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Rodrigo Díaz el Campeador y el Cid mítico José Manuel Moreno Juste Índice El Rodrigo Díaz de la historia y el mito del Cid..................................... 3 Infancia y juventud................................................................................. 7 Buen vasallo de Alfonso VI.................................................................... 9 Primer destierro....................................................................................... 11 Al servicio de los reyes de Zaragoza....................................................... 16 Segundo destierro.................................................................................... 20 El protectorado de Valencia.................................................................... 21 Ruptura con Alfonso VI.......................................................................... 24 La invasión almorávide........................................................................... 26 Intrigas en Valencia................................................................................. 27 Valencia conquistada............................................................................... 29 Príncipe de Valencia................................................................................ 36 La batalla de Cuarte................................................................................. 37 Dominador de Levante............................................................................. 41 La batalla de Bairén.................................................................................. 43 La muerte de su hijo................................................................................. 44 La conquista de Murviedro....................................................................... 45 Últimos años y muerte.............................................................................. 48 Bibliografía............................................................................................... 53 El Rodrigo Díaz de la historia y el mito del Cid Ya le decía el canónigo a don Quijote (I, XLIX) que «en lo de que hubo Cid no hay duda, ni menos Bernardo del Carpio; pero de que hicieron las hazañas que dicen creo que la hay muy grande». De hecho, hoy se duda de la existencia de Bernardo del Carpio y, aunque no de la del Campeador, sigue en pie la diferencia que hay de sus hechos a lo legendario que con ellos se ha mezclado. En primer lugar su nacimiento. No se sabe a ciencia cierta cuándo fue (lo más que se puede decir es que lo hizo a mediados del siglo XI) Ramón Menéndez Pidal, en La España del Cid [1929:vol. II, 684-685], planteó para el nacimiento de Rodrigo Díaz una horquilla comprendida entre 1041 y 1047. Antonio Ubieto Arteta, en el otro extremo, la situó de 1051 a 1057 en El «Cantar de mio Cid» y algunos problemas históricos [1973:177]. Martínez Diez [1999:32] señala como año más probable 1048, y en todo caso no más tarde de 1050, postura que acepta Peña Pérez [2009:45]. Finalmente, Alberto Montaner Frutos [2011a:260] concluye que lo más seguro es que el Cid naciera entre 1045 y 1049. ni dónde. Pese a que la tradición insiste en que vio la luz en el lugar de Vivar, cerca de Burgos, lo cierto es que no hay fuente documental alguna que confirme ese hecho. No hay ningún documento contemporáneo al Cid que confirme que Rodrigo Díaz naciera en Vivar. Tampoco aparece esta localidad como su lugar de nacimiento en las fuentes del siglo XII (Historia Roderici, Carmen Campidoctoris y el Linaje de Rodrigo Díaz). El texto más antiguo que vincula al Campeador con Vivar, como el solar principal de sus propiedades, y que otorga al héroe el epíteto «el de Bivar», es el Cantar de mio Cid, epopeya compuesta hacia 1200. Véase Fletcher [2007:111], Peña Pérez [2009:46-47] y el artículo en línea de Montaner Frutos, «Ficción y falsificación en el cartulario cidiano», en Carlos Heusch y Georges Martin (dirs.), Cahiers D'études Hispaniques Médiévales: Réécriture et falsification dans l'espagne médiévale, n.° 29, Lyon, ENS (École Normale Supérieure Lettres et Sciences Humaines), 2006, pág. 339. Por otro lado, su nombre fue Rodrigo Díaz, y el sobrenombre a que se hizo acreedor en vida fue el Campeador. Ramón Menéndez Pidal, «Autógrafos inéditos del Cid y de Jimena en dos diplomas de 1098 y 1101», Revista de Filología Española, t. 5 (1918), Madrid, Sucesores de Hernando, 1918. Copia digital: Valladolid, Junta de Castilla y León. Consejería de Cultura y Turismo. Dirección General de Promociones e Instituciones Culturales, 2009-2010. Original en Archivo de la Catedral de Salamanca, caja 43, legajo 2, n.º 72. Menéndez Pidal realiza la transcripción paleográfica en la pág. 11 y ss. del art. cit. Véase también Alberto Montaner Frutos y Ángel Escobar, «El Carmen Campidoctoris y la materia cidiana», en Carmen Campidoctoris o Poema latino del Campeador, Madrid, Sociedad Estatal España Nuevo Milenio, 2001, pág. 73 [lam.] y Alberto Montaner Frutos, «Rodrigo el Campeador como princeps en los siglos XI y XII», e-Spania [en línea], n.º 10 (diciembre de 2010). Puesto en línea el 22 enero de 2011. [=2011b] URL <http://e-spania.revues.org/20201> Consultado el 26 de noviembre de 2011. El texto completo del diploma puede consultarse en línea en la edición de José Luis Martín Martín et al., Documentos de los Archivos Catedralicio y Diocesano de Salamanca (siglos XII-XIII), Salamanca, Universidad, 1977, doc. 1, p. 79-81 Así aparece firmando un documento de 1098 y así le llaman los árabes, en fuentes que se remontan a la vida de Rodrigo: al-Kambiyatur o al-Qambiyatur, María Jesús Viguera Molins, «El Cid en las fuentes árabes», en César Hernández Alonso (coord.), Actas del Congreso Internacional el Cid, Poema e Historia (12-16 de julio de 1999), Ayuntamiento de Burgos, 2000, págs. 55-92. o más exactamente الكنبيطور <alkanbīṭūr> o القنبيطور <alqanbīṭūr>. Alberto Montaner Frutos, «Introducción» al número Rodericus Campidoctor: literatura latina y materia cidiana temprana de e-Spania [en línea], n.º 10, diciembre de 2010. Puesto en línea el 3 de octubre de 2010. Consultado el 21 de agosto de 2014. URL <http://e-spania.revues.org/20040>; DOI 10.4000/e-spania.20040. Otra creencia común es que fue un infanzón castellano, es decir, perteneciente a la más baja nobleza, y que el valor de su brazo lo encumbró, generando en el camino la envidia de la aristocracia castellana y sobre todo leonesa. Esta es, en parte, la imagen que transmite el Cantar de mio Cid, la obra cumbre de la épica española, datada hacia 1200, pero lo cierto es que Rodrigo Díaz el Campeador (pues este fue el nombre por el que fue conocido en vida), perteneció a la alta nobleza magnaticia del séquito real tanto de Fernando I, como de Sancho II y Alfonso VI. El Campeador provenía de uno de los más altos linajes de León tanto por vía materna como paterna; y de su padre heredó un patrimonio considerable, solo al alcance de los grandes señores castellanos. Su abuelo paterno fue Flaín Muñoz, conde de León (es decir, que como sus ancestros ostentaba la tenencia de la ciudad hacia el año 1000); Véase el artículo de Margarita Cecilia Torres Sevilla-Quiñones de León, «El linaje del Cid», en Anales de la Universidad de Alicante. Historia Medieval. n.º 13, 2000-2002, págs. 343-360. su padre, el hijo segundón (y posiblemente ilegítimo) Diego Flaínez, que dominaba extensas propiedades adquiridas por sus servicios en la guerra de Castilla contra el reino de Pamplona en los valles de los ríos Ubierna y Urbel, comarca que, eso sí, incluía la aldea de Vivar. Que Rodrigo Díaz perteneció a la aristocracia castellana además lo ratifica el hecho de que muy joven entró a servir al futuro Sancho II de Castilla. Y una vez muerto el monarca en el cerco de Zamora, es sucedido por Alfonso VI de León y Castilla, con quien el Campeador desempeñó importantes funciones, como la de ser procurador (quizá también juez) en varias causas judiciales, o comisionado ante el rey de la taifa de Sevilla y gran poeta andalusí Almutamid para cobrarle las parias. El árbol genealógico de Rodrigo Díaz, llamado en vida el Campeador, sería este: No tenemos ninguna constancia de que la enemiga contra el Cid provenga de la animadversión hacia Rodrigo Díaz de importantes magnates del séquito real, como García Ordóñez, que podría haber albergado esta malquerencia tras haber sido vencido y capturado por el Campeador en la batalla de Cabra, y mucho menos de la difundidísima Jura de Santa Gadea, mito del siglo XIII que tuvo gran éxito y extendería posteriormente el romancero, pero que no existió. Lo más probable es que el Campeador sufriera la ira regia (una figura jurídica de la época que conllevaba el destierro) porque asoló tierras del protectorado toledano de Alfonso VI y esa acción comprometía gravemente la estrategia del monarca de León y Castilla, que por entonces protegía al reyezuelo al-Qadir, ganándose su confianza, con el plan de ofrecerle posteriormente la taifa de Valencia a cambio de dejarle entrar en Toledo, pues al-Qadir era muy contestado en su reino. En estos momentos Alfonso VI estaba obligado a proteger la taifa de Toledo, sobre todo en su región más oriental, en Cuenca, donde entonces se encontraba al-Qadir refugiado. En esa misma zona Rodrigo Díaz había llevado a cabo una expedición de castigo, pero Alfonso VI cobraba parias de al-Qadir a cambio de su protección. Por esa razón el rey de León y de Castilla no podía permitir que uno de los miembros de su curia regia violara el territorio que el propio rey tenía prescrito defender, máxime cuando comprometía una zona donde estaba en juego la seguridad de al-Qadir, quien debía finalmente ceder al rey leonés su taifa, según los planes establecidos por el rey castellanoleonés. Como vemos por estos ejemplos, la cantidad de materia ficticia que ha ido agregándose a la biografía del Rodrigo Díaz histórico es ingente. Comencemos, pues, a rememorar lo que, según las fuentes más fidedignas, fue la vida del Campeador. Infancia y juventud Rodrigo Díaz (no sabemos si de Vivar) fue un noble castellano que nació hacia 1048 (diversos autores proponen fechas situadas entre 1041 y1054), y en 1058 entró a servir en la corte de Fernando I de León como paje (doncel) del príncipe Sancho. Pero esto no implica, contra una idea muy extendida, que el Cid fuera su alférez, un cargo que en la segunda mitad del siglo XIII está definido en las Partidas de Alfonso X el Sabio como portaestandarte real y jefe del ejército. En los numerosos diplomas que firmó Rodrigo Díaz de este periodo aparece siempre entre la docena de los nobles más destacados del séquito real, pero nunca con el cargo de armiger regis (armígero del rey). Son las fuentes tardías, como el Carmen Campidoctoris (circa 1190), las que le asignan también la condición de caudillo de las tropas del rey. Y hacia 1195 el Linaje de Rodrigo Díaz, escrito en navarroaragonés, le atribuye la «alferizía». Todas estas fuentes siguen la estela de la Historia Roderici (c. 1185), que considera al Cid jefe del ejército real y portaestandarte. En todo caso, aun si aceptáramos que Rodrigo Díaz fue armígero real con Sancho II, todo lo más que se podría considerar es su escudero, es decir, quien se encargaba de cuidar y custodiar las armas de su señor. Pero, como quedó dicho, no consta en la documentación de la época que el Campeador recibiera ese estatus (más aún, parece que Sancho II no nombró ningún armígero) y sería muy extraña esa omisión, sobre todo cuando en los cartularios de su padre Fernando I, y su hermano y sucesor Alfonso VI, sí figuran registrados sus armígeros reales; por ejemplo, Pedro Gundisalvo fue armiger regis de Alfonso VI entre 1078 y 1081. Así pues, todo indica que la fama posterior del Cid hizo que la Historia Roderici, y el Carmen Campidoctoris y Linaje de Rodrigo Díaz, textos que se basan en la biografía latina, desearan a fines del siglo XII difundir la idea de que el Campeador había desempeñado una función relevante en la corte de Sancho II, y de ahí que atribuyeran al ya famoso Rodrigo Díaz, de quien se había iniciado ya su construcción legendaria (como corrobora, por ejemplo, el documento de 1098 de la catedral de Valencia aún en vida o un pasaje del Poema de Almería —c. 1147— que lo encumbra), el cargo de armiger regis o alférez. Tras la muerte del Cid, a comienzos del siglo XII, se percibe que el armiger adquiere también un contenido protocolario. Y no será hasta el segundo cuarto del siglo XII, con Alfonso VII, que el armiger se convierta en signifer o vexillifer (portaestandarte) y alferiz (alférez, o conductor de la mesnada real), con un cambio en la denominación que llevará aparejada una mutación en la sustancia del cargo que conllevará el cometido de llevar el estandarte del rey en la batalla y, lo que es más importante, el mando sobre la guardia personal del rey o militia regis. Pero aún no está asociada en el siglo XII la función de jefe del ejército real, como se describe en las Partidas de Alfonso X el Sabio del siglo XIII, en consonancia con el contenido semántico propiamente dicho de la palabra alférez. Solo con los reinados de Alfonso VIII en Castilla y Alfonso II en Aragón comienza, con las designaciones alférez, mayordomo o senescal, a desarrollarse la alferecía tal y como aparece en el derecho castellano del rey Sabio, y suponga la función militar de caudillo de la hueste regia y la de jefe de la casa real en el ámbito civil, según los casos. Montaner Frutos (2011c:173) Pero volvamos al servicio de Rodrigo en la época del infante Sancho. A comienzos de 1063 el futuro Sancho II acudió a cobrar las parias que al rey Al-Muqtadir de la taifa de Zaragoza, que en ese momento se defendía del intento de Ramiro I de Aragón de tomar Graus para acceder a las fértiles tierras del valle del Ebro, por lo que el infante castellano tenía la obligación contraída a cambio del cobro de estos impuestos anuales de defenderle. En este asedio murió el 8 de mayo de 1063 el rey de Aragón a manos de un soldado bilingüe de la taifa saracustí llamado Sadada, que consiguió, disfrazándose de cristiano, acceder al real aragonés y matar de una lanzada en el rostro a Ramiro I. Según Al-Turtushí (El Tortosí), en su Siray Almuluk ('Lámpara de los reyes'), quien escuchó en la década de 1070 de su época de estudiante en Zaragoza la reciente muerte de Ramiro I de testigos presenciales o muy de primera mano, la batalla se inclinaba a favor de los cristianos cuando al-Muqtadir de Zaragoza confió a Sadada, uno de sus mejores soldados, curtido en las guerras fronterizas y conocedor de la lengua románica, la arriesgada misión de vestirse el casco cónico, entre otras armas usuales en el equipamiento de los cristianos, y pasar al campo aragonés hasta encontrar a Ramiro I para infligirle un lanzazo en el rostro. Seguidamente, él mismo informó a gritos de que habían matado a Ramiro, provocando la desbandada del ejército aragonés. Este relato es digno de credibilidad, no solo por su veracidad, sino porque el Tortosí lo escuchó muy pocos años después del suceso, pues en 1084 emigraba a Oriente. Véase Montaner Frutos [1988a:13-20]. Conociendo que Rodrigo Díaz servía al príncipe Sancho, cabe pensar que formara parte de la campaña de Saraqusta acompañando a su señor; la Historia Roderici cuenta que formó parte de la expedición y estuvo presente en la victoria («lo llevó con su ejército y asistió a su triunfo») y, de nacer en 1048, los catorce o quince años del joven Rodrigo no le habrían supuesto ningún impedimento para ello, conforme a las costumbres de aquella época. Montaner y Escobar [2001:227-229]. A finales de la década de 1060 Rodrigo Díaz intervino activamente en las guerras que enfrentaron a los hijos de Fernando I el Magno —quien había conseguido adquirir el reino de León y el condado de Castilla— Sancho, Alfonso y García. Es ahí donde Rodrigo Díaz comenzó a ganar renombre como combatiente a caballo en batallas campales, las más nobles de cuantas se disputaban en esta época (en contraste con algaradas —incursiones de saqueo—, emboscadas o sitios, que de honroso tenían menos), Montaner y Escobar [2001:68]. y tras los éxitos en las de Llantada (1068) y Golpejera (1072), Sancho II arrebató a su hermano Alfonso VI el reino de León. La fama de Rodrigo como guerrero comenzó a crecer en estas batallas. Mucho más dudoso es el relato de que Rodrigo intentó vengar la muerte de Sancho ante los muros de Zamora persiguiendo al traidor Bellido Dolfos. Si bien Bellido pudo ser un caballero zamorano histórico, Si bien la historiografía reciente consideró a Vellido Adolfo o Bellido Dolfos un personaje legendario, está documentado en 1057 un «Vellit Adulfiz» que podría ser el noble zamorano a quien las crónicas atribuyen el regicidio de Sancho II de Castilla. Cfr. Montaner Frutos [2011: 261-262, y nota 9] las hazañas del Cid que se suelen contar durante el cerco de Zamora están plagadas de literaturización, y nada se sabe de sus hechos concretos. Buen vasallo de Alfonso VI Tras la muerte de Sancho II, el Campeador, lejos de sufrir represalias por parte de su rival y hermano, Alfonso VI de León, gozó de la plena confianza del nuevo monarca, que lo mantuvo como uno de los más destacados magnates de la corte, como muestra el que apareciera constantemente suscribiendo los documentos de la curia real entre los diez o doce aristócratas más señalados de su séquito o curia regia . Además le nombró procurador para dilucidar importantes procesos judiciales, encargó el cobro de las parias a que estaba obligado el célebre rey de la taifa de Sevilla y extraordinario poeta al-Mutamid, y le gestionó un digno enlace matrimonial con la noble Jimena Díaz, emparentada con los reyes de León y la alta nobleza asturiana. Históricamente no parece que hubiera ningún problema en que Alfonso VI heredara los maganates de la curia regia de Sancho II. Es la literatura posterior, con episodios como el de la Jura de Santa Gadea, la que propagó el mito de la enemistad y rencillas entre los dos hermanos, y que esto provocara la desconfianza del nuevo rey hacia los nobles que habían detentado las mayores potestades con Sancho II, representados fundamentalmente por el Cid. Hay que tener en cuenta que la inquina del rey derivada de la maledicencia de envidiosos o mestureros es un motivo folklórico bien conocido en la narrativa popular, con lo que hay muchas probabilidades de que se debiera a la inventiva de los juglares. Tradicionalmente se ha pensado que el destierro del Cid fue causado por el enfrentamiento bélico en Cabra en que se vieron envueltos en 1079 el propio Rodrigo y García Ordoñez, otro de los grandes aristócratas de la corte, y hombre asimismo de confianza del rey, que a la sazón había sido encomendado por las mismas fechas a desempeñar una misión paralela a la del Campeador, la de cobrar parias (también para Alfonso VI), en este caso al rey taifa Abd Allah ibn Buluggin. Justo en ese momento Abd Allah, último zirí de Granada, emprendía una campaña militar contra su vecino Al-Mutamid. La prestación de las parias obligaba a los ejércitos cristianos a defender a los musulmanes y a apoyarlos con sus tropas cuando estos se encontraran en el reino taifa islámico correspondiente. De modo que las mesnadas de García Ordoñez y la de Rodrigo Díaz se vieron necesariamente enfrentadas en la batalla de Cabra. No parece que la ayuda prestada por Rodrigo al rey sevillano fuera entendida por Alfonso VI más que como una de las obligaciones de su vasallo, que protegía con esta acción los impuestos que recaudaba León y Castilla en la taifa más rica del sur de al-Ándalus. Sin embargo, la literatura tiñó este suceso de enconada rivalidad entre el Cid y su rival, y otorgó a los nobles contrarios al héroe del Cantar, encabezados por García Ordóñez, el papel de cizañeros ante el rey, lo que le costaría al Cid la expatriación tras la aplicación al caballero burgalés de la pena de la ira regis (ira regia), prescrita para cuando el monarca perdía la confianza de su vasallo y que podía llegar a conllevar la expropiación de sus bienes inmuebles (en lenguaje de la Edad Media, sus heredades o tierras que tenía en propiedad y heredaban sus descendientes) en casos de traición. Esta interpretación salva, de paso, la integridad moral del rey, que se habría visto engañado por los malos mestureros y conducido por ello a obrar injustamente. Si difícil es saber cuál fue la verdadera causa de que Rodrigo Díaz sufriera el destierro, al menos podemos constatar que la última acción previa a su castigo fue una razia o incursión bélica por tierras de la taifa de Toledo que llevó al Campeador demasiado lejos en su persecución de un contingente andalusí, que se había internado a su vez en una aceifa por la zona de Soria. El Campeador los combatió y persiguió, pero traspasó la frontera castellana y saqueó y vulneró tierras y gentes de la taifa toledana que estaban en ese momento bajo la protección del rey Alfonso. En ese tiempo necesitaba el rey leonés mostrar a su vasallo al-Qadir que ejercía la defensa de la taifa toledana con la mayor firmeza, pues de ganarse la voluntad de este reyezuelo títere dependía en gran medida la posibilidad futura de enviarlo a Valencia a cambio de ser él mismo quien hiciera su entrada en la antigua capital de los godos en 1085, rasgando por el centro el tejido de al-Ándalus, como en acertada metáfora describiría la poesía de Abd Allah al-Assal (muerto en 1094): Andalusíes, preparad vuestras monturas, permanecer aquí es un error. Los vestidos acostumbran a deshilacharse por los extremos, pero al-Ándalus se ha roto comenzando por el centro. A fines de 1080 o 1081, y tras esta algara por Toledo, Rodrigo Díaz tiene que partir del reino con sus vasallos y buscar un nuevo señor al que servir. Inicialmente ofreció sus servicios a los condes de Barcelona Ramón Berenguer II y Berenguer Ramón II el Fratricida (que como su sobrenombre indica no tardaría en asesinar a su hermano para quedarse solo en el gobierno condal), pero no fue aceptado por ellos, por lo que a continuación pidió servir a los reyes islámicos de la taifa de Zaragoza, a quienes el Cid sería fiel por espacio de un lustro. Primer destierro Caído Rodrigo Díaz en la malquerencia de Alfonso VI, el verano de 1081 parte al destierro acompañado de algunas decenas de sus caballeros. La pena no tenía por qué llevar aparejada la pérdida de las posesiones en bienes muebles ni raíces (sus solares y casas patrimoniales), extremo que solo se daba en el siglo XI para castigar traiciones graves al monarca, ni tampoco los hombres a su servicio; aunque sí podría haber perdido con el destierro las «honores» o tenencias encomendadas en usufructo por concesión real. Podría considerarse que la devolución o nueva asignación de las honores o tenencias tras la primera reconciliación con Alfonso VI, basándose en un presunto documento de c. 1086 que reproduce la Historia Roderici, concordaría con esta sanción por la que se le retiraron con el destierro las tenencias que tenía a su cargo. Aunque desde Menéndez Pidal ha venido considerándose este texto como copia de un diploma auténtico, actualmente hay serias dudas de que no sea sino una invención del autor de la biografía latina, debido a sus anacronismos, como la mención de un sello real como señal de autenticación, cuando estos sellos no aparecen en la península ibérica hasta mediados del siglo XII; pese a todo la biografía latina del Campeador podría haberse basado en alguna noticia cierta de concesión de tenencias al Cid. Véanse de Alberto Montaner Frutos, «Ficción y falsificación en el cartulario cidiano», en Carlos Heusch y Georges Martin (dir.), Cahiers D'études Hispaniques Médiévales: Réécriture et falsification dans l'espagne médiévale, n.° 29 (2006), Lyon, ENS (École normale supérieure Lettres et Sciences humaines), págs. 343-346; «Rodrigo el Campeador como princeps en los siglos XI y XII», e-Spania [en línea], n.º 10, (diciembre de 2010), cfr. esp. apdo. 55 y ss. y «La Historia Roderici y el archivo cidiano: cuestiones filológicas, diplomáticas, jurídicas e historiográficas», e-Legal History Review, 12, 2011, págs. 22-25. Así pues, esta imagen de Manuel Machado («Castilla», Alma, 1902) bien podría describir el escenario de su expatriación: El ciego sol, la sed y la fatiga. Por la terrible estepa castellana, al destierro, con doce de los suyos -polvo, sudor y hierro- , el Cid cabalga. Pero no tanto el que aparece en el Cantar de mio Cid, donde se dibuja al héroe llorando silenciosamente al contemplar, mirando atrás, sus casas expropiadas, las puertas de sus casas sin candados abiertas (pues ha sido deposeído y nada se debe vedar a la inspección regia), los valiosos azores de caza adultos ausentes de las perchas donde solían posar, alcándaras ya sin las ricas vestimentas que en ellas colgaron. Tampoco debió encontrar posadas cerradas para él y los suyos, ni gentes atemorizadas por prohibición real expresa de ayudar al Cid, ni esa dulce niña de nueve años que a su vista se apresta para decirle (vv. 41-49): ¡Ya Campeador, en buen hora çinxiestes espada! El rey lo ha vedado, anoch d’él entró su carta con gran recabdo et fuertemientre sellada. Non vos osariemos abrir nin coger por nada, si non, perderiemos los haberes y las casas e demás los ojos de las caras. Çid, en nuestro mal vos non ganades nada, ¡mas el Criador vos vala con todas sus vertudes (Cantar de mio Cid, vv. 41-49) [sanctas! ¡Ah, Campeador, en hora buena ceñisteis la espada! El rey lo ha prohibido, anoche llegó su carta, con grandes medidas de seguridad y autentificada. No os osaríamos abrir ni acoger por nada, si no, perderíamos los haberes y las casas. y además, los ojos de las caras Cid, en nuestro mal, vos no ganáis nada, ¡mas Dios os valga, con todas sus virtudes santas! Es muy probable que la realidad histórica fuera opuesta a esta situación. El caballero desterrado, a juzgar por las costumbres legales de la época, debía ser ayudado por la población, alimentando a su mesnada, algo consustancial al privilegiado estamento militar. Se garantizaría su protección hasta que abandonara el reino y se daría un plazo prudencial para hacerlo. Solo en casos de alta traición o reincidencia en graves delitos el rey ordenaría condiciones más vejatorias para el noble desterrado. A partir del siglo XIII las leyes (Fuero Viejo –compilación de la primera mitad del siglo XIII de leyes castellanas que datan en su mayor parte de fines del siglo XII– y Las Partidas –reinado de Alfonso X el Sabio, 1252-1284–) sí registrarán mayor dureza en el castigo para quien sufra la ira regia. Es, pues, un status quo que ya se observa en el Cantar, pero que no tiene por qué reflejar el mundo del Rodrigo Díaz histórico. Una vez rechazado por los condes de Barcelona, Rodrigo se dirige a la taifa de Zaragoza donde es agasajado por el poderoso al-Muqtadir, conquistador de Denia y constructor de La Aljafería, cuyas lujosas salas sin duda el noble castellano llegará a conocer bien. El Campeador se presentaba con la aureola de excelente guerrero para dirigir el ejército zaragozano. Pero al poco de ponerse al servicio del más grande de los reyes hudíes de Saraqusta, el rey musulmán perdió sus facultades y hubo de ser sucedido por sus hijos, pues había testado el reparto de su reino. A al-Mutamán, gran matemático descubridor del teorema de Ceva (en su Libro de la perfección y de las apariciones ópticas), correspondió Zaragoza; su hermano al-Mundir al-Hayib Imad al-Dawla recibió Lérida, Tortosa y Denia. Inmediatamente se produjo el enfrentamiento fratricida con el que ambos hermanos trataban de unificar el reino de su padre al-Muqtadir, y al-Mutamán contó para esta guerra con los servicios de Rodrigo Díaz. En 1082 el belicoso rey leridano se alió con el rey de Aragón, Sancho Ramírez, y con el conde de Barcelona, Berenguer Ramón II el Fratricida, mientras su hermano Ramón Berenguer II Cap d'Estopes —Cabeza de Estopa— quedaba al cuidado de los dominios de ambos en Barcelona. Tras una serie de escaramuzas en la comarca de La Litera, se entabló la batalla de Almenar en la que Rodrigo Díaz derrotó a la coalición enemiga obteniendo una victoria decisiva ante un ejército que le aventajaba en número, y capturando al mismísimo conde de Barcelona, por cuyo rescate de seguro cobraría un importante monto. Rodrigo fue recibido por los saracustíes con grandes honores, y quizá jaleado a la voz de sīdī (en dialecto hispanoárabe 'mi señor'), que en lengua romance daría «mio Cid». El prestigio que le proporcionó esta gran victoria lo convertiría en el jefe militar del ejército zaragozano, función que desempeñará hasta abandonar la taifa de Saraqusta en 1086. Como magnífica muestra de la recreación mítica del personaje, he aquí el poema Castilla de Manuel Machado completo: CASTILLA El ciego sol se estrella en las duras aristas de las armas, llaga de luz los petos y espaldares y flamea en las puntas de las lanzas. El ciego sol, la sed y la fatiga. Por la terrible estepa castellana, al destierro, con doce de los suyos, —polvo, sudor y hierro— el Cid cabalga. Cerrado está el mesón a piedra y lodo... Nadie responde. Al pomo de la espada y al cuento de las picas, el postigo va a ceder... ¡Quema el sol, el aire abrasa! A los terribles golpes, de eco ronco, una voz pura, de plata y de cristal, responde... Hay una niña muy débil y muy blanca, en el umbral. Es toda ojos azules; y en los ojos, lágrimas. Oro pálido nimba su carita curiosa y asustada. «¡Buen Cid! Pasad... El rey nos dará muerte, arruinará la casa y sembrará de sal el pobre campo que mi padre trabaja... Idos. El cielo os colme de venturas... En nuestro mal, ioh Cid!, no ganáis nada». Calla la niña y llora sin gemido... Un sollozo infantil cruza la escuadra de feroces guerreros, y una voz inflexible grita: «¡En marcha!» El ciego sol, la sed y la fatiga. Por la terrible estepa castellana, al destierro, con doce de los suyos —polvo, sudor y hierro—, el Cid cabalga. Manuel Machado, Alma, 1902 Interior del Palacio de la Aljafería de Zaragoza. Al servicio de los reyes musulmanes de Zaragoza Tras obtener para al-Mutamán la victoria de Almenar sobre su hermano el monarca de la taifa de Lérida, Rodrigo, sería la principal baza defensiva del este reino islámico. En 1082, una vez finalizada esta campaña que había asegurado la frontera oriental (fortificadas Monzón, Tamarite de Litera, Escarpe y Almenar), el Campeador refuerza las defensas de Tudela, por entonces una de las ciudades más importantes de la taifa de Zaragoza. Allí le sorprende la noticia de que su anterior señor, el rey de León Alfonso VI, ha estado a punto de perecer no lejos de allí, en el valle del Jalón, en una emboscada planeada por el alcaide del inexpugnable castillo de Rueda, refugio y prisión tradicional de los derrotados de las dinastías reales zaragozanas tuyibíes y, ahora, hudíes. Varios grandes magnates de Castilla, León, y Navarra habían muerto en una trampa. Rápidamente el Cid marcha al encuentro de su antiguo rey para informarse sobre el asunto. Y aquí es conveniente aclarar que el rey en la época de Rodrigo Díaz no era su señor natural, como repite el Cantar, pues el concepto de rey natural se consolida en el siglo XIII —esto es, que todo súbdito tiene por rey al de la tierra donde ha nacido, y no exclusivamente de quien es vasallo mediante vínculos feudales, como sucede en el siglo XI—, y su primera aparición es posterior a la muerte del Cid. Así lo señala Francisco Bautista [2007:177] a partir de la documentación aportada por A. Montaner en su edición del Cantar de mio Cid [2007:428-433]. Véase también ahora en la reciente edición de Montaner Frutos de 2011 la nota complementaria al verso 895 [Montaner, 2011a:772-777]. El alcaide de Rueda al-Bufalaq o Albofalac (como registran las fuentes cristianas) había sido convencido por el destronado tío de al-Mutamán, al-Muzzafar de Lérida —que desde que fue desposeído de su reino por su hermano al-Muqtadir penaba encarcelado—, de que podrían obtener la ayuda de Alfonso VI a cambio de cederle el mítico castillo del Jalón. Con la ayuda del ejército del emperador castellano-leonés al-Muzzafar recuperaría un reino en Zaragoza y el alcaide de Rueda podría ser su valí u otro cargo de primer orden. Convencido Alfonso VI, se internó en la taifa de Saraqusta, pero en ese momento muere el viejo exmonarca de Lérida y al-Bufalaq cambió de plan, tendiendo una celada al rey de León y de Castilla posiblemente con la esperanza de ofrecer a al-Mutamán la cabeza de uno de los más poderosos enemigos de Zaragoza. Alfonso fue invitado a su castillo. El 6 de enero de 1083 haría pasar a la hueste cristiana por las empinadas y angostas rampas que conducían a la puerta de la medina, para después cerrar rápidamente el portón tras sus espaldas y arrojarles desde las almenas todo tipo de armas mortales. Sin embargo Alfonso VI cautamente quedó en retaguardia y envió delante a una parte de su mesnada. La precaución salvó al rey de León y Castilla, pero no a la vanguardia de sus hombres: allí cayeron los primos del rey, nietos de Sancho III el Grande e infantes de Pamplona, Ramiro y Sancho, padre de Ramiro Sánchez, que casaría hacia 1098 con Cristina Díaz, una de las dos hijas del Cid; también falleció el conde castellano Gonzalo Salvadórez, gobernador de La Bureba; los riojanos Nuño Téllez y Vela Téllez; el señor leonés Vermudo Gutiérrez... La ambición de Alfonso VI de conquistar una infranqueable fortificación en el corazón de la taifa de Zaragoza había acabado en catástrofe. Cuando el Cid llegó a Rueda se habían dispuesto los enterramientos. Gonzalo Salvadórez, también previsor, había hecho testamento pocos meses antes y en él se ordenaba su sepultura en el monasterio de San Salvador de Oña (Burgos); los restos de uno de los infantes navarros, Sancho, que habría sido el futuro suegro del Campeador, fueron trasladados a la abadía de Santa María de Nájera, entonces la capital de La Rioja y territorio pamplonés, para descansar junto a los restos de su padre. Rodrigo Díaz debió de acudir a Rueda para defenderla, pero enterado de todas las circunstancias sin duda acompañaría en este trance a Alfonso VI, y consta que lo escoltó hasta la frontera del reino de Zaragoza. En esas conversaciones es muy probable que el rey de León levantara el destierro al aristócrata castellano, pero no lo podemos saber a ciencia cierta. Lo que sí está claro es que, de habérsele ofrecido volver a Castilla, no lo aceptó el Cid. Regresó con su mesnada para seguir desempeñando el caudillaje de las tropas islámicas de la Saraqusta de Al-Mutamán. El año 1083 Sancho Ramírez de Aragón hostigaba la frontera del reino taifa de Zaragoza. En febrero tomaba Ayerbe y Agüero, amenazando peligrosamente la ciudad de Huesca. En abril, se rendía Graus, cuyos muros habían contemplado hacía veinte años la muerte de su padre, Ramiro I, iniciador de la dinastía regia aragonesa. Al-Mutamán contraatacó ordenando al Cid emprender una aceifa de castigo dirigida desde la fortaleza de Monzón. Sin embargo, la pujanza de Aragón le permitía seguir ampliando sus fronteras al sur. En 1084 caía Arguedas, que solo distaba catorce kilómetros de la populosa Tudela, y Secastilla, estrechando así el cerco cinco kilómetros más al oeste de Graus. En tanto el Cid tenía otra misión: fortificar el castillo de Olocau del Rey, en pleno distrito de Tortosa, desde cuya base de operaciones lanzaba algaras constantes contra Morella que llegaban hasta las puertas mismas de la ciudad asolando campos y saqueando bienes. Todas estas tierras pertenecían al rey al-Mundir de Lérida, que seguía en guerra contra su hermano, el rey de Zaragoza. Al-Mundir decide entonces entrevistarse con Sancho Ramírez para, coaligados, combatir la hueste de Rodrigo Díaz. Llegan a los puertos del Maestrazgo y, en este abrupto terreno, el Campeador les vence con claridad en la batalla de Morella el 14 de agosto de 1084. Tan aplastante es la victoria que persiguió la desbandada enemiga logrando capturar un número importantísimo de nobles aragoneses, navarros, leoneses, gallegos, portugueses y castellanos, lo que muestra que había muchos más magnates que servían a señores ajenos a los de su reino natural. El botín debió ser fabuloso, y las fortunas cobradas por el rescate de estos ricoshombres cristianos, extraordinarias. El Cid había cobrado fama y prestigio tal que el rey de Zaragoza, acompañado de su familia, del príncipe heredero Ahmed al-Musta'in y de numerosos saraqustíes, salieron a recibir la venida del Campeador veinticinco kilómetros ribera abajo del Ebro, en Fuentes de Ebro, donde fue de nuevo jaleado gozosamente por sus logros. Gracias a las victorias del Cid sobre el conde de Barcelona, el rey de Aragón y el rey taifa de Lérida, el segundo semestre de 1084 sería de placentero disfrute en Zaragoza. La corte de al-Mutamán ultimaba los preparativos de una sonada boda: la de su hijo y heredero al-Mustaín II con la hija del rey taifa de Valencia, Abu Bakr. El enlace, preparado con exquisito cuidado por el visir judío Ben Hasday, se celebró en Zaragoza el 26 de enero de 1085 como una cumbre al más alto nivel de todos los reyes taifas de al-Ándalus. El Campeador, adalid de la taifa saracustí, sería uno de los principales invitados. Esta boda debía consolidar el protectorado que Zaragoza ejercía sobre Valencia desde las conquistas de 1076 del gran al-Muqtadir. Pero la suerte fue aciaga: el 4 de junio moría el rey valenciano, sucediéndole su hijo Utmán, y a comienzos de 1086 se producía el deceso de al-Mutamán, el impulsor del matrimonio. Al-Mustaín II fue entronizado rey de Saraqusta. Por su parte, tras entrar triunfalmente en Toledo el 25 de mayo de 1085, Alfonso VI, por medio de la acción de uno de sus mejores capitanes, el sobrino del Cid Álvar Fáñez, colocaba en el trono valenciano al rey de Toledo al-Qadir y arrebataba a Zaragoza el dominio sobre Valencia. En la primavera de 1086 el mismo Alfonso VI sitiaba Zaragoza con la intención de cobrarle parias al rey Al-Mustaín II. El asedio se prolongaba en el verano de este año. La situación empezaba a ser preocupante: si también la capital del valle medio del Ebro caía, el rey de León, de Castilla, de Galicia, de Portugal y de Toledo enseñorearía casi por completo las tierras de España. Y aquí viene el gran interrogante ¿qué hizo Rodrigo? No consta ninguna acción suya en este delicado trance. Debería disponerse a defender Saraqusta, pero no hay ni rastro de su proceder. La tensión se resolvió finalmente debido a que el rey taifa de Sevilla, al-Mutamid, se decidió al fin, tras la decisiva pérdida de Toledo, a solicitar el auxilio de los nuevos defensores de la ortodoxia islámica: los almorávides, que, cruzando el estrecho, avanzaron hacia el norte a través de la taifa de Badajoz. Alfonso VI se apresuró a interceptar a los africanos en Sagrajas, siendo estrepitosamente derrotado el 23 de octubre de 1086. La posición del Cid en Zaragoza era incómoda. Muchos zaragozanos, enfervorizados por la llegada al rescate de al-Ándalus de la nueva ŷihād almorávide, albergarían muchos recelos ante la jefatura del castellano en el ejército musulmán. Por otro lado, y tras la reconciliación de Rodrigo Díaz con Alfonso VI a raíz de la catástrofe de Rueda de Jalón ya referida, el rey castellano-leonés pudo haber hecho al Campeador una oferta irrechazable, porque necesitaba a un líder de valía en su ejército, ahora que se enfrentaba a tan temible enemigo en la figura del emir Yusuf ibn Tasufín. En efecto, tras nueve meses al servicio del rey al-Mustaín II, Rodrigo recibía de Alfonso VI tenencias u honores detraídas en 1081: se le restituían o concedían los alfoces de Iguña (en la cuenca del Besaya), Ibia, Langa de Duero, Dueñas, Ordejón, Briviesca... Lo cierto es que entre el 18 de diciembre de 1086 y el fin de ese año el Cid se encuentra en Toledo con Alfonso VI de León y de Castilla, y regresa a su estatus de magnate en la corte leonesa. Rodrigo Díaz el Campeador despedía así cinco años largos de paladín de los reyes musulmanes zaragocíes, pero no participará en la batalla de Sabrajas. Segundo destierro El primer semestre de 1087 encontramos a Rodrigo confirmando diplomas en la corte real de Alfonso VI, y en verano marcha hacia Valencia con el objeto de apoyar al reyezuelo Al-Qadir, cuyo trono se sostenía a expensas del rey de León, y ahora era hostigado por una coalición de al-Mundir de Lérida, Tortosa y Denia, y Berenguer Ramón II el Fratricida. El Cid, por su parte, buscó la colaboración con sus viejos amigos los reyes hudíes de Zaragoza para marchar juntos a apuntalar el gobierno de al-Qadir. Aunque consiguieron rechazar la coalición leridano-barcelonesa, al-Mundir tomó la imponente fortaleza de Murviedro, hoy Sagunto, para desde allí seguir amenazando la capital del Turia. El Campeador marchó a Castilla para tener consejo con su rey Alfonso y a su vuelta la situación del régulo valenciano era delicada: el Conde de Barcelona sitiaba la ciudad, apoyado por la guarnición leridana de Murviedro. Frente a ella acampó el Cid en Torres y comenzó a negociar con al-Mundir, a quien seguramente pagaría una buena cantidad de dinero (probablemente traída de su reciente entrevista con el poderoso rey Alfonso VI) a cambio de cancelar su alianza con Berenguer Ramón II, privándole de apoyo logístico. Es de pensar que el pacto alcanzado entre Rodrigo y el rey de Lérida llegara a conocimiento del barcelonés y, al verse aislado, negociara con el Cid su retirada a cambio de no ser atacado. Sin duda el catalán recordaría el mal trago pasado de su derrota y cautiverio a manos de Rodrigo en Almenar siete años atrás. Sea como fuere, el Fratricida levantó el cerco sin que Rodrigo lo tuviera que combatir. Cumplida la misión, era el momento de recoger los frutos. La feraz Valencia y su rey, agradecidos, recompensaron generosamente al Cid; así lo hicieron también otros señores del Levante, que pagaban así las tasas del protectorado de Alfonso VI. En tanto que el Cid recorría aquellas tierras, adquiriendo un conocimiento de la zona que sería decisivo en el futuro, Alfonso VI es urgido a defender la posición avanzada que mantenía en Aledo: un promontorio casi inexpugnable, quebradero de cabeza para los andalusíes, quienes llamaron al poderoso emir norteafricano para su reconquista. Así pues, en 1088 Alfonso VI ordena a su vasallo que acuda a reunirse con su mesnada en Villena, para avanzar juntos al socorro del castillo murciano. Pero el encuentro falló. Acampado el Cid en Onteniente, el ejército real le había sobrepasado llegando a Hellín al tiempo que Ibn Tasufín, ante las discordias de los régulos taifas y la enemiga directa del distrito de Murcia (que no aceptaba el dominio integrista almorávide), optaba por la retirada temiendo el ataque castellano-leonés. El caso es que Alfonso VI entendió que Rodrigo había evitado acudir al llamado de su rey, y lo condenó por traición a un segundo destierro con la consiguiente revocación de las honores o tenencias que le habían sido concedidas. Lo común ha sido siempre exculpar al Cid, pensando que tan fiel vasallo (en línea con la idea heroica creada por el Cantar de mio Cid) no podía haber fallado a su señor, y la interpretación tradicional es que el Cid no consiguió saber dónde se encontraba el ejército real. Es una explicación bastante dudosa, pues un ejército como el de León y Castilla en marcha no podía pasar desapercibido, menos para un experto campeador como Rodrigo, acostumbrado a moverse continuamente y con un sentido estratégico de las posiciones de los ejércitos muy bien entrenado. Quizá, como conjetura, las sabrosas parias recibidas de los ricos reyezuelos valencianos eran un botín demasiado apetecible; sus caballeros debían recibir el pago de esta campaña. De hecho, se sabe que, conocida la noticia de la caída en desgracia del Cid, muchos de sus caudillos liquidaron su servicio a Rodrigo y marcharon a sus solares. Fuera una traición de Rodrigo a su rey o un desafortunado malentendido, el Campeador sufrió un segundo destierro cuyas causas (de creer la versión regia) eran bastante infamantes para el noble castellano. Y este nuevo castigo fue oportunamente silenciado por las fuentes más propiamente castellanas que, desde fines del siglo XII, comenzarían a ensalzar la figura legendaria del héroe: la Crónica najerense, la Leyenda de Cardeña, la Estoria de España y su versión de la Crónica de veinte reyes. El protectorado de Valencia El Cid pasó la Navidad de 1088 acampado en Elche, pero pronto tiene noticias de que el tesoro procedente de los impuestos del distrito de Denia, entonces perteneciente al rey al-Mundir de Lérida, se custodiaba en Polop. El Campeador debía mantener a su mesnada, pues ahora no dependía de ningún señor, por lo que asaltó la fortaleza y obtuvo un importante botín que le permitiría continuar sus correrías y mantener a su gente contenta. A comienzos de 1089 Rodrigo reconstruye un castillo en Ondara, probablemente en las estribaciones de la sierra de la Segaría, frente a la ciudad de Denia, con el fin de pasar la Pascua. Al rey de Lérida, ante la imposibilidad de defender estas lejanas posesiones, no le quedó otro remedio que pactar con el Cid su retirada de la región, lo que consiguió, sin duda tras pagarle generosos emolumentos. El Campeador se dirigió entonces a Valencia, donde el débil reyezuelo Al-Qadir, que ya no controlaba las plazas circundantes, ganó también su benevolencia mediante importantes estipendios económicos; tras él, los alcaides de la taifa de Valencia le rindieron asimismo pleitesía en forma de parias. Desde ese momento el Cid había creado, de facto, un protectorado en Valencia. Para asegurar la frontera norte, donde operaba amenazante el rey taifa de Lérida, el Campeador se instala en Burriana. Al-Mundir no podía seguir tolerando la impune actividad del Cid en territorios tan cercanos a sus intereses, por lo que contrató los servicios del conde de Barcelona Ramón Berenguer II el Fratricida, e intentó sumar a la coalición al rey de Aragón Sancho Ramírez y al conde de Urgel, Ermengol V, pero rechazaron la propuesta. Sin embargo, el monarca leridano intentó seguir allegando fuerzas para conseguir una victoria sobre Rodrigo. Obtuvo también un inicial apoyo a la causa de Al-Mustain II, rey de la taifa de Zaragoza, pero tras conocer que Alfonso VI de León rechazaba participar en la empresa, abandonó también la alianza. Entre tanto, el Cid se había desplazado hacia las tierras del interior, a Morella, donde había abundante cosecha y ganados que permitieran sustentar su numerosa hueste. Allí conoció la noticia de la alianza que contra él se preparaba gracias a unos mensajeros del rey de Zaragoza que, posiblemente arrepentido de su primera intención de combatirle y en recuerdo de la antigua amistad y servicios prestados por el Cid a su linaje, quiso avisarle del peligro que se cernía sobre él. Rodrigo respondió a través de los emisarios zaragozanos que no temía nada y que esperaba firme el ataque del conde de Barcelona, ejército mercenario sufragado por Al-Mundir. En un lugar indeterminado entre Monroyo y Morella, el pinar de Tévar, se produjo en verano de 1090 el encuentro bélico que el Cid ganó gracias a su habilidad estratégica y al buen uso del terreno escarpado, a pesar de haber estado muy cerca de la derrota y haber caído del caballo resultando herido. Por segunda vez el Campeador derrotó al poderoso conde de Barcelona y, también de nuevo, lo capturó, obteniendo una gran cantidad de dinero por su rescate. Ruptura con Alfonso VI Tras su victoria sobre Berenguer Ramón II el Fratricida en la batalla de Tévar, el Cid se dirige a Daroca para recuperarse de las heridas y la subsiguiente enfermedad que le aquejó. Allí recibe noticias del deseo del conde de Barcelona de hacer las paces. Rodrigo, tras mostrarse remiso, aceptó hacerlas con la condición de que el barcelonés renunciara a cualquier aspiración a cobrar las parias del reino musulmán de Lérida, Tortosa y Denia, donde a la sazón moría su monarca, Al-Mundir al-Hayib, dejando un heredero tan joven --Sulaymán Sayyid ad-Dawla-- que tuvo que ser tutelado por los Ibn Betir, dos hermanos y un primo que se repartían la regencia de los tres distritos leridanos. En adelante los Ibn Betir pagarían las parias al Cid a cambio de su protección. El protectorado cidiano se extendía así desde Tortosa hasta Denia, usurpando, desde el punto de vista de Alfonso VI de León, el poder recaudatorio que en Levante le cediera años atrás. A fines de 1090, recuperado el Campeador, se establece en Burriana y desde allí comenzó a someter las fortalezas que aún no reconocían su autoridad: Cebolla (actual El Puig) y Liria. Entretanto, el emir almorávide Yusuf ibn Tasufín había cruzado de nuevo el estrecho para deponer a los reyes taifas. Para ello instigó la proclamación de fetuas (decretos emitidos por alfaquíes u otras autoridades religiosas del islam) que declaraban la ilegalidad de las parias y otros impuestos no recogidos en el Corán que en al-Ándalus se cobraban, y denunciaban la actitud colaboracionista con los cristianos de los reyes de taifas. Comenzó por derrocar al rey zirí de Granada Abdalá ibn Buluggin, quien nos dejó un valioso testimonio autobiográfico en sus memorias. Poco después, su hermano mayor Tamim ibn Buluggin, régulo de Málaga, era también destronado. Yusuf ibn Tasufín volvía al Magreb, pero dejaba los ejércitos almorávides al mando de Sir ibn Abu Bakr con la orden de acabar con la espléndida corte de Al-Mutamid y su reino taifa de Sevilla. Tanto el último zirí de Granada como el postrer abadí sevillano compraban su protección a Alfonso VI, que intentó cumplir con las obligaciones de las parias enviando dos ejércitos de socorro a los reyes hispanoárabes. El primero, bajo el mando de Álvar Fáñez, no consiguió reconquistar Sevilla para los andalusíes; para el segundo, a sus órdenes directas, reclamó la ayuda del ejército del Cid con el fin de retomar Granada para reponer en su trono adesterrado a Abdalá ibn Buluggin, que había sido desterrado a Mequinez. El Campeador estaba a punto de culminar con éxito el sitio a Liria (al norte de Valencia) cuando recibió cartas de la esposa de Alfonso VI Constanza de Borgoña que le recomendaban unirse a la hueste del rey, pues la disposición del rey de León era favorable a una reconciliación. El Cid, efectivamente, levantó el asedio y se dirigió a Martos donde esperaba el rey de León y Castilla. Pero pronto surgieron las desavenencias. El Cid no se conformaba con subordinarse a Alfonso y mantenía la actitud de un soberano aliado y no la de un vasallo. Ello acabó por incomodar al monarca, que le afeó su conducta públicamente, quizá reprochándole que se hubiera apropiado de las parias, que el rey de León consideraba de su zona de influencia. Además la expedición fracasó. Ya no había enemigo con el que combatir, pues Ibn Tasufín estaba en Ceuta y había dejado una fuerte guarnición en Granada que, de seguro, impidió toda rebelión mozárabe o hispanoárabe, por lo que el ejército conjunto de Alfonso y Rodrigo no pudo subsistir mucho tiempo sin la colaboración de granadinos opuestos al poder almorávide. Frustrado y de regreso, Alfonso VI tuvo con el Cid un fuerte enfrentamiento personal en Úbeda, a resultas del cual el rey intentó arrestarle, pero Rodrigo consiguió evadirse, con su mesnada, hacia tierras levantinas. Tras analizar los hechos, no puede decirse, en rigor, que el Cid fuera el perfecto y humilde vasallo que nos transmite el Cantar de mio Cid, pero tampoco el mercenario que en él veía el gran arabista holandés Reinhart Dozy (1820-1893), pues Rodrigo podía haber hecho caso omiso a la solicitud de Alfonso cuando, a punto de conquistar Liria a la que tuvo que renunciar por el momento, dominaba el Levante de Tortosa. Nada extraordinario le podía reportar el acudir con sus tropas al llamado del rey de León y, sin embargo, intentó la conciliación. La invasión almorávide El año de 1091 el Imperio Almorávide extendió su dominio por todo el sur de al-Ándalus. Bajo el mando de los generales Sir ibn Abu Bakr y Muhammad ibn Aisa (primo e hijo respectivamente del emir Yusuf ibn Tasufín), el ejército norteafricano conquista, una tras otra, las taifas y plazas fuertes del sur peninsular a excepción de Badajoz (que no caería hasta 1094) y Zaragoza (que se resistiría al dominio almorávide hasta 1110). Tarifa capitula en diciembre de 1090, Córdoba a fines de marzo de 1091, Carmona en mayo, Sevilla (pese al intento de socorro de Álvar Fáñez) es tomada al asalto en septiembre; finalmente, los almorávides rinden Almería y en noviembre sucumbe Murcia. Entretanto, El Cid, regresado a sus dominios levantinos, toma precauciones. Comienza a restaurar la fortaleza de Peña Cadiella, actual Benicadell, y los trabajos son finalizados en octubre. La segunda mitad de ese año la pasa el Campeador recorriendo sus dominios en la zona (Morella, El Puig, Valencia) y afianzando su poder. Sin embargo, a comienzos de 1092 localizamos a Rodrigo Díaz en Zaragoza, trabando alianzas con todos los poderes de la zona, especialmente con su viejo amigo Al-Mustaín II, con quien establece una firme alianza. Todo este año permanece el Cid en la Marca Superior de al-Ándalus, pese a que la amenaza almorávide se cernía sobre Valencia. Ibn Aisa había conquistado en los primeros meses de 1092 la fortaleza de Aledo (que tan cara había sido de mantener por parte de Alfonso VI), Denia y Játiva, situando el poder almorávide a pocos kilómetros de Valencia y disputando con fuerza el señorío cidiano. Por si fuera poco, el mismo Alfonso VI decide en 1092 atacar el protectorado del Cid, probablemente disgustado por la usurpación de su influencia (y de los impuestos) en Levante por parte del que no era, ni mucho menos, un sumiso vasallo. Así, el rey contrata los servicios de la flota de Pisa y Génova, las más poderosas del Mediterráneo en este tiempo, y planea un ataque por mar y tierra contra Valencia. El Cid permanece, no obstante, en Zaragoza. El rey Alfonso acampa en El Puig (entonces llamado Yubaila o Cebolla), un cerro desde el que se preparaba cualquier ataque a la capital del Turia, en espera de la llegada de la armada pisana y genovesa. Pero la flota se retrasaba, y la logística impedía al rey de León y Castilla permanecer por más tiempo allí, por lo que tuvo que regresar a su corte toledana. Para no desaprovechar la presencia de esta fuerza naval, Sancho Ramírez de Aragón y Berenguer Ramón II de Barcelona la utilizaron para un intento, también infructuoso, de tomar Tortosa. Todo quedó, al fin, en nada. Pero El Cid se tomó represalias atacando el reino de Alfonso VI a través de la región de La Rioja, gobernada por el conde García Ordóñez, que atacó con saña: devastó, asoló e incendió toda la zona sin que el conde castellano se atreviera siquiera a hacer frente al Campeador. Tras esta demostración de fuerza, El Cid volvió a su vida regalada en Zaragoza. Intrigas en Valencia Mientras el Campeador permanecía en Zaragoza, la situación en Valencia capital se tornaba cada vez más inestable. La facción proalmorávide de la ciudad crecía desde fines de 1091, estimulada por las conquistas recientes, esperando que el nuevo poder norteafricano podría imponer orden en la agitada y corrupta política de la ciudad, liberando a los musulmanes valencianos de un señorío de facto cristiano y de las alcábalas y otras tasas no sancionadas por la ley islámica, pues las taifas andalusíes recaudaban impuestos que, en una interpretación rigurosa de la saría, o ley islámica, que era la que prometían los almorávides (aunque luego en la práctica no siempre la cumplieran), cuyos alfaquíes y ulemas predicaban contra la relajación que en el cumplimiento de la norma coránica habían caído los andalusíes. El Cid, antes de marchar a Zaragoza, había dejado como administrador y tesorero de confianza al-wazir de Valencia Ibn Al-Farach a cargo de la recaudación de impuestos que el Campeador recibía. Pero al frente de los afectos a la causa almorávide se situó el cadí de la ciudad Ibn Yahhaf, quien aprovechando la ausencia del Cid durante el año de 1092, prometió al general almorávide Ibn Aisa entregarle Alcira y Valencia. Con la situación muy comprometida en Valencia, en octubre, Rodrigo se decidió a volver, pero ya era tarde. Ibn Aisa había mandado un destacamento de jinetes almorávides al mando de Ibn Nasr a Alcira, donde tomaron posesión de la plaza. No tardaron en apostarse a las puertas de Valencia. Mientras tanto, el cadí Ibn Yahhaf había detenido a Ibn al-Farach y, con la ayuda de sus partidarios, entre los que figuraban algunos potentados de la ciudad, como el magistrado Ibn Wayib, y los guerreros almorávides venidos desde Alcira, tomaron al asalto la ciudadela valenciana, de donde tuvo que huir el rey Al-Qadir (disfrazado, al parecer, de mujer y mezclado entre su harén) y toda su corte, entre los que se contaban el obispo nombrado por Alfonso VI, la comunidad mozárabe y otros andalusíes cercanos al Cid. Sin embargo, el que había sido rey de Toledo y de Valencia, siempre protegido por los magnates cristianos, solo logró esconderse en una vivienda cercana a ciertos baños públicos. Allí fue localizado por los sublevados con prontitud. Ibn Yahhaf encargó a un descendiente de Abu Bakr ibn al-Hadidi que ejecutara al monarca y vengara así la muerte de su pariente, que Al-Qadir había ordenado cuando reinaba en Toledo. El joven Banu Hadidi decapitó al soberano, su regia cabeza fue paseada por las calles de Valencia clavada en una pica y su cuerpo arrojado a un muladar, donde un vecino piadoso le dio sepultura sin mortaja, cual si se tratara de un indigente. También fue ajusticiado el ex rey de la taifa de Murcia Abu Abderramán Ibn Tahir, quien había socorrido al monarca de Valencia en una ocasión en que fue sitiado por el rey taifa de Denia. Los fieles al rey supervivientes buscaron refugio en Yubaila/Cebolla, fortaleza gobernada por un mahometano de Albarracín en nombre del señor de la taifa de Alpuente Ibn Qasim. Los exiliados fueron acogidos por el almojarife o tesorero judío del difunto Al-Qadir. Otros se apresuraron a encontrarse con Rodrigo, que ya acudía a Cebolla, para informarle de la revuelta y de la muerte del rey. El Cid había perdido todo su dominio sobre las tierras valencianas a causa del avance almorávide e Ibn Yahhaf, un líder interesado sobre todo en el tesoro que Al-Qadir había escondido en Segorbe y Olocau de Valencia (localidad situada a unos treinta kilómetros de la capital levantina), se había convertido en el nuevo y arrogante príncipe de Valencia. Valencia conquistada A comienzos de noviembre de 1092 el Campeador llega al fin a Cebolla, que era el tradicional punto de partida de todos los asaltos a Valencia. Allí se habían refugiado los partidarios del difunto Al-Qadir y del Cid, pero a la llegada de este, su alcaide no estimó conveniente franquearle la fortaleza, posiblemente por temor a las represalias almorávides; sin embargo, sus partidarios salieron al encuentro del castellano, que acampó a las puertas del castillo e inició su asedio. Rodrigo Díaz había perdido el protectorado levantino y las tasas que recaudaba, con lo que su primera acción fue reclamar al gobernador o cadí de Valencia Ibn Yahhaf (quien regía la ciudad teóricamente en nombre del emir almorávide Yusuf ibn Tashufin) los víveres que tenía almacenados fruto del anterior dominio cidiano, pero el cadí se negó a entregárselos. Entonces exigió a las poblaciones de la zona que le fueran entregadas provisiones para mantener a su mesnada, a lo que accedieron todos temiendo la fuerza bélica del Cid, excepto el alcaide de Murviedro Ibn Luppon, quien estaba aliado con Ibn Razín de Albarracín, que a su vez permitió a Rodrigo Díaz establecer allí un mercado donde abastecerse y vender el botín de sus saqueos. El siguiente paso del Campeador fue organizar razias por los alrededores de Valencia, vitales para la manutención de su ejército, en las que respetaba las cosechas pero rapiñaba ganados, monturas, objetos de valor y capturaba prisioneros que luego vendía como esclavos, como un noble de Alcalá de Chivert (torturado por el Cid según fuentes árabes) por cuyo rescate cobró una gran suma de dinero y las casas de Ayaya de la ciudad en caso de que el Campeador la lograra conquistar. Con ello además amedrentaba a la población y hacía sentir su autoridad, a la que difícilmente podían oponerse los escasos 300 caballeros de que disponía el ejército valenciano de Ibn Yahhaf, contando con jinetes andalusíes y los escasos almorávides que, en teoría, habían tomado posesión del alcázar. En la práctica era Ibn Yahhaf quien tomaba las decisiones, aunque se mantenía viviendo en una residencia particular. Formalmente Valencia era una posesión delegada perteneciente a Yusuf ibn Tasufin, pero en la práctica la situación era bastante compleja ya que diversos poderes pugnaban en ese momento por la rica Valencia. Además, Ibn Yahhaf sufría una fuerte oposición interna tanto por la incomodidad con que los militares almorávides aceptaban de mala gana su poderío efectivo, como por la actividad de las facciones nobiliarias disconformes, encabezadas por la familia de los Banu Wayib, que tenía numerosos partidarios y se apoyaba en la población proalmorávide. Es en esta situación cuando el Campeador ofreció un pacto a Ibn Yahhaf por el que se comprometía a ayudarle a proclamarse príncipe independiente de Valencia a cambio de que expulse al contingente armado almorávide y a los Banu Wayib. El cadí valenciano consultó con su prisionero Ibn Al-Farach, ex wazir del Cid y de Al-Qadir, que le animó a sellar ese acuerdo secreto asegurándole la lealtad del castellano. De este modo Ibn Yahhaf comenzó a regatear las provisiones para los almorávides alegando que los suministros empezaban a escasear debido a las actividades predatorias del Cid, aunque el gobernador se conducía con todo lujo y escolta, y mantenía oculto el tesoro del ex rey Al-Qadir. Por otra parte, el caudillo de los almorávides de Murcia y Denia Ibn Aisa le reclamaba igualmente las riquezas del extinto rey taifa para presuntamente enviarlas al emperador Ibn Tashufin. Con este montante le prometía que el emir norteafricano reuniría un ejército de socorro que pudiera expulsar de Valencia al Campeador. El gobernador decidió enviar a ibn Aisa solo una parte del tesoro real con dos miembros de la familia de Wayib y el antiguo alguacil y amigo del Cid Ibn Al-Farach que, fruto del tratado establecido con el adalid cristiano, fue liberado. Fue Al-Farach quien se las ingenió para hacer llegar a Rodrigo Díaz la noticia de la expedición, que fue interceptada y requisada por este, aunque pronto advirtió por la escasa cuantía del mismo que no había sido más que un señuelo que Ibn Yahhaf había egresado para ganar tiempo. Al cabo de ocho meses de asedio de Cebolla el Cid consiguió hacerse con esta importante cabeza de puente en verano de 1093 y continuar con la estrategia que le había de llevar a la conquista definitiva de la feraz capital levantina. Una vez conquistado el castillo de Cebolla, el Cid lo repobló, fortificó y comenzó a construir una villa en su alfoz con el fin de crear un mercado donde vender los excedentes de las algaras previstas para mantener su mesnada. A comienzos de julio de 1093 dirige sus tropas hacia la capital y acampa en los arrabales de Valencia. Desde esa posición se dedicó a socavar sus defensas y líneas de abastecimiento. En primer lugar destruyendo las poblaciones de las cercanías, apoderándose de los molinos y barcos de los puertos y requisando las cosechas; más tarde atacó los arrabales y barrios extramuros, utilizando los materiales aprovechables para la construcción de la villa de Cebolla. En ese momento Al-Mustaín II de Zaragoza mostró su interés en Valencia, ofreciendo sesenta caballeros a Ibn Yahhaf para protegerle tanto del Cid como de los almorávides, pero era poca fuerza para resistir tantas amenazas, además de que el gobernador valenciano aspiraba aún a mantenerse independiente. Es entonces cuando el Campeador comienza la conquista, a fuego y hierro, del arrabal de Villanueva, situado al norte del Guadalaviar, en torno al actual Museo de Bellas Artes Pío V. Acabada la resistencia, comienza a tomar el arrabal de La Alcudia, situado también al norte de la ciudad y al oeste del de Villanueva, más o menos al otro lado del río enfrente de las actuales torres de Serranos, donde se situaba la puerta de Alcántara, es decir, del puente. Aquí Rodrigo resultó herido tras una caída del caballo, y la lucha se hizo difícil, casa por casa y hombre por hombre. Mientras una parte de su hueste se dirigía atravesando el puente hacia la puerta de Alcántara, otros mantenían a raya a los defensores de la Alcudia. Los caballeros que intentaban ingresar por la puerta del puente fueron rechazados por mujeres y jóvenes valencianos que arrojaron desde torres y almenas de los muros de Valencia grandes piedras. A mediodía el combate aún era incierto y el Cid reagrupó su tropa. Por la tarde reanudó las hostilidades y, tras una feroz lucha, cayó también en arrabal de La Alcudia, con lo que el castellano dominaba el norte de la ciudad y toda la margen izquierda del Guadalaviar. Al sur, amenazada, resistía la capital. Tanto en Villanueva como en La Alcudia dejó Rodrigo guarniciones, y habilitó estos barrios para alojar a su ejército. En estos arrabales el Cid instituyó un gobierno autónomo que permitió a la población musulmana conservar sus propiedades. Allí implantó la ley islámica, con lo que desaparecían todos aquellos impuestos no recogidos en el Corán. Para este cometido nombró almojarife a su wālī personal Ibn Abduz. Tributar solo el diezmo musulmán era algo inhabitual bajo el dominio andalusí, que había gravado durante mucho tiempo a sus pobladores con exacciones extraordinarias para pagar las parias y otras soldadas con que obtenían la protección de los belicosos cristianos. No debía de ser demasiado consciente la población de estos arrabales de que había sido precisamente el Cid uno de los principales beneficiarios de estos onerosos impuestos durante su protectorado en la región. Al disminuir la presión fiscal, y establecer en estas poblaciones importantes mercados para dar salida al botín de los saqueos del Cid, tanto La Alcudia como Murviedro o Cebolla se convirtieron en enclaves emergentes, y su vitalidad y riqueza generaban la envidia y desesperación de los habitantes de la metrópoli, cada vez más estrangulados por el nudo que imponía poco a poco el Campeador. En agosto el cerco se va cerrando sobre Valencia. Mientras Ibn Yahhaf disponía de la excusa perfecta para racionar las provisiones a la guarnición almorávide de la ciudadela, mantenía el pacto secreto con el Cid. El castellano insistía públicamente en que no comenzaría ningún tipo de negociación si no eran expulsados los almorávides de la ciudad. Es más, exigió a Ibn Yahhaf el pago de los víveres que allí había almacenado y que ahora estaban incautados por el gobernador; además, pidió a Valencia impuestos equivalentes a los que se pagaban en su día al rey Al-Qadir, incluidos los atrasos acumulados desde que su protegido fuera asesinado. Y daba un plazo de un mes a Valencia para que en su socorro acudiera un ejército almorávide. Cumplido este, la ciudad le sería entregada. Pero secretamente el Cid hacía saber a Ibn Yahhaf que permitiría que este continuara gobernando tras su entrada en la ciudad, y se convertiría en su protector, siempre y cuando evitara que acudiera el auxilio almorávide. En todo caso, no debía abrirles las puertas de la ciudad so pena de romper el pacto establecido. Con esa estrategia, Ibn Yahhaf buscó la alianza de los alcaides de Corbera, Játiva y Alcira, aunque Ibn Maimón, caíd de Alcira, rechazó el pacto. En ese momento El Cid llevó a cabo una expedición de castigo contra el alcaide de Alcira, y aprovechó para asegurar su fortaleza de Peña Cadiella. Emprendió, asimismo, una razia contra Villena para aprovisionar aquel castillo. De paso, intimidaba a los almorávides andalusíes. Para finales de agosto de 1093 la suerte de Valencia parecía echada. A fines de agosto de 1093 un suceso imprevisto vino a truncar al Cid el plan de asedio de Valencia, pues el veterano rey taifa de Albarracín Abdel Malik vio la oportunidad de buscar una alianza con Sancho Ramírez y su hijo, el futuro Pedro I de Aragón, por la que a cambio de cierto dinero y una fortaleza en Levante, le proponía hacerse con Valencia pescando en el río revuelto. Pero Rodrigo se enteró de estos planes y, recogida la cosecha de Alcira, se dispuso a castigar al señor de Albarracín comenzando por la localidad de Fuente Llana y lanzando sus algaras por toda esta tierra, apoderándose de cosechas, ganado y prisioneros. Sin embargo, en una escaramuza en la que Rodrigo cabalgaba solo con unos cuantos hombres de escolta, fue atacado por doce jinetes de Ibn Razín y estuvo a punto de perder la vida tras sufrir una grave herida en el cuello, de la que tardó en recuperarse tres meses. A últimos de noviembre de 1093 el Campeador, ya sano, regresa a sus posiciones de asalto a Valencia. Entonces llegan noticias de que un ejército almorávide al mando de Abu Bakr ibn Ibrahim al-Lamtuni, pariente de Yusuf ibn Tasufín, se dirige al rescate de la capital levantina. La población proalmorávide de esta ciudad recobra la moral y espera ansiosamente la liberación por parte del ejército norteafricano. El Cid decide tomar La Rayosa, Rusafa y Mestalla, arrabales situados al sur de la ciudad, y se dispone allí a interceptar el avance de Abu Bakr. Preparando el terreno, ordena inundar todas las huertas y tierras situadas entre sus posiciones y las del adalid almorávide, que había llegado hasta Almusafes, a unos veinte kilómetros de Valencia. Pero una parte de la población de la ciudad no está dispuesta a colaborar con el ejército de Abu Bakr, empezando por Ibn Yahhaf, que debido al pacto que tiene establecido con el Cid, mueve los hilos para impedir a toda costa que los almorávides puedan llegar a hacerse con Valencia. En todo caso, al llegar a Almusafes, Abu Bakr descubre que no va a poder contar con la colaboración de la población musulmana sobre el terreno, que en gran medida agradece la labor de protección que en esas tierras ha desarrollado desde 1091 Rodrigo Díaz. La noche de la víspera de la batalla se da una circunstancia casual que acaba de redondear la estrategia del Campeador, pues se precipita una tormenta pavorosa que deja los caminos maltrechos y dificulta enormemente atacar las posiciones de la hueste cidiana. El campamento almorávide comprende que el abastecimiento va a ser imposible y que es vano esperar a que el estado del terreno permita maniobrar, con lo que Abu Bakr se retira esperando quizá una mejor oportunidad. A fines de 1093 o comienzos de 1094 el Cid ha logrado neutralizar la amenaza de socorro almorávide. Solo es cuestión de apretar el cerco y esperar la rendición de Valencia. En el interior de la urbe las disensiones entre procidianos y proalmorávides se intensifican. Liderados por el magnate Ibn Walid, la facción almorávide derroca al gobernador Ibn Yahhaf en febrero o marzo, pero un nuevo giro político le devuelve el poder poco tiempo después. Los víveres escasean, lo poco que se puede comprar en la ciudad alcanza unos precios desorbitados. En verano quedan solo cuatro monturas en Valencia, de las que un caballo y un mulo pertenecen a Ibn Yahhaf. Muchos de los habitantes de la capital del Turia intentan salir del presidio en que viven, pero Rodrigo decreta la incomunicación total para impedir que las bocas hambrientas alivien la presión del asedio escapando, ordena la muerte de quienes osen abandonar la ciudad, y llega a quemar ante la vista de los vigías de Valencia a los que se evaden. Mientras, su villa de Cebolla prospera, y su residencia en Villanueva es el antiguo palacio real de Abd al-Aziz, el gran rey de la taifa de Valencia en su periodo de máximo esplendor. Por si fuera poco el Campeador no deja de acosar la capital, arrasando los arrabales contiguos a sus muros, estableciendo permanentemente un cerco completo y atacando las murallas al asalto siempre que tiene la oportunidad de hacerlo. El 1 o el 2 de junio de 1094, finalmente, y por consejo del sabio Al-Waqasi, Ibn Yahhaf pacta con el Cid la entrega de la ciudad si no llega auxilio en un plazo de quince días. Las condiciones serán que Ibn Yahhaf se mantendrá en el poder, pero el Cid recaudará todos los impuestos a través de su fiel almojarife Ibn Abduz y será, al fin y al cabo, quien tenga el mando supremo al controlar el ejército y la economía. Respetará a la población musulmana e implantará la ley coránica para esta. Temeroso el arribista Ibn Yahhaf, intenta convencer a Al-Mustaín II de Zaragoza para que le socorra, pero este demora intervenir y, aunque le promete que lo hará, no tiene la más mínima intención de enfrentarse con el poderoso ejército del Cid, que ha ido allegando tropas de los alcaides de toda la región levantina. Además, el propio rey de Saraqusta pasa por grandes dificultades: en 1089 ha perdido a manos de Sancho Ramírez Monzón y sus tierras, convertidas en una marca del Reino de Aragón gobernada con mano firme por el heredero Pedro I. Y en este momento se defiende del ataque a Huesca, donde el rey Sancho Ramírez perdió la vida. En esta situación el rey saraqustí no está para rescates en Levante. También envió Ibn Yahhaf emisarios a Murcia para solicitar la ayuda del gobernador almorávide de esta zona de al-Ándalus, Muhammad ibn Aisa, hijo de Yusuf ibn Tasufin, pero estos correos no regresaron a Valencia. Perdida toda esperanza, el 17 de junio de 1094 el Cid toma posesión de la ciudad. Príncipe de Valencia Conquistada la ciudad, El Cid asume su señorío bajo el título de príncipe de Valencia, por lo que desde el 17 de junio de 1094 hasta la reconquista musulmana de mayo de 1102, cuando Jimena, la esposa del Campeador, abandona la urbe a instancias de Alfonso VI, el territorio cristiano tendrá estatus de principado. Nada más tomar posesión el Cid reunió a los principales de la ciudad en el arrabal de Villanueva, donde el antiguo palacio real de Abd al-Aziz le servía de residencia, y proclamó las primeras medidas de gobierno. Se comprometía a devolver a sus dueños las tierras del alfoz, a suprimir todo impuesto ajeno al Corán y respetar los usos y costumbres islámicas, bajo los cuales impartiría justicia entre los mahometanos. Prometía, asimismo, devolver los bienes incautados por el ex gobernador Ibn Yahhaf a sus propietarios legítimos, suprimir el comercio de esclavos y designar almojarife (ministro de hacienda) a su fiel Ibn Abduz, un musulmán. Estas medidas suponían que El Cid gobernaría el principado valenciano como un estado multicultural, donde la mayoría islámica mantendría sus leyes y costumbres. Sin embargo, la conversión de la mezquita aljama en catedral indica que el principado pasaba identificarse con una conquista cristiana, y en este sentido incide la documentación de donación a la catedral, donde el obispo Jerónimo de Perigord expresa inequívocamente el afán de cruzada que movía por entonces las conciencias del clero francés. Inmediatamente el Cid exigió a Ibn Yahhaf, el ya destituido cadí, la entrega del tesoro real de Al-Qádir íntegro, pero el antiguo gobernador alegó que ya no lo conservaba. Rodrigo Díaz, desconfiando, le advirtió de que de encontrarlo, aunque fuera solo en parte, se reservaba la opción de castigarle con la pena de muerte. Pronto el Cid hizo saber a los magnates de la ciudad, a través de su almojarife, que deseaba capturar a Ibn Yahhaf. Los notables valencianos se conjuraron para apresar al ex alcaide y llevarlo a poder del Campeador. Más tarde Ibn Yahhaf es conducido a Cebolla (Yubaila), donde fue torturado para obtener información sobre el paradero del tesoro regio, con nulos resultados. Vista la firmeza del reo, se le mandó escribir una relación de todos sus bienes con aviso de que si se le encontraba algún bien no declarado o que se demostrara perteneciente al tesoro real, sería ajusticiado. Se ordenaron registros a aquellos que habían formado parte del círculo de confianza del ex gobernador, ante lo cual no tardarían en aparecer grandes cantidades de joyas cuya custodia había sido ordenada por Ibn Yahhaf bajo la promesa de repartirlas si la guarda resultaba eficiente. Para Rodrigo los hechos eran flagrantes. Solo quedaba preguntar a Al-Waqasí, poeta y alfaquí a quien el castellano había nombrado caíd de Valencia por consejo de los notables mahometanos de la ciudad, qué pena debía recibir según la saría el perjuro regicida, a lo que el sabio caíd (que moriría dos años más tarde el 23 de junio de 1096) respondió que la lapidación. Fuera apedreado o quemado en la hoguera (como relata Ibn Alqama), el caso es que El Cid dispuso ejecutar a quien había gobernado la ciudad en los años previos a su conquista. La batalla de Cuarte La batalla de Cuarte es la mayor victoria que consiguió el Cid en toda su trayectoria guerrera, y la primera derrota del Imperio almorávide en la península ibérica. Y el éxito fue obtenido con un ejército inferior en número y gracias a una extraordinaria estrategia. Por ello vamos a detenernos en el relato de los antecedentes de este episodio. Desde el momento en que el poderoso Yusuf ibn Tasufín tuvo noticia de que había caído Valencia, comenzó a poner los medios para recuperarla. Además, el Campeador había sometido en estos meses a la provincia de Denia a continuas correrías, y los denienses habían elevado su queja al emir, según transmite un testigo de los hechos, Ibn al-Farach (testimonio que había sido atribuido tradicionalmente a Ibn Alqama), alguacil o ministro de Hacienda del antiguo rey de Valencia Al-Qadir y posteriormente del Cid desde su protectorado de 1089-1091 por todo el Levante. Ibn Tasufín, por consiguiente, dio orden de reclutar en Ceuta alrededor de 4000 jinetes de caballería ligera y hasta 6000 peones, tropas que puso al mando de su sobrino Abú Abdalá Muhamad ibn Ibrahim, con el objetivo de reconquistar la ciudad del wadi al-biad. Entre estas se contaba la férrea guardia imperial, cuyo núcleo estaba constituido por esclavos subsaharianos que, tras un disciplinado adiestramiento, se convertían en fuerzas de élite que se disponían en compañías especializadas, como las de arqueros. Por estas fechas, además, el ejército almorávide ya había incorporado avances en tecnología bélica que procedían de los andalusíes, que a su vez habían mimetizado varias de las tácticas cristianas, como el empleo de caballería pesada o el uso de maquinaria de asalto para conquistar ciudades fortificadas. Algunos cientos de caballeros andalusíes fuertemente pertrechados y ballesteros completaban las fuerzas movilizadas por el Imperio africano. Entre el 16 y el 18 de agosto de 1094 la hueste almorávide desembarca en la península cruzando el estrecho mediante varios viajes de ida y vuelta en los pocos barcos con que contaba un ejército aún no habituado a utilizar fuerzas navales. Hacia el 23 de agosto llegan a Granada, donde se les suma la guarnición del gobernador Alí ibn Alhach, compuesta por su guardia personal y por el contingente andalusí de la antigua taifa zirí. Conforme avanzaba la tropa, se les fueron sumando otros caballeros de las taifas de Lérida (unos 300 al mando del gobernador Ibn Abil Hachach Asanyati), Albarracín (cien caballeros a las órdenes de su señor, el anciano Abdelmalik ibn Hudayl ibn Razín, rey de esta taifa de 1045 a 1103) y posiblemente también las de los minúsculos señoríos que se habían formado en la zona levantina tras las constantes luchas de poder y periodos de reyes débiles que habían sido la tónica en los años precedentes: Segorbe (gobernado por Ibn Yasín) y Jérica (por Ibn Yamlul), que aportarían algunas decenas más de jinetes. Más que por su número, los refuerzos de estas taifas aportaban el conocimiento del terreno, de las específicidades de la guerra de asedios y de las tácticas cristianas. Su presencia, por fin, hacía visible el sometimiento que estas pequeñas taifas sufrían de facto ante el poder moabita. El 15 de septiembre el ejército de Muhammad acampa entre Cuarte de Poblet y Mislata, a 3 o 4 kilómetros de Valencia. Pero en esas fechas comenzó el mes sagrado de Ramadán, por lo que iniciaron un periodo de ayuno durante el cual la pasividad y las dificultades logísticas provocaron las primeras deserciones, que impidieron cercar el sur y suroeste de la capital. Rodrigo, por su parte, emprende las ingratas medidas destinadas a la defensa de la ciudad. En primer lugar hace expulsar a mujeres e hijos de musulmanes para disminuir la cantidad de bocas que alimentar, manteniendo solo a la población útil para el combate o con voluntad decidida de colaborar en la resistencia. Por otro lado, difundió varias noticias que tenían por objeto desmoralizar a posibles enemigos internos. Amenazó con ejecutar a los musulmanes valencianos si el sitio se completaba, aterrorizando así a los posibles quintacolumnistas; pronosticó su victoria mediante la ornitomancia e hizo correr la noticia de que venían en su auxilio tanto Pedro I de Aragón como Alfonso VI de León y de Castilla. De los dos, solo el segundo acudía al rescate, pero el solo rumor de su llegada sembraba de inseguridad el ejército sitiador. Con ello lograba el doble objetivo de minar los ánimos del enemigo y reforzar la moral de combate de sus hombres, constantemente animados, por demás, con las enardecedoras arengas del Campeador. Aún más, Rodrigo fue en todo momento un ejemplo de serenidad ante la contemplación del extenso campamento hostil, hecho que recogen tanto las fuentes históricas cristianas como las árabes que, en este punto, se reflejan en el Cantar de mio Cid (puesto que coincide en muchos puntos con el relato de un cronista árabe contemporáneo al Cid, Ibn al-Farach o Ibn Alqama, sobre el último periodo de la taifa de Valencia) La serena contemplación del numeroso ejército almorávide sitiador mencionando las tiendas que conformaban el campamento, el botín futuro que esto supone y otros detalles históricos reflejados en este pasaje del Cantar de mio Cid --como señaló Louis Chalon en «La bataille du Quarte dans le Cantar de mio Cid», mâ, LXXII (1966), págs. 425-442-- se recogen tanto en la Historia Roderici como en un relato árabe sobre la conquista de Valencia compuesto entre 1094 y 1107 titulado Manifiesto elocuente sobre el infausto incidente, que tradicionalmente se atribuía a Ibn Alqama y, ahora, a Ibn al-Farach, visir de Al-Qadir y almojarife o recaudador de impuestos del Cid. Véase Montaner Frutos y Boix Jovaní [2005:104-105] y Montaner Frutos [2011a:694 y 882-884]. cuando, habiendo llegado su mujer e hijas a Valencia, el Cid Campeador hace gala de un humor optimista: Su mugier e sus fijas subiolas al alcácer, alçavan los ojos, tiendas vieron fincar: —¿Qué's esto, Cid, sí el Criador vos salve? —¡Ya mugier ondrada, non ayades pesar! Riqueza es que nos acrece maravillosa e grand; á poco que viniestes, presend vos quieren dar, por casar son vuestras fijas, adúzenvos axuvar. A su mujer y sus hijas al alcázar subió alzaban los ojos, tiendas vieron plantar —¿Qué es esto, Cid, así os salve el Criador? —¡Ay mujer honrada, no tengáis pesar! Nuestra riqueza se acrecienta maravillosa y grande; hace poco que vinisteis, un presente os quieren dar, por casar están vuestras hijas, os traen el ajuar. Cantar de mio Cid, ed. de Alberto Montaner Frutos, versos 1644-1650.  Los almorávides iniciaron las hostilidades el 14 de octubre al término del Ramadán asolando diariamente y durante una semana campos, huertas y arrabales de la capital, apoyados por los arqueros. Pero el rumor difundido por el Cid de que Alfonso VI llegaba, había mermado los efectivos mahometanos y causado desmoralización, lo que propició la ocasión de romper el cerco luchando en batalla campal tras concebir una brillante estrategia. El 21 de octubre de 1094 el grueso de la hueste, con Rodrigo al frente, salió de noche por la puerta de Botella situada al sur de Valencia y rodeó el ejército enemigo hasta colocarse a la retaguardia de su campamento real, con la intención de hacerles creer, cuando fueran descubiertos, que habían llegado las fuerzas salvadoras de Alfonso VI. Con las primeras luces del día un destacamento cristiano, que había quedado dentro de la ciudad, inició un ataque que simulaba uno de los habituales escarceos bélicos que procuraban aliviar el hambre y la sed padecidos por los sitiados. Pero se trataba de una maniobra de atracción similar al tornafuye, una táctica propia de la caballería ligera musulmana consistente en fingir retirarse para luego volver grupas y atacar decididamente y por sorpresa al enemigo. Así, cuando las tropas almorávides vieron la salida del escuadrón cristiano, avanzaron para combatirlos, estirando peligrosamente la formación y alejándose de la retaguardia, donde estaba Muhammad ibn Tasufín protegido solo por la guardia real. Es en ese momento cuando el Campeador, que estaba emboscado, se lanzó enérgicamente contra el Real enemigo defendido solo por el cuerpo de guardia, que no pudo soportar el ataque de la numerosa caballería pesada cidiana, y huyeron en desbandada, sorprendidos por lo que quizá creyeran que era el ejército del rey Alfonso. Mientras, el escuadrón cristiano aguantaba a duras penas el ataque de la vanguardia almorávide y sufrieron bastantes bajas, pero consiguieron ponerse a salvo en Valencia: la misión estaba cumplida y la derrota almorávide era total. El Cid no se molestó en perseguir al fugitivo, pues habían desamparado el botín en el campamento, y la prioridad fue apropiarse de esta extraordinaria ganancia. Alfonso VI fue derrotado tres veces en las importantes batallas de Sagrajas, Consuegra y Uclés. El hecho de que el Cid, con un número de tropas inferior y valiéndose de una exquisita estrategia, consiguiera vencer por vez primera (y casi única, pues solo Alfonso I de Aragón el Batallador en su expedición por Andalucía consiguió otra victoria de este calibre) a un ejército imperial almorávide, justifica que esta sea la mayor de las victorias de Rodrigo Díaz y que, pese a la cantidad de elementos ficticios que ha ido conformando la aureola legendaria del Cid hasta convertirlo en una figura mítica, tuviera ganado ya en vida el apelativo de Campeador y una fama perdurable. Dominador de Levante La victoria en la batalla de Cuarte dejó la frontera con el Imperio almorávide en Denia y Játiva, adonde se retiraron las fuerzas musulmanas. Alfonso VI, que acudía al socorro del Cid, aprovechó para saquear la comarca de Guadix y liberar mozárabes con que repoblar el acapto (territorio recién conquistado) del Regnum Toletanum, aún en franca debilidad, pues Toledo era constantemente hostigada por los morabitos. El Campeador, sin embargo, necesitaba asegurar los territorios comprendidos entre Valencia y los cristianos, y emprendió una campaña que se prolongaría hasta 1096 para sojuzgar a los señores de las taifas de Jérica (Ibn Yamlul), Segorbe (Ibn Yasin), Santaver (Al-Sanyati), Alpuente (Nizam al Dawla), Albarracín (Ibn Razin), Tortosa (Sayyid ad-Dawla) y Lérida (Tayid ad-Dawla), que habían sido aliados del ejército almorávide en su intento de recuperación de Valencia. Quizá en el transcurso de estas acciones apresó en febrero o a comienzos de marzo de 1096 a Ibn Tahir de Murcia, aunque otra posibilidad es que hubiera sido capturado durante la batalla de Cuarte. Además, tomó el castillo de Olocau y el de Serra, que constituían el sistema defensivo del norte de la ciudad y, probablemente, aún guardaban parte del tesoro real del finado Al-Qadir. El Cid volvía a recuperar el dominio del Levante, desde Lérida y Tortosa hasta los confines de la ex taifa de Denia, con un puesto avanzado en la fortaleza de Benicadell (Peña Cadiella) y, a diferencia del protectorado que estableció entre 1088 y 1092, con una capital: la rica y poderosa ciudad de Valencia. En 1096 Rodrigo consagra la mezquita mayor como templo cristiano, aunque todavía no fundó la sede catedralicia, que sería establecida en 1098, ni reformó la arquitectura del templo en su integridad, dadas las urgencias militares que aún amenazaban su principado. Por otro lado, el Cid contaría en este tiempo con la firme amistad del Rey de Aragón. Ya había entablado alianza desde comienzos de 1092 con Sancho Ramírez (muerto el 4 de junio de 1094 durante el sitio de Huesca), y la renovó con su hijo Pedro I quien, a instancias de los magnates de su reino, nada más concluir la conquista de la nueva capital del reino (la victoria de Alcoraz había tenido lugar el 18 de noviembre de 1094), solicitó al castellano la renovación de los lazos de amistad y colaboración. A finales de noviembre o comienzos de diciembre de 1096 el rey Pedro llega a Montornés, un castillo de Aragón situado cinco kilómetros al norte de Benicasim, con objeto de encontrarse con el Campeador en Burriana, donde se firmó la continuidad del pacto. No tardaría mucho el Cid en necesitar la ayuda de su aliado. Los últimos días de diciembre de 1096 emisarios del Campeador llegan a Huesca, que estaba siendo en ese momento acondicionada para convertirse en la nueva capital del Reino de Aragón, para solicitar a Pedro I ayuda en una expedición de abastecimiento al castillo de Peña Cadiella, muy peligrosa por cuanto había que rebasar las ciudades almorávides de Denia y Játiva. Sin dudarlo, y a pesar de las tareas que debían ocupar al rey en Huesca, se puso en camino acompañado de su hermano Alfonso Sánchez, el futuro Alfonso I el Batallador. La campaña de aprovisionamiento del fuerte avanzado cidiano estaría a punto de costar muy caro al Cid y al ejército aragonés. Pero el relato de esta nueva campaña militar y su desenlace en la batalla de Bairén quedarán para el próximo capítulo. La batalla de Bairén A comienzos de 1097 el Reino de Aragón poseía varias tenencias en la Costa del Azahar de la actual provincia de Castellón: Montornés (cerca de Benicasim), Culla, Oropesa del Mar o Castellón de la Plana, entre otras. Estos dominios aragoneses suponían una confluencia de intereses con los del Cid, que enseñoreaba en el Levante, y los dos soberanos perseguían la consolidación de la posesión de estos enclaves, ante la fragmentación política que había experimentado la zona en los últimos años. La fortaleza de Peña Cadiella estaba necesitada de provisiones y con el fin de abastecerla, los ejércitos del Campeador y de Pedro I de Aragón, iniciaron la arriesgada expedición hacia el sur. Desde Denia y Játiva los musulmanes seguían los movimientos de la hueste cristiana, que atravesaba la ruta que entre estos promontorios discurría. Muhammad ibn Ibrahim ibn Tasufín, el adalid derrotado en Cuarte, amenazaba desde la que sería cuna de los Borja. Las tropas cristianas alcanzan el imponente castillo, y allí planean el regreso que, para evitar los peligros de volver a atravesar el valle interior, donde sin duda habrían tomado posiciones las fuerzas almorávides con el fin de lanzarse sobre el enemigo, deciden emprender el viaje de vuelta por la costa a través de la huerta de Gandía. Pero les sigue acechando Ibn Ibrahim, que desde los promontorios interiores, vigila sus movimientos, en espera de un momento propicio para el ataque. El Cid y el rey de Aragón acampan en el castillo de Bairén (hoy de San Juan), situado tres kilómetros al norte de Gandía y uno al sur de Jeresa, en un otero de cien metros de altura de las últimas estribaciones orientales del macizo de Mondúver en cuya cima a 800 metros de altura, y a un kilómetro de distancia hacia el oeste, enfrente de las posiciones cristianas, se encontraba apostado el ejército islámico. Además de la comprometida situación que el Cid y Pedro I tenían, por la desventaja en el terreno (que obligaría al Cid a un ataque cuesta arriba) Muhammad ibn Ibrahim contaba con refuerzos navales andalusíes que desde la playa de Gandía comenzaron a arrojar flechas y saetas, al tiempo que lo hacían desde el Mondúver los arqueros y ballesteros almorávides. La situación de los cristianos era desesperada, pero el Cid decidió, en un arranque de valor, abrirse camino, pese a la oposición del enemigo, en una carga frontal con la caballería pesada. Tras arengar a sus tropas, rompió por el centro las filas musulmanas, provocando un efecto sorpresa entre ellas que les llevó a una pronta desbandada. La huida desorganizada estimuló la persecución de los cristianos por valles y barrancos, llevando a muchos de los almorávides hasta el mar, donde perecieron ahogados intentando buscar refugio llegando a sus naves. Con el camino franco hacia Valencia, las tropas cidiano-aragonesas llegaron sin contratiempos a la capital y aún ayudaría el Campeador a sofocar una revuelta que en el castillo de Montornés de Pedro I se había producido, despidiéndose ambos hasta la próxima ocasión. Corría el mes de febrero de 1097. La muerte de su hijo Durante la primavera de 1097 regresa de nuevo Yusuf ibn Tasufín a la península con la intención de reconquistar Toledo, que había sido perdida para el islam en 1085. Concentró en Córdoba un gran ejército confiado a Muhammad ibn al-Hach, quien en 1110 tomaría para los almorávides la taifa de Saraqusta. Al-Hach emprendió la ruta hacia el norte. Al enterarse Alfonso VI, que el 19 de mayo se encontraba en Aguilera, localidad situada tres kilómetros al oeste de Berlanga de Duero, y se disponía a atacar Zaragoza, debe volver sobre sus pasos para aprestarse a la defensa de Toledo. Los ejércitos se encontraron cerca de Consuegra, donde se produjo la batalla el día de la Virgen de agosto de 1097. El rey Alfonso fue derrotado sin paliativos, y hubo de refugiar sus huestes en el castillo, donde permanecieron cercados más de una semana, aunque finalmente Al-Hach no pudo tomar la fortaleza, que caería al año siguiente reconquistada por los almorávides. A este combate había enviado el Cid a su único varón, aquel que habría heredado su principado valenciano, Diego Ruiz, que contaría con aproximadamente dieciocho o veinte años. Posiblemente hacía sus pinitos en el séquito real del conquistador de Toledo, como su padre los había hecho en el de Sancho II de Castilla. Desgraciadamente para el Campeador, allí perdió la vida el varón que habría podido perpetuar su patrimonio. Mientras, en Levante, el gobernador Abul Hasán Alí ibn al-Hach recibía refuerzos para mantener sus posiciones en Játiva y Denia. En otoño de aquel 1097, instalado en Córdoba, Yusuf seguía hostigando el Regnum Toletanum, pero la capital de la Castilla nueva siguió resistiendo los embates almorávides. Para ello en septiembre Alfonso VI contó con la ayuda de Pedro I de Aragón. Aragón y Castilla hacían frente común para resistir al Imperio africano en la zona occidental hispánica, mientras que en la oriental el gobernador de Murcia, Ibn Aisa, atacaba las posesiones de Álvar Fáñez en Cuenca, marchando contra Zorita y Santaver. El bravo capitán del rey Alfonso fue derrotado y sus posesiones saqueadas. Ibn Aisa aprovechó la circunstancia para atacar tierras valencianas cercanas a Alcira. Posiblemente el retén que el Cid mantenía en la poderosa fortaleza de Peña Cadiella saliera entonces a probar suerte con una espolonada contra algún destacamento del ejército moro, pero perdieron el encuentro. Quizá en el relato de este acontecimiento se note la querencia del historiador de la Gesta Roderici Campidocti (más conocida como Historia Roderici), quien habría podido restar importancia en su narración a esta derrota de las tropas del Cid, pero no parece que, en cualquier caso, fuera el propio Rodrigo al frente de este contingente ni que este fuera demasiado numeroso. El Cid no ganó batallas después de muerto, pero sí se salva históricamente su aureola de caudillo invicto. La conquista de Murviedro El emir almorávide Yusuf regresó a África a finales de 1097 o comienzos de 1098 tras haber obtenido la importante victoria de Consuegra. Este año comenzó con cierta tregua en las actividades bélicas musulmanas: ni Muhammad ibn Aisa, gobernador del Levante, ni Ibn al-Hach, que lo era en Córdoba, iniciaron campaña alguna este año. Sin embargo el caíd almorávide de Játiva Abu-l Fath había tomado posesión de Murviedro (actual Sagunto), una impresionante fortaleza situada al norte de los dominios del principado Valenciano del Cid. Quizá los andalusíes saguntinos habían reclamado la protección almorávide ante la presión que ejercían las posesiones aragonesas de la Costa del Azahar en la actual provincia de Castellón (Montornés -cerca de Benicasim-), Culla, Oropesa del Mar o Castellón de la Plana, entre otras) y la del señorío de Rodrigo Díaz en el sur. Evidentemente, la llegada de los almorávides a Murviedro pasó a suponer una amenaza para el Campeador, que desde Játiva y Alcira en el sur y Sagunto al norte, se encontraba atenazado por fuerzas almorávides. Ante esta situación el Cid resolvió sitiar Murviedro, pero las tropas de Abu-l Fath se desplazaron a Almenara, diez kilómetros más al norte. Allí fue en su persecución Rodrigo, que puso cerco a este castillo. Tres meses después, a fines de febrero o comienzos de marzo de 1098, se rendía por capitulación, con lo que los defensores pudieron escapar libres. Allí ordena el Cid construir una iglesia dedicada a la Virgen. La decisión de mandarla edificar, en lugar de convertir una mezquita en templo cristiano, muestra la voluntad de consolidar estos dominios dentro de su principado con vistas a su perpetuación futura. Organizada la población, regresó a cercar el extenso castillo de Sagunto, hostigando la ciudad y apretando estrechamente la población en las primeras semanas de marzo, con el fin de descartar para el futuro nuevas amenazas desde ese lugar. Cuando escasearon las provisiones, los sitiados pidieron una tregua al Cid de treinta días, durante los que pedirían socorro a otros magnates peninsulares, trascurridos los cuales rendirían la plaza. Pero ni el rey Al-Mustaín II de Zaragoza, ni el de la taifa de Albarracín, ni mucho menos Alfonso VI se mostraron dispuestos a auxiliar a Abu-l Fath. Solo el conde de Barcelona Ramón Berenguer II respondió a las llamadas de Murviedro, pues de allí había cobrado parias que le obligaban a su defensa. Pero evitó atacar directamente al Cid, temeroso de su poderío, y tras la experiencia de haber sido vencido por el castellano en dos ocasiones en Almenar y Tévar. Se limitó, por tanto, a intentar desviar la atención del Cid asediando Oropesa, entonces un enclave de Pedro I de Aragón, aliado de Rodrigo, pero el Campeador no le prestó la menor atención y continuó con su objetivo principal. Eso sí, hizo que le llegara la noticia al Fratricida de que iba a atacarle, lo que bastó para que el barcelonés levantara el cerco y emprendiera la retirada. A fines de abril cumplía el plazo para la entrega de la ciudad, mas los defensores solicitaron doce días más alegando que aún no habían regresado todos los emisarios que habían partido para solicitar ayuda de alguna potestad externa. Sin prisa, el Campeador les concedió esta ampliación temporal, pero advirtiendo que si cumplido este no se hacía efectiva la rendición, torturaría y quemaría vivo a quien capturara. Entrado mayo Rodrigo volvió a solicitar la entrega de la plaza, pero los saguntinos rogaron una nueva dilación hasta Pentecostés, que ese año caía el 16 de mayo. El Campeador, pacientemente, replicó que no solo daba plazo hasta el fin de la Pascua, sino hasta la natividad de Juan el Bautista, el 24 de junio, pero, amonestó, que debían utilizar ese lapso para evacuar la fortaleza o de lo contrario pasaría a sangre y fuego a la población. No se dio así, pues llegada la festividad de San Juan el Cid entró en Murviedro. Pero sospechó que algunos de los que habían permanecido en ella se habían apoderado de los despojos de los emigrados, riquezas que solo a él pertenecían como derecho de conquista. Al no ser satisfecha esta demanda, Rodrigo Díaz ordenó capturar como esclavos a todos los musulmanes que quedaron y enviarlos a Valencia cargados de grilletes. En su nueva conquista mandó erigir una nueva iglesia con la advocación de San Juan. Últimos años y muerte He aquí la traducción de un significativo párrafo que podemos leer en un diploma de 1098 firmado por el propio Rodrigo Díaz: Tras casi cuatrocientos años bajo la calamidad del dominio musulmán, Dios suscitó en el nunca vencido príncipe Rodrigo el Campeador vengar el oprobio de sus siervos y propagar la fe cristiana, el cual, tras múltiples y extraordinarias victorias bélicas alcanzadas con la ayuda divina, conquistó Valencia, ciudad opulentísima por su número de habitantes y el esplendor de sus riquezas; y tras vencer increíblemente y sin sufrir bajas a un ejército innumerable de almorávides y otros infieles de toda España, procedió a convertir en iglesia la misma mezquita que los musulmanes tenían como casa de oración; y habiendo sido designado, según lo prescrito en especial privilegio, aclamado y elegido concorde y canónicamente, y consagrado obispo por manos del romano pontífice el venerable presbítero Jerónimo, Rodrigo enriqueció a la citada iglesia con esta dote de sus propios bienes. Año de la Encarnación del Señor de 1098.  Se trata del único documento que se ha salvado del gobierno valenciano de Rodrigo Díaz, y se conserva en el archivo de la catedral de Salamanca, adonde llegó con el obispo Jerónimo tras verse obligado a abandonar la sede episcopal valenciana en 1102 por la renuncia de Jimena, la viuda del Cid, a su señorío, aconsejada por Alfonso VI de León y Castilla, que no podía asegurar su defensa. Cabe atribuir su autoría intelectual al propio Jerónimo de Perigord o su cabildo catedralicio, y (o) a Rodrigo Díaz el Campeador, que lo suscribió, confirmando el diploma con la fórmula: ego ruderico, simul cum coniuge mea, afirmo oc quod superius scriptum est yo Rodrigo, junto con mi esposa, firmo lo que arriba está escrito Se evoca en el diploma la reciente victoria del Campeador en Cuarte de Poblet el 21 de octubre de 1094 contra los almorávides, mandados por Abū ˁAbdallāh Muḥammad ibn Ibrāhīm ibn Tāšufīn, sobrino del emir Yusuf ibn Tasufin, como una gesta extraordinaria y difícil de creer, por la rapidez en conseguir la victoria y por la ausencia de bajas cristianas ante un número extraordinario de musulmanes: tras vencer increíblemente y sin sufrir bajas a un ejército innumerable de almorávides y otros infieles de toda España... La consagración como templo cristiano, a la que se refiere el texto del documento, debió de producirse en 1096. Sin embargo no se instauró como sede episcopal, tras el nombramiento de Jerónimo para regirla, hasta la fecha de este diploma, que forma parte de los actos jurídicos que comprenden la creación del nuevo obispado. El Campeador recibe en el documento los ostentosos apelativos de «excelencia» y «sublimidad» (nostra excellentia y sublimitas nostra), que se aplicaban entre los francos a dignidades imperiales, y en el Imperio bizantino a papas, reyes y grandes potestades, aunque se evita usar los tratamientos regios leoneses y castellanos de la época y solo recibe el título de princeps, lo cual significa, en este contexto, que regía un señorío independiente, casi de rey. Podría establecerse un paralelo con la misma dignidad de princeps que se aplicaba desde el siglo XI al conde de Barcelona, que este mismo año contraía matrimonio con María, una de las hijas del Cid, en la persona de Ramón Berenguer III el Grande, mientras por su parte Cristina, su otra hija, lo hacía con Ramiro Sánchez de Pamplona, nieto del rey García III el de Nájera y padre de García Ramírez, el restaurador de la dinastía real navarra. Esta política matrimonial sin duda responde a la voluntad de consolidar el principado de Valencia al emparentar a sus herederas con las más altas potestades cristianas. La frase del Cantar: oy los reyes d'España sos parientes son a todos alcança ondra por el que en buen ora naçió hoy los reyes de España sus parientes son, a todos alcanza honra por el que en buena hora nació vv. 3724–3725 sí respondían a una realidad histórica a la altura del año 1200, pues numerosos descendientes del Cid llevaban en sus venas sangre regia. Según señala Georges Martin en su artículo de 2010 «El primer testimonio cristiano sobre la toma de Valencia (1098)» Rodrigo ejercía en el territorio valenciano, tanto sobre su suelo como sobre sus hombres, derechos tan completos como los que detentaban los soberanos leoneses y castellanos. Es notable que no se nombre en absoluto al rey Alfonso VI en el documento, ni siquiera al fecharlo, cuando era costumbre en ese momento indicar allí quien era el monarca reinante; y sorprende también que no se mencione la dependencia del obispado valenciano del primado de Toledo, regido por Bernardo de Seridac, quien tampoco se registra en el diploma, pese a que, según nos transmite Jiménez de Rada en su De rebus Hispaniae, Jerónimo de Perigord era uno de los prometedores monjes franceses que junto con Bernardo de Toledo, recién instituido como arzobispo de la cristiandad en la Península, había llegado para introducir el rito romano en la iglesia hispánica que hasta ese momento seguía la tradición denominada visigoda o mozárabe. Más bien al contrario, se incide en que Jerónimo había sido consagrado por el papa Urbano II en Roma (adonde viajó en 1096 0 1097) mediante un «privilegio especial», lo cual hace suponer que lo normal habría sido serlo por el arzobispo de Toledo e indicaría que la sede valenciana se erigió como sede apostólica plenamente autónoma. La idea de Reconquista no es la única que se muestra fehacientemente en el diploma de 1098. También se advierte un prístino espíritu de cruzada contra el infiel, por las mismas fechas en que la Primera de las convocadas para conquistar los Santos Lugares conseguía sus objetivos. El Estado cristiano que en el Próximo Oriente se estableció se puede asimilar en el ámbito local hispánico al que el Cid consiguió mantener en el principado valenciano. Se trata, en los dos casos, de territorios aislados en tierras musulmanas, cuya conquista se llevó a cabo debido a una consciente voluntad de recuperación para la religión cristiana de unos espacios que se percibían como sustraídos en otro tiempo al dominio de la cruz. Las alusiones del diploma a la antigua Hispania goda arrebatada por los agarenos hacía casi cuatro siglos y la evocación de la pérdida de esta por el último Rodrigo, que sería redimida por este nuevo campeador, hacen patente que a fines del siglo XI, al menos en el discurso eclesiástico oficial del principado de Valencia, la figura del Cid se consideraba con plena conciencia inserto en esta tradición mesiánica reconquistadora y evangelizadora. Puede que fuera distinta la motivación del propio Rodrigo Díaz en sus campañas cotidianas, urgidas por la necesidad de ganarse el pan de un caballero desterrado, pero al fin y al cabo se trataba de un aristócrata altomedieval, que no podía menos que desempeñar el papel bélico que le tenía asignado la rígida estructura social de un mundo feudal estratificado en productores y defensores. La conclusión es que está superada la visión de un infanzón elevado a la condición de héroe nacional castellano por la sola fuerza de su brazo, buen vasallo sumiso al rey, propagada por Menéndez Pidal y el Cantar de mio Cid. El concepto del rey como señor natural, que aparece en el siglo XIII y ya se aprecia en el Cantar, por el que los naturales de una tierra lo tendrían siempre como rey por encima de vínculos feudo-vasalláticos y su aplicación al Cid, que serviría a su señor natural a pesar de que los lazos feudales habían sido rotos por el destierro, y cuyo esfuerzo se dedicaría principalmente a hacerse perdonar por su señor natural, el rey de Castilla, no es aplicable a la segunda mitad del siglo XI, época en la que no era funcional la idea de señor natural, de rey de la tierra donde se había nacido. En la peculiar sociedad feudal hispánica se establecían complejas redes de relaciones y alianzas, que podían incluir, como se aprecia en la historia, el servicio de magnates cristianos a reyes taifas, o la guerra contra intereses de señores de la tierra natal propia. El Rodrigo Díaz histórico fue fiel a sus señores musulmanes de Saraqusta y asoló las tierras riojanas de Alfonso VI. Pero esto no significa que Rodrigo Díaz fuera el mercenario apátrida de Dozy, vendido al mejor postor y sin más aspiración que el medro personal. Un Campeador respetado por cristianos y musulmanes como prodigio de su tiempo, invicto príncipe y conquistador de la opulenta Valencia, escindido según la ocasión entre ideales mesiánicos y pragmática de superviviente, se ajusta mucho más a la realidad que las visiones antagónicas que generaron enconados debates en el pasado. Tras casar ventajosamente a sus hijas e instituir el obispado en su rico señorío de Valencia, Rodrigo Díaz, el Campeador, muere, sin que conozcamos la causa cierta de su deceso, el verano de 1099. Bibliografía Bonilla y San Martín, Adolfo [1911] (ed. lit. y estudio introductorio), Gestas de Rodrigo el Campeador (Gesta Roderici Campidocti) [=Historia Roderici], Madrid, Victoriano Suárez. Activo el 17 de mayo de 2011. 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