraban a la batalla en campo abierto como el punto culminante de la guerra, el acontecimiento fundamental que daba sentido a una campaña, el episodio capital que, por muy limitado en el espacio y concentrado en el tiempo que estuviese, era objeto de todo tipo de temores, de todas las expectativas y de todas las esperanzas» (Contamine, 1980: 286). De este modo, el héroe del Cantar queda doblemente caracterizado, por su nombre y por sus hechos, como un excelente soldado, capaz de salir victorioso de la prueba más exigente a la que, para su público, podía verse sometido entonces un caudillo guerrero. Todo esto enlaza con las actitudes características de la vieja aristocracia militar que se daban ya en época del Cid y que se mantuvieron durante buena parte de la Edad Media. No obstante, incluso dentro de este ámbito ha de señalarse que el Cantar in83 García Fitz [1988b:279-284 y 409-410, 2005:40-58], Mitre y Alvira [2001: 308-311] y muy especialmente Torres Sevilla [2000 y 2002]. Respecto del Campeador y su actividad histórica en ese sentido, véase García Fitz [2000]. Para el propio Cantar, cf. Gárate [1964 y 1965], Beltrán [1978], Oliver Pérez [1992], Montaner [2000b], Montaner y Boix [2005]. el poema épico cxliii corpora algunas innovaciones propias del siglo xii y desconocidas en tiempos de su héroe. Posiblemente, la carga de choque sea un anacronismo o al menos responda a una innovación no totalmente asimilada en vida de Rodrigo Díaz, pues data de fines del siglo xi y no triunfa hasta la tercera década de la centuria siguiente, pero en cambio es ya el único modo de combate con lanza que describe el Cantar (nota 625-861䡩). Esta novedad, que implica un cambio en la forma y manejo de dicha arma (notas 500-501䡩 y 715-716䡩), se complementa con la mención del almófar o capucha de mallas de la loriga (vv. 790, 2436, 3653 y 3654), pues, según los datos disponibles, también es una innovación de este período en el arnés castellano, sólo documentada hacia 1150-1160 (nota 578䡩). Junto a estos aspectos de equipamiento, también se aprecia una renovación de las tácticas, con el uso de la carga en tropel y de la tornada (nota 625-861䡩). Por otro lado, los conocimientos bélicos del autor del Cantar quedan estrechamente vinculados a la vida de frontera, al presentar al Cid ejecutando la estratagema de origen beduino del tornafuye o huida fingida con contraataque, la cual, según manifiesta don Juan Manuel, era una trampa en la que los cristianos caían con bastante frecuencia,84 mientras que aquí es aplicada por el propio héroe, lo que revela una perfecta asimilación de las tácticas del enemigo, impensable en alguien ajeno a las luchas fronterizas.85 Todo lo visto hasta aquí proporciona una visión del héroe que corresponde a los patrones vigentes a lo largo del siglo xii. De este modo, le cuadran perfectamente al Cid del Cantar lo mismo la caracterización de un héroe épico francés como Guillermo de Orange, el cual «es sobre todo un temible guerrero, impetuoso y valiente, un jefe autoritario capaz de reconfortar y de galvanizar a sus hombres, un caballero fiel, siempre presto a consagrarse en 84 «Pero sobre todas las cosas del mundo, deve[n] guardar que non fagan aguijadas de pocas gentes, sino cuando fueren todos en uno. Ca una de las cosas del mundo con que los cristianos son más engañados, e por que pueden ser desbaratados más aína, es si quieren andar al juego de los moros, faziendo espolonadas a tornafuy. Ca bien cred que en aquel juego matarían e desbaratarían cient cavalleros de moros a trezientos de cristianos» (Libro de los estados, LXXIX, p. 356; véase también LXXVII, pp. 351-352). 85 Véanse las notas 562䡩 y 606-609䡩. Para dos visiones de conjunto y complementarias sobre el arte de la guerra en el Cantar, una desde el punto de vista literario y otra desde el bélico, pueden verse Conde [2001] y Porrinas [2003]. cxliv prólogo cuerpo y alma por su familia, el rey y la cristiandad» (Lachet, 1999:12), que la realizada en el Poema de Almería de un personaje coetáneo, el conde Manrique Pérez de Lara: «Armis pollebat, mentem sapientis habebat, / Bello gaudebat, belli documenta tenebat» = ‘era poderoso con las armas, tenía mente de sabio, / gozaba con la guerra, poseía la ciencia militar’ (vv. 324-325). Por las mismas fechas, «Guillermo de Conches († abril 1154) distingue, en el orden de los laicos, cuatro funciones profesionales: los senatores dotados de sabiduría, les milites llenos de ardor y coraje, los artifices o artesanos y, en fin, los agricolae» (H. Martin, 1998:309). Aquí es de aplicación lo que dice Duby [1973:29] de los combatientes de Bouvines (1214), quienes, a fin de cuentas, pertenecían a la misma generación que vio nacer el Cantar: «para todos esos hombres ... la guerra es la vida misma. Ésta es, a la vez que misión primordial, placer supremo y ocasión principal de ganancias». Ahora bien, junto a este aspecto clásico del bellator (y, en esta época y en Castilla, no sólo de él), puede advertirse en el poema cidiano la incipiente recepción del paradigma caballeresco que llega de Francia a fines del siglo xii (Gerli, 1995) y que abarca tanto aspectos de cultura material como de mentalidad. Según explica Flori [2004:16], partiendo de un planteamiento «prosaico, utilitario y funcional», la caballería desarrolla el sentido honorífico, promocional, suntuario e ideológico que adquiere sobre todo desde fines del siglo xii y más aún a continuación. Todo ocurre como si la caballería, entonces, cobrase plena conciencia de sí misma y de su dignidad a la par social y moral. Se cierra a los no nobles, se dota de una ética y de una ideología surgida en parte de las enseñanzas eclesiásticas, en parte de los valores aristocráticos que venían a implantarse sobre el viejo fondo de virtudes guerreras que constituyen la trama de lo que se puede denominar la ideología caballeresca en proceso de formación que está naciendo. En este sentido, es muy significativo el énfasis puesto en la voz fijodalgo, pues este neologismo se emplea siete veces (Pellen, 1971:193) y, como ya se ha visto, se vincula a la pretensión de los caballeros fronterizos de linaje noble de distinguirse de sus convecinos de situación parecida, pero de estamento inferior, los caballeros villanos. Una de las diferencias entre ambas modalidades consistía, justamente, en que sólo los primeros podían acceder a la investidura caballeresca propiamente dicha (notas 210䡩 y 917䡩). el poema épico cxlv Por ello, el rasgo más obvio de este planteamiento es el importante papel (en términos cualitativos, más que cuantitativos) del epíteto astrológico que en buen ora cinxo / cinixiestes espada, es decir, ‘que fue / fuisteis investido como caballero en un momento propicio (por el buen influjo de los astros)’.86 Como indica H. Martin [1998:312]: «A fines del siglo xii, la ideología caballeresca, entendida como un conjunto coherente de representaciones, de ritos y de comportamientos, estaba firmemente constituida ... La investidura, que un siglo antes se asemejaba a una entrega de útiles de trabajo por parte del “empleador”, acompañada de una bendición, se ha transformado en una fiesta fastuosa y en una ceremonia iniciática».87 Sus implicaciones en este momento quedan bien claras en el Livre des manières (c. 1174-1178), de Étienne de Fougères: Franc hom de franche mere nez, s’a chevalier est ordenez, pener se deit, s’il est senez qu’il ne se veit vils ne degenez. Proz et hardis seit sagement et d’oneste contennement. vers Iglise et vers tote gent se contienge affeiteiement.88 86 La variante de tercera persona aparece en los vv. 58, 78, 899, 1574, 1961 y 2615, y la de segunda, en los vv. 41, 172, 439, 1706 y 2185. 87 Compárese lo que señala Flori: «El estudio lexicológico de la palabra “caballero” y de sus derivados en el siglo xii demuestra que el sentido honorífico y nobiliario quedaba aún casi diluido en esta época ante el sentido puramente profesional. Un caballero era, ante todo, un guerrero capaz de combatir a caballo, se cual fuere su rango» [1998:73]; «La palabra no evoca al principio ninguna otra connotación, más que la del servicio de armas ... Sin embargo, el término se carga, a lo largo del siglo xii, de nuevos matices de carácter honorífico, a veces ético, particularmente hacia el fin de siglo» [2004:14]; para más detalles, véase [1975]. 88 ‘Un hombre libre nacido de madre libre, / si ha sido investido caballero, / se debe esforzar, si es sensato, / en no ser vil ni despreciado. / Sea valiente y audaz, con prudencia, / y de honesto comportamiento. / Con la Iglesia y con toda la gente / compórtese adecuadamente’ (apud H. Martin, 1998:311). Para entender cabalmente este pasaje, téngase en cuenta que «libertad y servidumbre se transmiten a través de la madre. El hijo de una sierva, aunque sea de padre noble, no puede ser caballero, porque es siervo por su madre. Armar caballero a un siervo es ilícito según él [i.e. Philippe de Beaumanoir], a menos que previamente su señor legítimo le haya concedido la libertad. En efecto, dice, caballería y servidumbre son dos estados irreconciliables» (Flori, 1998:77). cxlvi prólogo La acción de ceñir la espada como rito de acceso a la caballería solo se afianza a fines del siglo xii y en el ámbito hispánico no se documenta antes de que Alfonso VIII de Castilla armase caballero a Conrado de Suabia en 1188.89 Por esos mismos años se atestiguan por primera vez en territorio hispano dos significativos elementos de cultura material citados en el Cantar: la sobreveste del caballero y las cuberturas o gualdrapas de su caballo (vv. 1508 y 1585). La primera es designada mediante el neologismo sobregonel (v. 1587) y la expresión armas de señal (v. 2375), aunque ésta hace específica referencia a los emblemas heráldicos, que también se difunden por esas fechas y cuya presencia no queda garantizada en el caso del primer término. Ambas innovaciones de la indumentaria caballeresca, surgidas en el último cuarto del siglo xii, son de importación francesa y se documentan por primera vez en la Península Ibérica en un sello de 1186 de Alfonso II de Aragón, estando ausentes de la iconografía castellana del momento (notas 1508-1509䡩 y 1587䡩). Algo semejante ocurre con las señales o emblemas heráldicos, de nuevo una práctica de origen ultrapirenaico que en el ámbito hispánico quedó restringida a la realeza y a los grandes magnates hasta pleno siglo xiii, probable razón de que el Cantar atribuya su uso únicamente al obispo don Jerónimo, de origen francés (nota 2375䡩). Se ha de subrayar que, frente a lo que sucede con la lanza o el almófar, el empleo de lo que podríamos llamar galas caballerescas trasciende con mucho el de componentes prácticos del equipo bélico, pues poseen una dimensión ostentativa propia de la mentalidad caballeresca de fines del siglo xii (cf. Flori 1998:144 y Zotz 2002: 165-167 y 172-176), e incluso desborda lo suntuario para adquirir pleno valor emblemático, debido a que tanto esa indumentaria como la heráldica a ella asociada contribuyen por igual a identificar al caballero (a título tanto individual como familiar) y a construir su identidad social, es decir, a señalar «su lugar dentro de un grupo, su rango, su dignidad y su estatus social» (Pastoureau, 2004:221; más detalles en Montaner, 2002). No en vano, tales paramentos y señales alcanzan su pleno desarrollo, no en el campo de batalla, sino en el palenque de los torneos, en torno a 1200 (Nickel, 1988:218; Pastoureau, 1993:39-41 y 304, y 2004:215-216), 89 Véase Rodríguez Velasco [2002 y 2006], quien subraya el posible uso figurado de la expresión, en relación con dicha ceremonia, y aquí la nota 41䡩. el poema épico cxlvii significativamente al igual que «la ética caballeresca le debe al torneo la mayoría de sus rasgos» (Flori, 1998:139). No es, pues, ocioso recordar que justamente las cuberturas y sobregonelas del Cantar se emplean en juegos de armas celebrados para festejar a las damas, primero en Medinaceli y luego en Valencia (vv. 1506-1515 y 1586-1591). Esta actitud responde a los mismos principios que actúan en los atisbos de cortezia con la que el Cid (en marcado contraste con la épica anterior) trata a las damas que lo contemplan batallar desde el alcázar de Valencia (López Estrada, 1991:67-68, 133-34 y 181; nota 1618-1802䡩). Desde luego, la imagen de la mujer atendiendo el resultado del combate (vv. 1641-66) y aun animando al mismo es de origen arcaico,90 mientras que la dotación por parte del Cid de las dueñas de su mujer (vv. 1761-71) se relaciona con sus típicos deberes señoriales, pero las constantes atenciones de que las damas son objeto a lo largo de la batalla contra Yúcef (vv. 1660-1670 y 1746-1762) y en particular la atribución figurada de un papel activo en la defensa de Valencia (v. 1749) muestran que se da aquí una actitud diferente: La mujer no se halla totalmente ausente de las canciones de gesta, pero apenas aparece en ellas más que como asistente del guerrero. La esposa de Guillermo [de Orange], Guiburc, sarracena convertida, reúne a los caballeros de Guillermo, les promete tierras y esposas si le sirven bien, le anima al combate y reaviva el ánimo abatido de su marido vencido. Otras mujeres aparecen de manera furtiva aquí o allá en la función escueta de «reposo del guerrero». El amor sentimiento apenas desempeña papel alguno en esas canciones, ni la mujer en cuanto ser autónomo capaz de experimentarlo o de despertarlo.91 90 Reiterando opiniones suyas previas, tanto Marcos Marín [1997:86] como Galmés [2002:365-381], que la documentan entre los beduinos preislámicos, consideran que su aparición en la épica románica se debe a influjo árabe (nota 16181802䡩). No estará de más recordar que mucho antes Tácito, Germania, 7-8, refiere lo mismo de los germanos. Para el papel de la dama como espectadora y alentadora de la lucha caballeresca, en especial en el torneo, pero también en la caza, véanse Flori [1998:142-144] y Zotz [2002:217-219]. 91 Flori [1998: 241; cf. 2004: 105]. En el resto de la épica castellana, en parte presumiblemente anterior al Cantar (en la medida en que podemos reconstruir su cronología), tampoco se encuentra nada parecido, pese a cierto protagonismo femenino, más bien negativo (cf. Huerta, 1948:70-82; Victorio, 1986; Lacarra, 1995b:39-42, y Funes 2003a). cxlviii prólogo Frente a esta situación, el Cantar refleja, aunque sólo sea en un destello, algo de ese «discurso cortés sobre el amor» (en expresión de Schnell, 1989; cf. también Flori, 1998:242 y 2004:98) que se difunde junto con la poesía trovadoresca y que en el caso castellano cabría enlazar con la notable presencia de trovadores provenzales y catalanes en la corte de Alfonso VIII durante el último cuarto del siglo xii (cf. C. Alvar, 1977:75-133). Es más, conforme avanza dicho siglo y se consolida la caballería cortés, «el caballero no debe únicamente ser un soldado aguerrido y un fiel vasallo; le hace falta también acrecentar su valor humano por amor a su Dama, por sus virtudes de cortesano» (Flori, 2004:107-108). Es particularmente revelador, a este respecto, el verso 1655: «crécem’ el coraçón porque estades delant», cuyo lenguaje caballeresco cortesano coincide con el que más tarde emplearán las Partidas, II, xxi, 22: «por que se esforçassen más, tenían por cosa guisada que los [cavalleros] que oviessen amigas, que las nonbrassen en las lides, porque les creciessen más los coraçones». Esta actitud es consecuente con las muestras de afecto que el Cid prodiga a su familia, «lo que más amava»,92 y tiene su corolario en la moraleja de los vv. 3706-3707: «qui buena dueña escarnece e la dexa después / atal le contesca o siquier peor». Tal planteamiento marca un neto contraste con el ideario pre-caballeresco. Baste recordar que en el Roland de Oxford, su héroe no dedica a doña Alda ni un verso durante su agonía, como ha subrayado con frecuencia la crítica. El mismo espíritu alienta en el Poema de Almería, como muestra la etopeya del conde Ponce de Cabrera, el mayordomo del Emperador: Dapsilis et verax velut insuperabilis Aiax Non cuiquam cedit, numquam bellando recedit, Non vertit dorsum, numquam fugit ille retrorsum Immemor uxoris, cum pugnatur, vel amoris: Basia spernuntur, certamina quando geruntur, Spernuntur mense, plus gaudet dum ferit ense.93 92 Verso 1563, véanse además los versos 368-375, 930-934, 1563, 1599-1607, 1636-1637, 2601, 2631-2632 y 2885-2889. 93 ‘Magnífico y veraz como el insuperable Áyax, / no cede ante nadie, guerreando nunca retrocede, / no da la espalda ni huye hacia atrás; / olvidado de su esposa y del amor, cuando lucha, / desdeña los besos, mientras se desarrolla el combate; / desdeña la mesa, goza más cuando hiere con la espada’ (vv. 180-185). el poema épico cxlix Por otra parte, la constante generosidad del Campeador, que en el caso de las presentajas a don Alfonso no puede desligarse de su prudencia política (notas 862-953䡩 y 1803-1958䡩), es un rasgo más general de comportamiento, presente a lo largo de todo el Cantar bajo diversas formas, como al ceder su quinto del botín a Minaya (vv. 490-495 y 1806-1807) o al dotar generosamente a las damas de doña Jimena (notas 1765䡩 y 1802䡩). Esta actitud convierte al Cid en un excelente ejemplo del héroe tradicional representado como «buen donador» (Pedrosa, 2001), pero halla igualmente su lugar en el paradigma caballeresco cortesano, bajo la especie de la largueza o larguetat, ‘generosidad’, «cualidad esencial en los nobles ... que se opone a los execrables vicios de avareza, “avaricia”, y escarsetat, “mezquindad”. Recordemos que en latín medieval largitas asume los valores de “donación, autorización”, y largitio designa la “carta de donación” en los documentos feudales» (Riquer, 1975:I, 89). Lo mismo sucede con la hilaritas y el recurso a la curialis facetia, frente a la gruesa comicidad épica tradicional, como se ha visto. Aunque posea concomitancias con la gravitas romana y con la mâze de la épica en alto alemán medio, también se adscribe al modelo cortés el ideal de mesura que preside el Cantar (nota 7䡩), tan ajeno al conjunto de la épica románica, según se ha visto. Así, frente a la «figura del héroe desmesurado en los relatos épicos, como los de ... Raoul de Cambrai y Girrat de Rossilhó», señala Riquer [1975:I, 89], «en los trovadores ... la mezura supone un sentido de la justicia, de lo razonable y sensato, que implica a la par un dominio de uno mismo y cierta humildad», o, según explica H. Martin [1998:332], «allí reina mezura, esta sabia moderación que atempera la afectividad», todo lo cual es perfectamente aplicable al Cid poético. Por otra parte, esta actitud no puede separarse de la creciente estima por el miles prudens, e incluso prudentissimus, frente al mero miles fortis o strenuus, cuyo ensalzamiento coincide con el período en que, entre fines del siglo xii y mediados del siguiente, la prudentia fue situada por los teólogos entre las virtudes cardinales (cf. Murray, 1978:147 y 152-157; nota 1290-1291䡩). Como se ha visto, Étienne de Fougères pedía del caballero, hacia 1175, que fuese sené ‘sensato’, y que, además de ser prod ‘valiente’ y hardi ‘audaz’, actuase sagement ‘con prudencia’ y affeiteiement, ‘de modo conveniente’, siendo el afaitement el «conjunto de las cualidades requeridas por la sociedad» (Greimas, 1968:12b). De este modo prólogo cl «La prud’homie [= ‘probidad’] une “caballería” y “clerecía”, en la prolongación del ideal de Chrétien de Troyes, o aun fortitudo et sapientia, fuerza y sabiduría. El prud’homme expresa la evolución de los valores morales en el paso del siglo xii al xiii ... desde el lado de los guerrero, el prud’homme se distingue del preux [= ‘intrépido’] y templa la valentía con la prudencia y la piedad» (Le Goff, 1996:622-623). En el plano militar, este planteamiento justifica la subordinación de lo individual frente a lo colectivo, de la lucha improvisada frente a la táctica decidida por el jefe de las tropas, con el sistema de valores subyacentes que ello implica (cf. García Fitz, 1998b:403). Al participar de él, el Cantar refiere una hazaña aislada, una proeza desligada (al menos inicialmente) de la actuación común, únicamente en el caso de Pero Vermúez, mientras que en el resto del relato prevalece la perspectiva del Cid como caudillo (nota 707䡩). En este aspecto, como en otros, el Cantar se muestra totalmente de acuerdo con la ideología militar de su época, pues «a partir de la segunda mitad de la Edad Media vemos cómo las autoridades militares proclamaban las penas más severas contra todos aquellos que rompieran la ordenanza, salieran de la formación, por la causa que fuera, mientras se recomendaba formalmente la puesta en común de todo lo capturado, para proceder a un reparto posterior».94 En conjunto, el clima bélico y la actitud general del poema concuerda con el que se vivía en Castilla entre la derrota de Alarcos (1195) y la batalla de Las Navas (1112), bien descrita por Powers [1988:50-52], como han señalado Fradejas [1962 y 1982] y Hernández [1994], aunque su idea del Cantar como una obra de propaganda a favor de una coalición cristiana contra los almohades resulta en exceso reduccionista. No obstante, el poema cidiano presenta, respecto de este contexto, algunas peculiaridades (nota 625-861䡩) y, así, responde igualmente a la mentalidad caballeresca la significativa ausencia de ballesteros y arqueros o la de exploradores (atalayas, almogávares), todos los cuales gozaban de privilegios especiales en los fueros de extremadura (Powers, 1988:175-176 y 178), así como la de máquinas de guerra (torres, fundíbulos, balistas, manteletes), que se citan constantemente en las descripciones cronísticas de los asedios. En cambio, el Cantar subraya que el sitio 94 Contamine [1980:293]; cf. Partidas, II, xxiii, 27, y, respecto del Cantar, García Fitz [1998b:391-92]. el poema épico cli de Valencia se hizo de modo que «bien la cerca mio Cid, que non ý avía art» (v. 1204), lo que podría aludir a la falta de dicho tipo de ingenios bélicos, pero sobre todo indica la omisión de cualquier ardid de guerra, frente a, por ejemplo, la ruse de Guillermo que da título a Le Charroi de Nîmes (notas 1170-1220䡩 y 1204䡩). Pero además de todas estas actitudes, relativamente puntuales, por más que presentes a lo largo de todo el texto, hay un elemento de más alcance, en tanto que afecta al principio básico del desarrollo argumental del Cantar, ajeno tanto al que motiva la trágica proeza de Roldán como a la prosaica aceptación de la mera preeminencia por razón de linaje, y que responde netamente al ámbito de la caballería: «El debate entre la nobleza heredada o adquirida (de vera nobilitate) se convirtió más tarde en un tema predilecto de las declamaciones académicas y de los tratados retóricos (Rodríguez Velasco, 1996). Su presencia en el Cantar hace que la representación del honor en el poema sea tan distinta de la de la Chanson de Roland como sea dado imaginar» (Lawrance, 2002:47). Resulta significativo que esta actitud sea la misma vigente en los torneos caballerescos: «el torneo sirve de expositor de la única nobleza auténtica, de este valor innato que tienen en común el más modesto valvasor y el barón más rico», aunque, en definitiva lo haga «poniendo a prueba la jerarquía feudal para confirmarla mejor» (H. Martin, 1998:336). El caso es, justamente, que la fábula caballeresca (en el sentido del mythos aristotélico) se construye en torno a la noción de la nobilitas como virtus, de modo que en sus desarrollos argumentales la identidad tanto personal como social del caballero se construye a través del ejercicio de la virtud militante, quedando el linaje y sus vínculos como un telón de fondo sobre el que se recorta la individualizada figura caballeresca. De hecho, a menudo el protagonista de esa fábula, desposeído por unas u otras circunstancias de su territorio y de sus títulos, se ve obligado a vagar por el mundo sin ningún signo de nobleza que ostentar, de modo que una y otra vez ha de demostrar su valor individual, hasta que, al final, su virtud le permita reencontrarse con su nobleza originaria, recuperando así su identidad personal y social (Rodríguez Velasco, 2001 y 2006:xxxv-xli; cf. H. Martin, 1998:200-201). De modo similar, aunque no idéntico, el Cid épico, que es un mero infanzón, desterrado y expropiado, logra convertir su esfuerzo personal en una seña de identidad, como bien traduce el plano onomástico, pues quien inició su andadura poética como «mio Cid el de Bivar» clii prólogo (v. 295) la acaba como «mio Cid el de Valencia» (v. 1830). En cuanto a la segunda parte de la trama, Hernando [2005:85] señala cómo la «posición más matizada en su aceptación de la violencia ... revela el punto de intersección histórica en que el Poema se sitúa, un momento en el que emerge en la Castilla medieval una conciencia de la insuficiencia de la violencia en la resolución de conflictos, cuestiona al guerrero y promueve su transformación en un nuevo sujeto: el caballero». Resulta, a mi entender, muy revelador que los valores que se acaban de señalar (el ensalzamiento del mérito personal y la denigración de la venganza privada) sean valores compartidos, aunque sea desde ópticas parcialmente divergentes, por los dos ámbitos que evoca, hacia 1200, el término fijodalgo: el de la frontera y el de la caballería. En suma, tanto este planteamiento como los otros aspectos comentados permiten concluir que «El peculiar ethos del Cantar de Mio Cid lo sitúa en un punto intermedio entre la épica heroica y el romance caballeresco; el poema refleja, de un modo finamente matizado y crítico, los valores sociales y las mentalidades de su propia conjuncture».95 el entorno literario Si los aspectos que comentados en los dos apartados anteriores han de considerarse efecto del contexto sociocultural en un sentido amplio, hay otros factores que dependen más específicamente del contexto literario (referido indistintamente a productos orales o escritos), en relación con la tradición heredada y con la producción coetánea, tanto en el ámbito folclórico como en el erudito. En el terreno de la tradición, hay que señalar la presumible relación del Cantar con un modelo épico castellano preexistente, por más que nuestro conocimiento de la épica castellana anterior al Cantar se reduzca al de una serie de temas heroicos recogidos en la historiografía latina del siglo xii, como la Crónica Najerense, y no pueda decirse casi nada de un posible desarrollo previo ni de las obras que lo representaban, pues ninguna de ellas 95 Lawrance [2002:57]. Esta situación no es, con todo, privativa del Cantar, si no nos restringimos a los cantares castellanos, y ha de relacionarse con la evolución interna de la épica y su lugar de encrucijada de géneros, que analiza Boutet [1993:195-227]; cf. además H. Martin [1998:304] y el volumen coordinado por Cazanave [2005]. el poema épico cliii se ha conservado en una forma poética.96 De esa tradición épica, aunque no fuera muy antigua, el Cantar parece haber heredado su metro, que es seguramente la adaptación patrimonial (y por tanto acentual y anisosilábica) del antiguo hexámetro latino, con base en las cesuras pentemímeres y heptemímeres, y quizá parte de su sistema formular (para los cuales, véase abajo, § 3). Igualmente, puede señalarse la presencia de determinados motivos temáticos tradicionales, propios de la narrativa folclórica en general, algunos ya específicamente ligados a la épica; por ejemplo, el truco de empeñar unas arcas llenas de arena, la atribución de los errores del rey a sus malos consejeros o la preferencia por el número tres, tanto con fines narrativos como descriptivos, e incluso ciertos aspectos de la estructura misma, sobre todo en la segunda fase del argumento, la relativa a los infantes de Carrión,97 aunque en este caso con ciertas inversiones características de la actitud creativa de su autor (Boix, 2007). En todo caso, lo que sí puede afirmarse es que esa dependencia o filiación no permitiría adscribir el Cantar a una mera tradición folclórica, pues su autor se muestra consciente de su obra y perfectamente individualizado. Esto se debe en parte a su probable formación culta, pero incluso de suponerlo un juglar analfabeto habría que hablar en estos términos, porque un cantar de gesta no puede entenderse como un producto folclórico en el mismo sentido que un romance, una canción lírica o un cuento. Sucede así porque el poema épico, por su extensión y compleji96 Aunque se ha argüido bastante sobre la cronología relativa de las leyendas épicas y cantares de gesta conocidos por las crónicas latinas y romances de los siglos xii y xiii, poco es lo que se puede asegurar al respecto. Así, aunque probablemente yerra Smith [1983] al suponer que el Cantar fue el primer espécimen épico castellano, no creo que M. Pidal [1951b:xxxviii-xliii, 1957:319-332 y 1992:421-529] y Deyermond [1976 y 1987] tengan razón al fechar en el siglo x el perdido cantar de Los siete infantes de Lara y otros textos, épicos o meramente legendarios, del ciclo de los condes de Castilla. Al menos, no en la forma que revisten en las crónicas alfonsíes, a través de las cuales se aprecia un modelo formal que no puede desligarse del representado por el Cantar de mio Cid y, por tanto, está en dependencia de la épica francesa del siglo xii. Se decanta en esta misma dirección Michael [1992], sin reunir suficientes piezas de convicción, que sí ofrecen ahora Zaderenko [1997], Escalona [2000], Lacarra [2005a] y Bayo [2005:21-23]. Véase, por otro lado, el estudio preliminar de Francisco Rico al presente volumen. 97 Deyermond y Chaplin [1972], Martin [1983], Deyermond [1987:46-47], Miletich [1987]; notas 9䡩, 62-213䡩, 185䡩, 643䡩, 1194䡩, 1333䡩, 1803-1958䡩, 25352762䡩, 2694-2695䡩. cliv prólogo dad, no puede andar todo él de boca en boca y someterse a un proceso de ‘tradicionalización’ o libre adopción colectiva como parte de un acervo cultural mostrenco, sino que queda sujeto siempre a la intervención, repetitiva o creadora, de un profesional, el juglar (Aguirre, 1968:36-41, López Estrada, 1982:35-36). Por lo demás, el Cantar no constituye en absoluto un mero epígono de una tradición preestablecida, sino una creación original que ofrece soluciones peculiares, tanto en el desarrollo de la trama (aspecto ya comentado) como en las técnicas narrativas y en otros aspectos de estilística, según se verá luego (§ 3). En definitiva, constituye una «epopeya nueva», como ha analizado Rico [1988:15-19] y ya habían indicado Deyermond [1982] y Michael [1986:507]. En un ámbito complementario del de la tradición vernácula se ha de señalar el claro influjo de la épica francesa desarrollada a lo largo del siglo xii, en especial de la Chanson de Roland. A grandes rasgos, la influencia genérica de la chanson de geste queda demostrada por el neto parentesco que el sistema formular del Cantar guarda con ella, tal y como ha puesto de manifiesto Herslund [1974] y confirma, de forma complementaria, Adams [2005]. Duggan [1989:121-122], que rechaza por sistema cualquier relación entre las épicas ultra y cispirenaica, ha de apelar a remotos y supuestos antecedentes para explicar ese parentesco, línea en la que también se sitúa Harney [1997], pero la realidad incontrovertible es que una parte fundamental de dicho sistema formular, según lo conocemos, no pudo aparecer más que a partir de 1100 (la fecha aproximada del Roland del manuscrito de Oxford), como demuestra el tipo de cultura social y material que da lugar a tales cristalizaciones fraseológicas (notas 625-861䡩 y 715-716䡩). En cambio, detectar la influencia de obras concretas resulta más problemático. La del Roland parece asegurada por numerosos aspectos (notas 20䡩, 406䡩, 625-861䡩, 753䡩, 864䡩 y 1289䡩) e incluso un autor como Horrent [1973:370-374], tan reacio a aceptar el influjo francés, debe plegarse ante la evidencia en esta ocasión. En este caso, cabe la posibilidad de que el autor conociese una versión hispánica del siglo xii, de la que hay fuertes indicios, aunque no sean concluyentes (véanse Rico, 1975 y Michael, 1992). Otros textos propuestos, como Le Charroi de Nîmes, Girart de Roussillon, Garin le Loheren o La chevalerie d’Ogier, ofrecen interesantes paralelismos, muy útiles para comprender la raigambre literaria o la función dramática de los pasajes similares del Cantar, pero no per- el poema épico clv miten establecer con certeza préstamos directos, por la ausencia de semejanzas con capacidad demostrativa (notas 1-14䡩, 2䡩, 15-64䡩, 62䡩, 330䡩, etc.). En todo caso, es éste un terreno en el que aún puede profundizarse y para el cual ofrece una buena aguja de marear Hook [1982 y 1990]. Además o en lugar de la influencia épica francesa, han defendido un influjo de la literatura heroica árabe, en prosa o en verso, Galmés [1970, 1972, 2002 y 2004:219-290] y Marcos Marín [1971, 1972, 1985:42-49, 1997:24-25 y 84-87], con la aquiescencia de Armistead [1980], y ahora Vernet [1999:403-417], pese a lo que había sostenido en [1972:218-219]. Además, Gehman [1982], Marcos Marín [1985:35-36 y 1997:72-73] y Oliver Pérez [1999] defienden un influjo lingüístico árabe, no sólo léxico, sino también sintáctico, mientras que Oliver Pérez [2000] llega al extremo de postular un autor beduino de la corte cidiana de Valencia, lo que resulta incompatible con casi todo lo que sabemos del Cantar. En general, estas propuestas plantean un grave problema de fuentes, ya que los textos aducidos o son muy tardíos o difícilmente podrían haberse filtrado hacia el norte románico, por pertenecer a la alta cultura árabo-islámica, debido a la casi insalvable barrera que la diglosia entre árabe clásico y dialectal ofrece a la posible transfusión de motivos desde las obras árabes donde se han localizado, sin contar con la indiscriminada mezcla de textos occidentales y orientales (incluso persas) aducidos al plantear los supuestos contactos.98 Por otra parte, los paralelos señalados, interesantes como tales, no permiten probar una relación genética, salvo en el caso de influjos culturales más amplios y no propiamente literarios, como los que se manifiestan en el uso del tornafuye o en diversos arabismos.99 Con toda razón ha señalado Catalán [2001:405-406], a propósito de «la probabilidad de que la épica románica aprovechara componentes tradicionales de la narrativa heroica islámica», que es hasta posible que ciertos paralelos no sean probatorios de una influencia literaria ejercida directamente sobre el género épico románico. En efecto, varias de las similitudes son explicables como fruto de la existencia de universales en la literatura celebrativa de hechos guerre98 Véanse las objeciones de Harvey [1980:143-144] y Jacques Horrent [1987:665-667], y para la cuestión de fondo, Montaner [2004 y 2005d]. 99 Compárense las notas a䡩, 92䡩, 182䡩, 375䡩, 406䡩, 606-609䡩, 659䡩, 696䡩, 1010䡩, 1220䡩, 1502䡩, 1618-1802䡩, 2116䡩, 2571䡩, 2983-3532䡩, 3379-3380䡩. clvi prólogo ros, y otras como herencia del fondo cultural común al mundo islámico y al cristiano. Con todo restan componentes épicos en que una relación más estrecha parece evidente y es, ciertamente, digna de nota; pero muy posiblemente esos casos más significativos responden más bien a influencias ejercidas a través de las costumbres o de tradiciones orales no poemáticas, que a la directa imitación de un modelo literario épico por el otro. Como antes se ha visto, la épica cidiana y en concreto el Cantar de mio Cid, se relacionan, por su tono y por sus temas, con otros textos épicos o heroicos compuestos a lo largo de toda la cuenca del Mediterráneo (con ramificaciones hacia las llanuras del Don y hacia las alturas del Cáucaso) y que reflejan el antagonismo, pero no necesariamente el odio, entre cristianos y musulmanes, constituyendo la llamada épica de frontera (desarrollada en las lenguas románicas, en griego, ruso y armenio, a un lado de la frontera, y en árabe, persa y turco, al otro), modalidad específica que es necesario explorar y en la que determinados rasgos de la épica cidiana adquieren pleno sentido, pero no tanto en términos de orígenes e influencias, aunque tampoco sea un aspecto vetado, como a través de paralelismos iluminadores sobre la forma y la función de determinados aspectos (específicamente literarios o más bien de tipo ideológico) de la producción épica y su inserción en una determinada sincronía socio-histórica, como ocurre con los casos señalados por la crítica y que indudablemente ligan de algún modo (pero no genético, en la mayoría de los casos) las diversas obras que pueden adscribirse a la épica de frontera. Así pues, sin desdeñar la posibilidad de establecer influjos cuando haya sólidos argumentos para postularlos, es preferible afrontar el estudio de los motivos coincidentes y de otros aspectos que el análisis revele pertinentes desde la perspectiva del paralelismo por analogía, por homología e incluso por isomorfismo. Como bien ha subrayado Hook [1993:85], «puede resultarnos oportuno recordar que el rango de posibles explicaciones de un paralelo abarca desde la imitación directa de una determinada fuente literaria, en un extremo, a la poligénesis, en el otro», sin olvidar un principio metodológico elemental: que cuando un motivo está representado igualmente en el acervo románico y en el arábigo, la primera circunstancia postula una relación más cercana, por obvias razones de cultura y lengua (cf. Adams, 2005:36-37). el poema épico clvii La cuestión de las fuentes latinas se desenvuelve en dos planos distintos: el de la tradición clásica y el de las obras medievales. Dentro del primer grupo se han señalado los posibles influjos del Bellum Iugurthinum de Salustio (nota 412-544䡩), de los Strategemata de Frontino (nota 542-624䡩) y del Bellum Gallicum de César (nota 707䡩). Las propuestas han sido acogidas con bastante escepticismo, pero el interés por la doctrina militar romana estaba bastante vivo en la Edad Media desde mediados del siglo xii (cf. Murray, 1978:147-150 y Contamine, 1980:266-268) y los tres autores citados eran suficientemente conocidos, aunque a veces fuera extractados en florilegios, como para no admitir al menos una posibilidad al respecto, dadas algunas peculiares coincidencias (nota 412-544䡩). Por otro lado, es casi innegable el conocimiento de la historiografía latina de la época, en particular HR, que, según se ha visto, sirvió seguramente de fuente al autor para, al menos, las correrías del Cid por el oriente peninsular (notas 954-1086䡩, 1085-1169䡩, 1163䡩, 1170-1220䡩, 1173䡩, 1205䡩, 1208䡩, 1215䡩 y 1618-1802䡩). En cuanto a otros materiales históricos latinos, se aprecia cierta concomitancia con la fraseología de las crónicas del siglo xii, como la CAI o la Crónica Najerense (notas 62䡩, 170䡩, 435䡩, 657䡩, 954-1086䡩, 1173䡩, 1265䡩, 1889䡩, 2694-2695䡩). Esto sugiere al menos cierta familiaridad con su estilo, pero aquí, al igual que con las chansons de geste, rara vez pueden señalarse pasajes concretos. Por último, hay que consignar el conocimiento de las fuentes eclesiásticas latinas, no sólo de la Biblia (notas 1䡩, 70䡩, 435䡩, 657䡩, 1205䡩, 2105䡩, 2278-2310䡩), que en algunos aspectos podía ser accesible por otros medios,100 sino de composiciones litúrgicas o paralitúrgicas, como queda de manifiesto en la larga oración de doña Jimena (notas 330䡩 y 342䡩). 100 No me refiero sólo a los sermones o a la imaginería religiosa, sino a otras fuentes escritas: «Lo que asombra en toda la cultura medieval es que el contacto de los clérigos con la Biblia es, lo más a menudo, indirecto: se hace por el canal de la predicación, del breviario, de la liturgia, de las obras litúrgicas o de devoción. Es, además, un contacto con textos si no fantasiosos, al menos poco fiables, trufados de interpolaciones y de elementos extrabíblicos. ¿No es esto lo que puede explicar las incoherencias, incluso aberraciones teológicas que uno se encuentra tan frecuentemente no sólo en los autores religiosos como Berceo, sino hasta en los teólogos mismos?» (Saugnieux: 1986:539-540; compárese también Pujol, 2001). Esto podría dar cuenta de algunas de las rarezas doctrinales de la oración de doña Jimena. clviii prólogo de la voz al oído Los únicos datos seguros que poseemos sobre la forma de difusión del Cantar son los que, directa o indirectamente, proporciona el códice único. Los indirectos se refieren a las diversas modificaciones del texto que ocasionales lectores realizaron al leerlo, corrigiendo errores o lo que ellos reputaban por tales (véase § 4). Constituyen casos relativamente excepcionales de lectura en privado, realizada en un escritorio, con el volumen sobre el atril y pluma y tintero al lado. Da la impresión de que se trata de lecturas de consulta, más que de entretenimiento, lo que ha hecho sospechar a Orduna [1989] que el manuscrito fue utilizado en algún taller historiográfico del siglo xii, pero, como luego se verá, esto es bastante improbable, aunque sin duda sí ocurrió con otro ejemplar de la obra, el custodiado (en posesión o en préstamo) por la cámara regia alfonsí, al menos durante las labores preparatorias de la Estoria de España. En todo caso, ello corrobora las sugerencias de Michael [1986:504] y Friedman [1990] sobre la necesidad de tener en cuenta la lectura privada del Cantar, aunque no fuera lo normal (como bien subraya Smith, 1993). El testimonio directo es el del colofón del intérprete, en el que se señala el fin de la lectura o recitación en voz alta, hecha con el códice a la vista (vv. 3733-3735b). Éste parece haber sido un procedimiento frecuente de difusión, puesto que la misma, en la Edad Media, se realizaba esencialmente por la ejecución oral ante un auditorio. Sin embargo, lo que se conoce de la difusión de los cantares de gesta permite añadir a estas dos modalidades una tercera, que sin duda era la más habitual: la recitación o salmodiado de memoria por parte de un juglar que se acompañaba de un instrumento de música, normalmente de cuerda frotada, como la viola o el rabel, o punteada, como la cítola.101 Poco se sabe de la forma concreta 101 El testimonio clásico al respecto, problemático por tardío y por referido específicamente a la épica francesa, es el del mentado Jean de Grouchy, De musica, p. 50/21: «Versus autem in cantu gestuali est, qui ex pluribus versiculis efficitur. Versiculi in eadem consonantia dictaminis cadunt. In aliquo tamen cantu clauditur per versiculum ab aliis consonantia discordantem, sicut in gesta, quae dicitur de Girardo de Viana. Numerus autem versuum in cantu gestuali non est determinatus, sed secundum copiam materiae et voluntatem compositoris ampliatur. Idem etiam cantus debet in omnibus versiculis reiterari» = ‘Ahora bien, el poema épico clix de ejecución. Las dos denominaciones que las crónicas alfonsíes otorgan a este género, fablas y cantares, ambos de gesta,102 indican que las posibilidades de recitado y canto, o más bien salmodiado, coexistían, pero no se sabe si eran fijas para cada poema o si el mismo podía ser presentado de una forma u otra, según las circunstancias. En todo caso, parece que el acompañamiento musical se daba siempre y a veces se empleaba como interludio, mientras el juglar callaba, bien para subrayar una escena, bien como modo de transición. En cuanto a la melodía del canto, es muy poco lo que se sabe, habiéndose conjeturado, sin demasiado fundamento, que se basaba en la salmodia gregoriana,103 si bien Rossell [1992b] señala además un interesante paralelo en el modelo del pregón. En un nuevo análisis de la cuestión, Fernández y Del Brío [2004] se pronuncian a favor de una ejecución cantilada, especificando que «“cantilación” y “salmodia” incluyen en su sentido el referirse a formas melódicas, aspecto que falta en “declamación” y “recitativo”, y se diferencian entre sí por la mayor especificidad de “salmodia”, nombre asociado al canto de los salmos, que, además, puede abarcar contornos melódicos más amplios que los de “cantilación”» (p. 3). Frente a Rossell, que considera que cada verso se cantaba según el ethos correspondiente a la estrofa en el cantar de gesta es la que se compone de muchos versos. Los versos acaban con la misma rima. No obstante, en algún cantar, [la estrofa] se cierra con un verso que no concuerda con la rima de los demás [= vers orphelin], como en la gesta llamada Girart de Vienne. El número de estrofas en el cantar de gesta no es fijo, sino que se extiende según la amplitud de la materia y la voluntad del autor. El mismo canto debe repetirse en todos los versos’. 102 PCG, pp. 351a, 355b y 356b; cf. Menéndez Pidal [1951b:xlix-liii, y 1955: 883], Gómez Redondo [1989:67-68] y Catalán [2001:13-15]. Podría indicar la misma diferenciación la expresión «romances et cantares» (PCG, p. 375a), pero no es seguro (nota 3734-3735b䡩). En cualquier caso, estos datos y el éxplicit juglaresco del códice único del Cantar permiten rechazar la pretensión de Rossell [1993:135] de «que la canción de gesta se recitaba[,] constituye un tópico que se ha repetido hasta la saciedad y que no tiene ningún fundamento científico ni documental». Por otro lado, la existencia de estas indicaciones en materiales que, en definitiva, remontan a c. 1270, momento en que sin duda el género épico gozaba de plena vitalidad, permiten desestimar la idea de Fernández y Del Brío [2004:25-30], según la cual el paso del canto a la recitación se produce como consecuencia del decaimiento del mismo. 103 Aubrun [1951:362] y, con más detalle, Rossell [1991, 1992a, 1993, 1997, 1998 y 2004], que, basado en el canto llano, ofrece una grabación de su reconstrucción salmodiada en [1996]. Admite tibiamente esta opción Álvarez Tejedor [2000], mientras que Armijo [2000] no se decanta al respecto. prólogo clx uno de los ocho modos o tonos salmódicos gregorianos, Fernández y Del Brío defienden, ateniéndose estrictamente a la indicación de Grouchy, que se usaba una melodía única,104 diferente de la cantilación litúrgica y carente tanto de acentuación o tendencia a cantar al agudo la sílaba tónica, como de ornato melismático o sucesión de notas variadas cantadas sobre una misma vocal (pp. 4 y 17-20). Su esquema estructural, más allá de la determinación de una melodía concreta, de la que nada exacto se sabe (p. 9), sería el siguiente (p. 33), ejemplificado con el verso 1085: A - quí·s’ con - pie - ça la ges - ta Inicio de mio Cid el de Bi - var Timbre de recitación Flexa Mediante PRIMER HEMISTIQUIO CESURA Timbre de recitación Cadencia SEGUNDO HEMISTIQUIO En todo caso, lo importante es comprender el papel que la cantilación, «a medio camino entre la palabra hablada y la palabra cantada», tiene en la ejecución oral de la épica. Básicamente, se concreta en tres funciones: «La primera, que preferimos llamar de suspensión del auditorio, tiene por objeto crear un clima adecuado para la comunicación; la segunda, de realce del texto, tiene por objeto situar el texto en un primer plano perceptivo. La tercera, que podríamos llamar de delegación, otorga al ejecutante el carácter de emisor vicario» (p. 14). El resultado final es que ante todo, son los recursos vocales de la cantilación juglaresca los que encarnan esa invitación a asumir el espacio comunicativo inmanente al texto: apoyada por el gesto, es la dicción bien timbrada, rítmica, grave, monótona, la que funciona como señal distintiva en la que el oyente percibe que debe modificar su modo habitual de recepción, propio de la comu104 Nótese que los guslari serbocroatas cantilan sus pesni igualmente con una sola melodía única, repetida en todos los versos, como puede apreciarse en las grabaciones incluidas en el cd-rom anejo a Lord [1960, 2.ª ed., 2000] o en la Milman Parry Collection of Oral Literature, accesible en línea en <http://www.chs. harvard.edu/mpc/>. el poema épico clxi nicación cotidiana. Percibe, en definitiva, que su actitud hacia la palabra cantilada ha de ser acorde con la gravedad del mensaje que esta transmite. Lo que importa no es tanto la estilización melódica cuanto la impresión que la audición del texto haya de provocar en el receptor. (ibid.) Otro aspecto que a veces se ha subrayado es el de la dramaticididad o teatralidad de la ejecución juglaresca. El primer rasgo lo destacó D. Alonso [1941 y 1969], al constatar que la ausencia de verba dicendi o verbos introductores del estilo directo confería a los diálogos un aire parecido al de una obra de teatro, lo que exigía algún tipo de recurso vocal (modulación, inflexión) que permitiese diferenciar unas intervenciones de otras, si bien esto sólo sucedería en el caso del recitado, pues la ejecución cantilada, que sin duda era la modalidad más habitual, impide tal posibilidad. Otro posible aspecto teatral es comentado por Morris y Smith [1967] al tratar de las ‘frases físicas’ del tipo hablar de la boca o llorar de los ojos, pues, en su opinión, podrían haber sido subrayadas por la mímica del juglar, si bien la misma expresividad de tales frases le dispensaba de ello. En esta misma línea, Walsh [1990] explora otros aspectos susceptibles de incluirse en la mímica juglaresca, lo que daría pie a una semirrepresentación. Es difícil ver cómo algunos de los casos aducidos por Walsh podrían haber recibido tal tratamiento; pero, al margen de cuestiones de detalle, surge una objeción más amplia contra la concepción cuasi teatral del Cantar: en la ejecución épica tradicional documentada en otras culturas predomina el solemne hieratismo del cantor (Rossell, 1991, 1992b y 2004). Lo que sabemos de los cantores balcánicos modernos (yugoslavos y albaneses) indica que, sin mantener necesariamente una actitud hierática, el empleo de ambas manos para tañer el instrumento musical con que se acompañan impide casi todos los supuestos complementos gestuales.105 Con esto no se pretende ne105 Así se puede apreciar en la grabación audiovisual del afamado guslar Avdo Med@edovic incluida en el cd-rom anejo a Lord [1960; 2.ª ed., 2000], cuya actitud es exactamente la misma que puede advertirse en los tañedores de rabel según la iconografía románica (cf. Calahorra, Lacasta y Zaldívar, 1993). Compárese además la descripción que hace de Avdo el propio Lord [1974:10-11 y 1991: 68]. El breve retrato de un rapsoda albanés de Prokletija hecho por la viajera Edith Durham [1909:141], «un hombre —una criatura extrañísima, de ojos oscuros, ancho y pálido rostro y cráneo completamente rapado— entró con una tamboora [= ‘instrumento de la familia del laúd’ < turco tambura < persa tanbūr < ár. t.unbūr < arameo t.anbūrā < gr. pandoûra, étimo a su vez de bandurria, cf. Corrien- clxii prólogo gar que un juglar pudiera ayudarse con algo de mímica ocasional (compárese Zumthor, 1987:296-302), pero sí limitar esas posibilidades a lo que realmente hubiera sido capaz de hacer en las circunstancias descritas. El reducido sector del público capaz de leer directamente el códice del Cantar queda perfectamente definido por esa capacidad y por el interés en acercarse al texto que conlleva. Pero, fuera de ese ámbito intelectual, cabe la pregunta de cuál era el auditorio que asistía a la lectura en voz alta o a la ejecución cantada del poema. La idea romántica del juglar ligado al pueblo ha sido reiterada por algunos oralistas, por comparación con las condiciones de vida de los guslari yugoslavos (compárese De Chasca, 1970:253-254, aunque él no se compromete). Sin embargo, como indica López Estrada [1952:271-276 y 1982:36], ese carácter ‘popular’ sólo puede admitirse si se entiende pueblo en la acepción dada por Alfonso X: «Pueblo llaman el ayuntamiento de todos los omes comunalmente, de los mayores, de los medianos e de los menores».106 Del mismo modo, el público de los juglares podía ser de cualquier clase social, aunque cada juglar no tuviera acceso a toda la gama de auditorios. Para precisar esto hay que tener en cuenta dos circunstancias: que el juglar de gesta constituía un tipo específico dentro de la profesión, frente a los especialistas en otros géneros y, sobre todo, frente a los histriones y saltimbanquis, y que había juglares que trabajaban al servicio de reyes, nobles y altos prelados, mientras que otros se ganaban la vida al amparo de los concejos o, en fin, andaban errantes ofreciendo sus servicios por donde pasaban (M. Pidal, 1957:67-106, compárese Zumthor, 1987:65-78). En las dos últimas circunstancias el juglar solía trabajar esencialmente con ocasión de alguna solemnidad o festejo, como bodas, bautizos, romete, 1999:451a-b] y tocó y cantó baladas interminables, mientras sus delgados dedos arrancaban extraños trinos y maravillosas vibraciones del esbelto y cantarino instrumento», sugiere que quizá la música sirviera en ocasiones para diferenciar unas intervenciones de otras o para puntear el dramatismo del relato. 106 Partidas, II, x, 1. Compárense las consideraciones de Zumthor [1987:3334]: «Pero antes del siglo xv ... “popular” (si se quiere utilizar ese adjetivo) no designa todavía lo que se opone a la “ciencia”, a la erudición, sino que hace referencia a lo que procede de un horizonte común a todos ... Así, la inmensa mayoría de los textos cuya vocalidad interrogo son anteriores a la aparición de esta “cultura popular”, distinta ... y consecutiva a la ruptura social, política e ideológica del 1500». Consideraciones semejantes sobre la falsedad de esa dicotomía radical hace Guriévich [1997]. el poema épico clxiii rías o ferias. En cambio, en el primer caso actuaba con frecuencia durante las comidas o en la sobremesa: «a mesa mucho farta, en un rico estrado; / ... / delante sí juglares como omne mucho onrado» (Libro de buen amor, 1095b y d); además acompañaban a sus señores en el viaje e incluso al movilizarse los ejércitos, ocasión en la que enardecían a los combatientes (M. Pidal, 1957:107-115 y 373-374, Zumthor, 1987:79-83). El género de esas actuaciones juglarescas, presumible en el último caso, solía ser el de los cantares de gesta: E por esso acostumbravan los caballeros, cuando comían, que les leyessen las estorias de los grandes fechos de armas que otros fizieran, e los sesos e los esfuerços que ovieron para saberlos vencer e acabar lo que querían ... E sin todo esto, aun fazían más, que non consentían que los juglares dixessen ante ellos otros cantares sino de guerra o que fablassen en fecho de armas. E esso mismo fazían que, cuando non podían dormir, cada uno en su posada se fazía leer e retraer estas cosas sobredichas. E esto era porque oyéndolas les crecían las voluntades e los coraçones, e esforçávanse, faziendo bien e queriendo llegar a lo que los otros fizieran o passaran por ello.107 Esta situación, aunque no obliga a suponer que los juglares de gesta actuasen sólo para los nobles y no ante otros auditorios de inferior clase (M. Pidal, 1957:375-376), sí hace pensar que el público más habitual de la poesía épica era aquél que estaba más íntimamente relacionado con su temática y al que iba encaminada su función ejemplar: los caballeros (Lacarra, 1983b:260; Michael, 1986:504 y, con más detalle, López Estrada, 1991). Esto está en perfecta consonancia con el planteamiento ideológico del Cantar, que, si bien es apto para todos los públicos, muestra un anclaje muy firme en un sector determinado de la nobleza, el de los infanzones de la extremadura, según se ha visto. Pero esto no nos debe hacer olvidar la dimensión estética del poema, que en absoluto se reduce a ser el endulzado de una píldora propagandística. Como señala Flori [1998:236]: 107 Partidas, II, xxi, 20 (la cursiva es mía). Don Juan Manuel se expresa en términos semejantes al hablar de los emperadores: «Et desque oviere comido et bebido ... deve oír, si quisiere, juglares que·l’ canten e tangan estormentes [= ‘instrumentos musicales’] ante él, diziendo buenos cantares et buenas razones de cavallería o de buenos fechos, que mueban los talantes de los que oyeren para fazer bien» (Libro de los estados, I, lix, p. 177). clxiv prólogo Escritores, héroes y público comparten los mismos gustos por las batallas y torneos, por la fastuosidad y por las fiestas de los castillos, vibran con las descripciones de las mejores lanzadas o de las mejores estocadas, se enardecen o se indignan en común por el comportamiento de los héroes con quienes se identifican ... De este modo, escritores, personajes y público se ven sumergidos en el mismo baño cultural y mental, el de la ideología caballeresca. Así pues, como obra de arte y como postulación ideológica, el Cantar se destina a auditorios diversos, pero su sitio natural, en el que su virtualidad ejemplar cobra toda su consistencia, es el de un público caballeresco que podía ver en el Cid un héroe a la vez admirable e imitable. 3. CONSTITUCIÓN INTERNA DEL «CANTAR» estructura y fluencia Según se ha visto, el argumento del Cantar tiene dos temas fundamentales: el del destierro y el de la afrenta de Corpes. El primero se centra en la honra política del Campeador, al narrar las hazañas que le permiten recuperar su situación social a través del perdón real (nota 862-953䡩). El segundo, en cambio, tiene por objeto un asunto familiar (nota 2763-2984䡩), por más que afecte igualmente a su honor, dado que el ultraje infligido a sus hijas por los infantes de Carrión suponía una deshonra, situación que en la Edad Media tenía graves repercusiones legales (compárese la nota 2309䡩). En principio, la acción del Cantar podía haber concluido perfectamente con la concesión al héroe del perdón real, tras la conquista de Valencia. Sin embargo, el poeta ha preferido prolongarla con un argumento ficticio que servía tanto para desarrollar una trama más novelesca, como para culminar el proceso de exaltación de su héroe, hasta llegar a los matrimonios regios de sus hijas, que reflejan, como se ha visto, una versión legendaria de los auténticos enlaces de las mismas. El resultado de esta creativa combinación de materiales previos e inventados es la composición de un poema argumentalmente bien trabado en torno a dos núcleos temáticos: la reconciliación entre el Cid y el rey y la reparación del ultraje realizado por los infantes de Carrión. Estos dos conflictos no sirven constitución interna clxv sólo para justificar el relato de las diversas hazañas del protagonista, sino que permiten dotar de una estructura de conjunto al Cantar. Ésta se organiza en torno a un concepto único, la ondra, ‘honor’, del héroe, en dos dimensiones complementarias: la pública y la privada. La recuperación de la honra del Campeador en la primera fase se realiza paulatinamente, siguiendo el patrón clásico de la realización de una serie de hazañas de dificultad creciente que, al aumentar la fama y la riqueza del héroe, le hacen acreedor ante el rey de su reintegración a la comunidad política.108 Ese proceso honrador viene jalonado por las sucesivas presentajas o regalos que el desterrado envía a don Alfonso y que sirven de hitos en la progresiva ascensión del Campeador, hasta su primera culminación en la escena de las vistas de Toledo (notas 412-544䡩, 435䡩, 862-953䡩, 1308-1390䡩, 1803-1958䡩 y 1959-2167䡩). Por su parte, el tratamiento dado a la restauración del honor del Cid en la segunda parte de la trama es muy original. Como queda dicho, la tradición épica exigía que una deshonra de ese tipo se solventase por una venganza personal, pero en el poema se recurre a los procedimientos legales vigentes, a través del proceso del riepto, una innovación jurídica de finales del siglo xii (notas 2535-2762䡩 y 2763-2984䡩). La disposición interna de esas dos fases argumentales responde a un esquema de gran difusión en la narrativa tradicional: el del doble ciclo de caída y recuperación, nueva caída y nueva recuperación.109 De esta forma, y tomando como variable el honor del 108 Moreno [1991:32] considera «un hecho sorprendente» el que «la acción de la obra se dirija hacia la consecución de la victoria moral contra unos enemigos determinados mediante la victoria física sobre otros». Si temáticamente puede resultar llamativo este desplazamiento, estructuralmente se encuadra en una secuencia tradicional: la del héroe que, para cumplir con el fin propuesto, debe obtener determinados objetos en poder de terceros, que son ajenos al problema suscitado (cf. Propp, 1968:55-60). Cuando el poseedor del objeto no quiere transmitírselo al héroe voluntariamente y éste ha de arrancárselo por la fuerza, aquél entra en la categoría de donante hostil (ibid., pp. 52-53), a la que sin duda pertenecen narrativamente casi todos los musulmanes derrotados en el Cantar (castejonenses, alcocereños, valencianos), si bien en algunos casos se comportan directamente como agresores, así Fáriz y Galve, el rey de Sevilla, Yúcef y Bucar (véase Montaner, 1987:312-327). 109 Fradejas [1982:281-282] y Valladares [1984:64-69] aprecian un paralelismo con la biografía bíblica del rey David, que creen intencionado (por más que cada uno de ellos se fije en sucesos diferentes de la misma). Valladares [1984:56-60], desarrollando unas observaciones de Edery [1977:58-60], piensa igualmente en una influencia de la historia de Jacob. Por su parte, y tomando como punto de clxvi prólogo héroe, el relato del Cantar describe una trayectoria en W, es decir, una doble curva de descenso y ascenso, en que el conflicto dramático (el exilio primero, la afrenta de Corpes después) quiebra la situación inicial de equilibrio narrativo para provocar (mediante las penalidades del destierro y luego la deshonra familiar) el abatimiento del héroe, quien debe esforzarse al máximo para remontar su caída, hasta lograr, no sólo volver al punto de partida, sino superarlo. De este modo, se alcanzan tres puntos máximos y dos mínimos. Los máximos son el de la situación inicial del Cid como honrado caballero de la corte de don Alfonso (situación no descrita explícitamente en el poema), el de la primera restitución de su honra, mediante el perdón real, y el de la segunda reposición, con la victoria sobre los infantes y el matrimonio de sus hijas con los príncipes herederos de Navarra y Aragón. Los puntos mínimos son, primero, el propio destierro (y en particular, el momento en que el Cid, abandonado por casi todos, debe acampar extramuros de Burgos y sólo puede obtener el dinero que necesita mediante un fraude; notas 95 y 235-411䡩) y, después, la afrenta de Corpes. De todos modos, esta doble curva no significa que el héroe supere las adversidades para regresar a su posición previa; antes bien, cuando remonta la contrariedad es para llegar aún más alto, en un proceso claramente promocional. Por lo tanto, cada nueva cúspide es siempre más elevada que la precedente: de pequeño infanzón pasa a señor de Valencia, capaz de emparentar con los poderosos Vanigómez, y de ahí llega a superar a éstos en honor y a concertar matrimonios regios para sus hijas.110 referencia el episodio del león, Caratozzolo [2003], postula un paralelismo con el caso de Daniel. En cambio, Montaner [1987:171, 176-178, 313, 323 y 327] señala que se trata de un esquema argumental bastante difundido en la tradición narrativa y presente ya en los mitos arcaicos de diversos héroes solares, que siguen el ciclo orto-cenit-ocaso-nadir-nuevo orto. Se fija especialmente en el caso de las pruebas de Heracles, pero considera el parecido como una coincidencia estructural, no como un caso de influjo directo. 110 Véanse Deyermond [1973:57-58, 1987:30-31 y 2000:26a-27b], Fradejas [1982:278-281], Marcos Marín [1985:49], Johnston [1984:188-189], Valladares [1984:64-69], Montaner [1987:170-176, 256 y 312-313] y Friedman [1990]; compárese también Salinas [1945:39-43], Correa [1952:197-199], De Chasca [1967:64-65], Smith [1972:73-81] y Moreno [1991:32-42]. Realizan sendas propuestas de división episódica del Cantar Webber [1973], Michael [1975:33-38] y Montaner [1987]. Otros enfoques han sido aplicados al análisis de la disposición argumental y la estructura por Pardo [1973] y Porras [1977]. constitución interna clxvii Ambas secciones no están meramente yuxtapuestas, sino que se hallan íntimamente ligadas. Esta vinculación se debe a las obvias, aunque indirectas, relaciones causales entre ambas tramas. En efecto, las hazañas del Cid, que permiten su reconciliación con el rey, son también las que inspiran a los infantes de Carrión sus propósitos matrimoniales (Horrent, 1973:245-250; véase aquí la nota 282b䡩). De hecho, el rey sólo se decide a perdonarlo al conocer los planes de Diego y Fernando, quizá porque le garantizan que su visión personal es compartida por la corte. Así las cosas, el rey promueve estas nupcias creyendo que con ellas favorece al Cid, dado el alto linaje de sus futuros yernos. En consecuencia, al llegar el perdón real, el Campeador se encuentra ya a la altura de sus contrincantes, los magnates cortesanos que habían provocado su destierro, lo cual queda sancionado por el matrimonio de sus hijas con dos jóvenes de la más alta alcurnia. La dependencia de estas bodas respecto del proceso anterior, subrayada explícitamente por el Cantar (nota 1803-1958䡩), queda más clara, si cabe, a la luz del motivo tradicional del matrimonio recompensa,111 aunque no sea directamente el héroe quien se case; sobre todo porque ya al inicio mismo del poema, el Cid (buen padre, además de buen guerrero) se había planteado el adecuado matrimonio de sus hijas como uno de sus objetivos primordiales, obstaculizado por el exilio. Sin embargo, que éste no es el punto de llegada está claro en las reticencias del Campeador hacia sus futuros yernos. Cuando aquél hace todo lo posible por desentenderse de la formalización del matrimonio, resulta patente que la historia va a continuar, dado que al comienzo el héroe había pedido a Dios y a la Virgen poder casar a sus hijas con sus propias manos (vv. 282-282b; compárese la nota 1959-2167䡩). Además, el proceso ascendente del Cid no podía acabarse ahí, sino que había de llevarle a quedar netamente por encima de sus contrincantes. Para ello ya no interesa tanto insistir en el comportamiento bélico (aunque la batalla contra Bucar establezca los contrastes correspondientes) como en el cívico. Es en 111 Compárense la función xxxi de Propp [1968:72-73]: «El héroe se casa y asciende al trono», y los siguientes motivos de la clasificación de Thompson [1955]: «Tareas asignadas a los pretendientes. La mano de la novia como premio por su realización» (H335), «Matrimonio de un héroe de humilde origen con una princesa (L161), «Matrimonio de una heroína de humilde origen con un príncipe (rey)» (L162) y «La mano de la princesa ofrecida como recompensa» (T68). clxviii prólogo ese otro plano donde Rodrigo va a triunfar ahora sobre sus adversarios. Capaz de combatir en el campo de batalla, lo es también de litigar ante los tribunales. Si antes ha demostrado sus propias capacidades, ahora desvela las deficiencias de sus enemigos. Además, los calumniadores del Cid, que no habían sido castigados al resolverse el primer conflicto, reciben al final su merecido en la figura de su cabecilla, el conde Garcí Ordóñez, quien se alía con los infantes y sus familiares en contra del héroe y es puesto en evidencia en el proceso judicial por el asunto de Corpes. Así, de un modo u otro, todos los oponentes del Cid, viejos y nuevos, reciben su merecido (notas 9䡩, 3288䡩 y 3533-3707䡩). De esta forma, las dos fases de la historia se ligan inextricablemente, dando lugar a un único, aunque complejo argumento. Además de sus vínculos estrictamente argumentales, esta doble trama posee una notable cohesión ideológica, en torno a los ideales de la baja nobleza y, en particular, de los infanzones extremadanos, como ya hemos tenido ocasión de apreciar. En la sociedad castellana de la época, la alta nobleza del interior del reino, a la que pertenecen los enemigos del Cid, vivía ante todo de las rentas de la tierra y basaba su posición de privilegio en la herencia y el prestigio familiares. En cambio los colonizadores de la frontera debían su creciente riqueza al botín de guerra (fruto de sus incursiones contra territorio musulmán) y habían obtenido del rey franquicias e inmunidades a causa del peligro al que se exponían, viviendo en la peligrosa área fronteriza (notas 1375-1376䡩 y 19761977䡩). Este grupo social estaba compuesto por nobles de baja categoría y por villanos que, en determinadas circunstancias, podían acceder a la condición de caballero pardo, disfrutando así de determinados privilegios nobiliarios (como la exención de impuestos o ciertas prerrogativas judiciales) y, sobre todo, de la consideración social inherente a dicho estado (nota 1213䡩). Este planteamiento se advierte perfectamente en el primer núcleo argumental del poema, el del destierro. Cuando el Cid sale de Castilla, la forma en la que se propone obtener el perdón del rey es, precisamente, enviándole parte del botín que obtiene en sus sucesivas acciones guerreras. Esto sirve para hacerle saber al monarca que su antiguo vasallo no ha sido anulado, sino que está brillantemente en activo, por lo que sería bueno contar de nuevo con él. Además, aunque el Cid ya no dependa del rey Alfonso, le sigue mandando una porción de sus ganancias, como si aún fuese su vasallo, lo que sig- constitución interna clxix nifica dos cosas: que quien se comporta así, jamás pudo haberse quedado indebidamente con los tributos del rey de Sevilla, como decían sus enemigos, y que, aunque injustamente tratado por el monarca, el héroe le sigue siendo leal. Además, los envíos del Cid al rey son cada vez más ricos, evidenciando que el héroe asciende más y más alto, lo que provoca la creciente admiración de Alfonso y, al cabo de tres envíos, el perdón regio. Por otra parte, los hombres del Cid también obtienen grandes beneficios de sus campañas, de modo que incluso «los que fueron de pie, cavalleros se fazen» (v. 1213). Así pues, la manera en la que el héroe se granjea de nuevo el favor real corresponde perfectamente a los valores y actitudes que integran el espíritu de frontera. Esta orientación resulta quizá menos evidente en la segunda parte, pero sigue siendo fundamental. Por un lado, los infantes son caracterizados como miembros de la corte, orgullosos de su linaje, que consideran su matrimonio como una forma de sacar provecho de las riquezas del Cid, mientras que éste y sus hijas reciben a cambio el honor de emparentar con ellos. Es esa postura la que despierta las suspicacias del héroe, quien, no obstante, actúa de buena fe para con sus yernos. Éstos son ceremoniosos y van pulcramente vestidos, pero no dudan en estropear sus caras ropas cuando, presos de terror, huyen ante el león. Esta cobardía se ve reiterada en la batalla contra Bucar y, en definitiva, en su búsqueda de venganza sobre víctimas indefensas, las hijas del Cid, ya que son incapaces de enfrentarse a éste o a sus hombres. Se establece así una marcada contraposición entre estos dos petimetres cortesanos y los caballeros que rodean al Cid, acentuando las diferencias entre una alta nobleza que vive únicamente del pasado, pero es incapaz de valerse por sí misma, y los guerreros de la frontera, que lo deben todo a su esfuerzo con la espada. Este contraste se extiende también al ámbito económico: los infantes ponen todo su orgullo en sus tierras de Carrión, pero carecen de dinero en efectivo; en cambio, el Cid y los suyos, cuyas propiedades habían sido confiscadas, deben su prosperidad al botín de guerra y poseen dinero y joyas en abundancia. Esta oposición de dos modos de vida y de sus respectivas ideologías culmina cuando, al final del Cantar, se aúnan todos los grupos contrarios al héroe, es decir, sus calumniadores, encabezados por Garcí Ordóñez, y los causantes de su ultraje, en torno a los infantes de Carrión, para intentar vencerlo en la querella judicial suscitada en la corte. Es en este escenario, que posee obvias implicaciones morales, en el que el Cid clxx prólogo va a derrotar por fin a sus enemigos y al modelo social que representan. Si en la primera parte del poema ha sido capaz de vencer con las armas, para recuperar su honra pública, ahora demostrará que es capaz de hacerlo también con las leyes, para reivindicar su honra privada. Logra así que la ignominia recaiga tanto sobre sus adversarios iniciales como sobre los posteriores, demostrando que en la guerra y en la paz su actitud vital y sus valores son preferibles a los de los envidiosos y anquilosados cortesanos. Éstos, parapetados tras su orgullo de casta y sus preeminencias señoriales, son incapaces de obtener nada con su propio esfuerzo, y quedan, a la postre, muy por debajo del Cid y de sus hombres, inferiores en linaje, sí, pero superiores tanto en el plano ético como en el pragmático. En suma, tan sólo el cariz muy diferente de los acontecimientos de ambas secciones argumentales puede hacer creer que se trata de dos relatos casi desligados. Sin embargo esa diversidad no es arbitraria, sino que obedece a un planteamiento de fondo. En efecto, la honra militar del Cid queda totalmente demostrada en la primera parte, al igual que la consecuente superioridad de sus méritos sobre los de la alta nobleza, mientras que en la segunda son su honor cívico y su supremacía moral los que quedan de manifiesto. Además, la segunda parte de la trama se enraíza profundamente en la primera, en la que se fundamenta y a la que sirve de trabado desarrollo. Esto demuestra hasta qué punto ambas secciones están imbricadas entre sí y revela cómo la comentada estructura en W sirve excelentemente al Cantar para sus fines tanto estéticos como ideológicos. configuración prosódica Posiblemente el Cantar ofrezca en el plano formal esa misma combinación de tradición y novedad que se ha visto en el plano temático, pero resulta difícil determinarlo con exactitud, pues ninguno de los poemas épicos presumiblemente anteriores al mismo se ha conservado en verso, siendo sólo conocidos por sus versiones en prosa incorporadas en las crónicas de los siglos xiii y xiv. En todo caso, es bastante probable que el Cantar supusiese una marcada renovación del modelo tradicional, debido al patente influjo directo de la épica francesa y posiblemente también al de la historiografía latina coetánea. Así las cosas, el componente del Cantar que parece acomodarse mejor a las convenciones ge- constitución interna clxxi néricas de la épica medieval castellana es el de su sistema métrico, con versos de tipo anisosilábico o de medida variable. Se trata de uno de los elementos más característicos y a la vez más problemáticos de su constitución estilística. Buena parte de los tratadistas decimonónicos y en especial Cornu [1891 y 1897] consideraron que la variabilidad métrica del Cantar era una irregularidad producida por defectos de transmisión. Frente a estas teorías, M. Pidal [1911:76-103; ed. 1946:1174-1176, 1948:55-56 y 97, 1951a:39-41 y, póstumamente, 1992:192-195] demostró que el anisosilabismo era inherente a su prosodia, como se aprecia en la comparación con el resto de la épica medieval (salvo el Poema de Fernán González, escrito en cuaderna vía y que, por tanto, no es un cantar de gesta) y con otros poemas cultos y populares, líricos y narrativos, del siglo xii en adelante. Lo mismo hizo Hills [1925] basándose en otras manifestaciones épicas románicas (anglo-normanda, franco-italiana, véneta) y es confirmado por Paraíso [2000:39-40]. Pese a ello, Lang [1929] y recientemente Victorio [2002], han postulado, sin nuevos argumentos, la regularidad métrica del Cantar con base en el hemistiquio octosilábico, supuestamente alterada por la inhabilidad de los copistas, lo que resulta difícilmente justificable y obliga a tal cantidad de intervenciones editoriales que demuestra claramente lo inviable de la propuesta.112 Otros intentos de paliar de algún modo esta aparentemente incómoda situación son los de Chiarini [1970], apoyado por Lecoy [1975], y Molho [1994], quienes han pensado que podía determinarse una cierta regularidad basándose en los patrones de la épica francesa, es decir, con hemistiquios básicos de cuatro a siete sílabas y sus combinaciones. Sin embargo, la gran cantidad de excepciones a dicho sistema impide aceptarlo como norma del metro épico español. Desde otra perspectiva, diversos autores, inspirados en el oralismo, han defendido también la regularidad originaria del metro épico medieval, cuya alteración se habría producido al ponerse por escrito.113 112 Acertadamente señala Duffell [2002:132] que «un Cid silábicamente regular es sólo una reductio ad absurdum del concepto de texto crítico». Por desgracia, se equivocaba Webber [1986c:347] al suponer que «por fortuna la era de los intentos de regularizar la versificación del CMC, con su verso de dos hemistiquios en series asonantadas, queda ya muy atrás». 113 Harvey [1963], Aguirre [1968:28-29], Duggan [1974:262-263 y 1989:137140], Geary [1980:10-11] y, con dudas, Deyermond [1965:3-6] (compárese también 1969:54-58). clxxii prólogo Se basan para ello en una comparación con el caso de la épica oral moderna yugoslava, en cuya recogida se ha advertido que cuando el rapsoda dicta el texto a un amanuense, las exigencias del dictado le pueden hacer perder el ritmo, provocando a veces que el recitante genere versos defectuosos y aun secuencias amétricas, sin que, no obstante, sea un efecto insoslayable del proceso (cf. Lord, 1960:124-128). Para aceptar tal explicación habría que asumir que las condiciones de producción y transmisión de la épica medieval española y de la poesía heroica improvisada en servocroata eran las mismas, lo que sin duda no es el caso, mientras que numerosos textos garantizan el empleo real de la métrica anisosilábica, ya sea en versos largos con cesura, al que responden todos los especímenes conocidos de la épica castellana, ya en versos cortos, empleados en los debates en verso como Elena y María o en relatos hagiográficos como Santa María Egipciaca.114 La imposibilidad de hallar una explicación métrica del Cantar basada en el mero cómputo silábico ha hecho pensar que el elemento pertinente a la hora de garantizar la coherencia prosódica del poema es el ritmo acentual. Leonard [1931] propone una explicación bastante compleja, con cuatro acentos por hemistiquio y un sistema de pausas internas razonablemente criticado por Morley [1933], para quien, en cambio, basta un acento por hemistiquio. Aubrun [1947 y 1951] realiza una escansión arbitraria, basada en un supuesto ritmo yámbico (grupos de átona más tónica) ajeno a la acentuación castellana y justamente rechazado por Horrent [1982:xi]. Con mayor acierto, postulan dos ictus o apoyos rítmicos por hemistiquio Navarro Tomás [1956:60-61], Maldonado [1965], López Estrada [1982:217-225], Pellen [1985-1986, 1988 y 1994], Goncharenko [1988:51] y Duffell [2002:140-141]. Se tra114 Véanse las respuestas a las propuestas citadas en la nota anterior por parte de Hall [1965:227], M. Pidal [1966:217-219], Adams [1972], Pellen [1986] y el mismo Deyermond [1987:34]. Nótese a este respecto que las chansons de geste que Duggan [1974] considera igualmente orales presentan una métrica isosilábica, mientras que los cantares de gesta castellanos son anisosilábicos, incluidas las Mocedades de Rodrigo, de las que él mismo admite la elaboración clerical (en 1989:139). Ante esta situación, habría que pensar que todos los juglares y copistas hispánicos eran enormemente incompetentes, frente a la excelencia de sus colegas transpirenaicos, o bien desechar la hipótesis, que es lo más razonable (compárese Chaplin, 1976:17-18). Refuerza esta conclusión el epitafio épico del Cid, pieza de metro épico compuesta en San Pedro de Cardeña a fines del siglo xiv y que no fue objeto de transmisión oral (Montaner, 2005a). constitución interna clxxiii ta de las propuestas más interesantes y razonadas, si bien resultan demasiado rígidas, como muestran Montaner [1994a:687-688 y 700, 2000a:19-21 y 2005b:155-157] y Catalán [2001:415-417], puesto que al atenerse sólo a los valores medios, que responden mayoritariamente a ese esquema de dos acentos, se enmascara que el modelo no responde a un esquema fijo, sino a uno dinámico al servicio de una cadencia, de modo que en versos más cortos o más largos que la media el efecto rítmico puede lograrse con menos o más acentos, en virtud del intervalo átono. Con más flexibilidad, Orduna [1987] admite la existencia de acentos secundarios y señala la importancia rítmica del conjunto de la tirada. También Canellada y Madsen [1987:154-157] establecen el ritmo del verso anisosilábico a partir de la combinación de tiempos fuertes y débiles en el conjunto de la agrupación prosódica (tirada, estrofa, poema).115 Ahora bien, el reconocimiento de la base acentual del metro épico hispánico no significa, como han pensado Orduna [1997:15], Catalán [2001:417] o Michael [2001a:140-141], que se pueda prescindir sin más del cómputo silábico, porque la tonicidad recae siempre sobre sílabas y los espacios intertónicos que determinan la cadencia de un verso sólo pueden estar compuestos de sílabas, por lo que los planos silábico y acentual son indisociables, aunque la importancia relativa de los componentes prosódicos del 115 Apoyan asimismo el carácter acentual de la métrica cidiana, con interesantes sugerencias, pero sin proponer un esquema rítmico concreto, Hall [1965], López Estrada [1952; ed. 1979:312-313], Miletich [1976:122, 1978:93 y 1987:190192], Smith [1976b:226, 1979 y 1983:144-165], Wright [1982:247] y Bravo [1985:42]. Por otra parte, la ductilidad del modelo rítmico hispánico desmiente la dependencia del sistema de versificación del Cantar del de la épica germánica, postulada por Leonard [1931:299-301], Hall [1965], Maldonado [1965] y Miletich [1987:190-192], más o menos al hilo de la teoría de M. Pidal, [1956b:9-57, 1957:319-323 y 1992:227-340] sobre el origen último visigótico de la épica hispánica. Al margen de los problemas generales que plantea la propuesta (ya señalados por García Gallo, 1955, Smith, 1979:45 y 1983:148, y Duggan, 1992:46-47) la objeción básica estriba en que el verso germánico (representado por la poesía escandinava antigua, anglosajona y en alto alemán antiguo) exigía dos tiempos fuertes por hemistiquio y además conllevaba el uso de la aliteración como elemento cohesionador del verso. Dado que ninguno de estos requisitos se cumple en el verso anisosilábico español, la filiación carece de base (compárese Navarro Tomás, 1956; ed. 1986:61 y Bravo, 1985:41-42). Por ello mismo, Duffell [2002] atribuye las semejanzas que detecta entre la métrica del Cantar y la de Sir Gawain and the Green Knight a un desarrollo convergente, más que a una común vinculación genética. clxxiv prólogo castellano (extensión silábica y ritmo acentual) sea inversa según se trate del metro anisosilábico o del isosilábico, pero en ambos casos son pertinentes para su constitución, que es tónico-silábica en el primer caso y silábico-tónica en el segundo.116 Complementariamente al papel del acento, Navarro Tomás [1956] considera que una recitación pausada con un tratamiento enfático de las sílabas correspondientes a los apoyos rítmicos provoca «períodos de duración análoga, aunque de distinto número de sílabas» (p. 61), pero no sabemos si sus mediciones pueden corresponder al tempo real del recitado épico ni aparecen corroboradas por el análisis acústico experimental de la duración de las sílabas métricas, cuya «cuantificación temporal, en fracciones de segundo, carece de relevancia» (Torre, 2003:286). Por su parte, tanto Rossell [1991, 1992a, 1992b, 1993, 1997, 1998 y 2004] como Fernández y Del Brío [2003 y 2004] recuerdan el indispensable papel de la música en un género eminentemente cantado, la cual actuaría como elemento unificador de la variabilidad métrica (aspecto comentado brevemente por De Chaca, 1907:73; López Estrada, 1982:221-222; Deyermond, 1987:34 y Montgomery, 1991a:361). Basándose en esta aproximación musical ya explicada, los tres autores citados desestiman las explicaciones acentuales, pensando que la salmodia o, más exactamente, la cantilación épica bastaría para justificar todo el sistema. El primero de ellos no advierte y los segundos no tienen suficientemente en consideración que a veces la poesía épica sólo se recitaba (véase § 2)117 y que, en todo caso, la lengua poética necesita de una prosodia propia, por más que ésta se vincule al canto. De otro modo sería imposible determinar, por ejemplo, el lugar de la cesura, o ésta sería 116 Me baso en el análisis de Goncharenko [1988:29-33]; para la relación entre ritmo y sílaba en la prosodia hispana compárense, además, Navarro Tomás [1956:33-38], Quilis [1969:19-20], Paraíso [2000:27-28] y, sobre todo, Torre [1999, 2001:14-18 y 48-55, y 2003]. 117 A este propósito, Fernández y Del Brío [2003:10] sostienen que «el recitado parece requerir un ritmo fónico más rígidamente marcado que las otras variedades de difusión oral y parece razonable que esa secuencia fónica rítmica exija una secuencia silábica regular para percibirse como verso». Esto es una pura petición de principio que se basa en la consideración como único patrón métrico del isosilábico-tónico, al ser el aún vigente en la prosodia castellana. En cambio, en el caso de los cantares de gesta y, en general, del verso tónico-anisosilábico (que, no lo olvidemos, no se da sólo en la épica ni únicamente en el ámbito hispano), lo que prima como mecanismo métrico es la cadencia rítmica. constitución interna clxxv totalmente arbitraria y si en la versión latina de la Biblia lo parece, es porque viene determinada por la posición original de la misma en el texto hebreo o por la deliberada segmentación esticomítica, es decir, con adecuación de los versículos a las pausas sintáctico-semánticas del texto, establecida por San Jerónimo (cf. Paraíso, 2000:98). Ilustra esto igualmente el modelo del pregón, aducido por dichos autores, pues en él la cantilación se adecua fundamentalmente a la estructura sintáctica y sólo se ajusta a pausas versales en caso de que el texto pregonado sea métrico. Dado, pues, que la cantilación puede aplicarse indistintamente a composiciones prosaicas o poéticas (y a éstas, con distintos tipos de verso y estrofa), la naturaleza métrica de una obra dada ha de ser anterior a su ejecución cantilada, lo que exige la existencia de un sistema prosódico previo e independiente del canto. En síntesis, ha de admitirse que la métrica del Cantar se basa en versos anisosilábicos de ritmo acentual, divididos por una pausa interna o cesura en dos hemistiquios, que oscilan entre tres y once sílabas, siendo los más frecuentes los de siete, ocho y seis sílabas, en orden decreciente.118 El códice único presenta de forma ocasional hemistiquios de hasta catorce sílabas, pero el hecho de que toda secuencia prosódica de más de once sílabas exija cesura en 118 Véase el estudio esencial de M. Pidal [1911:83-103], que he verificado a partir de un cómputo realizado con distinta base (Montaner, 1994a). Duffell [2002:131] proporciona los siguientes datos: «el 20 por ciento [de los hemistiquios] tiene menos de siete sílabas, el 40 por ciento tiene exactamente siete, el 25 por ciento tiene exactamente ocho y un 15 por ciento tiene más de ocho». Pellen [1994:67-68] ofrece resultados globales coincidentes, pero separados por hemistiquios: respectivamente un 10 % y un 3 % de hemistiquios con menos de seis sílabas, un 22 % y un 4 % de hexasílabos, un 34 % y un 45 % de heptasílabos, un 25 % de octosílabos en ambos casos, y un 9 % y un 23 % con nueve o más sílabas. A este respecto, Deyermond [1987:34] plantea el obstáculo de que «es imposible decidir el número de sílabas en muchos versos, porque ignoramos las normas de hiato, elisión, etc.». Sin embargo, debe admitirse que «en esta poesía “pública” han de aplicarse las normas del discurso corriente» (Smith, 1979:46) y dar más cabida de la que hasta ahora se ha dado a la posibilidad de la sinalefa. Véanse asimismo las consideraciones al respecto de Lang [1927:524 y 556-561], Aubrun [1951:352-353] y Chiarini [1970:21]. Recuérdese que el énfasis en el hiato y la dialefa es un rasgo caracterizador del cultismo métrico del ‘mester de clerecía’, inspirado en el modelo académico de la escansión latina, mientras que sinéresis y sinalefa eran rechazadas como síntoma de rusticitas (Wright, 1982:246-250; Rico, 1985a, Uría, 2000:92-93). La obvia contrapartida de esa postura programática es que la recitación tradicional admitía la sinalefa y la sinéresis en los términos que han pervivido en la prosodia castellana posterior. clxxvi prólogo castellano (Quilis, 1969:63-69; Paraíso, 2000:111-12) obligaría a suponer versos tripartitos, incompatibles con el sistema de una cesura central que rige en el Cantar y en los demás cantares de gesta y, en general, inexistentes en la métrica castellana tradicional (cf. Torre, 2001:88-90 y 96-99). En la práctica, los pocos casos de doce o más sílabas resultan ser claramente anómalos y suelen tener fácil enmienda.119 En ninguno de los hemistiquios rige la ley de Mussafia, de modo que las palabras esdrújulas en posición final cuentan como si el hemistiquio tuviese una sílaba menos y las agudas como si tuviese una más. No existe ninguna ley combinatoria para las diversas longitudes de hemistiquio, tan sólo la tendencia a compensar uno muy breve con otro más extenso.120 De este modo, aunque en teoría los versos podrían fluctuar entre seis y veintidós sílabas, en la práctica la oscilación se produce entre las nueve y las veinte, salvo muy raras excepciones (que suelen corresponder a problemas de transmisión textual), mientras que la mayoría de los versos se sitúa entre las catorce y las dieciséis sílabas. Por su parte, el análisis acentual permite establecer que el hemistiquio es la unidad prosódica mínima del poema y lleva necesariamente un acento rítmico antes de la pausa que lo delimita (cesura o fin de verso). Ocasionalmente se basa además en otro u otros acentos internos, los cuales parecen poseer pertinencia rítmica únicamente para los hemistiquios más largos, en tanto que contribuyen a regularizar la cadencia. Esa pertinencia vendrá dada por el ritmo de conjunto de la tirada o grupo de versos que comparten un asonante, es decir, el eje rítmico que determine la posición relativa de los acentos respecto de los intervalos átonos en los 119 El número total de hemistiquios hipermétricos transmitidos por el manuscrito es mínimo, 35 (es decir, un irrelevante 0,46 %), lo que ya es indicio significativo de su carácter anómalo. La mayor parte de ellos (20) responde a la incorrecta división de dos versos seguidos (notas 228▫, 298▫, 447-447b▫, 1246▫, 1252▫, 1385-1385b▫, 1492-1492b▫, 1666-1666b▫, 1690▫, 1719-1720▫, 1992▫, 22862286b▫, 2759-2760▫, 2862-2862b▫, 3135-3135b▫, 3197-3197b▫, 3236-3236b▫, 3254-3255b▫, 3555-3556▫, 3667b▫) y el resto (15) a la adición de algún elemento espurio, habitualmente de tipo onomástico, como la inclusión automática del sobrenombre (Minaya, Campeador) además del nombre completo, o del patronímico junto al nombre de pila (notas 69▫, 232, 354▫, 699▫, 1028▫, 1138▫, 1142▫, 1495▫, 1512▫, 1516▫, 2306▫, 2413▫, 2590▫, 2875▫, 3662▫). 120 Aubrun [1947:339 y 345, y 1951:373-374], Horrent [1982:xi], Pellen [1985:20 y 1994:67-68], Duffell [2002:139-140]. constitución interna clxxvii hemistiquios de una sucesión de versos agrupados por una rima común.121 Inductivamente, puede establecerse como caso general que un hemistiquio entre tres y siete sílabas no exige más que el apoyo rítmico principal (el que precede a la pausa de cesura o fin de verso), aunque, a partir de los pentasílabos, el ritmo suele también apoyarse en un acento inicial, precedido o no por sílabas en anacrusis.122 Por su parte, los hemistiquios entre ocho y once sílabas necesitan de ambos apoyos rítmicos. El primero de ellos no ocupa un lugar fijo a lo largo del verso, pero ha de cumplir dos condiciones: no recaer en la sílaba inmediatamente anterior a la que recibe el acento principal y no dejar más de seis sílabas átonas hasta ella. A partir de las nueve sílabas, el primer apoyo principal tiende a centrarse en el hemistiquio, recayendo usualmente en las sílabas de la tercera a la quinta en los eneasílabos, de la cuarta a la sexta en los decasílabos, y de la sexta a la octava en los endecasílabos. Según avance o se retrase la posición de dicho apoyo, puede aparecer detrás o delante (respectivamente) otro apoyo secundario. En síntesis, parece que la obtención del ritmo depende de la existencia de al menos un ictus o acento rítmicamente pertinente por hemistiquio, que corresponde a la última sílaba tónica antes de la pausa medial o final del verso. A este ictus se añade otro inicial (que puede ir precedido de varias sílabas átonas), cuando el hemistiquio supera las ocho sílabas. En todo caso, lo más usual es que, salvo en hemistiquios menores de cinco sílabas, haya dos acentos, si bien a partir de nueve sílabas puede haber tres. Véase como ejemplo la tirada primera (vv. 1-9), en la que se 121 Montaner [1994b:686-688; 2000a:19-21 y 2005b:155-162]. Para el concepto de eje rítmico, véase Quilis [1969:87-89]. Una aproximación a este tipo de análisis métrico del Cantar ha sido efectuada por Orduna [1987:10-12 y 15-16]. Fernández y Del Brío [2003:4] consideran que la existencia de acentos secundarios (es decir, que no constituyen ictus métricos) no da cuenta del verdadero funcionamiento del verso épico. Al margen de que planteen esta objeción esencialmente contra la propuesta de Pellen [1985-1986], se ha de notar que toda la métrica castellana implica la coexistencia de acentos fonológicos con valor rítmico y sin él, cuya pertinencia viene dada por la cadencia de cada tipo de verso y por el eje rítmico de la estrofa o poema (véanse las obras citadas en la nota 116). 122 En la métrica española «actúan como anacrusis las sílabas débiles anteriores al primer apoyo del verso» (Navarro Tomás, 1956:35-36; cf. también Paraíso, 87-88, pero véanse las matizaciones de Torre, 2001:53-54). Para su presencia en el Cantar puede consultarse Lang [1927:525-526 y 560-568]. clxxviii prólogo marcan con tilde todos los acentos fonológicos y en cursiva los ictus o apoyos rítmicos:123 De los sos ó-jos | tan fuér-te-mién-tre llo-rán-do, tor-ná-va la ca-bé-ça | e_es-tá-va-los ca-tán-do. Ví-o puér-tas a-biér-tas | e ú-ços sin ca-ñá-dos, al-cán-da-ras va-zí-as, | sin pié-lles e sin mán-tos, e sin fal-có-nes | e sin ad-tó-res mu-dá-dos. Sos-pi-ró mio Cid, | ca mú-cho_a-vié grán-des cui-dá-dos, fa-bló mio Cíd | bién e tan me-su-rá-do: —¡Grá-do_a tí, Se-ñór, | Pá-dre que_es-tás en ál-to! ¡És-to me_án buél-to | mios e-ne-mí-gos má-los! En este sistema prosódico, los versos tienden a la esticomitia, es decir, a equiparar la cláusula rítmica con la semántica, de forma que aquéllos no sean sólo unidades de recitación, sino también unidades sintácticas y de entonación, así como de sentido, de tal modo que la pausa métrica suele coincidir con la oracional, como se aprecia en la puntuación del pasaje preinserto (véase De Chasca, 1967: 170). Esto genera una escasa proporción de encabalgamiento, es decir, de desajuste entre la pausa versal y la morfosintáctica,124 y la sensación de que la narración avanza ‘verso a verso’ (véase De Chasca, 1967:203-205 y Montgomery, 1991b:423). Sin embargo, el encabalgamiento no está ausente del Cantar.125 Aparece especial123 Además, marco la cesura con una pleca vertical y señalo la división silábica dentro de una palabra con guiones y la sinalefa entre palabras distintas con guión bajo. Nótese que en el verso 4, vazías podría acentuarse también vázias, según sugiere el verso 997, si bien se trata de un caso extraño (véase M. Pidal, 1911:888). 124 Para la terminología del encabalgamiento y sus definiciones sigo a Quilis [1969:74-81] y Paraíso [2000:99-101]. 125 Según De Chasca [1967, ed. 1972:329-331] los versos del Cantar presentan encabalgamiento en un 36 % de los casos, lo que contrasta con el 49 % que encuentra en el Alexandre y con el 59,4 % o de los poemas orales yugoslavos. De aquí deduce el carácter oral del Cantar, lo que, obviamente, no cuadra con la proporción de encabalgamiento que halla en el clerical Alexandre. Como muy acertadamente señala Deyermond [1987:42], la falta de encabalgamiento no es un factor determinado por el modo de composición (oral o escrita) sino por el de difusión (oída o leída), dado que con ello se trata de facilitar la recepción del texto. En consecuencia, la orientación general de la literatura medieval hacia su ejecución pública (aunque fuese mediante la lectura en voz alta) elimina la relevancia de la cantidad de encabalgamiento respecto del modo de composición. constitución interna clxxix mente entre versos consecutivos, cuando el sujeto se encuentra en una oración y el predicado en la siguiente, o cuando los complementos circunstanciales (incluidas las oraciones subordinadas) anteceden o siguen al verso en que está el verbo del que dependen (Cázares, 1973), así como al recurrir a construcciones absolutas: Echado fu de tierra e, tollida la onor, con grand afán gané lo que he yo (vv. 1934-1935) En tales casos se trata del llamado encabalgamiento suave, pues la parte restante de la oración interrumpida ocupa todo el verso siguiente y la pausa no suele romper el sirrema, la mínima unidad sintagmática prosódicamente indivisible, por ejemplo la formada por el sustantivo y su adjetivo. Solo en muy contados casos se da el encabalgamiento abrupto, aquel que se manifiesta en completa tensión con las pausas versales, como en los versos 347-348 (subrayo la parte afectada):126 a los judíos te dexaste prender; do dizen monte Calvarie pusiéronte en cruz, por nombre en Golgotá. Los versos se agrupan a su vez en tiradas o series, que responden al otro elemento esencial del sistema métrico épico, la rima asonante, proporcionada por la coincidencia (a partir de la última sílaba acentuada) entre las vocales de las palabras con las que acaba el verso, independientemente de las consonantes. Sirvan de ejemplo los versos 23-24: «Antes de la noche, en Burgos d’él entró su cárta / con grand recabdo e fuertemientre selláda» (subrayo y acentúo las rimas). La asonancia en el Cantar tiene como núcleo la última vocal tónica antes de la pausa final del verso. La vocal o vocales que la sigan pueden o no ser pertinentes para distinguir rimas, según los casos, pero en general, solo tiene capacidad distintiva si no es -e, de modo que, por ejemplo, en la tirada 56, Téngase en cuenta, por otra parte, que «la tendencia natural de la poesía es a ocupar cada renglón o unidad rítmica con una unidad de sentido», es decir, a la esticomitia (Paraíso, 2000:98). 126 Nótese que este caso plantea cierto problema de interpretación, precisamente por mor del encabalgamiento (nota 947䡩). Otro caso comúnmente aceptado de encabalgamiento abrupto, en el verso 3067, es en realidad un error de transmisión (nota 3667b▫). clxxx prólogo pinar rima con mensaje.127 En opinión de M. Pidal [1911:113-124] y Horrent [1982:x-xii], las rimas del Cantar actúan del mismo modo que en la actualidad, es decir, cuentan las cinco vocales, tanto en posición tónica como postónica, salvo en el mencionado caso de las voces agudas y las que acaban en esa misma vocal seguida de -e, que asuenan entre sí. En cambio, Lidforss [1895:99-100], Smith [1972:47-50], Michael [1975:20-22] y Marcos Marín [1997:234 y 424] aceptan las llamadas ‘rimas imperfectas’, en las que coincide la vocal tónica, pero no la átona final. Lo que estos autores conciben más bien como un margen de tolerancia del sistema, lo elevan a categoría de principio rector Gómez-Bravo [1998] y Rodríguez Molina [2004], quienes postulan que la rima depende únicamente de la última vocal tónica del verso, siendo irrelevantes las posibles vocales postónicas. Sin embargo, esto es irreconciliable con la marcada homogeneidad de las átonas finales que presenta la inmensa mayoría de las tiradas, en las que la proporción de ‘rimas imperfectas’ es residual (un mínimo 1,45 %) y con el funcionamiento del sistema formular del Cantar, una de cuyas variables es justamente la adecuación a las diversas secuencias de tónica y átona finales, como se verá con más detalle en el apartado siguiente. En consecuencia, es necesario admitir que la rima épica depende de dicha secuencia, siempre que la postónica sea pertinente a la hora de distinguir tiradas, lo que es necesario determinar por inducción y no por deducción, ya que su funcionamiento no coincide necesariamente con el de la asonancia en sistemas prosódicos posteriores, incluido el actual. Por idéntica razón, no pueden admitirse en principio las ‘rimas imperfectas’, toda vez que ello supondría la existencia de asonantes a la vez distintivos e indistintos, lo que deja sin base el sistema (Montaner 1994a:676-686 y 2005b:165-166). Un problema diferente, pero relacionado, plantean los escasos versos sueltos, es decir, aquellos cuya vocal tónica no coincide ni con las antecedentes ni con las subsecuentes, sean o no leoninos (es decir, con rima interna entre los hemistiquios),128 127 La indistinción de la -e en rima probablemente se debe a la alternancia coetánea de formas apocopadas y sin apocopar, pero con una pronunciación relajada [´] de dicha vocal final (véanse García Yebra 1994:10-21 y Gómez-Bravo 1998: 506a-507a). 128 Nótese que el mero hecho de que un verso sea leonino, si satisface la rima de su tirada, no representa ninguna anomalía, como se verá luego. constitución interna clxxxi y cuya rareza ya es indicio de su carácter espurio.129 Bayo [2001] ha procurado justificarlos con un criterio funcional extra-métrico, la «disonancia deíctica», a la que atribuye no menos de media docena de misiones distintas. La propuesta es ingeniosa, pero a la postre inoperante, porque el resultado no es un mecanismo alternativo que realmente integre el fenómeno, sino un haz de soluciones ad hoc para salvar casos concretos, las cuales resultan asistemáticas (por casuísticas) y en definitiva asistémicas. En relación con los dísticos o pareados,130 que en principio atentan contra un 129 El texto ofrecido por el códice único presenta un irrelevante 1,85 % de versos sueltos, pero casi un tercio de ellos son solo aparentes, pues se deben a una incorrecta división de versos, subsanada la cual y sin mayores retoques se recupera la asonancia (compárense, por ejemplo, las notas 388▫, 659▫, 1898-1899▫ o 3662-3663▫), de modo que, en realidad, la ausencia de rima solo se da en un 1,45 % de los casos. Sumando los ejemplos de ‘rima imperfecta’ con los de versos sueltos, el total de versos afectados no llega al 3 % del Cantar, lo que invalida la pretensión de Bayo [2001:84] de que «El poema transmitido por el manuscrito de Vivar presenta las más diversas irregularidades de asonancia (como suele designárselas) y, dado que en la mayor parte de los casos no hay indicios de corrupción textual en las mismas, constituyen un poderoso contraejemplo frente a la teoría de que el discurso poético del Cid está exhaustivamente organizado en laisses». Como se ve, la fuerza del argumento es cuantitativamente mínima, mientras que la justificación de Bayo restringe indebidamente el ámbito de la corrupción textual al plano semántico, cuando muy a menudo aquélla se manifiesta ante todo en el plano formal, no solo en este texto, sino en general (cf. Blecua, 1983: 20-30, y Pérez-Priego, 2001:40-51). A cambio, la aceptación de este escaso número de anomalías deja sin explicación el sistema prosódico del Cantar. 130 Su conservación se ha defendido desde posturas diversas. Marcos Marín [1997] los considera «un resto de cantar paralelístico» (p. 280) o bien una «preferencia por pareados y versos leoninos para marcar transiciones, característica de un momento de la transmisión» (p. 328, cf., en el mismo sentido, pp. 173, 292 y 306-307). Lacarra [2002:24] los toma como «parte del sistema original» del poema, sin ofrecer ningún argumento. Bayo [2001] les atribuye el mismo valor de «disonancia deíctica» que a los versos sueltos, y arguye que «cuando los leoninos y los pareados se atribuyen al copista, se asume que éste introduce errores guiado por un propósito de rima, lo que postula la existencia de errores con una función poética. Por este camino, los intentos de reconstrucción conducen a una reductio ad absurdum» (p. 85). Hay aquí varios fallos de concepto respecto del alcance y modo de las alteraciones textuales producidas en la transmisión manuscrita, la cual involucra mecanismos como la atracción contextual y el error en cascada, que son los que dan razón de ese tipo de actuaciones por parte del copista, como ejemplifican palmariamente los vv. 16-17 (véase la nota 16▫, así como 719▫, 720▫ y 721▫). Por su parte, Rodríguez Molina [2004] objeta que, siendo los dísticos fruto de una reorganización del amanuense, restaurar la rima soluciona solo una parte del problema, porque es muy posible que el resto del verso haya sufrido mo- clxxxii prólogo sistema prosódico que hace de la agrupación en series monorrimas uno de sus principios constituyentes, hay que distinguir entre los dísticos reductibles a la rima contigua, cuya facilidad para reintegrarse en la tirada muestra que se trata de emparejamientos adventicios (cf. Formisano, 1988), y los irreductibles, los cuales, aunque pudieran parecer sospechosos, han de considerarse parte del sistema y admitirse como tiradas mínimas (cf. notas 2675-2676▫ para el primer caso y 2962-2963▫, para el segundo). Partiendo, pues, de que el rasgo distintivo del asonante es la capacidad de diferenciar tiradas sucesivas, tanto para la vocal tónica como para la átona final, pueden determinarse en el Cantar las siguientes asonancias distintivas: á rima con á-e, mientras que á-a y á-o son rimas independientes; é-a se diferencia de é-o y en ambos casos el diptongo -ié- rima con -é-; í e í-e forman un solo grupo de rimas, teniendo entidad propia í-a e í-o. Es especial el caso de ó, que rima con ó-e, pero también con ó-o, como indica la presencia habitual en tiradas en ó de los nombres propios Alfonso y Jerónimo (nota 1316▫), y seguramente con ó-a, pese a la la presencia de dos series con ese asonante, la 53 y la 55, de cuatro y tres versos respectivamente.131 Además la vocal ó alterna en la rima con ué y con ú; con el diptongo por ser en la época del Cantar mero alófono posicional de la ó tónica (Lapesa, 1980:19-21; Marcos Marín, 1985:27-29 y 1997:56-60), y con la vocal por una costumbre dificaciones imposibles de salvar. Aunque el caveat es digno de atención, en la práctica la mayor parte de los casos ofrece soluciones bastante evidentes, debido a que la capacidad de maniobra de un copista era limitada. Por lo tanto, conjugando el tipo de actuación de los copistas en general (sobre la cual cf. Dain, 1964: 40-55 y Ruiz García, 1988:353-371 y 2001:234-244) y las condiciones de un pareado en particular, las dificultades de corrección no suelen ser insalvables (cf. notas 124▫ y 125▫ o 1644▫ y 1645▫). En todo caso, una cosa es aceptar determinados límites a la emendatio del texto y otra muy distinta defender que esos elementos forman parte del sistema interno del mismo, pues, aunque ambos planteamientos aboquen a conservar el texto transmitido, no son equivalentes a la hora de estudiar ni su funcionamiento interno ni sus problemas de transmisión. 131 Abona este análisis el hecho de que señoras en el verso 3450 y posiblemente también Fruela en el verso 3004 y buena en el verso 3062 rimen en ó-e (véanse las respectivas notas del aparato crítico) y porque en tiradas tan cortas puede mantenerse casualmente la uniformidad de la vocal final. Compárese el caso de los versos 1316-1320, en ó-o, normalmente agrupados en la tirada 81 (nota 1316䡩). Lo mismo sucede con la tónica en la tirada 65, cuyos cuatro versos riman casualmente en ié-o, aunque dicho diptongo, como queda dicho, asuena con é en el Cantar (cf. Montaner, 1994a:678). constitución interna clxxxiii aceptada en la poesía latina y castellana medieval.132 En resumen, ó asuena con ú y ué, tanto en rima aguda como seguida indistintamente por cualquier vocal, así que Campeador, nombre, Alfonso, fuert, suyo y señoras riman entre sí. Compárense estas dos muestras, procedentes de las tiradas 128 y 137, en las que acentúo y subrayo las rimas: a diestro dexan a Sant Estevan, más cae aluén. Entrados son los ifantes al robredo de Córpes, los montes son altos, las ramas pujan con las núes, e las bestias fieras que andan aderredór. Fallaron un vergel con una linpia fuént (vv. 2696-2700) No·l’ pueden catar de vergüença ifantes de Carrión. Essora se levó en pie el buen rey don Alfónso: —¡Oíd, mesnadas, sí vos vala el Criadór! Yo de que fu rey non fiz más de dos córtes, la una fue en Burgos e la otra en Carrión, e esta tercera a Toledo la vin fer óy (vv. 3126-3131) Las tiradas en las que se agrupan los versos en virtud del asonante son de extensión irregular y no cumplen una función homogénea. Al igual que los versos suelen ser una unidad de sentido y apenas existe el encabalgamiento, la estrofa épica suele poseer unidad temática (pero hay estrofas que carecen de homogeneidad interna) y presentar cierta autonomía, si bien hay casos de ‘encabalgamiento’ de series, es decir, ocasiones en las que uno o dos versos dependen semánticamente de una tirada pero, por su rima, pertenecen a la siguiente (el ejemplo más obvio es el del verso 88, no rechazado por ningún editor; para situaciones similares compárense las notas 897-898▫ y 1286▫). En otros casos, la mera yuxtaposición se convierte en una coordinación más estrecha debido a los versos de encadenamiento, que recuerdan al principio de una tira132 A los ejemplos aducidos en Montaner [1994a:682 y 2005b:167] pueden añadirse algunos leoninos más del Poema de Almería, a saber, illustris : Adefonsi (v. 125), uxorias : amoris (v. 184), figiunt : noscunt (v. 208), furit : odit (v. 245) y cunctis : imperatori (v. 320). Igualmente en los empleados por los escribas en los colofones citados por Michael [1991:196], con rimas como numus : bonus y dona : puella (pronunciado al parecer púella, como en la rima puella : ulla de los Carmina Rivipullensia, viii, 10-11 y xix, 41-42). Para las razones fonéticas de esta tolerancia ó : ú, compárese Canellada y Madsen [1987:30-31]. clxxxiv prólogo da el final de la precedente (esto sucede, por ejemplo, en las tiradas 15-16, 28-29, 117-118 o 129-130). No hay leyes rigurosas para el cambio de rima, que no desempeña una única misión ni responde a normas fijas, y la mayor parte de las tiradas suponen simplemente la narración consecutiva de los sucesos, sin que haya una equivalencia de episodios y tiradas.133 Lo normal es que cuando el poeta considera cerrado un aspecto de la narración (coincida o no con un episodio), inicie otra estrofa. Por ejemplo, la primera tirada narra la partida de Vivar; la segunda, el trayecto entre Vivar y Burgos y la tercera, la entrada en Burgos. Hasta aquí, cada estrofa refiere un episodio concreto, con cambio de escenario. Por el contrario, la parada en Burgos abarca dos estrofas, aunque cada una desarrolla un aspecto diferente. La tercera, ya citada, refiere la quejumbrosa acogida de los ciudadanos; la cuarta narra cómo, a pesar de su simpatía por el exiliado, los burgaleses no se atreven a contravenir la orden real que prohíbe hospedarlo, por lo que el Cid y los suyos deben acampar fuera de la ciudad, a orillas del río. En otras ocasiones, el cambio de estrofa obedece a criterios más concretos. Por ejemplo, para referir las fases de preparación, desarrollo y desenlace de una secuencia (una batalla, por ejemplo), que corresponden a tiradas distintas o a grupos de ellas para cada fase (compárese Johnston, 1984:190-193). También se emplea para delimitar las intervenciones de los personajes, señalando el paso de la narración en tercera persona al discurso directo (por ejemplo, tir. 9-10), el cambio de interlocutor en un diálogo (tir. 10-II, 23-24) o al volver a la narración al final de un parlamento (tir. 24-25, 7879). Dentro del propio discurso directo, el cambio de tirada se emplea para diferenciar distintas facetas del mismo, como el paso de lo general a lo particular (tir. 66-67), el cambio de tema o aspecto (tir. 6-7, 30-31) o el énfasis puesto en una parte de las palabras (tir. 133 M. Pidal [1911:106-113] estableció un repertorio de posibles causas del cambio de tirada, pero lo concibió como una serie de leyes, lo que le obligó a realizar enmiendas para ajustar el texto del Cantar a la teoría preestablecida. Analizan la cuestión, realizando interesantes contribuciones desde un planteamiento explicativo y no normativo, De Chasca [1967:199-202, 206 y 315-319], Michael [1975:27-35], Orduna [1987] y C. Alvar [1988:28-31]. Johnston [1984] procura describir la función de cada transición entre series en un estudio útil en conjunto, pero con un maximalismo que le obliga a forzar a veces el sentido del cambio de serie, más allá de un papel estético no necesariamente narrativo (por ejemplo, obtener cierta variedad sonora), como ya le ha objetado Deyermond [1991:62]. constitución interna clxxxv 66-67). En el ámbito de la narración el cambio de serie también puede tener función demarcativa. Esto sucede especialmente cuando la narración se bifurca y el relato se ocupa de las acciones de un personaje secundario, omitiendo entre tanto las del principal. En tal caso, «los últimos versos de la tirada precedente o el primer verso de la siguiente abandonarán de momento una cadena de sucesos para concentrarse en la otra» [Michael, 1975:30], mientras que, al reunirse ambas secciones narrativas, un verso específico indicará el nexo entre ellas. De este modo, cuando en la tirada 47 la historia se centra en Álvar Fáñez, que lleva la primera embajada del Cid al rey don Alfonso, el traslado de la atención desde el héroe a su lugarteniente se marca en los dos primeros versos de la serie: «¡Mio Cid Ruy Díaz de Dios aya su gracia! / Ido es a Castiella Álbar Fáñez Minaya» (vv. 870-871). Más tarde, en la tirada 49, al ocuparse de nuevo del Cid (cuando Minaya está de vuelta), se recupere el hilo de sus acciones con el verso 299: «Quiérovos dezir del que en buen ora cinxo espada». Un caso especial, que puede desorientar al lector moderno, es el uso de una tirada para repetir con más detalle o con un enfoque parcialmente distinto el contenido de la anterior, lo que constituye la técnica de series gemelas o similares, relacionada con los versos de encadenamiento antes citados. Por ejemplo, en la tirada 73 se refiere de otra manera el contenido del pregón por el que el Cid convoca tropas contra Valencia, que ya había sido expuesto al final de la tirada 72. Un caso conexo es el de las series paralelas, en las que se narran en estrofas consecutivas sucesos que en realidad son simultáneos. Así se hace con los preparativos que se realizan en la corte del rey y en el alcázar de Valencia para acudir a las vistas junto al Tajo (series 103-104). Lo mismo sucede en las lides judiciales al final del poema, pues los combates de las tres parejas de contendientes se producen al mismo tiempo, pero el poeta los refiere sucesivamente, en tres estrofas distintas (tiradas 150-152). La técnica tanto de las tiradas gemelas como de las paralelas se relaciona con el procedimiento de la ‘narración doble’, que se explicará más adelante. Por último, hay que indicar que Webber [1975] y Montgomery [1986 y 1991a:359-360], apoyados por Orduna [1987:13], han visto en el cambio de asonancia que implica la transición entre series una motivación temática. Por ello establecen una interrelación entre el contenido de la tirada y su rima; así, í-a se asociaría a perso- clxxxvi prólogo najes femeninos y a valores de piedad o esperanza (tir. 12, 16, 41, 51 y 109, pero confróntense tir. 89, 92 y 129), mientras que á-a lo haría al ataque a una fortaleza (por ejemplo, tir. 23, 29, 33, 69, 75, frente a tir. 4, 6, 8, 10, 84, 103 o 125). Aunque pueden apreciarse algunas tendencias de este tipo, carecen de regularidad y, por tanto, de un significado neto. En algunos casos, la coherencia temática puede ser casual, debido al escaso uso de determinado asonante, como é-a en las tiradas 2, 70 y 73, u ó-a en las tiradas 53 y 55. En general, parece que más que una adecuación al tema, existe una relación con los personajes que intervienen en la acción o con los lugares donde se desarrolla, dado que los nombres propios suelen proporcionar la rima (véanse Aguirre, 1981 y Montgomery, 1986:20-21). En virtud de ello, la aparente dependencia del contenido se deberá más bien al tipo de acciones realizadas por ciertos actores en determinados escenarios.134 Barker [1996:20-25] apela también a cierto valor semántico de la rima, pero basado en razones internas, vinculadas a la asociación entre series; por ejemplo, «en la tirada once, con asonante “a-o”, Martín Antolínez sugiere que el Cid visite a su familia. Cuando el Cid lo hace, en la tirada quince, se emplea el mismo asonante» (p. 20). Dado el sistema de correlaciones del Cantar, esta propuesta resulta algo más probable, pero sigue exigiendo un maximalismo funcionalista en el empleo de la rima al que la poesía en general no suele tender. En todo caso, la misma autora ha detectado una clara tendencia del poema a agrupar las tiradas de forma ternaria (más rara vez cuaternaria),135 mediante el empleo de dos tiradas con la misma rima separada por otra de rima diferente. Entre estos bloques de a tres, a veces se presentan series aisladas, que suelen corresponder a momentos de transición o recapitulación. Barker [1996:26-27] atribuye estas agrupaciones a «un plan y un patrón consistentes y complejos», aunque posiblemente se deban más bien a puro instinto poético o, dicho en términos menos impresionistas, al resultado, en general inconsciente, de una alta competencia activa en el empleo de los recur134 Para otras cuestiones relativas a la frecuencia y disposición de las rimas, véase Staaf [1925], M. Pidal [1963:151-156] y Aguirre [1979]. Otros recursos fónicos conexos, pero menos importantes, como la rima interna o la aliteración, se comentarán más adelante. 135 Excepcionalmente, la alternancia se prolonga durante seis tiradas entre la 6 y la 10 (en que se turnan las rimas á y á-o) y entre la 17 y la 22 (con sucesión de á y ó); véase Barker [1996:10]. constitución interna clxxxvii sos fónicos y estructurales de la lengua poética, sin necesidad de atenerse a un plan determinado. Sea como fuere, resulta claro que, aunque no podamos asignarles una función estricta, el Cantar tiende a ese tipo de agrupaciones, como ejemplo de las cuales pongo el esquema que dicha autora ofrece del reparto de tiradas en el episodio de Alcocer (p. 11): 26. a 27. 28. 29. 30. a-a a-o a-a a-o 31. e-o 32. 33. 34. a a-a a 35. 36. 37. o a o 38. 39. 40. a-o a a-o En un último estadio, las tiradas o series se agrupan en tres grandes partes o secciones llamadas cantares. El manuscrito conservado carece de cualquier indicación expresa de división interna, pero los propios versos del poema aluden a la misma, aunque en un caso de forma algo ambigua. Por ello, se han defendido dos particiones distintas. La más antigua, apuntada ya por Hinard [1858] y Janer [1864] y retomada por algunos editores modernos, admite la existencia de dos cantares, cuya frontera marcarían los versos 2776-2777: «¡Las coplas d’este cantar, aquí·s’ van acabando, / el Criador vos vala con todos los sos santos!». El primer cantar abarcaría, pues, los versos 1-2777 y relataría todos los sucesos relativos al destierro del Cid, desde la orden de exilio hasta la reconcilia- clxxxviii prólogo ción con el rey y, como efecto secundario de la misma, las bodas de las hijas del héroe con los infantes de Carrión. El segundo agruparía los versos 2778-3730, el último de los cuales cierra explícitamente el Cantar: «en este logar se acaba esta razón». Posteriormente, Lidforss [1895] y M. Pidal [1911] establecieron la división en tres cantares que después ha sido comúnmente admitida. Justifican la división de los cantares primero y segundo con el verso 1085: «Aquí·s’ compieça la gesta de mio Cid el de Bivar», entendiendo gesta en el sentido de ‘parte de un poema épico’. De este modo, el Cantar se compondría de tres secciones, a las que M. Pidal denominó Cantar del Destierro (vv. 1-1084, desde la partida de Vivar hasta la victoria sobre el conde de Barcelona), Cantar de las Bodas (vv. 1085-2277, desde el comienzo de la campaña levantina hasta el matrimonio de las hijas del Cid)136 y Cantar de la Afrenta de Corpes (2278-1370, desde la escena del león escapado hasta el desenlace). El papel de estos cantares, al margen de su utilidad para dividir el texto en tres secciones de recitación aproximadamente iguales, no es totalmente homogéneo, lo que ha llevado a algunos editores a prescindir de la división del cantar segundo (así Garci-Gómez, 1977) e incluso de la del tercero (Horrent, 1982; Pattison, 1993). El reparto en dos cantares tiene a su favor una mejor adecuación a la estructura interna del Cantar, al coincidir su división con el punto de inflexión que desencadena la segunda parte de la trama, el episodio del león (nota 2278-2310䡩). También la apoya el hecho de que gesta significase en castellano medieval sólo ‘hazaña, proeza’ o, en todo caso, ‘historia o relato de una hazaña’, por lo que en el verso 1085 no puede referirse específicamente a un poema épico (llamado entonces un cantar o fabla de gesta), y menos aún a una de sus secciones. No obstante, ese mismo verso implica una diferencia entre lo anteriormente narrado y la gesta o hazaña cuyo relato comienza entonces (nota 1085䡩). De hecho, se emplea ahí una típica fórmula para el inicio de una obra o sección de la misma y la propia HR comienza exactamente igual: Hic incipit gesta de Roderici Campidocti, como ha señalado Zaderenko [1998b:83]. Si a esto se añade que la gesta que se va a relatar es la conquista de Valencia, la 136 En realidad, M. Pidal [1911:30 y 1066] establece la frontera del cantar segundo entre los versos 1086 y 1085, porque considera que su orden está invertido en el texto manuscrito, criterio aceptado en la presente edición (nota 1086䡩). constitución interna clxxxix mayor de las proezas del Cid, se entiende que el autor haya querido destacarla de esta manera, para deslindar las actividades del Campeador realizadas en las tierras del interior peninsular, transitorias y orientadas a la mera subsistencia, de las que se desarrollan en la costa levantina, tendentes a alcanzar una morada permanente a través de la conquista y la colonización (compárense las notas 10851169䡩 y 1236-1307䡩). Por lo tanto, aunque la importancia estructural de la división marcada por el verso 1085 es menor que la del verso 1277, resulta preferible aceptar la división en tres cantares. el sistema formular Además de la organización métrica, el estilo épico tradicional proporciona seguramente al Cantar otro recurso característico: su sistema formular, es decir, el uso reiterado de determinadas frases hechas bajo ciertas condiciones métricas. No obstante, en este caso la seguridad es mucho menor que en el aspecto prosódico, porque (como ya he avanzado arriba) las fórmulas del Cantar guardan estrecha relación con las de la épica francesa del siglo xii y porque, en muchos casos, no pueden derivar de los cantares de gesta anteriores, bien porque afectan a temas o aspectos no presentes en ellos, bien porque responden a innovaciones de dicho período. Un ejemplo obvio es el del combate, cuya descripción, altamente estereotipada, responde a las innovaciones producidas en el manejo de la lanza en el tránsito de los siglos xi al xii (nota 625-861䡩). Esto resulta incompatible con poemas supuestamente compuestos en los siglos xi e incluso x, por lo que ha de admitirse bien que el Cantar renueva un sistema formular autóctono en la línea de la épica francesa coetánea, bien que los cantares castellanos previos fueron remozados a lo largo del siglo xii, antes de la composición del Cantar, siendo más probable lo primero. Una cuestión previa en este campo radica en determinar qué ha de entenderse exactamente por fórmulas y expresiones formulares. De Chasca [1970] intentó proporcionar una definición que tuviese en cuenta las peculiaridades métricas de la épica castellana, pero la propuesta resultante es demasiado vaga e impide análisis comparativos, por apartarse demasiado de la comúnmente aceptada (Duggan, 1974:265, Miletich, 1976:117-118). De todos modos, varias de las consideraciones teóricas realizadas por De cxc prólogo Chasca [1970 y 1967; ed. 1972:331-338] sí deben tenerse en cuenta. Por su parte, Duggan [1974] realiza un acercamiento bastante provechoso, del que adoptaré diversas sugerencias, pero presenta una carencia importante al no diferenciar netamente entre fórmula y expresión formular, lo que falsea las estadísticas resultantes (Chaplin, 1976:18; Miletich, 1976:119-121). En esa misma línea, considera ocurrencias de la misma fórmula las variantes que se diferencian solo por la palabra en rima (Duggan, 1974:264-266). Está claro que dos expresiones con esa disparidad pueden presentar una mayor cercanía que otras locuciones formularias. Sin embargo, el hecho de que en la prosodia épica castellana la rima sea uno de los pilares del sistema, como se ha visto antes y subraya Horrent [1982:xi], obliga a considerar el asonante como una de las ‘mismas condiciones métricas’ cuya satisfacción caracteriza la fórmula. Por lo tanto, dos expresiones que determinen asonancias distintas o son dos fórmulas (si cada una de ellas se repite por separado) o simples variantes de una frase formular. En cuanto a casos de mero parecido, también aceptados por Duggan [1974:263], como «abiertos amos los braços» (203) frente a «los braços abiertos» (488), ni siquiera puede hablarse de locución formular, si se entiende que la estabilidad de la misma es en buena parte la que le permite cumplir su función como apoyo de la composición o del recitado, sobre todo en la concepción mecanicista de su uso prevaleciente en el oralismo y criticada por De Chasca [1970:252-254] y Catalán [2001:379-389]. Para las nociones aquí sintetizadas me baso especialmente en Chaplin [1976] y Miletich [1976]. Se entiende, por fórmula, pues, un grupo de palabras empleado regularmente bajo las mismas condiciones métricas para expresar una determinada idea; esto es, la expresión estereotipada de una misma idea que se repite dos o más veces a lo largo del poema,137 137 La cuestión del número de repeticiones no deja de tener su importancia, sobre todo para identificar expresiones formulares, ya que el parecido puede ser casual y, por tanto, inducir a error (véase Chaplin, 1976:13-14 y compárese Miletich, 1976:112-113). Por ello, De Chasca [1968:335] considera necesario establecer el umbral en tres repeticiones. Esta solución tampoco es totalmente satisfactoria, porque le obliga a excluir del repertorio varias fórmulas estrictas que solo se repiten dos veces. Según cálculos de Geary [1980:29], la distribución porcentual de los componentes formulares del Cantar por número de ocurrencias es la siguiente: dos veces, 60 %: tres veces, 20 %, y cuatro o más veces, 20 %. Por otro constitución interna cxci llenando todo un hemistiquio y, si ocupa el segundo, proporcionando la palabra en rima. Por ejemplo, en los versos 2901: «¿Ó eres, Muño Gustioz, mio vassallo de pro?» y 3193: «A Martín Antolínez, mio vassallo de pro». Por su parte, la locución formular es una variación de la fórmula que satisface similares condiciones métricas y posee la misma estructura sintáctica, pero coincide sólo parcialmente en las palabras, de las cuales una al menos debe ser la misma. Es lo que ocurre en los versos 402, «a la Figueruela mio Cid iva posar», y 415: «a la Sierra de Miedes ellos ivan posar». Para admitir que ciertas expresiones pertenecen a esta categoría han de ser semánticamente equivalentes e intercambiables. De todos modos, esto no excluye la adaptación connotativa al contexto, dado que las mismas palabras pueden presentar diversos matices en virtud del tono general del pasaje en que se insertan. Por otro lado, el anisosilabismo del Cantar permite cierta flexibilidad, por lo que las fórmulas admiten leves variaciones (como la adición o supresión de preposiciones y artículos, o el cambio de persona o tiempo verbal, si no afecta al asonante), sin perder por ello su carácter de fórmula estricta. Sirvan de ejemplo las siguientes: a) Fórmula del primer hemistiquio: aguijó mio Cid, a la puerta se llegava (37) aguijó mio Cid, ívas’ cabadelant (862) b) Fórmula del segundo hemistiquio: que enpleye la lança e al espada meta mano (500) la lança á quebrada, al espada metió mano (746) mio Cid enpleó la lança, al espada metió mano (1722) c) Fórmula de ambos hemistiquios: e por el cobdo ayuso la sangre destellando (501) por el cobdo ayuso la sangre destellando (781, 1724 y 2453) En cuanto a frases formulares, véanse las variaciones de cada una de las tres fórmulas precedentes:138 lado, el hecho de que la fórmula pueda satisfacer la rima favorece su aparición en el segundo hemistiquio, con un 53,69 % de las ocurrencias, frente al 46,31 % en el primer hemistiquio (Geary, 1980:13-14). 138 Aunque en los análisis de esta índole suelen distinguirse las fórmulas estrictas de las locuciones formulares por el empleo de un subrayado continuo y otro discontinuo, respectivamente, prefiero usar aquí sólo la cursiva, con el fin de destacar gráficamente los ejemplos comentados. cxcii prólogo a) aguijava el conde e pensava de andar (1077) b) el astil á quebrado e metió mano al espada (2387)139 Martín Antolínez mano metió al espada (3648)140 c) por la loriga ayuso la sangre destellando (762)141 La locución formular no debe tener necesariamente como correlato una fórmula estricta. Puede ser simplemente un haz de variantes en torno a una idea, lo que suele producir una mayor dispersión formal:142 antes seré convusco que el sol quiera rayar (231) otro día mañana, el sol querié apuntar (682) Según estas modalidades, caben tres casos: que exista una fórmula sin locuciones formulares; que haya una fórmula acompañada de locuciones formulares y que existan sólo locuciones for139 El primer hemistiquio de este verso es también una frase formular, que ya aparece asociada a una fórmula similar en el verso 746. Igualmente, los primeros hemistiquios de los versos 501 y 1722, ya citados, se adscriben a una misma locución formular. 140 Existe otra forma más en el verso 3642, donde el manuscrito dice «al espada metió mano», pero la rima exige editar «mano al espada metió» (según la sugerencia de Restori, 1890, que he adoptado) o «al espada mano metió» (propuesta de Lidforss, 1895). 141 Este caso es problemático. El cambio de cobdo por loriga no es trivial, sino que representa la derrota frente a la victoria, pues la sangre del enemigo corre por el brazo del vencedor y la propia por la loriga del vencido. Por lo tanto, pese a la obvia similitud verbal, no está claro que esta frase satisfaga las exigencias de equivalencia semántica y capacidad de intercambio exigida por la función formular (aspecto destacado por Miletich, 1976:1; 9-120). Casi podría hablarse de una transgresión deliberada del mecanismo formulario, para marcar artísticamente el contraste explicado. 142 En este ámbito y en el de las fórmulas estrictas que presentan además variaciones formulares (algunas de las cuales pueden ser también fórmulas a título propio) cabe el empleo del concepto de ‘archifórmula’ propuesto por Montaner [1994a:675 y 678] y que podría definirse como el denominador común de un conjunto de expresiones formulares, que da cuenta de la idea expresada, de la estructura sintáctica y de los principales elementos verbales del conjunto formular de que se trate. Así, las archifórmulas presentes en los casos comentados serían aguijar [+ sujeto], meter mano al espada, por [+ parte del cuerpo o del vestido] ayuso la sangre destellando y el sol quiere [+ verbo que indica la salida del sol]. En estos modelos, los paréntesis indican segmentos opcionales y los corchetes segmentos obligatorios pero variables, designados por medio de su categoría gramatical (morfológica, sintáctica o semántica, según los casos). constitución interna cxciii mulares, sin el modelo de una fórmula estricta. El conjunto de todas ellas y de sus formas de utilización configura el sistema formular de la obra. Este sistema opera en tres niveles: el de la composición, el de la constitución del texto y el de la recepción. En el primer nivel, las fórmulas son una ayuda para el poeta, pues le facilitan la obtención de la rima y la elaboración de episodios que abordan el mismo tema o uno parecido. Para la escuela oralista se trata prácticamente de la única misión de las fórmulas, ya que, a su juicio, son sólo un recurso para que el juglar pueda improvisar el poema conforme lo recita, aplicando su repertorio de fórmulas a un esquema argumental previo. Sin embargo, no parece ser éste el caso del Cantar ni del conjunto de la poesía épica medieval europea, que resulta demasiado extensa y compleja para ser el resultado de una improvisación oral, como ya se ha visto en el § 1. Al no ser la utilización de fórmulas un puro recurso mecánico para la composición, éstas pueden cumplir un papel estilístico en la constitución del texto. Éste depende de una selección deliberada por parte del poeta, en virtud de factores como la armonía o el contraste con el tono de la escena o un determinado efecto fónico o rítmico. Sin duda, dada la recepción básicamente oral del poema en la Edad Media, el uso de fórmulas cumple una importante misión práctica: ayudar al juglar a memorizar los versos épicos y facilitarle al auditorio la comprensión de la obra aumentando la redundancia. No obstante, satisface también una preferencia estética: el gusto por ver tratados determinados temas de una forma parecida, pudiendo actuar una fórmula además como leitmotiv que transmite determinadas connotaciones o sugerencias. Como señala Boutet [1993:95], «el empleo que se hace de las fórmulas [en los cantares de gesta], con el juego de repeticiones y de variaciones, se funda ante todo en una estética», la cual, según el mismo autor [1996:9], constituye «una escritura estilizada y una estética de la repetición». La relación entre el sistema formular y el modelo compositivo ha llevado a realizar diversos análisis cuantitativos, con el fin de apreciar el porcentaje de fórmulas del Cantar y determinar, en consecuencia, si puede tratarse o no de una obra de producción oral (y más concretamente, de improvisación oral, como en el caso de la épica moderna en servocroata). Según De Chasca [1967; ed. 1972:334], el contenido formular es del 17 % (pero su recuento sigue parámetros peculiares, como se ha dicho), lo que para él cxciv prólogo significa que es un texto de tradición oral, pero no improvisado. Para Duggan [1974 y 1989:136-139] y Geary [1980:13 y 19-20] es del 32 % (cifra que amalgama las fórmulas estrictas y parte de las locuciones formulares, según se ha indicado), lo que, en su opinión, es resultado de la improvisación oral. En cambio, Chaplin [1976:18-19] detecta un 47 % de material formular (23,5 % estricto y 23,5 % variable), lo que le lleva a admitir que el Cantar depende del estilo de la tradición oral, pero que no es fruto directo de ella. Lo que se desprende del análisis de la poesía oral yugoslava es que un texto con un 50 a 60 % de formulismos, con una proporción del 10 al 25 % de fórmulas estrictas, indica composición literaria, y sólo un claro predominio de estas últimas (a partir de un 50 %) permite detectar con seguridad una composición oral (véase Miletich, 1976:113-114). En esta tesitura, o se aboga por establecer un límite más bajo para reconocer la oralidad en un texto medieval (como hace Duggan, 1974:268, al fijarlo en el 20 % de contenido formular total) o no se puede admitir que el Cantar sea un producto oral. Dado que la primera opción viene justificada en buena parte por la presuposición apriorística hecha por algunos autores del carácter de improvisación oral de determinadas chansons de geste,143 parece más razonable pensar en lo segundo, que concuerda mejor con el funcionamiento interno del sistema formular del Cantar. Este último aspecto incide ya en el papel de las fórmulas respecto de la constitución interna del texto.144 En términos generales, puede decirse que «el formulismo es, en poesía, redundancia fuertemente funcionalizada y formalmente estilizada» (Zumthor, 1987:241). Esa función formular puede ser narrativa, demarcativa o descriptiva. Las fórmulas descriptivas son aquellas que hacen posible caracterizar algún elemento introducido en el relato; las demarcativas, las que indican un cambio en el transcurso de la acción, y las narrativas, las que permiten referir los sucesos que ocurren a lo largo del poema. En realidad sólo una pequeña parte de los sucesos narrados recurre a alguna fórmula, de modo que no todas las acciones posibles tienen asociada algún tipo de expresión formular 143 En los términos que emplea Chaplin [1976] u otros semejantes. Para todo este razonamiento, véase Deyermond, 1977:31, 1980:85-86 y 1987:40-42. A conclusiones similares llega Miletich [1974, 1978 y 1981], mediante un enfoque distinto de la cuestión formular. constitución interna cxcv y, en cambio, determinadas situaciones recurrentes poseen varias, no sólo para distintos aspectos de la misma, sino también para uno solo. Básicamente, las fórmulas narrativas pueden referirse al paso del tiempo, a los gestos corporales, a la expresión de emociones, a los desplazamientos y al combate. Las primeras tienen como misión esencial establecer la secuencia cronológica de los acontecimientos, con fórmulas cómo otro día mañana (vv. 394, 413, 645, 682, 1555, 1816, 2062, 2069, 2112, 2651, 2870 y 2878) o cuando saliesse el sol (vv. 2111, 2704 y 3465), o bien la duración de un suceso, como las noches e los días (vv. 824, 1467, 1823, 2536, 2842 y 2921). Las segundas se aplican a una reducida serie de ademanes que poseen especial significado en el Cantar, por ejemplo, la cara se santiguó (vv. 216, 410 y 3508), que es un gesto de sorpresa (nota 1340); prísos’ a la barba (vv. 1663, 3280 y 3713), lo que el héroe hace en situaciones graves (nota 268䡩), o las manos le besó (vv. 1367, 2039, 2018, 3180, 3414 y 3486; variantes en vv. 153, 159, 894, 132, 1338, 1443, 1608, etc.), que es el símbolo jurídico del vasallaje (nota 879䡩). En cuanto a las emociones, su expresión formular se reduce a los polos de alegría y tristeza. En ambos casos existen fórmulas colectivas, como grandes son los gozos (vv. 1211, 2505, 2507 y 3711) y grandes son los pesares (v. 3697), e individuales, del tipo alegre era (vv. 1157, 1219, 1305, 1739 y 2273) o, para expresar satisfacción, plogo a (vv. 304, 305, 522, 860, 945, 1016, 1302, 1345, 1721, 1858, 1917, 2164, 2341 y 2398), opuesta a pesó a (vv. 861, 1345, 1859, 2042 y 2835). Estas últimas pueden presentar además un refuerzo enfático: plógol’ de coraçón (vv. 1455, 2648 y 3019) y pesól’ de coraçón (vv. 2815 y 2821). Mención especial merece en este terreno la fórmula alusiva a la acogida de malas noticias: una grant ora [+ sujeto] pensó / calló e comidió (nota 1889䡩), en las que el pesar queda implícito en la actitud reflexiva del receptor. En cuanto a los desplazamientos, dan lugar a fórmulas sobre acciones generales, 144 Sobre el funcionamiento interno del sistema formular del Cantar desarrollo mi propio planteamiento de conjunto, pero teniendo en cuenta las aportaciones de De Chasca [1967:167-174 y 207-218], Waltman [1973 y 1980], Miletich [1981], Bravo [1985], Orduna [1999] y Gómez Redondo [2000]. Aunque no es su objetivo principal, también aporta datos muy interesantes Geary [1980]. Para un muestrario más amplio de fórmulas, puede consultarse De Chasca [1968], pero téngase en cuenta que su repertorio se atiene a su particular definición de fórmula, ya comentada, y que se basa en la edición crítica de M. Pidal [1911], por lo que algunas de las ocurrencias que da se deben a las modificaciones efectuadas por dicho editor en su texto. cxcvi prólogo como aguijan a espolón (vv. 2009, 2693 y 2775) o luego cavalgava(n) (vv. 54, 1539 y 1555), junto a locuciones formulares para expresar trayectos concretos, como en «trocen las Alcarrias e ivan adelant» (v. 543) y «trocieron Arbuxuelo e llegaron a Salón» (v. 2656). Pero el tema que posee un repertorio de fórmulas más amplio y utilizado es el combate en campo abierto. Éste se narra a menudo mediante una sucesión de fórmulas que permite su descripción completa en ocho fases. Para cada una de ellas existen varias fórmulas, que el poeta elige en virtud de consideraciones métricas (especialmente la rima de la estrofa) y estilísticas. Se enumeran a continuación, dando algunas muestras formulares (en cursiva las fórmulas estrictas, en redonda las expresiones formulares): 1) Referencias generales: a menos de batalla (984, 989), pora huebos de lidiar (1461, 1695). 2) Preparativos: metedos en las armas (986, 991, 1827), de todas guarnizones (1715, 3476). 3) Ritos de guerra: ¡feridlos, cavalleros! (597, 720, 1139), ¡yo só Ruy Díaz! (721, 1140). 4) La carga: embraçan los escudos delant los coraçones (715, 3615), abaxan las lanças a bueltas de los pendones (716, 3616), enclinaron las caras de suso de los arçones (717, 3617), íva(n)los ferir (718, 2384, 2395). Las fórmulas de esta fase no son alternativas, sino complementarias y suelen aparecer todas seguidas, pues forman una secuencia que describe el proceso completo de lanzarse al combate (nota 625-861䡩). 5) El choque: fiérense en los escudos (3625, 3673), da(va)nle grandes colpes (713, 2391), falsóle la guarnizón (3676, 3679, 3681), el espada en la mano (757, 790, 1745). 6) La persecución: de los que alcançava (472, 758), duró el segudar (777, 1148, 2407). 7) El desenlace: arrancólos del campo (1851, 2458), oviéronlos de arrancar (1721, 3658), (mal) ferido es de muert (3641, 3688). 8) El aspecto tras el combate: por el cobdo ayuso la sangre destellando (501, 781, 1724, 2453), la cofia fronzida (789, 1744, 2436). En cuanto a la función demarcativa, es la que permite a la voz del narrador indicar un cambio en la marcha de la acción. Es frecuente que este papel delimitador se acompañe de la función conativa, es decir, de una apelación directa al público en segunda persona, a fin de hacerlo más estrechamente partícipe del relato. La demarcación suele afectar a tres ámbitos: acotar los pasajes en constitución interna cxcvii estilo directo (fórmulas de la elocución), cambiar de tema o de centro de atención del relato (fórmulas de transición) y atraer la atención del auditorio sobre determinado aspecto (fórmulas deícticas o de presentación). En este ámbito formulario predominan modelos cuyo uso se acomoda a cada caso concreto, especialmente en el cambio del nombre de la persona a la que se refiere el relato. Esto genera un conjunto de locuciones formulares, pero como algunas de esas variantes se repiten literalmente, por ligarse a figuras que intervienen varias veces, se dan también fórmulas estrictas. Por ello conviene presentar la cuestión en términos de archifórmula, es decir, del patrón común sobre el que se basan tanto las fórmulas estrictas como las variantes formulares. En el caso de la delimitación del discurso directo, las archifórmulas se componen en general de un verbo de dicción o elocución (verbum dicendi) y de su sujeto (un nombre propio o su sustituto). A este esquema responden las fórmulas que introducen un parlamento, como dixo [+ sujeto], fabló [+ sujeto],145 essora dixo [+ sujeto] y oíd lo que dixo [+ sujeto], como en «Essora dixo Minaya: —De buena voluntad» (v. 1282) y «Essora dixo el rey: —Plazme de coraçón» (v. 1355). Igualmente, las fórmulas que indican reacción ante una elocución previa: respuso [+ sujeto] y respondió [+ sujeto], tales como «Respuso el conde: —¡Esto non será verdad!» (v. 979) y «Respuso Minaya: —Esto non me á por qué pesar» (v. 1390). Con la misma estructura sintáctica, pero con el orden invertido, se encuentran las archifórmulas que llenan ambos hemistiquios. El primero viene ocupado por el sujeto y el segundo por la parte más estrictamente formular, odredes lo que dixo (1024, 3353) y compeçó de fablar (1114, 1456, 3306); por ejemplo, en «Fabló Martín Antolínez, odredes lo que á dicho» (v. 70) y «Diego Gonçález odredes lo que dixo» (v. 3353). Las fórmulas de transición se dirigen al auditorio en segunda persona para indicarle el cambio de focalización de la narración, es decir, el momento en que el relato deja de ocuparse de un personaje para centrarse en otro. Sus archifórmulas son dirévos (de) [+ sustantivo] (que puede aparece en cualquiera de los dos hemistiquios) y quiérovos dezir (nuevas) (de) [+ sustantivo] (que colma 145 En los versos 1086 y 2043, esta fórmula se completa con otra del segundo hemistiquio: e dixo esta razón. Esto permite suplirla en el verso 2036, mal transmitido por el manuscrito (véase la nota 2036-2036b▫). cxcviii prólogo todo el verso, siendo el suplemento introducido con de o el complemento directo los que ocupan el segundo hemistiquio). De ambas variantes hay sólo dos apariciones; la primera lo hace en «Dirévos de los cavalleros que llevaron el mensaje» (v. 1453) y «Los dos han arrancado, dirévos de Muño Gustioz» (v. 3671); la segunda, en «Quiérovos dezir del que en buen ora cinxo espada» (v. 899) y «Dezirvos quiero nuevas de allent partes del mar» (v. 1620). Las fórmulas deícticas o de presentación consisten en una apelación al oyente para llamar su atención y, normalmente, despertar también su admiración sobre determinado aspecto del relato. En su caso, la variabilidad es todavía más patente, pues el elemento reiterado es mínimo, dado que sólo hay una fórmula estricta, presente en «Veriedes cavalleros venir de todas partes» (v. 1415) y «Veriedes cavalleros que bien andantes son» (v. 2158). Las archifórmulas son: afevos [+ sustantivo], felos en [+ topónimo] e (ý) veriedes (tantos, -as) [+ sustantivo o infinitivo], las cuales se reparten en dos clases: las que se construyen con los deícticos afevos (‘helos aquí’) y felos en (‘helos en’) y las que usan el verbo ver, que se emplean especialmente para presentar combates. El uso de los deícticos únicamente posee carácter formular cuando éstos encabezan el hemistiquio, seguidos por un sustantivo, como en «Afévos doña Ximena, con sus fijas dó va llegando» (v. 262) o en «Felos en Valencia con mio Cid el Campeador» (v. 3701). Sucede algo parecido con el empleo de veriedes, pero éste da lugar a la fórmula estricta ya señalada (1415, 2158). En el verso 1776: «Quiérovos dezir lo que es más granado» se emplea también con valor deíctico una locución que, como se ha visto, se usa en otros casos como marca de transición. En relación con las fórmulas de presentación pueden citarse otros dos recursos utilizados para enfatizar la narración que a veces revisten también naturaleza formular: las exclamaciones y las interrogaciones retóricas. Las exclamaciones responden a dos archifórmulas: ¡Dios qué [+ adjetivo]!, como en los versos 20: «¡Dios, qué buen vassallo, si oviesse buen señor!» o 243: «¡Dios, qué alegre fue el abbat don Sancho!», y ¡Dios qué bien + [verbo]! o, con una pequeña variación, ¡Dios, cómmo [+ verbo]!, según ejemplifican los versos 2243: «¡Dios, qué bien tovieron armas el Cid e sus vassallos!» y 1554: «¡A Minaya e a las dueñas, Dios, cómmo las ondrava!». Las interrogaciones presentan un solo modelo: «el oro e la plata, ¿quién vos lo podrié contar?» (v. 1214), «e los otros averes, ¿quién lo podrié contar?» (v. 1218; cf. Schrott, 2000). constitución interna cxcix Finalmente, la función descriptiva permite representar en el texto las cualidades o condiciones de algunos elementos de la acción, en especial los paisajísticos. Las fórmulas resultan entonces de la asociación usual de un sustantivo y un adjetivo, como en el caso de buen cavallo (vv. 498, 749, 789, 2418) y buenos cavallos (vv. 602, 730, 1508, 1548, 2655), con variantes más complejas, al estilo de cavallos gruessos e corredores (vv. 1336 y 1968). Pero también pueden constar de un sintagma calificativo aplicable a distintos elementos, los cuales pueden pertenecer a la misma clase, como en «e Peña Cadiella, que es una peña fuert» (v. 1330) y «A siniestro dexan Atienza, una peña muy fuert» (v. 2691), o ser de muy distinta naturaleza, por ejemplo: «En medio de una montaña maravillosa e grand» (v. 427), «de la ganancia que an fecha, maravillosa e grand» (v. 1084) o «Venció la batalla maravillosa e grant» (v. 2427). En fin, en ocasiones habría que hablar, más que de fórmulas propiamente dichas, de uso formular, es decir, de la preferencia por determinados adjetivos, como sucede con bueno, grant y preciado. Un recurso ligado al de las fórmulas descriptivas es el epíteto épico. Constituye un tipo particular de fórmula o, para ser exactos, un caso especial dentro del sistema formular, que consiste en la expresión empleada para calificar o designar a determinado personaje. Con más exactitud, se trata de un sustantivo, adjetivo u oración de relativo que acompaña al nombre de un personaje (en aposición en el primer caso, calificándolo en los otros dos) o bien que lo sustituye (Michael, 1961:33). Destaca una cualidad que se supone inherente al individuo al que se aplica, razón por la que se lo denomina epíteto, por más que semánticamente sea especificativo y no meramente explicativo, frente a lo que ocurre con epíteto en la tradición retórica. Está sujeto a un uso formulario, por repetitivo, aunque no siempre se ajuste a las condiciones establecidas para identificar una fórmula estricta ni una frase formular.146 El epíteto se asocia sobre todo al héroe. Así, don Rodrigo es llamado mio Cid el Campeador (vv. 242, 288, 292, etc.), el Campeador 146 Compárese R. Hamilton, 1962:161. Para todo lo relacionado con el epíteto épico en el Cantar, véase Michael [1961], R. Hamilton [1962], Webber [1965], De Chasca [1967:175-195; 1968:338-348 y 1970:259-262], Smith [1972: 67-68; 1977:57-60 y 1983:249-251], Hathaway [1974], Garci-Gómez [1975:278293], Deyermond [1987:39-40], Montgomery [1991b:422-423], Hook [2000], Catalán [2001:483-485] y Ranz [2004]. cc prólogo contado (vv. 142, 152, 493, 1780, 2433), la barba vellida (vv. 274, 930 y 2192), entre otras formas.147 Especial rendimiento ofrece el ‘epíteto astrológico’ (nota 41䡩), que se refiere al favorable influjo estelar bajo el que el Cid había nacido o bajo el que había sido armado caballero. Las formas básicas de cada versión son (el) que en buen ora nasco y (el) que en buen ora cinxo espada, pero existen variedades que permiten emplear esta expresión tan laudatoria con diversas rimas (á, á-a, á-o, ó e í-o) y tanto en pasajes narrativos como en estilo directo.148 El cuadro completo es el siguiente: (el) que en buen ora + nasco + nació + fue nado + fuestes nado + fuestes nacido + nasquiestes vós + nasquiestes de madre + cinxo espada + cinxiestes espada Ø / á-o ó á-o á-o í-o ó narración variante natalicia estilo directo á-e á-a narración estilo directo variante caballeresca Se aplican igualmente epítetos a la esposa y a los compañeros del héroe, de modo que doña Jimena es mugier ondrada (vv. 284, 1604, 1647, 2187) y mugier o dueña de pro (vv. 2519 y 3039, respectivamente), mientras que Martín Antolínez es sobre todo el burgalés de pro (vv. 736, 1992, 2837, 3066 y 3191), pero también el burgalés conplido (v. 65), contado (v. 193), leal (v. 1459) o natural (v. 1500). Por su parte, Minaya Álvar Fáñez es considerado cavallero de prestar (vv. 671, 1432), el bueno de Minaya (vv. 1426, 1430, 1583) y mio diestro braço (vv. 753, 810), en palabras del Cid. Un caso particular es el de don Jerónimo, que, conforme a su condición clerical, es descrito como coronado ‘tonsurado’ en el v. 1288, lo que da lugar a 147 No parece que, tomados aisladamente, los dos principales sobrenombres de Rodrigo Díaz, es decir, el o mio Cid (nota a䡩) y el Campeador (nota 31䡩) puedan considerarse propiamente epítetos épicos (compárese Webber, 1965: 485486). Según De Chasca [1967:175-177] el primero es más bien un título honorífico, mientras que el segundo sí constituiría un epíteto. 148 Para el funcionamiento de estas variables, véanse Pellen [1985 y 1986] y Montaner [1994a:675, 678 y 700]. constitución interna cci los epítetos épicos coronado de prestar (v. 1460), coranado leal (v. 1501) y caboso coronado (v. 1793). Además de estos y los otros caballeros principales del Campeador, recibe epítetos el monarca, designado como el buen rey don Alfonso (vv. 2825, 3001, 3024, 3108, 3126), Alfonso el castellano (vv. 1790, 2976), Alfonso el de León (vv. 1927, 3536, 3543, 3718) o rey ondrado (vv. 878, 1959, 2980). También la célebre montura del héroe presenta su epíteto, Bavieca, el cavallo que bien anda (v. 2394) y el corredor (v. 3513). Incluso el lugar más ligado al héroe posee los suyos: Valencia la clara (v. 2611) o la mayor.149 Los enemigos del Cid, en cambio, no reciben epítetos, ni siquiera neutros o peyorativos. De Chasca [1967:194] cree que traidores cumple este papel, cuando se usa para referirse a los infantes a partir de sus maquinaciones contra Avengalvón (v. 2681), pero en estos casos se trata de una calificación legal de su actuación, ligada a los denuestos rituales de la fórmula del reto (compárense las notas 2535-2762, 2985-3532 y 3533-3707). Quizá sí podría tenerse por tal el crespo de Grañón (v. 3112), aplicado a Garcí Ordóñez, pero al no responder a un uso formulario y ser más bien un apodo, parece preferible no considerarlo así. Por ello, es aceptable concluir que el epíteto épico tiene en el Cantar únicamente connotaciones positivas y se emplea con carácter celebrativo, asociado a los principales personajes y, sobre todo, al héroe, que es el que más variados y expresivos epítetos reúne. En este sentido, es interesante constatar que la mención de don Alfonso se asocia a un epíteto con una frecuencia creciente a lo largo del relato, lo que traduce en el plano estilístico la visión cada vez más positiva que se ofrece del rey, conforme estrecha sus lazos con el Campeador. En general, el uso de las fórmulas no es puramente mecánico, como defienden Webber [1965 y 1986:72-74] y Aguirre [1981], y muchas veces responde a la búsqueda de un efecto estético, según analizan Michael [1961], R. Hamilton [1962], De Chasca [1967:177-182] y Hathaway [1974], por más que no haya que de149 Este frecuente epíteto de Valencia (vv. 2105, 2165, 2588, 2625, 2826, 2840, 3151 y 3711) se aplica también en el verso 3195 a «Barcilona la mayor». Es dudoso si la casa ‘la población’, en aposición a los nombres de Burgos (v. 62), Terrer (vv. 571, 842), Denia (v. 1161) y la propia Valencia (v. 1606) ha de considerarse un epíteto épico toponímico. En mi opinión no, porque es meramente explicativo, no especificativo, lo mismo que el rey aplicado a don Alfonso o el conde antepuesto a Garcí Ordóñez o a Remont Verenguel. ccii prólogo sentenderse de la constricción de la rima al analizar el papel de una fórmula dada, como correctamente advierte Lawrance [1989: 272b]. En efecto, si el poeta hubiera tenido únicamente la necesidad de llenar la rima o un hemistiquio, no hubiera producido ni fórmulas capaces de aparecer bajo distintos condicionantes de rima y contexto, ni varias fórmulas para cada tipo de rima. Esta redundancia formular expresa claramente que la elección de una fórmula no responde automáticamente a los datos del asonante y de la inclusión o no en un pasaje en estilo directo. La subsiguiente indeterminación electiva es la que da un margen a las razones puramente estéticas (adecuación al clima general de la escena, búsqueda deliberada de contraste con el contexto, longitud y ritmo del hemistiquio, sonoridad fónica) en la selección efectuada por el poeta.150 En términos de Miletich [1978 y 1981], la utilización del sistema formular y de otros patrones repetitivos en el Cantar no se debe a un mero uso estructural de las recurrencias, indisociable de la urdimbre de la obra y diseminado por toda ella, sino a su empleo estilístico, caracterizado por un predominio de su función estética y por su deliberada concentración en determinados puntos del poema. Puede ejemplificarse esta situación con los preliminares de las vistas junto al Tajo, en que don Alfonso va a formalizar su perdón al Cid (nota 1990䡩). El Cantar se refiere a los preparativos de ambas comitivas prácticamente en los mismos términos (tiradas paralelas 103 y 104), pero no parece que el recurso a elementos formulares tenga aquí un carácter puramente instrumental. Por el contrario, los detalles que se ofrecen sobre el rey y su séquito tienen un claro propósito: representar, por una parte, la magnificencia que caracteriza al monarca y, por otro, la solemnidad, entretejida de regocijo, con la que se parte hacia las vistas. Todo ello resulta indicativo de la grandeza del rey, pero también de la importancia que se concede al acto de reconciliación con su antiguo vasallo. Si, en virtud de lo antedicho, se supone que la repetición parcial de tales detalles en los versos siguientes tiene como único 150 La obvia falta de economía en el sistema formulario del Cantar se contrapone al carácter restrictivo del mismo en la épica oral yugoslava, en la que un cantor tiene sólo una fórmula para cada ocasión y necesidades métricas (véase Chaplin, 1976:12 y 15), lo que de nuevo aleja al poema castellano de dicho tipo de producción. constitución interna cciii objetivo el de allanar la tarea al compositor o al rapsoda, se perdería la efectividad de la anterior descripción que resultaría trivial. Por otra parte, quedaría sin explicar por qué se han empleado elementos similares pero no estrictamente iguales, como se esperaría de su auténtico carácter formular. Frente a esta explicación insatisfactoria, puede pensarse que el poeta ha buscado expresamente un cierto parecido (no una identidad mecánica) entre ambos pasajes. La clave de este proceder se halla en el proceso de encumbramiento del Cid descrito al tratar de la estructura poemática. En este momento de la acción, el héroe castellano es ya señor de Valencia y, por lo tanto, posee un territorio prácticamente tan importante como el del rey que lo exilió. La semejanza entre la comitiva regia y la del Campeador subraya plásticamente esa cercanía, casi equiparación, entre la posición de un personaje y la del otro. No se quiere con ello establecer una rivalidad entre don Alfonso y el Cid, sino, por el contrario, exaltar el acto que se va a producir a continuación. Porque si el héroe de Vivar busca reconstruir su vínculo vasallático con el rey de Castilla, se debe a su deseo de restaurar ese orden inherente a su naturaleza, según queda expuesto, y no porque su situación de desvalimiento le fuerce a ello. Se aleja así toda sospecha de claudicación y se otorga a la reconciliación de señor y vasallo un papel casi trascendente de restauración de la armonía de la sociedad y, en definitiva, del mundo. Por último, como queda dicho, las fórmulas se ligan también al modo de difusión del poema, mediante su ejecución oral ante un público, ya que constituyen un recurso mnemotécnico para el juglar recitador o cantor y facilitan al auditorio la comprensión del texto, al estar asociadas, como se ha visto, a determinadas situaciones, como la introducción del estilo directo (nota 70䡩) o a temas concretos, por ejemplo la descripción de batallas (nota 625861䡩). Este aspecto enlaza con el correlato de las fórmulas en el ámbito de la disposición narrativa, los llamados ‘temas’ o ‘motivos’, también denominados ‘narremas’ o ‘motifemas’ en otras nomenclaturas literarias.151 Se trata de unidades temáticas que se repi151 Ninguno de los términos es especialmente afortunado. Aquí reservo motivo para elementos compositivos en la línea de los indizados por Thompson [1955], según la definición dada en la nota 51 y, por no apartarme en exceso de la terminología consagrada, emplearé preferentemente tema en relación con la utilización de patrones reiterativos en la presentación de determinados sucesos, aunque yo propondría secuencia tipificada para aquella unidad temática (o célula cciv prólogo ten a lo largo del argumento y que experimentan un tratamiento parecido, mediante diferentes fases (llamadas a veces ‘motivos menores’, mejor ‘subtemas’) que suelen aparecer en el mismo orden y que tienden a ser tratadas en términos similares (a menudo, con el mismo repertorio formulaico).152 En el poema cidiano, el caso más típico es el de la lid campal o batalla en campo abierto, sobre todo si es en defensa de una ciudad (Alcocer, Murviedro y tres veces en Valencia), cuyo sistema formular ya se ha analizado. El esquema genérico de este tema es: consejo de guerra con determinación del plan de ataque, preparativos al amanecer, salida y comienzo del combate mediante un guerrero que da las primeras heridas, carga del conjunto de los caballeros (que a su vez se subdivide en: embrazar los escudos, poner las lanzas horizontales para atacar, adoptar la posición idónea para la carga inclinándose sobre la silla y espolear al caballo), choque con el enemigo combatiendo con lanzas y luego con espadas, relación de los tajos más memorables, derrota y persecución del enemigo y, por último, cobro, recuento y reparto del botín. Por supuesto, esto no significa que todas las lides campales se ajusten servilmente a este esquema, pero sí que éste actúa como trasfondo común. Otro tema recurrente en el Cantar es el de las embajadas, sobre todo las que el Cid envía a don Alfonso. Su estructura también es bastante repetitiva y se desarrolla en siete momentos o subtemas: encargo del Campeador, partida del mensajero, el viaje (con especificación del itinerario o expuesto de forma abreviada), la llegada a la corte y la presentación al rey con grandes muestras de respeto, exposición del mensaje, respuesta del monarca y regreso del mensajero, habitualmente referido de forma mucho más escueta que el viaje de ida. Esta tendencia a emplear temas similares no debe hacer pensar, sin embargo, que el Cantar presenta una mera iteración de episodios, ya que, como se ha visto al hablar de la estructura, existe una clara gradación interna. De este modo, cada tema reiterado es un elemento indispensable para el progreso ascendente del héroe. Por otra parte, no todos los casos en que se trata un asunnarrativa, en acertada expresión de Boutet, 1996:9), que, en cada repetición, es desarrollada de forma semejante, mediante unas mismas fases o escenas y un elenco similar de fórmulas (cf. Montaner, en prensa b). 152 Véase, en general, De Chasca [1970:255-257] y, para el Cantar, De Chasca [1967; ed. 1972:329], Webber [1973], Chaplin [1976:15-17], Waltman [1980] y C. Álvar [1988:24-26]. constitución interna ccv to parecido se puede hablar propiamente de composición a base de temas. Para ello se requiere cierto grado de identidad interna, es decir, una estructuración semejante, y externa, esto es, el empleo de una fraseología similar y, preferentemente, de conjuntos semejantes de fórmulas.153 Otro aspecto del uso de temas, analizado por Webber [1973: 21-26], es el de su función narrativa, puesto que no todas las recurrencias temáticas desempeñan el mismo papel. En concreto, Webber distingue entre temas esenciales (los que sirven directamente a la trama), de elaboración (los que, además o en lugar del papel narrativo, cumplen uno descriptivo o ‘de embellecimiento’) y de ligazón (los que actúan como medio de unión o transición). Al primer grupo pertenecen casos como los ya señalados (batallas, embajadas, asambleas). Al segundo, reelaboraciones expansivas de los subtemas (mayor detalle en la descripción del combate, por ejemplo) o bien temas específicos, como la descripción de la indumentaria en los versos 1506-1512, 1965-1971, 1985-1990 o 3073-3100. Nótese, de todos modos, que este tema dista de ser puramente ornamental, ya que en todos los casos tiene un sentido: destacar el esplendor de los personajes cuyos vestidos se describen, lo que sólo se hace en aquellas situaciones en que el argumento lo requiere (Deyermond y Hook, 1979). Por último, el tema de ligazón por excelencia es el viaje con relación del itinerario, a veces bastante detallado, al menos para determinadas zonas. En opinión de Webber [1973:29], estas diferencias funcionales permiten construir el poema por una sucesiva adición de temas o células narrativas tipificadas, cada una de las cuales es una unidad en sí misma (procedimiento también conocido como ensartado). Por ello, piensa que el poema podría haber terminado en cualquier punto anterior a su actual desenlace o haberse prolongado 153 Punto este último explorado por Waltman [1980]. Debido a este requisito, considero que el análisis de Webber [1973], aunque valioso en muchos puntos, resulta inadecuado al emplear un criterio excesivamente amplio para identificar los temas. Así sucede, por ejemplo, al adscribir al mismo motivo temático las tomas de Castejón, Alcocer y Valencia, que se desarrollan de modos absolutamente diferentes, aunque, lógicamente, todas ellas recurran a algún procedimiento de asedio y conquista. En este aspecto, resultan más ponderados los acercamientos de Chaplin [1976:15-17] y Miletich [1978:92 y 1981:89], quienes establecen, razonablemente, que la «composición a base de temas» está presente en el Cantar, pero no es un factor determinante. ccvi prólogo con hazañas posteriores a las segundas bodas. Una visión parecida expone Adams [1976:9], para quien episodios completos podrían omitirse en la ejecución oral. Tal planteamiento resulta infundado, en virtud del sentido total de la estructura del Cantar, ya expuesto (véase además Huerta, 1948:99-104). Además, el poema cidiano no se compone sólo de unidades cerradas,154 sino que actúa esencialmente a partir de líneas argumentales más amplias (con hipotaxis o subordinación, no con mera parataxis) y con evidentes vínculos entre los distintos episodios y temas, como, por ejemplo, la evolución de las relaciones entre el Cid y el rey o la imbricación del asunto del destierro con el de las bodas, e igualmente la de ambos con el de la afrenta de Corpes y, en definitiva, con el de las segundas bodas. Esto actúa incluso a niveles menores, basados ya en el detalle. Como analiza Friedman [1990:15-16], un recurso característico es la inclusión en un momento dado de elementos que sólo más tarde se revelarán narrativamente útiles, como la presentación de Asur González en las bodas, junto a sus hermanos (nota 2172-2173䡩); el cobro de Colada y Tizona (notas 1010䡩 y 2426䡩), o el envío de Félez Muñoz junto con sus primas, para inspeccionar las arras otorgadas por los infantes (nota 2621䡩). Esta forma de actuación revela una clara concepción prospectiva del argumento, que no puede asimilarse a un procedimiento esencialmente aditivo. A un planteamiento semejante responde uno de los recursos que más contribuyen a dar sensación de unidad al Cantar y a ofrecerlo como un todo orgánico: determinados juegos de contrastes o de semejanzas que remiten de unos a otros pasajes de la obra, haciendo que toda ella se haga presente de forma vívida al auditorio. Así, las puertas que el Cid deja desoladoramente abiertas en Vivar contrastan con el aspecto, pero no con el significado, de las que halla herméticamente cerradas en Burgos: ambas reflejan la desgracia que afecta al Campeador; en cambio, las que poco después se le abrirán en el monasterio de Cardeña coinciden en su apariencia con las de Vivar, pero tienen un sentido opuesto, pues representan la hospitalidad y el auxilio de 154 Adviértase, a este propósito, que tal tipo de composición, a base de temas, no tiene por qué ser un signo de oralidad, como a menudo se pretende. El roman courtois y los libros de caballerías suelen estar construidos mediante unidades temáticas ensartadas y a menudo más estereotipadas que los episodios del Cantar u otros textos épicos. En la literatura caballeresca tales núcleos temáticos constituyen las sucesivas ‘aventuras’ (Marín Pina, 1986:105-108). constitución interna ccvii los monjes, y además un nuevo hogar, aunque transitorio, para su familia. Lo mismo ocurre con la reiteración de la antítesis entre plazer y pesar y otros patrones estilísticos semejantes (Deyermond, 1973 y 1987:32-33 y 35-36; Hook, 2005:100-109). Tampoco es casual que la entrada en escena de los infantes de Carrión recuerde, por el secretismo que emplean y otros detalles, a la de los usureros Rachel y Vidas, pues ambas parejas de personajes pretenden aprovecharse del Cid, los logreros en su desgracia y los aristócratas en su prosperidad, sin participar del esfuerzo y de la solidaridad de grupo que justifican la posesión y el disfrute de la riqueza desde la propia ética del poema (nota 1374䡩). Estos juegos de contrastes y semejanzas remiten así de unos pasajes a otros de la obra, contribuyendo a dar una sensación de coherencia y de ajustada trabazón que redunda en la plenitud del conjunto poético. la voz del narrador En los apartados anteriores se han presentado algunos de los recursos de los que el Cantar se vale para referir los sucesos que contiene. Esto no basta para apreciar la manera en la que se resuelve el conjunto del relato. Para ello es preciso atender al elemento general que aglutina todos los modos de contar que se manifiestan en el poema, lo que constituye la voz del narrador, entendido éste como «el mediador entre el mundo de la ficción y el destinatario» (Segre, 1985:26). Técnicamente, el narrador del Cantar se caracteriza por ser externo (no es un personaje, protagonista o testigo, de la narración misma), heterodiegético (no narra su propia historia), no perspectivista (no adopta el punto de vista particular de ninguno de los personajes), de focalización variable (pues a lo largo de la narración se centra en varios personajes, aunque no asuma necesariamente su perspectiva concreta al referir la historia), no introspectivo (pues no transmite directamente los pensamientos de sus personajes), exceptivo (ya que, cuando así le conviene, no se ajusta, por exceso o por defecto, a la información correspondiente a la perspectiva, focalización o capacidad de introspección adoptadas),155 simultáneo (ya 155 El narrador exceptivo es, pues, el que aplica lo que Genette [1972:211-212] denomina paralepsis y paralipsis; no hay que confundirlo, por tanto, con el narrador no perspectivista (que controla el conjunto de la acción) ni con el dotado de ccviii prólogo que no establece una clara distinción entre el tiempo de la narración y el tiempo de lo narrado)156 e intrusivo o parcial (pues emite juicios de valor sobre los sucesos referidos e incluso increpa a los personajes o al auditorio implícito a lo largo de la narración).157 En definitiva, la voz narrativa del Cantar se manifiesta desde la posición del que tradicionalmente se ha denominado ‘narrador omnisciente’, es decir, aquel que se sitúa al margen o como por encima de los sucesos narrados y que suministra la información independientemente de lo que sabe cada uno de los personajes. Por lo tanto, no adopta la postura de un testigo de los hechos ni se restringe a ver las cosas desde la perspectiva de un determinado personaje, sino que habla de todos ellos con el mismo conocimiento de causa. El narrador siempre sabe más que cada una de sus figuras y puede hablar de cualquiera de ellas con el mismo dominio de la situación. No transmite, pues, los sucesos desde un punto de vista limitado y concreto, sino que le proporciona al auditorio una información general, independientemente de lo que sepa cada personaje por separado. Esta falta de perspectivismo no significa una ausencia de focalización, ya que el narrador no se centra únicamente en el héroe, por más que éste constituya su objetivo fundamental. Por el contrario, otros personajes pueden ocupar, aunque sea temporalmente, el foco central de la narración. De ahí el caso ya comentado de las series paralelas y otros mecanismos como el entrelazamiento, de los que me ocuparé luego. A pesar de su omnisciencia, el narrador no practica su capacidad de introspección, es decir, casi nunca revela directamente los pensamientos de sus personajes, una actitud frecuente en el narrador omnisciente de tipo tradicional. Tampoco efectúa normalmente la etopeya o descripción moral de sus figuras, aunque focalización variable (que dispone de distintas visiones de la acción). Cabría denominarlo también narrador selectivo, pero ello sugeriría sólo la capacidad de restringir la información y no de ampliarla, como puede darse el caso. 156 La distinción diferido / simultáneo guarda relación con el uso del tiempo verbal, pero no lo implica. Así, por lo común, el narrador omnisciente, aunque narre en pasado, tiende a presentar la acción como si la contemplase en directo. En cambio, un narrador en diferido, como suele serlo el autobiográfico, puede emplear a veces el presente histórico, sin menoscabo de la clara diferencia entre su pasado como actor y su presente como narrador. Dichos parámetros, por tanto, no afectan a la caracterización de la voz narrativa, sino al del modo de narrar. 157 Esta categorización parte de las taxonomías de Genette [1972 y 1983] y Segre [1985], pero se atiene al análisis de variables expuesto en Montaner [2003]. constitución interna ccix parte de los epítetos épicos aludan a las cualidades de sus destinatarios. En consecuencia, la caracterización de los personajes se efectúa básicamente mediante dos recursos: lo que el narrador nos dice sobre ellos (sus acciones) y lo que ellos mismos dicen (sus palabras). Esto hace que las intervenciones directas de los personajes sean muy numerosas y que la proporción del diálogo frente a la narración sea en el Cantar excepcionalmente alta. De ambos aspectos (presentación de los personajes y formas del diálogo) me ocuparé con más detalle posteriormente. Un resultado combinado de la omnisciencia del narrador y de su actitud tanto hacia lo que cuenta como hacia sus destinatarios es el uso de la ironía dramática. Ésta consiste en suministrar al lector u oyente más datos de los que poseen los propios actores, lo cual crea un contraste entre sus expectativas y las del público. Dependiendo del caso, ese contraste puede generar comicidad o tensión dramática. En el Cantar sucede más bien lo segundo, de modo que el auditorio asiste impotente a situaciones en las que sabe que un personaje está siendo engañado por otro, como en la despedida de los infantes de Carrión en la corte cidiana de Valencia, pues el Cid no conoce los planes de venganza de sus yernos, pero los oyentes sí. Por otro lado, el narrador juega también con las expectativas del auditorio, como sucede en el caso de la acampada en Corpes. En ese tramo del relato, el receptor (lea u oiga) está esperando que se consumen los alevosos planes de los infantes. La descripción del robledal le sugiere de inmediato, de acuerdo con las concepciones medievales del espacio, que se encuentra en el escenario de la afrenta. Pero entonces los personajes llegan a un risueño vergel, donde hacen noche. Ese tipo de paisaje estaba tradicionalmente asociado al amor, como así se verifica. Esto suspende las expectativas del público, porque no se esperaría que la agresión se realizase allí. Sin embargo, será en ese mismo claro del bosque, a la mañana siguiente, cuando aquélla se produzca (nota 2698䡩). Se conculca así todo lo esperado, pues si el paisaje era el del amor, la hora, «cuando salié el sol» (v. 2704), se correspondía en la lírica tradicional al momento de encuentro de los amantes, tras la separación nocturna. De este modo, el narrador se complace en provocar un contraste entre lo que su auditorio aguarda y lo que le ofrece, actitud comparable a la ya comentada a propósito de la novedad estructural en la forma de resolver por la vía legal el conflicto que dicha afrenta suscita. ccx prólogo En todo caso, este uso de la ironía dramática no significa que el narrador rehúya el humorismo. Por el contrario, en determinadas ocasiones la voz narrativa adopta un tono deliberadamente irónico para recrear situaciones cómicas. Éste se presenta, junto a otros recursos de comicidad, en pasajes cuyo enfoque humorístico ha sido ya perfectamente establecido,158 como el empeño fraudulento a Rachel y Vidas (nota 65-213䡩), la escena de la prisión y libertad del conde de Barcelona (notas 954-1086䡩 y 1025䡩) o la escapatoria del león en el alcázar de Valencia (nota 2278-2310䡩). Pero esa actitud se da también en otras ocasiones, bien en boca del narrador, bien transferida a otros personajes, singularmente el propio Cid, quien, junto con Guillermo de Orange, es uno de los pocos héroes épicos con sentido del humor, como muestra su diálogo con el fugitivo Bucar en los versos 2408-2417. Incluso cuando las noticias son malas, la ironía, aunque sea amarga, no le abandona. Así se aprecia en sus primeras palabras al conocer el ultraje de sus hijas: «¡Grado a Christus, que del mundo es señor, / cuando tal ondra me an dada los ifantes de Carrión!» (vv. 28302831). Por supuesto, esto no le impedirá dar alcance a Bucar y matarlo, en el primer caso, ni obtener venganza de sus antiguos yernos en el segundo, pero añade una nueva dimensión al talante del héroe, cuya vinculación con el vir facetus, propio de la curialitas, ya se ha señalado arriba. Este uso de la ironía indica que el narrador del Cantar no adopta una posición neutral. Antes bien, se muestra siempre favorable a su héroe, y no tiene reparo en calificar de follón ‘fanfarrón’ al conde de Barcelona (v. 960) ni de llamar con frecuencia malos a los mestureros o ‘calumniadores’ del Cid (vv. 9, 267 y 1836) ni a los infantes de Carrión (vv. 2722 y 3702), aunque en este caso sólo después de haber ejecutado su innoble plan de venganza contra el Cid, pues antes hubiese sido improcedente. De todos modos, su actitud hacia lo narrado se expresa a veces de forma menos explícita, aunque no menos efectiva, sobre todo mediante exclamaciones que muestran la sintonía con sus personajes (De Chasca, 1967:218). Así, cuando el Campeador va a obtener su primera victoria en el destierro, con la toma de Castejón al amanecer, se dice: «Ya quiebran los albores e vinié la mañana, / ixié el sol, 158 Véanse D. Alonso [1941], Moon [1963], Oleza [1972] y López Estrada [1982:231-236]. constitución interna ccxi ¡Dios, qué fermoso apuntava!» (vv. 456-457). De igual modo, el narrador se hace partícipe del júbilo del héroe y de sus compañeros, como en los versos 1305-1306: «¡Dios, qué alegre era todo cristianismo, / que en tierras de Valencia señor avié obispo!». Esta expresión, como se ha visto, puede revestir cierto carácter formular, lo que no le hace perder un ápice de efectividad. Otra forma de que el narrador demuestre su falta de neutralidad consiste en prescindir de la tercera persona (cuyo uso regular es propio de la narración impersonal desde una postura omnisciente), a fin de comparecer directamente ante el auditorio, bien para dirigirle una advertencia o comentario, bien para presentarse ante él. En efecto, en contra de lo que quizá podría esperarse de un narrador que se encuentra en un plano distinto del de lo narrado, aquél se materializa a veces ante los receptores. Como señala Segre [1985:26], «la personalización del narrador se realiza entre dos polaridades: insistencia sobre el tú, esto es, las alocuciones al destinatario, o bien sobre el yo, sobre la individualidad del narrador, que se impone también como juez e intérprete de los hechos y comportamientos». La voz narradora del Cantar emplea ambos procedimientos, es decir, la apelación al auditorio, en segunda persona, y la referencia a sí mismo, en primera persona. Los dos recursos se emplean ante todo con función demarcativa y son en buena parte formulares, según queda dicho. No obstante, incluso en estos casos se favorece el acercamiento de la narración al auditorio. Con expresiones que suelen reiterarse (aunque no siempre constituyan locuciones formularias), el narrador anuncia: odredes lo que dixo ‘oiréis lo que dijo’ o commo odredes contar ‘como oiréis referir’; presenta: afelos ‘helos aquí’; evoca: veriedes ‘allí veríais’; asevera: sabet, sepades ‘sabed, tened por cierto’. Se trata de una manera de mantener el contacto con el receptor (función fática, véase Segre, 1985:28) y a la vez de involucrarlo en la narración, al apelarle directamente (función conativa). Tales recursos están muy ligados al modo de difusión del Cantar, ejecutado en voz alta, mediante el canto o el recitado, y en el que el juglar o rapsoda encarna ante los presentes a ese narrador que así reclama su atención o apela a su connivencia (De Chasca, 1967:217-218). La primera persona también se utiliza, pero de forma menos marcada, sólo para indicar una transición, como en los versos 3671-3672: «Los dos han arrancado, dirévos de Muño Gustioz / ccxii prólogo con Assur Gonçález cómmo se adobó» (la cursiva es mía). Como se ve, el uso del yo narrativo tiene aquí que ver más con la presentación de los hechos que con la personalización del narrador. Sin embargo, éste realiza a veces apreciaciones a título estrictamente personal (no como mero ‘mediador’ en tercera persona). Así sucede cuando el narrador, a fin de despertar la admiración de su auditorio por las fiestas que se celebran en Valencia para las bodas de las hijas del Cid, le dice directamente: «sabor abriedes de ser e de comer en el palacio» (v. 2208). Aún más explícita es la intervención realizada al final del cantar segundo, cuando, frente a la confianza de los personajes, él realiza una vaga admonición que sólo puede presagiar un sombrío futuro (a lo que se une la función demarcativa del cierre del cantar, que deja en suspenso tales sugerencias): ¡Plega a Santa María e al Padre Santo que·s’ pague d’es casamiento mio Cid o el que lo ovo a algo! ¡Las coplas d’este cantar aquí·s’ van acabando, el Criador vos vala con todos los sos santos! (vv. 2270-2277) Con todo, el caso más notable se produce cuando los infantes comienzan a maquinar sus planes de venganza que desembocarán en los sucesos de Corpes: Por aquestos juegos que ívan levantando e las noches e los días tan mal los escarmentando, tan mal se consejaron estos ifantes amos. Amos salieron apart, ¡veramientre son hermanos!, d’esto qu’ellos fablaron nós parte non ayamos. (vv. 2535-2539, la cursiva es mía) En este caso, excepcionalmente, el narrador se aproxima al auditorio para alejarse de los hechos contados. Por ello no resulta casual el empleo de nós ‘nosotros’, frente al de ellos. Hay que dejar aislados a esos malvados que se conjuran contra el héroe y evitar cualquier posible contacto contaminante (compárese Gilman, 1961:93-94). La maestría de esta apelación al auditorio, en contraste con el sentido habitual de la misma, deja claro una vez más cuán poco ‘mecánico’ es el poeta del Cantar en el uso de los recursos heredados de la tradición. Otro de los procedimientos de los que se vale el narrador para controlar la presentación del rela- constitución interna ccxiii to es el de la flexibilidad en el uso de los tiempos verbales. En abstracto, se considera que la alternancia de tiempos (narrativos como el pretérito indefinido frente a comentativos como el presente) contribuye a la creación de planos narrativos, en una gradación del fondo al primer plano (Segre, 1985:34-35). De este modo, la variación temporal puede usarse, creando un determinado contraste, para destacar algunos sucesos, en especial mediante el uso del presente histórico. Así ocurre cuando el Cid se humilla ante el rey Alfonso en las vistas junto al Tajo. En ese momento las acciones puntuales del héroe se reseñan en pasado, «los inojos e las manos en tierra los fincó, / las yerbas del campo a dientes las tomó» (vv. 2021-2022), pero el resultado final del proceso se ofrece en presente: «así sabe dar omildança a Alfonso so señor» (v. 2024). Sin embargo, más allá de tales usos, no es fácil encontrar algún principio coherente que rija este fenómeno en el Cantar, dada su extrema variabilidad. M. Pidal [1911:356] pensó en la búsqueda de cierta variedad que impidiese la monotonía del relato en pretérito indefinido, propio de la narración en pasado. Este aspecto no es desdeñable, pero la consiguiente variatio, que podría justificar la aparición como forma verbal narrativa del presente histórico, resulta insuficiente para explicar por sí sola el grado de desviación de la norma del poema frente al sistema general, es decir, la brusca alternancia de unos tiempos y otros. Esto lo aprecia Sandmann [1953], al verificar que dicho fenómeno caracteriza esencialmente a la voz narrativa frente a la de los personajes en estilo directo. Por ello considera que se trata de una convención estilística deliberada que no depende de la informalidad del habla coloquial, ni es meramente arbitraria. En esta línea, Gilman [1961] busca una explicación en la pertinencia del aspecto (acción acabada frente a inconclusa o puntual frente a durativa), en lugar del valor temporal estricto. Señala además una tendencia a que el pretérito indefinido aparezca cuando el sujeto es singular y a que lo haga el presente si el sujeto va en plural. Por otra parte, aplica criterios de significación estilística y así asigna al pretérito indefinido un ‘valor celebrativo’, procedimiento en el que le sigue en parte De Chasca [1967:282-310], pero que aboca a apreciaciones demasiado subjetivas. Más fructífero es desarrollar el análisis aspectual. Por este camino, De Chasca [1967:281-282] concluye que el imperfecto es correlativo del desarrollo de un episodio (aunque algunas de las ac- ccxiv prólogo ciones descritas no sean durativas y por tanto no exigiesen dicho tiempo), mientras que el indefinido lo es de su conclusión. En esta línea, Montgomery [1968 y 1991:357-359 y 364-365] establece que los verbos de sentido imperfectivo (acción inacabada) o estativo (estado, no acción) tienden a aparecer en presente159 y los perfectivos en pasado, salvo que lleven una negación, en cuyo caso tienden también al presente. Obsérvese el contraste en estos casos (pongo en cursiva los verbos): «bien salieron den ciento que non parecen mal» (v. 1507), «espidiós’ de todos los que sos amigos son» (v. 3531). En esta tesitura, el pretérito indefinido asociado a un sujeto en singular cumple a menudo una función demarcativa, al señalar un cambio en el hilo narrativo, dado que expresa una acción puntual y conclusa en el pasado. Desde una perspectiva distinta, pero relacionada, Lapesa [1967:16-22] señala que la coherencia temporal depende a veces del orden narrativo de la escena y no del orden lógico. De este modo, cuando el narrador relata dos eventos relacionados y luego se refiere a sucesos posteriores al primero pero anteriores al segundo, lo hace desde este último punto de vista. Así se aprecia en los versos 756-761: Cavalgó Minaya, el espada en la mano, por estas fuerças fuertemientre lidiando; a los que alcança valos delibrando. Mio Cid Ruy Díaz, el que en buen ora nasco, al rey Fáriz tres colpes le avié dado, los dos le fallen e el uno·l’ ha tomado. Aquí, dado que el relato cambia del pretérito indefinido cavalgó (acción puntual y conclusa) en el verso 756 al presente alcança y valos (acción en progreso) en el verso 758, una acción intermedia puede referirse en el verso 760 mediante el pluscuamperfecto avié dado, que indica acción pasada respecto de otra acción pasada, y, a partir de ahí, operar de igual modo en el verso 761, pasando al presente fallen con valor imperfectivo o durativo, que indica que la acción de golpear está aún inacabada, y concluyendo con un pretérito perfecto ha tomado para la acción terminada, con posible 159 Este aspecto es comentado también por Bailey [1986], quien señala antecedentes en la poesía épica latina, relacionados con el uso del presente histórico. El empleo de este último en el Cantar reflejaría, para Adams [1985b], un influjo de la épica francesa. constitución interna ccxv atracción de la rima respecto del esperable indefinido tomó. Este último condicionante pertenece a otro de los factores que confluyen en la selección del tiempo verbal, el de su relación con el sistema prosódico. En especial, la asonancia es un elemento importante en la selección de la desinencia verbal para proporcionar la rima, lo que favorece la adopción de tiempos que de otro modo resultarían poco explicables.160 De una manera menos neta, se aprecia una correlación entre la longitud del hemistiquio y la de las formas verbales empleadas, lo que incide sobre el tiempo en dependencia del sujeto, ya que las desinencias de plural del pretérito indefinido son las más largas, como en salen, salían, salieron (Laredo, 1968; Montgomery, 1968:264). En definitiva, la flexibilidad de la norma del Cantar no depende sólo de aspectos narrativos, sino de la interacción de diversos factores, como ha analizado ampliamente Montgomery [1991a]. A estos aspectos de la voz narrativa conviene añadir una consideración sobre el ‘tono’ que adopta. Ya se ha visto que puede ser neutro, ponerse especialmente serio o aparecer exultante. Tiene además una interesante faceta que enriquece considerablemente la capacidad de matización de sus registros: la ironía, ya comentada. A estas modalidades ha de añadirse el empleo de un tono sentencioso, propio del narrador, pero también en ocasiones de los personajes, que emplean frases aforísticas y expresiones proverbiales (notas 375䡩, 381䡩, 850, 946, 1457 y 3707䡩). En la voz narrativa, las sentencias responden básicamente a una función enfática, que pretende llamar la atención sobre un aspecto de lo narrado, pero a la vez suele ofrecer un componente apelativo, en relación con el auditorio. Así, presenta valor de corolario, tras la alusión al enriquecimiento de los hombres del Cid, el empleo del refrán «qui a buen señor sirve siempre bive en delicio» (v. 850). Predomina, en cambio, el factor expresivo y de atracción empática del auditorio en los versos 1178-1179: «¡Mala cueta es, señores, aver mingua de pan, / fijos e mugieres verlos murir de fanbre!». Aun sin apelación explícita, reúne ambos valores la conclusión extraída tras la victoria cidiana en las lides de Carrión: «qui buena dueña escarnece e la dexa después / atal le contesca o siquier peor» (vv. 3706-3707). Por último, respecto del tono, se ha de 160 Myers [1966], De Chasca [1967:273-279], Adams [1976:6], Smith [1976:235], Aguirre [1979], Montgomery [1991a:359-360]. ccxvi prólogo señalar que, merced a la intervención del juglar en la ejecución oral del Cantar, no es necesariamente un término metafórico, sino que puede tener una traducción real, ya que todas esas modulaciones de alegría, tristeza, ironía o seriedad podrían reflejarse en la entonación y en las inflexiones adecuadas en la voz del rapsoda (Smith, 1984; Fernández y Del Brío, 2004:14-15; compárese Walsh, 1990), si bien esto sucedería únicamente en el caso de la recitación, porque en el de la cantilación, que sin duda era el más habitual, predominaría una ejecución monocorde, básicamente ajena a cualquier inflexión expresiva, como ya he señalado anteriormente (§ 2). la forma de narrar: el espacio y el tiempo Junto a estas intervenciones del narrador, que dependen de su posición respecto de lo que cuenta y afectan a la «regulación de la información narrativa» (Segre, 1985:32), su papel esencial consiste en ofrecer el conjunto mismo del relato. Para ello le es necesario plantear las adecuadas coordenadas espacio temporales que enmarcan, como formas apriorísticas kantianas, el desarrollo de la acción. La articulación formal y funcional entre el espacio-tiempo del relato y lo relatado constituye lo que, desde el pionero estudio de Bajtín [1979], se denomina el cronotopo de una obra, que permite situar los elementos de la historia (sean personajes u objetos) por referencias relativas respecto del mismo. En el caso del Cantar, su cronotopo corresponde en sus aspectos esenciales al de casi toda la literatura anterior a la renovación estética y conceptual que se produce a lo largo del siglo xviii (tal y como lo expone el mismo Bajtín). Por lo que hace al espacio, esto significa la existencia de una serie de marcos escénicos tipificados y de convenciones descriptivas donde lo general prima sobre lo particular. En cuanto a la dimensión temporal, implica que no se establece una diferencia neta entre el tiempo de la narración y el de lo narrado, lo que, como queda dicho, da lugar a una marcada sensación de simultaneidad, pese al predominio de verbos en pasado. Esta indistinción ha creado algunos problemas hermenéuticos, en especial respecto del discutido alcance del oy en los versos 37243725, «Oy los reyes d’España sos parientes son, / a todos alcança ondra por el que en buen ora nació» (véase la nota 3724䡩), pero en constitución interna ccxvii general redunda en un acercamiento del auditorio a lo relatado, lo que se manifiesta expresamente en las ya vistas apelaciones del narrador a su narratario o receptor implícito, en especial cuando propugna alejarse de los infantes en plena maquinación (vv. 25352539), como queda dicho. Para comprender el funcionamiento del marco espacial del Cantar, como del resto de la literatura medieval, hay que tener en cuenta antes de que surgiese a fines del siglo xviii la categoría de lo pintoresco, la percepción paisajística estaba dominada por la identificación de las semejanzas o, en otros términos, por la adscripción de un determinado lugar a la categoría en la que podía encuadrarse.161 Éstas eran básicamente tres y respondían a la distribución de la tierra en torno a los núcleos de población, que se rodeaban de una franja de tierra cultivada (dividida a su vez en una pequeña porción irrigada y luego el secano de pan llevar), más allá de la cual se extendía el terreno inculto (que en la Península Ibérica adoptaba básicamente la forma de bosque mediterráneo adehesado). De este modo, y de fuera a dentro, tenemos un territorio inhóspito, ajeno al control de la sociedad y donde, por tanto, la naturaleza en estado salvaje predomina sobre la cultura; después, una zona cultivada, donde la naturaleza y la cultura se ofrecen en provechoso y agradable equilibrio; en fin, la ciudad, donde la cultura, en forma de prescripciones y convenciones sociales, llega a ahogar la voz de la naturaleza. Entre ellos, y conectándolos, aparecen los caminos, espacios sin entidad descriptiva propia, puesto que de todas participa, pero con una función literaria muy concreta, que es servir de cauce a la aventura. No obstante, sobre esta tripartición se extiende, sin anularla, una oposición esencialmente polar entre yermos y poblados, es decir, las zonas controladas o no por el hombre, las terras domitas vel indomitas, según la expresiva frase de un documento de 1104 citado por Smith [1977:195]. 161 Para las bases teóricas de la exposición subsiguiente, véase Montaner [1987, 1991 y 2005f], y aquí las notas i䡩, 422䡩, 864䡩, 1612-1615䡩 y 2698䡩. El análisis aquí efectuado puede complementarse con los realizados, desde posturas bastante próximas y que he tenido en cuenta, en los trabajos de Boyer [1993] y Haywood [2001], desde una perspectiva básicamente funcionalista, o en los de Sears [1998] y Pinet [2005], de orientación más culturalista, pero que apelan a veces a conceptos excesivamente difusos. Para enfoques más impresionistas sobre los paisajes del Cantar pueden verse Cortés [1954], Orozco [1955] y Gil [1963]. ccxviii prólogo Esta distribución del paisaje, que pervive en Europa a lo largo del Mundo Antiguo y durante las Edades Media y Moderna, es la base de una escenografía literaria en la que el entorno sirve básicamente de telón de fondo sobre el que actúan los personajes y que guarda especial relación con las acciones que éstos llevan a cabo.162 Así, el yermo, el lugar inculto y deshabitado (sea el páramo o el bosque), al que algunos textos medievales denominan locus horroris ‘el lugar del horror’ y al que también se ha denominado locus terribilis ‘el lugar terrible’, es el ámbito propicio para la aventura, para lo inesperado, lo violento e incluso lo sobrenatural. En tanto que lugar de negación de la sociedad, es donde viven los hombres salvajes y las serranas, pero también aquel al que se retiran los marginados, sean voluntarios (como los ermitaños) o forzados (como los bandoleros o los leprosos). En tanto que espacio de los instintos desatados es el marco de la violación, pero también de la aparición diabólica, como la que experimentó Cristo en el desierto. Por eso el nadir del Campeador se expresa cuando, hallándose junto a la ciudad de Burgos, ha de acampar en la glera o playa pedregosa del río Arlanzón «commo si fuesse en montaña» (v. 61), es decir, en el espacio propio de un excluido de la sociedad. Ahora bien, cuando el Cid y los suyos prenden posada en un monte maravilloso o fuerte e grand, como sucede en el otero frente a Alcocer (v. 554) y en el Poyo de Mio Cid (v. 864), el despoblado pierde en parte su condición de tal y adquiere una consideración ambigua, pues la calificación del lugar se traslada metonímicamente a su ocupante (dicho en otros términos, el sitio es digno del héroe) y aquél cumple una específica misión bélica de control del territorio en el marco de la lucha fronteriza, de modo que el carácter hostil de la terra indomita queda, en este caso, puesto al servicio de los intereses del protagonista. Frente al yermo, en oposición polar, está el poblado, cuya manifestación más compleja es la urbs ‘la ciudad’. El marco urbano es el típico de las tramas 162 Sintetiza adecuadamente el aspecto funcional de la cuestión Maestro [1997:128-129]: «El concepto de espacio es una noción histórica: según las épocas prevalecen por su valoración semántica algunos lugares (topoi), o determinadas sensaciones a ellos vinculadas. Es el caso de la tendencia de la novela pastoril por los espacios abiertos, las riberas de los ríos; la novela picaresca tiende por su parte a los cambios de espacio y a la estructuración de los escenarios por medio de un viaje; la tendencia de la novela realista a situar la acción en los interiores también entraña un determinado concepto de las formas espaciales...». constitución interna ccxix que tienen que ver con las presiones sociales, con la hipocresía y con las conveniencias, como revelan, en el Cantar, las escenas iniciales que tienen lugar en Burgos, pero la urbe puede ser también el ámbito en el que operan adecuadamente las instituciones y, en especial, es el lugar de la corte, como ocurre en Toledo, donde se le hace justicia al Cid, y el dominio de una sociedad de frontera idealizada, según sucede en «Valencia la casa». Entre ambos extremos se sitúa la versión idealizada de la huerta: el vergel o el jardín, al que la tradición retórica conoce como locus amoenus o ‘el lugar ameno’, es decir, deleitoso. Su aspecto primordial se conserva en el Cantar en el caso de «la huerta, espessa es e grand» (v. 1615), que hace las delicias de la mujer e hijas del Cid cuando, desde lo alto del alcázar de Valencia, contemplan su nueva «heredad» (v. 1607). Sin embargo, en su representación literaria, el vergel ha perdido con frecuencia su carácter de territorio irrigado por mano del hombre para apropiarse de la imaginería edénica y arcádica, de modo que suele aparecer como un claro del bosque, regado por un arroyo cantarín, tapizado de hierba esmaltada de flores y amenizado por el canto de los pájaros. En otros casos, bajo la especie del jardín (a veces, si está dentro de una ciudad, cercado por un muro, presentándose entonces como hortus conclusus), mantiene su primitiva vinculación con la acción humana, pero perdiendo su inicial función utilitaria a favor de una aristocrática condición ornamental y suntuaria. Este marco, donde las fuerzas naturales se controlan bajo la acción social, y donde las presiones sociales ceden ante la liberación de la naturaleza, es, en principio, el de los encuentros agradables, el de las escenas amorosas y galantes, aunque, al igual que en los dos casos anteriores, las expectativas que en los lectores causa su aparición en una obra puedan ser frustradas o sabiamente manipuladas por obra del autor. Esto es, como ya queda dicho, lo que ocurre en la afrenta de Corpes. Allí, los infantes y sus esposas se adentran por un espeso bosque que se adecua a las convenciones del locus horroris: «Entrados son los ifantes al robredo de Corpes, / los montes [= ‘el arbolado’] son altos, las ramas pujan con las núes, / e las bestias fieras que andan aderredor» (vv. 2996-2999), pero inmediatamente descubren un locus amoenus: «Fallaron un vergel con una linpia fuent» (v. 2700), donde, de acuerdo con las expectativas argumentales generadas por dicho marco, «con sus mugieres en braços ccxx prólogo demuéstranles amor» (v. 2703). Sin embargo y contra todo pronóstico, será allí mismo donde se consume el ultraje: «Tanto las majaron que sin cosimente son» = ‘las golpearon mucho, pues no tienen piedad’ (v. 2743). Aquí se asiste, por una parte, a la sabia conculcación de las expectativas del auditorio, en virtud de la asociación tradicional de paisajes y actos, a fin de intensificar el efecto dramático con el factor sorpresa; pero por otro, a la adecuación última a la polaridad básica antes descrita, pues en definitiva los infantes acometen su venganza en yermo, mientras que el Cid reclamará su reparación en poblado. De esta forma, los primeros adquieren todas las connotaciones de salvajismo e incivilidad propias de la terra indomita (puesto que, finalmente, el locus terribilis se impone al locus amoenus que guardaba en su interior), frente a la curialitas ‘cortesanía’ y a la urbanitas ‘urbanidad’ (en sentido lato) de que hace gala el Campeador. Otro modo en que el poeta emplea de un modo particular los marcos espaciales es en las vistas del Tajo, donde se produce la reconciliación entre el Cid y el rey. Éstas se desarrollan en un lugar indeterminado a orillas del río, por lo tanto un despoblado, pero a la vez es un terreno amojonado para la ocasión y sujeto, por tanto, a la paz del rey (nota 1912). De este modo, dicha zona acotada opera, a modo de inversión del hortus conclusus, como un espacio intermedio entre la incomunicación del yermo y la comunidad del poblado, resultando, pues, particularmente apto como escenario para la reintegración simbólica del Campeador a la sociedad castellana y para la restauración del orden ‘natural’ entre vasallo y señor. Según lo indicado arriba, los distintos tipos de espacio se ven conectados entre sí por los caminos. Éstos, en el Cantar, se traducen especialmente en forma de itinerarios, marcados por circunstancias de tiempo, la duración del viaje, y de lugar, su trayectoria, cifrada a su vez en una relación de topónimos correspondientes a los principales hitos de la ruta, en especial las estaciones de cada jornada de viaje (nota 396䡩). Este aspecto del Cantar se ha venido enfocando sobre todo desde dos perspectivas teóricamente complementarias, pero en la práctica a menudo contrapuestas. Una es la que procura identificar la ruta cidiana sobre el terreno y fijarla sobre un mapa, estableciendo una correspondencia biunívoca (o la ausencia de ella) entre los enclaves literarios del poema y los reales de la Península Ibérica. La otra, minoritaria, es la que se desen- constitución interna ccxxi tiende de los posibles correlatos reales de los lugares mencionados en el Cantar para centrarse en su dimensión literaria. Aunque de suyo la labor de identificar los lugares aludidos en el poema desde una visión historicista, realizada con prudencia, sea útil para comprender el texto y analizar la poética subyacente, el problema es que usualmente se ha abordado, bien acentuando las incoherencias de las apreciaciones geográficas del poema, bien intentando salvarlas por todos los medios posibles, a fin de ajustar sus indicaciones a una cartografía rigurosa. En ambos casos, el fin último del análisis no era comprender mejor el poema, sino, como en el caso de las discusiones cronológicas, allegar argumentos en pro de la localización del autor o de su previa concepción, ya como un poeta íntimamente ligado a su patria chica, ya como un juglar errante que hacía gala de sus conocimientos viajeros, ya como un escritor de gabinete rodeado de mapas y documentos para construir su obra.163 En conexión con esto, pero en otro plano, la discusión, basada en una inadecuada equiparación entre verosimilitud geográfica y veracidad histórica, se ha empeñado en establecer que, si los itinerarios eran correctos, eso reforzaba la autenticidad de la información histórica del Cantar, pero si eran incorrectos, revelaba su elaboración ficticia. Rota esa ecuación, y aunque podamos servirnos de la correspondencia entre la toponimia literaria y la real 163 Han abordado este tipo de análisis, entre otros, M. Pidal [1911:34-76], Criado de Val [1970 y 1991], Horrent [1973:315-329], Chalon [1976:83-127], García Pérez [1988, ed. rev. 2000; 1998 y 1999], Corral [1991 y 2000], Riaño y Gutiérrez [1998:II, 206-257], para defender el estricto realismo del Cantar (es decir, intentando fijar inequívocamente sobre el terreno la ruta del Cid), y Ubieto [1973:73-83] y Michael [1976 y 1977], para matizarlo desde una postura crítica (esto es, marcando las dudas de identificación y los posibles desajustes entre el Cantar y la realidad geográfica). Por su parte, Hilty [1978, 1991 y 2005] ejemplifica una postura intermedia, mientras que la de Echenique [2000 y 2001] es sencillamente indeterminada. La apelación a una toponimia básicamente literaria se da en Russell [1956] y sobre todo en Smith [1983], línea en la que se sitúa también Martin [2000]. Mención aparte, claro está, merecen obras de tipo divulgativo, como las de Mas [1992], Marrero y Fraile [1995], A. Hernández [2000] y J.J. Alonso [2006], que no pretenden establecer una correspondencia ajustada para los itinerarios del Cantar, sino partir de los mismos como loable propuesta de turismo cultural (pero que, por otro lado, dan un excelente apoyo gráfico al lector del Cantar). En este campo, se ha de destacar sobre todo la valiosa labor de difusión y organización que, intentando tomar siempre como base la investigación más solvente, se realiza desde el Consorcio Camino del Cid, para el que remito a su página web <http://www.caminodelcid.org/>. ccxxii prólogo como indicios de la personalidad del poeta y de su modo de encarar la poesía, se advierte la importancia de abordar sus aspectos propiamente literarios, es decir, su funcionamiento dentro del texto, tanto tomado en sí mismo como en relación con su entorno sociocultural, en la línea de lo explicado en los párrafos antecedentes. En este sentido, resulta más fructífero estudiar el papel que desempeña en el Cantar la jerarquización espacial del medievo, a partir de oposiciones como dentro/fuera (en parte correlativa de la de yermo/poblado) o arriba/abajo, exploradas por Cacho [1977] y en parte por Sears [1998:48-59], y patentes en el uso de la expresión «en somo» ‘en la parte superior’, asociada a la fijación de la enseña del Cid en Alcocer y Valencia, como marca de su conquista (vv. 611 y 1220). También las ocasionales descripciones de lugar cobran especial valor en el poema, en particular mediante el contraste entre las heredades abandonadas en Vivar y las ganadas en Valencia, de modo que, como expresa también Cacho [1977:38], «las celebraciones, los gozos, la tristeza suelen tener un correlato externo. Desde el punto de vista espacial, habrá una acomodación o una sintonía sentimental». En esta misma línea se sitúa el empleo de la falacia patética o descripción del paisaje en armonía con la situación emocional del héroe (nota 235䡩). El caso es un poco distinto del que acabo de mencionar, pues si la desoladora imagen vivareña o la jubilosa contemplación valenciana concuerdan con el estado de ánimo del Cid y de los suyos, es por una correlación, debido a que la situación de los personajes y de los lugares son efecto de una misma causa, la pérdida por un lado y la ganancia por otro. En cambio, en la falacia patética esa situación se produce de manera, por así decir, gratuita. Donde mejor se aprecia su empleo es en el caso de Castejón (nota 457䡩), cuando el amanecer preludia ya el éxito de la emboscada cidiana: «Ya quiebran los albores e vinié la mañana, / ixié el sol, ¡Dios, qué fermoso apuntava!» (vv. 456457). En sentido parcialmente contrario, el viaje, de acuerdo con las concepciones medievales, se percibe a menudo como una actividad arriesgada; por eso el Cid cata los agüeros antes de la partida hacia el destierro, cuando abandona (tras su primer período sedentario) el valle del Jalón y cuando sus hijas parten desde Valencia hacia Carrión (notas 11-14䡩, 859䡩 y 2615). En cuanto a los itinerarios, su papel poético depende de tres factores: por un lado, el de dotar de credibilidad a la acción me- constitución interna ccxxiii diante una geografía posible (pero no necesaria, en términos históricos); por otro, el de transmitir el ritmo del viaje (rápido en una sucesión imparable, lento en una enumeración distanciada); en fin, el de aprovechar el valor evocador de la toponimia en sí. A este respecto, cabe hablar de una ‘poética del nombre’, o bien, en expresión de Frutos [1976:115-150], de una ‘nominación poética’, en la cual, frente a la moderna relativización del «vivir en los pronombres» exaltada por Pedro Salinas, se da la condición esencial de la sustantivación. En principio, el concepto se aplica a casos como la acumulaciones de frases nominales en San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, vv. 61-65: «Mi Amado las montañas, / los valles solitarios nemorososos, / las ínsulas extrañas, / los ríos sonorosos, / el silbo de los aires amorosos...» (cf. ibid, pp. 133-135). Sin embargo, un efecto semejante se produce con la suma de nombres propios, de modo que, como ya señaló Russell [1978:159-205], frente a la lectura puramente historicista de las listas de topónimos, el dénombrement épique o ‘enumeración épica’ (recurso también propio de las chansons de geste francesas) transmite una lectura estética, basada en la carga de connotaciones que los nombres propios contenidos en tales relaciones podían producirle al auditorio, como en el siguiente pasaje: Vino mio Cid yazer a Spinaz de Can, grandes yentes se le acojen essa noch de todas partes. Otro día mañana piensa de cavalgar, ixiéndos’ va de tierra el Canpeador leal; de siniestro Sant Estevan, una buena cipdad, de diestro Alilón las torres, que moros las han. Passó por Alcobiella, que de Castiella fin es ya; la calçada de Quinea ívala traspassar, sobre Navas de Palos el Duero va pasar, a la Figueruela mio Cid iva posar (vv. 393-402) Este efecto se hace más patente cuando la onomástica de lugares y personas se junta en una alusión que tiene posiblemente mucho de guiño al auditorio, que hoy constituye uno de los puntos más enigmáticos del Cantar (nota 2694-2695䡩), y cuya aparición inmediatamente antes de la entrada en el robledo de Corpes seguramente tiene poco de casual: ccxxiv prólogo la sierra de Miedes passáronla estoz, por los Montes Claros aguijan a espolón. A siniestro dexan a Griza, que Álamos pobló (allí son caños do a Elpha encerró), a diestro dexan a Sant Estevan, más cae aluén. (vv. 2692-2696) Esta alusión a una leyenda etiológica relacionada con la fundación de Griza enlaza con una poética de los orígenes. Como dice el mismo Frutos [1976:133] «esa referencia a lo esencial fundamentante, al origen, connatural a la nominación poética, hace que todo decir de las cosas apunte a su fundamento en el ser». En este caso esa fundamentación no es ontológica, sino histórica: la nominación da razón del ser histórico del nombre enunciado, enlazando el plano de la expresión (la figura etimológica) con el plano del contenido (la referencia a una determinada esencia histórica). Donde mejor se advierte esto en el Cantar es durante la campaña del Cid por el Jiloca, pues una vez que aquél «en él priso posada; / mientra que sea el pueblo de moros e de la yente cristiana, / el Poyo de mio Cid así·l’ dirán por carta» (vv. 900-902). Como ya he avanzado en el § 1, seguramente esta denominación no debe nada a las andanzas del Campeador, pero el poeta no podía dejar de aprovechar la posibilidad (quizá establecida ya en las creencias locales) de vincular el sobrenombre y el topónimo como forma de explicación de la realidad, que resulta así inseparable de la exaltación de su héroe mediante el locus a nomine (notas 863䡩 y 902䡩). Por otra parte, los itinerarios muestran bien cómo funciona la articulación del cronotopo épico, pues la sucesión toponímica actúa igualmente, según he apuntado, como marca de cadencia temporal. De este modo, el rosario de nombres propios es, a la vez que una forma de plasmar la espacialidad, un medio de encarnar la temporalidad, que es la base misma de la función narrativa. En efecto, como señala Carr [1986:16], existe «una cierta comunidad de forma entre la “vida” y la narración», de modo que toda experiencia temporal queda cifrada para su intelección en la exposición narrativa. Esto implica a su vez, como señala White [2003:51], que «la principal forma por la que se impone el significado a los acontecimientos históricos es a través de la narrativización. La escritura histórica es un medio de producción de significado», lo que es igualmente aplicable a las obras literarias, constitución interna ccxxv incluidas las de pura ficción. Por ello, la dimensión temporal del Cantar, como la del conjunto de la narrativa en verso o en prosa, no se traduce tanto en la especificación de duraciones o distancias temporales (aunque haya más precisiones de este tipo respecto del tiempo que del espacio, véase la nota 1559), como en la propia organización del relato. Respecto de las indicaciones temporales, poseen un valor que cabría considerar laxamente simbólico, y no porque sus menciones estén regidas por algún tipo de simbolismo numérico propiamente dicho, sino porque las cifras referidas al tiempo poseen ante todo un uso nocional y no propiamente cuantitativo, lo que, como se verá después, es un rasgo común de las cantidades expresadas en el Cantar. En consonancia con esto, se advierte una enorme vaguedad del tiempo implícito, pues es imposible reconstruir con precisión el calendario cidiano (cf. notas 881-883 y 1169). En cuanto al segundo aspecto, destaca la no linealidad del tiempo narrativo, es decir, la falta de correspondencia biunívoca entre la secuencia establecida en el relato y la propia de los sucesos relatados, aunque esta situación no se produzca de manera sistemática. Como ya he indicado al tratar del engarce entre las sucesivas tiradas, lo más frecuente en el Cantar es que el hilo narrativo sea secuencial, es decir, que los sucesos se narren en orden cronológico (el ordo naturalis de los retóricos clásicos y medievales). Hay, sin embargo, algunas excepciones. La primera es dudosa, porque afecta a la parte del texto desaparecida con el primer folio del manuscrito. Sin embargo, por lo que se sabe a través de las crónicas que prosifican el Cantar y por el espacio disponible en el folio (un máximo de 50 versos), esta claro que el argumento comenzaba in medias res, esto es, sin contar con detalle todos los sucesos iniciales, a saber, que el Campeador, al regresar de cobrar tributo al rey moro de Sevilla, había sido acusado por sus enemigos de la corte de haberse quedado con parte de los mismos, lo que motiva la ira del rey y el exilio. En concreto, parece que el poema debía de iniciarse con la llegada de la orden de destierro o como mucho con la decisión del rey don Alfonso de expatriar al Cid. Ello explica la inclusión de analepsis o referencias retrospectivas que permiten al auditorio ponerse en antecedentes de lo sucedido, como los versos 9, 109-115, 267 y 3287-3290 (nota a䡩). Un caso similar al del presumible comienzo in medias res es el de las elipsis narrativas, es decir, la omisión de algunos elementos del relato. En ocasiones ccxxvi prólogo esto se produce al hilo de los acontecimientos, por ejemplo el brusco cambio de escenario desde la tienda en que acampa el Cid extramuros de Burgos a la casa de Rachel y Vidas en el «castillo» de la ciudad, en los vv. 181-182, lo que da al lector moderno la sensación de un salto en la relación de los hechos (Cacho, 1977:36). En la misma línea se sitúa la reaparición de Álvar Salvadórez en las vistas del Tajo (v. 1994), cuando la última noticia sobre el mismo era su cautiverio por el enemigo durante la batalla con Yúcef (v. 1681), habiendo de suponerse que fue liberado durante el segundo día de la batalla. Algo semejante sucede con el escaño regalado al rey por el Cid y que aquél menciona durante las cortes de Toledo (v. 3115), pero de cuya entrega no se había dicho nada, aunque puede suponerse que formaba parte del mobiliario de la tienda de Yúcef, que el Cid había decidido mandarle al rey. Más a menudo se anuncian sucesos que luego no se narran, porque su realización se da por supuesta y no se considera necesario referirlos. Así, en los versos 820-825, el Cid encarga a Álvar Fáñez que pague mil misas en la catedral de Burgos y entregue el dinero sobrante a su familia. A su regreso, el Cid se alegra de que haya cumplido su encargo (vv. 931-932), aunque nada se había dicho al respecto al narrar las acciones de Álvar Fáñez en Castilla. En este caso, la mención posterior garantiza la elipsis narrativa y sin duda sucede lo mismo en asuntos cuyo contexto inicial deja clara su realización, aunque no se vuelva sobre los mismos, como ocurre con las promesas hechas por Minaya en nombre del Cid al abad de Cardeña (vv. 1445-1447) y a Avengalvón (v. 1529-1530), cuyo cumplimiento se da por sentado, lo que exime al narrador de aludir de nuevo a ellas. Sin embargo, hay veces en que no se puede tener absoluta certeza de si se trata de este fenómeno o de un mero olvido por parte del autor en el momento en que lo anunciado debería realizarse. Por ejemplo, la decisión del Cid de enviarle la tienda de Yúcef a don Alfonso (v. 1791) no se lleva a cabo de manera expresa, pero el resto del envío (los doscientos caballos del v. 1813) sí que se menciona al entregárselo al rey (v. 1854). Sería, pues, posible, que se diese aquí un olvido y no una elipsis narrativa. No obstante, el hecho de que poco antes suceda lo mismo con las primeras feridas pedidas por don Jerónimo, concedidas por el Cid pero cuya ejecución no se relata (véanse los vv. 1708-1710), invita a pensar que la omisión de la tienda respon- constitución interna ccxxvii de realmente de un rasgo de estilo y no a un fallo de composición, debiéndose la posterior mención de los caballos a su condición de elemento fundamental del regalo, por establecer un vínculo expreso y una gradación con las anteriores presentajas cidianas para don Alfonso. Abona este análisis la reiteración del fenómeno, para el que pueden verse también las notas 574䡩, 955䡩, 1085-1169䡩, 1435-1436 y 1708-1709. En suma, queda claro que la lógica narrativa del Cantar no es exactamente la del lector actual y que este tipo de elipsis, independientemente de que puedan o no salvarse por deducción del contexto, es consustancial a la forma de contar del poema. También cabe relacionar con el laconismo propio de este recurso y del inicio in medias res el final abrupto del Cantar, que supone el cierre de la narración con la mención un tanto brusca de la muerte del héroe, lo que, no obstante, posee la función de sellar el relato cuando, tras la apoteosis de la honra cidiana en los versos 3723-25, nada más queda por contar (nota 3727䡩). Cuando más veces se vulnera el ordo naturalis es en el relato de hechos simultáneos en lugares distintos. Esta situación se produce, por ejemplo, cuando el centro de atención, que usualmente es el Cid, se traslada momentáneamente a otro ámbito, es decir, en aquellas ocasiones en que el relato debe ocuparse de otro personaje, además de su héroe. Por ejemplo, cuando el Campeador conquista Castejón mientras Minaya realiza la incursión por el valle del Henares; en las tres ocasiones en que el héroe envía sus mensajeros con regalos para el rey Alfonso o cuando éste en Castilla y don Rodrigo en Valencia se preparan para acudir al lugar donde se va a producir su reconciliación. En algunos de estos casos (las embajadas primera y tercera) se omite lo relativo al héroe, pero en la mayoría se prefiere narrar tanto una rama de la historia como la otra. Una situación similar se da en las lides de Carrión, cuando hay que dar cuenta de tres combates distintos ocurridos al mismo tiempo, como ya se ha visto al tratar de las fórmulas demarcativas. Tales circunstancias plantean un problema técnico bastante considerable, que se resuelve de varias maneras. Lo más frecuente es emplear la técnica de alternancia o entrelazamiento, que consiste en presentar de modo sucesivo las acciones simultáneas de los diversos personajes, marcando apropiadamente las transiciones de un plano a otro (Cacho, 1987:36-37). Por ejemplo, cuando el Campeador y Minaya se separan, con el fin de que el primero conquiste Castejón mientras su lugarteniente hace una ccxxviii prólogo algara por el valle del Henares, se describe primero la toma de dicha población. Acto seguido, se cambia de plano con un verso demarcativo, «Afevos los dozientos e tres en el algara» (v. 476), y se refiere la actuación de los expedicionarios hasta que regresan junto al Cid. La reunión de ambas ramas del relato se marca con el verso 485: «felos en Castejón, o el Campeador estava». Como ya he indicado, la delimitación de estas secuencias bifurcadas puede reforzarse haciéndola coincidir con la transición entre tiradas. Se hace así especialmente en el caso ya comentado de las series paralelas, en cada una de las cuales se refieren hechos que acontecen por separado, pero al mismo tiempo. Otra forma de resolver la cuestión planteada es la de la narración doble, una técnica usual en la épica de la Edad Media pero ajena a los hábitos del lector actual. Consiste en avanzar aspectos que a continuación se refieren de nuevo, normalmente variando los detalles (Michael, 1975:31-33 y 1983). Aplicado al problema de la simultaneidad, dicha técnica se aplica mediante el empleo, ya visto, de las series paralelas, como en las mentadas lides de Carrión. Allí se describe en conjunto el choque simultáneo de los tres contendientes, y luego se repite el relato para cada pareja de ellos, concretando en cada caso lo que antes se ha presentado en una visión panorámica (nota 3533-3707䡩). Pero lo más llamativo del empleo de esta técnica no radica en que se use para resolver ese aspecto dificultoso de la narración, sino en que aparezca donde se podría seguir sin más el orden lógico de los sucesos. Se produce entonces la narración doble, consistente en referir dos veces (alguna vez tres) los mismos sucesos (véase Gornall, 1987, 1994, 1996b y 2005, aunque algunas de sus propuestas son discutibles). Existen dos modalidades, la retrospectiva y la prospectiva. La narración retrospectiva consiste en recapitular lo narrado justo antes. Este procedimiento se emplea en los versos de encadenamiento mencionados arriba, aquellos que al principio de una estrofa recuerdan el final de la precedente, facilitándole al auditorio seguir el hilo de la historia. En cuanto a la modalidad prospectiva, consiste en narrar un episodio hasta un determinado punto, avanzando determinados sucesos, y a continuación referir de nuevo estos últimos, de forma más detallada o desde un punto de vista complementario. Así ocurre en el caso de las series gemelas cuyo funcionamiento ya se ha explicado. En estos casos, la frontera de la rima y el carácter recapitulativo suelen ayudar a deter- constitución interna ccxxix minar el alcance de la repetición, lo que genera menos extrañeza al lector actual. Sin embargo, a veces la narración doble prospectiva se emplea en secuencias más extensas y que, por añadidura, no siempre coinciden con los límites estróficos, lo que hoy provoca confusiones. Así ocurre con la liberación del conde de Barcelona, en la que tradicionalmente se ha entendido que el Cid ofrecía dos veces la libertad a su prisionero, cuando diversos detalles permiten interpretar que hay una sola propuesta narrada dos veces, de modo que en cada una se pone el énfasis en distintos aspectos (nota 1028䡩). Primero se produce una breve anticipación (tirada 60, vv. 1024-1027) y luego se vuelve sobre ella al hilo de la narración (en la tirada 62, vv. 1033-1035b). Más complejo es el caso del final de las vistas del Tajo, en que el rey Alfonso perdona al Cid, pues se trata de una narración triple: la exposición original ocupa los versos 2094-2120; la primera repetición, los versos 2121-2130 y la segunda, los versos 2131-2165, tras el cual se recupera el hilo cronológico. Cada una de las repeticiones amplifica distintos aspectos de la versión inicial: la primera da nuevos detalles sobre la despedida del rey y el Cid, mientras que la segunda pone el énfasis en los acuerdos matrimoniales y la entrega de regalos con que el héroe se despide del monarca castellano y de su séquito (nota 2120䡩). las técnicas descriptivas y la caracterización de los personajes Los procedimientos narrativos reseñados responden a lo que Miletich [1974] ha designado como estilo de ‘relato elaborado’ o recurrente, frente al del ‘relato esencial’ o no recurrente, es decir, el que se demora en determinados sucesos y el que avanza rápidamente de unos a otros. Pese a la presencia de estos elementos de ‘elaboración’ en el Cantar, su estilo es básicamente ‘esencial’, poco repetitivo y sin excesivas dilaciones (Miletich, 1978 y 1981). En efecto, si por descripción se entiende la expresión de las características físicas de alguien o algo, el Cantar prácticamente carece de ellas, pues las enumeraciones de objetos se sitúan en el mismo plano esencialista de la nominación poética visto para los itinerarios, ya que hay una marcada ausencia de adjetivos y los que aparecen, como ya se ha apuntado al tratar del sistema for- ccxxx prólogo mular, son ante todo ponderativos (cf. Hook, 2005:97-103). Así ocurre cuando, al preparar la partida de la familia del Cid para reunirse con éste en Valencia, «el bueno de Minaya pensólas de adobar / de los mejores guarnimientos que en Burgos pudo fallar, / palafrés e mulas, que non parescan mal» (vv. 1426-1428, subrayo). Como se expresa más adelante, su objetivo último está claro: «que sopiessen todos de qué seso era Álbar Fáñez / o cuémo saliera de Castiella con estas dueñas que trae» (vv. 1506-1512). No es, pues de extrañar que prácticamente los únicos detalles descriptivos se ofrezcan sobre el armamento y las vestiduras, en dependencia de la función emblemática de la indumentaria, es decir, de su capacidad para traducir la identidad social del sujeto que la lleva, ya que «permite distinguir e identificar a su portador como miembro de una determinada colectividad y ... complementariamente puede expresar una posición social, una cualidad o una función concretas» (García López, 2001:368). En suma, las descripciones son bastante escasas en el Cantar y, como ya se ha apuntado al hablar del empleo de la composición a base de temas, suelen tener un valor funcional, es decir, suelen desempeñar una determinada misión y no son puramente digresivas (notas 1612-1615䡩, 1990䡩, 2333䡩, 2698䡩). En un plano conexo con la escasez de adjetivos puede situarse el particular empleo de los números, asociado especialmente a lapsos temporales; a las tropas, sean las del Campeador o las de sus enemigos; a sumas de dinero, expresadas en la moneda de cuenta, el marco (nota 135䡩), y a los caballos obtenidos como botín (Gárate, 1967:116-125; Adams, 2005). En general, se aprecia un claro predominio del dos, el tres (sobre todo vinculado a la medida del tiempo: días, semanas o años), el cinco y el siete, así como de sus decenas, centenas y millares, cuyo empleo no corresponde a una evaluación realista, pero tampoco a un lenguaje simbólico en el que determinados números expresarían unas u otras virtudes, lo que, referido a los ámbitos de aplicación indicados, resultaría totalmente inoperante (notas 643䡩 y 1194䡩. En realidad, conforme a lo usual en la mentalidad medieval, las cifras no pretendían en general «la exactitud, la precisión o la transcripción objetiva de la realidad, ... sino que simplemente aspiraban a “traducir” aquella realidad, a evocarla, a informar sobre ella genéricamente, pero no matemáticamente» (García Fitz, 2005:477). De un modo más preciso, puede decirse que el valor numérico no era a menudo propiamente constitución interna ccxxxi cuantitativo, sino nocional, ya que no pretendía dar un monto exacto (de hombres, de armas, de dinero), sino transmitir una determinada sensación de pequeñez o de grandeza. Así pues, los números constituían, como ha explicado Murray [1988:200], «nombres que denotan amplios órdenes de magnitud», debido a que, hasta la Baja Edad Media, «el límite de la conciencia numérica, claro por lo que se refiere al grueso de la gente ilustrada era, en efecto, aproximado al de la aritmética en los números romanos. Sobre todo, la cantidad exacta era desconocida» (ibid., p. 203, y cf. Biller, 2000:217-249). En este plano, las cifras participan del mismo valor que las descripciones y sólo son desfavorables al héroe cuando expresan la dimensión de sus contrincantes, por la sencilla razón de que entonces su triunfo queda realzado, siguiendo el viejo patrón de David venciendo a Goliat. En general, por tanto, se puede hablar de una suerte de función simbólica en la mayor parte de las descripciones del Cantar (Deyermond, 1987:37-38), debido a que, como explica Hook [2005:102], «dado el patrón sistemático de repeticiones e inversiones y la generalizada economía verbal del poema, parece razonable concluir que cuando algo se menciona es considerado importante». En consecuencia, cuando algo se describe, suele ser para realzarlo y normalmente también para hacer resaltar a su poseedor. En este campo, pueden señalarse dos procedimientos. Uno de ellos consiste en destacar la bondad del elemento descrito, pero sin dar detalles específicos. Así, se alude con frecuencia a los buenos cavallos, como es propio de un poema que exalta las proezas de unos caballeros. Se trata, como se ha visto, de un uso formular. Por ello se califica de igual modo a los vestidos, por ejemplo, cuando el Cid libera al conde de Barcelona y, para enviarlo como corresponde a alguien de su rango y mostrar su generosidad, «Danle tres palafrés muy bien ensellados / e buenas vestiduras de pelliçones e de mantos» (vv. 1064-1065, subrayo). En otras ocasiones, en cambio, se ofrece algún dato descriptivo más concreto. Unas veces junto a la valoración: «tanta buena espada con toda guarnizón» (v. 3244), pero otras sin ella: «¡Cuál lidia bien sobre exorado arzón!» (v. 733). En estos casos, se confía en que la propia calidad del material indicado será suficiente para provocar el efecto deseado; de ahí la frecuencia con que entonces se alude al componente áureo: «Saca las espadas e relumbra toda la cort, / las maçanas e los arriazes todos d’oro son» (vv. 3177-3178). Esta fre- ccxxxii prólogo cuente presencia del oro en los objetos que tienen que ver con el héroe subraya su valor ‘paraverbal’, es decir, su capacidad para transmitir sugerencias implícitas (nota 733䡩). En el terreno de las descripciones suntuarias, destaca la detallada presentación de la magnífica indumentaria del Cid para comparecer ante las cortes en que se va a juzgar a los infantes. El héroe se viste para la ocasión con ropas de primera calidad, cuyos ricos materiales y perfecto corte deben garantizar la respetuosa admiración de todos los asistentes: «en él abrién que ver cuantos que ý son» (v. 3100). En otras ocasiones las connotaciones positivas se expresan de modo más velado y sutil. Por ejemplo, cuando se señala que el Cid trae «la cofia fronzida» (vv. 789 y 2437) o «la cara fronzida» (vv. 1744 y 2436) al acabar la batalla, ese detalle no es en absoluto trivial. Tanto la cofia como la piel del héroe muestran las marcas dejadas durante el combate por las mallas de la pesada loriga y constituyen la prueba visible del esfuerzo desarrollado por el héroe en el campo de batalla (nota 789䡩). Otra forma en la que el Cantar realza la funcionalidad de las descripciones es mediante un mecanismo comentado anteriormente: la creación de determinados paralelismos. Éstos podrían, en principio, obedecer meramente a la repetición formular. Sin embargo, ya se ha indicado que en este poema las fórmulas no suelen usarse de modo puramente mecánico. Si a ello se añade que a veces el parecido es sólo general, queda claro que no se debe a una reiteración trivial, sino a la búsqueda de un determinado efecto estético. Por ejemplo, cuando el Cid se despide del rey Alfonso y de sus nobles, al final de las vistas junto al Tajo (vv. 2113-2117), les ofrece unos regalos que se describen de forma muy parecida a cómo se habían presentado antes ambas comitivas, regia y cidiana (vv. 1966-1971 y 1985-1990), de la cual ya me he ocupado arriba. Ahora bien, frente a lo que ocurre en esos dos casos, en éste sí puede reconocerse una fórmula estricta, «tanta gruessa mula e tanto palafré de sazón», llenando completos los versos 1987 y 2114, lo que parece restar todo significado específico a la repetición. Sin embargo, el innegable uso formular, aunque cumpla en parte su misión básica de facilitar la elaboración del texto (como sucede de nuevo más tarde, en el verso 3243), no pierde por ello su significado. No sólo porque en el siguiente verso aparezca alfaya ‘calidad, valor’, que sólo se encuentra aquí, sino porque el efecto del paralelismo, en lugar de quedar destruido, re- constitución interna ccxxxiii sulta acentuado. En efecto, lo que se sugiere con estos versos es que el Cid está regalando monturas y ropas de la misma calidad que las suyas propias (las descritas en los versos 1987-1989), lo que justifica que ande en boca de todos, ya que la largueza era una de las cualidades más apreciadas de la ética caballeresca, según se ha visto. Era importante hacer ostentación del nivel social adquirido, como sucede al partir hacia la reunión con el rey, pero esa riqueza se hubiera considerado desperdiciada de no compartirla generosamente con los demás. A subrayar esa cualidad del héroe contribuye aquí una semejanza que antes, como se ha visto, había servido a otros fines. Estas mismas características de parquedad descriptiva y fuerte contenido connotativo de la atención al detalle se dan en la presentación de los personajes. La prosopografía o retrato externo es una modalidad casi ausente del Cantar. De ningún personaje, ni siquiera del héroe, se da una visión completa. Sólo se hace referencia a aquellos aspectos con valor paraverbal. De este modo se hace hincapié en la barba del Campeador, de creciente longitud y soberbio aspecto, que encarna su honor ascendente (notas 790䡩, 1240-1242䡩, 3095-3096䡩), en contraste con la barba desigual de su enemigo malo Garcí Ordóñez, de la que un mechón faltante proclama su deshonra (nota 3288䡩). Este rasgo, que no sólo posee repercusiones simbólicas, sino también estructurales (Conde, 2002), resulta tan característico del héroe que a menudo recibe un epíteto épico alusivo, con variantes como el de la luenga barba (v. 1226, cf. vv. 1587 y 2373) o el de la barba grant (v. 2410), e incluso las de barba tan conplida (v. 268) o la barba vellida (vv. 274, 830 y 2192), en las que se recurre a la sinécdoque o mención de la parte por el todo. Las figuras de las que se ofrecen más datos, con ser muy escasos, son las hijas del Cid. Cuando ellas y su madre, doña Jimena, se hallan en la torre del alcázar de Valencia, contemplando el señorío ganado por el Campeador, se nos dice de ellas que «ojos vellidos catan a todas partes» (v. 1612). Además de la hermosura de sus ojos, el mismo héroe encarece la belleza de sus hijas con uno de los escasos símiles del Cantar, «tan blancas commo el sol» (v. 2333). Ahora bien, se trata de una comparación formular que se aplica casi igual a unas lorigas (v. 3074), a una camisa (v. 3087) y a una cofia (v. 3493). Esto podría hacer pensar en un recurso descriptivo puramente mecánico y, por ello, carente de auténtico significado. Sin embargo, las connotaciones de esta locución ccxxxiv prólogo formular son tan positivas y su uso tan infrecuente que le permiten ponderar la correspondiente excelencia de cada uno de los términos a los que se aplica. Además, en este caso concreto hace contrastar los ‘afectos suaves’ del matrimonio con las fuertes emociones del combate (nota 2333䡩). En cuanto a los infantes de Carrión, aunque no se ofrezcan rasgos concretos, se dice, por boca de Pero Vermúez, que son bien parecidos, aunque en su caso esto no compense, sino que agrave sus notorios defectos: «e eres fermoso, mas mal varragán / ¡Lengua sin manos, cuémo osas fablar!» (vv. 3327-3328). Un último detalle corresponde a don Jerónimo, quien, en su calidad de sacerdote, está coronado ‘tonsurado’ (v. 1288) lo que da lugar a los epítetos épicos ya vistos, en los vv. 1460, 1501 y 1793. El Cantar tampoco se recrea en la etopeya o retrato moral y psicológico de sus actores. Sin embargo, en este ámbito la voz del narrador ofrece más indicaciones explícitas. Como se ha visto, una buena parte de los epítetos épicos aluden al talante del personaje al que se aplican (véase Garci-Gómez, 1975:285-289). Fuera del terreno formular, pero en el ámbito de la recurrencia y casi del leitmotiv, está el empleo de mal (2537, 2704, 2713, 2781, 2943, 3249, 3327, 3451, 3709) y malo(s) (2681, 2722, 2731, 3343, 3442, 3383, 3542, 3702) para referirse a los infantes de Carrión y a sus acciones, por más que casi todas las ocurrencias del adjetivo se deban a la calificación legal de su delito de injurias contra las hijas del Cid, como ya he señalado antes. De todos modos, los pensamientos de los personajes no se transcriben directamente. Las pocas veces en que se da cuenta de ellos es en una modalidad de estilo indirecto (Girón, 1989:86-88 y 197-200). A cambio, quedan plenamente caracterizados por sus acciones y también por sus palabras. Respecto de la expresión de cada personaje, lo fundamental no es su forma lingüística, ya que no hay una individualización en ese plano, sino su contenido, como se verá con más detalle en el apartado siguiente. Lo que distingue, pues, a los actores épicos es lo que hacen y lo que dicen, no cómo lo dicen. Son sus actitudes, intenciones y deseos los que permiten caracterizarlos.164 En este 164 Smith [1972, ed. 1994:341-360] proporciona una detallada descripción de los personajes del Cantar. Para un intento de descripción moral de los mismos, no siempre conseguido, véase Montaner [1987:260-274]; compárense además las no- constitución interna ccxxxv terreno, apenas hay lugar para la ambigüedad: básicamente hay figuras positivas y negativas, según apoyen al Cid o se le opongan. Sin embargo, no se produce un reparto mecánico de virtudes y defectos entre ambos polos, y las presentaciones de unos y otros siempre poseen matices propios. Por ejemplo, el conde de Barcelona, los infantes de Carrión y Garcí Ordóñez tienen en común su orgullo cortesano y su desprecio del Cid, pero cada uno tiene sus peculiaridades. El conde es un fanfarrón, pero también sabe emplearse bien en el campo de batalla y, aunque ridiculizado, no ofrece una impresión tan negativa como los infantes. Éstos aparecen como interesados, falsos y cobardes, y son sin duda los personajes de peor catadura moral que aparecen en el Cantar, algo que la propia voz del narrador subraya, como se ha visto. En cuanto a Garcí Ordóñez, intenta desprestigiar al héroe, pero es él quien queda burlado. De forma correlativa, el Cid tampoco trata igual a cada uno de ellos. Tanto con el conde don Ramón como con Garcí Ordóñez emplea la ironía, pero en el primer caso contiene una burla amable, mientras que en el segundo está cargada de displicencia. En cambio, por los infantes, después del sincero afecto que les había mostrado en Valencia, manifiesta un profundo desprecio, que le lleva a motejarlos de canes traidores (v. 3263). La relación del héroe con sus yernos, que pasa de la desconfianza al apego y de éste al absoluto rechazo, muestra además que los personajes del Cantar admiten cierta evolución. El caso más patente es del rey Alfonso, que paulatinamente abandona su enojo inicial, hasta sentir un profundo afecto por el Cid, al que admira tanto que llega a decir ante los miembros de su corte: «¡Maguer que a algunos pesa, mejor sodes que nós!» (v. 3116). En general, puede decirse que la caracterización de los personajes es bastante matizada y en particular la del Cid, capaz de mostrar el dolor y la alegría de sus afectos familiares, la decisión y la duda en sus planes militares, el compañerismo con sus hombres y la solemnidad ante la corte e incluso algo relativamente raro en un héroe épico, un abierto sentido del humor, no sólo en su encuentro con el conde de Barcelona, sino, entre otros ejemplos, cuando persigue al rey Bucar, como ya se ha visto. tas complementarias dedicadas a cada uno de ellos y consignadas en la nota 19 de este prólogo. ccxxxvi prólogo el discurso referido Frente a la diégesis o desarrollo del relato puesto en boca del narrador, la mímesis elocutiva pretende reflejar directamente, sin la mediación de la voz narrativa, las palabras mismas de los personajes. Como queda dicho, la caracterización de éstos se efectúa básicamente mediante dos recursos: lo que el narrador cuenta sobre ellos y lo que ellos mismos dicen. En gráfica expresión de Dámaso Alonso [1941:89], «las almas se desnudan hablando». Esto afecta incluso a la ‘voz colectiva’, las opiniones comunes, como la del célebre verso 20 o las de los versos 926-929 (Hempel, 1981; Girón, 1986:191-197). Ello hace que el papel del ‘discurso referido’, es decir, de la plasmación de lo que dicen los personajes, sea uno de los más relevantes del Cantar, en el que la proporción del diálogo es mucho mayor que en otros textos narrativos medievales, españoles o franceses (compárese Sandmann, 1953:267-268). En términos generales, lo que resulta característico de la elocución de cada personaje es su contenido, no su forma de expresión. En efecto, no hay en el Cantar una búsqueda de la personalización lingüística, sino que se emplea un registro monocorde, dentro del cual no se diferencian ni los personajes entre sí ni éstos de la voz narradora (Levíntova, 1975:nota 40䡩). La única diferencia notable es que las intervenciones en estilo directo no presentan la libertad de uso de los tiempos verbales que se aprecia en la narración.165 Tal distinción parece deberse a que la voz narradora posee unas necesidades expresivas más complejas que las de sus figuras, las cuales sólo necesitan referirse al contexto inmediato, sin tener en cuenta los criterios de variedad estilística, de atención a los matices aspectuales y otros a los que, como se ha visto, aquélla debe atender. Tampoco se personaliza la forma de hablar de unos personajes en relación con los demás. Tan sólo puede advertirse que el juramento por Sant Esidro es exclusivo del rey Alfonso, lo que constituye un eco de la histórica devoción del monarca a dicho santo (nota 1342䡩), y que los musulmanes (excepto el más romanizado Avengalvón) no emplean nunca el tratamiento de vos, sino el de tú, inesperado rasgo de verosimilitud lingüística que segura165 Sandmann [1953:267], Gilman [1961:33-34], Montgomery [1991a:355-357]. constitución interna ccxxxvii mente refleja la forma de hablar romance de los andalusíes, imitando el uso árabe, lengua en la que no existe (salvo en algunos casos de máxima solemnidad) el uso del plural de cortesía.166 En el ámbito del discurso referido, una de las misiones principales de la voz del narrador es delimitar aquél frente a su propia continuidad. Para ello, el Cantar se vale de diversos recursos, algunos de los cuales se han visto ya al describir el sistema formular. Las tres posibilidades esenciales son el empleo del discurso directo (transcripción literal de las palabras del personaje), el indirecto (el narrador resume lo que dice, piensa o escribe un personaje) y el indirecto libre (similar al indirecto pero sin verbo introductorio al que la intervención del personaje se subordine sintácticamente).167 El discurso directo es la forma más habitual de referir las palabras de los personajes en el Cantar. Puede ir introducido por un verbum dicendi, pero sin depender sintácticamente de él, y el narrador suele dar paso al discurso directo mediante las fórmulas de elocución, citadas al describir el sistema formular, u otras indicaciones similares. Un caso especial, muy frecuente en el Cantar, en contraste con el resto de la épica, es la ausencia de dicho tipo de verbo precediendo al enunciado en estilo directo. En tales circunstancias, hay un verbo que, sin ser de dicción, da paso a las palabras del personaje (discurso directo introducido por indicios narrativos). En algunos casos, la acción expresada por dicho verbo está especialmente ligada en el Cantar a la palabra. Así, sonrisarse precede siempre al discurso directo, o, en la escena de las cortes de Toledo, la fórmula en pie se levantó y sus variantes indican una intervención oral (en este caso debida a una norma del 166 Véanse las notas 853 y 1520; compárese la nota 2667䡩. Gornall [1996a:4950] considera que «el tú de los moros no indica algo tan específico como ‘árabe’, o ‘árabe’ y ‘mal castellano’, sino simplemente otredad lingüística», de modo que «el vós de Avengalvón ayuda a marcarlo como ‘uno de los nuestros’ en contraste con otros moros». En realidad, ambas explicaciones no son incompatibles, sino complementarias: la otredad lingüística se marca, sin duda, por la ruptura del «círculo del sistema vós/tú», pero éste se rompe porque, en efecto, los andalusíes aljamiados hablaban de esa manera y no por mera casualidad (véase Pujol, 2003: 232, para un caso análogo en el Llibre dels fets de Jaime I). 167 Para el estudio del discurso referido es fundamental el trabajo de Girón [1989], aunque algunas de sus adscripciones tipológicas (en especial respecto del discurso indirecto libre) resulten discutibles. También ofrecen datos de gran interés D. Alonso [1969], Geary [1980:34-56 y 119-122], López Estrada [1982:252255], Martín Zorraquino [1987:18-19] y Montgomery [1990]. ccxxxviii prólogo proceso jurídico, nota 2985-3532䡩). Únicamente la respuesta de un personaje a otro dentro de un diálogo puede carecer de cualquier tipo de elemento introductorio, siendo en este caso el propio cambio de discurso el que indica el comienzo de su intervención. Estas dos últimas modalidades pueden apreciarse en los versos 2185-2187, en los que doña Jimena se pone a hablar cuando recibe a su esposo (indicio narrativo), mientras que el Cid le responde sin mediar ninguna demarcación: mio Cid el Campeador al alcáçar entrava, recibiólo doña Ximena e sus fijas amas: —¡Venides, Campeador, en buena ora cinxiestes espada, muchos días vos veamos con los ojos de las caras!— —¡Grado al Criador, vengo, mugier ondrada! Yernos vos adugo de que avremos ondrança, ¡gradídmelo, mis fijas, ca bien vos he casadas!— El discurso indirecto se caracteriza por depender sintácticamente de un verbo de elocución o similar y es el procedimiento más alejado de la mímesis de lo oral o simulacro de un acto real de habla. A cambio, el enunciado (introducido por que o por pronombres o adverbios interrogativos) se puede acompañar de matizaciones intrínsecas al significado del verbo (mandar, demandar, acordar ‘ponerse de acuerdo’) o expresadas por complementos verbales (como en dezir fuertemientre), con casos como «Mandó mio Cid a los que ha en su casa / que guardassen el alcáçar e las otras torres altas» (vv. 15701571) o «Díxoles fuertemientre que andidiessen de día e de noch, / aduxiessen a sus fijas a Valencia la mayor» (vv. 2839-2840). Cuando el discurso indirecto se emplea para transmitir actos de conciencia, se recurre a verbos que significan ‘pensar’ o ‘percatarse’, por ejemplo, «ya veyé mio Cid que Dios le iva valiendo» (v. 1096) o «Todos se cuedan que ferido es de muert» (v. 3688). Como puede advertirse, estas ocasionales referencias apenas palian la habitual falta de introspección del narrador, toda vez que transmiten las impresiones de los personajes más que sus pensamientos y nunca desarrollan por extenso sus procesos mentales. En definitiva, se trata de una aproximación externa que, desde el punto de vista del análisis psicológico, se limita a constatar el efecto de ciertos actos, al igual que sucede al referir las emociones, como en el verso 625: «Mucho pesa a los de Teca e a los de Terrer non plaze», y en su pa- constitución interna ccxxxix ralelo, el verso 1098: «Pesa a los de Valencia, sabet, non les plaze», o en el verso 1036: «Cuando esto oyó el conde ya s’iva alegrando». El discurso indirecto libre se haya en una posición intermedia entre el indirecto y el directo, tanto en frecuencia de uso como en capacidad mimética. Se caracteriza por no depender directamente de un verbum dicendi u otro similar, pero siempre le precede algún elemento con papel demarcativo (así el v. 308 respecto de los vv. 309-310 o el v. 954 respecto del 955). En el Cantar de mio Cid se asocia sobre todo a situaciones un tanto impersonales, como la recepción de mandados, ‘mensajes, recados’: «a aquel rey de Sevilla el mandado llegava / que presa es Valencia, que no ge la enparan» (1222-1223); la llegada de noticias: «llegaron las nuevas al conde de Barcilona / que mio Cid Ruy Díaz que·l’ corrié la tierra toda» (vv. 957-958), o la indicación del contenido de un documento: «el Poyo de mio Cid así·l’ dirán por carta» (v. 902). Alguna rara vez se emplea, como el discurso indirecto, para referir los pensamientos de un personaje: «commo ellos tenién, crecerles ía la ganancia» (v. 1997). Un último aspecto referido a la actuación de la voz narradora que ha de consignarse es el de los enunciados multiformes o combinación de los distintos tipos de discurso referido. Como se ha visto ya, el narrador en el Cantar no tiene solo como misión ser un mero mediador neutro entre la ficción y el destinatario, sino que cumple un intencionado papel como regulador del suministro informativo. La palabra de los personajes no podía escapar a esta actitud; por ello, una misma intervención puede resolverse en secuencias en estilo directo junto a otras en estilo indirecto o libre. Sirvan de ejemplo los versos 1787-1791, que comienzan en estilo indirecto, para seguir en estilo directo y acabar con el indirecto libre: mandó mio Cid Ruy Díaz, que en buen hora nasco, que fita soviesse la tienda e non la tolliese dent cristiano: —Tal tienda commo ésta, que de Marruecos á passado, enviarla quiero a Alfonso el castellano—, que croviesse sos nuevas de mio Cid, que avié algo. Esta actitud puede desconcertar al lector actual, pero permite distinguir eficazmente distintas secciones de una misma elocución o llegar a un extraordinario grado de fusión entre las palabras y los hechos (compárense los vv. 574-610 y 1819-1820). ccxl prólogo el estilo En el ámbito del modelado estilístico del lenguaje, el aspecto que, en principio, puede resultar más característico del Cantar es cierta solemnidad. Según la retorización medieval de los géneros, a la poesía épica, que se ocupa de temas elevados, le corresponde igualmente una forma de expresión adecuada: el ‘estilo sublime’ o ‘grave’ (López Estrada, 1952:185-186 y Jauss, 1970:91-92). En el Cantar esa elevación se consigue probablemente con el relativo tinte arcaico de su lengua, al menos en el plano morfofonémico. Como sintetiza Deyermond [1987:39], «la lengua arcaizante de muchos poemas épicos es un rasgo estilístico de gran valor, que aumenta la seriedad de la acción y subraya el respeto con que el público debe mirar al héroe». No obstante, ha de subrayarse que este supuesto arcaísmo depende de la caracterización lingüística de M. Pidal [1911], pero en realidad no hay ninguna seguridad al respecto, debido a la escasez de textos romances del siglo xii, que impide precisar si lo que parecen arcaísmos vistos desde hoy lo eran realmente al filo de 1200, aunque todo apunta a que el poema se ajusta en casi todo a su propia sincronía lingüística, como subraya Penny [2002:99-100] y se ha visto en el § 1. En todo caso, el Cantar no adopta una actitud puramente conservadora. Fradejas [1962:67-69 y 1982:284-287] advierte que en la lengua del poema el arcaísmo (o más bien, el acervo patrimonial) convive con el neologismo (a veces, puro latinismo), y relaciona esa actitud con la del Auto de los Reyes Magos, que él fecha en la segunda mitad del siglo xii, aunque hoy tiende a datarse c. 1200 (Pérez Priego, 1997:20-21 y 39) y se conserva en un manuscrito toledano realizado entre 1200 y 1210 (Wright, 2000:31; Gómez Moreno, 2002:1098). Tal equiparación podría ser inapropiada si se acepta para esta obra un componente extemporáneo, sea del sustrato mozárabe, sea de una interferencia gascona (compárese Lapesa, 1967:37-47, 1981:198 y 1985b:138-156). Sin embargo, si el Auto es en realidad de origen riojano, como defiende Hilty [1986], la comparación resultaría de interés, sobre todo teniendo en cuenta que, pese al predominio de rasgos dialectales del castellano suroriental, el Cantar presenta algunas interesantes coincidencias con variedades norteñas (véase Martín Zorraquino, 1987:12-14). Tampoco sería improcedente si, por el contrario, constitución interna ccxli ambos se vinculan al regnum Toletanum, lo que es obvio para el Auto y probable para el Cantar (como ya se ha visto). Sea como fuere, el uso de tales cultismos, inspirados en el latín eclesiástico y el judicial, contribuye a ese mismo efecto de elevación estilística, junto a rasgos como el empleo de determinados procedimientos de énfasis, del tipo de la anáfora, o de un número limitado, pero efectivo, de símiles y metáforas, según se irá viendo. A partir de esta caracterización general, se puede pasar revista a los principales aspectos de la relación entre lengua y estilo. Comenzando por el plano de la sustancia fónica, han de destacarse las marcadas cualidades eufónicas del Cantar. Junto al rasgo determinante de la asonancia, otros recursos se hallan presentes y contribuyen a configurar la textura del poema, aunque carezcan del grado de pertinencia de la rima versal e incluso puedan deberse en parte a una elaboración inconsciente, propia del sentido armónico del poeta o de su educación técnica. Los principales son la aliteración (vocálica o consonántica) y la rima interna (esencialmente asonante), tanto ‘vertical’ o entre hemistiquios sucesivos, como ‘horizontal’ o entre los dos hemistiquios de un mismo verso (rima leonina).168 Hay aliteración consonántica por ejemplo en «Tañen las campanas en San Pero a clamor» (v. 286), con cierto efecto onomatopéyico producido por las sonorantes, tanto nasales (m, n, ñ) como líquidas (r, l), y por las oclusivas (p, t, k). Una muestra de aliteración vocálica proporciona el verso 545: «passaron las aguas, entraron al campo de Torancio», con repetición de a y o, reforzada en el primer caso por los acentos: a-á-o a á-a | (e)-á-o a á-o (e) o-á-(i)o. Como ejemplo de leonino, valga el verso 1735: «non escapáron | más de ciento e cuátro». En cuanto a la rima interna consecutiva, véase uno de los tres casos de cuatro asonantes seguidos (lo más normal es que sólo se agrupen dos, pero muchos de ellos podrían ser casuales): ¡Merced, ya rey e señór, por amor de caridad! La rencura mayór non se me puede olbidar; oídme toda la córt e pésevos de mio mal; los ifantes de Carrión, que·m’ desondraron tan mal (vv. 3253-3256, los acentos y las cursivas son míos) 168 De Chasca [1966 y 1967:219-236], Garci-Gómez [1975:269-272], Adams [1976:5 y 1980a], Smith [1976b] y Webber [1983, 1986a y 1986b:69-72]. ccxlii prólogo Plantea algunas reservas a estas cuestiones, sobre todo a la operatividad de la rima interna, Michael [1975:22-23]. Tiene razón en señalar que las rimas cruzadas (abab) y abrazadas (abba) que presenta De Chasca [1966 y 1967] resultan de muy difícil percepción en la cesura. Igualmente, algunos de los fenómenos que se han alegado como muestras de aliteración, especialmente por Webber [1986a], son imposibles de percibir como tales para un castellanohablante nativo y no hay razón para suponer que el público medieval fuera más sutil al respecto. De todos modos, si la rima interna no posee el grado de pertinencia del asonante, no parece que pueda verse siempre como el resultado de una mera casualidad, cuando mantiene durante cuatro y cinco versos una homofonía paralela a la de la rima versal. Por ello, debe apreciarse en tales casos un recurso estilístico del autor, aunque no siempre lo emplease de forma premeditada. Al menos la rima de los leoninos, usual en la poesía latina medieval, se sabe que era captada con suficiente nitidez, ya que a veces el copista del códice único le ha prestado más atención que a la asonancia de la tirada, alterando de este modo el texto.169 En el nivel paradigmático o de la selección léxica, lógicamente predomina el vocabulario de la guerra o de las actividades cotidianas, aspecto que comenta estilísticamente De Chasca [1967: 106-124]. Sirvan de ejemplo algunos tecnicismos bélicos, como almófar ‘capucha de la loriga’, arrobda ‘patrulla’, art ‘ardid o truco bélico’, az ‘fila de soldados’, belmez ‘túnica acolchada llevada bajo la loriga’, compaña ‘mesnada, ejército’, fierro ‘punta de la lanza’, huesa ‘bota alta’ o loriga ‘cota de mallas’. En este terreno es interesante destacar dos términos que ya se han comentado arriba y que tienen que ver con la recepción de la cultura material caballeresca de fines del siglo xii: los neologismos sobregonel y armas de señal, seguramente sinónimos en el sentido de ‘sobreveste, sobreseñales’, aunque el segundo hace específica referencia a los emblemas 169 Véase M. Pidal [1911:111-112]. Esto permite rechazar la hipótesis de Webber [1963:58 y 1986b:71] de que la rima interna no se debe a un factor estilístico, sino a que el cantor ha confundido momentáneamente la cesura con el fin de verso. Incluso aunque no se acepte ningún papel para la rima interna, esta interpretación es inaceptable, pues lo mismo en la recitación que en la salmodia la pausa o inflexión intermedia recibe un tratamiento muy distinto del de aquella que acaba el verso, tanto en duración y entonación como en melodía (véanse Quilis, 1969:64 y 71-73; Rossell, 1993:132-134; Fernández y Del Brío, 2004:12, 24 y 33), lo que impediría una confusión semejante. constitución interna ccxliii heráldicos, cuya presencia no queda garantizada en el caso del primer término (notas 1587䡩 y 2375䡩). Dado que el uso de este vocabulario es natural en un poema que relata las hazañas de un guerrero, resulta más distintivo el frecuente uso de latinismos y otras expresiones procedentes del ámbito eclesiástico y legal (Crowley, 1952, Bustos, 1974:138-155; Martín Zorraquino, 1987:17), lo que se extiende del léxico a la fraseología (Hook, 1980 y 2002). Algunos casos, como los de bendictiones ‘bendiciones nupciales’ (v. 2240), Calvarie ‘el Calvario’ (nota 347䡩), criminal ‘imputación calumniosa’ (nota 342䡩), laudare ‘loar’ (v. 335), miráculos ‘milagros’ (v. 344), tus ‘incienso’ (v. 338), virtos ‘ejército’ (nota 657䡩) o vocación ‘advocación’ (nota 1669䡩), son muy significativos de la actitud lingüística y de los conocimientos del autor, y se vinculan innegablemente a la estrecha relación entre el desarrollo narrativo del Cantar y los planteamientos jurídicos coetáneos, cuya importancia para entender cabalmente el poema ya se ha visto. Esta situación afecta a todo el texto, pues el conflicto inicial reviste de entrada la forma de un caso jurídico, el destierro de acuerdo con la figura medieval de la ira regis, si bien es especialmente obvia en la sección final del mismo. En concreto, el episodio de las cortes de Toledo revela el amplio y competente conocimiento de la terminología jurídica que poseía el autor (nota 2985-3532䡩). Allí se encuentran, junto a los abstractos tuerto ‘injusticia, contrafuero’, y derecho, la designación de los participantes: alcaldes ‘jueces’, sabidores ‘jurisperitos, abogados’, curiador ‘avalista’, cada bando, ‘parte litigante’ y los representantes d’ella e d’ella part < ex utraque parte (equivalencia determinada por Dutton, 1980:25-26). También la designación del proceso jurídico y sus componentes: juvizio ‘juicio, sentencia’, rencura ‘querella’, entención ‘alegato’, manfestar ‘confesar’, riebto ‘reto, desafío judicial’, lid ‘duelo judicial’, y el polisémico razón, que designa el proceso mismo, las intervenciones de las partes, la justificación de la conducta y la sentencia, aunque siempre bajo el común denominador de la intervención oral. Por último, la terminología de la sentencia: pechar en apreciadura ‘pagar una indemnización en especie’, escapar por traidor ‘ser declarado reo de traición’, dexar por malo ‘conseguir contra el adversario sentencia de infamia legal, lograr que el acusado sea declarado infame’. La lista podría aumentarse, no sólo con los propios términos, sino también con los detalles narrativos que demuestran el mismo conoci- ccxliv prólogo miento, como la fórmula en pie se levantó, ya comentada a propósito de las formas de introducción del estilo directo. Pero basta con lo dicho para percibir la precisión con que el Cantar trata estas cuestiones.170 En la conjunción entre la selección léxica y la combinación sintáctica se aprecia el empleo de las llamadas ‘frases físicas’, que transmiten cierto énfasis a la par que permiten al juglar subrayarlas con su mímica (o bien le dispensan de ello, por su propia plasticidad), como en llorar de los ojos, hablar de la boca o dar de mano ‘liberar’ (Morris y Smith, 1967; Garci-Gómez, 1975:257-262). Al mismo nivel lingüístico pertenece el uso de parejas de sinónimos o, a menudo, de cuasi-sinónimos, pues cada término suele conllevar un matiz específico. Así sucede en a rey e a señor (compárese nota 895䡩) o a ondra e a bendición ‘legítimamente’ (hablando del matrimonio, nota 3400). Un recurso parecido es el de las parejas inclusivas, en las que el concepto de totalidad se expresa vivamente mediante la unión de dos términos complementarios, como grandes e chicos ‘todo el mundo’, de noch e de día ‘en todo momento’ (De Chasca, 1967:196-197; Garci-Gómez, 1975:277278; Smith, 1977:161-217). Los ejemplos citados son estrictamente formulares, pero no otras expresiones semejantes, como «el que yo quiero e amo» (v. 2221) o «a cavalleros e a peones» (v. 848; cf. nota 807䡩), lo que revela una tendencia general del estilo del autor, que puede ponerse parcialmente en relación con el citado uso de la terminología jurídica, en la que este tipo de expresiones viene exigido por la necesidad de máxima precisión, lo que es especialmente obvio en las parejas inclusivas.171 En este caso, el conjunto 170 Otros aspectos del léxico pueden verse tratados en Pellen [1977 y 1978], Escobedo [1992 y 1993], Bailey [1993:101-140], Alvar Ezquerra [2000]. 171 Como explica Smith [1977:208-217], una parte de las expresiones bimembres presentes en la épica son sin duda creaciones espontáneas del habla común, mientras que otras encuentran antecedentes específicos en la prosa latina, en especial la historiográfíca y la bíblica, de donde el procedimiento pasa a las retóricas antiguas y medievales, si bien éstas recogen sólo la pareja sinonímica, entendida como un modo de interpretatio, donde uno de los dos términos es aclaración del otro, o de variatio, por el procedimiento de eandem rem dicere, sed commutate, que comenta en detalle Curtius [1938:215-232] y que es muy frecuente tanto en la prosa latina medieval (Bertolucci, 1957), como en la poesía latina (H.S. Martínez, 1975:261-262) y trovadoresca (Elwert, 1954). A esto añade Smith que las parejas inclusivas revelan exigencias propias del formulismo jurídico, aunque su adopción poética se debiese a su peculiar eficacia literaria (cf. además Dutton, constitución interna ccxlv suele ser mayor que la suma de sus partes, tanto denotativamente, como sucede en el oro e la plata (nota 310䡩), como connotativamente, por ejemplo cuando se emplea la expresión «las mulas e los cavallos» en el texto prosificado preliminar, donde equivale a la pareja palafrés e mulas, ‘toda clase de monturas’, usada en el texto, pero en tal situación la frase adquiere, además, el sentido de ‘en la fortuna (por las mulas de carga y paseo) y en la adversidad (por los caballos de guerra)’. Lo mismo sucede cuando los términos poseen implicaciones específicas. Así, «en paz o en guerra» significa ‘en cualquier circunstancia’, pero la expresión posee un alcance complementario, en relación con los deberes feudovasalláticos (nota 1525䡩), al igual que ocurre con «a los peones e a los encavalgados» y «en vistas o en cortes» que equivalen respectivamente a ‘todo el mundo’ y ‘en cualquier tipo de reunión de la corte’, pero poseen además importantes implicaciones sociales y jurídicas (notas 807䡩 y 1899䡩). Esta misma afición por las estructuras bimembres se aprecia en combinaciones más complejas sintácticamente y a la vez más extensas, que colman todo el verso y se valen de la cesura para establecer el eje de simetría (De Chasca, 1967:296-298; Garci-Gómez, 1975:272-275; Smith, 1977:161-217; Deyermond, 1987:36-37). Éstas responden a veces al modelo de las parejas de sinónimos, como en «grandes averes priso e mucho sobejanos» (v. 110), «a priessa vos guarnid e metedos en las armas» (v. 986). Un caso particular lo ofrece el de la sinonimia mediante un contraste, es decir, con expresiones aparentemente contradictorias pero que en realidad significan lo mismo: «si a vós pluguiere, Minaya, e non vos caya en pesar» (v. 1270), «passada es la noche, venida es la mañana» (v. 1540). La bimembración responde también al esquema 1980). En resumen, esta fraseología revela «la triple tradición de Salustio, de la Biblia y del derecho» (Smith, 1977:211). El mismo fenómeno se da en el mester de clerecía, como muestra el mismo Smith (ibid.), posiblemente por influjo conjunto de la épica precedente y de sus modelos latinos (cf. Dutton, 1964 y 1974), siendo más tarde característico de las traducciones medievales, donde el empleo de construcciones bimembres pretende salvar determinadas dificultades semánticas mediante la unión, bien de dos términos que vierten matices complementarios de la voz original, dando lugar a una pareja inclusiva; bien del propio término vertido, introducido como neologismo, junto a una voz castiza que lo aclara, originando una pareja sinonímica (cf. Wittlin, 1979, y Sanz Julián, 2006:I, 167-216). Finalmente, el recurso alcanza gran auge como rasgo eminentemente estilístico en el resto de la prosa medieval hispánica (cf. Walker, 1974:cap. vi). ccxlvi prólogo de la pareja inclusiva, como en «antes perderé el cuerpo e dexaré el alma» (v. 1022), «comed, conde, d’este pan e beved d’este vino» (v. 1026). En este ámbito hay además ejemplos de construcción trimembre, tanto sinonímica, «cuando vós sodes sanas e bivas e sin otro mal» (v. 2866), como, sobre todo, inclusiva, «dexado ha heredades e casas e palacios» (v. 115), «de escudos e de armas e de otros averes largos» (v. 795), «¡tantos avién de averes, de cavallos e de armas!» (v. 1800), «Passando van las tierras e los montes e las aguas» (v. 1826), «mantos e pielles e buenos cendales d’Andria» (v. 1971), lo que permite incluso construcciones mixtas de una pareja sinonímica (que subrayo en ambos ejemplos) con una ampliación inclusiva: «cuendes e podestades e muy grandes mesnadas» (v. 1980), «ca crécevos ý ondra e tierra e onor» (v. 3412). Un caso singular es el del v. 2495, «que he aver e tierra e oro e onor», cuya enumeración cuádruple reúne dos parejas inclusivas que mantienen un paralelismo entre sus primeros miembros, aver y oro, que indican los bienes muebles, y los segundos, tierra y onor, que aluden a los inmuebles. Por último, el recurso se emplea también para marcar la antítesis estricta: «e faziendo yo a él mal e él a mí grand pro» (v. 1891). Vistas en conjunto, la expresiones bimembres del Cantar pueden clasificarse del siguiente modo:172 a) Combinaciones sinonímicas Por su forma — Directa. Se unen dos términos positivos, sustantivos: «D’alma e de coraçón» (v. 1923), verbos: «prendiendo e ganando» (v. 1167), o adjetivos: maravillosa e grand. — Indirecta. Se unen un término y la negación de su antónimo (por lítotes): sanas e sin mal; «mucho pesa a los de Teca e a los de Terrer non plaze» (v. 625), «Todos sodes pagados e ninguno por pagar» (v. 536), o bien se juntan expresiones aparentemente antitéticas: «venido es a moros, exido es de cristianos» (v. 566). 172 A la vista de las heterogéneas tipologías propuestas hasta ahora, ofrezco la mía propia. Cito en cursiva las parejas formulares, dando las restantes entrecomilladas y con su localización. constitución interna ccxlvii Por su función — Amplificadora. El desdoblamiento léxico es sinonímico y busca ante todo un efecto estético de variatio, no propiamente semántico, aunque a veces añada énfasis: de voluntad e de grado, d’amor e de voluntad, «de prez e de valor» (v. 3445); «todo serié alegre, que non avrié ningún pesar» (v. 1403), «los averes que tenemos grandes son e sobejanos» (v. 2541). — Explicativa. Se reúnen dos términos cuasi-sinónimos, por afán de precisión. Suele tratarse de conceptos más bien abstractos: a ondra e a bendición, a ondra e a recabdo, o con una carga institucional: a rey e a señor, «cuendes e podestades» (nota 1980䡩), así como de acciones: pensó e comidió (nota 1889䡩), «firiéronse a tierra, decendieron de los cavallos» (v. 1842); pero también se dan con objetos concretos, «con lunbres e con candelas» (v. 244), y con sus cualidades: «tanto es linpia e clara» (v. 3649). b) Combinaciones inclusivas Por su forma — Antonímicas. Suman términos contrapuestos: mugieres e varones, cielo e tierra; la pareja puede aparecer negada: «a moros nin a cristianos» (v. 107) o adoptar forma disyuntiva: «en yermo o en poblado» (v. 390). — Complementarias. Unen elementos que no se oponen estrictamente, pero que tampoco son equivalentes, y cuya conjunción ofrece una mayor precisión sobre el alcance del elemento referido: el oro e la plata, palafrés e mulas, «fieras e grandes» (v. 1491). También en este caso la pareja puede aparecer negada: «sin pielles e sin mantos» (v. 4), «de conde nin de ifançón» (v. 3479). Por su función — Expresivas de la totalidad. Se indican dos elementos cuya suma corresponde al todo. A menudo se trata de toda la gente, moros e cristianos, o de un grupo específico, «burgeses e burgesas» (v. 17), cuendes e ifançones, grandes e chicos (nota 591䡩), moros e moras, pero también aluden a circunstancias de tiempo, las noches e los días (nota 1547䡩), «cerca o tarde» (v. 76), o de espacio, las exidas e las entradas (nota 1163䡩), «por yermos e por poblados» (preliminar, líneas 8-9). Este valor totalizante que- ccxlviii prólogo da expreso en los versos 806-807: « ¡Dios, qué bien pagó a todos sus vassallos, / a los peones e a los encavalgados!». La negación de la pareja inclusiva equivale, claro está, a ‘nadie’ o ‘nada’ de una determinada categoría: «nin cativos nin cativas non quiso traer en su conpaña» (v. 517). El sentido totalizador es obvio en el caso de las expresiones antonímicas, pero puede darse también en las complementarias: el oro e la plata ‘toda clase de riquezas’, palafrés e mulas ‘toda clase de monturas’. Tiene matiz indefinido cuando se usa la disyunción: «en yermo o en poblado» ‘en un lugar u otro (de los dos tipos que hay)’, es decir, ‘en cualquier sitio’ (cf. nota nota i䡩); «en paz o en guerra» ‘en cualquier circunstancia’, esto es, ‘siempre’ (nota 1525䡩). — Explicativas: Los dos términos expresan distintos aspectos del mismo referente, de modo que, por el sentido, vienen a coincidir con las combinaciones cuasi-sinonímicas (de función explicativa), pero con mayor amplitud semántica. Esto sucede sobre todo con cualidades: gruessos e corredores (nota 1336䡩), «fieras e grandes» (v. 1491), pero también con objetos, mantos e pelliçones (nota 4䡩), y con acciones: «el rey una grand ora calló e comidió» (v. 2953). Obsérvese a este respecto la diferencia entre las parejas totalizadoras las noches e los días, moros e cristianos o el oro e la plata y su uso explicativo, cuando se refieren a circunstancias concretas, en «El día e la noche piénsanse de adobar. / Otro día mañana el sol querié apuntar...» (vv. 681-82), «El conde don Remont darnos ha grant batalla, / de moros e de cristianos gentes trae sobejanas» (vv. 987-88) o en «escudos boclados con oro e con plata» (v. 1970). Normalmente integran esta categoría parejas complementarias, pero hay algún caso de pareja antonímica: «antes perderé el cuerpo e dexaré el alma» (v. 1022). c) Combinaciones antitéticas Expresan la contraposición entre sus términos. En general se trata de construcciones paralelas con eje de simetría en la cesura: «sinon primero prendiendo e después dando» (v. 140), «el día es salido e la noch es entrada» (v. 1699), «e faziendo yo a él mal e él a mí grand pro» (v. 1891); pero también hay ejemplos de quiasmo: «e durmiendo los días e las noches trasnochando» (v. 1168). constitución interna ccxlix El Cantar utiliza también otros procedimientos de repetición enfática, tanto mediante el paralelismo sintáctico (Waltman, 1978, Montgomery, 1991b:427), en la línea de los vistos en la última modalidad de la clasificación preinserta, como semántico o léxico (Garci-Gómez, 1975:254-300). Uno de los más interesantes, por su función expresiva y capacidad intensificadora, es el de la anáfora o repetición de una palabra al principio de hemistiquios o versos sucesivos, lo que refuerza el papel acumulativo de la enumeración: salveste a Jonás cuando cayó en la mar, salvest a Daniel con los leones en la mala cárcel, salvest dentro en Roma al señor San Sabastián, salvest a Santa Susaña del falso criminal. (vv. 339-343) Veriedes aduzir tanto cavallo corredor, tanta gruessa mula, tanto palafré de sazón, tanta buena espada con toda guarnizón. (vv. 3242-3244) Otro aspecto interesante en el plano sintáctico es el de la extraordinaria abundancia de perífrasis verbales (Michael, 1975:24-25). Las más usuales son querer [+ infinitivo] para expresar deseo o con sentido incoativo o de inicio de la acción; tomarse a [+ infinitivo] y compeçar de [+ infinitivo], que son también incoativas; fazer [+ infinitivo] y mandar [+ infinitivo], que poseen significado yusivo, es decir, manifiestan mandato u obligación, e ir [+ infinitivo], la cual, si no indica movimiento, tiene matiz intencional. Frente a su empleo semánticamente marcado, estas y otras perífrasis verbales pueden aparecer con un sentido muy debilitado, prácticamente igual al del verbo simple, como en «no lo quiera olvidar» = ‘no lo olvide’ (v. 1444) o «mandédesle tomar» = ‘tomadlo’ (v. 3515), donde la perífrasis apenas da más que un matiz de cortesía, o más aún en «tornós’ a alegrar» = ‘se alegró’ (v. 1455), sin ningún valor iterativo. Michael [1975:25] considera muchos de estos casos como producto de la constricción métrica, pero siendo ésta tan laxa en el sistema prosódico del Cantar, ello resulta poco probable. Quizá haya que pensar en una preferencia estilística, ligada a la búsqueda de variedad o a las otras peculiaridades del sistema verbal del poema. Por otro lado, Martín Zorraquino [1987:16] señala algunas interesantes diferencias semánticas para el caso de la perífrasis con aver o dar [+ sustantivo abstracto]. Así, el verbo no pe- ccl prólogo rifrástico puede resultar ambiguo al expresar proceso o resultado, como en «ý benció esta batalla, por ó ondró su barba» (v. 1011), mientras que la perífrasis con dar es claramente activa, «por sabor de mio Cid, de gran ondra·l’ dar» (v. 1503), y la que se construye con aver lo es estativa o indica el resultado: «por vós avemos ondra e avemos li diado» (v. 2530). Además de un importante aspecto, el uso del encabalgamiento, ya comentado anteriormente, otras facetas menores de la caracterización gramatical y estilística de la sintaxis del Cantar pueden verse en Beberfall [1952], Muñoz Cortés [1972], Montgomery [1975 y 1976b], Pellen [1976] y Martín Zorraquino [1987:17]. En cuanto a los principales rasgos de la organización supraoracional, como la distribución del sistema formular y los métodos de organización textual, han sido analizados ya; para un comentario de conjunto, véase Martín Zorraquino [1987:18-19]. Al concluir con estos factores, hay que recordar que el enunciado no consta únicamente de sus componentes morfosintácticos, sino que la entonación desempeña un papel esencial. Antes se ha visto cómo la voz narrativa hacía un uso singularmente marcado de la exclamación y la interrogación, en la forma enfática de pregunta retórica. Los personajes, cuando intervienen en estilo directo, emplean las diversas modalidades de entonación, dentro de la variedad normal de situaciones expresivas, junto al tono enunciativo habitual. Mención especial merece el uso, típicamente bélico, del grito de guerra: «Los moros llaman —¡Mafómat!— e los cristianos —¡Santi Yagüe!—» (v. 731), cuyo sentido y puntuación comenta acertadamente Girón [1989:157-161]. También es interesante el grito de guerra que proclama la identidad del héroe: «¡Feridlos, cavalleros, por amor del Criador! / ¡Yo só Ruy Díaz, el Cid Campeador!» (vv. 720-721, un uso similar en el v. 1140).173 Por último, se ha de destacar el empleo de la pregunta retórica por parte de algún personaje. Su uso resulta especialmente marcado en la patética interrogación del Cid a los infantes, que señala el cenit emocional de las cortes de Toledo:174 173 Esta curiosa apelación con autorreferencia es comentada, con sugerencias no siempre atendibles, por Galmés [1970:89-94], Marcos Marín [1971:208-217 y 1972:417-419], y Muñoz Cortés [1972:383 y 385]. 174 Para el empleo de este y otros recursos retóricos y oratorios, tanto de la inventio como de la dispositio, en los discursos de los personajes, véanse Caldera [1965] y Burke [1991:133-150; sobre estos versos en concreto, p. 140]. constitución interna ccli Dezid, ¿qué vos merecí, ifantes de Carrión, en juego o en vero o en alguna razón? Aquí lo mejoraré a juvizio de la cort. ¿A qué·m’ descubriestes las telas del coraçón? A la salida de Valencia mis fijas vos di yo con muy grand ondra e averes a nombre. Cuando las non queriedes, ya canes traidores, ¿por qué las sacávades de Valencia, sus honores? ¿a qué las firiestes a cinchas e a espolones? (vv. 3258-3265; subrayo) Por último, en un plano más abstracto de elaboración, hay que situar las ‘figuras de pensamiento’. Es relativamente habitual la lítotes o expresión en que se niega lo contrario de aquello que se quiere afirmar (Garci-Gómez, 1975:297-300; Michael, 1975:27 y 85). Ya se han visto algunos ejemplos en construcciones bimembres, del tipo «sanas e sin mal» (v. 1401) o, de forma más compleja, «mucho pesa a los de Teca e a los de Terrer non plaze» (v. 625, subrayo) y «si a vós pluguiere, Minaya, e non vos caya en pesar» (v. 1270). El procedimiento se emplea también fuera de estas construcciones, como en «non es con recabdo el dolor de Valencia» (v. 1166) e incluso posee a veces cierto matiz irónico, por ejemplo en «dentro en Valencia non es poco el miedo» (v. 1097), seguido, no obstante, por un verso de recapitulación que al inicio de la tirada siguiente retoma la idea en serio y con una iteración enfática, «Pesa a los de Valencia, sabet, non les plaze» (v. 1098; pueden verse otros ejemplos de lítotes en los vv. 1480, 1507 o 2437). Ahora bien, las figuras más destacadas de este tipo son la metáfora y la metonimia. La primera apenas comparece a título propio en el Cantar, aunque informa el valor simbólico de determinados seres u objetos, como el león reverente (nota 2278-2310䡩), las espadas del Cid (nota 2426䡩) o la sangre del enemigo (véanse en general Deyermond, 1973:66-68; Montaner, 1987:274-312, y Rico, 1990:298-299). Dentro del ámbito de la metáfora, aunque en su grado de menor complejidad, hay que situar los escasos símiles del poema. Se trata en todas las ocasiones de una comparación formular: commo la uña de la carne (vv. 375 y 2642) o tan blanca(s) commo el sol (vv. 2333, 3074, 3087 y 3493). La primera expresión sólo se aplica a las dos grandes separaciones del Cantar: la despedida del Cid y de su familia en Cardeña y la de ambas hijas del Campeador y sus padres en Valencia, lo que le permite conservar todo su patetismo (compárese la nota 375䡩). La segunda, de connotacio- cclii prólogo nes positivas, se aplica, como se ha visto, a elementos muy distintos: las hijas del Cid, las lorigas, una camisa y una cofia. Esto podría hacerle perder efectividad poética, pero sus apariciones son tan escasas y espaciadas que siempre procuran un realce ponderativo a los seres a los que se asocian (Deyermond, 1987:37). En cuanto a la metonimia, resulta mucho más usual en el Cantar, como ha explorado Montgomery [1991b].175 Su forma más habitual es la sinécdoque (la parte por el todo), como en el verso 16: «en su conpaña sessaenta pendones», es decir, sesenta caballeros cuyas lanzas llevaban sendos pendones. Un caso curioso ofrece el epíteto (f)ardida lança, puesto que la base metonímica (la lanza por el caballero) adopta un rasgo metafórico (personalización de la lanza como esforzada). Aunque de un modo menos patente, sucede lo mismo con el epíteto del Cid (la) barba vellida o complida (vv. 268, 930, 2192, restituido en 274). En efecto, el elemento esencial es la sinécdoque de la barba por su portador, pero aquélla representa a su vez el honor del héroe, por lo que la adjetivación no tiene sólo un valor descriptivo real, sino también metafórico (notas 268䡩, 1240-1242䡩, 3095-3096䡩). Un ejemplo, en fin, que muestra la gran habilidad del autor en el uso de este procedimiento es el del verso 1612, «ojos vellidos catan a todas partes», puesto que es esencialmente desde la perspectiva de esas miradas (aunque nunca confundiéndose con ellas) como el narrador muestra el paisaje valenciano que admiran doña Jimena y sus hijas (nota 1612-1650䡩). El adjetivo además califica a la parte para referirse al todo. Son las hermosas mujer e hijas del Campeador a quienes éste puede mostrar ahora la bella región que ha conquistado para ellas, su nueva heredad. 175 El trabajo de Montgomery [1991b] pretende caracterizar globalmente el estilo del Cantar como metonímico, por lo que comenta aspectos no siempre relacionados estrictamente con la metonimia. De hecho, algunos de los fenómenos que apunta como metonímicos sólo metafóricamente se pueden tener por tales. En cuanto a la metáfora, no advierte suficientemente el papel de la misma en la simbolización paraverbal del poema (compárese a ese respecto Montaner, 1987: 133-134). Por otro lado, sus reflexiones sobre la metonimia como principio de la constitución del Cantar pueden tener un complemento en el estudio de Meneghetti [1984] sobre la cosmovisión metonímica que, a su juicio, caracteriza a la épica española, frente al planteamiento metafórico de la chanson de geste, oposición sobre la que también incide Montgomery [1991b:432]. constitución interna ccliii cercanía El Cantar de mio Cid es un texto artificioso, aunque a primera vista pueda no dar esa impresión. Parece ser sincero, pero engaña. Finge ser lineal, pero es complejo. No pretende convencer, pero persuade. Como con justeza señala Montgomery [1991b:434], «la monolítica identidad del poema con la realidad, su evitación de una opinión personal, es una ilusión ... No está por encima de la manipulación, ni está exento de [ella]». Sin embargo, por eso mismo engaña, enreda y cautiva. La aquiescencia del auditorio medieval y la del lector moderno que haga el pequeño esfuerzo de superar algunas barreras lingüísticas y culturales (cosa a la que aquí se espera haberle ayudado) se producen por esa habilidad del Cantar para mostrar como verídico lo que no ha podido suceder y por relegar al olvido parte de lo que sucedió realmente. No nos encontramos ante un triste ‘docudrama’ en el que personajes reales recreando situaciones auténticas no pueden evitar dar una penosa sensación de impostura. El Cantar es un artefacto, y por eso funciona. En resumen, puede decirse que si el Cantar da tan a menudo la anacrónica impresión de un texto realista, no es por su discutible historicismo ni por una supuesta sencillez estilística o una llaneza presuntamente ligada a lo popular, sino por la maestría técnica de un poeta que supo entrelazar, hasta formar un todo inextricable y coherente, las distintas facetas de su personaje: la peripecia humana de Rodrigo Díaz, los valores heroicos del Cid Campeador y el ideal de progreso personal gracias al propio esfuerzo de el que Valencia gañó. 4. HISTORIA DEL TEXTO análisis codicológico el códice único 176 El Cantar de mio Cid se ha conservado en su forma poética en una sola fuente, toda vez que la copia de Ulibarri (Madrid, Biblioteca Nacional, ms. 6328), de la que me ocuparé luego, es un mero 176 Por razones de la argumentación, esta sección resulta extremadamente técnica, por lo que recomiendo al lector a quien sólo le interese tener una visión de ccliv prólogo apógrafo o descriptus suyo. Se trata del códice único tantas veces mencionado en las páginas anteriores, el cual se custodia actualmente en la cámara acorazada de la Biblioteca Nacional de Madrid, con la signatura Vitr. 7-17.177 Es un volumen en cuarto (con dimensiones medias de 198 × 150 mm), de 74 hojas (originalmente 78), elaborado con pergamino, posiblemente de cabra, grueso y de preparación algo tosca, «con tendencia a oscurecerse por no haber sido completamente desengrasada la piel».178 Consta de once cuadernillos: del primero al cuarto (ff. 1-7, 8-15, 16-23 y 2431) son cuaternos (es decir, de ocho hojas cada uno), si bien al primero le falta actualmente el folio inicial (entre la guarda volante delantera y el actual f. 1); el quinto (ff. 32-37) es un terno (seis hojas); el sexto (ff. 38-41) es un duerno (cuatro hojas); el séptimo y el octavo (ff. 42-48 y 49-56) son de nuevo cuaternos, pero al séptimo le falta la penúltima hoja, entre los actuales ff. 47-48; el noveno (ff. 57-62) es otro terno; el décimo (ff. 63-69) es un cuaterno, pero le falta la última hoja, entre los actuales ff. 69-70, y el undécimo (ff. 70-74) es un terno, si bien le fue cortada la última hoja (tras el actual f. 74), que estaba en blanco. La distribución de planas sigue el principio de Grégory, de modo que las caras de pelo están enfrentadas a las de carne, salvo que se interpusiera una de las hojas faltantes, lo que ocasiona emparejamientos anómalos de caras de distinto tipo. Los cuadernillos presentaban originalmente sendos reclamos (consistentes en la casi totalidad del verso inicial del cuaderno siguiente), situados en el margen inferior derecho del vuelto del último folio de cada uno, lo que ha ocasionado que la mayoría de ellos haya sido recortada por el encuadernador, conconjunto que salte directamente al último apartado de la misma, titulado «Síntesis y repercusiones textuales». En los ejemplos dados a lo largo de esta exposición, las citas del Cantar se dan en transcripción cuasi-facsímile (pero paleográfica en el desarrollo de las abreviaturas, según los criterios expresados en Montaner, 1999:77-81), gracias a las letrerías dice, desarrollada en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Zaragoza por Luis Julve, Manuel Pedraza y José Ángel Sánchez, a quienes agradezco su permiso para utilizarla aquí, y Palaeographica, realizada por JuanJosé Marcos por encargo del Proyecto del Plan Nacional de I+D gemcemyso. 177 La descripción que sigue se basa en mi propia inspección del códice, pero he tenido muy en cuenta las de M. Pidal [1911:1-18], Michael [1975:52-56], Escolar [1982:14-15] y Ruiz Asencio [1982, 2000 y 2001]. 178 Ruiz Asencio [2000:250a, similar en 2001:28]. La posible identificación del pergamino como piel de cabra se basa en el color y en el tipo de restos de pelo detectados con el vídeo-microscopio de superficie. historia del texto cclv servándose sólo los del cuaderno octavo (f. 56v.º, v. 2815) y noveno (f. 62v.º, v. 3133), y un diminuto resto (el astil superior de una h) del correspondiente al séptimo (f. 48v.º, v. 2390).179 El códice carece de foliación original, si no es que fue igualmente desvirada al encuadernarlo, por hallarse demasiado cerca del extremo superior de la hoja. Los once fascículos están cosidos entre sí mediante cinco nervios; el volumen resultante está encuadernado con tabla forrada de badana barnizada de negro y estampada con orlas de oro (del que quedan muy pocos restos) y conserva parte de dos broches de cuero y metal con los que se mantenía cerrado. Actualmente el lomo se halla casi desprendido del cuerpo del volumen. Las guardas anteriores y posteriores están formadas por sendos bifolios, cuya primera hoja, adherida a la cara interior de cada cubierta, constituye la guarda fija, quedando la otra como guarda volante. Esta encuadernación suele fecharse en el siglo xv, pero a mi juicio tiene razón Escolar [1982:14] en retrasarla al xvi, y fue la segunda que experimentó el códice, siendo la anterior del siglo xiv, coetánea de su escritura, como se verá luego.180 La impaginación se realizó mediante pautado a punta seca en el primer cuadernillo y a punta de plomo (o quizá de plata) en los restantes y consta únicamente de las líneas maestras, las cuales delimitan una caja de justificación de 174 × 118 mm de dimensiones medias,181 cuya forma es a menudo trapezoidal y no cuadrada, pues las líneas maestras no son paralelas, lo cual se acusa especialmente en sentido longitudinal. Habitualmente la separación de las justificantes verticales es mayor en la parte superior que en la inferior, como sucede en el f. 33v.º, con 124 mm de línea de cabeza frente a 120 mm de línea de pie. Sin embargo, también se da el caso contrario, como en el f. 60, cuya línea de cabeza mide 110 mm y la de pie, 115 mm. En el primer cuadernillo,182 se marca 179 Sobre el casi inapreciable superviviente de este reclamo, véanse M. Pidal [1911:4] y Ruiz Asencio [2001:30]. 180 La idea de Orduna [1989:5-6] y Sánchez-Prieto [2002:59] de que el códice circuló desencuadernado y que a ello se debe en parte su mal estado de conservación carece de fundamento (Montaner, 2005b:141-142). 181 De la muestra medida, las dimensiones menores corresponden al f. 53, con 167 × 112 mm, y las mayores al f. 34, con 181 × 131 mm, aunque la altura mayor se da en el f. 17, con 186 × 128 mm; cf. sobre este punto Ruiz Asencio [2000:248b]. 182 En algunos casos, como el f. 4r y el f. 5v, se advierte que las líneas de cabeza son dobles. Respecto del pautado a punta de plomo (no a lápiz, como indi- cclvi prólogo además la altura de los renglones (entre 7 y 8 mm) mediante un picado marginal que consta de 26 pinchazos, situados a la altura de las líneas maestras verticales en el margen interno y en el extremo de la hoja en el margen externo (de manera que una parte de ellos ha sido recortado al encuadernar el códice). La circunstancia de que las punciones no sean redondas indica que no se efectuaron con cuchillo y el hecho de que no estén perfectamente alineadas revela que no se hicieron con rueda ni con punzón y regla, sino con compás de puntas. Tampoco se han trazado las líneas rectrices de pinchazo a pinchazo, aunque el copista procura empezar y acabar los renglones a la altura correspondiente. Sin embargo, el pautado está levemente escorado hacia la derecha, pues el picado comienza a una altura un poco distinta en cada lado, lo que hace que el conjunto de las líneas se incline entre 3º y 5º hacia abajo en los rectos y hacia arriba en los vueltos. Quizá por ello en el resto del códice se prescindió de tales punciones, favoreciendo que en general los renglones estén dispuestos a escuadra, aunque hay algunas excepciones, con desviación tanto en un sentido como en otro.183 Por otra parte, la ausencia general de líneas rectrices hace que las de escritura tiendan a pandearse, sobre todo en los versos largos (véanse, por ejemplo, los ff. 25v.º y 35). La escritura (ejecutada sin lujo, pero con esmero) se debe, en todos sus niveles, a una misma mano con una sola tinta (probablemente negra en su tonalidad original, pero que hoy se ve parda) y está dispuesta a renglón seguido, con una media de 25 líneas por plana, ajustándose la variación de la densidad a una distribución normal,184 cuyos extremos son los 22 renglones de los folios 9, 11 y 12v.º, y los 29 del f. 52. La caja de escritura resultante, que desborda la de justificación, varía entre los 174 × 121 mm y los 163 × 112 mm. El cuerpo del texto está escrito en una varieca M. Pidal, 1911:4) del resto del códice, precisa Escolar [1982:14] que está «borrado en parte». 183 Los renglones presentan inclinación hacia arriba en los folios 16v.º, 20v.º, 29v,º, 30v.º, 46v.º, 54 y 63, y hacia abajo en los folios 22, 45v.º y 70. Señalo sólo los casos más notables, pues es fácil que haya leves desviaciones de la ortogonal; a veces este fenómeno afecta sólo a secciones de una plana; por ejemplo, se desvían hacia arriba los renglones de la mitad inferior del f. 52v.º y hacia abajo los de la mitad superior del f. 50v.º y la inferior del 72v.º 184 La distribución porcentual es la siguiente: 22 líneas por plana: 6 %, 23: 7 %, 24: 19 %, 25: 21 %, 26: 21 %, 27: 16 %, 28: 9 % y 29: 1 %. historia del texto cclvii dad de la nottula libraria o textualis currens (gótica híbrida de textual y cursiva, también conocida como semicursiva o cursiva formada), de trazos redondeados, pero bastante asentada y sin excesivas ligaduras (modalidad denominada nottula separata), de forma que su ductus no llega a ser propiamente cursivo.185 Así, por ejemplo, la d es siempre uncial de trazo simple, como una delta minúscula (d), sin el característico bucle que, para enlazar con la letra siguiente, muestra la nottula simplex o gótica cursiva (llamada ‘de albalaes’) desde finales del siglo xiii. Tampoco la b o la l, que son rectas, presentan bucle, ni la f o la s, que no descienden de la caja del renglón, ni presentan astil fusiforme ni mucho menos doble. En consonancia, el astil descendente de la q es siempre recto y no se redondea hacia la izquierda, ni mucho menos se prolonga en curva sinistrógira para enlazar con el signo de abreviatura en el trazado de la abreviatura q# = ‘que’. Igualmente, la r cuadrada o ‘de martillo’ adopta la variante corta (r), no la larga ( ), además de la redonda (æ), usada tras la o y la y, pero no tras otras letras en curva, como b o p, y la versalita (R), empleada a comienzo de palabra con el valor de vibrante múltiple. La s posee tres formas, alta (å), admitida también en posición final; baja (s), cuyo trazado preludia el de la modalidad propiamente cursiva de doble bucle (&), y volada ( s ), que se emplea como medio de economía gráfica y para subsanar olvidos.186 La t se distingue bastante bien de la c, adoptando aquéŒ 185 Me baso en la nomenclatura latina medieval recogida en el muestrario escriptorio conservado en Berlín, Staatsbibliothek Preussischer Kulturbesitz, Ms. lat. 2º, f. 384v (reproducido De Hamel 1992:38, fig. 30), pero para las variedades de la gótica cursiva castellana sigo las denominaciones usuales. Para la terminología moderna y la caracterización de los tipos de letra correspondientes, véase Canellas [1974:I, 54-55, y II, 97-112], Bischoff [1983:144-163], Millares [1983:I, 207220], Sánchez Mariana [1988:321-323], Aris [1990:19], Greetham [1998:196-198], Romero Tallafigo, Rodríguez Liáñez y Sánchez González [1995:65b-68a], Torrens [1995]. Para un análisis paleográfico más detallado de la escritura del códice del Cantar, véanse Canellas [1974:II, 95-97, 200-201 y lám. lvii] y Ruiz Asencio [1982:32-36 y 2001:31-36]. 186 La ese volada constituye un alógrafo bien documentado en posición final de palabra, que no debe interpretarse por principio como una adición (como hace indebidamente Frago, 2000:233b). Esta variante aparece sobre todo a final de renglón, para evitar que doble un verso largo, como en el f. 1, vv. 16-16b: «En åu cõpaña .L.x. pendones exiẽ lo ver mugieres † uarones», o en el f. 50v.º, v. 2479: «Q# lidiaran comigo en campo myo<s> yernos amos a dos», donde la longitud del verso le compelió a trazar las dos últimas eses voladas, a fin de ganar espacio, si bien la de myos es añadido posterior, que M. Pidal atribuye al primer cclviii prólogo lla forma de tau (t). Ofrecen dos alomorfos o variedades, una más cursiva que otra, la g y la z. La variante más notular de la g presenta un bucle en la cauda descendente, mientras que en la más libraria ésta se extiende en horizontal hacia la izquierda. El alomorfo cursivo de z tiene forma de 3 y el otro, más propio de la redonda libraria, la tiene de 5, que en ambos casos desciende de la línea del renglón, y desconoce la forma sigmática (l), derivación cursiva de este segundo alomorfo. Por su parte, el signo tironiano (†), que abrevia la conjunción copulativa, responde a una modalidad típicamente cursiva, en forma de gruesa vírgula (,). En conjunto, los escasos enlaces ( ) y la limitada fusión de curvas le confieren un aspecto bastante asentado y fácilmente legible. Contribuye igualmente a ello su trazado bastante regular, con proporciones muy cuadradas y sin fugas desarrolladas. Las dimensiones medias de las letras casi equiláteras dentro de la caja del renglón es de 3 × 3 mm, aunque la tendencia es a adoptar formas algo apaisadas, en relación 1:1⅓ entre altura y anchura; por ejemplo, la a mide usualmente 2,5 × 3 mm y la n, 3 × 3,5 mm. La distancia media entre el extremo de los astiles ascendentes y descendentes es de 7 mm, lo que establece una relación de 1: 2⅓ entre la altura del ojo medio de la letra y la máxima de la línea de escritura, lo que constituye un valor intermedio entre los que arrojan las escrituras textuales y las propiamente notulares.187 Las variaciones de módulo son mínimas, de ±1 mm, de modo que la diferente corrector. En esta misma plana se escriben también así minguados, al final del v. 2470, y ganadas al fin del v. 2482, y con igual objetivo varones en el f. 70, v. 3525; taiadores en el f. 70v.º, v. 3529, o lãças en el f. 72v.º, v. 3646. En otros casos su finalidad es que el renglón no sobrepase la línea de justificación derecha, como ocurre en marcos en el f. 4, v. 161; arrancolos y manos en el f. 38, vv. 1851 y 1854; çiclatones en el f. 55v.º, v. 2739; varraganas en el f. 65v.º, v. 3276, o t*ydores en el f. 68v.º, v. 3442. En alguna ocasión se trata posiblemente de correcciones hechas sobre la marcha por el propio copista, como les en el f. 46v.º, v. 2281. 187 En la muestra medida, la relación entre la altura del ojo medio y la distancia máxima entre las alineaciones superior e inferior se sitúa entorno a 1:1½ ~ 1:2 en la littera textualis, pero oscila entre 1:3⅓ y 1:5⅛ en la nottularis; cf. Torrens [1995:368-369], aunque sus apreciaciones son sólo cualitativas. El análisis efectuado es deudor del concepto de relación modular expuesto por Gilissen [1974:3132], aunque no coincide exactamente con él, ya que este se atiene a la relación media entre altura y anchura, y aquí se ha diferenciado entre las proporciones del ojo de la letra y las de sus dimensiones máximas en virtud de las fugas (que se aproxima a la diferencia tipográfica entre ojo y cuerpo). historia del texto cclix densidad de líneas por plana, antes aludida, no viene ocasionada tanto por el aumento o disminución del ojo de la letra (debido al corte más ancho o más fino de la pluma), como a la interlínea aplicada. La distancia media entre la base de un renglón y la del siguiente es de 7 / 8 mm, pero oscila entre los 9 / 10 mm del f. 11 y los 5 / 6 mm del f. 52. El ángulo de escritura es recto, con una mínima tendencia a inclinarse hacia la izquierda (pero no más de 2º), como es propio de una letra asentada, y no agudo, como sucede en las cursivas.188 En cualquier caso, ni el trazado ni la disposición muestran grandes oscilaciones, lo que otorga bastante uniformidad al conjunto del códice. La modalidad de letra analizada se complementa con una serie de versales del mismo tipo, que en la tradición caligráfica hispana se denominan ‘letras caudinales’, marcando así una diferencia tipológica que no se reduce a la oposición entre minúsculas y mayúsculas.189 En efecto, las letras caudinales no cumplen propiamente esta última función en este sistema gráfico. Poseen valor fonético, según se ha visto, en el caso de la R inicial, o uno enfático algo impreciso, como en el uso de León al referirse al animal escapado de su jaula en los vv. 2282-2298. También se emplean L, D y C como numerales: «En åu cõpaña .Lx. pendones» (f. 1, v. 16), «ffallarõ ·D·x cauallos» (f. 17, v. 796b). Pero su principal misión es distintiva, como inicial de cada uno de los versos del texto. Formalmente, se caracterizan por un mayor contraste de gruesos y perfiles, tendencia a los trazos fusiformes, cierta frecuencia de los bucles y el adorno de los ojos con un rasgueo de dos trazos paralelos, y su altura media es de 6 mm. En conjunto, las letras caudinales resultan comparativamente más cursivas que las minúsculas, según un principio común en la evolución de la letra gótica (cf. Bischoff 1985:152-153). La escala superior de la jerarquía gráfica la ocupan capitulares del tipo mixto de capital y uncial conocido como capitales lombardas y, en la tradición caligráfica hispana, como casos peones o cuadrados (es decir, ‘recuadrados’), cuando llevan ornamentación 188 Las cuales, no obstante, no siempre lo presentan. En la muestra medida, la inclinación de los astiles hacia la derecha respecto de la ortogonal oscila entre 0º y 10º, pero en general no sobrepasa los 5º. 189 Cf. San Vicente [1992:12], Marín y Montaner [1996:232] y Montaner [1997b:298-299]. cclx prólogo complementaria.190 En este caso, pertenecen a la segunda categoría, pues están taraceados (es decir, con el relleno de los astiles separado por una estrecha franja blanca mixtilínea) y rameados o afiligranados (es decir, rellenos y rodeados de una red de trazos filiformes), pero son monocromos (cuando lo normal en la taracea es que sirva para hacer letras de dos colores, usualmente rojo y azul) y con una filigrana muy rudimentaria (ausente de la L del f. 9v.º y de la A de los ff. 38 y 43). El códice presenta catorce casos cuadrados, seis Aes (ff. 12v.º, 37, 38, 43 y 67), una Be (f. 24), dos Des (ff. 11 y 21), dos Es (ff. 15 y 46v.º), una eLe (f. 9v.º) y dos Pes (ff. 6 y 56), que oscilan entre los dos renglones de altura (13 mm) de la L y los siete (45 mm) de la segunda P, ocupando de media el espacio de cuatro renglones (de 25 a 30 mm), dispuestos en arracada, salvo para el astil vertical de las Pes y el primer astil de la última A, que descienden por el margen izquierdo. Usualmente, este tipo de letra suele emplearse para marcar el inicio de secciones mayores dentro de un texto, pero en este caso no parecen desempeñar ninguna función específica en relación con el contenido, pues sólo tres coinciden más o menos con divisiones internas del mismo: la del f. 46v.º con el inicio del cantar tercero, la del f. 49v.º con el final de la tirada 119, y la del f. 67v.º con el paso del estilo directo al indirecto en la tirada 149; el resto (ff. 6, 9v.º, 11, 12v.º, 15, 21, 24, 37, 38, 43 y 56) no se corresponden con ninguna sección del texto e incluso algunas se hallan en medio de las palabras de un personaje. Tampoco marcan fronteras en el ámbito de la elaboración material del códice, pues tan sólo la A del folio 38 coincide con el inicio de un cuadernillo, el octavo. Se advierte cierta preferencia por situarlas al comienzo de la hoja, pues la mayoría están en la primera línea de un recto (ff. 6, 15, 21, 24 y 38) o la segunda (ff. 11 y 56), pero también se encuentra en la primera de un vuelto (f. 12v.º), mientras que el resto se distribuyen de modo al parecer arbitrario entre la cuarta línea de un recto (f. 9v.º) y la decimoctava de un vuelto (f. 46v.º). Esta disparidad podría quizá derivar de algún criterio constructivo de su modelo, pero tampoco parece corresponder con la extensión de los cuadernillos del antígrafo, salvo que éstos fuesen de extensión 190 Cf. Bischoff [1985:152 y 250], Petrucci [1989:130], San Vicente [1992: 11-12], Marín y Montaner [1996:232-233], Montaner [1997b:302], Lacarra Ducay y Montaner [1999:14-15]. historia del texto cclxi muy dispar. En resumen, se trata de un enigma pendiente de resolución (Higashi, 2005). En cuanto a los sistemas de puntuación y abreviaturas, muestran el mismo carácter híbrido del conjunto de la escritura, sin una tendencia demasiado cursiva. En el primer caso, de acuerdo con la casi total ausencia de signos de puntuación en los textos cursivos, sólo se emplea el calderón (3) y el punto numeral, tanto bajo (.) como alto (·), a los que pueden añadirse las cruces empleadas como signo de reenvío a una corrección marginal en el f. 2 (véase la nota 73▫), simple la usada en el cuerpo del texto y potenzada la que aparece en el margen. El punto delimita las expresiones numéricas dadas en ‘cuenta castellana’ o números romanos, a fin de distinguirlos de las demás letras, como en el f. 20v.º, v. 53: «En aq#eååa corrida ·x· dias· ouieron amoæar», o en el f. 46, v. 2255: «En be‡ias åines al .C. åon mandados». Se ha de señalar, no obstante, que a veces esa demarcación se emplea de modo incompleto, como en el v. 2249, del mismo folio: «E al otro dia fizo myo çid fincar · · vij tablados», y que en otras ocasiones está ausente por completo, así en el f. 17r, v. 779: «Da q#‡os moros mato xxx iiij». El calderón responde al tipo de gamma capitular (G), pero con el mismo rasgueo doble que las letras caudinales, y se emplea únicamente para indicar que un verso que no ha cabido en una línea prosigue en otra, generalmente la anterior, como en el siguiente ejemplo (f. 2v.º, vv. 89-90): Por rachel † vidas vayades me p» uado 3 æado Q ·ndo en burgos me vedarõ cõpra † el rey me a ay Por su parte, el sistema de abreviaturas es el habitual en los manuscritos del período.191 El signo general de abreviación es la tilde suprarrayada, horizontal (¯) o curva (˜), la cual atraviesa el astil de las letras ascendentes y que se usa también para marcar algunas consonantes dobles, como en «ab̄b̄at» (f. 5v.º, v. 237) y «mil̄ l̄» (f. 11v, v. 521). Dicha tilde se emplea para marcar las abreviaturas por contracción (no hay por suspensión), relativamente frecuentes, con 191 Los ejemplos dados a continuación van por orden alfabético en cada categoría. Las localizaciones ofrecidas suelen ser las primeras de cada caso, pero se indican sólo a título de muestra, dado que los fenómenos señalados se encuentran normalmente a lo largo de todo el códice. cclxii prólogo ejemplos como: «iu xp#o» = ‘Iesu Christo’ (f. 33v.º, v. 1624), «nr)o» = ‘nuestro’ (f. 1v.º, v. 47), «obi# po» = ‘obispo’ (f. 27, v. 1293), «åcãs» = ‘sanctas’ (f. 1v.º, v. 48), «åp#al» = ‘spirital’ (f. 7r, v. 300), «ur̃o» = ‘uuestro’ (f. 3, v. 119) ‘xp#s’ = ‘Christus’ (f. 42v.º, v. 2074). Las abreviaturas por letras sobrepuestas se dan con a abierta precarolina (que adopta una curiosa forma de tau doble, ϖ) como abreviatura de -ra- o, sobre q, de -ua-: «conp*» = ‘conpra’ (f. 2, v. 67), «q*ntas» = ‘quantas’ (f. 2, v. 63), «q*nto» = ‘quanto’ (f. 11v.º, v. 63), «t*yo» = ‘trayo’ (f. 2v.º, v. 82); i con valor de -ri- y, sobre q, de -ui-: «Ap» eååa» = ‘apriessa’ (f. 5v.º, v. 235), «Aq» » = ‘aqui’ (f. 11v.º, v. 516), «c» adoæ» = ‘criador’ (f. 5v.º, v. 237), «p» å» = ‘pris’ (f. 11v.º, v. ) «q» ta» = ‘quinta’ (f. 11v.º, v. 515), «x» anas» = ‘cristianas’ (f. 1v.º, v. 29), y o, con valor de -ro-: «et »( = ‘e[n]tro’ (f. 1v.º, v. 42), «ot s( » = ‘otros’ (f. 2, v. 69). En el caso de los nombres propios, las letras voladas sirven para abreviar por contracción: «g(lez» = ‘Gonçalez’ a r (f. 47, vv. 2286 y 2288), «m» = ‘Maria’ (f. 2, v. 52), «m» = ‘Martin’ (f. 3r, v. 102), «r(» = ‘Rodrigo’ (f. 22r, v. 1028). Entre las abreviaturas por signos especiales, tanto de significado propio como relativo, la más frecuente es el signo tironiano, † = e (passim). Un grupo específico lo forman las abreviaturas de vocal más vibrante, que complementa el uso de las vocales sobrepuestas. La abreviatura de -er consiste en una tilde horizontal rematada en un ápice oblicuo (7), que adopta una variante alargada (¬) cuando va atravesado al astil de las letras ascendentes y a veces pierde el ápice cuando va sobre la p o se atraviesa a la l: «außes» = ‘aueres’ (f. 1v.º, v. 45), «caual̄ l̄os» = ‘caualleros’ (f. 5v.º, v. 234), «hßedades» = ‘heredades’ (f. 3, v. 115), «ihßonimo» = ‘Iheronimo’ (f. 32r, v. 1546), «pßçio» = ‘preçio’ (f. 2v.º, v. 77), «på# entaia» = ‘presentaia’ (f. 11v.º, vv. 516 y 522), «pßåon» = ‘preson’ (f. 21v.º, v. 1009), «ußa» = ‘uera’ (f. 1v.º, v. 26), «ußtudes» = ‘uertudes’ (f. 1v.º, v. 48), «vßtud» = ‘vertud’; pero equivale a -ier- en los casos de «mugß» = ‘mugier’ (f. 5r, v. 210) y «trßa» = ‘tierra’ (f. 3v.º, v. 125). Un trazo recto atravesado al astil descendente de la p abrevia -er: «eåøando» = ‘esperando’ (f. 8v.º, v. 377) «øderie» = ‘perderie’ (f. 1v.º, v. 27), «øo» = ‘Pero’ (passim), y una vírgula, la sílaba -ro, en sólo tres ocasiones: «Ø» = ‘pro’ (f. 42v.º, v. 2074), «Øuãdo» = ‘prouando’ (f. 26r, v. 1247) y «Øuezas» = ‘prouezas’ (f. 27, v. 1292). La tilde sobre la q abrevia el grupo -ue en q# = ‘que’ como conjunción y relativo (passim) y asimismo en otras palabras: «da q‡ # a» = ‘daquesta’ (f. 11v.º, v. 522), «qr# ie)» = ‘querien’ (f. 1v.º, v. 36), «qr# ria» = ‘querria’ (f. 12, v. 538). La abreviatura de nasal se marca historia del texto cclxiii con una tilde igual al signo general de abreviatura: «bie)» = ‘bien’ (f. 1, v. 7), «grãdes» = ‘grandes’ (f. 1, v. 6), «nõ» = ‘non’ (passim). Aparece también el signo 9 = con, en solo dos ocasiones: «9pª» = ‘conpra’ (f. 2, v. 62) y «9de» = ‘conde’ (f. 20v, v. 972), mientras que en el f. 18r, v. 826, «9tado[s]» = ‘contados’ es adición del primer encuadernador, que ha perdido la -s en un nuevo rebaje. Aún más rara, pues aparece una sola vez, es la abreviatura «åZ», que representa la conjunción latina sed, pero que aquí se ha usado como equivalente de «„å » = ‘ser’ (f. 3, v. 116).192 El manuscrito se cierra, en el f. 74, con una típica suscripción de copista, que incluye los elementos característicos del género (cf. Ruiz García, 1988:166-169), a saber, la indicación del final del trabajo, la petición de una recompensa (en este caso de tipo espiritual), el nombre del amanuense y la fecha (mes y año) en que se concluyó la copia: Q"en eåcriuio e‡e libro del dios parayåo amen Per ab̄b̄at le eåcriuio enel mes de mayo En era de mil̄ l̄ . † .C.C. xL.v· años El año 1245 según el cómputo de la era hispánica equivale al año 1207 de la era cristiana, pues su inicio se establece el año 38 a. de C.193 Sin embargo, dicha fecha no se corresponde con la época del 192 Este uso del códice único del Cantar es completamente idiosincrásico; cf. Muñoz y Rivero [1917:196], Cappelli [1979:337] y Riesco [1983:472-473]. 193 «En Hispania van a aparecer también cómputos propios [las llamadas ‘eras regionales’], siendo el más conocido la denominada Era Hispánica, que se inicia el 1.º de enero del año 38 d.C. (716 A[b] U[rbe] C[ondita])[;] todavía no está clara la razón para la elección de esta fecha como inicio de un nuevo cómputo cronológico, pero puede estar relacionada con la presencia de Cayo Julio César Octaviano (Augusto) en Hispania, o también recordar un posible enfrentamiento bélico entre los pompeyanos y Octavio, o bien con la victoria del gobernador de la Citerior, Cneo Domicio Calvino[,] sobre los cerretanos en tierras pirenaicas[;] incluso hay algunos que piensan que puede hacer referencia a un acontecimiento astrológico, como un eclipse. En cualquier caso[,] hay que decir que parece que con posterioridad se quiso dignificar con esta fecha el inicio de la era imperial, incluso a veces se la cita como era de César (refiriéndose a Octaviano) ... Su paso a la cronología actual es fácil, ya que únicamente hay que restar 38 a la data dada por la Era para conseguir el año cristiano, y siempre viene introducida por la fórmula Era, in Era o sub Era, seguida del año de la datación» (De Francisco, 2004:38; para su pervivencia medieval, véase pp. 77-78; cf. también Romero Tallafigo, Rodríguez Liáñez y Sánchez González,1995:76b-77a). cclxiv prólogo códice, que es del siglo xiv (como se verá en el apartado siguiente). Por lo tanto, se ha de admitir que se trata de una subscriptio copiata, es decir, de una transcripción literal del colofón original de su modelo: un manuscrito de principios del siglo xiii realizado por el scriptor Per Abbat.194 El propio copista del códice conservado realizó sobre la marcha diversas correcciones a su texto, bien por adición (texto interlineado o añadido al margen), bien por supresión (cancelando lo erróneo mediante tachado o raspado). Ejemplifica el primer caso una omisión reparada por un añadido sobre el renglón: «El campeador por las parias fue ent*do» (f. 3, v. 109) y el segundo una duplografía o iteración subsanada mediante una tachadura. «† los x» anos x» anos åc)i yagu[e]» (f. 16r, v. 731; la -e final ha sido desvirada por el encuadernador). Completó la labor de revisión una mano coetánea, designada desde el clásico análisis paleográfico de M. Pidal [1898a:iv, 1911:7-9] como primer corrector, el cual realizó una recognitio o repaso general del texto, incorporando numerosas modificaciones, con el objetivo (no siempre logrado) de reparar los errores de copia, situación cuyas repercusiones editoriales se analizarán después. Su letra es muy semejante a la del cuerpo del texto, pero con el trazo más fino y escrita con una tinta más pálida que actualmente se ve anaranjada. Ambas manos son, sin apenas dudas, una sola, como indica el trazado de diversas letras, sobre todo las eses baja (s) y volada (s), según se advierte comparando las del citado v. 2479: «Q# lidiaran comigo en campo myo<s> yernos amos a dos», donde la primera ese volada es del primer corrector y las otras dos del copista. También el ductus de las eses añadidas en «la<s> mano<s>» (f. 45v.º, v. 2235) por dicho corrector revelan que se trata de un mismo amanuense, pues es característico del copista trazar la s con el astil central prácticamente horizontal, mientras que la ese volada es de la misma tinta que la ese añadida en la caja del renglón, así que son inclusiones coetáneas y no fruto de dos intervenciones distintas. Un poco más adelante (f. 48r) hay otra corrección interlineada al v. 2341: «... atodos <åos> vaååallos», de la misma tinta clara y cuyo ductus revela igualmente la mano del copista, no sólo en la ese final, sino en la 194 Para las diversas cuestiones suscitadas por este colofón, empezando por la misma fecha en él consignada (la cual, no obstante, puede considerarse definitivamente establecida), veáse las notas 3731-3735b▫ y 3731-3733䡩. historia del texto cclxv alta (å), hecha con dos golpes de pluma, uno para el astil y otro para el copete, que es bastante pronunciado. Aún más revelador, aunque de situación algo más compleja, es el v. 2451 (f. 50): «Delos colpes delas lanças non auie recabdo». En principio, la tinta de todo el verso es la empleada por el copista y el espacio entre lanças y non es regular, lo que indica que no se trata de una intercalación, mientras que la ese volada de las responde al ya citado alógrafo de s en posición final, es decir, ha sido trazado por el copista, aunque quizá como una corrección sobre la marcha. Ahora bien, el ductus de la -s final no es el más habitual del copista, sino uno más parecido al de las eses finales en los casos ya vistos de manos en el v. 2235 y de sos en el v. 2341, de modo que podría tratarse del primer corrector, lo que sólo se compadece con el empleo de la misma tinta si se supone que éste y el copista son el mismo amanuense y que en este caso la corrección, si la hay, se realizó a la par que se escribía el renglón. La única forma de conciliar todo esto es la siguiente: el copista escribió «Delos colpes dela lança non» (el contraste entre la -n de non y la a de auien sugiere que el copista mojó de nuevo la pluma en ese punto), pero con la duda de que las lanças estuviese en plural, de modo que dejó un espacio algo mayor de lo normal entre lança y non y, al volver sobre su modelo, advirtió que efectivamente las lanças estaba en plural y suplió la ese volada en delas y añadió la de lanças en la caja del renglón, pero estrechándola, para no llenar todo el hueco hasta non, lo que le obligó a inclinar el trazo central, en lugar de hacerlo horizontal como de costumbre. En conclusión, se trata del mismo amanuense que revisa la copia una vez concluida, según lo usual (cf. Dain 1964:38), debiéndose las diferencias gráficas simplemente al empleo de una péñola más afilada (como corresponde al pequeño módulo de la letra, normalmente interlineada) y a una tinta de distinta composición relativa. Un poco más problemático es el caso de una serie de intervenciones de rasgos más angulosos y hechas con tinta más oscura que M. Pidal [1911:10 y 965, n. 6] repartió en dos grupos, uno identificado con la letra del copista, «aunque más chica que la usual» (como en el v. 1690), y otro adjudicado a una tercera mano «del mismo siglo xiv» (como en el v. 73), pero cuyo ductus y tonalidad revelan ser en realidad de un solo amanuense. Frente a las del ‘primer corrector’ (que nunca suple más de una palabra y en general sólo añade letras sueltas), estas adiciones afectan en varias prólogo cclxvi ocasiones a porciones más amplias, como en el f. 1, en cuyo margen izquierdo ha suplido «Ala» al inicio del v. 11: «Exida de biuar ouierõ la corneia die‡ra», o en el f. 2r, donde, además de añadirle una ese volada al v. 73: «Ca acuåado sere + delo q# uo<s> he åeruido», lo ha repetido en el margen de pie, mediante una cruz como signo de reenvío, con una variante sintácticamente preferible: «- poæ lo q# vos he åe uido» (véase la nota 73▫). Otras intervenciones de la misma manos se dan, por ejemplo, en el f. 9v.º, v. 442; f. 16v.º, v. 754; f. 24, v. 1143; f. 37v.º, v. 1832; f. 34v, 1679; f. 41v.º, 2036; f. 50, v. 2454; f. 56v.º, v. 2793; f. 64, v. 3212; f. 74, v. 3725 (véanse las notas correspondientes del aparato crítico). A veces resulta difícil distinguir estas intervenciones de las efectuadas por el copista al hilo de la escritura, como en el caso de los en el f. 71v.º, v. 3599, que podría ser de esta mano, del primer corrector o del mismo copista. Algo similar ocurre con «uos» interlineado en el f. 22r, v.1042, que presenta la misma tonalidad que esta tercera mano, aunque el trazo parece el del copista en el propio cuerpo del texto, lo mismo que en «atrãs» (sic) al final del v. 1078, en el f. 23. Todo ello invita a pensar que, como ya señaló M. Pidal para algunos de estos casos, estas intervenciones se deben también al copista. Lo demuestran claramente, a mi juicio, dos casos concretos, ambos en el f. 48. Uno se da en el v. 2353, donde «la<s> coåa<s >» presenta sendas adiciones de -s hechas por separado. La ese final de cosas es de tinta muy clara y corresponde al ‘primer corrector’;195 la segunda presenta la tinta más oscura y el ductus más anguloso propios de la mano ahora comentada. Pues bien, esta segunda es casi igual a la que inicia el v. 2294: «Q# s...», la cual no está intercalada, sino que forma parte del trazado original de la abreviatura ‘ques’ y que M. Pidal identifica correctamente como del copista. El otro caso corresponde a la corrección interlineada <åos> al citado v. 2341, cuya -s es similar, aunque mejor formada, a la del v. 2353, lo que revela que las tres manos, la del copista, la del ‘primer corrector’ y la de este amanuense, son la misma. Otra cosa que dejan clara la dos adiciones del v. 2353 es que se han desarrollado en tres estadios: la cosa → la<s> cosa → la<s> cosa<s>, lo que sugiere que las intervenciones con tinta más oscura son intermedias entre la copia completa y la Œ 195 Compárese otra adición del ‘primer corrector’ con tinta muy pálida, más de lo normal en sus intervenciones, en el f. 73, v. 3680: «eåcudo<l>». historia del texto cclxvii labor del ‘primer corrector’. Implica lo mismo el hecho de que las actuaciones de dicha mano afecten a porciones de texto mayores que las muy puntuales del corrector. Puede, pues, admitirse, con muy escaso margen de riesgo, que el códice fue objeto de una doble recognitio hecha por el mismo amanuense en dos momentos distintos, una inmediata a la realización de la copia, para la que empleó una letra más netamente notular (como es propio de este tipo de correcciones), de trazos más fusiformes (debido al empleo de una pluma más fina) y con tinta algo más oscura, y posteriormente de una segunda, con actuaciones más esporádicas, con una pluma de tajo algo más ancho y con tinta más clara, que hoy se ve anaranjada. A estas tres fases en la acción del copista hay que añadir, en el mismo siglo xiv, la de una segunda mano que suplió el final de algunas de las líneas que se habían recortado al encuadernar el volumen. Dado que en algunos casos es imposible reconstruir el texto perdido por conjetura, parece razonable asignar esas adiciones al mismo encuadernador o, en todo caso, a otro miembro del mismo scriptorium que suplió lo refilado con los recortes a la vista. Su labor consistió en escribir sobre la línea la parte eliminada, generalmente inscrita en un bocadillo elíptico (según lo usual estos casos), lo que hizo en una letra más asentada que la del cuerpo del texto, un textus rotundus o letra redonda de libros de trazos más afacetados y de proporciones más longitudinales que la del copista, escrita en una tinta más oscura (pero no el negro intenso del f. 28, que es fruto de un repaso posterior). M. Pidal [1898a:iv, 1911:4 y 9] consideró que se trataba del «último encuadernador», al que se debe la cubierta que conserva el códice, pese a que él mismo había advertido (pp. 15 y 923, respectivamente), que en el f. 10, v. 446, tanto el resto de la escritura inicial «alg[a]» como la adición supralineal del encuadernador «ra[s]» habían perdido sendas letras finales en un nuevo recorte, lo que sucede igualmente en todos los demás casos: f. 13r, v. 585; f. 18r, v. 826; f. 22r, vv. 1028, 1033 y 1035. Así pues, las adiciones corresponden al primer encuadernador y su escasez indica que apenas desviró los márgenes, frente al drástico rebaje efectuado por el segundo, que no se molestó en suplir el texto mutilado (véanse, por ejemplo, f. 27r, v. 1282; f. 28r, v. 1356; f. 29r, v. 1385). Todas estas circunstancias revelan que esta labor se corresponde con una primitiva encuadernación coetánea de la elaboración del códice. cclxviii prólogo A una fecha posterior corresponde la intromisión, bastante masiva, de alguien que leyó todo el manuscrito o buena parte de él y repasó numerosas páginas en las que la tinta estaba muy pálida con otra mucho más negra y de poco mordiente (Ruiz Asencio, 2001:31), razón por la cual resultaba fácil de borrar con goma, como hizo en varios casos M. Pidal [1898a:iv, 1911:10]. Dicho repaso intentó acomodarse a la figura original, pero a menudo revela su propio ductus de gótica cursiva y además realiza varias modificaciones lingüísticas indebidas, en general por modernización de la grafía. En Montaner [1993:79 y 1994b:19] daté dicha letra en el siglo xv avanzado, pero un examen más atento de sus trazos revela que dicha mano escribe en la variedad de nottula simplex conocida como gótica cursiva precortesana, cuyo desarrollo abarca desde mediados del siglo xiv hasta el primer cuarto del xv. Particularmente, los gruesos ataques del astil inclinado de la d uncial y otros trazos de igual aspecto amigdaloide, más la forma de la ligadura ‡, invitan a fecharlo en torno a 1380.196 Aunque se trata de una anotación en textus rotundus, presenta el mismo tipo de d la indicación marginal «øo bermud» puesta en el margen derecho del f. 23 y cancelada después por una línea horizontal. El color de la tinta recuerda a la segunda serie de intervenciones del copista, pero si se compara la adición marginal del f. 2 (debida a esa recognitio) con ésta del f. 23, se advierte que la presente funde curvas en la secuencia po, y aquélla no, mientras que su d posee un astil más corto y de anchura constante (rasgos propios del copista). Por otro lado, el uso en este caso de una gótica redonda libraria podría hacer pensar en el encuadernador, pero éste tampoco traza así la d. Queda, pues, la duda, de si se trata de la misma mano de los repasos aludidos, que emplea una variedad distinta de letra, pero conserva su d característica o si, por el contrario es una mano diferente de la misma época. Dudas semejantes plantea la identificación de la mano que interlineó «e de» en el f. 46v.º, v. 2264, pues el tono de la tinta y la fusión de curvas la aproxi196 Para una caracterización general, véase Romero Tallafigo, Rodríguez Liáñez y Sánchez González [1995:67b]. Para la datación, compárense la lámina 31 (1379) de dichos autores, así como la xiii (1370) y la xiv (1384) de Morterero [1979]. Ese tipo de d se advierte ya en la híbrida textual del ms. Esc. j-h-6 de la Crónica troyana (1350), pero la ligadura ‡ carece del astil fusiforme y descendente de la ese alta que se da en la mano que nos ocupa (véase García Villada, 1923:lám. lix, núm. 96; García Morencos, 1976:lám. 2). historia del texto cclxix man al trazado de «øo bermud», pero la d es uncial de trazo filiforme, sin astil amigdaloide. Lo que puede descartarse es que se trate de la mano del f. 2 y otros pasajes, que he identificado con la del propio copista. Aunque no afectan directamente al texto, destacan, por su interés para la historia del códice, la adición del ‘éxplicit juglaresco’ o colofón versificado por el que el recitador pide su recompensa (f. 74, vv. 3734-3735b) y las diversas probationes calami realizadas en la última plana (f. 74v.º). La suscripción del recitador, en transcripción levemente mejorada respecto de las antecedentes, es la siguiente:197 e el romanz eåleydo dat nos del vino åi nõ tenedes diños echad la vnos peños q# bjẽ vos lo dararã åobreloj Se halla escrita en gótica cursiva precortesana, aunque asentada, con d uncial de astil amigdaloide, como la del que repasa en negro, salvo en «tenedes», donde el astil es recto, y en «dños» = ‘dineros’, donde presenta bucle. Dado el estado del pasaje, de muy escasa legibilidad, es difícil precisar otros extremos, por ejemplo, si las eses finales son o no de doble bucle (&), aunque creo que no. En cambio, sí se advierte que la última ese responde al trazado de sigma final (j), mientras que la ese alta que enlaza con l al inicio del segundo renglón parece de doble astil. Otra particularidad es el uso de una e inicial con trazo de minúscula, pero de módulo mayor y con una considerable lengüeta proyectada hacia arriba, con el mismo tratamiento que el astil ascendente de la d. Finalmente, la a inicial del tercer renglón parece del tipo denominado ‘de corchete’ ( ), que la acerca ya a la cortesana, lo que permite atribuirle una datación avanzada dentro del siglo xiv.198 En cuanto a la plana final, se halla completamente pautada a punta seca con líneas maestras y rectrices, y contiene diversos ejercicios de escritura consistentes, por este orden, en el inicio de una versión castellana del Epitus o 197 Véanse M. Pidal [1898a:113 y 1911:14-16 y 1016] y Montaner [1994b:39-40]; marco en cursiva la porción que no he logrado leer, para la que adopto la transcripción de don Ramón en [1911]. Sobre este colofón y las diversas lecturas a que ha dado lugar, véanse las notas 3731-3735b▫ y 3734-3735b䡩. 198 Cf. Millares [1983:I, 225] y Romero Tallafigo, Rodríguez Liáñez y Sánchez González [1995:67b y lám. 34, de 1397]. prólogo cclxx Diálogo de Epicteto y el emperador Adriano;199 en una versión mal memorizada de los vv. 3377-3380 del propio Cantar, ambas copiadas en la variedad de gótica notular denominada letra de albalaes,200 y en algunas oraciones latinas (el inicio de un padrenuestro; los dos primeros versículos del salmo 109, con el inicio del tercero; otro padrenuestro entero y un avemaría inconcluso), todas ellas escritas en textus rotundus o letra redonda de libros, similar a la empleada por el encuadernador. En los dos primeros textos el amanuense realizó como iniciales sendos casos peones, pero en los restantes dejó solo la arracada. Por su valor para la determinación del entorno en que se conservó el códice, transcribo a continuación los cuatro primeros textos:201 1) [Íncipit del Epitus]: Era un iffañt q# au Ø nõbre [***] rn [***] l E ffue acomeàdado ahuà arçob#po | E‡e a b#po acomendo lo avn emøadoæ Eƒte emøadoæ acomeàdolo al pa t» |ha ca de ilem ahuà ååabio duc El mas ƒabio duc † el mas en teàdido202 2) [Cantar, vv. 3377(?)-3380]: E [***] | deçir uos quiero nueuas de mjo cid el de biuar | q# fueƒe [***] rio [***] rna los molinos a [***] | prender maquilas [***] ƒuele [?] far Œ Œ 199 M. Pidal [1911:3] transcribió las escasas líneas copiadas del mismo, pero identificó erróneamente el pasaje con el arranque de la Altercatio Hadriani Augusti et Epicteti Philosophi. Ofrece una filiación más precisa, dentro del conjunto de las versiones europeas e hispanas del Epitus, Bizzarri [1995 y 2002]. 200 Según M. Pidal [1911:3], pues hoy el texto resulta ilegible por la acción de los reactivos, salvo algunas letras sueltas del Epitus. Como don Ramón se atenía a la clasifícación de Muñoz y Rivero [1880:34], quien señalaba que la letra «de albalaes, continuó en efecto en el siglo xiv, especialmente en sus primeros años», se trataría de anotaciones bastante tempranas, de ser una identificación correcta. No obstante, tal tipo de gótica notular continuó en uso al menos hasta mediados de dicha centuria (Romero Tallafigo, Rodríguez Liáñez y Sánchez González, 1995:66b). De todos modos, por lo que hoy puede distinguirse ampliando y tratando la imagen, me inclino más bien a pensar que, al menos el Epitus, está en gótica cursiva precortesana, por tanto es de la segunda mitad del siglo. 201 Numero e identifico los textos para posteriores referencias, separo con plecas verticales las líneas del original, doy en cursiva las partes transcritas por M. Pidal [1911:3] y hoy ilegibles, y señalo con asteriscos entre corchetes las partes que don Ramón tampoco pudo descifrar. En las partes visibles mi transcripción difiere en algunos detalles de la suya. 202 Doy a continuación una transcripción semipaleográfica, salvando entre corchetes la omissio ex homoioteleuto de la última frase: «Era un iffant que hauia por nonbre ...rn ...l. E ffue acomendado a hun arçobispo. Este arçobispo acomendolo a vn emperador. Este emperador acomendolo al patriharca de Iherusalem. [El patriharca de Iherusalem acomendolo] a hun sabio duc, el mas sabio duc e el mas entendido...». historia del texto cclxxi 3) [Inicio alterado del padrenuestro]: Pater ñr qui es no‡er 4) [Sal 109, 1-3, iuxta LXX ]: ixit dnàs dnào mõ åede ade‡’s meà | donec ponã inimicos tuos scab|iluà peduà tuo® uirga uirtutis tue | emitet dnàs exåion dñare in medio i|nimico® tuo® tecuà principiuà203 También parecen de esta época dos toscas ilustraciones que representan sendas cabezas femeninas de largas melenas, realizadas en el margen derecho del f. 31. Cabría pensar que aluden a las hijas del Cid, allí mencionadas (cf. C. Alvar y Lucía, 2002:923), pero esto no es seguro, pues fueron trazadas en dos momentos distintos por manos diferentes, de las que la segunda copia claramente el dibujo de la primera (nota 1486▫). Como las actuaciones del primer encuadernador y de la mano que repasa con tinta negra intensa, estos dibujos son anteriores a la encuadernación del siglo xv o xvi, pues la cabeza inferior y más reciente fue parcialmente refilada, perdiendo la parte posterior de la cabellera. Las restantes intervenciones no son fáciles de distinguir ni de fechar, por ser ocasionales y mucho menos consistentes, pues se advierten sólo en algún añadido interlineado y en algunas anotaciones marginales.204 El caso más sencillo es el de la única intromisión propiamente cursiva, en el interlineado del f. 3v.º, v. 142: «Amos todos tred alcampeadoæ cõtado», pues el empleo de una d con bucle bastante vertical y de ese sigmática medial (s) sitúa el añadido aproximadamente entre 1320 y 1370, después de que el bucle de la d de la cursiva de albalaes pierda su marcada horizontalidad y antes de que se generalicen las ligaduras t-o y d-o-s en el último cuarto del siglo.205 Más complejo es el caso del f. 36, 203 El texto de la Vulgata reza: «Dixit Dominus Domino meo: Sede a dextris meis, donec ponam inimicos tuos scabillum pedum tuorum. Virgam virtutis tuae emittet Dominus ex Sion: Dominare in medio inimicorum tuorum. Tecum principium in die virtutis tuae, in splendoribus sanctorum ex utero ante luciferum genui te». El texto fue parcialmente repasado por una letra humanística en tinta negra, convirtiendo la d- de donec en una mayúscula y escribiendo ini- sobre la i- de «i|nimico®». 204 M. Pidal [1898a y 1911], aunque no intentó una clasificación exhaustiva, ofreció a lo largo de sus notas paleográficas valiosas precisiones sobre el trazo, el tamaño o el color de la tinta de las diversas manos, comentarios útilmente recopilados por Riaño y Gutiérrez [1998:I, 8-10]. 205 Los ejemplos más parecidos que he podido localizar son de 1323 (Romero Tallafigo, Rodríguez Liáñez y Sánchez González,1995:lám. 26) y 1324 (Morterero, 1979:lám. ix). En 1306 la d todavía presentaba el bucle horizontal (Ro- cclxxii prólogo v. 1742, tras cuyo final se añadió «el cyd», con una tinta muy pálida, en una letra que a primera vista parece corresponder al mismo tipo de gótica híbrida o semicursiva que la del cuerpo del texto (aunque, sin duda, de otra mano). Sin embargo, la forma de la y, con fuga del astil descendente hacia la derecha, así como la prolongación de la d uncial en una amplia curva sinistrógira que, a modo de bocadillo, envuelve toda la palabra, revelan que la cursiva hibridada no es ya la gótica de albalaes, sino la precortesana del siglo xv.206 Por el trazado de la d cabría identificarla con la mano que sobrepone la sílaba -de en «den<de>» (f. 21r, v. 984), pero el tono de su tinta es más oscuro; en cambio, por dicha tonalidad podría corresponder a la a- antepuesta al inicio del v. 1010: «<a>Hy» (f. 21v.º) y a la d interlineada en «vermud ez» (f. 15, v. 689), cuyo trazado, no obstante, es algo distinto, de modo que podría tratarse incluso de la intromisión de una humanística temprana, lo que resultaría acorde con la modernización que el añadido implica. De las actuaciones realizadas con seguridad en letra humanística, habitualmente cursiva, la única identificable con certeza es la de Juan Ruiz de Ulibarri, quien realizó en 1596 una copia íntegra del Cantar (el ya citado ms. BNM 6328). Conforme leía el códice para hacer su traslado, Ulibarri efectuó sobre él diversas intervenciones, en letra humanística cursiva, muy fina y a veces muy pequeña, con tinta negra, las cuales tenían como objeto afianzar la lectura de su modelo. En ocasiones se limitó a repasar directamente el texto (por ejemplo, ff. 31v.º, 32, 39, 52v.º, 53 y 57), como el anónimo escribano del siglo xiv que usaba tinta negra, mero Tallafigo, Rodríguez Liáñez y Sánchez González, 1995:lám. 25), en 1379 se advierte ya la ligadura d-o-s en la que la -o- se hace casi inapreciable (ibid., láms. 28 y 29) y en 1380 se suma la ligadura t-o en que el astil horizontal de la t se prolonga en diagonal para formar la primera curva de la o (ibid., lám. 32), trazado que pervive a lo largo del siglo xv (cf. Morterero, 1979:láms. xvii, de 1442, y xix, de 1480). 206 El empleo de curvas envolventes es típico de ambas modalidades notulares, aunque no exactamente en la forma aquí presente, pues suelen ser dextrógiras. En cuanto al trazado de la y, se halla un modelo similar en un diploma de Juan II de c. 1413 (Romero Tallafigo, Rodríguez Liáñez y Sánchez González, 1995: lám. 37), pero parece generalizarse a partir del segundo tercio del siglo xv, como se ve en las láminas 40 (1438), 42 (1443) y 43 (1451) de dichos autores. Aunque con menos frecuencia, pervive en la cortesana (cf. ibid., lám. 46, de 1467; Morterero, 1979:lám. xix, de 1480). historia del texto cclxxiii con las consiguientes deformaciones de la grafía primitiva (véanse sendos ejemplos en las notas 835▫ y 1914▫). En otro casos realizó diversas anotaciones interlineadas (así en f. 48v.º, vv. 2369, 2375, 2379 y 2386; f. 49, v. 2405; f. 51, vv. 2494 y 2501) o marginales (como las del f. 28, v. 1333; 42v.º, v. 2079; 55v.º, v. 2741),207 a fin de aclarar palabras que le planteaban alguna duda, por usar abreviaturas o, sobre todo, por estar la tinta muy pálida. Para descifrar estas últimas se había valido de un reactivo, es decir, de un producto químico que, al reaccionar con la tinta, reaviva sus colores durante un breve espacio de tiempo, pero luego ennegrece y corroe el pergamino.208 Obviamente, fue esta segunda actuación la que más dañó al códice, pues los rasgos originales de las letras repasadas suelen poder reconocerse, pero los pasajes afectados por el reactivo no siempre resultan legibles. Por otra parte, al igual que en la Edad Media, diversas intervenciones escritas de la Edad Moderna, esta vez en las hojas de guarda, proporcionan valiosa información para la historia del códice. Son las siguientes, todas ellas en variedades de letra humanística, que numero para posteriores referencias:209 207 La atribución a Ulibarri viene garantizada, no tanto por el tipo de letra (que en muestras tan pequeñas no ofrece base sólida para la identificación, sin contar con que en ciertos casos, por ejemplo en el v. 1333, intenta imitar la letra del códice, aunque traicionando su ductus humanístico), como porque algunas de esas anotaciones contienen lecciones erróneas que coinciden con su copia. Así, en el verso 2369, donde el ms. trae «auze», la nota supralinear lee «arte» y la copia de 1596 transcribe «art»; en el verso 2379, el primero trae «q$tar», la segunda «irar» y la tercera «yrar», y en el verso 2494, donde aquél trae «minguado», éstas leen «menguado». En el verso 2079 su propia nota marginal le ha hecho errar al trasladar la página, pues antepuso «q*ntos» al texto del ms.: «Della † della parte q*ntos q# aq$ åon» y, tomando el borroso q*ntos del códice por una tachadura, transcribió, con haplografía: «quantos della part que aqui son» (ms. BNM 6328, f. 52v.º). 208 A juzgar por los efectos y como ya sugirió Michael [1975:53, n. 63], Ulibarri usó el producto característico de su época, el ácido gálico o agállico (ácido 3,4,5-trihidroxibenzoico), que se encuentra preferentemente en los taninos (gayuba, zumaque, árnica) y se obtenía sobre todo de la agalla de roble (excrecencia redonda producida en dicho árbol por el himenóptero Diplolepis quercus-folii), de la que recibe el nombre. No llegó, en cambio, a usar el otro reactivo clásico, la tintura de Gioberti (una solución de hierro y cianuro potásico), dado que es muy posterior, pues se debe al químico italiano Giovanni Antonio Gioberti (17611834). Ambos son productos muy agresivos (cf. Ruiz García, 1988:251, y Ostos, Pardo y Rodríguez, 1997:200a-b). 209 Me atengo a los criterios señalados en la nota 26, dando en cursiva las partes transcritas apud M. Pidal [1911:2]. cclxxiv prólogo [recto de la guarda volante inicial] 1) franco Lopez ynjen [***] | Año de 1632 2) franco de aludo año  3) Pedro alonso [rúbrica] [vuelto de la guarda volante inicial] 4) Reçibi este libro consenta [sic] y quatro ojas 5) Letra gotica que no se puede leer menos [= ‘a no ser’] | tras ladandola 6) entien de ƒe la quenta anjarros [sic pro en jarros?] Para | jarros [recto de la guarda volante final] 7) + | Recebi yo martin blanco eƒte libro dela | hiƒtoria del cid con ƒetenta y quatro | hojas en todo el Por el tipo de letra, las más antiguas son las anotaciones 4 y 6, seguidas por la 7, mientras que la 1 y la 5 parecen, por el trazado de la l y de la p, de la misma mano. La 2 y la 3 son las más modernas, de modo que la firma de Pedro Alonso, en virtud del orden de aparición y del trazo, será ya de finales del siglo xvii o de principios del siglo xviii. Algunas de estas manos se repiten en el interior del códice. Parece de la misma letra que la anotación 4 la del margen izquierdo del f. 15, v. 680: «caminando | post [ilegible]», escrita con letra humanística de gran módulo y bastante tosca, mientras que el ladillo «Infantes | de Carrion» en el margen izquierdo del f. 38v.º, v. 1879, que seguramente es ya del siglo xvii, podría ser de la misma mano que la anotación 3. Aunque, por el tipo de corrección, cabría atribuirle a Ulibarri el interlineado de «valençia» (f. 35r, v. 1511), la letra, escrita con pluma algo más gruesa y tinta más oscura, parece la del Francisco López que firma la nota 1 y se queja de la ilegibilidad del códice en la nota 5. Esta mano ha modernizado por el mismo procedimiento otras formas del códice: «Tornauase» (f. 5v.º, v. 232), «nascio» (f. 14v.º, v. 663, y f. 17r, v. 787), «dende» (f. 22, v. 1038), «mesñadas » (f. 34v.º, v. 1674) y, en la caja del renglón, «Estoz<e>» (f. 45v.º, v. 2227), además de poner los puntos sobre las íes de buena parte del manuscrito.210 Es posible210 El traslado de Ulibarri comparte tres de estas siete lecciones, pero ninguna significativa: Valencia en el v. 1511 (ms. BNM 6328, f. 43v.º) es una enmienda trivial, mientras que tornauase (v. 232, f. 6) y Estonçe (v. 2227, f. 56) son dos modernizaciones típicas de su copia. En cambio, la lectura manadas por mesnadas (v. 1674, f. 42v.º), deja claro que cuando Ulibarri transcribió la palabra ésta carecía de la -s- supralinear, lo que garantiza que se trata de adiciones posteriores y concuerda con la fecha de 1632 de la anotación de Francisco López. historia del texto cclxxv mente el mismo que añade la o volada en «øºo» (f. 5v.º, v. 233), aunque aquí la tinta es más oscura, y el que, en tonalidad más clara, ha escrito «ciẽ)» o quizá «uẽ)» en el f. 43, v. 2118, quizá una pretendida corrección al número «.Lx.» expresado en ese verso. Aunque también en letra humanística, no corresponde claramente a ninguna de las manos anteriores el «curialdas» interlineado sobre el v. 1357 (f. 28v.º). En este caso, no constituye una adición de Ulibarri, cuya copia lee «cuidaldas» (f. 34) y si bien una nota marginal corrige «curialdas», con letra de Pellicer, no es la misma que la presente en el códice único. Con posterioridad a estas intervenciones y salvo la adición de una foliación moderna a lápiz en el ángulo inferior derecho del recto de cada hoja y de una paginación, también a lápiz, situada en el centro del margen inferior de cada plana, que abarca sólo el primer cuadernillo (pero llegando hasta la p. 15 = f. 7v.º, por haber incluido el reverso de la guarda volante inicial), no ha habido más intervenciones escritas, excepción hecha del caso comentado en la nota 2096▫. Desgraciadamente, con ocasión del gran interés por el texto despertado en el siglo xix, se aplicaron sobre la superficie del códice nuevos reactivos, a veces sobre zonas ya afectadas, lo que hizo recurrir a productos todavía más fuertes.211 El único editor que reconoce y explica su uso es M. Pidal [1898a: iv], quien señala que «Empleé el sulfhidrato amónico en diversos lugares que expreso en las notas, y sólo en tres ocasiones usé el prusiato amarillo de potasa y el ácido clorhídrico, a saber: en las variantes arriba transcritas del folio 74 vuelto, en las iniciales de los dos últimos versos del explicit y delante y detrás de uella del verso 3004».212 No obstante, es casi seguro que Janer [1864] y Vollmöller [1879] los aplicaron también al preparar sus respectivas ediciones, como demuestra la transcripción de pasajes que ya entonces resultaban ilegibles a simple vista, según declara a menudo Huntington [1903]. El reiterado uso de estos productos ha provocado la aparición de diversas manchas negras, ocasionadas por la parcial disolución de la tinta y la degradación del soporte por obra de los agentes químicos empleados, haciendo 211 Relaciona las huellas de las aplicaciones de reactivo previas a las suyas propias M. Pidal [1911:10-11]. 212 El primero de los productos citados por don Ramón era el más usual entre los paleógrafos de la época (cf. Ouy, 1974:81 y Ruiz García, 1988:251). cclxxvi prólogo que zonas enteras del texto resulten hoy en día de lectura muy difícil y en ocasiones imposible.213 datación paleográfica del códice único Además de su constitución material, un aspecto importante a la hora de establecer el texto a partir del manuscrito conservado es determinar, en la medida de lo posible, su origen cronológico y tópico, así como conocer sus vicisitudes posteriores, que darán razón de varias de las características previamente descritas y ayudarán a determinar el valor textual relativo de las diversas intervenciones realizadas en el códice. El primer punto a determinar es el de su datación, toda vez que la fecha expresada en el colofón del copista, el año 1245 de la era hispánica, es decir, 1207, no puede corresponder al manuscrito conservado, en virtud de sus rasgos paleográficos. Como de costumbre en los problemas cronológicos vinculados al Cantar, ése es el único punto en el que la crítica concuerda, habiendo bastante disparidad de criterios a la hora de asignar una data concreta. M. Pidal [1911:6] estableció que el uso del rasgueo paralelo en el ojo de las mayúsculas establecía una fecha posterior a 1260, pues las advertía por primera vez en un diploma de 1262 publicado por Muñoz y Rivero [1880: lám. xxi = 1917: lám. xxxvi], y consideraba que la letra tiene en general «un aspecto parecido al de la usada en los privilegios de Alfonso XI (1312-1350)». Consultado el experto paleógrafo Antonio Paz y Meliá (a la sazón, jefe de la Sección de Manuscritos de la Biblioteca Nacional de Madrid), a éste le pareció «evidente que el códice es del siglo xiv, y bastante entrado a juzgar por algunos caracteres, aunque bien puede ser de 1307, como parece decir el éxplicit», fecha a la que se atuvo don Ramón, pues defendía que la lectura original del mismo era «mil̄ l̄ . † .C.C.[C.] xL.v», con una tercera C raspada en el hueco entre las centenas y las decenas. Ésta fue la interpretación predominante durante tres cuartos de siglo, aunque ya Canellas [1974:II, 96], aun aceptando esta data, sugirió que la letra está «al parecer escrita por persona de edad o con grafías anticuadas, sin fusión de curvas en contacto y d uncial 213 Véanse Michael [1975:53-54], Ruiz Asencio [1982:32 y 2001:31] y Montaner [1994b:20-21]. historia del texto cclxxvii con astil muy elevado». Partiendo de esta observación, Ruiz Asencio [1982:32] va más lejos y sugiere situarlo «hacia el final del siglo xiii. Las mayúsculas en particular ... encajan mejor ... en tiempos de Sancho IV († 1295), que en época posterior». Mientras tanto, se había impuesto una tendencia de signo contrario, a retrasar la fecha de la letra a mediados del siglo xiv, en consonancia con la apreciación de Paz y Meliá, aunque los defensores de la nueva datación (Ubieto, 1973:11; Horrent, 1973:203-207; Michael, 1975:65; Orduna, 1989:6-7) no ofrecían ningún argumento específico para ello. El prestigio de quienes propugnan retrasar la fecha y la peculiar coyuntura de reacción anti-pidaliana en la crítica cidiana del último cuarto del siglo xx hicieron que esta fecha se aceptase sin más reparos que los mencionados, pero ya en la frontera del nuevo milenio, Riaño y Gutiérrez [1998:II, 365-372] y luego Riaño [2001] han abogado por un adelantamiento espectacular en la datación del códice, al defender que no está escrito en una variedad de gótica, como normalmente se ha admitido, sino en letra carolina de transición o pregótica de c. 1235. Sus argumentos paleográficos fundamentales son el «ductus incurvado» de la escritura frente al «quebrado propio ya de la letra gótica»; la ausencia de fusión de curvas en contacto, el uso de r cuadrada y no de æ redonda en los grupos br, dr y pr; el trazado de z con cauda descendente de la caja del renglón y de d uncial con el astil muy prolongado, y el trazado de la x «con dos rasgos y con la cabeza superior del segundo trazo pendiente».214 A este análisis ha opuesto Ruiz Asencio [2000:250a-252a y 2001:36] diversas objeciones de peso: la aparente semejanza entre la pregótica y la gótica cursiva se debe a que la «gótica perfecta» presenta unas proporciones más achatadas, pero la escritura del códice no pertenece al primer tipo, sino al segundo, como demuestran la completa ausencia de d minúscula o de astil recto, frente a la d uncial o de astil inclinado; el trazado de las mayúsculas utilizadas, semejantes a las que aparecen en los diplomas de Sancho IV (1284-1295) y el sistema de abreviaturas, en que ø tiene sólo el valor de ‘per’ y no el de ‘par’ y ‘por’, con 214 Además del análisis paleográfico, Riaño y Gutiérrez [2000:II, 329-365 y 372-387] abordan uno de grafías (uso de i/j, u/v, y/hy, etc.) de indudable interés, pero que sería de mayor utilidad si hubiese abarcado todo el arco cronológico de las dataciones propuestas para el manuscrito, pues las conclusiones quedan de este modo bastante mediatizadas. cclxxviii prólogo escaso uso de Ø «con rabo de cerdo» para ‘pro’ y con el signo tironiano en forma de coma. A cambio, carece de rasgos típicos de la precortesana, como la ese sigmática o la erre final «en forma de cresta de ola» (~). De ahí concluye que «sería ... razonable situar la copia del manuscrito entre 1280 y 1340» [2000: 252a], mientras que en [2001:36] considera que se puede «situar la mano de Per Abbat en las decenas finales del siglo xiii; pero si cuando lo escribió era hombre de avanzada edad, podemos llevar la copia del manuscrito a los comienzos del siglo xiv, a 1307, incluso, como podría permitirnos el colofón». En esta misma línea, Bayo [2002], que acepta el análisis de Ruiz Asencio [1982] sobre las mayúsculas, pero sigue las conclusiones de Montaner [1994b:29-42] sobre la fecha del colofón, se centra en demostrar que los rasgos señalados por Riaño y Gutiérrez se encuentran también en la escritura de fines del siglo xiii: la z de cauda descendente se atestigua todavía en 1279 (como, por lo demás, había reconocido el propio Riaño 2001:109), la r cuadrada se emplea en los grupos br y pr todavía en 1284 (cf. Millares, 1983:lám. 201) y el signo tironiano en forma de coma surge hacia 1260 (cf. Orduna, 1989:7). Finalmente, arguye que el hecho de que esté elaborado en pergamino, en lugar de en papel, resulta más propio de un códice del siglo xiii, especialmente si, como él sostiene, está vinculado a la actividad cronística desarrollada bajo Alfonso X y Sancho IV. A mi juicio, los intentos de datación paleográfica efectuados hasta ahora adolecen de un defecto de partida: no tener debidamente en cuenta que la letra del cuerpo del texto es, como bien la caracterizó Canellas, una híbrida textual, lo que implica una convivencia (en proporciones impredecibles) de soluciones textuales y notulares, así como de trazos más asentados junto a otros más cursivos,215 y la imposibilidad de ofrecer una datación fiable basada en la comparación exclusiva con letras librarias, como han hecho Riaño y Gutiérrez, o diplomáticas, en la línea de Ruiz Asencio y Bayo (cf. Fernández Flórez, 2001:246-247). Lo que queda to215 Aunque es este un asunto pendiente de sistematización, conviene aclarar que, pese a su frecuente mezcla indiscriminada, las categorías textual / notular, asentada / cursiva y libraria / diplomática (o cancilleresca) no son equipolentes, sino que conforman un sistema de referencia tridimensional en el que cada modalidad gráfica queda definida respecto de cada uno de los tres ejes (compárese, aun sin llegar a esta formulación, Torrens, 1995:248-249). historia del texto cclxxix talmente descartado es que el códice esté escrito en pregótica; basta compararlo con el ms. BNM 871 del Planeta de Diego de Campos, de 1218; el BNM 871 del Liber admonitionis copiado por cierto Juan Pérez en 1222, o el ms. 9/4922 de la Biblioteca de la Real Academia de la Historia, que contiene una copia de la Historia Roderici realizada en 1232-1233, para advertir que su letra es mucho más afacetada y angulosa,216 y su razón modular menor que la del Cantar,217 sin contar con los restantes argumentos aducidos por Ruiz Asencio y Bayo en contra de tal identificación. Ahora bien, es cierto que si se compara la letra del códice con la gótica redonda libraria, se advierten rasgos en apariencia arcaizantes que, en cambio, resultan normales en las variedades notulares. Es lo que sucede con la incompleta fusión de curvas, propia, como he dicho, de la nottula separata. Lo mismo ocurre con el uso de br y pr en lugar de bæ y pæ, que se da con cierta frecuencia en la letra de albalaes, bien es verdad que en general con la erre larga ( ), alógrafo que, no obstante, el copista usa en la nota marginal al f. 2, según se ha visto, pero que rehúye en el cuerpo del texto por acomodarse a formas más asentadas. Con dicho alógrafo, la combinación pervive durante el siglo xiv y llega, aunque de forma esporádica, hasta el siguiente. Sirvan de ejemplo un diploma de Enrique III donde aparecen «lib edes ... lib ar» (1394) y otro privado coetáneo, donde es especialmente abundante: «vimb eras ... comp adoæ ... p ecio nonb ado ... p opiedad ... conp ada ... p ometyo ... conp adoæ ... comp a ... sob e dicho» (1398).218 El mismo planteaŒ Œ Œ Œ Œ Œ Œ Œ Œ Œ Œ Œ Œ 216 Puede verse el primero en García Villada [1923:lám. li, núm. 76] y en Sánchez Mariana [1993b:187]; el segundo en Sánchez Mariana [1993b:185] y en Torrens [1995:372], y el tercero en el facsímil citado en la bibliografía; para su fecha, véase Montaner y Escobar [2001:80]. En general, la gótica desde fines del siglo xiii (aunque para determinados usos se conserve el textus quadratus) tiende a redondearse, no sólo en sus variedades notulares y cursivas, sino en las asentadas, tanto librarias (textus rotundus) como diplomáticas (letra de privilegios), aunque éstas resulten más angulosas y presenten mayor contraste de gruesos y perfiles que las primeras (cf. Millares, 1983:I, 195 y 211, y Torrens, 1995:249 y 369). 217 Aunque la relación de alto por ancho para las letras casi equiláteras (a, n) puede ser la misma (1:1⅓ en el Liber admonitionis, pero prácticamente 1:1 en la Historia Roderici), la establecida entre la altura del ojo medio y la distancia máxima entre ascendentes y descendentes, que es de 1: 2⅓ en el Cantar, se reduce a 1:2 en la pregótica (exactamente 1:1,81 en el Liber y 1:1,87 en la Historia). 218 Véase el primer documento en Millares [1983:lám. 287] y el segundo en Muñoz y Rivero [1880; ed. 1917:lám. lxxii]. Todavía en 1480, en un docu- cclxxx prólogo miento resuelve la observación de Canellas [1974:II, 96] sobre el trazado de la d. Está claro que una comparación con la letra redonda de libros de principios del siglo xiv, en la que el astil de la d apenas sobresale de la caja del renglón, puede dar la sensación de una solución arcaica. No obstante, es conforme con los usos de la letra de albalaes y con las variedades textuales influidas por ella, como puede apreciarse en la lámina lix de García Villada [1923], que muestra trazados similares en códices de 1350 (núm. 96), 1376 (núm. 97) y 1420 (núm. 99). Donde se advierte con claridad el tipo de hibridación característico de la escritura del códice del Cantar es en la z. Como han señalado Riaño y Gutiérrez [1998:II, 366-367], la variedad propia de la littera textualis tiene forma de un 5 que desde mediados del siglo xiii prácticamente se comprime dentro de la caja del renglón, con proporciones casi cuadradas, mientras que en las variedades cancillerescas admiten una diversidad creciente de soluciones, entre las que destaca el empleo de ese mismo alógrafo en el equivalente diplomático del textus rotundus, es decir, la letra de privilegios, frente a su versión cursiva, ya plenamente sigmática (j y a veces en posición final s) en la letra de albalaes evolucionada (cf. Millares, 1983:I, 194-95). Pues bien, en los diplomas extendidos en esta última, la primera línea, que, por incluir la intitulación regia, a menudo se traza con letra más asentada, se encuentra con cierta frecuencia una zeta muy semejante a la del códice único, es decir, con forma de 5 y cauda descendente bajo la línea del renglón, aunque también puede encontrarse ocasionalmente en el cuerpo del texto, cuando el trazo más asentado evita el empleo de j.219 Mención especial merecen dos diplomas de Fernando IV de 1297 y 1302 en que conviven los mismos alógrafos de zeta que presenta el códice del Cantar, con forma resmento en letra cortesana, se encuentran «cõp arõ ... p endades» (Morterero, 1977:lám. xix). Hay ejemplos a lo largo de todo el siglo, en diplomas de 1303, 1305, 1320, 1323, 1327, 1337, 1342, 1346, 1347, 1348, 1350, 1351, 1369, 1375, 1379, 1380, 1384, 1388, 1390 y 1397; véanse Muñoz y Rivero [1880; ed. 1917: lám. xlvii, xlix, lii-lvi, lx-lxi y lxvii-lxxi], Morterero [1977:láms. x, xi y xiv], Millares [1983:láms. 205, 207, 231, 232 y 274] y Romero Tallafigo, Rodríguez Liáñez y Sánchez González [1995:láms. 26, 29, 30, 31, 32 y 35]. 219 Véanse Millares [1983:láms. 208, de 1310; 232, de 1327; 216, de 1328; 219, de 1346; 220, de 1347] y Romero Tallafigo, Rodríguez Liáñez y Sánchez González [1995:lám. 26, de 1323]. Œ Œ historia del texto cclxxxi pectivamente de 3 y 5, e igualmente con fuga descendente (Muñoz y Rivero, 1880; ed. 1917:lám. xlvii; Millares, 1983:lám. 229). El mismo alomorfo 3 o, más bien, una variedad mixta entre ambas formas, con la cauda descendente por debajo de la línea del renglón, aparece en el códice de Palacio del Libro de la montería de Alfonso XI (Real Biblioteca, ms. II/2105), copiado seguramente hacia 1400,220 donde presenta un trazado bastante anguloso, pero se documenta esporádicamente con ductus más cursivo a lo largo de todo el siglo, al menos desde 1305 hasta 1398,221 y lo mismo sucede con el signo tironiano en forma de vírgula, entre 1303 y 1397 en los repertorios disponibles.222 Una acotación más precisa viene dada por el empleo de las versales o letras caudinales con rasgueos paralelos dentro del ojo. Es cierto que, como indicaba Ruiz Asencio, responden al modelo presente en los documentos de Sancho IV en letra de albalaes (cf. Muñoz y Rivero, 1880; ed. 1917:32, y Millares, 1983:láms. 209, de 1290; 200 y 203, de 1293), pero ese tipo de trazado pervive en los dos reinados siguientes, y se encuentran formas muy semejantes en diplomas de Fernando IV y de Alfonso XI, al menos durante el primer tercio del siglo xiv.223 Lo mismo puede decirse de las capitales lombardas o casos cuadrados taraceados que sirven de letra capitular. En diplomas desde mediados del siglo xiii se encuentran ejemplos de casos peones cum spatiis, es decir, con una línea blanca en el interior de los astiles, pero ni las líneas son quebradas ni las letras presentan filigrana externa.224 Éstas son propias 220 López-Vidriero [1996:II, 428] lo sitúa a fines del siglo xiv y Fradejas Rueda [2002:788] en el siglo xv. López Serrano [1987] se contradice al respecto, pues en la p. 21 considera que está escrito «en clara letra gótica española del s. xiv», mientras que en las pp. 34-35 data las miniaturas durante el reinado de Juan II (1406-1454). 221 Véanse Muñoz y Rivero [1880; ed. 1917:lám. xlix, de 1309; lii, de 1337; liv, de 1347; lvi, de 1350; lxviii, de 1389 y lxxii, de 1398] y Millares [1983: lám. 207, de 1305]. 222 Véanse Muñoz y Rivero [1880; ed. 1917:láms. xlix, de 1309; lii, de 1337; liv, de 1347; lv, de 1348; lx, de 1369; lxvii, de 1375 y lxix, de 1390], Millares [1983:láms. 205, de 1303; 219, de 1346; 220, de 1347], Morterero [1977:láms. ix, de 1324, y xiv, de 1384] y Romero Tallafigo, Rodríguez Liáñez y Sánchez González [1995:láms. 28 y 30, de 1379, y 35, de 1397]. 223 Véanse Canellas [1974:II, lám. liii, de 1326], Morterero, [1977:lám. ix, de 1324 ], Millares [1983:láms. 229, de 1302; 208, de 1310; 211, de 1315; 213, de 1320] y Romero Tallafigo, Rodríguez Liáñez y Sánchez González [1995:lám. 26, de 1323]. 224 Véanse García Villada [1923:lám. lv, núm. 90, de 1260] y Millares [1983: láms. 200, de 1293, y 211, de 1315]. El diploma de 1293, que es la carta fundacio- cclxxxii prólogo de la ornamentación libraria, donde se documentan desde c. 1280, como sucede en el códice A (ms. BNM 816) de la General Estoria de Alfonso X, donde se emplean casos cuadrados taraceados bicolores (azul y rojo) con filigrana para las iniciales de libro, reservándose los casos cuadrados afiligranados monocromos, en rojo y azul alternativamente (sobre filigrana del otro color), para las capitulares, y los casos peones monocromos e igualmente alternos para nieveles menores.225 La misma jerarquía gráfica se advierte en el códice murciano del Fuero Juzgo (Archivo Municipal del Murcia, Serie 3, lib. 53), copiado seguramente en 1288, con la salvedad de que, de modo excepcional en este período, los astiles de las letras taraceadas son monocromos (rojos o azules), aunque con la filigrana del color contrario.226 Quizá sea de esos mismos años el ms. BNM 10059, que comprende el De motibus caelorum de Alpetragius o al-Bit.rūg& ı̄ (ff. 1-36) y el De motibus stellarum de Aboali ibin Hertam, es decir, Abū ‘Alı̄ ibn al-Hayt=ām (ff. 37-50), el segundo de los cuales se inicia con un caso cuadrado taraceado similar a los del códice A, aunque de menor tamaño y que, por ser más sencillo, se asemeja más al tipo usado en el códice del Cantar.227 Lo mismo sucede con los que, en alternancia con casos cuadrados monocromos, emplea el Esc. P-i-4, un ejemplar con anonal de los Estudios Generales de Alcalá de Henares por Sancho IV, puede verse también en Sánchez Mariana [1993:175]. 225 Véase Solalinde [1930:xxiv-xxviii y lám. i]. Fernández-Ordóñez [2002: 45] fecha este códice c. 1270, pero esto es incompatible con el hecho de que, como ella misma señala (pp. 42-43), su redacción se iniciase en tales años. Por otra parte, dado que la diferencia entre la fecha de composición de una obra y la de elaboración de un códice de lujo pueden presentar amplios desfases (cf. Marín y Montaner, 1996:219-222 y 266-269), parece más adecuado relacionar la copia de A, como resultado de un proyecto común, con la de U (Vaticano Urbinas Lat. 359), realizado en 1280 con la cuarta parte de la General Estoria. 226 Puede verse el facsímil citado en la bibliografía, así como la descripción codicológica de García Díaz [2002], especialmente las pp. 22-23 para su datación, y 34-35 para los distintos tipos de iniciales. 227 Puede verse en Canellas [1974:II, lám. liv], quien lo sitúa a caballo de los siglos xiii y xiv (p. 91), al igual que el Inventario general, vol. XIV, p. 316. Si la identificación de Gonzálvez [1997:499] con la entrada núm. 56 del inventario de 1280 del arzobispo toledano Gonzalo Pétrez es correcta, habría que adelantar esa datación; pero en tal caso, podría haber sido copiado en Italia, como «la mayor parte de su biblioteca» (p. 518), lo que explicaría los rasgos foráneos detectados por Canellas [1974:II, 92], pero lo anularía como punto de comparación en este caso. Ha de notarse, de todos modos, que el códice es facticio y que el inventario de 1280 identifica sólo la pieza inicial, el De motibus caelorum de Alpetragius. historia del texto cclxxxiii taciones autógrafas, al parecer, de las Chronicae ab origine mundi del obispo de Burgos Gonzalo de Hinojosa, copiado hacia 1325,228 en el que dicha modalidad ya no se utiliza únicamente para las divisiones mayores de la obra, sino que aparece en pie de igualdad con los casos cuadrados monocromos. Algo semejante ocurre en el Breviario de Cardeña de 1327 (Real Academia de la Historia, Cod. 79; véase Vezin, 1960:lám. [II]). Por otro lado, todos estos códices están copiados en textus rotundus, siendo el primero en que me consta el empleo de esas capitales en combinación con escritura notular (más concretamente letra de albalaes, aunque asentada) el códice F (ms. Esc. O-i-1) de la General Estoria, de la primera mitad del siglo xiv, que, por lo demás, mantiene la misma jerarquía gráfica que el ms. A.229 Su datación concuerda con la aparición de ese mismo tipo de taraceado mixtilíneo junto a escritura diplomática y no libraria, que se halla ya en un documento de 1302 (Millares, 1983:lám. 229), pero afiligranada sólo en otro de 1327 (ibid., lám. 231). En estos últimos ejemplos, las letras son monocromas, incluida la filigrana, como en el códice del Cantar, adaptando así al previo modelo diplomático de la littera cum spatiis la nueva modalidad de origen librario. Por otro parte, el uso generalizado de los casos cuadrados taraceados y afiligranados que hace el códice único es muy raro, y sólo conozco otro ejemplo del mismo, el códice G (ms. Esc. Y-i-3) de la General Estoria, una copia del siglo xv sobre papel en gótica bastarda aragonesa, muy dispar en características materiales y en cronología como para servir de punto de comparación en este caso.230 Finalmente, respecto de la cuestión del soporte suscitada por Bayo [2002], el argumento sobre el pergamino podría resultar de peso si éste hubiese dejado de emplearse, pero, como es bien sa228 La copia es con seguridad posterior a 1316, en que accedió al trono Felipe V de Francia (a cuyo reinado se alude en la obra), y anterior a la muerte del prelado el 15 de mayo de 1327, dada la presencia de numerosas correcciones de autor en los márgenes; véanse Antolín [1923: III, 253-254] y especialmente Lomax [1985], que además edita y comenta las secciones consagradas a Alfonso VI y al Cid (lib. XIII, ff. 246a-247b y 247b-248a). Lamentablemente, no conozco reproducciones accesibles a las que remitir al lector. 229 Véanse Solalinde [1930:xxxv-xxxvi y lám. iii] y Fernández-Ordóñez [2002:46]. 230 Véanse, de nuevo, Solalinde [1930:xxxvi-xxxvii y lám. x] y FernándezOrdóñez [2002:46]. cclxxxiv prólogo bido, siguió usándose a lo largo de toda la Edad Media, y mucho después, para la copia de determinados códices, mientras que el papel aún se estaba introduciendo en el ámbito librario por esos años (cf. Sánchez Mariana, 1988:318 y 1993b:184a-b y 202b-204a). Por lo tanto, fechar el códice en virtud de su empleo implica una petición de principio sobre el origen y finalidad del mismo, lo que conduce a una argumentación circular. En cambio, nada se opone a que un manuscrito de bajo coste realizado en pergamino sea del siglo xiv, si en lugar de ser el efímero material auxiliar que Bayo imagina, se acepta la interpretación de Escolar [1982:14]: «El uso del pergamino obedece al deseo de proporcionar la más larga duración a un documento tan honroso. La mediana calidad del pergamino se explica porque los que encargaron o realizaron la confección no disponían de los abundantes recursos ni de las técnicas que podía haber en un medio rico, como la corte. Esto explica también por qué no se empleó el papel, que se usó tempranamente en el Andalús o España musulmana y que sólo se generalizó en la cristiana al final de la Edad Media y como consecuencia de la gran demanda que originaron, por un lado, las universidad y, por otro, la compleja vida administrativa de la corte». Abona esta opción el hecho de que se trate de un códice unitario y no misceláneo, caso infrecuente, salvo en el caso de copias de lujo como el códice de L’Entrée d’Espagne (Venecia, Biblioteca Nazionale Marciana, ms. Fr.Z.21); recuérdese que (como menciona el mismo Bayo, 2002:23-24) el ms. de Oxford (Bodleian Library, Digby 23) transmite la Chanson de Roland junto a una traducción latina del Timeo platónico, o que el ms. BNF Esp. 12 incluye las Mocedades de Rodrigo tras la Crónica de Castilla. El caso del códice único del Cantar indica claramente, por todas estas circunstancias, que se trata de una copia pro memoria y no destinada a un uso eminentemente instrumental. Llegados a este punto y antes de intentar extraer conclusiones del análisis precedente, han de tenerse en cuenta dos fuertes condicionantes. Por un lado, que la datación mediante el análisis paleográfico está sujeto a numerosas variables que es muy complejo tener en cuenta en su totalidad y que raras veces permite fechaciones exactas (cf. Gilissen, 1974:29; Torrens, 1995:346-347), lo que obliga a tomar con mucha cautela los resultados obtenidos al respecto, al menos cuando se trata de arcos cronológicos tan estrechos. El segundo es, que, como ya subrayó Ruiz Asencio historia del texto cclxxxv [2000:250b], carecemos de instrumentos suficientes para establecer comparaciones, no digamos ya dataciones, en el ámbito de la letra libraria, lo que condiciona igualmente el análisis, pues las fechaciones relativas quedan sujetas a revisión, en la medida en que un mejor conocimiento de los usos escriptorios del período puede obligarnos a modificar las conclusiones hoy alcanzadas. Hechas estas salvedades, lo que podemos deducir de los datos actualmente disponibles es lo siguiente: ateniéndose únicamente al tipo de letra empleado en el cuerpo del texto, que hibrida lo que la tradición paleográfica española conoce como letra de privilegios y letra de albalaes, la obra puede situarse «entre 1280 y 1340», según los razonables márgenes establecidos por Ruiz Asencio [2000: 252a]. No obstante, se ha de tener en cuenta que la invasión del ámbito librario por las variedades cursivas diplomáticas siempre experimenta un desfase, que puede llegar sin problemas al cuarto de siglo, por lo cual resulta más adecuado situar el códice único en el siglo xiv que en el precedente.231 Considerando, por otra parte, el tipo de versales o letras caudinales empleado, que no parece superar el primer tercio de dicho siglo, el margen superior puede acortarse hasta c. 1330. En cambio, el uso en exclusiva de casos cuadrados monocromos, pero taraceados y afiligranados, desplaza el margen inferior hasta principios de esa centuria, aunque, ateniéndose estrictamente a los datos disponibles, no puede antedatarse a c. 1325. En consecuencia y mientras no surjan nuevos datos, la datación más ajustada situaría el códice en el quinquenio 1325-1330, aunque, dado el obvio margen de error, puede fecharse de modo más general en la segunda década del siglo xiv.232 231 Cf. Millares [1983:I, 211 y 213-14] y Sánchez Mariana [1993b:204a]. Así lo reconoce también Ruiz Asencio: «su cursiva formada nos tiene que llevar al siglo xiv, pero teniendo en cuenta el adelanto de Castilla podemos también admitir que se pudo escribir en el último tercio del siglo xiii» [2000:251a, similar en 2001:36]. Sin embargo, no da ninguna prueba de ese adelanto, que por mi parte tampoco he podido documentar. 232 Rodríguez Molina [en prensa] considera que la proporción del uso de hpara escribir las formas del verbo (h)aver está más acorde con la que se encuentra en textos de mediados de siglo, pero esto parece difícilmente compatible con las características paleográficas del códice, incluso si le suponemos un origen provinciano y gráficamente desfasado. En todo caso, ello apoyaría una fecha más cercana a 1330 que a 1320. cclxxxvi prólogo historia del códice único Mayor incertidumbre aún que la datación del manuscrito plantea su origen. M. Pidal [1957:384-385], basándose en el ya citado ‘éxplicit juglaresco’ (vv. 3734-3735b) y en su carácter «pobre, tosco y de tamaño pequeño», lo considera perteneciente al tipo del ‘manuscrito juglaresco’, aquel que supuestamente servía base a la memorización del juglar o bien directamente a su recitación (lo mismo opina Duggan, 1982:39). Esto le permitía suponer además que hubo una cierta moda arcaizante de los juglares a principios del siglo xiv (ya que, como se ha visto, él fechaba el códice en 1307), concorde con el uso que hace la Crónica de Veinte Reyes (que don Ramón databa c. 1300) de una versión del Cantar mucho más parecida a la del códice único que a la adoptada en la Primera Crónica General y sus descendientes, pero este planteamiento se basa en una visión errónea de las relaciones entre el poema y sus prosificaciones cronísticas, como se verá más abajo. En todo caso, la idea de un ‘manuscrito juglaresco’ parece encontrar apoyo en la reciente teoría de Ruiz Asencio [2000:248b-250a y 2001:28] para quien el códice no se debe a un copista profesional ni a un scriptorium constituido, sino a una especie de aficionado. Para ello se basa en tres razones: el pergamino utilizado es de baja calidad; el códice presenta una constitución irregular de cuadernillos, con dos terniones intercalados entre cuaterniones, y además ofrece dos sistemas distintos de pautado, ambos incompleto, pues carecen de líneas rectrices, lo que le parece impropio de «un taller organizado». Ahora bien, como ha notado Orduna [1989], el manuscrito está totalmente escrito en pergamino, lo que hace de él un códice, si no lujoso, al menos relativamente caro, en un siglo en el que el papel estaba ya difundido. Señala también que el texto está escrito con una letra esmerada, aunque no de alta calidad caligráfica, y que ha sido revisado varias veces en el mismo siglo xiv (como ya se ha visto). Se trata, pues, de un códice sobre cuyo texto se ha regresado a menudo y, a su juicio, con intención crítica, lo cual, junto con la clase de probationes pennae de la actual última página (f. 74v.º), le hace pensar que la copia existente perteneció a un taller historiográfico del siglo xiv, quizá alguno de los postalfonsíes. El planteamiento de Orduna es seguido por Bayo [2001], con la única diferencia de que, como se ha visto, adelanta historia del texto cclxxxvii la fecha al siglo xiii, pero suscita el problema inverso al de la explicación pidaliana, esto es, el origen del ‘éxplicit juglaresco’. Como ya ha sugerido Michael [1991:205], la razón podría darla Smith [1985:471-473] al postular que el códice actual se elaboró en el scriptorium de Cardeña. Ello explicaría todas las intervenciones de revisores y amanuenses que comenta Orduna, pero también la presencia del colofón del ejecutante, si se piensa en una lectura a los visitantes del monasterio, atraídos, entre otras cosas, por las tumbas (reales o supuestas) del Campeador y de los suyos, de manera similar a como los monasterios correspondientes emplearon el San Millán y el Santo Domingo de Berceo (cf. Dutton 1967:185-188). Otra posibilidad, defendida por Escolar [1982:1314], C. Alvar [1997:65-66] y Catalán [2001:118 y 433-436], es que el manuscrito se copiase directamente para el concejo de Vivar, en cuyo poder se hallaba el códice al menos en el siglo xvi. Allí lo podrían haber consultado lectores interesados en la historia local (que serían los responsables de los retoques manuscritos) y a la vez haber sido objeto de recitación en las fiestas públicas, ya que, como es sabido, era frecuente que los concejos contratasen a juglares para amenizarlas e incluso, en el caso de cabildos pudientes, que los tuviesen como asalariados permanentes (cf. M. Pidal 1957:95-98). Incluso aceptando la existencia de la problemática categoría del manuscrit de jongleur (véase Bayo, 2001: 22-25), el códice único resulta de formato excesivamente grande, pues de su supuesta función se esperaría que estuviese en dozavo, como el manuscrito de la Cansó d’Antiocha de la Real Academia de la Historia, cod. 117 (140 × 95 mm), en dieciseisavo o menor aún, en treintaidosavo, como el de Elena y María conservado en la biblioteca de la Fundación Casa de Alba, en el madrileño Palacio de Liria, ms. 86 (65 × 55 mm de dimensiones máximas), aunque sin duda éste no es un manuscrito juglaresco, como pensaba M. Pidal [1914:77-78 y 93 y 1957:376-378], sino un libro de faltriquera para lectura privada.233 233 Pueden verse imágenes comentadas de ambos códices en Rico y Montaner [1993]. Para el primero, véase además Gómez Moreno [1994:22-23], y para el segundo, Gómez Redondo [1996:237-238] y Franchini [2002:381-382], quienes se adhieren a su supuesta vinculación juglaresca, que hacen extensiva a todo el género de debates en pareados, los cuales, a su juicio, «presentan evidentes rasgos juglarescos» (Franchini, 2002:377), que, por desgracia, no se enumeran, im- cclxxxviii prólogo Por otra parte, su elaboración en pergamino implica, como queda dicho, una voluntad de preservación pro memoria, que no queda contradicha por la relativa tosquedad de su elaboración. En efecto, la opinión de Ruiz Asencio sobre la tarea de un aficionado es muy difícil de compartir. Respecto de su primer argumento, el uso de un pergamino de baja calidad solo revela que se trata de un códice barato, hecho con fines de preservación y no de ostentación. Por lo que hace a la composición de los cuadernillos, su irregularidad no indica nada sobre el nivel de preparación del copista o de su scriptorium, puesto que, por una u otras razones, esa misma situación se da en códices de alto nivel, como en los ya citados ms. A de la General Estoria (Solialinde, 1930:xxvi) y códice murciano del Fuero Juzgo (García Díaz, 2002:23-26), al igual que en la Primera partida de la Grant Corónica de los Conquiridores (ms. BNM 2211) y otros manuscritos de lujo salidos del scriptorium aviñonés de Juan Fernández de Heredia, a fines del siglo xiv (Marín y Montaner, 1996:234; Montaner, 1997b:291-92). En cuanto al pautado, su mera presencia, que exige el empleo de un compás de puntas, de un punzón y de una regla (incluso cuando no se ha hecho a escuadra, como es el caso), revela claramente la intervención de alguien competente y con el instrumental adecuado, aunque no fuera un artífice de gran nivel o, simplemente, dado el carácter del códice, no se tomase más molestias que las imprescindibles. Por otro lado, el códice no está escrito en la gótica cursiva que se esperaría de un mero aficionado, una letra tendida, más espontánea e irregular, y desde luego sin pautado (cf. Petrucci, 1989:139), sino en una variedad de nottula muy asentada, como indica el neto trazado de sus letras, el ángulo de escritura recto sin apenas variapidiendo evaluar la hipótesis, aunque sin duda deriva del uso del metro anisósilábico, del que lo más que puede decirse es que constituye el tradicional de la prosodia castellana, sin que eso permita, a mi entender, extraer conclusiones sobre la supuesta ‘juglaría’ de unos poemas de evidente raigambre clerical, que ambos autores reconocen. En todo caso, estoy en condiciones de asegurar, por haberlo tenido en las manos, que si un juglar tuviese que recitar Elena y María a partir de un texto de letra tan diminuta y de hojas tan difíciles de pasar, su ejecución hubiese resultado enormemente entorpecida. Por contra, tampoco me parece adecuado, por la propia pobreza material del manuscrito, pensar que haya circulado en «un ámbiente cortesano», como defiende, aunque pensando en su recitación, Gómez Redondo [1996:237], pudiendose adjudicar más bien a un ámbito ‘burgués’ o ciudadano (en lo que, a mi ver, acierta M. Pidal, 1957:357), especialmente como un libro de faltriquera para lectura femenina. historia del texto cclxxxix ciones y la constancia de la relación modular, ya descritas.234 Finalmente, el texto ha sido objeto de una doble recognitio por parte del propio copista, como se ha visto, lo que de nuevo revela una labor esmerada, dentro de la austeridad de un códice que quizá tenga un origen provinciano.235 En principio, esta misma circunstancia invita a alejar el códice del Cantar de un posible taller historiográfico, pues, hasta donde sabemos, los únicos existentes en la Castilla del tránsito de los siglos xiii al xiv fueron los mantenidos en la cámara regia por Alfonso X y Sancho IV,236 sucesivamente, los cuales se basaron en la prosificación, efectuada c. 1270, de un ejemplar obviamente anterior al códice conservado, aunque sin duda primo suyo, como se verá más adelante. Cabría, no obstante, vincularlo a la redacción de las Chronicae ab origine mundi del obispo burgalés Gonzalo de Hinojosa, coetáneas (según se ha visto) del códice del Cantar, pero está claro que su capítulo «De Roderico dicto Cit strenuo bellatore» no se basa en el poema, sino en la cronística alfonsí, aunque seguramente no en los borradores de la Estoria de España, como creía Lomax [1985], sino en la Crónica de Castilla, aunque esto deberá determinarlo un estudio particular.237 Por otra parte, el códice carece de cualquier tipo de indicación del siglo xiv que haga pensar en una lectura historiográfica del mismo. 234 Nótense, a este respecto, las precisiones de Gilissen [1974:30]: «Las variaciones [del ángulo de escritura] que no sobrepasen el orden de tres o cuatro grados autorizan a calificar de “regular” la escritura así realizada», y lo mismo vale para la relación modular, cuando es básicamente constante (ibid., p. 31), y de Ouy [1974:39]: «Pero la relación [modular] no puede ser considerada en ningún caso como característica de un individuo. Varía con la rapidez del copista. Cuanto más rápida es la escritura, mayor es la relación». 235 A este respecto, puede compararse el caso del códice del Poema de Fernán González (ms. Esc. b-iv-21), de factura mucho más tosca que el del Cantar, pero que, como el mismo Ruiz Asencio [1989:100-103] ha demostrado, se copió en la escribanía mayor de Burgos entorno a 1475, es decir, en un ambiente plenamente escriptorio. 236 Sobre la cámara regia y su relación con los talleres alfonsí y sanchino, pueden verse M. Pidal [1955:II, 855-856], Millares [1983:I, 207] y Sánchez Mariana [1993b:194a-197a]. 237 Recuérdese, a este propósito, que Cardeña custodiaba al menos dos códices de la misma, el citado por Berganza, Antigüedades, vol. I, p. 390b-391a, y hoy perdido, más el que sirvió de base a la edición de la Crónica Particular del Cid en 1512 y hoy conservado en la Bibliothèque Nationale de France, ms. Esp. 326, si bien éste es ya del siglo xv (véase Catalán, 1962:326-328 y 337-338 y Crespo, 2002:287 y 290). prólogo ccxc En efecto, sus páginas carecen de anotaciones marginales o de llamadas de atención (mediante manecillas, subrayados o serpentinas) que indiquen cualquier tipo de uso historiográfico durante la Edad Media,238 frente a lo que sucede, por ejemplo, con dos obras ya citadas, la Historia Roderici, con correcciones, apostillas y maniculae del siglo xiv (Ruiz Asencio y Ruiz Albi, 1999:41) y las Chronicae de Hinojosa, cuyos márgenes contienen numerosas acotaciones desde las autógrafas hasta el siglo xv (Antolín, 1913: III, 254). De muy diferente índole son las probationes calami de la última plana, que, como se ha visto, comprenden un fragmento de prosa doctrinal, unos versos del propio Cantar y varios fragmentos litúrgicos, de los cuales es especialmente significativo el arranque del salmo 109, el primero de los que se entonan en las vísperas del domingo y del común de las fiestas de la Virgen. De entre los posibles puntos de comparación, un caso especialmente similar ofrece el códice murciano del Fuero Juzgo, de fechas bastante cercanas al del Cantar y cuya última plana (f. 135v.º) también se quedó originalmente en blanco, sirviendo durante el siglo xiv de campo de pruebas para diversas manos de la escribanía del concejo de Murcia, donde se custodiaba, las cuales, como en nuestro códice, emplearon tanto letra de albalaes en castellano como textus rotundus en latín, aunque en este caso algunos pasajes se repitieron en cursiva. La mayoría son variaciones sobre dos fórmulas legales propias del protocolo diplomático, la invocación con arranque de la parte expositiva «Jn nomjne domini ameà Por q# los» (al menos seis veces) y la comunísima fórmula de notificación «Sepan q%ntos e‡a ca ta vie en como...» (al menos tres veces). Junto a ellas aparecen Œ Œ 238 Todas las llamadas de atención que presenta el códice son posteriores, pues revelan un ductus humanístico. Son, además, bastante escasas, y consisten en una doble pleca diagonal (//) en el margen derecho del f. 25v.º (v. 1209); una flecha a modo de manícula en el margen derecho del f. 23, que abarca los vv. 1081-1084; dos cristus sencillos (+), ambos de la misma mano, uno en el margen derecho del f. 24v.º (v. 1555) y otro en el izquierdo del f. 40 (v. 1952); un cristus en forma de cruz potenzada en el margen superior del f. 27v.º (sobre el verso 1309); tres lemniscos (÷) en diagonal (semejantes, pues, a nuestro tanto por ciento, %), seguramente de la misma mano que los cristus sencillos, uno en el margen derecho del f. 32v.º (v. 1573) y dos en el del f. 49 (vv. 2401 y 2407); dos aspas (×), de la misma mano, una en el margen izquierdo del f. 33 (v. 1599) y otra en el derecho del f. 36 (v. 1742); otra aspa, pero hecha de un solo trazo, con bucle (a), quizá de la misma mano que la flecha, en el margen izquierdo del f. 39 (v. 1913). historia del texto ccxci otras expresiones sueltas, como «† al muy noble åeñoæ don Alfonåo» (es decir, Alfonso XI) o «Por mandamieà to dela ...». Éste es el tipo de anotaciones que se encuentran en cualquier manuscrito conservado en un ámbito cancilleresco o notarial, como las del citado manuscrito escurialense del Fernán González, estudiadas por Ruiz Asencio [1989:100-102] o las del ms. Z del Libro del conoscimiento (Bayerische Staatsbibliothek, Cod. hisp. 150), analizadas por Lacarra Ducay y Montaner [1999:18b-19b y 26a], entre otros muchos posibles ejemplos.239 Por supuesto, dentro de estas ‘escrituras ordinarias’ no faltan otros elementos, de modo que «Frases jocosas, dibujos procaces, repetición de coplillas o, los más intrascendentes ejercicios de escritura, probationes calami, etc., no son infrecuentes en la documentación notarial, administrativa».240 En el códice murciano hay también algunas anotaciones ajenas al terreno diplomático. Destaca, por haberse repetido cuatro veces completa y dos la palabra inicial, la expresión «Exåurgens aruà duc cepiere [var.: cepere] equore», que es una variante de la frase anagramática latina Duc zephire exurgens currum cum flatibus aequor ~ Sic fugiens, dux, zelotypos quam karus haberis ~ Vix Phlegeton zephiri quaerens modo flabra mycillo (cf. Sarcone y Waeber, 2006), que sin duda alguno de los oficiales concejiles murcianos aprendió en la universidad durante sus estudios de leyes. Por supuesto, en este como en otro casos, no faltan las reminiscencias religiosas, como el tercer estico del Avemaría, «domin9 tecum» (tres veces) o «amauit euà domin9 et amauit euà» (otras tres veces), que es el inicio, mal recordado, de la antífona del Magníficat de las vísperas del común de los confesores y del de los doctores: «ÿ. Amavit eum Dominus et ornavit eum. Æ. Stolam gloriae induit eum». Este último caso podría equipararse a la cita del salmo 109 en el códice del Cantar, pero se trataría de una apreciación errónea, porque no es lo mismo recordar (y mal) una antífona, en la que, como en el responsorio, participan todos los asistentes al oficio y que se repite antes y después del himno correspondiente, que un 239 2001]. Véanse Boscá [1990], Castillo [1995 y 1997: 291], Navarro Bonilla [1998 y 240 Montaner y Navarro [2006:524]. Para este tipo de manifestaciones, pueden verse, además de este trabajo y de la bibliografía citada en la nota precedente, Roselló y Bover [1992:338, 340 y 344], Carmona [1996], Castillo [1997: 292-293 y 351-356] y Sáez [1998]. ccxcii prólogo pasaje relativamente extenso de un salmo propio de determinadas horas canónicas, como sucede también en el libro cabreo de San Juan de la Peña (Archivo Histórico Nacional, Clero, L. 4662, núm. 962), donde uno de los monjes anotó el inicio de los salmos 8, 10 y 119 (cf. Montaner y Navarro, 2006:327 y 536). De todos modos, en este caso no son quizá tan determinantes las presencias como las ausencias, pues la falta de cualquier modalidad de fórmula diplomática hace casi imposible que el manuscrito se conservase durante la Edad Media ni en la cámara regia ni en el concejo de Vivar. A favor de la segunda alternativa podrían alegarse la repetición de los vv. 3377-3380, alusivos al Río Ubierna, en el texto 2 del f. 74v.º, a la que Catalán [2001:435-436] concede un fuerte valor probatorio, y el mismo ‘éxplicit juglaresco’. Sin embargo, la reiteración de tales versos es solo un indicio que, sin otros apoyos, nada permite concluir por sí solo, mientras que justificar el colofón del recitador exige documentar la existencia de unas fiestas locales en las que fuese oportuna la recitación del Cantar, y además obliga a explicar la presencia de un ejemplar del Epitus entre los fondos de un pequeño archivo concejil. En cambio, todas las piezas encajan si se opta por situar el manuscrito en San Pedro de Cardeña. En efecto, por un lado las anotaciones del f. 74v.º (tanto las presentes como las ausentes) encajan perfectamente con lo que cabría esperar de una biblioteca y scriptorium monásticos, mientras que el colofón del recitador puede relacionarse sin problemas con las celebraciones con que el aniversario de Rodrigo Díaz se conmemoraba en Cardeña (Barceló, 1968:15-19; Lacarra, 1977:88-89 y 93; Smith, 1997:425-430; cf. Peña, 2000:292-295). Esta posibilidad explicaría además por qué alguien se molestó en repasar buena parte del texto en tinta negra a fines del siglo xiv, aproximadamente por las mismas fechas en que se añadió el colofón del recitador, pues tal operación tendría como objeto facilitar la lectura en voz alta de este último. Viene también en apoyo de esta explicación el que en esos mismos años se compusiese en Cardeña y se colocase sobre la tumba del Cid una placa con el siguiente epitafio épico, que revela el conocimiento directo del Cantar, combinado con el de la Crónica de Castilla (Montaner, 2005a): Cid Ruy Díez só que yago aquí encerrado e vencí al rey Bucar con treinta e seis reyes de paganos. Estos treinta e seis reyes, los veinte e dos murieron en el campo; historia del texto ccxciii vencílos sobre Valencia desque yo muerto encima de mi cavallo. Con ésta son setenta e dos batallas que yo vencí en el campo. Gané a Colada e a Tizona, por ende Dios sea loado. Amén. No obsta que, aunque de letra clara y regular, el pergamino del códice sea de pobre factura, como se ha visto, porque eso es lo normal en esta época, siendo ya de aplicación lo que para la siguiente centuria concluye Sánchez Mariana [1988:329]: «la producción de códices castellanos ... se lleva a cabo con materiales escasamente lujosos y con una preparación modesta». A este respecto, conviene recordar que en la época en que se copió el Cantar, Cardeña, como otros muchos viejos cenobios del norte peninsular, pasaba por una situación crítica, debido a que «los vasallos del dicho Monesterio ... eran muy empobrecidos e tornados en gran mengua», lo que reducía drásticamente sus rentas.241 Ya se copiase allí mismo, ya se encargase en otro lugar, el monasterio no estaba para grandes dispendios. Precisamente por eso, parece poco probable que el scriptorium monástico hiciese el gasto de volver a copiar un códice que ya se encontraba en sus anaqueles. La única razón de peso sería que dicho manuscrito, por su vejez, resultase incómodo o difícil de leer, por el tipo de letra (si era el antígrafo de 1207 estaría aún en carolina) o por el desgaste de la tinta. No obstante, para ello habría que suponer que el códice se empleó desde el principio en las labores de recitación a las que alude el ‘éxplicit juglaresco’, pero, como acaba de verse, no hay constancia de las mismas hasta fechas muy posteriores, en lo que tiene razón Bayo [2002:24]: «tal uso fue, pues, tardío y quizá no más relacionado con el primigenio que otras líneas copiadas después en los espacios en blanco», conclusión abonada también por el análisis de la divisio textus realizado por Higashi [2005]. En ese caso, parece más probable que el manuscrito se realizase o se adquiriese precisamente para cubrir un hueco de la biblioteca de Cardeña justamente cuando el cenobio estaba potenciando el ‘culto 241 La cita es del expositivo de un privilegio de Alfonso XI de 23 de abril de 1326 (citado por Berganza, Antigüedades, vol. II, p. 187a) por el que dicho monarca exime a Cardeña del pago de los 600 maravedíes anuales del yantar real. Para más detalles sobre la crisis económica cardeñense en el primer tercio del siglo xiv, véase Moreta [1971:208-210]. ccxciv prólogo cidiano’. Éste existía ya en el siglo xiii y había alcanzado cierto desarrollo, como revelan las notables tradiciones legendarias cardeñenses incorporadas a la cronística alfonsí al filo de 1300, pero el siglo xiv muestra una claro designio de impulsar dicho ‘culto’, precisamente como forma de paliar su penuria económica (cf. Peña, 2000:295-296), según revelan, junto a la elaboración del citado epitafio épico, otros aspectos señalados por Smith [1997:427], entre los que destacan dos: la promoción de una supuesta reliquia cidiana, la Cruz del Cid o Cristo de las Batallas, solicitado por el mismo Alfonso XI para salir en campaña,242 y la falsificación, en colaboración con Santa María de Nájera, del diploma sobre la fundación de la divisa de Nuestra Señora de la Piscina por parte de Ramiro Sánchez de Monzón, yerno del Cid y padre del rey navarro García IV el Restaurador, diploma editado y estudiado por el mismo Smith [1980b y 1997:430-431] y que, como se verá luego, es el responsable último de que exista el segundo manuscrito del Cantar, el apógrafo de Ulibarri. Las relaciones del cenobio burgalés con Alfonso XI invitan a pensar que el códice único procede del custodiado en la cámara regia y empleado por el taller alfonsí, pero esto no se compadece bien con la pobreza del manuscrito. En efecto, de un monarca que solicitaba las reliquias monásticas para sus campañas bélicas se esperaría en contrapartida un ejemplar algo más lujoso, en especial cuando el privilegio precitado (confirmado en 1331) se otorga «por honra de los Reyes onde yo vengo, e del Cid Ruy Díaz, e de otras personas honradas que yacen enterradas en el dicho Monesterio» (ed. Berganza, Antigüedades, vol. II, p. 187b) y de tenor semejante es otro privilegio de 1332, expedido «por honra de 242 Smith [1997:433] señala este hecho, diciendo que se produjo dos veces, en 1333 y en 1337, pero no indica su fuente. Arévalo, Corónica, V, xxxix, ff. 325v.º-326v.º, transcribe ambas cartas con las datas «era mil e trecientos e setenta y cuatro » y «era mil e trecientos e setenta e cinco», es decir, 1336 y 1337. También las copia Berganza, Antigüedades, vol. I, pp. 576b-577b, con las fechas de «Era de mil e trecientos» y «Era de mil e trecientos e setenta e cinco», esto es, 1262 (fecha obviamente imposible) y 1337. En la British Library, ms. Add 20978, f. 29, se conserva copia de una carta del rey castellano al abad de Cardeña «pidiéndole la Cruz con que el Zid entrava en las Vatallas», fechada el 8 de marzo de 1365 de la era hispánica, es decir, en 1327. Otro Cristo de las Batallas atribuido al Cid, éste con bastantes posibilidades de ser auténtico, se conserva en el Museo Diocesano de Salamanca (nota 1289º). historia del texto ccxcv los reyes, e de los cuerpos del Conde Garcí Fernández e del Cid Ruy Díaz, que ý yacen enterrados» (ibid., p. 188b). Todo ello sin contar con que en realidad no sabemos si la cámara regia conservó una copia del Cantar propiamente dicho, pues, como se verá luego, todas las versiones cronísticas remontan a una misma prosificación incorporada a los borradores alfonsíes. Incluso aceptando que existiese ese ejemplar regio y siendo seguro, como lo es, que ambos testimonios derivan de un arquetipo común, no parece que procedan uno de otro, en la medida en que la tradición indirecta de las prosificaciones cronísticas permite establecerlo. Por otro lado, Ruiz Asencio [2001:35] ha advertido que en sus abreviaturas el copista «recurre a fórmulas netamente latinas para un texto romance ... y para “oración” utiliza en tres casos la clásica latina oro (= oratio). Lo mismo ocurre con “graçia” ... en seis ocasiones con la forma clásica de “gra”. Estos casos de uso de abreviaturas latinas pueden ser otra pista más a tener en cuenta sobre la condición eclesiástica del copista del Mio Cid». En la misma dirección apunta el inusitado empleo de la abreviatura de la conjunción latina sed para representar el infinitivo romance ser. Demasiadas razones, pues, para prescindir de la hipótesis del modelo regio, sin que, a cambio, podamos, en el actual estado de nuestros conocimientos, determinar la procedencia última del códice único. En efecto, ni siquiera hay seguridad de si fue copiado directamente hacia 1330 para Cardeña (o allí mismo, como apuntan los datos paleográficos, a partir de un modelo prestado por otra biblioteca) o si el monasterio sólo lo adquirió hacia 1380 justamente para usarlo en la recitación ante los visitantes de la tumba del Cid. No obstante, hay un dato que permite sostener que el códice fue de entrada un encargo cardeñense (se copiase o no en su scriptorium): por las mismas fechas en las que aquél se elaboraba, el prior mayor caradignense, fray Pedro Pérez, mandó realizar el ya citado Breviario de Cardeña, el cual, según su colofón, «fue fecho en el año que andava el era del mill e ccc. e lxv años» (f. 170),243 es decir, en 1327, el cual incluye, no sólo el oficio divino y el «código de las lecciones abreviadas» (Berganza, Antigüedades, vol. II, p. 190b), sino el Cronicón de Cardeña I y el II, el primero de los 243 Se custodia desde 1917 en la Biblioteca de la Real Academia de la Historia, Cod. 79; véanse sobre él Berganza, Antigüedades, vol. II, pp. 189b-192b; M. Pidal [1918b], Vezin [1960] y Smith [1982:507, 1986:435-436 y 1997:427-428]. ccxcvi prólogo cuales se redactó (sobre anales preexistentes, claro está) por encargo del mentado prior. En ese mismo año se establece el terminus ad quem de las Memorias y aniversarios del monasterio de San Pedro de Cardeña,244 coincidencia cronológica que revela en la comunidad cardeñense los mismos intereses que explican la copia del Cantar, pues las dos obras están íntimamente relacionadas con los principales restos allí venerados, los del Cid y los de su coetáneo San Sisebuto. Podría resultar extraño que, en tal situación, el códice abandonase la biblioteca cardeñense para acabar en la escribanía del concejo de Vivar. Sin embargo, esto encuentra su explicación en la aminoración del ‘culto cidiano’ y en cierto distanciamiento experimentado por parte del monasterio respecto de su héroe durante el siglo xv, como ha estudiado Peña [2000:295-300]. En tales condiciones, era relativamente fácil que el monasterio se desprendiese de un códice de escaso valor material y cuyo contenido nada tenía que ver con los nuevos gustos literarios. Nótese que el epitafio épico también se retiró en 1447, al derribar la antigua iglesia románica (Berganza, Antigüedades, vol. I, p. 545a-b). La fecha exacta de su llegada a Vivar es difícil de establecer. Es seguro que el códice ya no se encontraba en Cardeña cuando fray Juan de Velorado dio a la estampa la Crónica particular del Cid. En efecto, en los apéndices puestos por el abad caradignense a su edición, publicada en 1512, pero cuyo privilegio de impresión está datado el 7 de octubre de 1511 (f. 115v.º), se incluyen el epitafio épico y diversos materiales relacionados con las Memorias y aniversarios, pero no se dice nada del Cantar, silencio que sólo puede explicarse si el manuscrito había salido ya del monasterio. Ciertamente, no hay absoluta certeza de que para entonces se encontrase ya en Vivar, pues las notas de las hojas de guarda están todas en variedades de cursiva plenamente humanística, sin hibridación de rasgos góticos, lo que descarta las primeras décadas del siglo xvi y apunta más bien a su segunda mitad. Ahora bien, esto se debe seguramente a que el códice fue reencuadernado justamente por aquel entonces, según la datación de las cubiertas en dicha centuria, y no en la precedente, hecha por Escolar [1982:14]. Por lo 244 Desde 1914 conservado en Nueva York, Hispanic Society of America, ms. HC:NS7/1; véanse Barceló [1968] Lacarra [1977], Faulhaber [1983:núm. 7] y Smith [1997:426-27]. historia del texto ccxcvii tanto, es probable que se encontrase ya en Vivar desde fines del siglo xv, sobre todo si es correcta la apreciación de Cándido María Trigueros, quien, según su inédita Disertación sobre el verso suelto y la rima (1766), poseía una copia parcial (vv. 1-197), hoy perdida, cuyo íncipit rezaba «Éste es un traslado de la Historia del Cid Rui Diaz, sacado de un libro antiguo escripto en pergamino, que el Concejo de Bibar tiene en sus archivos», y que su poseedor databa al filo de 1500.245 Sea como fuere, se ha de subrayar que las anotaciones de las guardas realizadas durante los siglos xvi-xvii no corresponden a sucesivos propietarios, según se ha venido suponiendo (M. Pidal, 1911:2; Montaner, 1994b:20; Alvar y Lucía, 2002:923), sino, como indica su tipología diplomática, a los escribanos del concejo, quienes anotaban la fecha y condiciones de recepción del volumen, empleando la formulación característica del albarán o diligencia con la que se hacen cargo de su custodia: «recibí yo...», más el número de hojas del volumen correspondiente, a fin de garantizar que éste no había experimentado ninguna merma durante su estancia al frente de la escribanía, si bien en ocasiones se emplean sólo la firma y fecha. También la nota 6 sobre la cuenta en jarros (unidad de medida de vino, equivalente a 1,24 l) resulta propia de la administración municipal (cf. Castillo, 1997:306-307), mientras que los garabatos con probationes pennae de los folios 8v.º y 9 responden igualmente a un ductus humanístico y por el tono de la tinta parecen del autor de los lemniscos que marcan los versos 1573, 2401 y 2407 (véase arriba la nota 238). 245 Véase Aguilar Piñal [1984]; cf. Galván [2001:34-35]. Los datos concuerdan con los del fragmento que conoció el P. Sarmiento y cita en sus Memorias (publicadas póstumamente en 1775, pero redactadas en 1745; véase Galván, 2001: 35): «En este género [i.e. los romances] he visto otras poesías, aunque solo citadas, las cuales seguramente son muy antiguas. A esta clase pertenece un fragmento poético de la Historia del Cid, que he visto manuescrito. Sacóse de un códice en pergamino, que se guarda en el Archivo del Concejo de Vivar, patria del mismo Cid Campeador; pero sumamente alterado dicho fragmento, así en la medida, como en los consonantes», tras lo cual transcribe los diez primeros versos (pp. 243-244). Podría suponerse que Sarmiento se refiere a la copia de Ulibarri, cuyas compilaciones documentales cita, pero en ellas no se incluye el Cantar, como se verá luego. Además, Ulibarri no indica el tipo de soporte del códice ni su copia es fragmentaria, lo que sí corresponde al testimonio mencionado por Trigueros. Finalmente, aunque ninguno de los tres ofrece el mismo texto, la cita de Sarmiento está más cerca de la de Trigueros que de la copia de Ulibarri. ccxcviii prólogo En todo caso, la única fecha segura con la que contamos para el siglo xvi es la que proporciona el mentado apógrafo de Ulibarri,246 cuyo íncipit reza: «Historia del famoso Cavallero Rodrigo de Bibar llamado por otro nombre Cid Campeador, sacada de su original por Juan Ruiz de Ulibarri en Burgos, a 20 de octubre de 1596 años» (f. 1), y presenta el siguiente colofón: «Yo Juan Ruiz de Ulibarri y Leyba, saqué esta historia de su original, el cual queda en el archibo del Concejo de Bibar, en Burgos, a veinte días del mes de octubre, de 1596 años» (f. 93). Se trata de un volumen de [1] + 93 + [1] hojas en papel, en cuarto (210 × 155 mm), escrito con letra humanística, de trazo bastante asentado al principio y marcadamente cursivo y tirado al final. Como he apuntado arriba, la existencia de esta copia deriva indirectamente de las circunstancias en las que probablemente se realizó el códice único, puesto que se debe al interés de los Remírez de Arellano, de Ávalos y de Villaescusa por ‘restaurar’ la Real Divisa de Nuestra Señora de la Piscina, reinterpretada en ese momento como una suerte de orden dinástica de caballería fundada por Ramiro Sánchez de Monzón para sus descendientes, doblemente vinculados, de este modo, al Cid y a la casa real de Navarra,247 aunque en realidad se tratase de un mero solar divisero sito en Peciña y establecido al estilo riojano (como los de Tejada y San Meder), cuya pretendida vinculación cidiana depende de una falsificación hecha en comandita por Cardeña y Santa María de Nájera, como queda dicho. Ulibarri, según consta por su Libro de Privilegios y 246 Ms. BNM 6328; sobre el ms. en concreto pueden verse el Inventario General, vol. XI, p. 163; Michael [1975:63] y Sánchez Mariana [1982:295]; cf. Galván [2001:32]. Los datos fundamentales sobre Ulibarri y su patrono fueron recopilados por Roque Pidal [1947:11-26], en un librito muy poco conocido (debido, sin duda, a su corta tirada) y que sirvió de complemento a la edición facsimilar del códice único hecha para conmemorar el milenario de Castilla (Poema del Cid, 1946). Completo la información de R. Pidal a partir de los manuscritos citados en la exposición, cuyas signaturas omitió dicho autor (salvo la del apógrafo del Cantar). Tampoco las suplen Riaño y Gutiérrez [1998:II, 390-399] en el extenso resumen que hacen del texto pidaliano. 247 Sobre este aspecto, véase Salazar y Ceballos-Escalera [1993], quienes, considerándola sólo parcialmente contrahecha, dan demasiado crédito a la supuesta carta fundacional de la divisa, el apócrifo testamento de don Ramiro (sobre cuya falsedad puede verse, además de los trabajos citados arriba, M. Pidal, 1929:820). Alude a los pleitos habidos en la última década del siglo xvi en torno a la Divisa de la Piscina Berganza, Antigüedades, vol. I, p. 558b-559b. historia del texto ccxcix scripturas antiguas sacadas de los oreginales en la ciudades de Calahorra y Logroño, trabajaba «por mandado del señor Licenciado Gil Remírez de Arellano, del Consejo de su Mag.d y su Oidor en la Real Chancillería de Valladolid»,248 de quien se declara «su criado, a cuya causa le despachó desde Valladolid en 22 de mayo de 1596».249 El interés de don Gil en reunir toda la información posible que avalase las pretensiones de su linaje hizo que, a lo largo de su misión (mayo-noviembre de 1596), Ulibarri, además de sacar el mentado trasunto del códice de Vivar, copiase, entre otros muchos documentos, diversas piezas cidianas: la carta de arras de Rodrigo a Jimena (ms. BNM 841, ff. 297-300), la carta de venta de doña Jimena de 1113 (ms. BNM 841, ff. 300-301v.º), el apócrifo del abad Lecenio (mss. BNM 841, ff. 302-305, y 704, ff. 113v.º-114) y los demás documentos relacionados con él (ms. BNM 841, ff. 305v.º-314v.º), así como alusiones a unas reliquias conservadas en Santa María de Aguilar de Campoo que «trajo el Cid de Roma» y una espada atribuida al mismo (ms. BNM 704, ff. 122-122v.º). Con ellas, su patrono compiló el Memorial del Conde de Aguilar, elevado a Felipe III en pro de su pariente de dicho título, don Felipe Remírez de Arellano, y destinado a restituir en su grandeza a los antiguos señores de Cameros. Avanzado el siglo xviii, estos materiales fueron adquirido en una almoneda por el bibliotecario Juan de Uriarte con destino a la Biblioteca Real (base de la actual Nacional), lo que condujo más tarde a la primera edición del Cantar, mientras que otros tres volúmenes de documentos allegados por Ulibarri pasaron a la Real Academia de la Historia como parte del fondo Salazar y Castro.250 248 Gil Remírez de Arellano, caballero del hábito de Santiago y señor de la Villa de Poveda, licenciado por Salamanca, nació en Ocaña en 1547 y falleció en Madrid en 1618. Describe su cursus honorum y su obra R. Pidal [1947:16-18 y 24]. Según consta por sus pruebas santiaguistas, don Gil era «Patrono y pariente mayor de la Divisa y Casa Real Solariega de Santa María de la Piscina en la Sonsierra de Navarra»; muerto sin sucesión, el cargo pasó a don Juan Domingo Remírez de Arellano, conde de Aguilar (Salazar y Ceballos-Escalera, 1993:14-15 y 83). 249 Se conservan tres copias de este Libro de Privilegios, mss. BNM 704, ff. 1116 (segunda serie foliada, tras el f. 154); 841, ff. 139-242v.º (foliación original independiente [3] + 101 ff.), y 6184, ff. 155-216v.º 250 R. Pidal [1947:14 y 16]. El lote llegado a la Biblioteca Nacional consta de dos tomos misceláneos, los ya citados mss. 704 y 841, más la copia del Cantar (ms. 6328); véanse el Inventario General, vol. II, pp. 179-180 y 441, y vol. XI, pp. 127 ccc prólogo El manuscrito siguió en poder del concejo de Vivar a lo largo del siglo xvii. Lo testimonia en 1601 Sandoval, Fundaciones, ff. 41-41v.º: «En unos versos bárbaros notables, donde se llora el destierro deste caballero y los guarda Vivar con mucho cuidado, le llama mio Cid, que dicen así», y copia los primeros cuatro versos, de forma más fiel al códice único que el anónimo copista del fragmento de Trigueros y que Ulibarri. A partir de ahí, las firmas de los sucesivos escribanos del concejo garantizan que el códice único siguió bajo su custodia durante dicho siglo. Parece que a principios de la centuria siguiente continuaba igual, según la indicación de Berganza, Antigüedades, vol. I (1719), p. 399b: «leyó [Sandoval] los versos muy antiguos que se guardan en Vivar. Consta el libro de 70 hojas, y no hay plana donde deje de repetir dos y tres veces Mio Cid» y si bien equivoca el número de hojas, consta por una cita directa que realmente lo había manejado (véase el vol. I, p. 449, donde transcribe los vv. 998-1013, mejor, por cierto, que Ulibarri). Aunque no resulta totalmente seguro que se refiera ahí al concejo, lo más probable es que de hallarse ya en el convento de las clarisas lo hubiese especificado. En todo caso, en algún momento del siglo xviii anterior a 1779 el códice pasó (seguramente en depósito y no en propiedad, como explican Riaño y Gutiérrez 1998:II, 403) al convento de monjas de Santa Clara de Vivar, donde aún se conserva el arcón en el cual, según continuada tradición conventual, se guardaba el voy 163, y García Cubero [1992:núms. 2269, 2634 y 4174]. El ms. 704 (olim D-63) consta de lo que inicialmente fueron dos tomos con foliación independiente, posiblemente de mano de Ulibarri, el primero de los cuales comprendía colecciones documentales de Santa María de Peñacerrada, Santa María de Retuerta, San Salvador del Moral y Santa María de Aguilar de Campoo, así como de las villas de Palenzuela y Pampliega (ff. 1-154), y el segundo el citado Libro de los Privilegios, seguido de otras tres piezas de otra procedencia (ff. 1-132); la encuadernación es en pergamino de época (según el Inventario General, vol. II, p. 180). El ms. 841 (olim D-100) reúne tres volúmenes originalmente distintos, de mano de Ulibarri, que comprendían una transcripción del Liber testamentorum de la Catedral de Oviedo (ff. 1-138), el Libro de los Privilegios, seguido de otras tres piezas de otra procedencia (ff. 139-278) y un tercer cuaderno con diversos documentos, casi todos procedentes de Aguilar de Campoo (ff. 279-461); le faltan 18 folios, pues según la nota inicial «Tiene 479 fol.»; el índice posiblemente se hizo al agrupar los tres tomos y la encuadernación en pasta es del siglo xix (según el Inventario General, vol. II, p. 441). El ms. 6184 procede, según nota de la guarda fija anterior, de la biblioteca del conde de Miranda, la cual fue adquirida para la Biblioteca Real en 1755 (cf. Sánchez Mariana, 1993a:72). historia del texto ccci lumen,251 de acuerdo con un uso típico de archivos o de centros carentes de una biblioteca propiamente dicha (cf. Castillo, 1997: 363-369). En este caso podría tratarse de la propia arca del concejo, habitual en los municipios castellanos desde fines del siglo xiv, pues responde al modelo tipo descrito por Beceiro [2001:123]: «A juzgar por algunas piezas-testigo del siglo xvi que han llegado hasta nosotros ... tendrían tres cerraduras con sus respectivas llaves». Sea como fuere, a finales de la década de 1770, siendo abadesa María Teresa Ruiz de la Peña, lo sacó de allí Eugenio de Llaguno y Amírola, oficial de la primera secretaría del Despacho Universal y académico de la Real de la Historia, para que el también académico y bibliotecario de la Biblioteca Real Tomás Antonio Sánchez pudiese emplearlo en la edición que proyectaba. Según explica el mismo Sánchez [1779:210], tuvo conocimiento del Cantar y de su códice único a través de Sandoval y Berganza, aunque sin duda también mediante el apógrafo de Ulibarri (ya entonces custodiado en dicha biblioteca), al que se refiere en términos poco halagüeños: «un tal Juan de Ulibarri ... sacó una mala copia de este códice, la cual he leído y cotejado con su original ... En fin, sacó una copia de ninguna estimación, como suelen ser las que después de hechas no se cotejan con sus originales, mayormente si son de letra y cosas antiguas» (pp. 228-229). Sobre este cotejo, declara su colaborador, Juan Antonio Pellicer, miembro también de la Biblioteca Real, en una nota puesta al fin de dicha copia, que: «El original estaba en el lugar de Bibar. Húbole el Sr. Sánchez por intercesión del Sr. Llaguno, secretario del Consejo de Estado. Emendamos por él esta copia y así ésta equivale al original, pero por él le publicó el referido Sr. Sánchez en sus Poesías antiguas, tom. 1. J. Ant. Pellicer. Madrid y Agosto 21, de 1792» (ms. BNM 6328, f. 93). En efecto, el manuscrito de Ulibarri está repleto de correcciones marginales o, más rara vez, interlineadas hechas por mano de Sánchez y, sobre todo, de Pellicer. Ahora bien, como éste declara, don Tomás Antonio hizo su edición a partir de un nuevo traslado del códice único, lo cual ratifica lo expresado por él al principio de su introducción: «por medio del señor don Eugenio de Llaguno y Amírola, ya citado, he logrado te- 251 Una fotografía actual del mismo ha sido publicada por el Diario de Burgos, 31.12.2006. cccii prólogo nerle [sc. el códice de Vivar] en mi poder el tiempo necesario para leerle y copiarle; lo que he hecho con la más escrupulosa puntualidad» (p. 210). No parece cierto, pues, que, como a veces se ha dicho, Sánchez se valiese de la «mala copia» de Ulibarri, meramente cotejada con el original, para dar el Cantar a la estampa, siendo lógico que, como señala M. Pidal [1911:908], «La revisión que de la copia de Ulibarri hizo Pellicer nos explica algunas lecciones de Sánchez, aceptadas luego por otros editores», puesto que tales lecturas respondían a lo que dichos eruditos eran capaces de descifrar en el códice único.252 Concluidas las labores de edición por parte de Sánchez, Llaguno no devolvió el códice a sus anteriores depositarias y, más tarde, fue adquirido de sus herederos por el erudito bibliófilo Pascual de Gayangos, época en que fue consultado por Hinard, quien, no obstante, no llegó a usarlo entonces para preparar su edición. En 1851 Gayangos vendió el códice a Pedro José Pidal, tras haberlo ofrecido en vano al Ministerio de Fomento para destinarlo a la Biblioteca Nacional, y cuando ya estaba a punto de adquirirlo el British Museum (R. Pidal, 1947:7-8; Cuenca, 1985). Siendo su propietario el primer marqués de Pidal lo solicitó Hinard desde París en 1854, pero el préstamo le fue cortésmente denegado, por lo que su edición de 1858 se basa esencialmente en la de Sánchez [1779]; en cambio, Janer sí pudo transcribirlo de nuevo para su edición de [1864] y, habiéndolo heredado en 1865 el hijo de don Pedro José, Alejandro Pidal y Mon, sirvió de base a las ediciones de Vollmöller [1879], Huntington [1903] y M. Pidal [1898a y 1911]. El códice permaneció en poder de los dos siguientes marqueses de Pidal, el ya citado Roque Pidal y Beraldo de Quirós y su hijo Luis Pidal y Fernández-Hontoria, hasta que en 1960 la Fundación Juan March lo adquirió de este último y lo cedió al Estado, integrándose así en los fondos de la Biblioteca Nacional, donde hoy se custodia (Sánchez Mariana 1982:295 y 1993a:89). En esta última época ha sido consultado directamente para la edición de Michael [1975] y para la presente (véase abajo, § 5). 252 Sobre la edición de Sánchez y las vicisitudes del códice único a fines del siglo xviii, véanse M. Pidal [1911:2 y 907-908], R. Pidal [1947:12-13], Deyermond [1997], Riaño y Gutiérrez [1998:II, 403-404], Galve [2001:36-41]. historia del texto ccciii evaluación ecdótica del códice único La valoración textual del manuscrito del Cantar depende de dos parámetros esenciales: su posición en la cadena de transmisión del mismo y la fiabilidad de la labor de copia de su amanuense. El primer aspecto es de difícil determinación, tanto respecto del origen inmediato del testimonio conservado (es decir, si su antígrafo fue el manuscrito de 1207 u otro intermedio), como del mediato (la relación de ese texto de 1207 que encabeza la serie escrita con la redacción primitiva del poema, c. 1200). Lo que puede establecerse sin lugar a dudas es que el códice único desciende de otro manuscrito y no procede de una reportatio o transcripción realizada a partir de un texto oral pronunciado en público (no necesariamente al dictado), como cree Torreblanca [1995:162]. Así se desprende del colofón de Per Abbat, ya comentado, cuya data en el año 1207 no puede referirse al códice conservado, que es de c. 1320-1330, según se ha visto, sino que constituye una subscriptio copiata retomada tal cual de su modelo, que era, por tanto, un manuscrito de principios del siglo xiii o bien una copia suya. Lo mismo se deduce de varios yerros, corregidos por el mismo copista, que sólo pueden surgir ante un modelo escrito. Un caso significativo es la transcripción, al final del verso en curso de copia, del segundo hemistiquio del verso precedente, luego tachado y sustituido por el hemistiquio realmente correspondiente, como se advierte en el f. 42v.º, vv. 2089-2090: Dad las aq$ q$åieredes uos ca yo pagado åo 3coæt Gracias dixo el rey — ca— yo —pagado ——— —— åo auos † atod e‡a Este fenómeno indica, además, que el modelo del copista presentaba, como su propio texto, disposición quebrada, con los versos separados, en lugar de aparecer seguidos, con disposición en bloque (como, por ejemplo, la del Carmen campidoctoris en el ms. BNF Lat. 5132, que es coetáneo del códice cidiano de 1207, véase Montaner y Escobar, 2001:166). Es cierto que en cierto número de casos el copista ha repartido mal los versos, uniendo dos en la misma línea o dividiéndolos por un lugar equivocado (como se verá luego), lo que sugiere la situación contraria, como defendió Smith [1983:140]. Sin embargo, estos errores de separación son ccciv prólogo más fáciles de explicar por distracción del copista o excesiva longitud de la perícopa, a partir de un modelo dispuesto en bandera, a verso por línea, que el fenómeno anterior a partir de otro con disposición seguida o a renglón tirado, lo que hace más probable la primera opción, como también defiende Bayo [2002:19]. De igual modo, la ocasional trasposición de un verso (cf. notas 234▫ y 1086▫) o la fusión de dos con pérdida de un hemistiquio (lo que sucede con cierta frecuencia, como ejemplificaré después) es más fácil de explicar si éstos aparecían en el modelo como unidades claramente delimitadas. Apunta en la misma dirección el caso del v. 721, donde el copista ha transcrito un indebido «camøeadoæ» = ‘campreeador’ que se deja explicar muy bien como atracción gráfica del «øo vermuez» que hay justo debajo. Algún caso de verso desplazado (véanse, por ejemplo, las notas 1151▫, 2455▫ y 25222523▫) sugiere además que el modelo del códice único lo presentaba añadido al margen y el copista del siglo xiv no acertó a insertarlo correctamente en el texto. De ser esto así, no significa que dicho modelo constituyese un borrador, ya que en tal caso este tipo de errores y otros yerros relacionados serían más frecuentes. Se ha de tratar, más bien, de la mera subsanación marginal de una detractatio, caso similar, aunque no idéntico, al que muestra el códice conservado en el f. 2r, donde el propio copista ha repetido en el margen inferior una versión corregida del v. 73, como antes se ha visto. Lo que además sugiere esta situación es que el antígrafo del códice único procedía a su vez de un modelo escrito, puesto que es mucho más fácil saltarse un verso copiando de otro manuscrito que haciéndolo al dictado. En cambio, resulta muy improbable la posibilidad, defendida por algunos editores, de que el modelo del códice único presentase glosas interlineadas o marginales, que se habrían incorporado al texto (véanse las notas 1276-1277▫, 1823-1824▫, 1954▫, 2095▫, 3486b▫), pues el único caso de aparente interpolación, el de las espadas tajadores en el v. 3555, no exige la presencia de ninguna anotación suplementaria. Establecido que el códice único deriva de un manuscrito con división versal, que a su vez procedía posiblemente de otro modelo escrito, queda por determinar si el antígrafo directo del testimonio conservado es el perdido códice de 1207 o, como sugiere el dato preinserto, una copia intermedia. No es éste un asunto que se pueda resolver de forma rotunda, pero todo apunta a que la copia fue directa, sin intermediarios. Los dos argumentos prin- historia del texto cccv cipales a favor de esta hipótesis son la misma conservación de la subscriptio copiata, pues sería una rareza que perviviese en varias copias sucesivas, y sobre todo la preservación de algunas grafías arcaizantes que indican, con escaso margen de error, que el antígrafo del códice único respondía a las costumbres gráficas de principios del siglo xiii, en especial los finales en -ent para la tercera persona del plural en los vv. 555, 610, 656 y 1774, el uso de «uu‡ro» por vuestro en el v. 2198 (Wright, 1996 y 2000:92-98; Montaner 2005b:182-184), y la alternancia Ximenez (vv. 3417 y 3422) ~ Simenez (v. 3394), con s- para representar /s /& (Frago, 2000:231a y 232, n. 18), a los que quizá deba sumarse la grafía del apellido Oiarra por Ocharra (según M. Pidal, 1911:772 y 1219-1220), aunque esto es dudoso (cf. nota 3394䡩). En todo caso, tales datos llevan a preguntarse por la filiación del ms. de 1207. La creación del Cantar en una fecha muy cercana al mismo (a lo más un decenio antes) ofrece pocas certezas sobre su forma de elaboración y su proceso de transmisión, pero al menos permite algunas hipótesis al respecto. Ante todo, la proximidad entre la versión primitiva (oral o escrita) del poema y la copia de 1207, al reducir la posibilidad de eslabones intermedios, facilita, aunque por supuesto no asegura, una mayor fidelidad de ésta a aquél. Cronológicamente, el manuscrito de 1207 podría incluso ser un original, en el sentido de un ejemplar realizado por el autor o bajo su supervisión que representa alguna de las sucesivas fases de elaboración de un texto,253 opción que se discutirá luego. En segundo lugar, hace más factible, pero en absoluto exige, una composición por escrito, quizá no imposible hacia 1140, pero mucho más hacedera, en el contexto de la escritura en romance, al filo de 1200 (como revelan los trabajos de Wright 1996 y 2000). Esta última posibilidad depende mucho (aunque tampoco queda determinada) por el tipo de autor que se suponga para el Cantar, puesto que, como he señalado en el § 1, si se prima su condición juglaresca, resulta más probable que se compusiese de forma memorística y se pusiese más tarde por escrito, mientras que si se hace hincapié en su presumible formación de letrado, resulta más factible que se redactase de forma escrita. 253 Aquí y en las restantes referencias a manuscritos autoriales, adapto la terminología del Comité International de Paléographie Latine, según la recogen, en versión española, Ostos, Pardo y Rodríguez [1997:129-131] y, en versión italiana más completa, Maniaci [1998:236-238]. cccvi prólogo Antes de explorar los argumentos a favor de una u otra opción (no de autoría, sino de forma original de creación, aspectos que, lo subrayo, no se implican mutuamente) conviene sustanciar la hipótesis previa de que el manuscrito de 1207 fuese un original, es decir, un testimonio que reflejase el proceso de creación del autor (borrador autógrafo o apógrafo) o contuviese su fijación del texto (copia en limpio hológrafa o idiógrafa).254 Desde luego, resulta complejo hacer deducciones de un testimonio indirecto, como es la copia del siglo xiv, de modo que es difícil zanjar la cuestión. No obstante, la mera presencia del colofón de copista de Per Abbat hace harto improbable que el manuscrito de 1207 fuese un borrador (ni siquiera apógrafo), que carecería de tal elemento, propio sólo de una copia (cf. Dain, 1949:104-5; Bourgain, 1982: 51-54 y, para un caso hispánico concreto, Geijerstam, 1960, 1964: 50-58 y 1996; Marín y Montaner, 1996:229-231). Tampoco una copia hológrafa llevaría seguramente un típico ritornelo de amanuense como ése (cf. ahora Montaner, 1999:95-96), pues, de suscribirlo el poeta, no lo haría como copista, sino con un éxplicit autorial, más cercano a la última estrofa del Libro de Alexandre en el ms. P: “Si queredes saber quién fizo esti ditado...”, independientemente de su concreta autenticidad (cf. Uría, 2000:79-80). En cuanto a la posibilidad de que fuese una copia idiógrafa, que sí admitiría dicho colofón, exige determinar primero otra cuestión: si el manuscrito de 1207 se copió de un modelo escrito o transcribe el dictado de un juglar. En bastantes ocasiones esta segunda opción (referida o no a este preciso eslabón de la cadena) se ha dado por sentada, sin más base que una visión preconcebida del proceso de transmisión del Cantar255 o aludiendo a pruebas vagas 254 Se entiende por borrador autógrafo el ejemplar de trabajo de un autor, realizado por su propia mano, y que refleja materialmente el proceso de elaboración de su obra; por borrador apógrafo, el mismo tipo de ejemplar de trabajo, pero dictado por el autor y escrito por un colaborador suyo; por copia hológrafa, el ejemplar de trabajo o de lectura, realizado por mano del propio autor, que representa la versión de una obra que, en un momento dado de su creación, el autor da por definitiva, y por copia idiógrafa, el mismo tipo de ejemplar de trabajo o de lectura, pero realizado por un colaborador del autor bajo su inmediata supervisión. 255 Frente a la teoría de M. Pidal [1911:28-33], que pensaba en una ininterrumpida y múltiple cadena de transmisión escrita, otros autores, como Orduna [1985, 1989 y 1999], Torreblanca [1995] o Fernández y Del Brío [2003 y 2004] han postulado una transmisión oral seguida de una escrita, basándose en los patentes rasgos de oralidad del Cantar; sin embargo, éstos, como se ha visto en el historia del texto cccvii e inconcretas, como, por ejemplo, «la anterior capa de errores debidos a su dictado de memoria» aducida, pero no justificada, por Walsh [1990:4]. El único argumento concreto había sido propuesto por quienes, siguiendo una sugerencia de Lord [1960:127], han pensado que la irregularidad métrica del Cantar demostraba que se había recogido al dictado de un juglar que, obligado a recitar en condiciones distintas de las habituales, produjo líneas amétricas mezcladas con los versos. Sin embargo, como ya se ha visto al tratar del metro en el § 3, la comparación del Cantar con el resto de la épica versificada castellana y con algunas variedades románicas, así como con otra poesía hispánica medieval en metros tradicionales ha demostrado que el anisosilabismo es un rasgo estructural y no coyuntural de la prosodia épica hispánica, lo que impide ver aquí un argumento a favor de que el texto proceda de una reportatio juglaresca. En este terreno, solamente Burrus [1994] ha aportado pruebas específicas, aunque de valor desigual. Sin entrar ahora a discutirlas en detalle, pueden señalarse especialmente dos aspectos que sugieren con fuerza que, en efecto, el manuscrito de 1207 (o su modelo) se copió al dictado. El principal de los fenómenos atribuibles a la mediación juglaresca es la alteración del asonante que se produce al sustituir una fórmula por otra semánticamente equivalente y normalmente más común, pero que no satisface la rima, por ejemplo la variante no marcada y más frecuente del epíteto astrológico, el que en buen ora nasco, aparece en los vv. 719, 1910, 2008, 2016, 2056 y 3247 en lugar de el que en buen ora nació y en los vv. 507, 559 y 1603 a cambio de el que en buen ora cinxo espada. Se trata, obviamente, de casos de lectio facilior interna y para explicarla (así como para atender a su posible enmienda) se ha de tener en cuenta que una fórmula actúa como una unidad de selección en el plano paradigmático (cf. Boutet, 1993:133). Ni el error puede entenderse ni la enmienda abordarse tomando la secuencia palabra por palabra, sino in toto, como un sintagma lexicalizado. La atribución a un juglar de este fenómeno se debe a que exige tener perfectamente asumido el sistema formular de la obra, § 3 y comenta ahora Bayo [2005], dependen de una composición orientada a la ejecución oral y son, por tanto, compositivos, o dicho en otros términos, se encontraban ya en la redacción original y no demuestran nada sobre el modo de transmisión textual, aunque sí respecto de su forma de difusión. cccviii prólogo sin el cual la lectio facilior interna resulta inexplicable. Esta justificación resulta prácticamente incontrovertible cuando dicha sustitución constituye además una anticipación, es decir, se debe a la atracción de una fórmula que aún no había comparecido en el texto, como en el v. 174, donde aparece la mano·l’ ba besar, que no consta hasta el v. 298 (y luego en 369), en lugar de la que exige la rima, ba·l’ besar la mano (cf. vv. 2092 y 2235). Fuera del ámbito formular, puede señalarse la aparición en el v. 1230 del rey de Marruecos, que no aparece hasta el v. 1620 (reiterado en 1621 y 1625), en lugar del rey de Sevilla al que se refiere el pasaje (según el v. 1222). Esta situación (que afecta también, por ejemplo, a los vv. 263 y 507) ya me había llevado a sugerir que, para algunos errores, «la única explicación posible ... es pensar que el copista o quien le dictaba (?) conocían previamente el texto completo del Cantar y estaban familiarizados con su sistema formular» (Montaner, 1994a:680, n. 38). No obstante, entonces defendí que tales anticipaciones habían de achacarse a un copista, «pues el sistema formular es empleado en estos casos de forma indebida, es decir, atentando contra la rima y ocasionalmente contra el sentido», frente a lo que debería pasar «en boca de un autor o cantor que lo dominen» (p. 691, n. 94). Pero la condición para que esto suceda no radica sólo en «suponer que el copista (sea del ms. conservado, sea de su fuente) conocía previamente el texto en su totalidad» (ibid.), sino en que el causante de tales modificaciones tenía totalmente interiorizado su sistema formular, aunque por defectos de retención o por rimaneggiamenti di copertura (por retomar la expresión de Formisano, 1988) haya cometido tales errores. El más detallado análisis de Burrus [1994] confirma esta impresión, trasladando la responsabilidad de la mano del copista a la voz del juglar que le dicta. El otro fenómeno que resulta más probable atribuido a esa circunstancia es la acumulación de alteraciones en un pasaje, cuando éstas afectan a la asonancia. Desde luego, en algunos casos, un retoque de este tipo puede deberse al copista (cf. notas 15▫ y 16▫), pero a veces el error involucra varios versos (con sustitución de fórmulas, además), como ocurre en los vv. 719-721 (véanse Formisano, 1988:111, y las notas correspondientes del aparato crítico), cuya interpretación como cascada de errores exigiría como mínimo suponer varias copias perdidas, lo que, como se ha visto, no concuerda con los datos disponibles. Resulta, pues, preferible historia del texto cccix el enfoque de Burrus [1994:25], para quien «esta clase de suceso puede explicarse con más verosimilitud como algo debido al instinto poético de un juglar que dicta, antes que al de un amanuense copiando mecánicamente de un texto escrito». Esta conclusión es razonable, no tanto quizá porque los errores se produjesen durante el dictado, según piensa Burrus (aplicando los planteamientos de Lord, 1960), como porque el tipo de yerros involucrados se explica mejor a través de la actuación habitual del juglar que de la intervención puntual del copista. En este sentido, no creo que el fenómeno responda a una actitud tan consciente como la describe dicha autora, pues los casos afectados tienen más bien el aspecto de deberse a cambios inconscientes, en buena parte puramente mecánicos, como los de los escribas en condiciones semejantes, pero, a diferencia de los cometidos por éstos, realizados desde la competencia activa en el sistema formular del Cantar. Esto es, de hecho, lo que ejemplifica Lord [1960], quien tuvo la ventaja de conocer las fuentes (a menudo impresas) a partir de las cuales los guslari habían memorizado sus poemas y, por lo tanto, pudo aislar exactamente las modificaciones producidas en la transmisión oral. Por otro lado, tampoco se sabe si la reportatio se hizo propiamente al dictado o si la transcripción se realizó simplemente al hilo de una ejecución juglaresca, lo cual, con una salmodia o cantilación en tempo lento, no sería imposible, sobre todo si el escribano la registraba celeriter, como en los casos, bien que cancillerescos, documentados por Wright [2000:31-32]. Esta situación eliminaría las distorsiones que Burrus [1994] considera efecto del dictado, aunque sin duda añadiría alguna otra, fruto de defectos de audición o de la rapidez de la copia, como puede ser la aparición de Huesca por Huesa en los vv. 952 y 1089. En todo caso, lo más probable es que entre la composición primitiva (escrita o no) y el manuscrito de 1207 hubiese una fase de transmisión oral (corta, pero suficiente para ocasionar los cambios comentados), de modo que éste no representa una copia idiógrafa, sino un testimonio no autorial, derivado, no de un original en cualquiera de sus formas, sino del dictado de un juglar. Ahora bien, es casi imposible que la copia de 1207, con su colofón tan formal, se hiciese directamente al dictado, operación que exigiría una copia en bruto o borrador previo, semejante a las minutas notariales, donde (quizá con vacilaciones) se fuese tomando nota de cccx prólogo lo que el juglar recitaba, lo que sería imprescindible en caso de una reportatio no dictada. Igualmente demuestra que el ejemplar de 1207 parte de un modelo escrito, dada la ocasional fusión de versos con pérdida de hemistiquios (transmitida a su descendencia directa e indirecta, como se verá luego) y la probable presencia de correcciones marginales para subsanar el salto de algún verso, fenómenos ambos que, como se ha visto, son propios de una copia escrita y no de una al dictado. En cuanto a ese modelo escrito, seguramente no se ejecutó sobre pergamino, sino sobre tablillas de cera, como argumenta bien Duggan [2005], con abundante documentación (cf. al respecto Bischoff, 1985:20-22). Este paso de la voz a la letra concuerda además con la teoría de Wright [1996 y 2000] sobre el modo de surgimiento y la cronología de la escritura romance (aspecto sobre el que inciden también Hernández, 1994:461-462 y, más en general, Ariza, 2004), lo que a su vez sugiere (aunque no demuestra) que la redacción original del Cantar fue memorística. En definitiva, puede establecerse que, al margen del modo de composición, que no puede determinarse con certeza, el Cantar seguramente se elaboró hacia 1200 y fue a continuación objeto de una fase de transmisión oral, a partir de la cual se efectuó en 1207 una reportatio, posiblemente registrada en tablillas de cera, y su posterior copia en limpio, el perdido códice de 1207, del que procede, seguramente por copia directa, el manuscrito del siglo xiv hoy conservado. Esto nos lleva al segundo parámetro señalado arriba, la calidad de la labor de copia realizada en el códice único. En general, el texto de este amanuense, descontados los casos que deben atribuirse a la fase de transmisión oral y otros presentes en su modelo (de lo que me ocuparé en el apartado siguiente) es bastante correcto, aunque a veces sufre equivocaciones típicas del proceso de transmisión manuscrita, de lo que se han dado ya algunos ejemplos. Entendiendo por ‘error textual’ la modificación hecha por un transmisor que atenta contra el sistema interno del Cantar como construcción discursiva y artefacto literario, dichos errores pueden darse en los planos formal y de contenido (cf. en general Cavallero, 1988, y para el Cantar, Montaner, 1994a y 2005b). Los primeros son, como de costumbre en la transmisión textual, los más habituales, y afectan sobre todo a la métrica (tanto en el plano del cómputo silábico como de la rima) y a la sintaxis. Los segundos son de tipo semántico, y atañen especialmente al léxico, historia del texto cccxi aunque la alteración sintáctica suele igualmente actuar en detrimento del significado. En general, no obstante, las modificaciones más frecuentes son gráficas (cuya influencia sobre el sentido es inversamente proporcional a la obviedad de la errata) y posiblemente morfológicas, por modernización del antígrafo, aunque estas últimas son las de detección más problemática, salvo cuando afectan directamente a la rima. Ha de notarse, no obstante, que no siempre cabe tener seguridad de si las alteraciones textuales son del copista del siglo xiv o de su modelo, de modo que en este terreno es más sencillo detectar los problemas que atribuirlos a uno u otro eslabón de la cadena. Partiendo de la clasificación de Smith [1972:114-115], los principales yerros de transmisión pueden distribuirse así: 1) Mala lectura o escritura de parte de una palabra, por sustitución, como en suelta por suelto en el v. 496; por omisión, por ejemplo, la por las en el v. 1802, o por adición, como rogand por rogad en el v. 1754. Este fenómeno se aprecia bien cuando el propio amanuense, en su labor de escritura o en sus dos recognitiones posteriores, ha detectado y subsanado el error. Por ejemplo, en el v. 1078 (primera línea del f. 23), escribió «catãdoæ», pero inmediatamente lo retocó en «catãndos», mientras que en el verso 1807 primero escribió «los otro» y luego raspó la -s muy superficialmente. No es raro que este fenómeno se produzca por atracción contextual. Por ejemplo, en el verso 2482 (f. 50v.º), el ms. trae «Sobeianas åon las ganancias q#todas an ganadas» (escrito con ese volada por caer al final de un renglón largo, no es adición posterior); sin embargo, la rima exige leer ganado. El defecto se ha producido por admitir la concordancia del participio, como deja claro además el hecho de que el copista escribió todos y luego lo retocó en todas, para paliar la incongruencia, debiendo el verso editarse «Sobejanas son las ganancias que todos an ganado». Otro caso característico de yerro de copia es la equivalencia gráfica, por ejemplo la típica confusión de c y t en el verso 690, donde el ms. trae arch, pero el sentido exige arth. 2) Duplografía o, por el contrario, haplografía, es decir repetición u omisión de un segmento textual (en el segundo caso, normalmente por parecido gráfico o fonético con otras palabras del entorno). Un ejemplo de duplografía reparada por cancelación se da en el v. 731 (f. 16), ya comentado; uno de haplografía cccxii prólogo subsanada por una adición interlineada del ‘primer corrrector’ se da en el v. 225 (f. 5v.º): «faga y cantar mill miååas». La haplografía de una sílaba se da, por ejemplo, en los versos 96 y 494, donde el ms. trae detarva y mando, pero el sentido exige leer detardava y mandado, respectivamente, y la duplografía en «minguaua» por mingua, en el v. 821. 3) Transposición del orden de las palabras, dañando la sintaxis o la rima. Por ejemplo, en el verso 124, el copista escribió algo gañó donde la rima exige gañó algo (compárense las notas 174▫, 737▫, 1721▫). Este fenómeno se da también entre hemistiquios, algunos de los cuales aparecen invertidos, como en los vv. 800, 968, 1711, 2568 y, posiblemente, en 3004 y 3062 (véanse las notas correspondientes del aparato crítico), e incluso entre versos, que se ofrecen en un orden incorrecto (notas 234▫, 1086▫, 1689-1688▫), lo que en algunos casos parece deberse, no a un baile de los mismos, sino a la errónea inserción de un verso suplido en el margen de su modelo, como ya se ha visto (notas 1151▫, 2455▫ y 2522-2523▫). 4) Adopción de una lectio facilior, es decir, una palabra o expresión más común que la usada por el texto, en detrimento de la rima o del sentido, de lo que ofrece un ejemplo conspicuo el verso 182, donde el ms. ofrece almofalla ‘campamento (musulmán)’, pero el sentido exige el más raro almoçalla ‘colcha, cobertor’ (véanse las notas correspondientes a dicho verso y 324▫, 699▫, 1397▫, 1919-1920▫, entre otras). La lectio facilior puede ser interna, es decir, favorecida por los propios usos predominantes en el Cantar, como sucede con la sustitución de unas fórmulas por otras de sentido semejante, pero más comunes, lo cual, como se ha visto, probablemente se debe a la fase de transmisión oral y no a la escrita (pero compárese la nota 899▫). 5) Alteración de la rima por atracción contextual, bien de la tirada anterior (notas 507▫ y 2278▫), bien para crear un leonino. El carácter espurio de los mismos, cuando no satisfacen la rima, queda patente por algunos ejemplos de retoque en esa dirección, que modifica el texto previamente copiado. Así, en el v. 1691, «Mas vale q# nos los vezcamos q# ellos coian el campo», la errónea lección campo ha sido trazada sobre el correcto pan (Montaner, 1994b:39), lo cual «parece indicar que los leoninos son preferencia del último copista» (Marcos Marín, 1997:356). En realidad, dado que la intervención es del ‘primer corrector’ y aunque éste es, como se ha visto, el mismo copista, cabría hablar mejor de una historia del texto cccxiii preferencia del estadio final de la copia. Así se advierte también en el verso 82: «Biẽ lo vedes q# yo nõ t*yo <auer †> huebos me åerie», donde «auer †» ha sido añadido igualmente por el ‘primer corrector’, formando así un leonino con rimas aver : serié, doblemente incorrecto, puesto que huebos me serié es en realidad el primer hemistiquio del verso 83, mal separado por el copista (Montaner, 1994a:689-690). Lo mismo ejemplifica, para los dísticos, el caso de los versos 15-16 (véanse las notas correspondientes del aparato crítico). 6) Alteración de la rima por cambios de formas verbales, fenómeno frecuente en relación al conjunto de los yerros textuales, aunque no en cifras absolutas (Burrus, 1994-1995:31; sobre este aspecto, véase también Rodríguez Molina, 2004). En el v. 3251, el propio ms. ofrece un caso en que el corrector ha enmendado al copista, transformando pensaren en pensarán. Otros yerros similares son los siguientes: presente por imperfecto en el v. 591, imperfecto por presente en el v. 821, imperfecto por la perífrasis ir + [infinitivo] en los vv. 1395 y 3361, perfecto fuerte por perfecto débil en los vv. 719, 1910, 2008, 2016, 2056 y 3247, perfecto por la perífrasis ir + [infinitivo] en el v. 1395, perfecto por perfecto compuesto en los vv. 125 y 3372, perfecto por pluscuamperfecto simple (en -ra) en los vv. 462, 1535, 1538 y 1581, pluscuamperfecto simple (en -ra) por perfecto en el v. 2059, futuro por condicional en el v. 1951, presente de subjuntivo por presente de indicativo en el v. 708, gerundio por imperfecto en el v. 1602. 5) Incorrecta separación de los versos, por yerro de lectura o de retención (notas 83▫, 222▫, 408▫, 464b▫, 659▫, 796b▫, 831-832▫, 2432▫). A veces, este fenómeno implica la fusión completa de dos versos en uno (notas 16b▫, 826b▫), lo que suele provocar la pérdida de alguna porción, especialmente el segundo hemistiquio del primero de los versos involucrados (notas 477-477b▫, 1246▫, 1252▫, 1385-1385b▫, 1666-1666b▫, 1276-1277▫, 2286-2286b▫, por ejemplo). Como se ha visto, el propio copista, en dos ocasiones, y ocasionalmente otros lectores posteriores advirtieron parte de estos errores, sobre todo los pertenecientes a la primera categoría, e intentaron subsanarlos, no siempre con acierto. Igualmente, modificaron a veces partes correctas que, por su diferente percepción lingüística, consideraron erróneas. Las intervenciones del copista en su pri- cccxiv prólogo mera recognitio son, por lo común, adecuadas, lo que sugiere que se realizaron con el antígrafo a la vista; en cambio, en la segunda, para las que reservaré por comodidad la denominación pidaliana de intervenciones del ‘primer corrector’, incorporó numerosas modificaciones al texto, de las cuales una parte es acertada, pero otra es errónea. Esto plantea un problema editorial, pues no permite fiarse sin más de tales lecciones, las cuales pueden además confundirse en ocasiones, debido al tono de la tinta, con las primitivas enmiendas del copista (las realizadas al hilo de la copia, no las incorporadas en la primera revisión). En cuanto a la dispar calidad de sus actuaciones, se deberá a que en las acertadas recordaba mejor su modelo o se molestó en consultarlo, mientras que en las equivocadas se fiaría indebidamente de su memoria o daría más importancia a su interpretación que a lo que había transcrito de su fuente (como ejemplifica bien el citado verso 1691). En cualquier caso, está claro que solo el texto escrito originalmente (incluidas las correcciones hechas al hilo de la copia) puede considerarse, en principio, como basado con seguridad en su modelo (aunque, lógicamente, con errores de copista), mientras que las siguientes correcciones han de emplearse siempre con cautela, que en el caso de las intervenciones posteriores se convierte en franca desconfianza, aunque sin duda haya algunas aceptables (cf. notas 339▫ o 1711▫). En conjunto, pese a lo que pueda sugerir a primera vista este estado de cosas, el total de pasajes estragados del Cantar que requieren intervención editorial (la cual, además, suele ser de mínima envergadura) no supera el 7 % del total de los versos (y el porcentaje es aún menor calculado sobre las palabras afectadas respecto del total del texto). En consecuencia, a condición de leer críticamente el códice único, distinguiendo y valorando las distintas intervenciones, el texto por él transmitido resulta ser bastante fiable. Además, el editor puede auxiliarse con la tradición indirecta, pero esto exige abrir nuevo apartado. las prosificaciones cronísticas Junto al único testimonio directo, el proporcionado por el códice de Vivar, el Cantar es conocido por fuentes indirectas, que no transmiten literalmente su texto, pero sí resumen su contenido e incluso conservan algunos pasajes de forma bastante cercana a la historia del texto cccxv versión poética. Se trata de las denominadas crónicas alfonsíes, por derivar, de modo más o menos inmediato, de los materiales preparados para redactar la Estoria de España dirigida por Alfonso X el Sabio. El problema que se plantea ante esta situación es conocer el tipo de relación que las distintas versiones cronísticas guardan entre sí y con el texto del Cantar que les sirvió de base. La cuestión es dificultosa, pero, las investigaciones recientes han permitido clarificar bastante el panorama,256 de modo que puede presentarse la siguiente síntesis. En torno a 1270, cuando se reunían las fuentes necesarias para la redacción de la Estoria de España, el taller alfonsí contaba con un manuscrito del Cantar (cuya filiación abordaré luego) que sirvió de base para redactar los pasajes referidos al Cid en la sección de la misma consagrada a los reyes de Castilla (y conocida, desde la edición de Ocampo en 1541, como «cuarta parte»). Esa biografía cidiana se basaba, junto a las fuentes esenciales de la obra alfonsí (el Chronicon mundi de Lucas de Tuy, la Historia de rebus Hispanie y la Historia Arabum de Rodrigo Ximénez de Rada), en el Cantar,257 en un ejemplar de la Historia Roderici, quizá con interpolaciones,258 y en una fuente árabe.259 Ésta ha sido usualmente identificada 256 La pionera visión de conjunto planteada por M. Pidal [1898b] fue objeto de un primer reajuste, gracias sobre todo a los trabajos de Catalán [1962, 1963 y 1969], y en los últimos años ha sido nuevamente delineada gracias, sobre todo, a las aportaciones de sus discípulos, a partir de Fernández-Ordóñez [1993]. Para lo que expongo a continuación, me baso en Fernández-Ordóñez [1993-1994, 2000a, 2000b y 2002], Crespo [2000], De la Campa [2000], Bautista [2003 y 2006b], Montaner y Boix [2005] e Hijano [2006]. 257 Cabe la posibilidad, defendida por Smiht [1987a] y Dyer [1995], y después comúnmente aceptada, de que, previamente a la labor compilatoria, se elaborase una prosificación independiente del Cantar. Sin embargo, el hecho de que todas las crónicas alfonsíes remonten (al menos hasta el cerco de Aledo) a la Versión primitiva y no a materiales de trabajo dispersos, hace innecesaria dicha hipótesis, que solo tendría en su apoyo su posible uso por parte de la Crónica de Castilla para ofrecer una versión más fiel del arranque del Cantar, lo que, de todos modos, podría explicarse por una consulta directa del texto poético, aunque nada más en dicha obra abona esta segunda opción. 258 Como ya sospechó M. Pidal [1898:459] y parecen confirmar los estudios de Montaner [2000:367b y 2001a:449]. Seguramente ese códice incluía, como los otros dos conservados de HR, una copia de la Crónica Najerense, de donde podrían proceder otros datos de la biografía cidiana (Montaner, 2005d:1184-88; cf. Lacomba, 2003:262-265). 259 Sobre el uso de una fuente árabe cidiana desde el inicio de la labor alfonsí, véase M. Pidal [1929, ed. 1969:381-382 y 889-890], Huici [1956:93], Catalán [1963; cccxvi prólogo (desde Dozy, 1881a:II, 45-49) con la obra de un testigo presencial de los hechos, Ibn ‘Alqama, titulada Al-bayān al-wād. ih. fı̄-l-mulimm al-fād. ih. (= Manifiesto elocuente sobre el infausto incidente), una historia del cerco de Valencia redactada entre 1094 y 1107 hoy perdida, pero conocida por testimonios posteriores.260 Sin embargo, hoy parece más probable que se trate de otro texto perdido sobre el mismo asunto, una risāla o epístola narrativa de Ibn al-Farag‡ , a la que las versiones cronísticas aluden explícitamente (PCG, pp. 578b y 633a).261 El caso es que la «cuarta parte» de la Versión primitiva alfonsí no se ha conservado en ningún testimonio directo, siendo conocida únicamente por dos reelaboraciones posteriores. Una es la constituida por la Versión crítica, preparada por el propio taller historiográfico de Alfonso X en los últimos años de su reinado (12821284), a partir de una revisión de los borradores de la Versión primitiva, la cual ha sido transmitida por dos subarquetipos, uno conocido por el ms. Ss (Biblioteca de la Caja de Ahorros de Salamanca, ms. 40), que remonta al original de la Versión crítica, y otro representado por la familia de manuscritos denominada Crónica de Veinte Reyes (en adelante CVR). La otra corresponde a la Versión sanchina o amplificada (que en esta parte corresponde a la editada por M. Pidal como Primera Crónica General, en adelante PCG), concluida por el taller historiográfico de Sancho IV en 1289 y está representada por el códice regio E2 (Esc. X-i-4) y por el ms. F (Biblioteca de la Universidad de Salamanca, ms. 2628), así como, en esta sección, por la Crónica Ocampiana, integrada en la edición 1992:35-36, 104 y 117; 2001:256; 2002:188 y 270], Gómez Redondo [1998:I, 671], Catalán y Jerez [2005:136-138], pero ténganse en cuenta las matizaciones de Montaner (2000b:366b-367a), que invitan a suponer el uso de otros textos además del referido a la actuación del Campeador en Valencia. Sobre el conjunto de los obras históricas árabes presentes en la Estoria de España, véase Dubler (1951:139-176). 260 Respecto de la obra de Ibn ‘Alqama, véanse Dozy [1881a:II, 45-49], M. Pidal [1929, ed. 1969:3-4, 888-894 y 977-981], Morata [1941:358-359], LéviProvençal [1948a:100-108 y 1948b:192-200], Monés [1954:100-102], Huici [1969-1970:II, 120], Horrent [1973:149-153], Epalza y Guellouz [1983:36], Viguera [2000:57b-59a y 71a] y Ramírez del Río [2000:146-147]. 261 Como postulan, aunque no siempre con argumentos válidos, Morata [1941], Monés [1954:110-128], Vallvé [2000:126-127] y Ramírez del Río [2001: 57-59], o bien Horrent [1973:152-153], con una improbable hipótesis mixta de Ibn ‘Alqama redactor e Ibn Ibn al-Farag& refundidor. Para una defensa más detallada de esta propuesta, véase Montaner y Boix [2005:101-114 y 213-229]. historia del texto cccxvii de la Crónica de España preparada por Ocampo, y con más distancia, por la refundición de un modelo muy cercano al ms. F en la Crónica de Castilla y sus derivados, la Traducción gallega, la Crónica de  portuguesa y la Crónica Particular del Cid (a partir de ahora y respectivamente Cr Cast, Trad Gall, Cr  y Cr Cid). En principio, tanto la Versión crítica como la sanchina utilizan los mismos materiales, retomados de la Versión primitiva, la cual, a juzgar por la gran semejanza de sus descendientes, se hallaba en la «cuarta parte», y contra lo que a veces se ha supuesto, muy próxima a una redacción definitiva.262 Desde un punto de vista estilístico, la Versión crítica tiende a exposiciones más sucintas, lo cual implica que a veces proporciona menos información que la Versión sanchina, pero que en otras da la justa, pues la segunda (no en vano conocida también como amplificada) se explaya sacando deducciones de meras indicaciones del Cantar o recreando determinadas situaciones. Hasta aquí no habría más problema, respecto del uso textual de estos testimonios indirectos que el de saber, en cada caso, cuál de las dos versiones se atiene con más fidelidad al Cantar. El principal escollo surge cuando, a partir del episodio del castillo de Aledo (PCG, cap. 896 = CVR, lib. X, cap. xlviii), ambos relatos divergen, y mientras la Versión crítica continúa con un texto que combina sustancialmente el Cantar y HR,263 la sanchina plantea el problema de la llamada «laguna cidiana». Su existencia se funda en que la biografía cidiana a partir del citado punto de inflexión constituye en el ms. E2 una interpolación, en forma de un cuadernillo añadido posteriormente (designado E2d, ff. 200256v.º), cuyo contenido procedería de una obra ajena a la redacción original sanchina de 1289 (Catalán, 1962:64-69), pero incorporada al modelo común del ms. F, la Crónica Ocampiana y la Cr Cast. Tal situación ha llevado a postular un subarquetipo de262 Como concluye De la Campa [2005:483], «frente a lo que hasta ahora ha mantenido la crítica, Alfonso X alcanzó a construir la Estoria de España hasta al menos la muerte de Alfonso VI de manera completa». Véase también Montaner y Boix [2005:105-107]. 263 Véanse Powell [1983:64-69], Rochwert [1998:137] y Catalán [2000:110b]. Se ha de notar, no obstante, que la Versión crítica también recurre a fuentes árabes para algunos datos de este período (Powell, ibid.; Fernández-Ordóñez 1993:231232; De la Campa 2005:477-479), los cuales remontarán a la Versión primitiva (véase arriba la nota 259). cccxviii prólogo signado como Redacción mixta,264 que combinaría un texto de la Versión primitiva (a la que se acercan más en algunos pasajes tanto F como la Ocampiana) con uno claramente emparentado con E2, pero que incluía ya la nueva biografía cidiana interpolada. Una hipótesis alternativa a la de esa Redacción mixta es que el taller sanchino trabajase en dos fases. La primera, representada por F y la Ocampiana, estaría dirigida a una revisión tanto estética como ideológica del material alfonsí previo (y de ahí su mayor parecido con la Primitiva), mientras que la segunda se centraría en esos retoques estilísticos que le han valido (a partir de la caracterización de Catalán 1962:124-171) el calificativo de «retóricamente amplificada», sin excluir alguna intervención de más calado, aunque puntual.265 Seguramente se pretendía que esta última fuese la redacción definitiva de la obra, razón por la cual sirvió de antígrafo al códice regio E2, pero con un texto incompleto (lagunas relativas a la Condesa Traidora y al Cid, no compilatorias, sino exclusivas de esta fase redaccional), sin esperar a tener un texto ne varietur, posiblemente por una urgencia de carácter político y protocolario, explicada por Bautista [2006b:48-56]. En consecuencia, lo más probable es que la redacción sanchina representada por F y la Ocampiana contuviese ya esa variante de la biografía cidiana, la cual no aparece en ellos como un añadido, sino que se integra en el texto sin suturas.266 En cuanto al contenido y procedencia de esa narración cidiana, se ha identificado con una particular estoria del Cid a la que se alude expresamente en el texto: «cuenta la estoria d’este noble 264 Crespo [2000:125-126 y 2002:286], Fernández-Ordóñez [2002a:64 y 77, 2002b:993]; compárese Catalán [2000:112a-113a], quien la denomina Versión mixta. 265 Por ejemplo, la frase en que se advierte la incoherencia de la trayectoria de Vellido rumbo a Zamora en E2, f. 154 (PCG, p. 511b), ausente de F, la Ocampiana, y la Crónica de Castilla (Montaner, 2005a:1182). 266 Véase Montaner y Boix [2005:110-112]. No parece adecuado considerar una «laña» el pasaje que da ilación a la estoria en dichos testimonios (= PCG, p. 565b), como opina Catalán [1962:67], pues el empalme es bastante limpio. Otro problema es que se dé una contradicción entre la rúbrica del capítulo de transición (correspondiente al 896 de PCG) y su contenido (del que desaparece la mención de Aledo) o que Cr Cast haya resuelto el engarce de otro modo, pues esto nos lleva a cuestiones de composición y no a considerar la estoria del Cid en el modelo del que derivan F y la Ocampiana como una pieza interpolada, según sucede en el ms. E2, donde lo es materialmente. historia del texto cccxix varón el Cid Ruy Díaz el Campeador, señor que fue de Valencia, e dize assí...».267 Esta estoria prescinde de HR y combina los datos del Cantar con otros de una fuente árabe que, como queda dicho, atribuye explícitamente a Ibn al-Farag&: «diz Abenfarax [F: Abenfax E2] en su arávigo, onde esta estoria fue sacada...» (PCG, p. 578b), «Segunt cuenta la estoria que conpuso Abenalfarax [F: Abenalfax E2], sobrino de Gil Díaz, en Valencia...» (PCG, p. 633a). A estos materiales se suma un conjunto de relatos de tinte hagiográfico sobre las postrimerías del héroe, conocido cono Leyenda de Cardeña. Respecto de la fuente épica, M. Pidal [1898b; 1911:126-130; 1955a:882, clxxxvii y ss.] la identificó con una supuesta refundición del Cantar conocido, a fin de explicar el profundo grado de reelaboración del material procedente del mismo. Aunque este planteamiento ha gozado de bastante aceptación,268 resulta preferible atribuir los cambios a los propios redactores de la estoria, dado que su modus operandi concuerda básicamente con el de los previos compiladores alfonsíes, aun cuando lo sazonen con cierta tendencia a la novelización.269 Por otro lado, la presencia de materiales caradignenses ha hecho pensar que la estoria constituía una biografía cidiana pergeñada en el propio 267 PCG, p. 642b. Dadas las dudas comentadas al respecto de esta estoria y para no prejuzgar su posible existencia autónoma, la citaré siempre en cursiva, pero con minúscula. 268 Admiten la existencia de esa refundición Chalon [1976:242-243], Armistead [1984, 1987 y 1989], Dyer [1989], Fernández-Ordóñez [1993:228 y 19931994:129] y Gómez Redondo [1998:I, 677], mientras que la considera posible Dyer [1980], quien parece aceptar en [1955] que, mientras el ejemplar alfonsí era sustancialmente igual al conservado [pp. 14 y 191-192], el empleado en la estoria cidiana era una refundición [pp. 2-3]. Por su parte, Gómez Redondo [2000: 100104] prefiere hablar ahora de la presencia de varias versiones del Cantar en el taller alfonsí, en el marco de su particular teoría sobre la génesis y evolución del poema y del conjunto de la materia cidiana temprana (según la expone en Gómez Redondo, 1999). 269 Véase Catalán [1963, 1969 y 2000:112a-113a], cuya postura no siempre queda totalmente clara, pues a veces parece admitir una procedencia poética, al menos mediata, para las alteraciones argumentales correspondientes al cantar III, lo que defiende de forma más neta en [2001:267-278], en clara reacción contra las tesis de Rochwert [1998:278-299 y 361-362], quien postula el origen puramente historiográfico de tales modificaciones, como, con argumentos de desigual alcance, habían hecho Pattison [1983:115-142] y Smith [1987], y sostiene ahora Bayo [2002:328-332]; parece aceptarlo también, pero resulta ambiguo, Powell [1983:38-39]. cccxx prólogo monasterio de Cardeña a fines del siglo xiii.270 A juicio de Catalán [2000: 111b] precisamente «el deseo de incorporar de alguna forma la Estoria caradignense a la Estoria de España ... es la razón de que, en tiempo de Sancho IV, el manuscrito regio E2 ... dejara interrumpida la historia del Cid en Valencia con su ida a Zaragoza tras el cerco de Aledo por los almorávides y no continuara su labor hasta más allá de la muerte del Cid». Sin embargo, el mismo autor propone ahora otra explicación: «La laguna compilatoria observable en la tradición manuscrita de la Estoria de España a partir del capítulo de los castillos pecheros y cerco de Aledo no se debe al problema suscitado por la existencia de esa estoria del Cid, sino al de cómo acomodar a la función didáctico-moral de la Historia el histórico enfrentamiento del Cid con el rey narrado por las fuentes».271 Siendo así, ya no resulta indispensable postular la existencia autónoma de esa estoria cidiana, que no provendría necesariamente de una elaboración externa, sino que muy bien podría ser fruto del propio taller sanchino (Lacomba, 2003), lo que está en consonancia con la hipótesis expresada arriba sobre el modelo común a F y la Ocampiana. Esto es lo que, por otra parte, demuestra el trabajo compilatorio efectuado y en particular las puntuales coincidencias con la Versión crítica (que implican el uso de un borrador de la Versión primitiva alfonsí; Montaner y Boix, 2005:113-214), así como el empleo de una fuente árabe y en especial la inclusión de la versión bilingüe de la elegía de Valencia de al-Waqqas‡ ı̄ (PCG, pp. 576a-577b y 582a-b),272 texto que a duras penas puede proce270 La hipótesis de una estoria del Cid caradignense fue planteada primeramente por Entwistle [1947] y desarrollada por Catalán [1963, 1992:93-119 y 146-148, 2000:110a-113b, 2001:255-278], Chalon [1976:239-243] y Russell [1978: 71-112]. Para otra conjetura, sin gran fundamento, véase Gómez Redondo [2000:112-114]. 271 Catalán [2002:addendum a 39-40 y 269-270], lo que desarrollan ahora, en términos algo distintos, Catalán y Jerez [2005:140-142]. M. Pidal [1955b:53-54] ya había expuesto la idea de que la labor compilatoria se interrumpía a la altura de PCG, cap. 896, a causa de las dificultades de armonización de fuentes, de cara a salvar el decoro de Alfonso VI y del Cid en los sucesos de Aledo. 272 La elegía de al-Waqqas‡ ı̄ fue estudiada por M. Pidal [1904], quien, con la ayuda de Ribera, realizó un detallado análisis textual, pero una deficiente caracterización lingüística, como una torpe retraducción del castellano al árabe por parte de alguien que sólo tenía unos rudimentos de esta lengua. Posteriormente Nykl [1940] advirtió correctamente su verdadera naturaleza dialectal, pero pensó historia del texto cccxxi der sino de dicho borrador de la Versión primitiva.273 Ni la actitud ni los conocimientos necesarios para urdir esta estoria se corresponden con lo que cabe esperar de un centro como Cardeña, sin más tradición historiográfica que su continuada labor analística y ajeno a la redacción de historias extensas hasta el siglo xvi (cf. Smith, 1986c y 1997), aunque sin duda los cronistas alfonsíes se nutrieron de las leyendas cardeñeneses sobre las postrimerías del Cid (aspecto acentuado en Cr Cast y su descendencia).274 A mi juicio, su intento de armonizar esa información con los datos procedentes del Cantar es el responsable de los desajustes que detecta Catalán [2001:271-277] en la parte correspondiente a las cortes de Toledo y las lides de Carrión, y no una pretendida refundición épica. Así pues, en lugar de suponer la existencia de una enorme laguna cidiana en el texto original alfonsí, cabe más bien que para el final de la biografía del Campeador existiesen dos borradores, uno que armonizaba básicamente el Cantar con HR y otro, quizá que se trataba de un auténtico poema estrófico, del estilo del cejel, lo que no es el caso. Más recientemente, la edición y análisis desde planteamientos dialectológicos actuales realizados por Corriente [1987] demuestra que el texto está en árabe andalusí básicamente estándar, y no en «árabe macarrónico», como, pese a citar este trabajo, sostiene aún Catalán [2001:257]. 273 Según Catalán [2001:257-258], «Al relatar el cerco y conquista de Valencia siguiendo a Ibn ‘Alqama, el monje caradignense sólo parece haberse inmiscuido retraduciendo a un árabe macarrónico los versos de al-Waqqas‡ ı̄ citados por la traducción romance que utilizaba». Sin embargo, como se ha visto en la nota anterior, ese texto está realmente en árabe andalusí, lo que presupone un tipo de elaboración muy distinto del imaginado por Catalán y mucho más propio del taller toledano alfonsí. Nótese, por otro lado, que al menos en un par de puntos el texto árabe de la elegía es el correcto, frente al castellano (Nykl, 1940: 16, Montaner, 2001b:97), lo que obliga a replantearse su carácter de retraducción. Lo más probable es que (como postuló ya Morata, 1941:368) estemos ante un eslabón de la cadena árabe clásico > (judeo)árabe andalusí > romance, que sin duda fue la habitual en la traducción de textos árabes en los talleres alfonsíes (cf. Corriente, 2000). 274 En opinión de Smith [1976:525-527 y 1997:427 y 431-432] la estoria del Cid fue elaborada por los monjes de Cardeña c. 1270 y entregada a Alfonso X con ocasión de su visita a Burgos (y quizá al propio monasterio) en 1272, momento en que el monarca habría ordenado adecentar la tumba del Campeador y componer el epitafio latino que rodea la cubierta de su sarcófago. La hipótesis es inviable para la estoria, que depende claramente de los materiales alfonsíes, pero podría quizá aceptarse para la entrega de un cuaderno con los materiales de la Leyenda de Cardeña, aunque parece más probable que éstos no se incorporasen a la estoria hasta su redacción sanchina. cccxxii prólogo más primitivo (puesto que aún no adoptaba la configuración analística) que combinaba el poema con el relato de Ibn al-Farag&. El primer borrador citado sería el empleado por la Versión crítica, y el segundo, el usado como base, junto con la Leyenda de Cardeña, para la biografía cidiana incorporada a la Versión sanchina, mientras que la falta de fusión de ambos se debería a la espinosa cuestión del cerco de Aledo, de acuerdo con lo planteado por Catalán [2002]. En suma, puede conjeturarse que la laguna cidiana del ms. E2 responde a un problema específico del mismo o, más bien, de su modelo,275 y no a la existencia de una redacción enteramente diferenciada de la estoria del Cid, denominación que no haría alusión a una obra exenta, sino simplemente a la materia tratada, a la historia objeto de la narración, según sucede en otros pasajes cronísticos.276 Quedando, pues, prácticamente descartado el empleo de una refundición del Cantar por parte de las crónicas alfonsíes, queda por determinar la relación que la versión empleada por éstas guarda con el resto de la tradición textual del poema. En general, la crítica ha venido considerando que el texto del ejemplar alfonsí era sustancialmente idéntico al conservado, quizá dependiente de la misma copia de 1207 que sirvió de modelo al códice del siglo xiv. Uno de los principales argumentos en pro de esa cercanía textual era que incluso las dos lagunas o huecos textuales correspondientes a las dos hojas internas que faltan en el códice único (entre los ff. 47-48 y 69-70) parecían darse también en aquel manuscrito (Powell, 1983:101-102; Smith, 1987:881; Bayo, 2002:28-30). Sin embargo, esta aparente coincidencia seguramente no es tal. Como ha demostrado Hook [2005:105-106] para el caso de la laguna correspondiente a la batalla contra Bucar (entre los vv. 2337-2336), la embajada del general almorávide al Cid que narra la Versión crítica (= CVR, p. 238b) constituye un paralelo de la que le envía el conde de Barcelona (vv. 975-985), lo que queda subrayado por al275 No estará de más recordar, como advertencia metodológica no siempre tenida en cuenta, que el copista de un manuscrito de lectura y no de trabajo, sobre todo si se trata de un códice de lujo (como E2), no es un redactor y si bien puede introducir pequeñas modificaciones aquí y allá, su labor es básicamente reproductora y bastante mecánica. 276 Véase Montaner [2005c:344], cf. Chalon [1976:223]. Lo mismo se deduce de los ejemplos reunidos por Gómez Redondo [2000], aunque su interpretación vaya por otros derroteros. historia del texto cccxxiii gunas significativas coincidencias léxicas (aunque con inversión de interlocutores): «Del conde don Remont venido l’es mensaje» ≈ «Ellos en esto fablando, enbió el rey Bucar dezir al Cid...» «—Digades al conde non lo tenga a mal, / de lo so non lievo nada, déxem’ ir en paz» ≈ «que·l’ dexase Valencia e se fuese en paz»; «Respuso el conde: —¡Esto non será verdad! / ¡Lo de antes e de agora todo·m’ lo pechará» ≈ «El Cid dixo a aquél que truxiera el mensaje: —Id dezir a Bucar, a aquel fi de enemiga, que antes d’estos tres días le daré yo lo qu’él demanda». Por otro lado, el paralelo establecido por Peukes [2001] entre lo que sucede en la segunda laguna y el legendario episodio en que el rey de León le pide a Fernán González el azor cuyo precio dará ocasión a la independencia de Castilla, aunque no tenga el alcance que pretende dicho crítico, refuerza también el origen épico del correspondiente pasaje cronístico. Es pues, casi seguro que, para ambas lagunas del códice único, la versión prosificada remonta efectivamente al texto épico, por más que en los dos casos los cronistas hayan efectuado retoques propios de su manera de tratar las fuentes (notas 2337䡩 y 3507䡩). No obstante, aun anulándose este argumento y más allá de la identidad última que postula la innegable cercanía de las versiones poética e historiográfica, la prueba de que ambas remontan a un arquetipo común la proporcionan los errores comunes que comparten, apuntados por Catalán [2001:442, n. 15], aumentados por Montaner [2005b:148-149] y que aún pueden ampliarse. Siguiendo el orden de los versos del Cantar, son los siguientes (para más detalles, véanse las notas correspondientes del aparato crítico): 491: 508: 545: 551: los testimonios coinciden en omitir la posible palabra en rima. el texto cronístico (PCG, p. 525b), aunque parafrástico, se basa claramente en una lección como la del ms., «al rey», en lugar de el rey, como pide el sentido. la lección del ms., Torancio, donde la rima exige Toranz, se corresponde con las que traen los mss. de la Versión crítica (Taraçion J : Tarançio XNK : Tarancon SG : Tarançon L : Taranço: ÑFBC) y los de la sanchina (Taraçon E2 : Trayçion F). la lección «alfania» del ms. en lugar de Alfama, corresponde a las que traen tanto la Versión crítica, «Alfania», como la sanchina, «Alffauia» (E2 : Alfama F; cf. Dyer, 1995:180). cccxxiv prólogo 571, 585, 625, 632, 773 y 842: los testimonios coinciden en ofrecer Teruel por lo que exige el contexto, Terrer (topónimo conservado en el v. 860 del ms.; cf. Smith, 1987:883-884 y Dyer 1995:182). 708: los testimonios coinciden en leer «acorredes» donde la rima exige acorrades, lo que constituye una lecio facilior sintáctica favorecida por la creación de un leonino con el verbo avedes situado en la cesura.277 952 y 1089: los testimonios coinciden en leer Huesca donde el contexto exige leer Huesa (cf. Smith, 1987:883-884). 1029: los testimonios traen de consuno «comer» en lugar del yantar que pide el asonante. 1160, 1165, 1727: las crónicas comparten «las deformaciones sufridas por el topónimo Cullera ..., las cuales reflejan la misma ultracorrección fonética que el Gujera» del códice único (Catalán, 2001:442, n. 15). 1666-1666b y 3135-3135b: ambas parejas de versos (o su equivalente prosificado) aparecen fundidas, con pérdida de un hemistiquio, posiblemente el primero del v. 1666 y el segundo del v. 3135. 3004: la Versión crítica muestra la misma inversión de hemistiquios que el códice único, con alteración de la rima. En cuanto a lecturas divergentes, las crónicas ofrecen variantes preferibles en diversos pasajes, aunque de ello no se puede deducir nada sobre la existencia de una copia intermedia entre el modelo de 1207 y el códice único, puesto que los yerros pueden atribuirse sin problemas a este último. Las principales son las siguientes:278 277 Bayo [2001:84] defiende la lección del ms. basándose en esta coincidencia y en el hecho de que, en su opinión, la enmienda en acorrades es agramatical, pues «la lucha está a punto de empezar, por lo tanto la acción es vista por el hablante como un hecho objetivo. Esto ciertamente requiere que aparezca el indicativo, no el subjuntivo, que denota una condición hipotética y se reserva para sucesos más contingentes». La primera razón sólo indica que ambos testimonios remontan a un modelo común con esa lección, no que ésta sea correcta, mientras que la segunda exige admitir rimas ‘imperfectas’, además de desentenderse de la laxitud de la consecutio temporum en el Cantar, en virtud de la fluctuación de tiempos y modos verbales, uno de cuyos condicionantes es, justamente, la satisfacción del asonante, como se ha visto en el § 3. 278 Véanse las respectivas notas del aparato crítico. A esta lista cabría añadir algunos posibles versos conservados por las crónicas y omitidos por el manus- historia del texto cccxxv 82-83: la Versión crítica y el ms. F proporcionan (levemente retocado) el complemento directo de trayo, omitido por el copista y suplido indebidamente por el corrector (Montaner, 1994a:691). 394-395: las crónicas transmiten el orden correcto de estos versos, exigido por el sentido. 465, 516 y 1009: las crónicas traen el verbo en singular, frente al plural del ms. 699: las crónicas traen pendones, preferible, por el sentido, al peones del ms. 837: la Versión sanchina y el códice S de CVR traen «fincó allí», permitiendo suplir «finco ý», necesario para el sentido, pero omitido por el ms. (cf. Dyer, 1995:182). 936: las crónicas traen Alcañiz en lugar de Alcanz del ms. 965: las crónicas traen amistad en lugar de enemistad del ms. 1012: las crónicas traen tienda en lugar de tierra del ms. 1028: las crónicas traen «Comed, conde», en lugar del «Comed, conde don Remont» del ms., que hace el verso hipermétrico. 1083: la Versión sanchina se basa sobre un texto que tenía pagar y no legar, como trae el ms., estragando el sentido. 1475: la Versión crítica trae Fronchales en lugar del frontael del ms. 1493: la Versión sanchina lee bien Arbuxuelo, en lugar del Arbuxedo del ms. (retocado, quizá sobre la forma original, como en el caso de Terrer / Teruel en los versos 585 y 860). 1952: la Versión crítica trae «a rey e a señor» frente al «rey de tierra» del ms. 2216: la Versión crítica trae «vos dé» (que permite restaurar dévos), frente al «dém’» del ms. 2687: la Versión crítica apoya el singular que pide el sentido. 3395-3396: la Versión crítica trae «el uno del infante de Navarra y otro del infante de Aragón», que es lo que exige el sentido, en lugar de la lectura del ms. «el uno es ifante de Navarra e el otro ifante de Aragón». 3633: la Versión sanchina ofrece un posible mejor segundo hemistiquio. crito, pero se trata de casos muy discutibles (compárense las notas 1615▫, 2124b▫ y 3290▫). cccxxvi prólogo En sentido contrario, las mejores lecturas del ms. conservado tampoco ofrecen prueba concluyente de que el texto alfonsí se base en una copia distinta del arquetipo de 1207, puesto que en general las alteraciones pueden atribuirse a la labor de los prosificadores o de los copistas de los testimonios cronísticos. El único caso en que una divergencia de este tipo parece proceder de una varia lectio poética es en el verso 1120, «si en estas tierras quisiéremos durar», cuyo verbo en rima es sustituido por morar en la Versión crítica. Para Dyer [1995:186] se trata de lecciones adiáforas, con la posibilidad de que la lección cronística provenga de una variante poética. En realidad, la segunda constituye una obvia lectio facilior, de modo que, de proceder realmente del ejemplar poético alfonsí, indicaría que éste era una copia intermedia y no directamente el arquetipo de 1207, puesto que no ha pasado al códice conservado. Sin embargo, la alteración podría deberse también a los prosificadores, de modo que no hay absoluta certeza al respecto. A la luz de todo lo anterior, la filiación de los testimonios directos e indirectos del Cantar que hoy resulta más segura es la que refleja el siguiente stemma: historia del texto cccxxvii manuscrito de per abbat (1207) Copia o prosificación alfonsí (c. 1270) Versión primitiva (texto unificado hasta el cerco de Aledo) Borrador compilatorio A (Cantar + HR) Borrador compilatorio B (Cantar + Ibn al-Farag&) Estoria del Cid (Borrador B + Leyenda de Cardeña) Versión crítica (1282-1284) Versión sanchima (1289) redacción amplificada (ms. E2) redacción concisa (ms. F y Ocampiana) Crónica de Castilla (c. 1300) códice único (c. 1320-1330) Apógrafo de Ulibarri (1596) Traducción Gallega Crónica particular del Cid (1512) Crónica de  cccxxviii prólogo síntesis y repercusiones textuales En el actual estado de nuestros conocimientos, y aun siendo consciente de que las etapas más antiguas están especialmente sujetas a revisión, puede plantearse la siguiente historia textual del Cantar: 1) Hacia 1200 se elabora el cantar de gesta (quizá de forma memorística) según los moldes temáticos y formales de la épica, con una unidad de composición garantizada por la coherencia interna, estilística y argumental. Dado que los elementos temáticoestructurales no han sido alterados en la transmisión (salvo por las lagunas del códice único, cuyo contenido, no obstante, puede suplirse por las prosificaciones cronísticas), queda el problema de la adecuada conservación de los aspectos formales. Éstos consisten básicamente en el empleo de un sistema métrico tónico-anisosilábico, basado en la agrupación de tiradas monorrimas, y en el de un sistema formular empleado de forma no mecánica. Todo ello queda suficientemente claro en el testimonio conservado como para poder deducirse sin problemas cuáles eran los mecanismos originales de funcionamiento interno del poema y, por lo tanto, para usarlos como criterio de edición. 2) Entre c. 1200 y 1207 se produce seguramente una transmisión oral memorística, que mantiene una fidelidad general al texto primitivo, pero introduce cierta tendencia a primar las variantes más frecuentes del sistema formular, en detrimento de la asonancia heredada y, en consecuencia, a realizar ciertos reajustes para acomodar las rimas (reordenación de hemistiquios, cambio de fórmulas, alteración de la palabra final de verso). Quizá algunos dísticos en frontera de tirada correspondan a esta etapa. Desde el punto de vista lingüístico, podrían reflejar esta fase (pero sin excluir, a la luz del ejemplo de quemblo < que me lo en PCG, p. 33b, que estuviesen ya en su modelo) ciertos fenómenos fonotácticos: nimbla < ni me la, yollo < yo te lo e incluso (aunque esto puede deberse igualmente al dictado interior del copista) la ausencia gráfica de determinadas partículas, por haplología con la vocal inicial de la palabra siguiente, como «[á] a Xerica» (v. 1327), «[e] espedirse» (v. 2159), «[e] enseñarlas» (v. 2245). 3) Posiblemente poco antes de mayo 1207 se realiza una reportatio o puesta por escrito a partir de una ejecución juglaresca, aunque no necesariamente un copia al dictado, seguramente en historia del texto cccxxix tablillas de cera. No se han detectado distorsiones que puedan atribuirse con claridad a esta fase y no a la anterior, aunque es posible que algunos desajustes tengan que ver con las condiciones de recitado para la copia. Quizá podrían tratarse de lectiones faciliores favorecidas por equivalencia acústica las erróneas sustituciones de Huesa y Terrer por Huesca y Teruel, si bien la forma original de la segunda ha dejado huellas en el códice único (notas 585▫ y 860▫). 4) En mayo de 1207 Per Abbat realiza el mundum o copia en limpio, fechada y firmada, de la conscriptio realizada durante la reportatio y cuyos datos de producción conocemos por la subscriptio copiata incorporada al códice único. Se trataría seguramente de un ejemplar relativamente cuidado, en cuanto a su ejecución caligráfica, con disposición esticomítica o en bandera, a verso por línea. Es bastante probable que algunos versos se saltasen en el proceso de copia y se supliesen en el margen. Este modelo encabeza la serie escrita de los ejemplares conocidos directa o indirectamente y actúa como arquetipo de todos ellos, según demuestran los errores conjuntivos compartidos por sus descendientes. 5) En torno a 1270 el códice de 1207 es empleado por el taller historiográfico alfonsí, bien directamente, bien a través de una copia intermedia, que, en todo caso, no presentaba las lagunas del códice único. Este ejemplar sirvió de base para la prosificación empleada en el texto unificado de la «cuarta parte» de la Versión primitiva de la Estoria de España y en dos borradores distintos de la sección comprendida entre el sitio de Aledo y la muerte del Cid. Uno de ellos, que utilizaba el Cantar combinado con HR, fue empleado en la Versión crítica (1282-1284); el otro, que armonizaba el poema con la historia árabe de Ibn al-Farag&, en la elaboración de la estoria del Cid incorporada a la Versión sanchina (c. 1289) y posiblemente para hacer una versión más fiel del inicio del Cantar, en la redacción de Cr Cast. (c. 1300; véase la nota a䡩). La posibilidad de que se emplease una copia del arquetipo de 1207 y no este mismo viene favorecida por la presencia de algunas variantes peores que las del códice único, pero las alteraciones que implica toda transmisión indirecta impiden tener absoluta certeza al respecto. 6) Hacia 1320-1330 y más bien al final del decenio, se elabora el códice único a partir del manuscrito de 1207, seguramente por encargo del monasterio de Cardeña y quizá, por préstamo, cccxxx prólogo en su propio scriptorium. Seguramente se debe a este copista la marcada reducción de la apócope extrema, que, según el análisis de Franchini [2004:326-330], no corresponde a la que cabría esperar del arquetipo de 1207, sino que se sitúa en los niveles propios de la cuarta década del siglo xiii, lo que, por otra parte, revela cierto conservadurismo por parte del copista, manifestado igualmente en el mantenimiento de ciertos arcaísmos gráficos, aunque también presente una tendencia de sentido contrario a la modernización en casos como el uso de h- con el verbo (h)aver, señalado por Rodríguez Molina [en prensa]. También parece propia de esta fase la tendencia al leonino (aunque algún ejemplo, como se ha visto, remonta sin duda al arquetipo) y al dístico (reforzada a veces por el ‘primer corrector’) o cierta propensión a fundir dos versos, con la pérdida del segundo hemistiquio. Otros yerros habituales de copia presentes en el códice único (en especial las haplografías y duplografías) resultan, en general, imposibles de adscribir a un eslabón concreto de la cadena de transmisión, salvo en los pocos casos en que las crónicas permiten detectarlo. En todo caso, éstos son los menos graves (salvo cruces puntuales), porque suelen ser de etiología clara y de sencillo tratamiento, sin plantear las dudas sobre el funcionamiento real del sistema interno del texto a que pueden dar lugar alguno de los fenómenos anteriores. A la vista de estas vicisitudes, cabría dudar de la capacidad del editor moderno para deshacer el camino andado hasta llegar al códice único y ofrecer el texto más cercano al producido en torno a 1200, que es el que, por estar situado en sus coordenadas socioculturales originales, nos permite entender en términos históricos la génesis y la constitución del Cantar y el único que explica su contexto tanto como éste lo explica a él. Diversos autores se han opuesto a esta posibilidad, en unos casos por una cuestión de principio, debido a sus teorías sobre la vida literaria de la épica: «En la concepción tradicionalista del texto, el que una parte haya podido ser añadida en el proceso de transmisión es tan importante como la redacción original. No analizamos el Cantar como obra de autor, sino como resultado de un proceso de transmisión» (Marcos Marín, 1997:464); en otros, más bien por una cuestión coyuntural, al considerar las herramientas de la crítica textual insuficientes en este caso, como Sánchez-Prieto [2002a:61 y 92]: historia del texto cccxxxi El desconocimiento del proceso por el que surgió el Cantar ha condicionado la valoración del testimonio único. En general se admite que ... la edición debe enmendar aquellas deturpaciones que saltan a la vista, con lo que supuestamente[,] remontaríamos al arquetipo representado por la copia de Per Abat, ante la imposibilidad de remontarnos al texto del autor. Como ha reconocido la crítica, es posible que el Poema viviera oralmente y sólo a fines del s. xii o principios del s. xiii se pusiera por escrito. Visto así, reconstruir el estadio oral genuino parece no sólo tarea imposible, sino inapropiada, pues si fuera posible en unos versos, en otros sólo podríamos dar lecturas del arquetipo, lo que daría lugar a un texto espurio, y que en verdad nunca existió ... Donde resulta casi imposible en la práctica distinguir entre original y arquetipo es en casos de fase oral previa a la formulación escrita, como el del Poema de Mio Cid, en que el editor parece condenado a consagrar errores arquetípicos respecto de esa fase oral y a aceptar variantes «redaccionales» (intencionales) introducidas con ocasión de la plasmación por escrito (otra vez copia y original, transmisión y génesis como dos caras de la misma moneda). Frente al pirronismo de estas posturas, el análisis anterior deja suficientemente claro que el texto primitivo no es irrecuperable y que las alteraciones posteriores del texto poético están bastante localizadas y no son muy numerosas, de modo que no llegan a transformar su sistema interno en uno nuevo que, debido a su entidad propia, tuviera sentido conservar. Por el contrario, tal y como se ha visto, la conservación de dicho sistema se da en tal proporción que justamente permite aislar con seguridad casi todos los pasajes deturpados (es decir, los que atentan contra los principios de funcionamiento interno de la obra), adscribirlos con bastante fiabilidad a uno u otro estadio de su transmisión e incluso tratarlos adecuadamente en la inmensa mayoría de los casos. En ese sentido, la postura de Marcos Marín responde a la visión de la transmisión tradicional como una colaboración armónica de voluntades que da lugar a una obra de autoría colectiva, presupuesto que los hechos se encargan casi siempre de desmentir, como ejemplifica el romancero (véase Montaner, 1989). En efecto, la tradicionalidad de un texto (oral o escrita) favorece su apropiación colectiva, pero desde el punto de vista de la transmisión eso sólo significa que habrá más facilidad para que algún poeta (juglar o clérigo, letrado o lego, pero alguien con competencia activa en la composición literaria) refunda el texto. El resto de quienes lo transmitan (y un cantar de gesta de casi cuatro mil versos no va de cccxxxii prólogo boca en boca como una seguidilla o un romance) son meros profesionales de la ejecución oral y no harán sino repetirlo fielmente, salvo contadas variantes, las cuales, en su mayor parte, son indistinguibles de las que introduce el copista de una obra no tradicional. En este sentido, y como ya expresamos en Montaner y Montaner [1998], no se encuentran bases epistemológicas ni históricas suficientes para primar, en el estudio de las obras medievales, la continuidad sobre la diversidad o la colectivización sobre la individuación. De ahí se desprende que no hay razón de peso para no trascender el horizonte del testimonio para alcanzar el de la obra, salvo que estemos en el caso de una refundición (es decir, de una obra nueva, ya no reductible a la que le sirve de base) y aun en tal circunstancia, podría en ocasiones intentar reconstruirse la fase anterior, aunque no sea propiamente como edición, sino como ensayo de historia literaria. Por otro lado, siempre es legítimo reproducir un testimonio concreto, pero no lo es dar por sentado que ésa es la única opción correcta, ni siquiera (a efectos de la obra transmitida en ese testimonio), la más adecuada. Pero esto nos hace entrar de lleno en los criterios de edición, que exigen sección aparte. 5. LA PRESENTE EDICIÓN planteamiento general La edición aquí ofrecida se basa en el texto transmitido por el citado códice único del Cantar, ms. Vitr. 7-17 de la Biblioteca Nacional de Madrid. Para su transcripción se ha empleado esencialmente la excelente edición facsímil en tetracromía editada por el Ayuntamiento de Burgos (Poema de Mio Cid, 1982), ahora accesible en línea en Bailey [2002]. También se ha tenido en cuenta la edición facsímil en blanco y negro publicada para conmemorar el milenario de Castilla (Poema del Cid, 1946) y su reimpresión por la Dirección General de Archivos y Bibliotecas (Poema de Mio Cid, 1961), de la que ofrecen un facsímil electrónico Sanz y Ochoa [1998]. Estas ediciones son, en general, menos útiles que el facsímil en color, pero a veces permiten acceder a un estado del códice menos deteriorado por la acción degenerativa de los reactivos aplicados sobre su superficie. Además, he podido revisar di- la presente edición cccxxxiii rectamente sobre el manuscrito los pasajes más alterados o conflictivos. Dicho examen se llevó a cabo en tres ocasiones (los días 2 y 31 de julio de 1992 y 20 de abril de 1993), empleando una lámpara de Wood (luz ultravioleta), una cámara de reflectografía infrarroja y un vídeo-microscopio de superficie. Este último aparato ha sido el de mayor utilidad, especialmente al poder tratar la grabación con él obtenida en el laboratorio de imagen de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Zaragoza.279 Esto me ha permitido corroborar en general y corregir, en algunos pocos casos, la lectura hecha por M. Pidal [1911:907-1016] en su excelente edición paleográfica, de consulta inevitable ante el deterioro de varias zonas del códice. También he tenido en cuenta el estudio paleográfico y la transcripción semi-paleográfica de Ruiz Asencio [1982 y 2001], así como las paleográficas de Kirby [1992], Waltman [1999] y Riaño y Gutiérrez [1998]. En cuanto al texto transmitido por el códice único, se ha procurado distinguir entre la obra del copista original y las diversas correcciones o modificaciones que ciertos lectores del Cantar (empezando por su mismo amanuense, en dos momentos diferentes) hicieron en el manuscrito, desde el mismo siglo xiv en que fue realizado hasta el siglo xvii (véase arriba, § 4). Dado que tales intervenciones son mayoritariamente conjeturales, se ha dado la prioridad a la mano original, debiendo decidirse la aceptación de todas las actuaciones a partir del análisis de cada pasaje afectado, actitud que parecía extrañar a Orduna [1997:13-14 y 32], pero que es la única coherente con el análisis paleográfico y ecdótico del códice único. Siempre que se ha admitido una lectura que podía adscribirse con certeza a alguien diferente del copista original se ha hecho notar en el aparato crítico. Igualmente, se han consignado en él algunas intervenciones secundarias no adoptadas en el texto, pero que han generado problemas de interpretación, o bien que daban idea de las sucesivas manipulaciones que el códice ha experimentado. En este sentido, el aparato aspira a dar cuenta sólo de un elenco de los problemas puramente paleográficos del manuscrito, debiendo re279 Véase Montaner [1994b]. Una selección de las imágenes así grabadas y tratadas se encuentra en el vídeo de Rico y Montaner [1993]. Dicha grabación está en tiempo real; sin embargo, resulta algo rápida para el ojo no acostumbrado, a la hora de reconocer los caracteres. Por ello, es recomendable congelar a veces la imagen, lo cual resulta especialmente efectivo inmediatamente después de desaparecer las sobreimpresiones que delimitan las letras afectadas. cccxxxiv prólogo currirse para más detalles a las ediciones facsímiles precitadas y a la paleográfica de M. Pidal [1911]. En cuanto al texto aquí presentado, no constituye una edición paleográfica, sino regularizada (por cuanto unifica el sistema ortográfico, a partir de criterios fonológicos) y crítica (ya que aspira a ofrecer un texto mejor que el transmitido por el códice único, merced a las técnicas de la crítica textual). Sobre este último aspecto, he de consignar que, aun con las reservas debidas (véase Montaner, 2001a y 2005b:147-151), he tenido muy en cuenta la tradición textual indirecta representada por las prosificaciones cronísticas del Cantar, cuya utilidad han vuelto a postular Armistead [1984, 1987 y 1989], Orduna [1997] y Catalán [2001:441]. En todo caso, he procurado extraer las lecciones oportunas de la importante labor editorial realizada desde 1972 y cuyas líneas generales plasman Smith [1986 y 1992a], Michael [1994] y Orduna [1997 y 2001], con comentarios interesantes , aunque no siempre atendibles. criterios de regularización ortográfica Dada la orientación general de la colección Biblioteca Clásica y el modo de transmisión del códice (una copia posterior en poco más de un siglo a su modelo) resulta innecesario atenerse de un modo servil a la disposición y grafías del manuscrito, que pueden estudiarse en las ediciones facsímiles o en las transcripciones paleográficas ya indicadas. Sin embargo, esto no supone adoptar medidas arbitrarias ni modernizar sin más la ortografía, lo que atentaría contra la constitución misma del texto como obra medieval. Por ello, se ha adoptado una ortografía conforme con el sistema fonológico del castellano medieval, basada en la manera de representarlo conocida como alfonsí, difundida en el siglo xiii, que permite conservar todos los rasgos distintivos sin mantener grafías ociosas o demasiado extrañas para el lector actual. Se han seguido por lo tanto los siguientes criterios (con los cuales coinciden en lo sustancial los propuestos ahora por Sánchez-Prieto, 1998a): a, b, d, e, f, m, o, p, t, x, z Se mantienen como en el manuscrito, salvo en el caso de duplicaciones gráficas asistemáticas y carentes de valor fonológico; así, ffanez, Alffonsso, yffantes, off ‘ovo’ (por ejemplo, entre otros, vv. 14, 32, 269 y 3320, respectivamente) se transcriben Fáñez, Alfonso, ifantes, of. Se mantienen, sin em- la presente edición cccxxxv bargo, por ser grafías constantes del manuscrito y concordantes con otros textos medievales, commo<quŏm(ŏ)do (vv. 75, 438, 1512, etc.) y abbat<abbā´t(em) (vv. 237, 243, 246, etc.), en los que la geminación es un cultismo gráfico que quizá fuese audible en una pronunciación cuidada. c, ç Se ha regularizado su uso escribiendo c + a, o, u para representar /k/ (velar oclusiva sorda) y c + e, i; ç + a, o, u para /ŝ/ (dorsoalveolar africada sorda), de modo que fuerca, cerçado (vv. 34 y 2293) pasan a ser fuerça, cercado y Çid, çerrada (vv. 6 y 39) se convierten en Cid, cerrada. c, ch Se emplea c con valor de /k/ y ch con valor de /c &/ (palatal africada sorda), por lo tanto incamos (v. 86) se representa como inchamos, y archas, marchos, Techa (vv. 85, 138, 842) como arcas, marcos, Teca. Se mantienen como en el manuscrito, por representar nombres no castellanos y ser, por tanto, de fonética dudosa, Rachel (vv. 89, 97, etc.) y Anrich (vv. 3002, 3037, etc.), probablemente pronunciados [r̄ac&él] o [r̄ag‡ él] y [anr̄ík]; asimismo en Christus [krístus] (vv. 2074, 2477, etc.), por ser forma enteramente latina, pero no en xp̃o = Cristo ni en sus derivados. g se regulariza como g + a, o, u; gu + e, i para representar /g/ (velar oclusiva o fricativa sonora) y j + a, o, u; g + e, i para /z /& (palatal fricativa o africada sonora). Así, gerra, plogiere (vv. 865 y 1047) pasan a guerra, ploguiere, y consego, Guadalfagara, guego (vv. 85, 518, 2307) a consejo, Guadalfajara, juego. No se han regularizado, en cambio, los dobletes mensaje ≈ mensage o coger ≈ acojer, pues no afectan a la pronunciación. h Se mantiene cuando corresponde al uso actual y sólo se suple ante el diptongo ue en posición inicial. Como excepción se mantiene el grupo ph, en lugar de sustituirlo por ƒ, por aparecer una sola vez en un nombre problemático: Elpha (v. 2695). En cambio, se omite en el grupo th, que, aunque en posición final podría reflejar [d 8], [d̄ 8], [q] o [t] (archifonema /D/), aparece de manera asistemática; por tanto, Calatayuth, corth (vv. 626 y 1263) se transcriben Calatayut, cort. Se omite también la h en la grafía cultista ihe (que alterna con ie) y en otras grafías no vigentes hoy: Iheronimo, hacomendamos, trahe, hya (vv. 1546, 2628 y 1068) pasan a ser Jerónimo, acomendamos, trae, ya.280 280 Nótese que en hya, hyo y casos similares, el grupo hy sugiere una pronunciación semiconsonántica [j], frente a la consonántica moderna [y] o [ŷ]. Para una cccxxxvi prólogo i, j, y Se emplea i para representar la vocal /i/, incluidos sus alófonos [j] e [iª ] en los diptongos, salvo donde actualmente se ha adoptado y (comprendido [y], cuya pertinencia como fonema independiente en la Edad Media no es segura), excepto en el caso de las formas del auxiliar aver en el condicional analítico: ía, ies, ie, iemos, iedes, ien, para facilitar su identificación. Por su parte, j representa siempre la consonante /z /& . Así pues, cuydado, yr, adurmjo, pagar se ya della, myedo, fer lo yen, sjn (vv. 6, 269, 405, 495, 1079, 1250 y 1968) se transcriben como ir, cuidado, adurmió, pagarse ía d’ella, miedo, ferlo ien, sin, mientras que aiudaremos, iazer (vv. 143 y 393) como ayudaremos, yazer, y oios, iura (vv. 1 y 120) como ojos, jura. Por las mismas razones aducidas para los casos de Rachel y Anrich, se mantienen la i del nombre vasconavarro Oiarra (vv. 3394, 3417 y 3422), pues no hay seguridad sobre una posible pronunciación [oyár̄a], [os‡ár̄a] u [oc á& r̄a] (véase la nota 3394䡩), y la y del topónimo Deyna por Denia (véase la nota 1161▫). l, ll Se distribuyen l para /l/ (líquida alveolar lateral) y ll para /l /§ (líquida palatal lateral). En consecuencia, çiello, Tolledo (vv. 1942 y 2963) pasan a cielo, Toledo y lorando, vassalo, falir (vv. 1, 20 y 2224) a llorando, vassallo, fallir. A este respecto, se ha de notar que el copista emplea el grafema ll de forma escasa e inconsistente, y nunca en posición inicial. Por otro lado, recuérdese que la forma medieval era levar, sin la palatalización analógica del moderno llevar, inducida por las formas diptongadas, como lievo (v. 978), lieva (v. 582), lievan (v. 1817), lieves (v. 2903) o lieven (v. 93). n, ñ Como es normal en los manuscritos medievales, la ñ propiamente dicha no existe y es representada por nn (de lo que es abreviatura la ñ del manuscrito). En este caso, se emplea sistemáticamente n para /n/ (nasal alveolar sonora) y ñ para /n§/ (nasal palatal sonora), eliminándose la geminación gráfica cuando no equivale a ñ. Por tanto, bueña, lennas (vv. 60 y 113) se escriben buena, llenas, y cañados, ffanez, adelinnando (vv. 3, 14 y 2237), cañados, Fáñez, adeliñando. Respecto de n, se ha de notar que sustituye a m ante b y alterna con ella ante p (Campeador ≈ Canpeador), grafías que se conservan en la edición. q Se mantiene en los grupos que, qui y se sustituye por c en el grupo qua [kwa]: quando, quatro (vv. 125 y 260) pasan a ser cuanreconsideración del problema del valor fonético del grafema y y del posible valor fonemático de /y/ en la Edad Media, véase Penny [1988]. la presente edición cccxxxvii do, cuatro. Cabe la duda de si nunqua<nŭnquam se pronunciaba [núNkwa] o [núNka]. Corominas y Pascual [1980:IV, 232b] consideran muy improbable la primera opción, pero dado que en el manuscrito del Cantar el grupo qu representa siempre [kw] y nunca la simple [k], he optado por regularizarlo en nuncua, pronunciación posible a la luz de su etimología. r, rr, R Se ajustan a su distribución actual, rr para /r̄/ (líquida alveolar vibrante múltiple) en posición intervocálica y r para /r/ (líquida alveolar vibrante simple) y también para /r̄/ en posición inicial o tras l, n. De este modo, Rayar, coRal, rritad, coredor, sonrrisos (vv. 231, 244, 1189, 1968 y 3184) se transcriben rayar, corral, ritad, corredor, sonrisós’. s, ss La s posee tres alógrafos, como se ha visto en el § 4, la ese baja (s), que aparece sólo en posición final y como inicial mayúscula; la ese alta (R), que se emplea en posición inicial (como minúscula) y medial, rara vez final, y la ese volada (s), utilizada como medio de economía gráfica y para subsanar olvidos; los tres se transcriben igual. En cuanto a la geminación, sólo se mantiene ss en posición intervocálica, donde representa /s/ (apicoalveolar fricativa sorda), frente a s en igual posición, donde es grafía de /z/ (apicoalveolar fricativa sonora). Por consiguiente, ssea, sseñor, menssaie, falsso (vv. 135, 2930, 1188, 3387) se transcriben sea, señor, mensaje, falso. Aunque seguramente se pronunciaba [es-], se ha mantenido la ese líquida en formas como Spirital, spidiés (vv. 1102 y 1252). u, v Se ha regularizado su uso empleando u para la vocal /u/ y v para la consonante /v/ (bilabial o labiodental fricativa sonora), opuesta en la Edad Media a /b/ (bilabial oclusiva sonora). Por tanto, avn, vrgullosos, veste (vv. 1553, 1938 y 2345) pasan a aun, urgullosos, hueste; entraua, uianda (vv. 15 y 63) a entrava, vianda, y huuyar, vujas (vv. 1208 y 3319) a huviar, uviás. Abreviaturas. Las resuelvo sin indicación ninguna. Sólo se han de notar los casos siguientes: la abreviación de nasal por tilde, salvo en com̃o (v. 75) = commo (que es lo usual en la Edad Media, aunque también está documentado conmo), se desarrolla siempre con n, de forma que grãdes, biẽ, cõpaña, cõplida (vv. 6, 7, 16 y 278) se transcriben grandes, bien, conpaña, conplida. El signo  se resuelve siempre en con, así pª, de (vv. 62 y 972) se editan conpra, conde. El signo de er, re se mantiene siempre con esa vocal, salvo en los casos de tr̄ra y muḡr, en los que se transcribe tierra y mugier, de cccxxxviii prólogo acuerdo con la forma plena que ofrece el texto. Por lo tanto, v̄tudes, h̄edades, p̄son (vv. 48, 115 y 1009) se transcriben vertudes, heredades, presón. Las abreviaturas sc̄ y x» se desarrollan sin los grupos cultos: sant y crist (no sanct y christ), en el primer caso porque el manuscrito omite la -c- cuando escribe entera la palabra, y en el segundo por coherencia con el uso de c y ch ya definido; por tanto sc̄os, x» anos (vv. 94 y 107) se editan santos, cristianos, aunque, por la razón ya aducida, xp̄s (vv. 1933, 2074, etc.) se resuelve Christus. El signo tironiano (†) se transcribe siempre e, incluso ante esta misma vocal, por ser la forma plena que aparece en el manuscrito (salvo en los vv. 1412 y 2087), de modo que † estaua los catando, † vços sin cañados (vv. 2 y 3) pasan a ser e estávalos catando, e uços sin cañados. Omisión y adición superflua de la tilde. El manuscrito es bastante inconsistente en el uso del signo de abreviación de nasal (˜ ). Sólo se ha mantenido esa irregularidad en el caso de non (escrito también nõ) y no, por tratarse probablemente de dos alomorfos (no en mera distribución complementaria, sino en competencia, ganada por el segundo). Cuando la tilde aparece ociosamente, se ha eliminado sin más: ỹnoios, õnor, cuem̃o (vv. 53, 1905 y 2668) se transcriben inojos, onor, cuemo, y lo mismo se ha hecho en casos de palatalización posible pero insegura, como laño (996), transcrito llano. Por contra, cuando la abreviatura de nasal falta y es necesaria, se ha procedido a su inserción: etr°, Atolinez, meguados, copeço, mietre, ded, lipios (vv. 32, 102, 134, 1201, 1623, 2134, 3354) se corrigen en entró, Antolínez, menguados, conpeçó, mientre, dend, linpios (Lidforss, 1895:97-98 reúne todas las ocurrencias de esta omisión, y M. Pidal, 1911:208, las más notables). Éste y los demás casos de ausencia del signo de abreviatura se recogen en un apartado especial, al final del aparato crítico. Números. El manuscrito los representa tanto con palabras como en ‘cuenta castellana’, es decir, números romanos. En el segundo caso, se han transformado las cifras romanas del códice en los numerales correspondientes, tal y como aparecen en el propio texto o, en su defecto, según las formas medievales documentadas por M. Pidal [1911:239-240] y por Craddock [19851]: .vij. = siete (vv. 2249, 2397, etc.), .xx. = veinte (v. 2454), .xxx iiij. = treinta e cuatro (v. 779), .Lx. = sessaenta (vv. 15 y 2118), .Lx.v. = sessaenta e cinco (v. 1419), D.x. = quinientos e diez (v. 790). Separación de palabras y uso del apóstrofo. La división de palabras se ha regularizado según la forma en que hoy se escriben; así, la presente edición cccxxxix fuerte mientre, en grameo, en bia (vv. 1, 13, 2977) pasan a ser fuertemientre, engrameó, enbía; y delas, ala puerta, demi, Aminaya (vv. 19, 32, 205 y 1554) a de las, a la puerta, de mí, a Minaya. Asimismo, los pronombres átonos en posición enclítica se han escrito unidos al verbo del que dependen, aunque fuera el infinitivo de un futuro o condicional analítico, y se ha acentuado en consecuencia, incluso en los casos de apócope vocálica del pronombre, de modo que ouieron la, exien lo uer, conbidar le yen, tornos, quitar gelas mandaua, paros (vv. 11, 16b, 21, 49, 1553 y 2673) se transcriben oviéronla, exiénlo ver, conbidarle ien, tornós’, quitárgelas mandava, parós’. Las formas apocopadas de los pronombres átonos se marcan con un apóstrofo y se mantienen unidas a los verbos en posición enclítica, pero se escriben separadas por punto alto de la palabra en cuya vocal se apoyan, cuando van en posición proclítica. Por tanto, metiol, touos lo, dexem, sonrrisos, metistet (vv. 711, 959, 978, 3184 y 3333) pasan a ser metiól’, tóvos’lo, déxem’, sonrisós’, metístet’, pero nol diessen, una feridal daua, quem semeia, quenlas dexe sacar, de Valencial saco, estot lidiare (vv. 25, 38, 157, 1277, 2800 y 3344) pasan a ser no·l’ diessen, una ferida·l’ dava, que·m’ semeja, que·n’ las dexe sacar, de Valencia·l’ sacó, esto·t’ lidiaré. En todo caso, se mantienen como en el manuscrito los casos de metátesis o epéntesis por fonética sintáctica como tóveldo<tove-te-lo (v. 3322) o nimbla<ni-me-la (v. 3286). También se emplea el apóstrofo para marcar la elisión de una vocal por fonética sintáctica (sin que ello signifique que se pronunciaba), salvo en el caso de las contracciones del, al hoy vigentes y en la apócope de algunos adjetivos, como buen, mal, etc. La palabra afectada se ha mantenido unida a aquella en cuya vocal se apoya. Por tanto del entro su carta, della, todol, sobresto, ques esto (vv. 23, 495, 650, 886 y 2294) se editan d’él entró su carta, d’ella, todo’l, sobr’esto, qué’s esto. El tratamiento dado al pronombre átono en posición proclítica y la elisión vocálica se combinan en casos como gel oso, quem enbia, aiudar le (vv. 768, 1344 y 2960), que se editan ge l’osó, que m’enbía, ayudarl’é. Sólo se ha restituido la vocal elidida en algunas ocasiones de encuentro de a + a, e + e e i + y, en que se trata más bien de una solución gráfica de la sinalefa que de una desaparición propiamente dicha; tales casos se recogen en un apartado especial, al final del aparato crítico. El mismo criterio se ha adoptado para la supresión de una consonante en el encuentro de l + l, n + n, s + s y s + l. cccxl prólogo Acentuación. Las palabras se acentúan adecuando las normas hoy vigentes a la fonética antigua, como ya se ha podido apreciar en los ejemplos que anteceden. Sólo se han de notar los siguientes casos. La acentuación de los verbos con pronombres enclíticos se efectúa siempre como si no hubiese apócope, según se ha dicho. Aunque podría darse también hiato, se ha optado por la acentuación aguda (con diptongo) del imperfecto de indicativo y del condicional en -ié (en este último caso, sólo si es condicional sintético): -ía, -iés, -ié, -iemos, -iedes, -ién; por tanto, se editará exiénlo ver, perderié (vv. 16b y 27), pero conbidarle ien, ferlo ien (vv. 21 y 1250). Se han acentuado algunos monosílabos con fines diacríticos, a fin de diferenciar palabras que la ortografía medieval hace homónimas: así se distinguen las formas de presente de indicativo é, á, só ‘he, ha, soy’ de la conjunción e<et y de las preposiciones a<ad y so<sub; el presente de indicativo dó<dō, ‘doy’, del adverbio de lugar do<de + o (<ŭbi), ‘(de) donde’ (salvo si es interrogativo, ‘dónde’, caso en que también se acentúa); el adverbio ý<ibi, ‘allí’, de la conjunción y; el pronombre ál, ‘lo demás’, de la contracción al<a + el; el adverbio én<ı̆´nde y la preposición en<ı̆n, y las formas tónicas nós, vós ‘nosotros, vosotros’, de las átonas nos, vos ‘nos, os’. Para facilitar la lectura y porque es de cronología dudosa, no se ha adoptado la probable acentuación medieval de vío, veínte, treínta, etc. En cambio, se ha mantenido sin acento mio, pues es seguro que en la Edad Media se pronunciaba diptongado [mjó] y porque posiblemente fuera átono en posición proclítica: mio Cid [mjo ŝíd 8] (nota b°). Mayúsculas y puntuación. El manuscrito emplea las mayúsculas casi exclusivamente como inicial de verso, y la R- como grafema de /r̄/, y tampoco posee signos de puntuación, según se ha visto. En la presente edición se ha regularizado el empleo de las primeras según las pautas actuales, mientras que se ha introducido la puntuación según el sistema actual, pero intentando conciliar sus necesidades con las de un texto que tiende a la yuxtaposición de versos como unidades de sentido, pero sin aislarlos.281 Además se ha marcado con un blanco la cesura, para la determinación de la 281 En todo lo relativo a estas delicadas cuestiones he tenido en cuenta las reflexiones de Roudil [1978] y Morreale [1981], así como las propias indicaciones sobre el ars punctandi de los autores antiguos y medievales, antologadas por Llamas [1999], y el comentario sobre los usos coetáneos de Blecua [1984]. la presente edición cccxli cual se ha atendido más al ritmo que a las pausas sintácticas, de acuerdo con las consideraciones de Restori [1887:11, 137] renovadas por Chiarini [1970:21], pero teniendo en cuenta las tendencias establecidas también por el sistema formular, de acuerdo con las indicaciones de Pellen [1994]. En su caso, una línea de puntos entre corchetes indica la existencia de una laguna (texto faltante del manuscrito e imposible de restituir por otras vías). Así, por ejemplo, los vv. 2298-2299: El Leon q̆ ndo lo vio aååi en vergonco Ante myo çid la cabeça p#mio † el ro‡ro finco se editan de esta forma: El león, cuando lo vio, assí envergonçó, ante mio Cid la cabeça premió e el rostro fincó. Tampoco presenta el manuscrito marcas de división interna, pues, como queda dicho, de las capitales lombardas o casos cuadrados que de vez en cuando aparecen en el texto sólo tres coinciden más o menos con divisiones internas del mismo: la del f. 46v.° con el inicio del cantar tercero, la del f. 49v.° con el final de la tirada 119, y la del f. 67v.° con el paso del estilo directo al indirecto en la tirada 149. Por consiguiente, se ha introducido la numeración de cantares, tiradas y versos, según quedó fijada en la edición de M. Pidal [1911] y ha sido después comúnmente adoptada. A este respecto, se ha de indicar que cuando se han desdoblado dos versos que en el ms. aparecen copiados en la misma línea, ambos reciben el mismo número, pero al segundo se le añade una b (por ejemplo, los vv. 16 y 16b). Por el contrario, cuando se han reunido en un verso lo que el ms. reparte en dos líneas, se le ha asignado al mismo la numeración de ambas (por ejemplo, el v. 3395-3396). enmiendas al texto La tarea editorial aquí abordada pretende trascender el horizonte, imprescindible, pero limitador, del testimonio para aproximarse, en lo posible, al verdadero horizonte de la obra, es decir, del ar- cccxlii prólogo tefacto literario Cantar de mio Cid, contenido en, pero no reducido a lo que ofrece el códice único que, como toda copia manuscrita, presenta cierto nivel de alteración textual o, dicho en otros términos, de desajustes introducidos en el mecanismo interno de la obra, según se ha visto en el § 4. Esta actitud parte de la convicción de que editar no es transcribir (tarea que cumple su función específica), sino interpretar, es decir, intentar entender el texto de una obra, en sus dimensiones tanto sincrónica (su constitución interna) como diacrónica (su génesis y transmisión), y a partir de ello hacérsela accesible al lector (incluido el propio especialista). Por fortuna, en contraste con lo que sucede en otras disciplinas científicas, la labor primordial del filólogo no se desarrolla sólo dentro de su mismo grupo científico; es decir, el resultado de sus investigaciones no se destina únicamente a la difusión interna entre los especialistas, debido a que el público culto demanda del filólogo que le haga partícipe del resultado de su trabajo en forma de ediciones que le faciliten el acceso a sus clásicos, con textos depurados y las aclaraciones que éstos exijan, en forma de notas, glosarios o presentaciones. Para ello, frente a la opción de la fidelidad a un testimonio concreto, deseable e incluso indispensable en determinadas circunstancias,282 se alza la de la legibilidad, que es la de la comprensión de la obra como tal, y a la que 282 Pero, de suyo, no más ‘auténtica’ (en contra de lo que suelen creer los defensores del conservadurismo textual), pues, como bien expresa D’Agostino [1998:59], «‘conservar’ el texto es mera hipótesis tanto como ‘intervenir’ —siempre y cuando haya razones para hacerlo». En este sentido, me parece especialmente desafortunada la apreciación de Michael [2001:140] al considerar que «varias ediciones críticas [recientes del Cantar] demuestran una tendencia preocupante a retroceder a los tradicionales vicios hispánicos de ver más claro que el copista del manuscrito». Lo que dicho autor tilda de ‘vicios hispánicos’ no es sino la puesta en práctica de teorías ecdóticas de difusión internacional (como se podrá apreciar echando un somero vistazo a obras como las de Greetham, 1994; Huygens, 2000, o Bourgain y Vieillard, 2002, mientras que el verdadero retroceso conceptual es negarse a admitir el hecho de que una obra no se reduce al testimonio que la transmite y de que un copista medieval es tan falible como cualquier otro ser humano, con la diferencia respecto del filólogo moderno de que normalmente carecía del aparato teórico que podía ayudarle a ver más allá de su artesanal y a menudo rutinaria tarea (cf. Reynolds y Wilson, 1986), pese a que (según puede apreciarse en Montaner y Montaner, 1998) la mentalidad medieval distinguía perfectamente entre ambos niveles, el de la obra como construcción intelectual plasmada en un determinado texto y el de su testimonio concreto como un avatar de este último. la presente edición cccxliii se atiene tanto la Biblioteca Clásica en su conjunto como la presente edición en particular.283 En el consiguiente paso del plano del testimonio al de la obra, y a la vista de las dificultades que conlleva una restauración lingüística (como la que intentó M. Pidal y aún busca en algunos puntos Marcos Marín), se debe dar la primacía a lo que es elaboración libre del autor (selección léxica y combinación sintáctica), frente a lo que viene condicionado por su sincronía lingüística (fonología y morfología), a no ser que éstas hayan sido claramente alteradas, atentando contra la prosodia del poema. A mi juicio, el adecuado equilibrio entre los principios de anomalía o preservación y de analogía o corrección pasa por desentrañar la organización interna de cada texto y por determinar su propio grado de coherencia. Dicho en términos tradicionales, por averiguar el usus scribendi que rige una obra dada y, en formulación actual, por determinar su nivel de entropía. De este modo estaremos en mejores condiciones de saber si debe primarse en cada caso la búsqueda de la regularidad o el mantenimiento de la singularidad, procedimiento que, en la medida de lo posible, he intentado aplicar en la fijación del texto. En consecuencia, además de la regularización ortográfica, el texto ha sido modificado allí donde existían errores contra la rima, el metro o el sentido, si se contaba con una enmienda suficientemente aceptable. Se han considerado errores contra la rima aquellos en los que la palabra en posición de pausa versal no presentaba la vocal tónica propia del asonante de la tirada en que se inserta, o bien si, respetando el núcleo de la asonancia, ofrecía distinta vocal postónica, cuando ésta era una de las que permiten diferenciar rimas en el Cantar (según el sistema descrito arriba, § 3). En cuanto al metro, y dada la problemática que suscita, sólo pue283 Doy una exposición y justificación detalladas de estos planteamientos en Montaner [1994a, 2000a y 2005b]. Para la discusión ecdótica sobre el Cantar, pueden verse Orduna [1996, 1997 y 2001], Pellen [1994], Marcos Marín [1997], Catalán [2001], Sánchez-Prieto [2002a], partidarios de la intervención (pero con planteamientos no siempre coincidentes en grado o modo), y Martin [1996 y 2000], Bayo [2001], Michael [2001], Lacarra [2002], Bayo y Michael [en prensa], defensores de la conservación (más unánimes en su apego al manuscrito que en justificarlo con un soporte teórico riguroso). Una postura intermedia, con interesantes reflexiones metodológicas, aunque (a mi juicio) no siempre acertada en sus soluciones concretas, mantiene ahora Rodríguez Molina [2004 y en prensa]. cccxliv prólogo den considerarse erróneos con suficiente seguridad aquellos hemistiquios en los que, hechas todas las sinalefas, se superaban las once sílabas, ya que, según se ha visto, esto implica un verso con tres cesuras, incompatible con el sistema prosódico del Cantar. En cuanto al sentido, siguiendo el postulado de que hay que estar por principio a favor del texto transmitido, he procurado siempre hallar explicación para las formas ofrecidas por el manuscrito, pero, en su defecto, he intentado ofrecer un texto inteligible mediante las modificaciones más simples que se pudiera. En todo caso, la aceptación de una enmienda, en cualquiera de los tres planos indicados, sólo se ha efectuado cuando podía deducirse con suficientes garantías del usus scribendi del Cantar, según los criterios probabilísticos y entrópicos expuestos en Montaner [1994a]. Para esta operación me han sido de gran ayuda las concordancias de Oelschläger [1948:60-125] y Waltman [1972], por más que ambas presenten deficiencias (véase Deyermond, 1977:17-18), así como las electrónicas ahora disponibles en Sanz y Ochoa [1998]. Igualmente, me he valido del registro formular de De Chasca [1968] y de los otros estudios sobre el sistema formulario citados antes (§ 3). También me han ayudado los extensos trabajos lexicométricos de Pellen [de 1976 a 1983]. En consecuencia, espero haber ofrecido una restauración textual equilibrada y, sobre todo, coherente con las partes bien conservadas del Cantar. De acuerdo con las normas de la Biblioteca Clásica y su búsqueda de la máxima legibilidad, se ha prescindido de marcas críticas de lección, es decir, de aquellos signos de puntuación que expresan las intervenciones del editor (esencialmente, las adiciones). Por lo tanto, para asegurarse de que un verso se corresponde con lo transmitido por el manuscrito, es preciso confirmarlo en el aparato crítico. Sirvan de muestra los versos 507-509: Comidios myo çid el q# en bue# ora fue nado Al Rey alfonååo q# legarien åus compañas, Q#l buåcarie mal cõ todas åus meånadas Aquí hay un error contra la rima en el verso 507 y otro contra el sentido en el verso 508 (véanse las notas correspondientes del aparato crítico). El texto corregido se edita, sin marcas especiales, de este modo: la presente edición cccxlv Comidiós’ mio Cid, el que en buen ora cinxo espada, el rey Alfonso, que llegarién sus compañas, que·l’ buscarié mal con todas sus mesnadas. La razón de todas las enmiendas adoptadas y la especificación de las lecciones originales del códice único se recogen en el aparato crítico. Éste no pretende ser una discusión de todas las propuestas de corrección que se han hecho al texto del Cantar ni, con mayor motivo, de las distintas soluciones de puntuación, cesura u ortografía adoptadas por los editores y que no afectan a la integridad de aquél (para lo cual puede verse el detallado aparato crítico de Michael, 1976:313-386). La pretensión esencial es justificar el texto adoptado, especialmente allí donde se aparta del manuscrito único o donde, pese a estar éste deturpado, no se ha enmendado su lectura. Igualmente, se han tratado en detalle los casos en que se podía argumentar a favor del texto transmitido, frente a lo alegado por otros editores. Tan sólo en algunos casos en que las circunstancias lo aconsejaban, se ha ampliado este criterio. El texto del aparato, incluidas las propuestas de otros editores, se rige por las mismas normas de regularización ortográfica ya expuestas, salvo cuando la explicación exigía el uso de la transcripción paleográfica. Para aligerar las referencias, tanto en el aparato crítico como en las notas complementarias se prescinde de dar fecha (y también página, si el dato está en nota ad loc.) en el caso de los siguientes editores: Sánchez [1779], Hinard [1858], Janer [1864], Vollmöller [1879], Bello [1881], Restori [1890], Lidforss [1895], Huntington [1903], M. Pidal [1911 y 1913], Lang [1926], Kuhn [1954], Smith [1972], Michael [1975], Garci-Gómez [1977], Horrent [1982], Ruiz Asencio [1982], Bustos [1983], Lacarra [1983a y 2002], Enríquez [1984], Cátedra y Morros [1985], Marcos Marín [1985 y 1997], Such y Hodgkinson [1987], Rodríguez Puértolas [1996], Martin [1996], Riaño y Gutiérrez [1998], Bailey [2002], Victorio [2002] y Viña Liste [2006].284 En el caso de las dobles ediciones de M. Pidal, Lacarra y Marcos Marín, especifico la fecha cuando divergen entre sí. Se han empleado, además, las siguientes abreviaturas: 284 No he tenido especialmente en cuenta en las notas las ediciones de Girón y Escribano [1995] y Galván [2002] por tratarse en lo fundamental de adaptaciones de Montaner [1993a], cosa que al menos la segunda reconoce honradamente (p. 45). cccxlvi prólogo manuscriptus (texto y correcciones hechas al hilo de la escritura por el copista original). ms.’ manuscriptus post correctionem (modificaciones introducidas en la primera revisión del copista original, hechas con una letra más cursiva y tinta más oscura). corr. corrector (modificaciones introducidas en la segunda revisión del copista original, hechas con una letra de módulo menor y tinta anaranjada). illig. illigator (texto suplido por el primer encuadernador tras desvirar el códice, en el mismo siglo xiv). al. alia manus ‘otra mano’ (distinta de las anteriormente identificadas). add. addidit ‘añadió’ (físicamente, al texto del manuscrito). em. emendavit ‘enmendó’ (seguido de un nombre propio) o emendavi ‘enmendé’ (si no le sigue ningún nombre). suppl. supplevit ‘suplió’ o supplevi ‘suplí’ (en los mismos casos que em.) om. omittit ‘omitió’. secl. secludit ‘excluyó’. ms. Se incluyen en un apartado especial, al final del aparato crítico, aquellas correcciones al texto cuya obviedad hace, a mi juicio, innecesaria su discusión, tanto las erratas propiamente dichas como los casos previstos al tratar de la ortografía. observaciones sobre las notas Como en todos los volúmenes de la Biblioteca Clásica, el texto va provisto de unas notas dispuestas a pie de página, que pretenden aclarar de forma inmediata las dificultades que pueden impedir a un lector actual la lectura fluida del Cantar. Para la elaboración de tales notas me han resultado de gran utilidad las ediciones comentadas preexistentes, así como las versiones al español moderno de Reyes [1919], Salinas [1926], Cela [1957-1959], Hernández Alonso [1982] y Marcos Marín [1985 y 1997], al igual que las traducciones francesas de Horrent [1982] y Martin [1996 y 2005] e inglesas de Blackburn [1966] y Such y Hodgkinson [1987]. Este conjunto de aclaraciones se completa con un apartado de notas complementarias. En él se aduce la justificación de la interpretación dada, pero sólo cuando no quedó suficientemente establecida en el indispensable estudio gramatical y léxico de M. Pidal la presente edición cccxlvii [1911]. Además, se amplían en nota todos los aspectos que exigen un tratamiento detallado para tener una idea más precisa de a qué se refería el poeta. Igualmente, las cuestiones de interpretación literaria y todas las discusiones críticas se desarrollan en las notas complementarias. A ellas se remite desde las notas a pie de página con un circulito volado ( 䡩 ). Cuando, excepcionalmente, la aclaración se refiere a un problema textual, se remite al aparato crítico mediante un cuadrado volado ( ▫ ). En las notas complementarias, la remisión a la bibliografía crítica se hace por el sistema de autor y fecha, indicándose, si es preciso, las páginas u otra unidad de referencia oportuna, señalada entonces mediante la abreviatura correspondiente (por ejemplo, el número del documento en las colecciones diplomáticas). En cambio, las obras literarias se citan por el nombre de su autor, si lo tuviere, y el título (a veces en forma abreviada), seguido de la indicación de versos, o de otras divisiones internas de la obra que no varíen con cada edición. Si tales divisiones no existen o son demasiado extensas, se señala en su lugar o además la página. Todos los textos medievales citados han sido regularizados de acuerdo con el sistema antes descrito, mientras que los posteriores a 1500 se han ajustado a la ortografía moderna, según las normas generales de la Biblioteca Clásica. Cuando se describe más de una edición para una obra, quiere decirse que todas ellas se han tenido en cuenta a la hora de citar el texto, lo que puede implicar selecciones personales que no coincidan íntegramente con ninguna de ellas (si bien, por lo general, se han preferido las lecturas más conservadoras, pero indicando a veces entre corchetes variantes de lección o posibles enmiendas). Cuando las ediciones discrepan en la numeración de partes o versos, se dan las distintas referencias separadas por una barra (/), en el mismo orden en el que aparecen citadas en la bibliografía. En el caso especial del Fernán González, en el que ninguna edición coincide con las restantes, doy el número de estrofa según la edición de López Guil [2001], cuya editio maior incluye una útil tabla de correspondencias (p. 129), pero indico también el folio del manuscrito en el que se halla. Cuando una cita textual de una obra antigua o medieval no tiene entrada propia en la bibliografía, entiéndase que procede del autor que ha llamado la atención sobre la misma en relación con el Cantar. Las citas literales de la investigación no publicada en lengua castellana se han vertido a ésta, de acuerdo con las orientaciones de cccxlviii prólogo la colección. Por último, se ha de advertir que todas las referencias de la Biblia se realizan según la edición de la Vulgata consignada en la bibliografía. de la edición de 1993 a la actual La presente edición, como no podía ser menos, retoma en muy buena parte lo hecho en Montaner [1993a], pero ha sido sometida a una revisión bastante detallada, que afecta a todos los planos descritos anteriormente, desde la propia fijación del texto hasta el presente prólogo, pasando por los dos niveles de anotación. Las modificaciones introducidas aspiran a actualizar el texto en todos los aspectos en los que la aparición de nuevos datos o la revisión de los existentes aconsejaba modificar los planteamientos o las decisiones de antaño. Se ha procurado, por lo tanto, incorporar el conjunto de las novedades de la investigación cidiana y, en general, medievalista, de los tres últimos lustros, pero sin buscar un grado de exhaustividad bibliográfica parejo al llevado a cabo en el período de redacción original (1989-1993), por razones de tiempo, espacio y planificación editorial. En este sentido, se ha prestado particular atención a las sugerencias y objeciones realizadas en las reseñas de la edición de 1993, de las que han llegado a mi conocimiento las de Higashi [1993], Gárate [1993], Funes [1994 y 1996], Smith [1996a], Morros [1997] y Zaderenko [1998], así como las dedicadas a la editio minor (Montaner, 2000c) por Pattison [2003] y Pérez Daniel [2003]. Por otro lado, la versión que ahora se ofrece al lector pretende ser autónoma y, salvo en algunos puntos del aparato crítico en que resultaba imprescindible, no entra en diálogo con la edición de 1993. Por lo tanto, la exposición se hace en casi todos los casos desde el punto de vista del presente y de las propuestas que hoy parecen preferibles, de modo que quien desee confirmar que un punto dado corresponde con lo expresado entonces, deberá cotejar esta edición con la precedente. Esto puede quizá resultar algo incómodo a algunos estudiosos, a cuya comprensión apelo, puesto que a cambio proporciona un texto mucho más legible al conjunto de los lectores. la presente edición cccxlix tabvla gratvlatoria Al concluir este trabajo, no puedo por menos que dejar constancia de quienes especialmente me han auxiliado en la larga tarea, tanto de la edición primitiva como de la presente versión. En primer lugar, he de manifestar mi agradecimiento a Francisco Rico, que, como director de la Biblioteca Clásica, pero también como maestro y, a la postre, amigo, ha seguido con detenimiento la gestación y la revisión de esta obra, brindando en todo momento su certera guía, proporcionando una buena parte de la desmesurada bibliografía cidiana y realizando las gestiones para que pudiese examinar el códice único del Cantar. Junto a él y aun a riesgo de olvidar a algún nombre, he de mencionar a varios colegas, y sin embargo amigos, que en una u otra fase de esta labor me han enviado separatas y fotocopias, han atendido consultas y ofrecido sugerencias. Respetuosamente apeados de sus tratamientos y por orden del a.b.c., que, como mi gratitud y estima, no hace acepción de personas, son Cristina Álvarez Millán, Samuel G. Armistead, Fernando Baños, Vincent Barletta, Juan Manuel Cacho Blecua, Juan José Carreras, Federico Corriente, Juan Manuel de Prada Samper, Alan Deyermond, Joaquín Gimeno Casalduero, Francisco García Fitz, Rosa Ana García López, George Greenia, John Gornall (†), L. Patrick Harvey, David Hook, Georges Martin, Ian Michael, Bienvenido Morros, Diego Navarro, Germán Orduna (†), José Manuel Pastor, Céline Pegorari, Maurilio Pérez González, Guillermo Redondo, Javier Rodríguez Molina, Antoni Rossell, José Ángel Sánchez Ibáñez, Omar Sanz, Rus Solera, Enrique Serrano, Colin Smith (†) e Irene Zaderenko. En otro capítulo, he de agradecer también la asistencia prestada en su momento por Manuel Sánchez Mariana, antiguo jefe de la Sección de Manuscritos de la Biblioteca Nacional de Madrid; Carmen Garrido, jefe del Servicio Técnico del Museo del Prado de Madrid, y José Luis Rodríguez Rigual, antiguo técnico encargado del laboratorio de vídeo de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Zaragoza. Con su ayuda pude sacar mayor provecho de la inspección directa del códice. Por último, mas no en el postrer lugar, he de consignar el apoyo brindado a este trabajo gracias al Proyecto del Plan Nacional de I+D hum2005-05783: Génesis y evolución de la materia cidiana en cccl prólogo la Edad Media y el Siglo de Oro, del que quien suscribe es investigador principal, y agradecer a los demás integrantes del mismo, Fernando Andú, Francisco Bautista, Alfonso Boix, Ángel Escobar, María Cruz García López, Leonardo Funes, Elisa de Pablo, Miriam Palacios, José Manuel Pedrosa, Jesús Rodríguez Velasco y Gisela Roitman, por su constante auxilium et consilium. Por supuesto, este tributo de gratitud no implica necesariamente el aval de las personas citadas. Si la obra tiene menos defectos, se debe a su intervención; pero los que sin duda quedarán son de la exclusiva responsabilidad del presente editor. alberto montaner