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Antonio Pérez Henares La tierra de Álvar Fáñez © Antonio P érez Henares, 2014 © Editorial Almuzara, s.l., 2014 Reservados todos los derechos. « No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea mecánico, electrónico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.» Editorial Almuzara • COLECCIÓN novela histórica Director editorial: Antonio E. Cuesta López Edición de Antonio de Egipto Conversión de Óscar Córdoba www.editorialalmuzara.com [email protected] - [email protected] ISBN: 9788416100798 Dedicado al buen medievalista alcarreño, y mejor amigo, Plácido Ballesteros, sin cuya ayuda hubiera sido imposible esta novela. Capítulo I: A la sierra de M iedes fuimos a posar El de Vivar lo trataba de hermano, jugando los dos con la parla ancestral de los vascones de Amaya, donde su abuelo había sido tenente, y donde ambos tenían raíces como tantos castellanos. M inaya, M i-anai, mi hermano, le decía Rodrigo Díaz a Álvar Fáñez y como tal lo apreciaba. Yo llamaba a Álvar tío y como su sobrino cabalgaba en la desterrada mesnada, que acababa de dejar atrás Castilla y adentrado en tierra mora, aunque los dos guardáramos también un secreto entre hermanos. Era para mí la primera campaña y mi primera entrada en territorios enemigos y era el amparo y la seguridad de Álvar, curtido y bien forjado en tales trances, lo que yo buscaba aquella noche en la sierra de M iedes, a la vista de las torres de Atienza, sobre aquella enhiesta y enorme cresta pétrea; desde donde los moros atalayaban la llegada, por el norte y por aquellos pasos de lobos entre las montañas, de sus enemigos. Y los enemigos éramos nosotros. Nuestra mesnada de trescientas lanzas, que tan poderosa me había parecido cuando cruzábamos orgullosos el Arlanzón por Burgos, se me antojaba ahora menuda y frágil en la inmensidad oscura de aquellas serranías hostiles, donde Rodrigo y mi tío nos habían prohibido encender el más mínimo fuego. No querían ser descubiertos por los vigías de esas y de otras muchas torres que, por espejos en el día y luminarias en la noche, se comunicaban y en continua alerta se avisaban de presencias extrañas. Principiaba julio pero en aquellos parajes pareciera que todo nos fuera hostil, hasta la propia Naturaleza. Sin el calor del fuego, tiritábamos. Eso ahora, porque de día, al cruzar por angostos portillos montañosos, que eran divisoria con las tierras cristianas, vacías de almas muchas leguas antes, buscando siempre protección en cárcavas y vaguadas para ir avanzando a cubierto de miradas por tierra mora, tan desierta de almas como la atrás dejada, un sol implacable nos había martirizado, resecándonos el ánimo tanto más que la boca. Fue providencial el dar con un manadero1 , que surgía en poderoso borbotón y daba vida a una laguna profunda y limpia rodeada por un semicírculo de verticales roquedos que nos alivió y nos cobijó frescos en sus hermosas arboledas. Pero fue efímero el respiro y el verdor y la humedad quedaron muy pronto atrás para dar paso a las pedregosas trochas, las sendas polvorientas y los jarales rechascando al paso de nuestras caballerías. Los que marchaban delante tenían ventaja, pero los traseros, como era mi caso, soportábamos la mayor penuria y nos tragábamos toda la polvareda de quienes caminaban en vanguardia. M al lo pasaban los peones, que iban justo detrás del grueso de los montados, pero aún había quienes más penaban, y yo estaba entre ellos, en el último escuadrón de los de a caballo, que, como protección de la mesnada, cerraba la marcha y donde había querido la suerte, Rodrigo y su condenado M inaya, mi tío, mi hermano o como el diablo quisiera, que yo formara. Lo que me fue ordenado por Álvar en presencia del de Vivar, que sonreía complaciente y se acariciaba con mucho gusto la barba, y expuesto como un gesto de confianza y gran honor que habría de agradecerles a ambos, siendo yo, como era, un mozo inexperto y poco avezado en batallas, y para nada en sarracenos, pues era esta vez la primera que con 25 cumplidos cruzaba a tierra de los feroces agarenos. M e dio el uno una palmada en las costillas casi como un golpe plano de espada, se rió a carcajadas su amigo y se marcharon ambos muy risueños a preparar la acampada. Esto había sido en la noche siguiente de salir de Cardeña y desde entonces hasta ahora llevaba ya en la garganta el polvo de Castilla entera. ¡Y vive el cielo que nuestra Castilla de polvo va sobrada! También lo va de calor en verano pero en estas sierras peladas 2 resulta que las noches y los relentes de la madrugada no tienen que envidiar en frío a los inviernos burgaleses, que no son precisamente para solaz de damas cortesanas. De la asfixia al refrío hubo apenas un respiro de brisa y duró lo que tardó en estar acompañado por las estrellas el lucero vespertino. Ahora sin fuego al que arrimarse se echaba de menos hasta el sofoco de la tarde pasada. Frío y algún estremecimiento, no del todo ni tan solo provocado por el relente, sentía yo aquella noche, mi primera en tierras moras, y buscaba por ello la silueta protectora de Álvar, olvidados los denuestos que durante el camino había proferido contra él, y en los que me había atufado el recuerdo de años de abandono por parte de los Fáñez, aunque para nada achacables a Álvar, que en cuanto tuvo conocimiento de mí puso de inmediato remedio. Si alguno de nosotros pensó en dormir aquella noche en la Sierra de M iedes pronto comprendió que habría de velar. Y no solo ello, sino cabalgar también. Pues si M inaya nos había ordenado dar cebada a los caballos así como a mulas y acémilas de impedimenta a poco de hacerse noche cerrada, y cuando levantó una luna que, aún pasada su plenitud, todavía alumbraba, se llegó junto a nosotros con Rodrigo y nos fueron quedamente levantando a todos. Fue éste quién nos habló. —Sin estruendo ni gritos levantad el campo y que a nada esté dispuesto todo. Partimos. Cruzaremos en silencio bajo las torres de Atienza y nos descolgaremos de esta sierra hasta las vegas, donde los moros cultivan tierras y apacientan ganados. Hemos de cruzar un río, el Cañamares, antes de divisar las alcarrias, al otro lado del Henares. Debemos llegar allí antes del alba. Algunos ya habéis corrido antes, con M inaya y conmigo, estas tierras y conocéis los pasos. Antes de que el sol esté alto, a la amanecida, habremos de estar sobre el Pico de las M atillas, a la vista de Castejón de Arriba. En silencio cabalgad y guardad el resuello que os hará falta en cuanto el día aclare. Vi a mi tío partir presuroso, ya sobre su caballo, hacia la vanguardia. M e dio tiempo a un gesto con la mano mientras pasaba a mi lado. La noche estaba clara. M e respondió con otro gesto y me dijo quedo: —Combatirás a mi lado mañana. Algunos conocían en verdad los caminos. Dejamos a siniestra las torres de Atienza, cuya inmensa mole de piedra destacaba en medio de la llanada. Y una vez superada la fortaleza, de tan buenas defensas y tan alta alcazaba, al volver la vista hacia sus almenas, vimos el resplandor de sus pequeñas hogueras con las que se calentaban sus vigías y que tenían prestas para hacer señales ante cualquier algara. Pero no nos vieron cruzar ya que una barranca nos puso a cubierto, y por ella fuimos nosotros dejando atrás la sierra más fragosa hasta descender al cruce del río de escasas aguas pero de traicioneras lajas de pizarra. Lo cruzamos con alguna fatiga y tropezones, remontamos luego y a nada ya nos encontramos en un terreno todavía áspero pero más de montículos ondulados y grandes piedras redondeadas. Nadie hablaba y solo se oía el sonido de los cascos de las caballerías, los choques de metal contra metal y la rozadura de los cueros. Al fin salimos a campo más abierto y en la distancia, muy a lo lejos, pudimos atisbar otras luminarias. —Aquello es Castejón, el de Abajo, Xadraq, que también le llaman. Giró ahora hacia la izquierda la mesnada y ya se anunciaba la alborada. Comenzaba a clarear el alba y el cielo empezaba a teñirse de color rosáceo cuando se nos ordenó hacer alto. Vino hasta mi Álvar Fáñez. —Vendrás conmigo, adelántate con tus lanzas. Peones e impedimenta quedarán aquí. Ahora marcharemos solo los de a caballo. Hice lo que mi tío ordenaba. Subimos una montaña, chata y la que el sol naciente, en las cárcavas desnudas, hacía brotar colores naranja. A sus pies corría un río y más arriba se veía la serpiente de chopos de a otro que a su encuentro bajaba. Rodrigo daba las órdenes. —Vos, M inaya, con doscientos, todos a caballo, iros en algara. Con Álvar Álvarez, con Álvarez Salvadórez y con Galín García, animosas lanzas. Cruzareis, para no ser vistos, por aquí, el Henares, al resguardo de la montaña. Yo remontaré aún y descenderé sobre el otro río, el Dulce, para cruzarlo más arriba y ascender hacia Castejón por aquellos chorrones que bajan. Aprovechad vos la cárcava de este Pico de las M atillas para descender y yo usaré de los chorrones del monte para ponerme en celada. Cuando escuchéis el griterío de nuestro ataque poneos vosotros en marcha. Los peones e impedimenta aguardaran aquí. Tomado Castejón enviaré a llamarlos. Vosotros id a Castejón de Abajo, hasta Hita y hasta Guadalajara. Saquead su vega y que hasta Alcalá lleguen las algaras. Volved con el botín, que serán para todos buenas ganancias, que yo os esperaré aquí, fortificado y asegurando nuestra retaguardia. Partid, M inaya. Álvar nos dio la señal y descendimos por el lado, aún en sombra, del cerro. Allí ya amparados en los sotos del río nos apostamos. La espera no fue larga aunque se me hiciera eterna. Pero no había en mucho levantado el sol cuando vimos brillar, desde nuestras posiciones, a las cien lanzas que con el Cid subían por los chorrones hasta Castejón de Arriba, que abría sus puertas y por las que divisamos salir a los moros hacia los campos y a hacer sus aguadas. Esperó Rodrigo a ver a muchos en el camino de bajada y entonces vimos nosotros salir impetuosa, brotada de las entrañas de una barranca, entre las encinas frondosas, la carga de su mesnada. Cabalgaba Rodrigo a la cabeza y nadie podía detener la embestida. No llegaron siquiera los moros a cerrar medio portón pues algunos que lo intentaron y otros que levantaron sus armas, en medio de los que corrían, unos volviendo a refugiarse de nuevos tras la muralla, los otros a intentar taponar la entrada, cayeron fulminados por los golpes de las espadas, pues a ellas habían echado los nuestros mano, renunciando a las lanzas. Vimos entrar a Rodrigo, en medio de los gritos, por las puertas de Castejón y nosotros emprendimos nuestro camino. —Remontaremos hasta los llanos en alto, a las alcarrias que los moros llaman, y por allí, por los visos, cabalgaremos dominando, desde lo alto, el Henares, protegidos por los bosques, sin que puedan divisarnos sus vigías, que además atalayan hacia el otro lado. Hemos ganado su espalda y por ella caeremos sobre sus poblados. Subimos por las tendidas cuestas de aquellos montes chatos y arriba se abrieron las llanadas. Cabalgamos en fila por el borde mismo de los cerros, pero tapados por las carrascas y procurando no perfilarnos contra el cielo. Dimos agua a los caballos en una fuente que en un escalón se abría y desde donde nuestros adelantados nos señalaron la torre de Buj Al Harum, abajo, a este lado ya del Henares, sobre un afloramiento de piedra, entre el río y la falda de la montaña. Seguimos caminado emboscados y al asomarnos de nuevo divisamos un pico muy similar al de las M atillas y bajo él una nueva torre vigía, colgada ésta sobre un cantil sobre el río que de nuevo se acercaba a las faldas de las alcarrias. —Ése ya es el Pico de Xadraq. Detrás, aunque nosotros no podamos verlo, se alza su castillo. A la torre de ahí abajo le llaman de Nublares —me señaló mi tío. —Conoces bien estas tierras. Ya las has cabalgado. —Rodrigo y yo lo hicimos, pero aquella vez al bajar la mesnada por la orilla del río desde esa torre de los Nublos, que además tiene la boca de una gran cueva abierta en lo más alto casi del roquedo, nos divisaron y dieron la alarma. No hubo entonces forma ni de asaltarlos desde abajo, ni su cueva ni su torre, y tampoco el castillo de Xadraq que ya había puesto a todas las gentes bajo su resguardo. Por eso ahora hemos cogido esta vereda, porque ellos otean hacia el norte por donde esperan los ataques y no saben que ya andamos a sus espaldas. Seguimos nuestro camino por entre chaparrales y tierras baldías donde no crecía otra cosa que ásperas aliagas. Las vegas verdeaban a nuestros pies cuando al fin llegamos a la vista de Xadraq, el pueblo sobre la falda del castillo y la alcazaba erguida en un cerro muy perfecto y pronunciado. Las torres confrontaban, como las de los otros castillos, al norte. Al sur, la puerta de entrada estaba guardada por una torre albarrana. Por ella veíamos transitar muchas gentes que subían y bajaban. Campesinos con sus asnos, mujeres con cántaras, hortelanos con sus productos y algunos hombres de armas. Era casi el mediodía y Álvar Fáñez nos ordenó retranquearnos un poco y hacer alto. Descubrió un explorador una cercana fuente flanqueada por un cantil de toba por donde se deslizaba y a veces repuntaba una pequeña corriente de agua, que al pie del farallón acababa por llenar una pequeña poza y humedecer una pradera circundante. Decidió Fáñez que descansáramos allí de la noche en vela, que diéramos cebada y agua a los caballos y que todos recuperáramos fuerzas antes de dar la batalla. Allí en la fuente, reconfortados por el frescor de las paredes de piedra húmeda, por el verdor de juncales y envueltos con el aroma de buenas hierbas y hierbabuenas de agua, sin quitarnos nosotros la loriga ni desembarazar a nuestros caballos de sus arreos, aunque sí aliviarnos y aliviarlos de cargas, yelmos, escudos y lanzas, nos tumbamos en las hierbas. Y aunque a nada íbamos a entrar en batalla, matar o ser muertos y a verter la sangre, a poco, muchos dormían acunados por el rumor de la minúscula cascada. Yo, aunque no lo creí posible, caí prestamente también en el sueño. M e despertó un compañero golpeándome en un pie. Al abrir los ojos vi que el sol ya estaba rebajado y, ya montados, vimos que no tardaría en trasponer detrás de las montañas por las que la noche anterior habíamos nosotros atravesado. El astro iba cayendo tras un pico, el Ocejón; el más alto de aquella sierra que divide las tierras sarracenas de las tierras castellanas. M i tío Álvar había trazado su plan de batalla aprovechando nuestro descanso. Un barranco bajaba desde la alcarria hacia el poblado. Por allí, en tromba, entraría la primera carga, buscando cortar la retirada de los moros hacia el castillo. M ientras, el propio M inaya atacaría su puerta protegida por la torre albarrana intentando forzarla si se demoraban en cerrarla y tomar el primer patio aunque no pudiera llegar a la alcazaba. Yo iría con él en la galopada. Álvar nos reunió en torno suyo, mientras Galín y los otros se desplegaban y partían al trote hacia el cañadón de bajada. Hizo la señal de la cruz sobre su pecho, se caló la visera del casco, puso la lanza en el arzón lista para ser enristrada, descolgó el escudo pequeño y se lo puso en el brazo izquierdo, con cuya mano sujetaba también las riendas de su caballo. Picó espuelas, salimos al viso sobre un cerro de la misma altura que el de la propia fortaleza, pero con una dura pendiente de bajada y culminada ésta el inicio de la senda de subida hacia la puerta trasera del castillo. —Sed precavidos en la bajada. No caigáis aunque os demoréis un poco. Una vez en el inicio de la cuesta gritad y picad espuelas. Subid en un alarido y como un rayo hasta la puerta. Hay que impedir que la cierren —se volvió a mí y me advirtió—. Cuídate de los arqueros de la torre albarrana. Atardecía. Subían ahora algunos moros hacia la fortaleza y eran más los que descendían hasta el poblado. La tarde tenía un aire cansado y soñoliento cuando los cascos de nuestros caballos en la cuesta la despertaron sobresaltada. Los gritos de alarma de quienes descendían se mezclaron con el griterío que en ese mismo momento comenzaba a oírse en el poblado, donde grandes alaridos resonaban. No tuve tiempo de fijarme luego en nada. Llegué abajo y picando espuelas remonté arrollando todo, viendo caer rodando moros por las laderas y al frente a Fáñez alanceando a cuantos se le ponían al paso. Voló alguna flecha, vi caer algún jinete y oí relinchar algún caballo herido, pero la carga llegó a la puerta y trabó combate con los defensores que intentaban taponarla. Vi subir y bajar ahora el brazo armado con la espada de Álvar Fáñez. Lo vi desde atrás pues había ante la entrada una confusión de gentes, un tumulto donde no se distinguía nada, ni moros ni cristianos, y solo era un griterío el que por todos lados se levaba. Al fin aquello pareció comenzar a vaciarse. Fáñez había roto la defensa y penetraba en el primer patio del castillo. Los de la torre albarrana corrían por la ronda de la almena para refugiarse en la alcazaba. Una parte de la fortaleza era nuestra, pero los moros habían logrado ya cerrar las entradas al reducto y era ya suicida, pasada ya la sorpresa, cualquier asalto. Álvar, ducho en tales menesteres, lo comprendió de inmediato y no estaba en absoluto en el ánimo del Precavido perder ni jinetes ni caballos por las flechas que los encastillados podían lanzarnos desde lo alto. Así que despejó el patio de entrada, empujando ante nosotros a todos los musulmanes rendidos y dejando sobre las piedras a sus muertos. Fuera de la línea de tiro de los arqueros situó guardia para que no pudieran hacer ninguna salida y al igual hizo en la puerta del castillo, dispuesto a cercenar de inmediato cualquier intento de los sitiados. Con la mitad de los jinetes, entre los que me encontraba, bajamos hacia el poblado, hacia Xadraq, al encuentro de los otros dos tocayos suyos, Álvarez y Salvadórez, y de Galín García. Ellos sí habían hecho mucha mayor presa que nosotros, pues cortada la retirada los que no huyeron a los campos y se ocultaron habían caído en sus manos. Los tenían a todos en la plaza, cerca de una fuente y ahí iban conduciendo y empujando con las caballerías a moras con sus hijos, a los campesinos con sus asnos y a los pastores con sus rebaños de cabras y ovejas y hasta un buey incluso. Yo desde el caballo observaba a aquella gente aterrada que nos miraba con ojos espantados y que se acurrucaban los unos con los otros. Desmontó Fáñez y se dirigió a ellos. Les habló en nuestra lengua y vi que la entendían y vi en su expresión que les aliviaba. Álvar Fáñez anunció a los prisioneros que no los mataría, ni incendiaría el poblado ni las cosechas, pero que se llevaría rebaños y cautivos, los que pudieran andar mejor y seguir a la tropa. Que podrían ser rescatados. Que los conduciría a Castejón, donde esperaría a que llegaran con los dineros y que así podrían liberar a sus familiares. —¿Entienden nuestra lengua? —le pregunté a Galín García que estaba a mi lado. —La parla de las gentes es la misma. En ésta se mezclan otras palabras suyas que la diferencian con la nuestra, pero nos entendemos con todos. El árabe no lo hablan muchos, los reyes, sus nobles, los bereberes puros y sus alfaquíes, que son sus curas. Pero las gentes hablan lo que hablamos todos. Y a nosotros nos pasa lo mismo, el latín ya solo lo hablan los frailes y los que escriben los documentos en la corte. No estaba la noche para disquisiciones lingüísticas y menos con Galín García, que de lo que entendía desde casi antes que ser mozo era de lanzas y caballos, pero lo dejé anotado en mi memoria por saber algo más de aquello. El círculo de caballos sobre la plaza se mantenía como un dogal al cuello de los prisioneros y nadie osaba levantar contra nosotros ni siquiera la vista. Se montaron tres turnos de vigía y el resto desmontamos al fin. El sudor me corría por debajo de la loriga, pero lo cierto es que ni había vertido sangre alguna, ni había perdido ni una gota de la mía. Ni un rasguño sufrido ni una herida infligida. Alguno de nosotros sí había resultado alcanzado por las flechas y ahora en una casa se procuraba cura a un par de jinetes y se había optado por sacrificar a algún caballo, al que un dardo le había llegado al pulmón y echaba sangre por los belfos. Alguno herido en la grupa podría reponerse más fácilmente. Álvar dio orden para consternación de los lugareños de sacrificar al buey. —Comeremos buena carne de buey y la del caballo la ahumaremos para tenerla durante el camino. Pasaremos aquí la noche y mañana partiremos hacia Hita. Luego se dirigió a Salvadórez. —He visto cepas en las faldas más protegidas. Tienen viñas estos malos musulmanes. Así que tendrán vino. Vendrá bien para reponer a los hombres. Lo tendrán oculto pero tú te das buena maña en encontrar lo que guardan. Salvadórez sabía desde luego cómo hacerlo. Se fue a donde amontonados se encontraban todos los moros y cogió a una muchachita que no llegaba aún a mujer ni entre los agarenos, que entran antes a la madurez y se casan casi niñas. Hizo un ademán violento y como si fuera a entregarla a la tropa. Luego hizo su demanda y a poco se levantó un anciano, que parecía de mejor posición que los demás, quien con mucho ademán, muestras de sumisión y sonrisas lagoteras lo apaciguaba, e hizo gesto de que le siguiera. Fue Salvadórez con dos más y al poco regresaron a la plazuela con el viejo delante y un par de odres de vino a las espaldas. Para entonces, unos ya habían degollado al buey, algo más retirados para que el olor de sus entrañas no corrompiera el aire, y otros, en una esquina, habían aderezado una buena hoguera donde, con unas grandes lascas de pizarra, se preparaban para asarlo. Nos comimos el buey. O al menos buena parte de él. Se cenó en turnos y durante toda la noche, pues iban bajando las guardias que custodiaban a los encerrados en la alcazaba y los que protegían las salidas del poblado. Álvar hacía honor a su nombre y era muy precavido. Bebieron los jinetes y con el vino algunos miraron demasiado a las mujeres. Había algunas moras que aunque se tapaban la cara parecían jóvenes. Pero los ojos de Fáñez lo controlaban todo. Puso alrededor a unos cuantos de su mayor confianza con las lanzas en la mano y dijo en voz bien alta: —Los pongo no por miedo a que escapen ellos sino a que entréis vosotros. Comed y bebed pero dormir luego. No sin antes haber dado agua y cebada y dejado bien cuidados a vuestros caballos. Tiempo habrá de moras pero no es hoy momento de holgar con ellas. Dormid con el estómago caliente que mañana al alba saldremos. Se rieron los mesnaderos, pero acataron sin rechistar al capitán que junto con un puñado de elegidos se retiró a una esquina de la plaza a conversar y trazar el plan de la mañana. A mí me tocó la guardia última, antes de la alborada. Cuando llegué a mi puesto, dando vista a la alcazaba, vi que en su torre estaba encendida una luminaria muy fuerte. A quien relevaba le pregunté por ella. —Lleva encendida desde antes de caer la noche, en cuanto pudo brillar en el ocaso, y no han dejado de alimentar las llamas. Ya no podremos sorprender a los de Hita como a éstos y a buen seguro que los de Nublares, Buj Al Harum3 y todas las torres están repitiendo la alarma. Pero nuestra algara no iba a detenerse por ello. Un destacamento de veinticinco jinetes, al mando de Salvadórez, se encaminó hacia Castejón con los rebaños capturados y todo el botín del que pudo hacerse acopio en Xadraq, que no era mucho pero que suponía un buen acopio de grano, legumbres y hasta verduras, sin incendiar las casas como había prometido y dejando, excepto al que parecía el más notable de la aldea, a los más viejos y los más niños y llevando a jóvenes, hombres y mujeres como peones de carga. Con un recado además de M inaya. —Seguiré el río abajo, pero ya estarán los moros encerrados tras sus barbacanas. Correré el campo y capturaré botín, pero sin darle fuego ni talar los árboles. Quizás nos sean de utilidad mañana. No enviare más cautivos sino que todos los retendré conmigo y con todos volveré yo a Castejón. Hacia allá iré diciendo también que partan los notables moros a negociar rescate. Partió Salvadórez con los cautivos y nosotros en turbión y al galope dejamos Xadraq, subiendo de nuevo por la cuesta por la que nos habíamos descolgado contra el castillo. No había tiempo para nada, ni para desmochar siquiera la torre albarrana, aunque sí para descuajar la puerta y destruir la conducción de agua que por la falda del cerro de enfrente le llegaba, y que pateamos con los caballos y destrozamos con las mazas de guerra en algunos trechos. Por la otra vaguada vimos como rumbo al campamento de retaguardia comenzaba a subir también, hacia la alcarria, la reata de prisioneros y rebaños capturados, con las lanzas de nuestros jinetes rodeándolos y abriendo y cerrando su paso. Álvar se quedó en lo alto del cerro, frente a la alcazaba, un largo rato. El precavido advertía así de que estaba alerta a cualquier salida de los del castillo o un intento de rescate de los cautivados. Solo cuando consideró que Salvadórez ya se habría adentrado lo suficiente por el camino de vuelta entre los chaparrales y que seguro también habría éste enviado un emisario a Rodrigo para que destacara hombres al encuentro, continuamos nuestra cabalgada. Fáñez conocía tan bien aquellos parajes que parecía tener el mapa de los ríos, los pasos y las fortalezas muy fresco en su memoria. Por allí habían andado antes él, su primo y, me maliciaba yo, bastantes de quienes nos acompañaban, pero excepto el comentario de Álvar de aquella algara anterior nadie parecía querer mentar nada. A alguno si se le escapó algo y pude entender que hasta hubiera podido estar en el origen de las desdichas de Rodrigo, pero visto que ellos preferían guardar silencio sobre ello opté yo por no preguntar más nada. Ni siquiera a mi tío. Pero desde luego conocían bien aquellas veredas, los puntos débiles de las defensas musulmanas y los lugares a evitar y se les notaba seguros y confiados. M ás llevando al frente a un capitán tan avezado como prudente al que respetaban y querían. De lo que me percaté es que no todos habíamos remontado a aquel pico, por el que planeaban las águilas4 y que así llamaban los lugareños, sino que una buena parte de la mesnada se había descolgado desde Xadraq hasta el río y seguían, a la par que nosotros por los altos, nuestro rumbo por la feraz vega del Henares, buscando taparse en las arboledas, pero sin cruzar a la ribera norte y manteniéndose en la de nuestro lado, por donde ahora cabalgábamos nosotros, perfilados sobre el viso, procurando, los unos y los otros, tenernos siempre al alcance de la vista por si surgía cualquier contratiempo. Nosotros podríamos descender presto en su ayuda o ellos escapar hacia los altos desde donde nosotros dominábamos. Yo atalayaba desde aquella altura, desde aquella alcarria, a nuestros destacamentos, avanzando al borde de aquella serpiente de chopos que delataba al río, aquella vega que se abría y que en un punto propiciaba el encuentro con otro río. Pregunté cuál era y obtuve respuesta. —Aquél en el que abrevamos nada más entrar en tierra mora, aquél de la laguna, el Bornoba. Aquí junta sus aguas con el Henares. Pero aún miraba yo más y me admiraba de las montañas que en el lejano horizonte azulaban. Era una sierra que cerraba toda aquella tierra y que según avanzaba parecía tener mayores picos y alturas que aquellos pasos por los que nosotros habíamos entrado en ella, hacixºa el noroeste. Sobre todos parecía descollar uno que ya tenía retenido en mi memoria y que desde todos lados parecía divisarse. Era como una ceja que dominara a los otros de la sierra, y por ello el nombre de Ocejón, con que los veteranos lo habían señalado, me pareció muy apropiado. La tierra que se abría a nuestros pies, con los ríos refrescando el valle, luego las llanuras onduladas y al final los sopies de la montaña, las sierras y sus picos, era en verdad hermosa y atrapaba la mirada, pero a mí me la envolvía de nostalgia. Porque sabía, y los sabíamos todos los que detrás de Álvar Fáñez cabalgábamos, que tras aquellos montes estaba nuestra tierra. Allá, al otro lado, estaba nuestra Castilla, de la que habíamos salido desterrados, a la que tal vez no regresáramos y donde cada cual tenía, quizás yo de los que menos aunque ya también, algo y alguien, a quien regresar. Porque pensé que al menos ahora tenía un lugar donde regresar y hasta un corazón que me esperaba. Debía ser aún más triste para quien no tuviera aquella esperanza en la vuelta, aquel cobijo y algunos brazos que le aguardaran. Cruzamos presto y aun de primera mañana una pequeña aldeucha abandonada donde no había quedado un alma, que se colgaba sobre el valle y los ríos que confluían5 como asomándose a ellos desde sus casas. Seguimos al trote y a poco ya vimos que por nuestro lado la alcarria se descolgaba y dimos vista a Hita, aunque antes divisamos cerros muy parecidos, cónicos y aislados, unos picos que parecían ser la señal distintiva de aquellas tierras. Habíamos perdido ya para entonces de vista a los escuadrones que bajaban por la orilla del Henares, cuando ya tuvimos delante el pico mayor de aquellos conos. Éste estaba rodeado de muralla y presidido por una torre en su cima. Era el que cobijaba a Hita, nuestro próximo destino, y donde Fáñez pretendía dar otro golpe de mano. Hita se divisa desde la alcarria como el pezón de un redondeado pecho de mujer en medio de las llanuras. Existen por aquella tierra varios montículos así, algunos de hecho habían confundido antes a nuestros exploradores, pero ninguno era tan perfecto como éste. Algunos se le asemejan pero ninguno tiene la perfección del de Hita, con la torre en su cima y rodeado de su fuerte barbacana. Sus habitantes se habían acogido, alarmados por nuestra llegada, a su protección y se aprestaban a su defensa. Pero es aquí donde entró en funcionamiento la añagaza de Álvar. Nosotros no veíamos los escuadrones que por el río descendían pero también quedaban fuera del alcance de los vigías de Hita. Y los de varias aldeas, y no pocos que tenían sus ganados pastando por las vegas, habían optado por refugiarse precisamente en los sotos arbolados creyendo que nadie descubriría su presencia y que la algara se limitaría a correr el campo de Hita y buscar botín en las cercanías de un riachuelo llamado Badiel, que regaba aquellos campos y daba agua a huertas y alquerías. Los de las más cercanas sí se habían amparado tras la barbacana pero los más alejados habían quedado en descampado y allí es donde fueron capturados con la estratagema de Fáñez que no se esperaban. Como tampoco se la esperaban los defensores de Hita que, teniéndonos a nosotros ante su puerta fortificada, no percibieron, hasta que les fue tarde, la llegada de aquellos nuevos enemigos, que por su espalda se abalanzaban. Ni había tiempo ni máquinas para intentar siquiera el asalto a la alcazaba ni a muchos puntos de la muralla; pero sí pudimos penetrar, saquear y dar fuego a algunos arrabales. Y tan raudo como entramos salimos y yo una vez más, he de reconocerlo, sin haber descargado la espada. De nuevo me había limitado a blandirla contra el aire y los enemigos que huían hasta ponerse bien al resguardo de las murallas más altas. Los que corrieron la vega había capturado un rebaño completo de cabras con alguno de sus pastores. Traían también bastantes cautivos que preocupaban a Fáñez, pues quería llegar hasta Guadalajara y no dividir demasiado sus tropas. Pero sí lo hizo de nuevo dejando cincuenta lanzas a las orillas del Badiel, en un pequeño pueblo, el Cañizar, resubido ya un poco sobre la llanada para poder divisar y prevenir alguna salida enemiga desde Hita, y no lejos de un frondoso bosque muy tupido donde hasta daba miedo meterse y donde emergía una torre6 . No le quedaba a nuestro capitán otro remedio si no quería en verdad, impedido por ganado y prisioneros, perder la rapidez de su marcha y poder caer sobre los enemigos con una cierta, aunque cada vez menor, sorpresa. Guadalajara era ya una plaza fuerte, la M adina Al Faray le habían llamado, y tenía foso, fuerte muralla, alcazaba inexpugnable y el puente sobre el Henares protegido por fuertes torres, que Abderramán había restaurado y fortificado. Era una de las capitales de la M arca M edia de los árabes y por ella parecía tener cierta predilección mi tío. Comprendí que también conocía de su posición y sus puntos inexpugnables y otros que quizás no lo fueran tanto. Continuó su cabalgar la mesnada desdoblada. Nosotros algo más alejados de nuevo del Henares por una tierra de ondulados cerros y abundantes bosquetes de encinas, por donde volaban muchas tórtolas7 , y los otros más pegados al río pero sin cruzarlo y siempre de nuestro lado; aunque ya comenzaban a ser, debido a grandes terreros y salientes en otros casos de rocas o de cárcavas, imposibles de transitar con los caballos ni aun de pie, como me contaron luego que les había sucedido al rebasar primero un montículo, un colmillo, y luego una muela que bajaba sin dar tregua de paso hasta el mismo borde de las aguas8 . Al fin, ellos con más fatiga que nosotros, fuimos a confluir ambos a la siniestra del puente de la M adina Al Faray sobre el Henares, guardado por dos torres de piedra que su nombre nuevo le daban9 y por los farallones terrosos y rojizos que teñían de color sus aguas. A ellas venía a dar un barranco, que hacía de foso natural a la ciudad, el del Alamín. Sobre nuestras cabezas chillaban los halcones peregrinos, que en aquellos verticales terreros, sobre la corriente, anidaban. Y nosotros deberíamos ser tan veloces como ellos si alguna presa queríamos conseguir y ya no digo alguna tierna paloma. Dimos allá una carga sobre una de sus puertas, pero fuimos rechazados y sufrimos alguna baja al intentar atravesar aquel foso. Álvar nos hizo retirarnos de inmediato y volver grupas. En realidad había sido una maniobra de distracción pues otro grupo había desbordado al galope a Guadalajara por la izquierda y llegado raudo a la puerta de salida de la ciudad por el otro costado, por donde se iba hacia Alcalá, guardada, al igual que el remonte desde el río, por otro fuerte torreón a su entrada 10 . Con ello, un cerco de hombres a caballo se había completado sobre la ciudad amurallada. Así, con los moros encerrados en su recinto murado y con nuestras tropas corriendo los campos, Fáñez dividió en pequeños grupos a su mesnada y cada cual, con un jefe al mando, salimos en las más opuestas direcciones con la señal convenida de regresar sobre el barranco del Alamín con el botín conseguido antes de que el sol se pusiera. Corrimos pues el campo y por todos lados se elevaron humaredas hacia el cielo pues, en esta ocasión, Álvar no había prohibido que se metiera candela a las granjas y se hiciera mal a las cosechas, casi todas, por otro lado, recogidas. Una vez más no entré en combate alguno ya que no puedo reclamar como tales el blandir mis armas desde el caballo sobre campesinos aterrados, mujeres que gritaban y niños llorando a los que íbamos prendiendo y atando los unos a los otros para que nos siguieran en reata. Corrieron el campo los destacamentos y Álvar hasta alcanzó, vega del Henares abajo, a divisar las torres de Alcalá, ante las que, en alarde, hizo correr su hueste. Pero no se acercó tanto como para ponerse a tiro de sus arqueros, aunque bien se les vio azararse en sus almenas. Y aquí Álvar sí prendió la antorcha, incendió la mies y taló los árboles. Asaltó cuanta alquería encontró a su paso y fue arrebañando cuanto pudo antes de emprender el camino de vuelta y llegar en tiempo a la cita por él mismo establecida. Tenía un objetivo que no nos había todavía señalado: Forzar un portillo en la parte alta del Alamín y lograr entrar en la ciudad. Quizás porque algunos desde dentro nos lo facilitaron o porque sabía de lo endeble de aquel postigo, hubo un punto por el que pudimos penetrar al arrabal. Fue nuestra mejor presa en toda la algara. Encontramos que tenían los moros no solo grano y viandas sino muchas piezas de su alfarería y vasijas y utensilios de sus orfebres. Yo hice precisamente entonces mi primera presa, un espejo muy bien labrado que cogí junto a algunas lámparas. Se lo llevé a Fáñez todo y le hice la súplica de que pudiera retener el espejo. —¿Lo quieres para alguna barragana de Orbaneja, muchacho? Todo debe ir al mismo saco. Ya lo tomaras cuando te toque tu parte. Debes aprenderlo y no olvidarlo nunca, nada es tuyo hasta que se consigne tu parte. Alguno incluso ha capturado alguna «paloma» árabe y verás muchacho que no la reclama para él. En Castejón decidirá Rodrigo qué hacer con todo y con lo que de los rescates se saque. No hicimos noche siquiera ante las torres de Guadalajara, sino que raudos, con una avanzadilla delante, el grueso de cautivos y rebaños tras ellos y el grueso de la fuerza en retaguardia, protegiendo la retirada, emprendimos el camino de vuelta, iluminados por una luna que iba en menguante pero en una noche clara; para poder llegar, antes de que nos alcanzara el alba, al pequeño campamento que sobre el Canizar habían establecido el destacamento que se había quedado custodiando los rebaños y los cautivos del alfoz de Hita. Descinchamos allí, por fin, a los caballos, se les dio un buen pienso y se les dejó refrescarse en la arboleda. Nosotros dormimos hasta bien entrada la mañana, que fue cuando ya toda la tropa, reunida y en formación, con los cautivos bien agarrados, y con el rabillo del ojo puesto en las almenas de Hita por ver si nos seguían, remontamos de nuevo a las alcarrias y, sin dejarlas, avanzamos por derecho hasta dar vista a Castejón de Arriba, donde Rodrigo Díaz nos aguardaba. Regresaba de mi primera algara y volvía victorioso y cargado de botín. Sin haber asestado la lanza ni descargado la espada. Bien podía decir que había entrado en combate, pero era igualmente cierto que nadie me había enfrentado ni yo derribado enemigo alguno. M is armas estaban igual que cuando salí de Orbaneja. Ni sangre ni melladuras en sus filos, ni un mal abollón o el puntazo de una flecha en el escudo. Pensaba en todo aquello mientras por nuestros pasos regresábamos a Castejón y volvía a ver ponerse el sol tras aquella sierra allende la cual se abría Castilla y se encontraba mi hogar. Pues en aquellos años ya sentía como tal a Orbaneja y a la casa de los Fáñez. Llevábamos los caballos al paso para que pudieran seguirlos los cautivos y con el vaivén, el cansancio y el sueño acumulado la memoria traspasaba los picos y el Ocejón y volvía hacia atrás. 1 Río Bornova, también llamado en ese tramo Manadero, que forma a muy poco trecho de su nacimiento la laguna de Somolinos. 2 Sierra P ela es la denominación actual de esa zona de la cordillera, en su extremo más norteño y cuyas estribaciones alcanzan hasta Sigüenza. 3 Bujalaro (Guadalajara). 4 P ico del Águila en Jadraque (Guadalajara). 5 Miralrío (Guadalajara). 6 Torre del Burgo (Guadalajara). 7 Tórtola la de Henares (Guadalajara). 8 La Muela y El Colmillo en Alarilla (Guadalajara). 9 Guad Al Achara. Río de las piedras o de las fortalezas. 10 Torreón de Álvar Fáñez en Guadalajara, junto al actual palacio de los duques del Infantado. Capítulo II: Nosotros, los Fáñez Álvar Fáñez me había rescatado del monasterio donde había pasado mi infancia con mi madre, me había dado casa, comida, solar, familia y había hecho de mí un hombre al que no dudaba en alabar como una fardida lanza, pues no era yo manco en su manejo. Álvar, que al igual que Rodrigo me sacaba más de nueve largos y bregados años en edad y en hazañas, me había recuperado de los frailes ya cumplidos los diecisiete y me había llevado con él a su solar de infanzón en el valle de Orbaneja, de donde procedía la familia y tenía su tierras, honores y poblados. Yo había sido en ella admitido y honrado. Y en ella, y en sus leyes y dictados, me había hecho hombre y como tal ahora debía comportarme. Álvar Fáñez tuvo siempre merecida fama de no andarse por las ramas y decir de la manera más clara su parecer y su sentir. «Nunca —afirmaba—hay que ocultar la verdad a los amigos y menos a tu propia sangre. M oleste, o hasta duela, es lo único que el honor y nuestra estirpe nos permiten. Al enemigo, y más si es moro, no es deshonroso ocultarla. Incluso con éstos puede haber hasta virtud en la mentira y la añagaza. Aunque si es la palabra la que se empeña ni con enemigo, ni con moro, ni siquiera con judío permite el honor quebrarla». Y decirme la verdad de mi existencia fue lo primero que hizo cuando vino a por mí al cenobio a los dos días de haber dado yo sepultura a mi madre. En él había nacido y me había criado pues en él se recogió, o recogieron, a mi progenitora. Allí me dijeron que era hijo de un hermano de Fernán Laínez, el padre de Álvar, muerto en batalla contra los navarros en Atapuerca. El padre de ambos, Fan Fáñez, el patriarca del linaje, era por tanto mi abuelo y me pusieron su nombre. Poco más hicieron. Los Fáñez me reconocieron como de su sangre aunque mi madre no hubiera celebrado esponsal alguno con mi presunto padre, el joven Nuño, que vino a sucumbir en el combate aunque fueran los castellanos vencedores. El rey Fernando derrotó a su hermano García, el de Nájera, llamado por su predilección por aquella villa y haber sido el fundador de su monasterio, y que fue a morir al igual que mi padre, junto al Arlanzón, en las estribaciones de la sierra, cerca de Ibeas de Juarros, a poco más de una legua de las campanas de la catedral burgalesa, cuyo repique de victoria se escuchó en el campo callado tras el clamor y la sangre derramada. M uchas veces me habían contado la batalla. M urió García en Atapuerca, a pesar de la voluntad de Fernando de que le respetaran la vida, y decían unos que a manos no castellanas sino de un caballero navarro, don Fortún, a quien el soberano había injuriado con su mujer, y relataban otros que por caballeros leoneses para vengar a su rey Vermudo el Tercero, muerto por los navarros en Tamarón. Huyeron al primer choque los mercenarios moros que con él había llevado a la batalla pero sus leales vasallos navarros, aún vencidos, no se entregaron a la derrota sino que mantuvieron bien su formación en la retirada y se abrió tregua. Sus caballeros no quisieron dejar allí el corazón de García y, ante el sepulcral silencio de las huestes antes enfrentadas, se lo extrajeron del valiente aunque desgraciado pecho para llevárselo a enterrar a Nájera. Coronaron en el mismo campo de batalla como nuevo rey a su hijo Sancho, al que se acabaría conociendo como el de Peñalén, pues allí le aguardaba su muerte tampoco buena y también de mano traicionera, que parecía ser ése el sino de los Sanchos reyes. En Atapuerca quedó el cuerpo de García y sobre la tierra donde reposaba el nuevo rey y su tío Fernando, el triste vencedor de su hermano muerto, hicieron grabar una estela. «Fin de rey» se puso en ella. Hubo victoria pero no hubo alegría entre los vencedores, que regresaban a Burgos, como los Fáñez, con uno de sus vástagos muerto, ni entre los vencidos, que trasladaron el corazón de García hasta el panteón de los reyes navarros en Nájera. A los derrotados se les permitió pernoctar y cuidar a los heridos, que no podían caminar ni cabalgar, a la espera de que sanaran o murieran, en unas cuevas que se abren por toda la costera de la sierra. En su entrada, una amplia gruta que daba amplia cabida a todos, acamparon para protegerse de las inclemencias. Cuentan que alguno quiso explorar con antorchas las tenebrosas galerías que salían del gran portalón de la entrada, y que asomó al cabo por otra boca de aquella red de pasadizos trayendo colmillos de enormes y ancestrales fieras y un gran cráneo de oso. Pero otro no regresó jamás y lo último que de él se supo fue el alarido que su compañero de aventura oyó cuando se precipitó al oscuro vacío de una traicionera y hondísima sima. Tampoco hubo alegría entre los Fáñez que hubieron de enterrar al hijo más pequeño. Pero en la muerte de su hermano menor encontró Fernán Laínez la mejor salida para escabullirse de sus pecados carnales fuera del tálamo matrimonial. Convino con mi madre que se declararía a la criatura por venir; o sea a mí, hijo del difunto. Que tendría el apellido, fuera niño, que lo fui, o niña, y como de la estirpe de los infanzones de Orbaneja se le trataría cuando llegara a edad, pero que se mantendría alejado del solar familiar para no dar lugar a rencillas ni malos cuentos y que llegada la edad precisa sería lo mejor y más conveniente que tomara los hábitos. Ello se acordó y así fue respetado y silenciada durante lustros la verdad. Yo me crié entre salmos, rezos, latines y lecturas, amén de en cuidados de huertos y pesquerías de molino. No tuve mala infancia, bien al contrario que me alegran aquellos años en los que crecí también en lo que pocos niños lo hacían, en letras y sabidurías. Aprendí a leer y escribir en latín y en el román castellano que las gentes hablaban y cantaban los juglares. Supe de la Sagrada Historia, de nuestro Señor y de la Virgen M aría. De todos los santos sabía pero también de los hechos de los reyes, de las historia de sus reinos, de los tiempos pretéritos cuando desde Toledo un Rodrigo gobernaba España entera y la traición de un conde dio el triunfo a los invasores moros que todo lo conquistaron hasta los montes astures. Allí lograron, con la ayuda de la virgen de la gruta, frenarlos los cristianos y después ir avanzando sus fronteras. Ahora eran ya muchos y fuertes los reinos cristianos, más poderosos que los sarracenos. El rey Fernando el Primero los había unido y en Santiago, donde los peregrinos llegaban a la tumba del apóstol, en la ancestral de Oviedo, donde a su Cámara y Arca Santa también se peregrinaba; y en León y en Burgos gobernaba un sólo rey que ceñía sus coronas. Ahora muerto, otra vez, por su voluntad, y la de doña Sancha, la reina, más por la de doña Sancha diría yo, que no había querido respetar la costumbre que las viejas leyes godas consagraban de dejarlo todo al primogénito, el reino había sido dividido y la guerra entre hermanos se había desatado. Tan sólo permanecieron en paz, que no en sosiego, mientras vivió, dos años más que su esposo, la reina madre. M uerta ésta, las hostilidades estallaron. Entre Alfonso, que a pesar de ser el segundón reinaba en León como el Sexto de su nombre, y el hijo mayor, Sancho, que lo hacía en Burgos como el Segundo de los castellanos. Entre ambos habían arrebatado a García, el más pequeño, Galicia, y se la habían repartido. Poco les duró el acuerdo pues a nada Sancho, el primogénito y más quejoso del reparto, se lanzó contra Alfonso y lo hizo prisionero. Lo tuvo encerrado en Burgos y solo unos meses antes de que yo abandonara el monasterio le había dejado partir libre hacia el exilio. Decían que había buscado refugio entre los moros de Toledo. Pero seguía habiendo mucha inquietud pues si bien una de las hermanas, Elvira, señora de Toro, parecía avenirse o no tenía fuerzas para resistirlo, la otra, Urraca, señora de Zamora y su alfoz lindero al de Elvira y a poco más de cuatro leguas, no acataba el poder de Sancho y reunía en torno a sí a los nobles leoneses que le permanecían leales. Todo esto lo sabía yo por los frailes que gustaban y presumían de estar en los secretos de la corte lejana aunque se alimentaran en realidad y en la mayoría de los casos de habladurías de dueñas aldeanas. Las cosas mundanas absorbían su interés por mucho que protestaran de ocuparse solo de las divinas. Pero de divinas y humanas, en libros o en relatos, de ambas había aprendido yo en los largos años de vida monacal, destinado un día a vestir también los hábitos de monje pero que ninguna afición por ellos tenía. No fue mi vida ociosa y menos lo fue la de mi madre que bien purificó sus pecados lavando la ropa de los monjes, cocinando para ellos, limpiando y fregando para todos y consumiendo allí sus años en un cada vez mayor silencio que solo rompía cuando a solas con el pequeño Fan Fáñez se permitía la risa. Siempre tuvo confianza en que los Fáñez reaparecieran por el lugar y reclamaran a su estirpe. Pero languideció al ver que los años pasaban y se resignó del todo cuando llegó la noticia de que su amante Fernán había fallecido y, según ella creyó, su secreto había, con él, bajado a la tumba y sido enterrado para siempre. No podía sospechar, cuando se rindió agotada a aquella pulmonía, que el hijo mayor, el primogénito de los infanzones, cada vez más mentado en Castilla por su bravura y sus hazañas, no pensaba dejar a su hermano, aunque solo lo fuera de padre, encerrado tras los muros de un cenobio vistiendo hábitos. Al menos si él no quería llevarlos. Recordaba su llegada. Venía solo, ciñendo espada, pero sin loriga ni casco, por andar por tierras seguras, pero traía, amén del tordo que montaba, un segundo caballo en reata. Lo vi descabalgar y fui el primero en recibirlo. Andaba aquel día triste haraganeando por la barbacana que rodeaba el recinto monástico, mirando sin mirar a nada y con la mente perdida en el recuerdo de su madre, cuando la silueta que había visto avanzar por el camino y concretarse ante la puerta de entrada estuvo casi de sopetón a mi lado y me interpelaba. —Cómo te llamas, muchacho. —Fan Fáñez, señor. —Da agua y cebada a los caballos. No les quites montura ni cinchas, pero déjalos que descansen. Aguárdame aquí que he de hablar contigo. No sabía quién era pero supe de inmediato que su venida me concernía de manera extraordinaria. Hice mil cábalas mientras realizaba con presteza sus mandados. No era, y a primera vista se notaba, alguien ante quien se pudiera remolonear, no era uno de aquellos monjes ante los que bien había yo aprendido a buscarme las gateras para no tener que cumplir todos sus encargos y aún menos sus caprichos. Aquel guerrero, pues todo su porte lo destacaba, no era alguien a quien desobedecer; y aunque muy joven entonces, de la misma edad que yo ahora, estaba acostumbrado a mandar a hombres y que los hombres le obedecieran. Caballero era, sin duda, y asuntos graves traía que iban a transformar mi vida. Eso también lo supe nada más verlo cruzar por la puerta del monasterio, y como de inmediato los monjes lo conducían con premuras y aspavientos al encuentro del abad que hacia él salía también con prisas. Era don Trifón un buen hombre, aunque algo sobrado de untuosidades y pamemas cuando olía estar ante alguien poderoso. Y el visitante se lo parecía por la manera de frotarse las manos y hacerle reverencias al darle paso hacia el interior del recinto monacal. Quedé expectante y, acabados de atender los caballos, me senté ante la puerta como me había ordenado. No estaba solo. Los demás monjes se arremolinaban también como abejas zumbadoras y uno, el de mayor edad y con el que había pasado toda mi vida y me dispensaba un cierto trato del abuelo que nunca había tenido, me dio un cariñoso coscorrón en la cabeza y me dijo risueño: —Es tu tío, muchacho, es Álvar Fáñez. Capitán de nuestro rey don Sancho, primo de Rodrigo Díaz, el de Vivar, que lleva el estandarte real a la batalla, el Campeador que le llaman. Pero no le va nuestro Fáñez a la zaga. El corazón me dio un vuelco. Porque supe, lo supe, hasta lo había sabido antes, cuando me entregó los caballos, que había venido a buscarme. No hube de esperar apenas. Álvar no tardó en asomar por la puerta del oratorio, con el abad don Trifón siguiéndole apresurado, pues el Fáñez caminaba con enérgico y rápido paso. Observé aquella manera de andar, marcando firmemente cada pie en la tierra, que luego siempre distinguiría entre mil e incluso en el fragor de los combates, como aquél en que, desarzonado y rota la lanza, hubo de abrirse paso a pie con la espada entre las filas moras con la sangre chorreándole hasta el codo, retrocediendo, pero plantando cara y posando firme los pies al suelo. Porque tropezar y caer era ser muerto. Eso, a pisar así, habría de enseñármelo tiempo después mi hermano, que fue para todos mi tío Álvar Fáñez como me espetó sin ambages ni tapujos y una vez que estuvimos a solas y lejos de oídos, que no tenían necesidad de oírlo. M e llamó a su lado y me hizo caminar junto a él hacia los huertos, por el sendero arbolado de álamos. —Ya sabes quien soy. Te lo habrán dicho los monjes que nada callan. Tengo una pregunta para ti y espero tu respuesta para partir presto contigo o dejarte aquí para siempre. ¿Quieres ser monje y vivir en el monasterio o deseas venir a la casa de tu estirpe, la de los infanzones de Orbaneja y seguir el pendón de guerra de los Fáñez? —No valgo para cura ni sirvo para fraile, tío. —Pues entonces y antes de que subas al caballo, que es de los mansos porque no te imagino ducho en cabalgadas, he de decirte otra cosa que habrás de guardar para siempre en secreto, que quedará entre tú y yo y que nadie, ni hombre, ni mujer ni confesor, deberá conocer nunca. El secreto lo guardó mi padre y lo guardó tu madre. Lo supe yo y ahora lo conocerás tú si antes, por el Altísimo, juras que nunca saldrá de tu boca so pena de arder para siempre en el infierno donde yo mismo te mandaré de un tajo si incumples tu palabra y juramento. M e asustó el tono y la dureza de voz, que acompañada por el gesto del mentón y de la boca y el mirar de aquellos ojos negros y penetrantes, que acompañaban a una nariz fina y un tanto aquilina, resultaba intimidatorio. No estábamos en iglesia ni ante imagen, cruz, ni libro sagrado alguno, pero al jurar supe que lo hacía ante todos y ante todo y sobre todo ante él, Álvar Fáñez, que como fiador y némesis de lo más alto me lo demandaría en caso de incumplirlo. Juré en firme y en firme cumplí siempre lo jurado. M e ha bastado siempre el saberlo y me ha sobrado con llamarle tío. Aunque a la postre resultara más un hijo que cualquiera de las otras dos cosas. —No eres mi sobrino. Eres mi hermano. M i medio hermano. No fue tu padre el muerto en Atapuerca, sino el mío quien te engendró y quien me lo confesó al morir y aquí he venido yo al morir tu madre, a confesártelo a ti y a ofrecerte mi casa y un lugar donde servir a tu estirpe y a tu rey. Aunque tardíamente, hace años que debieras haber comenzado, te adiestrarás en las armas y te esforzaras en ser armado caballero. Son tiempos de zozobra en Castilla y quizás no pueda prestarte la atención que requieres. Habrás de esforzarte más que todos y un día cabalgarás conmigo a la batalla. Ahora presto recoge tus cosas, despídete de los frailes y monta. Esta noche hemos de estar de regreso en casa. Poco tenía yo que recoger. En un fardo cabía alguna ropa, alguna alpargata y eso sí, mi más preciado tesoro: un par de libros que yo mismo había copiado de otros de los que había en el cenobio. M e despedí de don Trifón, del fraile viejo y de los otros que habían sido mi familia, aunque separada; yo no era uno de los suyos y nunca quise en verdad serlo y ni siquiera con los novicios tuve demasiado trato. Fui siempre un arriscado, me decían, y razón no les faltaba. Cumplía mis obligaciones pero estos senderos no eran los de mi sueño. Éste sentía que podía comenzar ahora. Vio Álvar los libros y sonrió. —¿Sabes leer bien, sobrino? —Y escribir con buena letra, tío. —M ejor que yo seguro —contestó riendo y picó espuelas. Llegamos de noche cerrada a Orbaneja. Pero llegamos. Yo no sé cómo. Porque me cobré una buena costalada y tras ella Álvar se vio forzado a aminorar el paso. M e dejó a las afueras en una casa de unos viejos que nos aguardaban —«mañana iremos a la que será la tuya, te daré a conocer a mi mujer y a mis deudos»—, me derrumbé en el jergón que me tenían dispuesto, cerré los ojos y caí más muerto que dormido. Amanecí baldado, con mi tío golpeando ya en la puerta. M e traía ropas nuevas, más propias de un fijodalgo, y unas buenas botas y, ya vestido con ellas, me condujo hacia sus casas. Deudos, criados, familiares de los Fáñez, me esperaban y a ellos fui como sobrino presentado. No estaba allí la joven esposa de Álvar, con la que no llevaba siquiera un año casado. M e recibieron con seriedad y cortesía, sin ninguna alharaca, con la sobriedad que no tardé en comprender era una de las virtudes que marcaban al clan. En una vivienda adosada a la principal, pero con entrada propia, una cocina con chimenea, una sala y una única estancia, que me señaló como mi futuro aposento, pegado al suyo, me encontré con nueva sorpresa. En un rincón amén de otro juego de ropas estaban colocadas sobre un arcón una loriga, hecha de cuero con trabadas arandelas de acero que la cubrían por entero y a mí de la cabeza a la rodilla; dos escudos, el uno pequeño y ligero, de madera y cuero y otro mucho más grande, ovalado, mucho más pesado y de hierro; un casco con visera, sencillo y sin adornos; y dos espadas, la una de madera y la otra de acero. —En la cuadra tienes un caballo. El que ayer te trajo. No vale mucho para la guerra pero te servirá para adiestrarte. M ás adelante habrá que proveerte de una buena lanza de buen fresno y buen hierro. Las espuelas habrás de ganártelas. Yo gané las mías antes de cumplir los 20 años, pero desde los catorce me esforcé por ella. Con mi primo Rodrigo Díaz y en tiempos del rey Fernando. Los dos nos las ganamos y al juramento a él prestado por ambos en la Iglesia de Santiago de los Caballeros de Zamora nos debemos. Era la primera de las muchas veces que iba a oír hablar en aquella casa de Rodrigo Díaz, el de Vivar. Compañeros ambos de armas desde hacía muchos años, desde casi su primera adolescencia, y unidos los dos tanto por la sangre como por la camaradería. El padre de Álvar, y el secreto mío, era medio hermano de Diego Laínez, el padre de Rodrigo. Ambas familias de infanzones, los unos de Orbaneja, los otros del valle del Ubierna, aunque la suya de mayor poder y rango de nobleza por parte de su familia materna. Uno de los abuelos de Rodrigo había sido Laín Nuñez pero el otro, por parte de madre, fue el magnate castellano Rodrigo Alvárez, por quien le pusieron el nombre, que fue tenente de grandes plazas fuertes como Luna o Curiel. Y un hermano suyo, tío abuelo de Rodrigo, Nuño Álvarez, nada menos que tuvo a su mando y cargo a la ancestral Amaya. Álvar y él disfrutaban de esa ascendencia vascona y presumían de emplear palabras en aquella lengua vernácula, como esa de M inaya que ya se le estaba quedando a mi tío como apodo. Las armas habían engrandecido los dominios de ambas casas bajo del reinando de Fernando, que antes de ser rey en León había sido conde en Castilla. Coronado como tal por su matrimonio con su esposa doña Sancha, y a la muerte del rey Vermudo, el Tercero, derrotado en Tamarón, se hizo con ambos reinos, León y Castilla, pero en el reparto hubo de ceder a su hermano García buena parte de las tierras castellanas. Tanto es así que éste gobernaba desde Nájera, Navarra, toda la Rioja, Álava y el país de los antiguos vascones mientras su hermano lo hacía en León y Burgos. La frontera principiaba en la ría de Santander, con el Pas en poder de Fernando, al igual que los alfoces de Bricia, Urbel, Arlanzón y Oca, más todas las tierras al este y norte de ellos con las comarcas burgalesas de Belorado, la Bureba, M iranda de Ebro y las siete merindades de Castilla Vieja. Pero la tierra del navarro se divisaba a simple vista desde las almenas del alcázar de la capital burgalesa pues Ubierna, el monasterio de Rodilla, Atapuerca y Zalduendo, Sotopalacios, eran aldeas suyas y el mojón de separación estaba a seiscientos pasos de Ibeas de Juarros. Por el norte ese límite se encontraba a mitad de camino entre Sotopalacios y Vivar. O sea, que Diego Laínez y su hijo Rodrigo supieron de la guerra de frontera porque de ella fue capitán el uno y en ella nació y se curtió el hijo. Y algo parecido sucedió con los Fáñez en Orbaneja. Quedó tras la batalla de Atapuerca y a la muerte de García de Nájera, como tarea de don Diego, rectificar la frontera y de tomarles a los navarros los castillos de Ubierna, Urbel y La Piedra, que no los cedieron por las buenas, sino hasta que los derrotó en buena lid y en campo abierto. Los Fáñez le ayudaron en el empeño. El pequeño Rodrigo fue testigo de aquellos avatares lo mismo que lo fue Álvar de los de su padre. Los dos capitanes fronterizos vieron ensanchados sus dominios y creció su prestigio en la corte, sobre todo el de Diego Laínez, aunque siempre se mantuvieran bastante alejados de ella. Eso era cosa de ricos hombres, magnates y de condes, no de infanzones fronterizos. Pero sus hijos crecieron vigorosos, endurecidos y diestros en el manejo del caballo, de la espada y de la lanza en las tierras ásperas donde la vigilancia era continua y el enemigo, aunque cristiano, podía sorprenderte en cualquier momento. Aunque lo cierto es que con Fernando los terribles ataques musulmanes que la aterrorizaban tan solo cuarenta años atrás, durante el tiempo del terrible Almanzor, habían cesado. M uerto éste y sus hijos, Al M alik y el «Sanchuelo», este nombre parecía perder incluso a los infieles; la guerra civil en Al Ándalus había destruido el califato y dado lugar a una decena de reinos de taifas, peleados entre sí, pero ahora mucho más débiles. El Duero era ya una frontera segura que los moros no cruzaban y eran los cristianos quienes pasaban al ataque y corrían los campos sarracenos imponiéndoles el pago de tributos o el castigo de las algaras en busca de botín. Pero tampoco había ninguna unidad entre éstos. Los condados de Cataluña, los reyes de Aragón combatían con los navarros, los leoneses, los gallegos y la emergente Castilla en disputas territoriales o dinásticas, muchas de ellas provocadas por la costumbre de los repartos de las tierras entre todos los herederos. Fernando había sido, sin duda, el monarca más poderoso y con é l León y Castilla ejercían una hegemonía peninsular que obligaba a los reyezuelos árabes al pago de cuantiosas parias bajo amenaza de peores saqueos e incluso de conquistas, toma de fortalezas e invasión de territorios. La frontera entre ambos aguantaba en el Tajo; la M arca M edia, que el gran Abderramán III había fortificado y desde la que Almanzor había lanzado sus más devastadores campañas. Rodrigo y Álvar habían acudido a la corte. En ella, el primero había descollado desde el principio y los buenos oficios de los poderosos Álvarez habían logrado para él un puesto de privilegio, más alto de lo que su estirpe le confería, hasta pasar al servicio del Infante Sancho, el primogénito de Fernando. Éste lo acogió como uno de sus pajes y a su lado y con su protección aprendió el manejo de las armas, donde destacó entre todos, se educó en escrituras y leyes y tuvo siempre el favor de Sancho y éste la lealtad absoluta de Rodrigo. Unidos, pues, por las armas y la sangre, Rodrigo y Álvar habían ganado en fama y en honores. Y mi joven tío, además, logrado por matrimonio emparentar con lo más alto del reino. Pero no gustaba Álvar de la corte sino más de aquella pequeña villa donde había nacido y en la que, al caminar a su lado, sentía que el respeto de las gentes lo rodeaba. Empleamos la mañana en recorrer Orbaneja y sus alrededores. Quería mostrármela y, de paso, mostrarme a mí a todos sus deudos, sus vecinos y a sus hombres de armas. En el propio centro de la villa se abría una gran gruta, la Cueva del Agua. De ella brotaba un caudal impresionante y al penetrar en su interior uno se atemorizaba oyendo el rumor de las corrientes subterráneas, que pugnaban en las entrañas de la tierra por aflorar al exterior, algo que hacían con fuerza tal que a la vera del impetuoso arroyo había una serie de molinos harineros cuyas piedras movía y que eran la fortuna de mi familia. Luego las aguas se despeñaban en una cascada poderosa, que caía en espumoso tumulto sobre una enorme poza cristalina sobre el gran río Ebro. El arroyo dividía en dos al pueblo. A la puerta misma de la cueva estaba la casa mayor, la de los Fáñez, fuerte y bien construida con piedra y mampostería en su parte baja y, luego, con sillares de toba, abundante y muy buena para ser trabajada, con la que se habían hecho también la totalidad de las casas del pueblo, apiñadas las unas con las otras en estrechas callejuelas en las terrazas donde se asentaba. Eran casas fuertes, con aire montañés, pues en esa naturaleza se hallaban. Porque Orbaneja era una cuesta continua. Sobre el pueblo se erguían los cantiles verticales y las terrazas de toba, una tras otra. Remontando por una empinada senda se llegaba a lo alto y desde allí se divisaba el cañón abierto por las aguas del río y en el paisaje destacaba, en su margen derecha, en otra cima de la parte interior del recodo, el castillo de anchos muros y con almenas y torres que entonces me parecieron altas y fuertes. Luego, cuando tuve que ver otros y otras ciudades fortificadas aquel me parecería pequeño y humilde, pero aquel día me pareció inexpugnable. En él vivían las gentes de armas de la mesnada de los Fáñez y a ellos proveía. Era realengo, y por tal voluntad real estaba en poder de mi tío. A todos ellos fui con mucha solemnidad presentado. A la orilla del río, que no dejaba apenas espacio, y en los pequeños respiros que la piedra permitía, se abrían huertas muy bien cuidadas y protegidas donde se sembraban hortalizas, verduras y tubérculos y se atendían con esmero árboles frutales. El poco espacio disponible se aprovechaba bien y se le sacaba todo el rendimiento posible. Pero los campos de Orbaneja, los de pan llevar, estaban en la paramera alta, allí se extendían los trigales y los cultivos de centeno, que era lo que mejor se aclimataba, de cebada y de avena. M i tío me señaló unas construcciones, unos chozos redondos, que pespunteaban la planicie pero sobre todo se concentraban en una explana cercana a los cantiles sobre el propio pueblo. Eran las eras de Orbaneja. Construidos también de toba, como todo por allí, servían tanto de refugio ante las inclemencias del tiempo y de resguardo ante las tormentas como de graneros cuando el tiempo de la cosecha llegaba y antes de que se pusiera aún a mejor recaudo el grano. Pero no era sola aquella la tierra de labor que de una u otra forma rendía cuentas a los Fáñez. M e indicó que en varios pueblos más a la redonda había tierras que eran suyas y a sus molinos llegaba grano de todas ellas acrecentando su hacienda. La abundancia de agua y el arroyo que brotaba de la cueva propiciaban, además, el que se hubieran construido dos fraguas cuyos herreros tenían bien ganada fama en hacer buenos aperos y mejores armas. Aunque en eso mi tío no dejaba de señalar que para nada llegaban a la categoría de los aceros que en otros lugares, como en Toledo, forjaban. Pero para peones y tropa bastaban así, como para reparar las melladas y desde luego para tener bien herrados los caballos y que los arados dispusieran de rejas en las mejores condiciones. Las fraguas eran el pulmón del pueblo y un lugar muy concurrido, pues cuando llegamos allí había mucha y variada gente congregada. Unos afilaban en la piedra, que giraba al compás de sus pies, bien una hoz de segar o una espada. Otros miraban como el herrero golpeaba un hierro al rojo para convertirlo en una reja de arado. Todos saludaron en ambas a Álvar con mucho respeto y consideración y él fue aprovechando también allí para darme a conocer como alguien a quien a partir de ahora habría de ser tratado como correspondía. En una de las fraguas nos demoramos bastante, pues Álvar entró en discusión con el herrero que en ese momento forjaba una espada y al que quiso señalar que la cadencia no era quizás la más adecuada, pues consideraba que las láminas exteriores más duras y cortantes debían ser mejor batidas para que se amalgamaran mejor con el centro más dúctil y de hierro dulce. En la otra, más dedicada a los aperos de labranza, observé con atención cómo fabricaban las novedosas rejas de hierro para los arados que se habían comenzado a ver por los monasterios, traídas por los monjes francos y que araban más rápidamente y removían mejor las tierras de labranza. —Ahondan más el surco y además voltean mejor la tierra. Y si el arado, en vez de bueyes, se puede uncir con el tiro de colleras a los caballos las labores se hacen mucho más rápidas. Traje una vertedera y una collera de tierras de Sahagún, que me costó buenos dineros, que mucho se rió de ello Rodrigo, que me parara a cargar un trozo de arado, pero ahora este herrero está forjando otras como ella porque los labriegos las tienen en mucha estima y todos quieren disponer de una. Le llaman vertederas. Nuestras guarniciones no han tardado tampoco en aprender a hacer colleras. No esperaba yo que mi tío Álvar, el guerrero, se preocupara por tales cosas pero luego iba a entender que no solo había que conquistar los castillos sino que más importante era plantar firme el pie de los campesinos sobre las tierras conquistadas. M ucho tendría yo en el futuro que aprender de vertederas. Pero era ya hora de comer y la caminata había hecho que las tripas reclamaran con algún ruido la pitanza que desde el amanecer no habíamos probado. También le debían estar sonando a mi tío, pues salidos de la segunda fragua nos dirigimos prestos a su casa. —Hora es que conozcas a tu tía. No estaba esta mañana pues ha de cuidar su embarazo, que ya va muy adelantado. Conoce de tu existencia y ha sido la primera en demandar tu venida. Has de estarle, pues, agradecido y mostrarle el mayor de los respetos. Es persona cultivada y le alegrará tu presencia. No te supera en años, pero como a una madre, y con ese respeto, has de tratarla. Llegados al salón, donde ella nos aguardaba sentada junto a una gran chimenea donde ardía con buena llama buena leña de encina, Fáñez me presentó a la dueña. —Esposa, éste es el hablado, Fan Fáñez, mi sobrino, que ha vivido en un monasterio donde lo querían hacer fraile, pero que quiere ser caballero y empuñar espada. Es versado en letras, como tú, y quizás con él encuentres entretenimiento en tales menesteres, que ya sabes mujer que yo no soy en exceso aficionado a ellos. Pero no me lo distraigas en demasía pues lleva en su formación mucho retraso. A sus años yo había entrado ya en combate. Doña M ayor me recibió muy bien. Era todavía muy joven, no llegando ni a mis 17 años, pero su prestancia y presencia, su manera incluso de caminar, sus vestidos, ricos sin derroche de lujos, sus ademanes y maneras denotaban a alguien de alta cuna, gente con la que yo apenas había tratado y que tan solo en ocasiones había contemplado de lejos en el monasterio de mi infancia y adolescencia. M e azoré bastante pues no estaba acostumbrado a estar en presencia de damas y aún menos de su alcurnia, pero ella percatándose de inmediato de mi zozobra e inquietud se me acercó sonriente y con gesto muy cariñoso me obsequió con sendos besos en las mejillas, lo que hizo crecer aún más mi turbación y que los calores me subieran a la cara que imaginé de color granate. Solo sus palabras lograron tranquilizarme un algo aunque sentía que todo mi cuerpo temblaba. —Bienvenido a mi casa, Fan Fáñez. A tu tío y a mí nos alegra tu presencia y ambos solo deseamos que la sientas como propia. Éste es el solar de tus ancestros y nosotros tu familia. Doña M ayor se convirtió desde aquel instante en mi faro y mi luz. Desde aquel mismo momento caí, ante ella, rendido por completo y, aunque para nada lo supiera ni alcanzara aún a comprenderlo, perdidamente enamorado de mi tía. Porque fue sin duda mi primer amor, el que nunca había tenido posibilidad de tener siquiera, un amor que me iba a durar toda la vida. Porque ella ha sido siempre y a lo largo de todos estos años mi guía, mi mejor consejera, la más grande y respetada amiga. M i amor primero, en el altar más alto, nunca confesado a fuer de no saber siquiera que existía, aunque ella fuera más que consciente de ese sentimiento que para nada la ofendía ni la ofendió jamás, pues nada ha habido ni habrá en mi vida más puro. Era una mujer esbelta, de pelo rubio y ojos muy claros en una cara ovalada y muy blanca. Los síntomas de su embarazo eran más que evidentes pero incluso así era grácil y con un aire juncal en sus movimientos. Pero no había nada de melifluo en ella, ni de impostado y falso en sus maneras que eran firmes y denotaban una mujer de fuerte espíritu. Se había adaptado bien a la vida en la casa fortaleza de Orbaneja, entre gentes duras y adustas, aunque echaba ciertamente de menos algunos de los aires y pequeños lujos de los que en su niñez y juventud había vivido rodeada. Por algo había nacido en unos de los solares más respetados del reino. Era hija de Pedro Ansúrez, conde de Saldaña y de Carrión, señor de Valladolid, uno de los grandes del reino. Para Álvar había sido un gran honor poder desposarla y a los Fáñez les costó la dote la mitad de sus propiedades, pero doña M ayor, que ponía una nota de alegría y de refinamiento, no se sentía en absoluto infeliz por aquella boda sino bien al contrario. Se notaba en cómo trataba a mi tío y en la manera de mirarlo cuando hablaba. Un día, ya mucho más tarde, cuando ya hubo confianza para alguna confidencia, me lo dijo: —Busqué mi suerte. Prefería a tu tío Álvar a muchos de los «galanes» de la corte leonesa tan pagados de sus títulos y tan cortos de honor y de valor. M i Fánez es más y mejor hombre que todos ellos juntos. Logré que mi padre aceptara, aunque puso más de una pega, por la desigualdad de linaje. Pero la bravura de mi Álvar en Llantada y Golpejara vencieron las resistencias. Aunque uno de los vencidos fuera mi propio padre. El que los leoneses no quebraran su defensa en el paso del río Esla hizo que fueran las defensas de mi padre las que se derrumbaran, pues él había formado, como era su deber, con Alfonso. Y con Alfonso partió al exilio y desde Toledo hubo de dar su consentimiento para nuestro enlace. O sea que hubo amor, batalla y diplomacia en nuestra boda. Así son las cosas de la corte, sobrino. Había oído yo hablar de aquel combate que enalteció a mi tío, pues su brava defensa de los pasos del Esla, impidiendo atravesarlo a los condes leoneses, entre ellos a su ahora suegro, dio una ventaja que no desperdició el alférez real de Sancho, que era precisamente Rodrigo Díaz, quien lanzó un demoledor ataque que hizo que la batalla cayera claramente del lado castellano, Alfonso perdiera corona y libertad y Sancho se coronara en León. Comíamos tan solo los tres aquel primer día, para permitirnos el mejor y más confiado conversar. La comida como todo en el solar de Fáñez era sencilla pero abundante. Un buen guiso de costillas de cerdo, vino para beber y manzanas de sus propios frutales que se conservaban bien entre la paja del trigo hasta muy adentrado el invierno. Doña M ayor sacó como homenaje a mi llegada unos mantecados para disfrutarlos al final y descubrí el punto débil del tan estricto Álvar. Le gustaban mucho los dulces. —Este marido mío, que tan enteco anda, engordaría de dejarlo comer todos estos dulces y golosinas. Les tiene una afición desmedida y me malicio yo si no habrá sido por alguna de esas moras que me han dicho que los preparan muy sutilmente y de mil formas en esas estancias suyas cuando el rey los envía a cobrar las parias. A saber si no se cobran otras cosas para ellos de las que poca cuenta dan al rey. La miró Álvar, con una media sonrisa apenas esbozada, y me miró a mí también con uno de aquellos fieros ojos medio entornado en un guiño, pero no pronunció palabra. Calló, echó mano a otro mantecado y lo pasó con un buen trago de vino, apurando su copa, que me dí cuenta era, también como festejo a mi presencia, de plata bien labrada. M archaban bien las cosas en casa de Fáñez. En la sobremesa y arrimados a la lumbre donde Fáñez se hizo aún servir un vasito de vino dulce, doña M ayor y él me pusieron al tanto de cuales serían mis deberes y tareas. La primera, y en ello insistió una y mil veces, era ejercitarme en el manejo de las armas para que en algún momento pudiera presentarme a la corte y poder ser armado caballero. Sería un largo y duro camino que había que comenzar a recorrer sin demora y con toda prisa y esfuerzo. Él no podría estar del todo pendiente pues la situación en el reino no era tranquila. —¿Pero no ha sido ya coronado Sancho como rey de los tres reinos? —Lo ha sido pero hay mucho descontento entre los leoneses y Urraca sigue fiel a Alfonso, que ha buscado la hospitalidad del rey Al M amun de Toledo. Con él, como fieles vasallos, han ido los Ansúrez para acompañarle en su desgracia. —El rey Fernando repartió, al tiempo que su reino, las parias que cobraba a los moros. A Sancho las de Zaragoza, a Alfonso las de Toledo y a García las de Sevilla. Ahora los dos destronados se han refugiado en las cortes que antes les rendían tributo. García con Al M utamid en Sevilla y con Al M amun Alfonso en Toledo. Bien se dijo a la muerte de Fernando que dejaba a los hijos, además de sus reinos, las arcas llenas y las parias —comentó doña M ayor. —Pues al rey Sancho, a Rodrigo y a mí, no nos recibieron tan hospitalariamente cuando fuimos a cobrarlas a los Hud de Zaragoza, dos años ya después de morir Fernando. Que no quisieron pagarlas y hubimos de demandárselas con la espada y ante sus puertas. Fue cuando mi primo Rodrigo comenzó a ser llamado el Campeador. Pues fue él quien precedió al rey, cuando las gentes de Al M uqtadir, al advertir este rey prudente que no podía oponérsenos, y Zaragoza nos abrió las puertas. —Sería allí donde cogiste esta afición por los dulces. M enos mal que tu genio los consume que sino estarías gordo, esposo. Como aquel hijo de la reina Toda, el Craso que hubo que bajar a Córdoba para que los médicos moros le quitarán las mantecas. Tan gordo estaba que no podía ni subir ni tenerse en el caballo. Y por ello no podía ser rey ni nadie lo hubiera reconocido. ¡Un rey que no podía montar a caballo, habrase visto! M enos mal que la reina Toda tuvo remedio y se alcanzó hasta Córdoba al amparo del gran califa Abderramán, con quien le unía algún parentesco, me parece, y al Craso le rebajaron las grasas. Pues el mismo camino llevarías tú con los mantecados si te dejara abusar de ellos, como seguro te dejarían abusar las hospitalarias moras de Zaragoza. —No hubo tiempo para tal. M alos pensamientos tienes sobre mí, mujer. Que poco tiempo hubo para dulces en aquella expedición pues nada más salir de tierra mora hubimos de hacer frente a tropas enemigas y éstas además, cristianas. El rey Sancho Garcés de Navarra y el rey Sancho Ramírez de Aragón se dieron por ofendidos. Ellos querían para sí las tierras y las parias del moro de Zaragoza que ahora nosotros, tras el pago y el vasallaje, debíamos proteger de ellos y surgió entre los tres Sanchos la guerra. La solventó Ruy Díaz en Panzuegos. Él solo. —Siempre enalteces a tu primo, Álvar. —Es de ley y de justicia. Los caballeros navarros nos retaron a duelo. Paladín contra paladín y quien venciera decidiría la batalla para no tener que derramar sangre cristiana. Por ellos combatió el pamplonés Jimeno Garcés, que a muchos había vencido. Por Castilla fue Rodrigo, a pesar de su mucha juventud, 20 años teníamos entonces, el elegido por Sancho para que defendiera nuestra causa. Y a fe que combatió bien. A la segunda lanza desazonó al de Iruña y lo dejó tendido en el palenque. Ni pudo levantarse a combatir a espada de lo muy herido y quebrado del encuentro y el lanzazo que le atravesaba el hombro. Pero no hubo muerte, pues necesidad no había de remate. No fue la única lid en solitario de mi primo en aquel viaje, pues un segundo paladín, éste moro, quiso emularle a las puertas de M edinaceli, cuando regresábamos a nuestro reino. El moro era muy hábil fintando y utilizaba muy bien su cimitarra. Esquivó bien los golpes de Rodrigo y logró herirlo en el costado. Su buen acero traspasó la loriga pero no fue muy profunda la herida. El golpe de Rodrigo sí fue mortal. Le alcanzó donde la cabeza se junta al cuerpo y aunque la cota de malla impidió que volara por los aires, quedó ésta tronchada mientras el caballo galopando desbocado sacaba a su amo muerto del campo. A Rodrigo le gustó aquel bayo y se lo quedó para él tras capturarlo. A Rodrigo le gustan más que a mí los caballos árabes. Yo los prefiero más robustos, aunque menos ligeros. —¿Es por ello lo del Campeador? —pregunté. —De aquellos días viene. El rey Sancho le tiene en gran estima. Desde muy doncel lo tiene a su cuidado. Desde que tenía 14 años y el Infante 22 está a su servicio. A los 19 su padre el rey Fernando nos armó a ambos caballeros en Zamara, en la iglesia de Santiago de los Caballeros que por tal así se llama, y ya antes a los 17 habíamos estado presentes en una batalla, en la triste de Graus, donde murió el rey Ramiro de Aragón. Combatimos aquel día, como luego en Panzuelos, cristianos contra cristianos y nosotros al lado, también aquella vez, de los moros zaragozanos. —Pero ¿cómo es posible tal cosa? ¿Cómo pueden los cristianos combatir al lado de los sarracenos y dar muerte a otros cristianos? —me escandalicé. —Porque no son cosas de religión sino de reinos y no fue Sancho quien dio muerte a su tío carnal, Ramiro, que tal era su parentesco. Éste fue muerto por un renegado cristiano, moro converso, Sádaba, quien mortalmente lo hirió y por ello reclamó honores. Rodrigo y yo habíamos acudido en el séquito de Sancho, que no quiere de él verse separado, a cobrar por orden del rey Fernando las parias de Zaragoza al rey Al M uqtadir. Llegados a la ciudad y aquella vez bien acogidos y agasajados y alojados en su alcazaba y el Infante en su propio palacio, se presentó en sus tierras el rey Ramiro con una numerosa mesnada arrasando sus campos, cautivando a las gentes y apoderándose de sus rebaños. La paría pagada exige protección contra quien le ataque bien sea éste otro árabe o sea cualquier cristiano. Nuestro juramento de vasallaje es con el rey castellano. Al aragonés nada nos ata ni el honor nos obliga. El honor si lo tenemos empeñados en defender a quien se ha declarado sumiso y pagado la protección castellana. Por ello tuvimos que salir con Al M uqtadir hacia Graus y combatir a Ramiro. Fue una triste victoria y no volvimos de ella alegres. Quien menos el Infante Sancho. —Pero ahora, tío, la lucha ha sido entre hermanos. —Por no seguir la vieja costumbre, la ley vieja de nuestros antepasados godos, que son los míos y los tuyos, como mi nombre indica. Y como precavido, que dicen que en ese hablar Álvar significa, y haciendo honor a ello debo serlo y no juzgar actos del rey Fernando a quien debo mi cíngulo y mi espada y ni de Sancho, a quien ahora debo lealtad como castellano. Habló entonces doña M ayor. —Sancho se sintió postergado al otorgársele tan solo Castilla y dejar León para Alfonso. M ientras vivió su madre, la reina Sancha, logró mantener la paz pero nada más morir se lanzaron el uno contra el otro. Primero se enfrentaron en Llantada. Fueron vencidos los leoneses pero pudo el rey Alfonso retirarse a León con su ejército y preservar su reino. Luego ambos pactaron contra el tercero. Dejó Alfonso cruzar su territorio a Sancho para que éste destronara a García de Galicia y ambos se repartieron su reino. El pobre García que acababa de vencer la sublevación del conde portugués Nuño M endes poco pudo hacer ante el empuje de su hermano y su alférez real, pues entonces era ya Rodrigo quien llevaba la enseña de Sancho a la batalla y quien comandaba toda la mesnada. Pero fue nada más empezar el año pasado cuando se produjo el definitivo encuentro en Golpejara y ahí, aunque él se calle con humildad, es donde Sancho debe a tu tío Álvar la victoria y quizás yo al río Esla un marido. Aunque también un padre desterrado. Supe entonces de la bravura de mi tío, que no le iba a la zaga a quien tanto admiraba. Aquel día en el Esla, Fáñez con su mesnada, con su propia gente, sus deudos y allegados, consiguieron detener la embestida de todo el ejército de Alfonso, entre ellos la mesnada del padre de doña M ayor, el Conde Pero Ansúrez, y no le permitieron tomar ni cruzar el puente de Villarente. A pesar de las acometidas de los leoneses, que veían que les iba la batalla y a Alfonso su reino en ello, no lograron forzar la defensa de Fáñez y los suyos y llegado el grueso de las tropas de Sancho con éste y Rodrigo a la cabeza fueron arrollados. El ejército leonés en desbandada permitió incluso la captura de Alfonso, que fue hecho prisionero y llevado a Burgos. Sancho colmó de honores a Álvar Fáñez con gran regocijo de su amigo Ruy Díaz, y le concedió para él y sus descendientes el lugar donde con tal valentía había combatido y que ahora lleva su nombre Villafáñez. Pero el solar de nosotros, los Fáñez, y ahora también mío y al que me asomé cuando ya cayendo la tarde me despedí de mis protectores, doña M ayor con una sonrisa y Álvar con una palmada y una cierta sorna. «Hoy el vino y los dulces, pero mañana estate preparado para los golpes», me dijo en la puerta, en aquel pequeño rincón de Orbaneja en la orilla del Ebro, en un cañón de impresionantes cortados de piedra que mi tío me había mostrado orgulloso aquella mañana. Así trascurrió el primer día en mi nuevo hogar, en el que era mi solar y donde debía prepararme para ser un guerrero como lo era mi tío-hermano y como lo era su legendario primo al que ya ansiaba conocer, que también y por cierto lo era mío. No tardaría mucho en hacerlo y no sería precisamente para celebraciones. Porque a poco de llegar yo a aquella casa comenzaron las desgracias para todos, aunque antes hubo alegrías y hasta bodas. Al día siguiente de mi presentación en Orbaneja comenzó de inmediato mi adiestramiento. Desde luego mi tío parecía tener muy claro que no había ni un momento que perder. Se lo encomendó a un viejo guerrero de su confianza. Tenía tullido el brazo izquierdo a resultas de un espadazo que le había sajado los tendones por el codo y le imposibilitaba su uso, pero se ataba el escudo y aún se valía con el antebrazo superior para cubrirse. Renqueaba también de una pierna que en otros encuentros se había tronzado y que le había supuesto, junto con la herida del brazo —las del cuerpo sanadas no se contaban—, el tener que abandonar la mesnada de los Fáñez. Se llamaba Trifón, como el abad de mi monasterio, y era todo un mal carácter, duro, gruñón, exigente y avinagrado, que escondía un buen hombre muy del gusto de mi protector. No pasaba una, exigía al máximo, me hizo sudar hasta quedarme exhausto y cuando ya pensaba haber llegado al límite de mis fuerzas, recrudecía aún más los ejercicios. M e llenó el cuerpo de verdugones, la cabeza de chichones y las noches de rencores por las palizas que me propinaba. Aprendí a empuñar la espada y a golpear con ella. Al principio ambos, mi tutor y yo, con armas de fuste, hechas de madera de roble que, aunque no infligían heridas graves y cortantes, no por ello dejaban de causar dolor y a mí tan molido el cuerpo que cuando caía en mi lecho no sabía ni cómo acostarme, pues todo entero me dolía. Trifón me apaleó día tras día, repitiéndome además, para mayor escozor, su cantinela, cada vez que me alcanzaba con un golpe claro: «De ser una arma verdadera, de buen acero, ya estarías muerto». Su obsesión era que me mantuviera en pie. Que supiera clavar bien las plantas en el suelo y aguantara como fuera el chaparrón de golpes. «Un cristiano caído es cristiano muerto». Pero lo cierto es que a sus embates acababa yo, las más de las veces, rodando por la tierra. O sea, que «moría» cada día en varias ocasiones, aunque con el paso de las semanas fui «muriendo» menos y a no tardar comencé a devolver los golpes, aprender las fintas, avanzar y retroceder sin perder la cara, vigilando los costados y sabiendo parar el golpe contrario y asestar el mío. Pero hubo de llegar el verano cuando logré por vez primera hacer yo caer al renco gruñón. Y solo entonces, aquel día en que lo derribé, fue cuando logré que el viejo avinagrado se riera por primera vez y se diera un algo por contento. Tanto que fue cuando me ofreció, tras rechazar eso sí de malas formas mi mano para ayudarle a incorporarse, un trago de vino como recompensa. Luego continuamos y siguió apaleándome con ganas. Porque aquella primera vez no fue el preludio de que ya lo tenía todo aprendido ni mucho menos. Tuvo que entrar septiembre para que comenzáramos a ir parejos e irse acabando para que fuera mía la ventaja. M i tío Álvar nos acompañaba cuanto podía que no eran demasiadas veces, pues andaba Castilla revuelta, aunque Alfonso anduviera por su exilio toledano. No le faltaban partidarios por León y no todos rendían vasallaje a Sancho. La primera su hermana Urraca, señora de Zamora, que se negaba en redondo a ello y le tenía cerrada la puerta de su ciudad a cal y canto. Urraca y Alfonso siempre habían hecho dupla contra el hermano mayor, mientras que la pequeña, Elvira, señora de Toro, bien por conveniencia o por falta de fuerzas con que enfrentarle se quedaba al margen o miraba incluso un poco más con los ojos del mayor de los hermanos, nuestro rey Sancho. Cuando Álvar aparecía por Orbaneja se unía nuestros entrenamientos y entonces sabía yo lo que eran mandobles. Caían sobre mí como el pedrisco. Por todos lados, de toda forma y manera. Su brazo subía y bajaba, infatigable. Álvar parecía no agotarse nunca aunque a los demás nos dejara extenuados. —Un guerrero no puede jamás sucumbir a la fatiga. Desfallecer significa la derrota y la muerte. La resistencia es más que la fuerza. Aunque sea ésta mucha si se desbarata pronto es falsa y traicionera. Verás enormes guerreros que a nada se consumen y se convierten en robles tambaleantes, que caen bajo el hacha de quien más pequeño mantiene su energía y su cuajo. Por ello muchacho es vida o muerte el que tus piernas, tus pulmones y tus pulsos aguanten. Lo esencial en un combate es no caer. Resistir vale casi tanto como atacar y cuando tu enemigo, aunque sea en apariencia superior, desgaste su ímpetu es cuando deberás asestar tu golpe y él caerá bajo tu espada. Pero comprobaba mis avances y visto que ya le andaba más que a la par a Trifón nos permitió entonces adiestrarnos con armas que ya no eran de fuste, sino de buen acero castellano aunque, como siempre repetía Álvar, el mejor acero, y su espada lo era, se forjaba en Toledo. Pero las fraguas castellanas, y las mismas de Orbaneja, desde luego que sabían hacer buenas espadas. Pero no solo había consistido mi entrenamiento en el combate a pie. Éste en realidad había sido secundario. A lo que había dedicado mis mejores esfuerzos e intentos había sido en el arte de la guerra a caballo. Pues ésa era la fuerza de Castilla y ello lo que hacía poderosas y temibles sus mesnadas: las lanzas castellanas. Pues si en el combate a pie, con escudo grande, que te cubría entero, la espada larga era el útil esencial, pues a Álvar no le gustaban en demasía ni el hacha ni la maza, aunque algún ejercicio hube de hacer con ellas, a caballo era la lanza de fresno con punta de hierro y un escudo más pequeño, la adarga, aunque en ocasiones también y para las cargas se utilizara el más grande, la herramienta mortal que había de aprender a usarse. Junto a escudo y lanza había que portar el belmez, la loriga, el casco, las polainas y grebas para proteger de la rodilla al pie y las espuelas. El belmez acolchado y tanto hierro encima eran carga pesada de llevar por el caballo y de aguantar por el jinete, aunque las polainas yo las prefería de cuero, pues lo que perdían en protección lo ganaban en movilidad, tanto para dirigir la montura como si caías al suelo. En el caballo me mantuve bien desde el primer día y hubieron de reconocer que, aunque apenas hubiera cabalgado en mi vida, no solo sabía sostenerme sino que a nada montaba como un experimentado jinete y que con las riendas o con las piernas hacía maniobrar más hábilmente a mi montura que algunos que llevaban años haciéndolo. Fue mi primera cabalgadura aquél que me había traído desde el monasterio y por el que a pesar de lo viejo que era no tardé en desarrollar un especial cariño. Y el viejo jamelgo por mí, pues anhelaba mi cercanía y piafaba en su cuadra nada más verme aparecer. Le habían puesto «Chaval» de potro y ahora parecía volver a recobrar aquella pujanza de su ya lejana juventud. —El viejo jaco parece haber revivido con el muchacho. Vuelve a ser un «Chaval». No creíamos que valiera, porque no tiene la suficiente corpulencia y alzada, y míralo como se mueve con él. Parece un verdadero caballo de batalla —le oí comentar a mi tío, cuando creía que no le oía, tapado yo por el cuerpo del animal mientras lo estaba limpiando de sudor y polvo tras un entrenamiento. El halago no era ni de valor ni uso en aquella casa y sí otra y sacrosanta entre los Fáñez que antes se atendía al caballo tras acabar la faena que a uno mismo. Antes de refrescarse y beber el jinete había que dejar aviada en su cuadra, con agua y con cebada, a la montura. Al igual que montar con firmeza y soltura, el manejo de la lanza también se me dio bastante bien desde el primer momento, si eso significa después de no escasas costaladas. Al igual que con la espada utilizamos aquí primero armas sin punta de hierro y con una especie de bola o platillo de madera para no causar heridas mortales, que dolorosas si las causaban. M e entrenaba en este caso con caballeros más jóvenes y hasta algún aprendiz como yo, aunque de menor edad, que se preparaban para entrar en la mesnada de Fáñez donde sus padres, tíos y hermanos servían. Tenía bien ganada fama y eran muchos los que deseaban poder incorporarse a ella, dejando el arado. A caballeros de los llamados villanos podían aspirar muchos, como escuderos o peones podían servir todos y para servir a una lanza se necesitaban varios. Porque una lanza no solo era un jinete y su caballo. Para el combate el caballero debía estar auxiliado de sus peones que amén de impedimenta en las marchas, a lomos también de mulas o asnos, eran esenciales para flanquearlo en batalla. Si podían llevar armas de hierro las llevaban, sino las llevaban de fuste y los había también buenos arqueros, aunque en ello se decía que los moros nos llevaban buena ventaja. A Álvar no le gustaban nada los flecheros musulmanes y renegaba de ellos como de la peor peste. Sus buenas razones tenía desde luego. —Ellos los forman en compañías y líneas y son temibles. Diezman nuestras tropas, sobre todo a los peones, hieren muchos caballos y hasta derriban algún caballero, antes de que les alcancen nuestras cargas. Contra lo que yo mas cargué aquel primer verano en la casa de mis ancestros fue contra un muñeco giratorio al que tenía que acertar en el escudo y luego zafarme, pues al ser golpeado giraba y con su otro brazo muy alargado, semejando una lanza, podía golpearte en las costillas y hacerte caer como un pelele al suelo. Algunas veces así caí, con gran alborozo de la concurrencia, en mis primeras cargas contra él. Pero no tardé en aprender a esquivarlo y a pasar luego a combates y cargas con rival de carne y hueso. Que no sé cómo no acabé con ninguno roto, que fue milagro aquello de mantenerlos sanos todos. Aunque cargar lo que se dice cargar lo que también cargué fueron gavillas de mies y costales de grano. Porque llegaron las faenas de la cosecha y en ellas, aun siendo infanzón y de la familia del amo, todos teníamos tarea. Segaban los labradores desde antes del amanecer hasta que, puesto el sol, el resol aún permitía hacerlo. Y eran aquellas las buenas horas, que las otras eran un infierno entre el tamo de la mies, el sol abrasador y un horizonte hirviente donde parecía detenerse el tiempo y desde luego el aire que se negaba a moverse en la más pequeña brisa. Poco antes de empezar la recogida dio a luz doña M ayor. Álvar Fáñez pudo acercarse al saber que su mujer salía de cuentas y ver a su primer hijo, que fue un varón, y que nació una noche de muchos nervios, donde echaron a los hombres de la casa mayor, incluido a mi tío, donde todo era un pedir agua hirviendo y donde había mucha prisa, mucho grito y mucha carrera de un sitio a otro. Nosotros, mi tío y yo y otros allegados, esperábamos fuera, y la espera se hizo eterna hasta que en algún momento salió presurosa la comadrona y llamó a Álvar que entró como un turbión hacia dentro. Parecía que el parto había ido bien y ahora quedaba saber el resultado. Por la cara de mi tío cuando reapareció, que no tardó en salir, pues una vez más lo echaron las mujeres de no buenas maneras de su casa, pero no parecía importarle, con una sonrisa de oreja a oreja supimos que había sido un varón. Así lo confirmó e hizo que de inmediato se diera vino y unas rosquillas a todo el que por allí anduviera o simplemente se acercara al convite. Álvar Fáñez tenía un heredero. A no tardar se celebró el bautizo, que no se demoró aunque hubo quien quisiera posponerlo para darle un mayor empaque y que pudieran llegar más invitados ahora ocupados tanto en faenas de cosecha como de preparativos de campaña pues ya se avizoraba que en cualquier momento Sancho marcharía contra Zamora. Pusieron al niño Juan y otra de las causas de la premura en cristianarle fue que el niño dio síntomas de no ser demasiado robusto y hasta llegaron a temer por su vida pues a poco de nacer sufrió de vómitos y apenas si comía. Pero fue enderezándose la criatura, se hizo ya mejor a la leche materna y fue alentando las esperanzas de Álvar y la sonrisa de doña M ayor. Para cuando llegó la cosecha ya había muchos que se lamentaban de no haber esperado a su bautizo al final y haber podido celebrar un gran convite, porque al fin y al cabo era un nieto de nada menos que Pero Ansúrez, Conde de Saldaña y señor de Valladolid. Tanto le dieron la murga con aquello a Fáñez que un día, aprovechando la ausencia de doña M ayor pues en su presencia no hubiera dicho nada que pudiera ni de costado herirla, exclamó ya un poco harto con el bautizo al que hubieran venido gentes de la nobleza, aunque el conde anduviera desterrado por Toledo. —Con los Fáñez basta y sobra. Tuvo de padrinos infanzones de buena sangre y mayor cuajo que mucho magnate leonés que tanto gasta y gusta en sedas pero cada vez menos en espadas. Pero por el momento no era, aunque se presintiera nueva tormenta, tiempo de espadas sino de espigas. La mies estaba en sazón y había que recogerla. El momento de recoger las cosechas no podía demorarse ya ni un día y todos estaban ansiosos por hacerlo temiendo que llegados a aquel punto pudiera acaecerle cualquier desgracia. Es cuando los campesinos temen más cualquier desastre, un fuego, una avenida, un pedrisco, justo cuando ya parecen tener el sudado grano en el atroje. Principiaron por la siega de las cebadas más tempranas. Las cuadrillas salían con sus hoces, sus zocatas y sus polainas rumbo a los campos. Yo no les acompañaba aunque a veces me acercaba a comprobar como iban los tajos siguiendo órdenes de mi tía, pues Álvar y sus hombres más allegados de armas no estaban y habían marchado junto al rey. M e asombraba el ver la resistencia de aquellos segadores, aún mayor si cabe que la mía soportando los mandobles de Trifón, inclinados sobre el surco debían tener los riñones de alambre, que con su hoz y su zocata, para no rebañarse la mano con la que sujetaban el manojo de espigas, iban y venían por los amarillentos campos. Bebían a raudales y no les faltaba en casa de Fáñez el vino ni abundantes comidas que las mujeres les llevaban a los tajos. Doña M ayor, aunque recién parida y con el niño en brazos, se encargaba de que todo ello estuviera a punto y que esa intendencia no fallara. Ellos lo agradecían y ante mi estupor veía a aquellos hombres renegridos que sudaban por cada poro, cubierta la cabeza por un trapo de tela anudado; no parecían en absoluto descontentos de su labor sino que la hacían alegres. Y ello a pesar de que buena parte de lo que había sembrado, cuidado, escardado, segado, trillado y albeldado no sería para ellos. Pero era su cosecha y aquel año era buena y gozaban de las repletas espigas, que se mostraban con orgullo los unos a los otros. Hasta les vi echarse carreras a ver quien acababa su surco el primero, y el vencedor lo celebraba con buenas risas y apuestas a quienes no habían conseguido darle alcance. Tras los segadores iban otros atando los haces con cuerdas de esparto y haciendo gavillas. Éstas se acarreaban a las eras donde se comenzaba a trillarla con buenos trillos de pedernal tirados por buenas mulas, que giraban el día entero dando vueltas a las parvas. Esto había sido también una innovación de Fáñez, que los había visto en sus visitas a tierras moras, pues en cristianas se trillaba haciendo caminar a las caballerías, bueyes, mulas, caballos y asnos, con bozal para que no se la comieran, sobre las parvas. El paso siguiente era separar el grano de la paja y ahí sí que era necesario el aire, que por fortuna solía levantarse a la caída de la tarde. Con las horcas se lanzaba la mies a lo alto y poco a poco el grano iba separándose, aunque muy lleno de granzas, por lo que después se procedía a cribarlo. Las granzas eran muy buenas para pienso del ganado. El grano limpio se metía en costales y se repartía según lo estipulado con los aparceros. El que nos tocaba se subía a los atrojes que había en la planta superior de la casa y el cargo de subir costales sí que descargó en mis espaldas. Pero era un gozo el ruido del trigo y su olor al almacenar los costales e ir haciendo el montón cada vez más grande. Después, una buena parte del trigo y del centeno iría a la maquila donde se dejaba al molinero que había de ir suministrando harina para el pan de todo el año, y otra se quedaba para simiente. La avena y la cebada se destinaban al ganado. Los Díaz tenían buenos molinos por Vivar y nosotros, aunque menos, algunos de buena rueda y movimiento en Orbaneja. Los labriegos habían de dejar un tanto de cada celemín que llevaban a moler que quedaba para el molinero y para la casa solariega. Pero eso era después, ahora era el trajín de las eras. M uchas de las gentes dejaban de vivir y pernoctar en el pueblo para hacerlo en los chozos de la paramera. Niños y mujeres se encargaban de subir la comida y la bebida, pero los campesinos, así como mozos y mozas de las casas, pasaban aquellas semanas en lo alto y de alguna manera aquello se vivía como una liberación de la rutina y de las prohibiciones. Allí, día y noche, había un inusual trajín y una gran concurrencia de gentes. Caída la oscuridad, al refrescarse el espacio, daba gusto quedarse al raso, muchos se quedaban a dormir guardando los montones de gavillas o de grano y la mocedad solía darse allí cita. Y no faltaban algunos de los hombres de armas del castillo que también se acercaban. Con o sin excusa. Había risas y algún sofoco entre las hacinas y alguna cosa más por los chozos. A mí me tentaba el quedarme pero mi situación me lo impedía. Algunos de los jóvenes deudos de Álvar Fáñez me instaron a que les acompañara y contaban, entre susurros y mucho guiño y gesticulación, historias que quedaban inconclusas y dejaban en el aire imaginar lo que había pasado con tal o con cual moza. Estuve tentado pero no fui. No me parecía aquél mi lugar y temía no saber estar en el sitio que Álvar Fáñez me había dado en su casa. Pero resultaba que familiares, allegados, deudos y otros infanzones de menor rango sí frecuentaban las eras y me gastaban chanzas y bromas. Supe que por ello me pusieron el mote del Fraile y lo cierto es que algo de aquello había. No me había dado el monasterio precisamente mañas ni artes en el trato con doncellas, mozas, ni dueñas y me azaraba de muy mala manera cada vez que topaba con ellas. Cosa que, a algunas más descaradas, les impelía a todo tipo de insinuaciones y chirigotas. Que si quería agua fresca, que si no me gustaba el vino, que si no me juntaba con nadie, que si no subiría a bailar el último día cuando ya se saliera de eras, que se hacía fiesta. M ucho me temía yo que de dar el paso, y aunque me insistieran que con mi posición iba a encontrar muchas más facilidades allá donde ellos recibían guantadas, lo que iba a provocar sería alguna risotada y que saldría del lance no con besos sino lleno de escarnio y de vergüenza. Lo cierto y verdad es que yo era virgen. No había catado hembra y mi educación en el convento me hacía ver todo aquello como algo horrible, sucio y que me mancharía, pegajoso, para toda la vida. El sexo de la mujer me parecía una trampa mortal y peligrosa, una especie de encenagado pozo. M is compañeros lo sentían de otra manera. Para ellos era, sin duda, también pecado, pero en absoluto debía de parecerles tan monstruoso como a mí, si no que era más bien algo en lo que no podía dejar de caerse y una tentación a la que, ya que no se podía dejar de sucumbir, era casi mejor ir a buscarla. Ellos, maliciados de mi falta de experiencia, aunque yo no soltaba ni palabra, me daban lecciones de sus sabidurías, a la vez que me ilustraban al respecto e incluso me señalan que ésta o aquélla resulta más fácil o la de allá más arisca pero a la postre más placentera. —Sí se deja palpar las tetas, aunque sea aparentemente un roce es que algo más quiere. Luego hará como que no, pero si logras meter la mano entre los muslos y llegarle al pelo es que ya lo que quiere es que cumplas con la verga —decía un mozo arriscado y bravucón que tenía o decía tener fama en tales lances. Yo, al oír tales cosas, hacía como que no había oído nada y presto me retiraba del corro, dejando más de una vez alguna risotada a mi espalda, aunque una vez que éstas fueron excesivas y ya me obligaron a volver la cara sin poder disimular que no las escuchaba, las suyas se volvieron serias al momento, mudaron en toses y aquél y el otro bajaron la vista al suelo. Podían llamarme el Fraile a mis espaldas pero era el sobrino de Álvar, que vivía bajo su techo y era un Fáñez, que podía medirles las espaldas a palos si osaban propasarse. Eran labriegos de nuestra casa, colonos y aparceros de nuestras heredades y algunos acompañaban como peones a nuestra mesnada y me habían visto adiestrarme con la lanza y con la espada. Y me debían respeto por mi nombre y por mi tío. Además de aquéllas, había otra y ésa era mi devoción absoluta por doña M ayor, que a pesar de tener que cuidar de su criatura seguía con aquel trato entre madre y hermana y me colmaba de atenciones y cuidados. A poco de su parto volví a compartir mesa, estuviera o no Álvar en casa, y allí tenía la ocasión de platicar con quien en verdad idolatraba y a quien rendía la más profunda de las entregas aunque ni por lo más remoto entraba en ello imaginar cualquier escena de aquellas que chismorreaban de las eras. Al contrario, mi amor por ella era exactamente lo más opuesto a aquellas bellaquerías y solo imaginarme tal cosa me producía la mayor de las repugnancias. Pero aún y con todo me arrastró mi mocedad y acudí a la fiesta de Salida de Eras y en lo que no quise caer, caí, y ante el pecado donde me consideraba inmune, sucumbí en la tentación primera. Que no sé bien siquiera ni cómo fue ni cómo entré y salí de aquello. Que pudiera decir que el vino, que lo hubo en abundancia, que el baile al son de vihuelas y rabeles o que hubiera una hermosa luna. No quiero acordarme de qué fue pero me acuerdo bien de ella. Algo rolliza y muy risueña, una de las que descaradamente me había ofrecido toda suerte de botijos, carantoñas y requiebros. Debía ser ducha en la materia y hasta en los rincones, porque no fue en absoluto mi mano la que hizo avances sino las suyas, muy diestras. Lo cierto es que con el vino, el baile y su risa pareciome, a que negarlo, cada vez más atractiva y el monstruo de la lujuria resultó comenzar a tener unos ojillos chispeantes y traviesos. En algún momento me condujo fuera del círculo iluminado de la fogata, no muy grande y muy controlada por un gran redondel de piedras y un amplio espacio sin maleza alguna en su entorno, que no era cosa de dar fuego a lo que tanto sudor costaba, aunque por las eras ya no quedara mucho excepto paja, que era lo último en meter para el ganado. Entre risas y tirones me llevó hasta la puerta de un chozo. Escuchó, no fuera a haber alguien ya ocupándolo, y me introdujo dentro. La oscuridad era casi absoluta pues un mínimo ventanuco no daba para apenas ninguna claridad y ella se apresuró a cerrar tras de sí la puerta. Pero había paja amontonada y varios sacos de grano rodeándola y circunvalando todo el interior. Ella conocía bien el lugar y vete tú a saber si había usado en más ocasiones aquel cobijo lejos de miradas indiscretas. La moza era más de risas y zalemas que de palabras y aunque me sé su nombre y ella el mío no creo que ninguno de los dos alcanzara aquella noche a pronunciarlo. Luego pensé que debió de tomarme por capricho o por alguna de esas extrañas cosas que a las mujeres mueven y que nosotros a entender no alcanzamos. Pero tampoco he de negar que aunque confuso y un tanto desmanotado la naturaleza me indicó caminos y donde mi torpeza los erraba ella se los encaminaba hasta bien dentro. Que fueron pocos besos y éstos con poco deleite y aunque sí gustó y hasta exigió que sobre sus pechos trabajaran mis manos a nada se arremangó la falda y puso al descubierto unos hermosos muslos blancos que alcancé a ver en la penumbra y en cuya encajonadura palpó mi mano un tupido vello rizado. Hacia allí dirigió la embestida de mi miembro que ella misma había sacado de entre mi ropas y al que saludó con una pequeña exclamación de gusto, un algo así como «No calza mal el Fraile», que alcancé a oír entre sus jadeos. Estaba húmeda y caliente y fue algo que me dejó muy sorprendido cuando más que a gemir empezó a gañir como si la estuvieran matando, pero no era de dolor sin duda porque me vació y me absorbió cuando yo me derramé por entero y con un estertor tan animal como los de ella. Quedé encima de ella, derrumbado como un costal, y ella aún mantuvo el abrazo unos instantes hasta que deshinchado mi miembro se revolvió y se desembarazó de mi peso. Creí que allí habría de dejarme. Porque se levantó y marchó pero cuando yo iba a hacer ademán de levantarme también me dijo de manera perentoria: «Espérame aquí. No te muevas. Vuelvo ahora». Pero nada más partir lo que yo recuperé fue mi vergüenza porque un decaimiento inundó todo mi ser y fui entonces consciente de mi arrebato y de mi humillante y fatal locura. M e incorporé como alguien que ha cometido la peor de las faltas y preso del más profundo desprecio por mí mismo huí del lugar, de las eras y del resplandor de aquella hoguera donde creí que mi alma de cristiano y hasta mi honor y el de mi apellido habían quedado mancillados para siempre. Bajé dando trompicones por la senda, que bien pude haberme lastimado y hasta despeñado, tal era mi azoramiento, hasta la Cueva del Agua y hasta el río, a la poza de la cascada, y allí no dudé en arrojarme en las frías aguas buscando que me limpiaran tanto el cuerpo como el alma aunque creía que ésta, la mancha, quedaría para siempre. M arché, presto, hacia mi casa emboscándome por las esquinas para que nadie me viese, deseoso de que llegara el domingo para poder confesar mis pecados, si es que aguantaba su carga y antes no iba ya a ver al sacerdote que prestaba servicios en nuestra iglesia y que vivía en la aldea pues Fáñez la había dotado de curato, pero aún más aterrado de tener que ver al día siguiente la mirada de doña M ayor que estaba seguro al primer vistazo sabría de mi tacha y mi pecado. Y algo debió alcanzar a comprender mi tía, pero lejos de reproches optó por un camino que aún me hizo sentirme más culpable. En vez de cualquier gesto hosco y reprobatorio se dio por hacerme chanzas y gastarme todo tipo de bromas sobre mi escapada a la fiesta a la que, por cierto, me había animado y de la que se complacía. A sus preguntas y sobreentendidos no hacía yo más que atribularme y ponerme más rojo que la grana, hasta que visto mi estado y comprensiva optó por no inquirir más sobre mis andanzas, que entonces sí debió suponer que habían derivado en escarceos que me tenían visiblemente atribulado. Pero no podía contener la risa y cuando acudí a mi diario adiestramiento con lanzas y espadas no pudo evitar una chanza en forma de recomendación a mi maestro Trifón, que como todas las mañanas me aguardaba en el zaguán, presto a darme buenos palos. —Trátelo hoy con particular esmero don Trifón que el mozo tuvo anoche otros combates y tal vez no esté hoy para estas batallas. Y se volvió para dentro riendo a carcajadas con su hijo Juan en los brazos. Con el sacerdote me fue más fácil. Al final aguardé al domingo y antes de la misa le pedí confesión. M e la recogió ante mi apuro en la sacristía y tras algún prólogo de algunas otras faltas entré con mucho apuro en la materia. —El pecado de la carne hijo mío, ay el pecado de la carne —me dijo para luego imponerme una penitencia que en verdad se me hizo escasa, pues se quedó en rezos y visto, como vio, mi contrición y arrepentimiento pareció dar por descontado el propósito de enmienda. Aunque algo en su tono me parecía decir que, a pesar de que yo creyera en la firmeza de mis intenciones de no cometer nunca más tal pecado, él descontaba más bien lo contrario. No volvió en las próximas semanas Álvar por casa y lo que llegó fue recado suyo de que se armaran cuantas lanzas se pudiera pues el rey Sancho iba de nuevo al combate y reunía a las mesnadas de sus mejores capitanes. Debían partir hacia Zamora, Rodrigo Díaz los convocaba bajo el estandarte de su señor, que él portaba. El infanzón de Vivar había subido hasta muy alto en el reino, me contó doña M ayor, era el alférez real y en él confiaba más que en nadie el rey. Iban a tomar Zamora y someter a la autoridad de Sancho a su hermana Urraca que no solo no lo reconocía como señor sino que conspiraba para lograr la vuelta de su hermano Alfonso el desterrado. M enos Trifón y algunos muy jóvenes, todos los hombres de armas de los Fáñez, peones y de a caballo, partieron a unirse con Álvar en el sitio de Zamora. Fue cuando comenzó a bajar la luz, acortar los días y comenzar a madurar las uvas y luego a enrojecerse las hojas de las vides. Cortamos los racimos y no hubo nuevas. Pisamos y extrajimos el mosto y sin nuevas seguíamos. Se volcó en las tinajas, con el hollejo para que fermentara, y fue cuando empezó a cocer el mosto, ya para octubre, cuando llegó la noticia infausta. Sancho había muerto. Castilla estaba sin rey. Un traidor venablo lo había matado. Se escupía el nombre del felón, Bellido Dolfos, que lo había acercado a un postigo por donde le aseguraba podría tener entrada en la plaza y allí lo había herido de muerte para colarse él después por el portillo en la ciudad y librarse de la ira de los castellanos, que solo pudieron recoger al rey ya moribundo y quejosos maldecían el no haberle impedido salir solo con aquel caballero, que con promesas de lealtad y asegurando conocer los puntos débiles de la plaza se había presentado en el campamento. Porque había resultado que Zamora no solo estaba bien cercada de murallas sino que con Urraca se encontraban muchos hombres de armas y muchos notables leoneses. No parecía posible dar un asalto y el rey, siguiendo el consejo de un noble que se encontraba entre sus más allegados, García Ordóñez, se había inclinado por ponerle sitio e intentar rendirla por el tiempo y por el hambre. El sitio se había prolongado, las negociaciones no conducían a fin alguno y la paciencia de Sancho, que no era precisamente muy dado a esa virtud, se agotaba. Fue cuando le llegó la propuesta traidora y su imprudencia y prisas las que le condujeron a su muerte. M urió don Sancho el 7 de octubre, lleváronlo en desolada comitiva sus condes y caballeros a enterrarlo al monasterio de Oña y para antes de los Santos ya estaba en León Alfonso, tras haber pasado por Zamora y por Toro, donde sus hermanas sí le abrieron gustosas las puertas, y reclamado para sí todos los reinos. Para entonces estuvo ya también Álvar en Orbaneja, serio y tenso, a la espera de una llamada y preguntándose cuál sería su suerte, la de su primo Rodrigo y la de los demás nobles e infanzones castellanos. Contó Álvar la triste comitiva funeraria, cómo el ejército se retiró desde Zamora hasta Burgos y cómo los condes Gonzalo Salvadórez y M unio González y su alférez real, Rodrigo Díaz, habían encabezado la marcha hasta el monasterio de Oña, donde Sancho había manifestado deseo de ser enterrado, como castellano, y no en San Isidoro de León, donde se enterraban los reyes leoneses. En Oña reposaba su bisabuelo, el gran y valeroso conde Sancho Garcés, y sus abuelos paternos, el rey Sancho el M ayor de Navarra y su esposa castellana M umadonna. No dejó de relatarnos Álvar la preocupación por su primo, que tanta estima había gozado del rey, y en tanto le había enaltecido, con la alferecía y aún no dándole el rango de conde sí que lo había situado entre los trece magnates más importantes de su corte, donde su firma se solicitaba junto a la del rey para dar fe en documentos y diplomas. Cerca de 40 leguas separaban Oña de Zamora, que fueron dos semanas de compungido camino y ánimo apesadumbrado. Allí se le dio sepultura y allí un monje del monasterio esculpió como epitafio la acusación más directa a Urraca: «Su hermana, mujer de ánimo cruel, le despojó de la vida, conculcando todo derecho, ni siquiera lloró al hermano asesinado»11 . M oría Sancho a los 31 sin descendencia alguna. Pues aun casado con una inglesa, ésta no le había dado ningún hijo. Su asesinato truncaba los sueños de Rodrigo, pues desde apenas poco más que niño había sido protector máximo y casi un segundo padre, y de tantos infanzones castellanos que veían en él la mejor senda para incrementar sus famas y fortunas, para, como de hecho el Campeador ya había logrado, alcanzar los máximos rangos en combate y lograr equipararse a la nobleza vieja de los reinos. Todo ello se truncaba sin remedio y todos quedaban al albur de lo que el antes derrotado Alfonso dispusiera. No tardaron en llegar de éste noticias. En el propio camino de vuelta desde Oña las tuvieron. El rey Alfonso, enterado de las, para él, buenas nuevas, se apresuró a ponerse en marcha. No había recibido aún sepultura Sancho cuando él ya se allegaba a Zamora al encuentro de su hermana, siempre tan partidaria de su causa y su persona. De Zamora marchó a León, de cuyo trono había sido desposeído tras haber reinado cinco años y donde fue con mucho alborozo recibido por nobles caballeros y pueblo llano. Pero ahora reclamaba por derecho el trono vacante de Castilla y también el de Galicia, aunque su hermano García viviera aún exiliado en Sevilla. Para ello llegaban sus mensajeros convocando a sus notables, a obispos, a los condes y a magnates a una curia regia en Burgos. Álvar Fáñez no fue citado. Sí Rodrigo, quien acudió a la llamada. Y en Orbaneja, bastante próxima a Vivar, pues apenas la separan ocho leguas, Álvar esperaba noticias de su primo. Y fue el propio Rodrigo quién acudió a dárselas y así conocí yo aquel día a quien luego seguiría en el destierro, la batalla y la fortuna. Llegó a nuestra puerta de media mañana, con poco séquito, tan solo media docena más de hombres de armas y sin peones que los acompañaran. Desmontó de un poderoso roano y se abrazó a Álvar que lo aguardaba. Era más alto que mi tío y de más robusta hechura. M uy poderoso de hombros y de robustas piernas, brazos y cuello. Tenía la tez clara y los ojos entre grises y verdosos, y el cabello y la barba y el vello entre rubia y cobriza. Imponía su presencia, aunque no traía puesta la armadura, ni siquiera una cota de cuero y malla, sino una holgada camisa y unas polainas de cuero para protegerse las piernas. O quizás me imponía aún más su fama, y no solo a mí, sino que veía a muchos vecinos de Orbaneja que se asomaban a sus puertas y hacían gestos de reconocimiento y aprecio a su nombre y su persona. Nada más atravesar el zaguán de nuestra casa le espetó a Álvar: —Alfonso es rey de León, de Galicia y de Castilla. Por voluntad de todos y atendiendo a la voluntad última de nuestro rey Sancho. Como tal lo hemos jurado. Relató Rodrigo a su primo, a su esposa y a mí, que tras ser presentado quiso Álvar, y asintió Rodrigo, a que me quedara como había sido la extraordinaria curia de los tres reinos a las que con inusitada rapidez y audacia los había convocado. En Zamora ya le habían entregado las coronas de León y de Galicia, pues allí se congregaron de inmediato condes y magnates de esos reinos que en mucho lo estimaban. Pero quedaba Castilla y a Burgos se había dirigido para hacerse jurar como rey y como tal lo habían jurado los castellanos. En las palabras de Rodrigo se notaba que pugnaban dos sentimientos. Uno de cierto alivio y consideración a su nuevo señor, que ya lo era también nuestro, pero por otro lado una grave preocupación, un atisbo de desconfianza teñida también de dolor y sensación de pérdida por el rey muerto. Doña M ayor, hija del conde Pedro Ansúrez, quien por supuesto había estado presente, pues con él había regresado desde Toledo y sido el más poderoso de los inclinados hacia Alfonso desde el primer momento, no dejaba de percibir esa tormenta de sentimientos enfrentados que se agitaba en el corazón del guerrero, que con sus palabras trato de apaciguar y de encauzar con sus consejos. —El rey Alfonso nos convocó cuando tornábamos de Oña. Los condes don Gonzalo y don M unio, los únicos castellanos, el obispo de Burgos, don Jimeno, algunos otros magnates y yo mismo deliberamos antes sobre qué actitud tomar. Sancho no dejaba herederos y el reino no podía quedar sin rey. Nuestro propio señor don Sancho, en su lecho de muerte en Zamora, tal indicación también nos había dado a don M unio y a mí, que fuimos los que recogimos su último aliento. Las palabras de Alfonso fueron buenas y no hubo en ellas agravio ni reproche a los castellanos. A nuestro rey habíamos prestado vasallaje, a nuestra palabra habían sido fieles, por él habíamos combatido y tan solo eso esperaba que con él hiciéramos, con igual honor que con su hermano Sancho hicimos. Nada a ello había que objetar ni ninguna objeción pusimos. Tampoco la pusieron los gallegos allí presentes, aunque García reclamase en contrario, y firmaron todos ellos: los obispos de Braga, Dumio, Lugo, Iria y Orense junto a nuestro don Jimeno y los de León, Astorga, Palencia y Oviedo. Firmó la infanta Urraca y los seis condes, Vermudo Ordoñez, Pedro Peláez, M artín Alfonso y Pedro Ansúrez, el padre de doña M ayor y los nuestros don M unio y don Gonzalo. En nombre de todos los magnates allí presentes, ellos seis firmaron. Y yo mismo, sin firmar, pero como alférez del Rey Sancho, le entregué la enseña y con ella a Castilla entera. —¿Pero vos no firmasteis Rodrigo? —Se decidió, o decidió el propio Alfonso, que tan solo lo harían aquellos magnates que tuvieran la dignidad de condes. A los seis dichos se unió, dos días después, Froila Arias, pero no lo hicimos ningún otro noble o infanzón que no hubiera alcanzado tal rango, a excepción del mayordomo real Tello Gutiérrez y del alférez de León, que ahora lo es del rey de los tres reinos, Gonzalo Díaz el «armiger regis». Pero por firmados nos dimos todos. Entendía Rodrigo que su situación en la corte de León no iba a ser del mismo rango que el que detentaba en Burgos. Hacía esfuerzos por comprenderlo pero se dolía. Ya no llevaría la enseña real y en algunas palabras suyas también se detectaba que intuía que Alfonso recelaba de su persona y que no lo quería cerca. —He de contaros además que entendí mi deber el decir en voz alta en la curia lo que muchos susurraban y callaban. En Zamora no estaba sola Urraca, sino con ella toda la nobleza leonesa. Que jamás aceptó a Sancho y que la trama tenía hondas raíces era sabido por todos. Pero ¿era el rey Alfonso sabedor de la intriga para asesinarlo? Como fijosdalgo y como armigier del rey muerto entendí que era yo quien debía preguntarlo. Señor —dije—, cuantos hombres que aquí veis, pero que ninguno os lo dice, todos tienen sospecha que por vuestro consejo fue muerto el rey don Sancho. —¿Respondió el rey? —preguntó Álvar. —Respondió empeñando su honor y palabra de cristiano en lo contrario. —¿Y el rey Alfonso te recriminó por tal demanda, Rodrigo? —quiso saber doña M ayor. —Al contrario, fueron sus palabras para decir que así tenía ocasión de proclamar su inocencia. Y en ello insistió García Ordóñez, que con Sancho y también como yo había cabalgado hasta Zamora, y quien habló a continuación para decir que lo serviríamos ambos con la misma lealtad que lo hicimos con su hermano. Y Alfonso lo agradeció con grandes gestos y de nuevo hermosas palabras. Pero una cosa son palabras de rey y otra que no tenga en cuenta y guarde las de sus vasallos. —Guarda tú también para ti tus prevenciones y guarda calma. Es lógico Rodrigo que el rey recele. No puede olvidar tan pronto quien fue el valedor de quien lo venció en combate ni le arrebató su reino. Pero Alfonso ha dado muestras de sabiduría con lo que ha hecho y a todos os da un lugar. El tiempo cerrara heridas y borrara desconfianzas. M i padre procurara por ello, por Álvar y por ti. El rey Alfonso necesitará de ambos y a ambos no tardará en llamar. Es preciso también que por vuestra parte perciba que la lealtad vuestra no tiene fisuras —aconsejó doña M ayor. —¡No las tiene! —protestaron al unísono ambos primos. Doña M ayor, educada en la alta nobleza y en la corte leonesa, sabía de aquellos juegos diplomáticos de los que los castellanos andaban ayunos. En cualquier caso sus palabras y experiencia tranquilizaron en mucho tanto a Fáñez como a Rodrigo. Un nuevo tiempo se abría en el reino. No era el que habían imaginado ni querido. Pero era el que amanecía y solo restaba esperar que Alfonso supiera reinar bien y no dejara a un lado a Castilla. M archó Rodrigo rumbo a Vivar al día siguiente tras pernoctar en nuestra casa y la vida pareció ir siguiendo su rumbo tal y como había pronosticado doña M ayor. Se tranquilizó Castilla y pareció que todo volvía al cauce normal. Tanto pareció ser así que cuando Alfonso la visitó al mes siguiente en Burgos con alguno de sus condes, entre ellos el padre de doña M ayor, se dieron cita todos no faltando ni el obispo ni los condes, pero en esta ocasión también estuvieron presentes los abades más importantes de los monasterios, Sisebuto de Cardeña, Domingo de Silos, García de Arlanza, Belasio de San M illán, Álvaro de Valvanera y Pedro de santa Juliana, y en esta ocasión se requirió la firma en el diploma de infanzones y magnates aunque no fueran condes y entre ellos no faltó la de Rodrigo Díaz de Vivar ni de los Fáñez de Orbaneja. El rey honraba así al antiguo alférez de su hermano, lo recibía con todos los honores como vasallo predilecto y le daba un lugar en su corte. Allí también aparecía y cada vez más cercano a Alfonso como antes lo había estado de Sancho, García Ordóñez de quien se decía que cada día era más apreciado no solo por el rey sino por su entorno más cercano, en especial su hermana Urraca. M i tía doña M ayor glosaba lo positivo de aquellos hechos: —El rey quiere distinguir a Rodrigo. Sabe de su fama en Castilla y lo que para muchos su nombre vale. Teniéndolo al lado, lo mismo que a ti, Álvar, tiene a su lado a Castilla. Pero en esto deberéis de tener cuidado. En la corte hay intrigas y envidias y entre ellas os manejáis mal vosotros que preferís hacerlo en lid y con moros antes que en duelos de palabras. Ahí otros os llevan ventaja. Como ese García Ordóñez a quien Alfonso ha cogido en tanta estima. El rey le otorga al Campeador honores y le conserva el rango, pero la predilección en el corazón que por él sentía Sancho no puede tenerla y con ello ha de contar tu primo —la hija del conde Ansúrez no daba puntada sin hilo y no precisamente en sus costuras y tejía también y junto con su padre la fina tela para que su Álvar fuera creciendo por su lado en la estima del rey. Pero todo parecía en calma. Tan solo hubo para comentar la turbulencia de la vuelta de García a Galicia, tras abandonar Sevilla, buscando recuperar su trono como Alfonso había hecho con León. Pero le faltaba la audacia y la inteligencia que su hermano tenía y los apoyos que éste ya le había arrebatado. Falto de ellos y aislado, se avino a entrevistarse con él y Alfonso, sin dudarlo, lo mandó apresar y sin más demora lo hizo conducir prisionero al castillo de Luna de donde ya no saldría en vida12 . Los Díaz y los Fáñez acudían prestos a la llamada de su rey cuando éste los requería a su presencia o en su visita a los monasterios, como cuando se acercó con su esposa doña Inés y sus hermanas las infantas Urraca y Elvira a San M illán, o cuando requirió sus servicios y sus armas para una entrada por tierras riojanas del rey de Navarra, que no se avenía a dar salvoconducto a los castellanos que querían peregrinar a la tumba de San M illán y cuyos súbditos les hacían objeto de pillajes. Gonzalo Salvadórez, tenente de Lara, se quejó a su señor y éste acudió a defender a sus vasallos. Con él fueron Rodrigo y Álvar y el navarro se avino sin que hubiera que derramar sangre cristiana. Entre nuestras familias sin embargo, la de los Fáñez y los Díaz, sí que estuvo a punto de surgir una disputa. Por medio anduvo el abad de Cardeña cuyos colonos tenían derecho de pastos en los terrenos de los infanzones de Orbaneja y Riopico. Reclamó el abad y el rey delegó su representación en Rodrigo, que en la corte y de paje de don Sancho se había cultivado en el conocimiento de las viejas leyes godas, y en el merino de Burgos para que juzgaran el litigio agravado porque algunos familiares de los Fáñez habían actuado a las bravas y se habían apoderado de ciento cuatro bueyes que eran de los colonos de Cardeña. Pudo aquello tener consecuencias para la amistad entre los primos, porque el pleito pintaba muy mal para los intereses de sus allegados, pero Álvar comprendió muy pronto la situación y optó prudentemente por avenirse. Se consideraron vencidos en el litigio pero alcanzaron un acuerdo amistoso sobre los pastos si querían seguirlos aprovechando los colonos de Cardeña. Eso sí, hubieron de devolver los bueyes. Cosa que en privado Álvar reprochaba entre bromas y veras a Rodrigo. —Podías haberlo partido al menos. Pero se nota que don Sisebuto te hace más agasajo que los Fáñez y que valen más los rezos benedictinos por tu alma, que los mandobles que yo he tenido que dar para defender tu cuerpo. Rodrigo no sabía del todo si era chanza y replicaba muy digno y siempre con aquel genio suyo a punto de aflorar ante lo que le incomodaba o no comprendía del todo. —Los bueyes nunca fueron vuestros sino que os apoderasteis de ellos por la fuerza. Y ello sin contar con que algún colono la sufrió también en sus carnes por intentar impedirlo. Que buenos son los de Orbaneja y menudos sois los Fáñez. Así que mejor Álvar no escarbes en razones que aún menos tenías de la que te dieron. Al quite salía doña M ayor y al fin se servía vino y se hablaba de lo que a ambos les gustaba más, la guerra y de las pocas ganas que el rey Alfonso parecía tener de hacerla. Al menos no la hacía con la lanza y con la espada, pero al entender de doña M ayor sí empleaba otras incluso más eficaces y sutiles, aunque no convenciera del todo y más bien en nada ni a mi tío ni a su primo. —Alfonso es un rey inteligente y está haciendo a Castilla y a León un reino poderoso ante el que se avasallan todos los reyes moros. No hay soberano más temido y la prueba es que uno a uno le van pagando tributo y reconociendo su dominio. Al M amun, el de Toledo, de quien fue huésped, Al M utamid de Sevilla, Al M uqtadir de Zaragoza, el de Granada y hasta el de Badajoz. Todas las taifas pechan a Alfonso. Vosotros castellanos no le estimáis, solo sabéis de asaltos y lanzadas, pero Alfonso es un gran rey que conquistará más por su astucia que otros con el hierro. Bien lo supo el rey Fernando, que no solo dejó en herencia reinos sino arcas bien repletas y las parias. Y Alfonso aprendió bien esa lección de su señor padre —remató, con una de sus frases favoritas, mi tía. Los dos guerreros rezongaban pero a la postre callaban aunque fuera una hembra quien hablara. Era esposa, madre ya dos veces, había dado a luz a una niña. Elio, e hija del conde Ansúrez. Y estaba empeñada en casar a Rodrigo y en un tris de conseguirlo. De hecho lo tenía más que amarrado y en ello andaba metido también su padre, aunque no Urraca, a quien procuraban no enterar de nada, pues un viejo rumor de alguna querencia malograda con Rodrigo seguía rondado los murmullos y hasta se posaba ya en algunos romances contados por juglares. Se decía que la infanta no había ocultado su pasión por el protegido de su hermano Sancho, que sus suspiros por el Campeador castellano, aunque públicamente y como patrona del Infantado hubiera adoptado aire de monja, vida monacal y renunciado a las pasiones de la carne, eran bien conocidos desde Burgos a León, pero que éste no atendió a sus requiebros, o atendidos algún tiempo, no gustó de seguir adelante bien porque su corazón no lo quisiera o la razón y la inconveniencia de la diferencia de linaje le aconsejarán no transitar la senda de aquella alcoba en exceso peligrosa. En cualquier caso la mirada de Urraca parecía tener algo de resentimiento despechado y era mejor, estimaba doña M ayor, que hasta que no estuviera todo atado no se maliciara de nada. Pues no buscaba para Rodrigo novia que le rebajara mucho en nobleza a la mayor de las infantas. No era imposible. Casar la hija de uno de los nobles de más rango de todo el reino, de la más vieja nobleza y honores, con un infanzón que despuntara era una boda que solía ser por ambas partes bien recibida. Al infanzón le hacía subir un peldaño y a la ricahembra no la descendía. El conde no solía oponerse siempre y cuando los posibles y tierras del infanzón aportados en dote fueran estimados como suficientes y al rey le pareciera que era conveniente el enlace. Otra cosa era casar un hijo con alguien de menor sangre, pero una hija bien podía permitírselo. Y hasta podía interesarle. A la familia infanzona el acuerdo no solo le satisfacía sino que lo buscaba con ahínco. El matrimonio de Álvar y doña M ayor era un buen antecedente y un mejor ejemplo. Pero no había sido hasta el momento, por Urraca o por sus propias desganas, el caso de Rodrigo, que ya iba para cumplir los veintisiete y parecía querer más a sus caballos, a sus halcones y a sus cabalgadas de guerra que al trato con mujeres. Hasta que la astuta doña M ayor le puso en suerte a Jimena, la hija del conde de Oviedo, que sangre de reyes tenía incluso por sus venas. Algo, esto último, que en poco tuvo el de Vivar. Porque con solo verla hizo que estuviera dispuesto a entregar ya no todas y enteras sus tierras sino lo que la asturiana le pidiera. Y aunque lo disimulara y pretendiera mantener compostura y un aire impenetrable, doña M ayor supo que solo quedaba que ella desplegara sus buenos oficios para que hubiera boda. Porque lo otro ya lo tenían ya avanzado, aunque ni lo hubieran hablado, Rodrigo y Jimena. Porque también le bastó un sondeo mínimo a la hija del Ansúrez para darse cuenta de que la hija del de Oviedo no solo estaba dispuesta sino deseosa de esposar con Rodrigo. El de Vivar había levantado muchos suspiros por la corte y en los palenques, y Jimena, aunque muy digna los ocultara, no había sido de las que menos suspiraba. Desde jovencita y a sabiendas que cualquier otra podría haber sido antes que ella la elegida. Pero el doncel había pasado a hombre ya talludo y no se había casado. Ahora aunque la diferencia era de siete años entre ambos, ella desde luego que estaba dispuesta. Aunque la palabra la tuviera su padre, Diego Díaz, conde de Oviedo, y hubiera de dar permiso el rey, pues era de él familia. Su madre, doña Cristina, era prima carnal de Alfonso por parte de madre y sobrina la llamaba. La sangre de los reyes Vermudos de Asturias corría por sus venas y por otras líneas también corría la de los reyes navarros. Por el lado paterno su estirpe lo era de generaciones de condes astures casados con hijas de reyes, como lo había sido su abuela Jimena, de Alfonso V y apadrinados por la reina Velasquita. Todo esto se lo sabía doña M ayor pero he de reconocer que yo me perdía en parentescos cuando ella contaba en la mesa cuál era el estado y situación de la posible boda y sus problemas. Lo que quedaba claro, para mi tío y para mí, es que ellos eran una cosa y de una estirpe y nosotros de otra. Álvar se enfuruñaba y entonces, avispada doña M ayor, se daba cuenta de que había metido la pata. La sabía sacar muy rápidamente y con un halago a su marido, o a los infanzones que en tantas veces habían demostrado valer más que los condes, la paz volvía a la mesa y ella a relatarnos sus tareas de casamentera. Porque para mí que fueron ella y su padre el conde Ansúrez quienes más valieron. El padre de Rodrigo, Diego, estaba mayor y achacoso, no salía de sus tierras y para nada en la corte contaba. Aunque en su casa aún era su palabra la que habría de respetarse. Era Jimena esbelta como un chopo, de ojos azules muy claros, de pelo rubio y cutis sonrosado. Pero no era una mujer débil ni flaca, sino de curvas, redondeces y buenas caderas asturianas que en otras hubieran resultado excesivas pero que en su altura eran armónicas y atraían la mirada. Solía tener sosegado el semblante pero era impulsiva para la risa y gustaba antes que de nada de la música y hasta tañer algún instrumento sabía. Era orgullosa pero no altiva, miraba de frente y no bajaba la vista sino ante el rey, su tío. No la bajó ante Rodrigo cuando se conocieron y si se ruborizó no fue por vergüenza sino como a doña M ayor le dijo. —Sino porque me entró como un sofoco por el cuerpo entero cuando en mí clavó él sus ojos y me cató de arriba abajo. Alguna otra entrevista oficial y algunos y no pocos encuentros nada fortuitos, aunque no furtivos, aprovechando las misas y que el conde andaba por León junto a sus hijos y que Rodrigo no dejó de caerse por la corte y frecuentar más que nunca las iglesias, parecieron acercar la boda. Doña M ayor se las prometía felices. Pero el problema no estaba en Jimena sino un tanto en el conde don Diego, de Asturias o de Oviedo, según le mentaran unos o firmara en otros, y en sus hijos Rodrigo, el más proclive, y Fernando, el que menos y quien más se resistía al enlace. Pero la hermana pequeña Aurovita, la vela que no le dejaban tener se la tenía puesta en cualquier caso a Jimena y era cómplice y valedora de sus amores aunque de no mucho sirviera. Sí lo hizo su hermano mayor y heredero, Rodrigo Díaz, que igual se llamaba que su futuro cuñado. Al igual que el padre del novio y de la novia compartían también el mismo nombre y apellido, Diego Laínez, aunque fuera muy disparejo su rango, lo hacían por igual los dos primogénitos, los dos Rodrigo Díaz. Aunque aquí el rango ya empezaba a ser más parejo. Valió la cierta admiración que por el castellano sentía el asturiano, noble no solo de linaje, que tenía su casa solariega por Cangas de Narcea, amén de las familiares de Oviedo, y gustaba de la caza y de la guerra. El menor puso más reparos y ciertos dengues pero finalmente don Diego, ya muy mayor y escaso de fuerzas, tras los buenos oficios de los Ansúrez y el apoyo de García Ordóñez, a quien Alfonso ya había elevado a conde y que en aquellos días buscaba mucho la compañía y la amistad de Rodrigo e intentaba ganárselo, y tras la oportuna consulta con el rey, accedió y hasta lo hizo de buena gana cuando el de Vivar estuvo dispuesto a aportar en la carta de arras la mitad de sus bienes. Fue aquello motivo de discusión en el solar de los infanzones de Vivar y a lo que el padre Diego Laínez no dejaba de oponerse. —Las arras entregadas y según el fuero de Castilla y por disposición de los reyes godos ancestrales no pueden sobrepasar el diez por ciento de los bienes. Doña M ayor mediaba: —Pero es Jimena de sangre real, hija del conde de Oviedo, desigualdad que ha de allanarse con la riqueza y el rango que los Díaz del Ubierna han adquirido y deben de hacerse notar en la balanza. Además, ella es asturiana y el fuero por el que ha de regirse es el de León y en éste se permite la donación a la novia de la mitad de los bienes de su esposo. —Es excesivo —intentaba refutar el viejo capitán de frontera, sabedor en el fondo de que tenía la batalla perdida. No dejaba de notar que la voluntad de su hijo Rodrigo estaba clara y dispuesta y que si le dejaba entrar en tales disquisiciones era por respeto, pues su fortuna en buena parte se la había hecho él con sus manos y sus armas—, pero si esa es la condición y si mi hijo está dispuesto no seré yo quien ponga más reparos. —Así es padre y así os lo agradezco como hijo. Pero además no se preocupe. No irá la heredad para los asturianos sino para sus nietos. El conde García Ordóñez y el padre de doña M ayor, el conde Pedro Ansúrez, se han ofrecido como garantes no solo de esas arras sino de un acuerdo que entre Jimena y yo estableceremos nombrándonos el uno al otro herederos universales y que nuestros vienen pasen a los hijos que engendremos. El monasterio de San Cabrían de la Buena M adre, tres villas enteras, Vallecillo, Espinosilla de san Bartolomé y la Nuez de Abajo, amén de tierras y partes en otras 34 villas más, todas en tierra de Castilla, pasaban a doña Jimena. En el convenio también entrábamos los Fáñez, pues algunas de aquellas propiedades que Rodrigo entregaba las daba en lugar de otras que habían tomado para sí Álvar Fáñez y Álvaro Álvarez en una permuta anterior de tierras familiares realizada entre los primos. Ni que decir que doña M ayor estaba encantada y que además había logrado otro de sus objetivo metiendo a su padre de por medio como garante de los acuerdos. La boda pues quedó fijada en Burgos, con la catedral como templo señalado y los Fáñez entre los primeros invitados y así pude conocer yo la ciudad y todas sus maravillas. También tuve allí ocasión, por vez primera, de ver a nuestro rey y a sus hermanas las infantas, doña Urraca y doña Elvira, al conde Ansúrez y a los grandes condes castellanos M unio González y Gonzalo Salvadórez. También a muchos magnates, que hasta dieciocho firmaron en el diploma, casi todos castellanos y pocos leoneses. Era Burgos, era Rodrigo y nosotros castellanos. Un gentío que yo no había visto tal abarrotaba las calles de Burgos. Ya al cruzar el puente sobre el Arlanzón me sobresalté al ver que las apreturas al pasarlo casi rebosaban sus pretiles y que entre los de a caballo y los que a pie venían podía dar alguno con sus huesos en el agua. Pero una vez entrado en el gran burgo por la puerta de la muralla me empezaron a faltar ojos para mirar todo lo que a mí alrededor pasaba. No había estado nunca en una ciudad y aquella rebosaba de todo. Se iba la mirada hacia una casa muy hermosa y al punto había de fijar la atención en otra que le superaba. Ante ellas las de los Fáñez parecían sencillas casas de labriegos. Fuertes puertas, piedras bien labradas, arcos y celosías, ventanales de buenas rejas. Sin muchos adornos pero recias y poderosas decían a quien llegaba que estaba en la capital de Castilla y por todos sus muros lo pregonaba. Pero más que los edificios me sorprendía el trajín de las mil gentes que por todos los lados transitaban. Se notaba que era día de fiesta, que algo importante acaecía aquel 19 de julio de 1074. Se notaba en los guardias de puerta, se notaba en los gallardetes al viento, se notaba en las fachadas engalanadas, se notaba en las ropas de las gentes que, de villanos a condes, aquel día se habían puesto sus mejores galas y el que ninguna tenía hasta sus harapos había adecentado. Venía el rey Alfonso, venían las Infantas doña Elvira y doña Urraca, pero ante todo se casaba Rodrigo Díaz y eso era lo que a todos concitaba. Nadie salía de Burgos aquel día. Todos entraban. Nosotros seguimos la corriente del gentío hasta dar con el lugar donde todos confluían. A la plaza frente a la catedral de Santa M aría que en su fondo se levantaba. Allí nos dirigíamos todos. Los que invitados estábamos y los que no querían perderse el paso de las comitivas de los grandes señores, de las ricashembras, de los fieros condes, de los magnates, de los orgullosos infanzones, de caballeros y damas. Dejadas las monturas en las casas propias o en las de deudos o allegados, los convidados a la ceremonia y al banquete hacían el camino hacia el templo a pie, por un pasillo que previsoramente se había dispuesto de peones armados, mas que nada para que las gentes al empujarse no acabarán cerrando el paso. Los cuchicheos de la multitud afloraban a cada paso y se expandían y aumentaban cuando llegaba el reconocimiento de éste o de aquél. «¡Es García Ordóñez!», difundió una voz al paso del conde, delgado, moreno y cetrino, de cara afilada y una gran sonrisa permanente en una boca pequeña, un poco torcida, de labios finos. Acompañado de algunos de sus hombres más cercanos en rango y confianza destacaba por su porte y su andar elástico y casi felino. —Es guapo —se oyó decir a una moza. —Casi parece un moro —contestó otra voz masculina. El conde vestía, como no pocos, ropas de corte y gusto arábigo con mucho adorno y brillo. Imitaban a Alfonso que gustaba y en mucho las apreciaba desde su estancia en Toledo. Las sedas y las filigranas, los colores y tornasoles contrastaban con los tradicionales y más sobrios de los viejos castellanos. Que éstos también y para ese día se habían echado encima lo mejor que tenían en sus arcones. Hubo quien sin percatarse de que a mediados de julio hasta en Burgos hacía un sofoco se puso sobrepelliz de terciopelo o estola de piel y dama hubo al borde de la asfixia por no querer prescindir de sus armiños. A mi tío también lo reconocieron y eso me llenó de orgullo. «Es Fáñez», decían. «Es el primo de Rodrigo y su hermano en la batalla», «Es su sobrino», cuestionaba otro. «Álvar Fáñez, su «M inaya», remachaba un tercero. «Las dos mejores lanzas castellanas», decía el coro. Le señalaban con el dedo y él caminaba como sin oír los elogios, con ese andar suyo tan de plantar firme un pie antes de echar el otro. Los peones al pasar a su lado le hacían algún gesto o le guiñaban un ojo. Yo caminaba lleno de gozo a su lado y al de doña M ayor, que aquel día resplandecía. Ella no había imitado moda alguna ni se había puesto ropajes que la torturaran de calor. Su riqueza se notaba tanto en su porte como en su bien tintado vestido de color púrpura de seda adamascada, con un delicado ribete de visón y gemas incrustadas, como correspondía a su linaje y posición, conjugado con algún contraste de color azul lavado y desvaído como un homenaje a los colores de Jimena, la asturiana. Llegó Diego Laínez, el padre de Rodrigo, que aún mantenía el paso firme, su madre, doña Cristina y sus dos hermanas y llegó el conde de Oviedo, el don Diego de Asturias, achacoso y muy despacio, flanqueado por sus hijos y su hija más pequeña. Le costó trabajo ascender la escalinata y su vástago mayor, el que compartía nombre con Rodrigo, acudió presto a sostenerlo. Llegados al pórtico de la iglesia nosotros tuvimos el privilegio de no tener que penetrar al interior de inmediato, como había de hacer la mayoría de los asistentes, pues en el atrio solo quedaba espacio para unos pocos que allí habrían de esperar tanto a los novios como al rey y a las infantas. Allí aguardaban tan solo los dos condes testigos, García Ordóñez y el padre de doña M ayor, Pedro Ansúrez, los padres de Rodrigo y el de Jimena, el obispo, un pequeño grupo de magnates y nosotros. Rodrigo había querido así distinguir a su «hermano» Álvar. Y por el pasillo apareció al fin el propio Rodrigo. Llegaba con aquella zancada poderosa y aquel movimiento de sus anchos hombros. Se hizo un silencio al entrar y luego la plaza estallo en un vitor enardecido donde clamaban su nombre. En un momento el grito de ¡Campeador! resonó en el espacio y fue secundado por todos. Los peones a cuyo lado pasaba se envaraban con una muestra de reverencia y cariño porque al gesto de milicia acompañaba la sonrisa en la cara a quien consideraban su mejor jefe pero también su compañero. Vestía sencillamente, botines de cuero, calzas de buen paño, camisa de fino lino y, por encima, una túnica muy bien bordada donde sobre el blanco destacaba el rojo, el color de las armas castellanas, que había querido lucir en tal ocasión. Y los burgaleses vitoreaban el gesto de su paladín. Pero a poco y cuando la expectación crecía y un cierto desasosiego se apoderaba de la masa de gente apiñada, un rumor recorrió el espacio y luego le sucedió tal silencio que solo se oyó en la plaza el chillido de las bandadas de vencejos, que ajenos a lo que abajo sucedía cruzaban raudos el azul del cielo y a veces se enfoscaban en un pequeño hueco en los alerones más altos del techado del templo. Con el grito de los vencejos y el callar admirado de las gentes, llegó doña Jimena a Burgos y se ganó su corazón para siempre. Venía azul, el color de su tierra astur y el de la Virgen, símbolo de fidelidad, pureza y amor eterno, sin estridencias en su vestido ni en su tocado, sin más adorno que unas flores en forma de guirnalda acompañando los bucles de su largo cabello, con su rostro cubierto por un velo calado que le permitía caminar despacio pero resueltamente. Acompañada por cuatro damas que la seguían, vestidas ellas también azules, aunque éstos más oscuros, cruzó la plaza mayor de Burgos en medio del homenaje más sentido de los castellanos: el silencio. Arriba la recibió su padre, que le ofreció su brazo. Rodrigo la saludó con una leve pero notoria y mantenida inclinación de cabeza. Y ambos esperaron al rey y sus hermanas. Se demoraron éstos algún rato y otra vez los murmullos llegaron a la plaza, pero no fue larga la espera y un sonriente Alfonso seguido por Urraca y Elvira y escoltado por su alférez real Rodrigo González y los dos condes castellanos de mayor raigambre, M unio González y Gonzalo Salvadórez. Saludó con su mano el rey a los presentes y fue correspondido. Se elevó el clamor en la plaza pero no llegó a tapar el chillido de los vencejos. Inclinaron ante él la rodilla quienes le aguardaban, besó el anillo del obispo, aceptó tanto él como las infantas la reverencia de las damas y en especial la de Jimena y le dio a besar su mano a Rodrigo, a quien alzó presto de su hinojo con gesto afable y cariñoso y entonces sí que estalló en vivas y clamores la plaza. Al fin entramos todos en el templo. Yo un tanto alelado hube de sufrir un empujón de mi tío, pues me había quedado inmóvil entorpeciendo el paso. He de reconocer luego que no tuve los sentidos abiertos ni para las riquezas del templo ni para la ceremonia. Apenas si presté atención a la aceptación de los novios. Estaba turbado y no dejaban de venirme a la mente las caras y los gestos del rey, de las infantas, el de Rodrigo, el de los condes, el de Ordóñez, el de doña M ayor y el de mi tío. El rey Alfonso tenía grandes ojos de mirar inteligente. Su mirada lo cubría todo, parecía absorber cuanto lo rodeaba y cualquier mínimo gesto de quienes lo acompañaban. Nada escapaba a su escrutinio. No era de alta estatura aunque tampoco bajo, ni se le veía fuerte bajo sus ropas holgadas que en efecto tenían un marcado regusto a Oriente aunque aquel día debía haber rebajado los adornos y arabescos. Luego supe que vestía su mejor túnica, azul en oro bordada, regalo de su hermana Urraca que había gastado en ella 2000 meticales. Bien sabía Alfonso donde estaba, cómo sentía Burgos y quién era quien casaba. La mirada del rey, por un instante también posada en mí, cuando como Álvar Fáñez doblé mi rodilla, seguía intrigándome y por ella me preguntaba a lo largo de la ceremonia. Doña Elvira, la más pequeña, lo era también en presencia. Parecía apocada y tímida e inconscientemente parecía caminar siempre unos centímetros atrás que la dominante Urraca, a quien se la veía altiva y satisfecha, sonriendo alegre pero con una cierta distancia a quienes la saludaban con corteses reverencias. Algo me extrañó en sus maneras. La vi clavar fijamente y con largueza sus oscuros ojos en Rodrigo y deslizarlos por Jimena pero al separarlos noté que los dirigía fugazmente hacia García Ordóñez y luego, cuando éste se inclinó ante ella, un destello de satisfacción asomó con un brillo de orgullo y posesión a sus pupilas. El gesto y la sonrisa me recordaron no sé bien porqué al de un gato. El conde devolvió el gesto con otro, casi imperceptible, en el que creí ver complicidades. Pero yo entonces no entendía nada de amores, ni de amantes ni de cómplices. Quizás ha sido luego todo imaginación mía, que quise ver lo que no vi ni existió para explicarme porque ahora mi tío, Rodrigo y yo, cabalgamos por las altas alcarrias desterrados. Al banquete no se quedaron ni el rey ni su corte; pero el rey Alfonso si sacó provecho de su estancia, pues entendió que Burgos necesitaba un templo de mayor categoría y prestancia, y nada más comenzar el buen tiempo, al año siguiente, se iniciaron las obras de su nueva catedral de Santa M aría sobre la vieja iglesia. La mirada del rey se posaba en todo y quería que los burgaleses se sintieran con su rey complacidos, aunque veinte años duraran las obras. Sí permanecieron los condes testigos y los asturianos así como todos los magnates castellanos y por supuesto todas las familias de infanzones. Fue el convite en las casas del Cid, que junto a la puerta de la muralla por la que habíamos entrado poseía. Eran éstas espaciosas, con muy bien emplumados halcones en las alcántaras, con muy buenos brocados y tapices en las paredes, con fresca fuente en el centro del patio principal y con mesas dentro bien servidas de carne, de fruta y de dulces y vino de los viñedos de las orillas del Duero de denso cuerpo y color recio aunque limpio y sin turbiedad alguna. Reconozco que del banquete recuerdo más bien poco, aun menos que de la ceremonia de la iglesia, aunque por causa bien diferente. Por vez primera en mi vida me embriagué hasta perder mucho, si no todo, de mi cordura y tener luego vacíos los recuerdos. Se que había asadurillas y mollejas de cordero que tanto me gustan y criadillas y riñones, y aves de corral y caza y asado de buey y guisos de ciervo. Y una discusión entre vinos entre los infanzones de mi tierra, lindera al Ebro y los de Burgos. Y todos porfiamos y bebimos para salir de dudas lo que no hizo sino que entráramos más en sombras y algunos gritos. Pero sí tengo clavado en la memoria algo que tanto en la plaza, como en la iglesia como en el banquete se palpaba. Casaba un infanzón de Vivar con la hija de un conde y, aunque a todos agradaba, la distancia entre ambos no por ello se acortaba. Convenía pero no unía. Los infanzones castellanos miraban a los magnates y éstos procuraban no posar en demasía siquiera la vista en los que por un día eran sus compañeros de convite aunque no lo fueran de mesa. Y cuando el vino de los viñedos de la ribera del Duero castellano se subieron a la cabeza de alguno más de lo debido hubo de hacer valer Álvar Fáñez aquella manera suya de apaciguar los ánimos, de serenar los pulsos y de volver la alegría a sus cauces. Fue un gesto, un levantarse y una mano sobre el hombro y un mirarle de todos y un calmarse y seguir la fiesta. Que vinieron saltimbanquis, y se tocaban flautas, vihuelas, zampoñas, rabeles y laúdes y bailaban danzarinas que a los jóvenes, y a los que no lo eran, nos hicieron hervir, más que el vino, la sangre. En suma, que me emborraché por vez primera en mi vida y por segunda tuve trato con mujer y de ambas tengo un borroso y pastoso recuerdo. No fue, hasta ahí alcanza mi memoria, ninguna de aquellas bailarinas cimbreantes sino que me parece atisbar en la memoria que fue en una casa del arrabal donde con otros jóvenes concluimos la boda y yo tras un desmedrado revuelo de ropas, carnes y camisas y torpe cabalgar sobre la carne de la prostituta acabé vomitando junto al río, aunque esta vez no terminé en sus aguas y, por fortuna, socorrido y recogido por algunos Fáñez y otros hidalgos de Orbaneja, que me condujeron a la posada donde todos pernoctábamos. A la mañana siguiente doña M ayor ni siquiera me dijo nada limitándose a mirarme con una cara que reflejaba un algo de comprensión y compasión, pues la mía debía tenerla yo del color de la ceniza. Al menos era su sabor el que parecía sentir en la lengua. Sí recuerdo a los pocos días su comentario, ya regresado a nuestro solar y el asentimiento confiado de Álvar. —Don Alfonso, te lo dije, es un gran rey y tiene una visión grande para León y para Castilla. No es el impulsivo Sancho pero ensanchará sus reinos y engrandecerá Castilla que es la frontera por donde crecer puede. Lo de Burgos y ese enaltecimiento de Rodrigo da prueba de su razón y de sus intenciones. No lo hace en balde pero lleva el buen camino. Casar a quien aclama Castilla con la hija del conde de Asturias es puntada con mucho hilo, supone enlazar estirpes y territorios. A los castellanos os da el sitio y os indica el sendero. Será un buen rey para Castilla porque lo será para todos. Es más eficaz su mente que la espada de Sancho. Y no te enfades marido, porque bien sabes que estoy en lo cierto por muy bien que a tu señor sirvieras. Servir bien a éste no te traerá deshonor sino fortuna. No replicaba Álvar Fáñez pero yo sé bien en qué pensaba. Doña M ayor quizás no se había percatado de algo que quizás un guerrero midiera mejor que una dama. La obsequiosa presencia de García Ordóñez, que si se quedó al banquete y no dejó de enaltecer a su amigo Rodrigo, ni de celebrar sus hazañas. No cesó de hacerlo y todos lo celebraban pero no dejó de hacerlo como si en ausencia del rey a él le correspondiera y nadie más debiera osar imitarle en tales parabienes. A un guerrero como Álvar algunos de aquellos hosannas no le sonaban a verdad ni a buen acero sino a mal latón y a madera carcomida por otras emociones que no eran las de un amigo. Aunque aquel día como el que más pareciera. Aunque en la jornada quien no pudo tener queja alguna fue él mismo y menos que de nadie de su primo, el novio, pues fue Rodrigo el que se levantó antes de retirarse ya a sus aposentos con Jimena y a quien se dirigió y a quien quiso despedir y apreciar más que a ninguno y con un abrazo. —Vos Álvar, no lo olvido, sois M inaya, sois mi hermano. Seguí yo, después de la boda, en Orbaneja, con mi entrenamiento como caballero y mis labores como deudo más cercano de Álvar Fáñez. Lo primero lo había ido completando y puedo decir que me había hecho diestro a caballo, más que mediano con la lanza, aceptable con la espada y curtido para aguantar la fatiga. M i cuerpo mismo había cambiado y ahora ya no era un joven desmañado y desmedrado sino que el ejercicio continuo, en el que nunca cesaba, me había dado musculatura y resistencia. M i tío me había regalado un nuevo caballo, éste mucho más poderoso, aunque yo no dejaba de cuidar al viejo penco con el que había comenzado y por quien tenía un inusual cariño. Todavía lo montaba y lo usaba para recorrer las tierras familiares, pues Álvar se ausentaba con mucha frecuencia, doña M ayor iba ya para un tercer parto y tenía a los dos pequeños que atender en casa. En suma que poco a poco yo representaba y encarnaba, ante colonos o aparceros y ante los otros infanzones de nuestros valles u otros donde teníamos heredades, a los Fáñez y poco a poco me había ido ganando el respeto de las gentes. El viejo Trifón se sentía orgulloso y doña M ayor, por cuyos ojos miraba y cuya aprobación y buen criterio siempre buscaba, confiaba en mí como en un hermano y alababa mi buen tino en resolver los mil pleitos entre los labriegos o mis mediaciones entre los hidalgos. Decía que mis letras en el convento, que nunca había abandonado aunque he de reconocer que sí tenía muy descuidadas, me servían como guía y me daban predicamento ante mis inferiores pero aún más entre mis iguales. Álvar Fáñez frecuentaba con cierta asiduidad la corte y la estima hacia él de Alfonso crecía, pero quien parecía recuperar intimidades pasadas era Rodrigo. Las palabras de doña M ayor parecían cumplirse a rajatabla. Por Álvar supimos que Rodrigo acompañaba en muchas ocasiones al rey como uno de sus más allegados en la corte, que habían viajado al solar de su esposa Jimena y que allí fue tal la deferencia del monarca que estuvo entre los elegidos en la apertura del Arca Santa, que estaba depositada en la catedral de Oviedo para dar fe con su firma de las reliquias en ella contenidas13 . Había sido Oviedo capital mucho tiempo del primer y vetusto reino y seguía su catedral siendo lugar de peregrinación muy visitado y había contribuido a su riqueza, y aunque ahora Santiago la sustituía como destino no dejaban de decir los astures que mayor primacía tenía su templo, a la advocación del Salvador dedicado, que el de la capital gallega que lo estaba a uno de sus discípulos, que sus reliquias eran más santas e importantes que las que hubiera en lugar cristiano alguno con la excepción si acaso de Roma y del Jerusalén asediado por los infieles que poseían la ciudad y toda aquella tierra. Amén de que en la Cámara donde se guardaba se custodiaban también los símbolos primeros del primer reino cristiano que enfrentó y venció a los hasta entonces invencibles musulmanes. De hecho, y con Santiago en su apogeo, los peregrinos desviaban su camino y, a pesar de la dificultad de atravesar la Cordillera Cantábrica, los peregrinos se desviaban del Camino francés a Compostela para acercarse a Oviedo a arrodillarse ante ella. La venerada Arca Santa había llegado desde Jerusalén hasta España tras sufrir grandes peripecias custodiada por santos obispos como San Leandro o San Isidoro, hasta lograr salvarse de los musulmanes y ser puesta a salvo en M ontesacro y luego ya en Oviedo. Contiene reliquias de Jesús y de M aría, el propio sudario con el que al Salvador taparon la cara tras su sacrifico en la cruz, una vasija con leche de la virgen, y pan con el que Jesucristo celebró la última cena. En la Cámara, el Arca Santa reposa acompañada de la Cruz de la Victoria, que Pelayo había enarbolado en Covadonga, cuya madera de roble aún se vislumbraba entre sus repujados de plata, la Cruz de los Ángeles que conservaba un trozo de la Veracruz donde Cristo fue crucificado y la Caja de las Ágatas, así llamada por llevar incrustadas esas gemas. La apertura del Arca Santa se acompañó de un ritual de purificación y hubo quienes no se atrevieron a presenciarla, pues se temía que al abrirla desprendiera rayos divinos que cegarían a quien osara mirar dentro. Tal cosa se decía había acaecido en el año 1035 cuando la abrió el obispo Ponce para ver las grandezas que albergaba, y tanto él como los abades y clérigos que le acompañaban quedaron ciegos del resplandor que salió de ella. Se estableció que tal cosa les había sucedido por no ser de puros corazón y estar en pecado. Solo los puros podían osar contemplar su interior y los elegidos que aceptaron, entre ellos Rodrigo, hubieron de purificarse, velando y ayunando durante dos días con sus noches y, aún así, cuando al fin se abrieron sus goznes y se levantó su tapa, hubo quien desvió la mirada y dio un paso atrás. No Rodrigo, ni el Rey tampoco. Se hizo el inventario de las reliquias contenidas y allí firmó como fedatario junto con su Rey, Rodrigo. Una vez cerrada de nuevo doña Urraca se acercó a ella y, al observar lo desgastado de su madera de roble, ordenó recubrirla de plata. No había mejor prueba de la estima de Alfonso por Rodrigo y todo parecía sonreír a su futuro y al de Jimena por tierras asturianas. Tanta era su prominencia y la fe en su recto proceder y buen juicio, amén de ser lo suficientemente versado en costumbres y leyes, que fue uno de los cuatro jueces por él nombrados para decidir en un pleito de mucho calado y complicación pues confrontaba nada menos que al obispo de Oviedo contra el conde Vela Ovéquiz y su hermano Vermudo por la propiedad del monasterio de San Salvador de Tol, entre los ríos Eo y Porcia. Defendía el obispo que había sido donado al obispado por donación de los hijos de la condesa doña M umadona y del conde Gundemaro, en cuyas tierras se había fundado. Parecía fácil el asunto pero no lo era, pues los condes tenían dos herederos, Fernando y su medio hermano Guntrodo, en quien recayó la propiedad con la condición testada de que a su muerte pasara al obispo de Oviedo. Durante treinta años Guntrodo lo había pacíficamente usufructuado con acuerdo de los monjes, pero a su muerte el conde Vela lo reclamó alegando que les pertenecía como herencia por parte de su abuela Elvira, hermana del conde Gundemaro y presentaba escritura que tal demostraban. El pleito había de verse y fallarse aprovechando la vista del rey a las Asturias junto a su hermana Urraca. Nombró Alfonso jueces amén de a Rodrigo Díaz, al que allí apodaban como el castellano, para evitar la confusión con su cuñado, el hijo del conde de Oviedo, de mismo nombre y apellido, además de al obispo de Palencia Bernardo, el mozárabe Sisnando, gobernador de Coimbra y el gramático Tuxmaro. Fue este último quien descubrió de inicio que las escrituras presentadas por el conde Vela tenían todas las trazas de ser falsas y haber sido amañadas para la ocasión. Los jueces entonces, teniendo como norma las ancestrales Leyes Góticas, iban a ordenar a dos clérigos testigos que ratificaran con su testimonio la veracidad de la donación de doña M umadona a Guntrodo y de ésta al obispo de Oviedo, pero viéndose el conde Vela y su hermano perdidos y para evitar males mayores reconocieron ante el rey y la corte la sinrazón de sus pretensiones, y para salvarse de las penas establecidas si eran condenados otorgaron un documento renunciando en el futuro a cualquier demanda sobre el monasterio, fijándose severas penas en el caso de que ellos o sus sucesores violaran el compromiso. No menos complicado era otro juicio que también hubieron de fallar, la estancia del rey se aprovechaba para dar salida a los más importantes, en la que ni más ni menos que estaba en cuestión propiedades del mismo rey en disputa con los infanzones de Langreo. Se reunió la corte en el Soto de Arborebona, junto a Siero. El rey adujo que las tierras en disputa, que usufructuaban los infanzones de todo el valle, representado en el caso por 23 de ellos, le venían en herencia desde su bisabuelo el conde Sancho García, su abuelo el V de los Alfonso y su padre Fernando y él se los había donado al obispado de Oviedo. Los infanzones alegaban que las tierras las tenían por derecho hereditario y por tanto no estaban obligados a pago alguno, mientras que de parte del obispo y del rey se argüía que desde el conde Sancho y al merino del rey se pagaba por su uso cada año las caloñas y fonsaderas correspondientes. Y quien no las abonaba debía abandonar la heredad citada. Y que ello debería hacerse ahora con el obispo de Oviedo. Propuso el rey un duelo entre el adalid que él propusiera y el que eligieran los infanzones. M aliciándose éste que el campeón propuesto por el M onarca pudiera ser el propio Rodrigo, recurrieron a la infanta Urraca y a los condes para que en lugar de fallar el pleito mediante el Liber Judiciorum visigodo se hiciera mediante investigadores veraces. Pero éstos a nada establecieron que en efecto los infanzones habían pagado en tiempos por disfrutar de tales tierras y la decisión fue que ahora deberían seguir abonándolas en vez del rey al Obispado. Rodrigo, pues, crecía en la corte y visitaba con Jimena a su nueva familia asturiana. Todo parecía ir bien y muy satisfecha estaba doña M ayor, pues por su lado su Álvar ganaba en favor del rey que cada vez le encomendaba mayores responsabilidades en misiones de frontera y de supervisión de sus tropas. Al año siguiente hubo dos bautizos. El primero el de la segunda hija de Álvar, a la que pusieron Urraca, y la primera de Rodrigo a quien llamaron, siguiendo costumbre y por su abuela, Cristina. Por casa Rodrigo apenas si nos visitó en una ocasión. Fue ya por primavera del año 1076 cuando el rey se allegó con la corte a Cardeña, allí Rodrigo y Jimena hicieron documento de su cesión al monasterio de Silos y a su abad don Fortún de las viñas de Peñacoba y Fresnosa amén de cuatro solares poblados en sus campos libres de cargas fiscales, exentas de intervención en ellas del sayón del rey, sin obligación de servir en anuda, vigilancia en atalayas, sin fonsadera, sin portazgo, sin obligación de reparación de castillos y sin caloña por homicidio ocurrido en ellas. Era prueba de su magnificencia, su prominencia en la corte y su generosidad. Y todo parecía seguir en paz y armonía en la Corte, en los campos de Castilla y en las fronteras, donde el poder de Alfonso se extendía e iba tejiendo una tela de araña en que iban cayendo atrapados los reyes moros que uno tras otro tenían que pagar tributo al rey cristiano, que los amparaba y los defendía de otros reyezuelos de las taifas y también de las apetencias de los otros reyes cristianos. Fue por este lado por donde hubo sobresalto. Asesinaron aquel verano en Peñalén al rey Sancho de Navarra, el que los suyos habían coronado tras la derrota en Atapuerca, donde a mí me «cambiaron» de padre, y no fue precisamente manos moras las que le dieron muerte. Alfonso aprovechó aquello de inmediato y partió raudo a tierras navarras sumidas en la incertidumbre. Hizo valer su posición de monarca más poderoso y estableció rápidamente acuerdos y compromisos, pacificando el vecino reino y quedando él de alguna forma como protector del mismo y de su nuevo soberano. Sí había sin embargo cierta inquietud entre los eclesiásticos pues Alfonso había entendido que en la nueva orden de Cluny, nacida en Francia, había muchos elementos que le interesaban. Unificaban, eran cercanos a la corona, consideraban la necesidad de una nueva regla que impidiera los muchos desmanes y pecados que en los monasterios se producían y de los cuales yo había sido testigo. Total que Alfonso comenzó a hacer donaciones a los abades cluniacenses de diversos monasterios para que entraran en la disciplina de tal orden, como el de San Juan de Huermeces de Cerrato que quedó bajo la tutela del abad Raniero. Aquella legada de los monjes franceses iba a cambiar en mucho la vida monástica y muchas otras cosas. Hasta las propias iglesias y catedrales. Rodrigo aparecía con frecuencia con Alfonso en todos aquellos menesteres y el rey parecía distinguirle sobremanera. También y con frecuencia Álvar Fáñez pasaba cada vez más largas temporadas en León, con doña M ayor y sus hijos, en las casas de los Ansúrez, al lado de su primo y del soberano. Yo seguía adiestrándome con las armas pero no parecía que la guerra hubiera de volver ni por Orbaneja, donde tanto tiempo ha que ya no se padecía ni que entrara en cabalgadas por tierras moras. Los únicos muertos por mis lanzadas eran sacos rellenos de paja. De una de aquellas estancias volvió don Álvar con otra nueva. El rey elevado a un nuevo magnate a la dignidad de conde, la máxima nobleza del reino, y que hasta el momento solo tres castellanos poseían, M unio Gonzalez, Gonzalo Salvadórez, su cada vez más dilecto García Ordóñez, el primero que él nombró y ahora un cuarto. Pero no había sido Rodrigo el elegido, sino Gómez González. Aquello dijo Álvar no había sentado nada bien a su primo que esperaba aquella dignidad y se estimaba como mejor merecedor de ella. Fue por ello o porque así lo trajera la situación, los dos años posteriores tanto Rodrigo como Álvar apenas si salieron de sus tierras, excepto cuando el rey los hizo llamar, que apenas fueron un par de ocasiones. A Rodrigo le nació un varón de Jimena, al que puso de nombre Diego, en homenaje a sus dos abuelos del mismo nombre y hubo regocijo en Vivar, donde acudimos. Yo me ocupaba de mis cosas, mis armas y mis faenas de control de las haciendas y fue cuando doña M ayor quiso empezar a ocuparse de otras que me concernían. Consideró que había llegado el momento de casarme y se puso manos a la obra. Yo no tenía aquello demasiado claro ni previsto pero supuse que era inevitable. Ella comenzó a barajar candidatas y a convencer a Álvar de que había de hacerlo presto, pero para ello debía lograrse, y en ello debía el marido y su poderoso pariente en la corte aplicarse para que me dieran a mí alguna dignidad, que al menos me tomaran consideración de caballero aunque no hubiera participado en lid alguna. De la boda, que doña M ayor ya tenía vistas varias candidatas y a algunas familias pudientes enredadas en aproximaciones y regates, vino a librarme el asunto de las parias sevillanas. A mí me libraron, sí, pero aquello fue sin duda el principio de la caída de todos en desgracia. Fue enviado Rodrigo, en una prueba más de la confianza real, al frente de una embajada a Sevilla y quiso éste que en la expedición, cuyo objeto era cobrar las parias que con Al M utamid tenía Alfonso establecidas, le acompañara Álvar Fáñez. Yo estuve a punto de ser también de la partida, pero finalmente mi tío lo desestimó. Había que rematar la recogida de la cosecha y la molienda y para ello debía yo de quedar en casa. Habían dejado de llamarme el Fraile en Orbaneja pero a este paso me iban a acabar por llamar el maquilero y terminar oxidada mi loriga y comido por los ratones el cuero de mi adarga. Partió Álvar Fáñez con buenas y seleccionadas lanzas, no menos de cincuenta, que unidas a más de otras tantas de su pariente hacían una muy poderosa mesnada. Partieron ante mi envidia hacia Al Ándalus. Quedé a la espera de su vuelta y de la promesa de mi tío de que en la siguiente expedición no habría excusa y me llevaría con ellos. Ansiaba yo conocer las tierras moras, sus ciudades, sus palacios y, por qué no decirlo, a aquellas moras apenas veladas con tules de las que algunos hablaban, aunque otros decían que las del pueblo y por las calles iban por entero tapadas. Esperamos su vuelta pero a ella le precedieron las noticias más preocupantes. De Burgos llegó la malanueva de que en las tierras del sur se había producido un choque, pero que no fue con los sarracenos, sino que había sido entre cristianos, que Rodrigo había lidiado con el otrora su amigo el conde García Ordóñez y que le había rendido y apresado. Que después lo había liberado pero que el rey Alfonso estaba encolerizado con tal desmán cometido contra uno de sus condes y que esperaba la vuelta de los nuestros para escarmentarlos. M uy inquieta anduvo doña M ayor con aquellas noticias, rezando de continuo y procurando andar enterada de si la mesnada de Rodrigo y Álvar había regresado al fin a León y que era lo que allí había el rey dispuesto. Hubo de esperar bastante y ya estaban bien entradas las lluvias de otoño cuando al fin hubo noticias del regreso de ambos. M andaban emisarios a sus casas de que iban antes de nada a explicarse ante Alfonso, y que por su mal no padecieran pues ninguno habían hecho sino ser leales vasallos y atender el cometido que les había sido encomendado. Algo nos tranquilizó aquello pero no hubo reposo hasta que en verdad vimos a Álvar que al frente de sus hombres, con los pendones empapados por una lluvia pertinaz y arropados en sus sayones pardos que los de Fáñez habían comenzado a usar sobre sus armaduras, llegaban a Orbaneja dirigiéndose los más hacia el castillo al otro lado del Ebro y los menos con mi tío hacia nuestro pueblo. Entre los gritos y alborozos de los reencuentros trataba yo de atisbar en los gestos cual había sido el resultado del encuentro con el rey y ardía de nervios en que Álvar nos narrara la aventura. Algo oí a alguno de sus escuderos que ya me alivió. —Dio con sus huesos en el suelo el fanfarrón García Ordóñez, le tomamos preso y por generosidad de Rodrigo le soltamos. Yo le hubiera traído encadenado a Castilla para que respondiera ante el rey de su felonía. Pues fue el único culpable. Fijos lo ojos en su marido aquello no tranquilizaba del todo a doña M ayor hasta que su marido, nada más desmontar, le dijo: —Todo está bien mujer. No tengas zozobra. No había otra razón que la nuestra, que era la del rey y el rey así lo ha comprendido. Aunque fuera Ordóñez. Dejadme que atienda a mi caballo y a mi aseo, preparadme una buena cena caliente y luego os contaré todo al detalle. Hubimos de esperar a concluirla para que Álvar se sentara ante el fuego de la chimenea que ardía con buen leño de encina, estirara las piernas y diera comienzo a su relato. Era parco y preciso en sus palabras y algunas hubo de sacárselas doña M ayor con preguntas. Pero sobre algunas cosas ni por esas salieron de su boca. —Llegamos a Sevilla, la ciudad del rey Al M utamid, a orillas de un hermoso río, el Guadalquivir que señorea la más fértil vega. La ciudad es populosa y los alcázares del rey llenos de lujo. Se nos franquearon como amigos las puertas. Nos alojaron y agasajaron. Al M utamid no regateó el monto de las parias pero nos rogó que nos quedáramos algún tiempo. No hacerlo hubiera sido descortesía. Pero el moro sabía por qué hacía todo aquello y su persistencia en honores y agasajos con nosotros tenía un buen motivo. A poco llegó la noticia. En Granada, otro reino de los moros, lindero con el de Sevilla, que es también señor de Córdoba, se encontraba como huésped de su rey, muy enemigo de nuestro aliado y protegido, el conde García Ordóñez, que Alfonso ha nombrado gobernador en su nombre de La Rioja. —Fue otra jugada de Alfonso, tras haber casado Ordóñez con la hija del rey navarro García Sánchez. Así ataba vínculos en esas tierras —explicó doña M ayor. Pensé yo en las miradas entre el conde y nuestra infanta Urraca aquella mañana en la catedral de Burgos pero nada dije. Yo en aquellas cuestiones siempre callaba. Además retomaba su relato Álvar. —Sí mujer. Y por ello en la embajada a Granada se encontraban también su concuñado Fortún Sánchez. —... Que está casado con otra hija del rey navarro, Emirsenda —le colocó su muletilla de matrimonios doña M ayor. —Déjame seguir, que me pierdo en esos hilos. Con Fortún venía su hermano Lope Sánchez y con García Ordóñez un magnate castellano, Diego Pérez, de los mayores de nuestra tierra. Acompañados todos por sus gentes de armas. O sea, cuatro mesnadas. Supimos que el rey de Granada los había incitado o que ellos mismos pusieron empeño, pero el caso es que salieron en algara hacia las tierras del sevillano junto con las tropas granadinas para hacer la guerra y saquearle las vegas. Supimos que venían y entendimos el porqué de que el avisado Al M utamid tanto nos regalara para retenernos. Al M utamid nos convocó a su palacio y haciéndose de nuevas nos comunicó la incursión de su enemigo. Y de inmediato nos demandó la protección que por las parias pagadas a Alfonso estábamos obligados a prestarle. Demasiado sabía que no podíamos negarnos. Rodrigo intentó evitar el combate y envió emisarios a García Ordóñez, poniendo por delante la amistad que les unía pero ante todo su obligación de defender por vasallaje y lealtad a Alfonso ante quienes a Al M utamid atacaran. La respuesta no fue la esperada. A la mofa del rey granadino tachándonos de cobardes se unió la incomprensión y el desprecio de Ordóñez y los navarros. Ellos tenían las tropas moras y sus cuatro mesnadas a las que nosotros apenas podíamos oponer el puñado de hombres, poco más de cien lanzas, que habíamos llevado entre Rodrigo y yo. Siguieron adelante, saqueando el reino de Al M utamid, y así llegaron ante Cabra. Confiados venían y a su encuentro partimos nosotros apoyados por la caballería ligera sevillana. Trabamos con ellos combate mediada la mañana y huyeron ante nosotros, ya pasado el mediodía, después de sufrir gran matanza tanto de granadinos como de cristianos. Pero no todos pudieron escapar. Rodrigo derribó a García Ordóñez, yo me apoderé de Lope Sánchez y también cayó en nuestro poder Diego Pérez. Humillados, los trasladamos a nuestro campamento. Tomamos sus tiendas y pertenencias como legítimo botín de batalla y, tras consultarlo Rodrigo conmigo, decidimos dejarlos libres y que a Castilla y Navarra volvieran por sus medios y rumiando su derrota. Quizás en ello erramos pues debiéramos haberlo traído con nosotros. Pues ellos llegaron antes al rey propalando todo tipo de embustes y quejas. M intiendo sobre su acción y acusándonos ante Alfonso de haber humillado a sus caballeros cuando su única humillación fue la de su derrota a pesar de tener mayor ejército, lanzas y caballos que nosotros. Nosotros regresamos victoriosos a Sevilla. Al M utamid, alborozado, nos colmó de nuevo de agasajos, pero en esta ocasión a Rodrigo, a mí y a todos nos obsequió con preciosos regalos que quiso personalmente hacernos y que desvinculó del pago ya realizado de las parias a Alfonso, a las que había añadido y añadió aún más ofrendas y presentes. —¿Los has traído contigo, Álvar? —preguntó doña M ayor. —Sí. Y tal vez no debiéramos haberlos aceptado. Ahí tienes mujer las más hermosas sedas, percales y bandejas, cajas talladas en marfil, jarras y copas de la más bella filigrana y labradas en la mejor plata. Pero quizás no debimos quedárnoslas, digo, porque ello ha sido pernicioso por las murmuraciones en la corte contra Rodrigo y todos nosotros. —¿Pero se entendió en la corte y entendió el rey que no teníais otra salida como vasallos de Alfonso y protectores de Al M utamid que enfrentaros a García Ordóñez? —M ás bien no les quedó otro remedio que aceptarlo. Pues toda la razón está de nuestra parte. Pero Ordóñez es el favorito del rey y no digamos de su hermana Urraca y tiene ganados a muchos magnates. Se siente afrentado por la derrota sufrida y quiere hacérnosla pagar como sea. Han atendido nuestra razón pero atrás dejamos un enemigo poderoso y murmuraciones sobre las riquezas que para nosotros hemos traído. Rodrigo habló ante Alfonso y yo no callé tampoco. Afirmamos que las parias todas y ampliadas las tenía a sus pies entregadas, que las tiendas e impedimenta perdida en lid por el conde y sus amigos nos pertenecía por derecho, que tan solo tres días los retuvimos y fue más bien para que se repusieran. Pero ante todo que nuestra obligación para con él, para con nuestro rey Alfonso, como emisarios y vasallos, era proteger a sus protegidos de cualquier ataque y que era Ordóñez quien tal ley había infligido. Y en ello no le quedó más remedio que avenirse, hacernos alzar y dadnos a besar su mano. Pero yo estoy en Orbaneja, Rodrigo en Vivar y Ordóñez en la corte susurrando en su oído y en el de Urraca. Pensé yo de nuevo que Urraca estaría más que feliz de escuchar los susurros que el apuesto García Ordóñez dedicarle quisiera. Aunque ya hubiera casado con la navarra. Pero no dije palabra. Concluía mi tía y reflexionaba en voz alta. —Casi puedo oír lo que en la corte leonesa andan diciendo. Que los bárbaros castellanos humillaron sin piedad alguna al noble conde, que lo arrastraron de las barbas, que lo maltrataron y le despojaron de todo. Y añadirán que los regalos que Al M utamid os hizo los hurtasteis de los destinados a Alfonso, que eran la misma manta y que destapando un pie se descubría el otro. Todo ello es lo que dirán a Alfonso. Habréis de tener cuidado. Pero pasó el tiempo y parecieron serenarse los ánimos. El rey andaba ocupado con asuntos de Iglesia, con los franceses de Cluny a vueltas, muy importantes. Hizo al franco Bernardo abad de Sahagún y hubo Concilio en Burgos en el año 1080. Cambiaron muchas cosas y los cluniacenses siguieron avanzando en sus reformas y poder. Vino un enviado del Papa, el cardenal Ricardo, y se aceptó el rito romano en todo el reino, con disgusto de mozárabes pero con agrado del rey y de no poca parte del clero que veía como cada cual decía la misa de una forma y hasta confesaba a la manera que entender quería sin rigor ni penitencia. El rey y la nueva reina, Constanza, eran los mayores valedores de los monjes franceses y de la regla romana, pero en esto vino Alfonso a topar con su hermana Urraca. Ella y Elvira favorecían el viejo rito al que se sentían apegadas y la mayor no era enemiga pequeña y sabía muy bien poner palos en las ruedas, entorpecer las cosas y maniobrar en sus dominios sin que se le pudiera echar del todo en cara la desobediencia. Elvira, como tantas veces, le seguía y una guerra larvada estalló en la corte entre ellas dos y la reina Constanza. En cuanto a las gentes, más o menos lo acataron. En León donde pocos mozárabes había no hubo demasiada polémica, más en Castilla donde bastantes se acogían viniendo de tierra musulmana la cuestión se complicaba. Y más iba a envenenarse en el futuro, sobre todo, por Toledo... Porque entonces fue cuando empezó a precipitarse todo y en ese todo la capital que había sido de todo el reino godo de España iba a estar en todas las bocas. En la cabeza de Alfonso había estado desde siempre pero fue entonces cuando el inteligente monarca vio que la hora de avanzar su mano sobre ella comenzaba a aproximarse. Estuvo Rodrigo en el concilio que para establecer el nuevo rito se celebraba y hasta formó parte del séquito del monarca, que acudió acompañado de la reina Constanza. Inés, la consorte anterior, había muerto sin dejar descendencia. Se dieron cita todos, los obispos, 13, los abades más importantes, 18 condes, entre ellos el Rodrigo Díaz asturiano y ocho magnates, entre ellos nuestro Rodrigo castellano. Fue allí mismo cuando llegaron noticias inquietantes pero que hicieron brillar los ojos de Alfonso. El rey Al Qadir, nieto de Al M amum, el protector que lo había acogido en su destierro, había tenido que huir de su alcázar toledano tras una conspiración de nobles, cortesanos y pueblo descontento, y se había visto obligado a acogerse en sus viejas tierras familiares, las que los Beni Il Nun habían poseído desde que los primeros de su tribu desembarcaron y desbarataron al ejército godo. Habían mantenido sus dominios durante el tiempo de los califas y ahora seguían siendo los señores de Cuenca, Huete, Santaver y Uclés. Desde allí habían sido capaces de imponerse a todos hasta convertirse en los reyes de la taifa de Toledo que desde su independencia de Córdoba señoreaban. Al Qadir pedía ayuda urgente a su aliado y protector Alfonso a quien buenas parias pagaba y le informaba de que los rebeldes toledanos, por contra, habían ofrecido el reino a Al M utawakkil de la taifa de Badajoz, que se había negado a pagarlas al rey de León aunque lo hubiera hecho anteriormente a su padre Fernando y a su hermano Sancho. El de Badajoz en claro desprecio a las advertencias de Alfonso, al que tenía por un rey que había sido un pordiosero refugiado en la corte de su rival toledano, aceptó la oferta de los sublevados y entró en Toledo en junio de 1080 entre vítores de los rebeldes, mientras los fieles de Al Qadir huían con éste rumbo a Cuenca. Pero Alfonso era mucho más de lo que Al M utawakkil suponía. Con toda prontitud pero esperando su tiempo, que llegó en la primavera del siguiente año, Alfonso dispuso un fuerte ejército y junto a las tropas de Al Qadir, que partió desde su refugio de Cuenca, pusieron sitio a Toledo y la asediaron tan fuertemente que se rindió con presteza y Al Qadir volvió a su alcázar. Hubo muchos halagos y parabienes para con Alfonso pero éste se lo hizo pagar en algo más que en palabras. Primero en dineros, que fueron cuantiosos, como sufragio de la campaña, pero también en fortalezas. La de Canales, poderosa, junto al río Guadarrama, a cinco leguas al norte de Toledo 14 y la de Canturias, al oeste, a once leguas controlaban los accesos desde Badajoz o desde Castilla. La campaña había sido más que provechosa para el rey cristiano que movía en el tablero alfiles y torres apuntando ya al corazón del propio Toledo, que era lo que Alfonso ansiaba. Pero era prudente y conocía que debía colmar los plazos y esperar sus oportunidades para que la fruta le cayera madura en la mano. Él sabía cómo crearlas y su tela de araña se tejía cada vez más firmemente, dividiendo, instigando y atrayendo. Los ojos del rey Alfonso llegaban a todos lados. También llegaban sus palabras y sus promesas. Volvía satisfecho de campaña toledana, pensando en que sus propósitos iban muy bien encaminados cuando algo le hizo estallar de rabia y ese algo llevaba de nuevo el nombre de Rodrigo. Éste no había acudido con su mesnada a la campaña de Toledo. La razón dada es que se encontraba muy quebrantado por una dolencia. Pero Rodrigo había hecho de las suyas de nuevo, le susurraban desde García Ordóñez, el primero, a Urraca, a los magnates leoneses y hasta alguno de los castellanos. —Hasta la vida del rey han puesto en peligro. Pues estaba don Alfonso en tierra de moros y de ellos rodeado cuando con su imprudencia y su osadía, atendiendo solo a su fortuna y ambición, atacó y saqueó la frontera del propio reino amigo que el rey defendía. Esta vez el rey Alfonso no iba a dejar la afrenta y el campar a su libre antojo del díscolo vasallo sin castigo. Era hora del escarmiento, ahora que era poderoso, incuestionable, admirado en sus tres reinos, y temido en los otros fueran estos moros o cristianos. Ahora el portaestandarte de su hermano Sancho ya no tenía pendones ni voces que contra el rey pudiera levantar. De regreso a Burgos Alfonso rumiaba el castigo. De regreso a sus casas Rodrigo no sabía que el destierro pendía sobre él. En Orbaneja, doña M ayor echaba cuentas y descartaba novias para cerrarme boda con la elegida. Rodrigo nada temía creyendo haber obrado en todo rectamente. Yo nada sospechaba. Tan solo Álvar, que sí había estado en la expedición a Toledo con el rey, se maliciaba lo peor. M as por los silencios y callares cuando él se acercaba, por susurros captados por alguno de los suyos que por lo que a él mismo le dijeron. No estaba en el círculo del rey y sus magnates pero intuyó que algo se cocía y se sobresaltó del todo cuando su suegro, el conde Pedro Ansúrez, le secreteó lo que acaecía. —El rey acusa a Rodrigo de deslealtad y haber puesto en riesgo su vida por haber atacado la frontera mientras nosotros permanecíamos en Toledo, ya casi sin ejército pues éste ya había ido retirándose de vuelta hacia Castilla. M ejor harás en informarte y procurar buenas razones a tu primo ante Alfonso. Está muy enojado y hay muchos que le aconsejan dureza contra Rodrigo. Cabalgó Álvar Fáñez hasta Vivar pero ya por el camino le iban saliendo al encuentro las noticias. En Castilla nadie podía entender los enfados reales pues una vez más si algo había hecho el Campeador era dirigir su mesnada y emplear su espada para preservar las tierras y las haciendas castellanas y combatir a quienes las invadían. —Ido el rey con el ejército a Toledo, una potente hueste de musulmanes aprovechó su ausencia y la de huestes en la frontera y se descolgó sobre la fortaleza de Gormaz. Fue tan fuerte el ataque y tan por sorpresa que cayó el castillo resistiendo tan solo la alcazaba. El saqueo y el botín fueron enormes. Tras su victoria y sabedores de que no había cerca fuerzas castellanas se dispusieron a arrasar la frontera entera. Quemaron campos, robaron ganados, mataron pastores, cautivaron jóvenes y doncellas, incendiaron aldeas y pueblos. Llevaron el dolor y las lágrimas a Castilla como desde los tiempos del terrible Almanzor, que dios maldiga, no se conocía. Los que se creían seguros murieron, los que vieron venir el peligro no tuvieron otro remedio que huir asustados. La pesadumbre y la ira amén de la impotencia se apoderaron de Burgos, que temía la llegada de los destacamentos sarracenos. Pero entonces alguien advirtió que Rodrigo Díaz no había ido con el rey a Toledo y acudieron a llamarle. Estaba convaleciente pero aún así se aparejó presto y a su voz se concitó toda su mesnada y algunos más que con él a combatir se dispusieron. —Saldré tras los bandidos, los perseguiré e intentaré castigarlos y liberar a los cautivos. Y tal hizo Rodrigo, perseguir a los moros, que tal vez fueran de los de Zaragoza de Al M uqtadir o fueran de los de Toledo, aunque bien pudieran en tal caso ser los contrarios a Al Qadir. No les dio alcance pero atravesó la M arca M edia y se adentró en territorio musulmán devolviéndoles el golpe, haciéndoles mucho mal y cautivando a muchas de sus gentes. Llegó Álvar Fáñez a Vivar y Rodrigo le confirmó lo sucedido: —Sabrás que el rey está contigo tan enfadado que medita el peor de los castigos por esa algara que sobre tierras toledanas hiciste. —Toledanos pudieran ser o no serlo. Quizás salidos de M edinaceli. Tal vez pudieran ser también los de Atienza o Sigüenza, o tal vez fronterizos con la taifa de Zaragoza y vasallos de Al M uqtadir. Pero no creo esto último porque Abelgalbón, nuestro amigo, el alcaide de M olina, que es deudo suyo y hasta donde llegué, me desmintió tal cosa. Puede que fueran toledanos pero no fieles a Al Qadir que Alfonso protege, sino sus contrarios y por hacer daño a nuestro rey y al suyo entraron en Castilla. En cualquier caso no pude alcanzarles, pero sí castigué sus tierras y ataqué sus poblaciones como represalia. Corrí la tierra por la que ya corrimos alguna vez juntos, aunque en esta ocasión por las cercanías de M edinaceli sin entrar en los dominios de Abelgalbón, nuestro amigo, y no me descolgué por la vega del Henares como cuando hace años llegamos a las puertas de Guadalajara. Esta vez no he traído ganados pero sí cautivos por cientos. Es botín ganado a ley de lanza y no puede el rey afearme nada. Defendí la frontera como era mi deber de buen vasallo. Álvar Fáñez calló. Compartía lo que sentía Rodrigo. Era lo que pensaba y sentía Castilla. Pero el rey no iba a sentir así e iba a pensar de muy diferente manera. Habría que hacer valer los buenos oficios del conde Pedro Ansúrez para amortiguar el enfado y minimizar el castigo. Y él mismo, aunque poco valiera y si le dejaba, hablaría en su defensa. Pero no hubo ante quien hablar ni ante quien defenderse. El rey Alfonso llegado a León ya tenía la decisión tomada. En su ira a nadie quiso escuchar sino a aquellos que se la acrecentaban. Ante sus ojos corrían pasados agravios, reales o imaginados, y afrentas sufridas en los años de su hermano Sancho por el alférez real de Castilla. Era la hora llegada de hacérselo pagar y habría de pagarlo de inmediato. No hubo audiencia ni juicio. Nada más llegar a la corte firmó el edicto, lo hizo llegar al condenado y mandó que fuera propagado por todo el reino, en especial por el de Castilla y en particular por las tierras burgalesas. Rodrigo Díaz era condenado al destierro, se le enajenaban todos los bienes que el rey le había otorgado, aunque no conllevaba la confiscación de las heredades propias, se prohibía a todos darle cobijo, posada o compañía so castigo de seguir su mismo destino y se le daban nueve días para abandonar Castilla. A uña de caballo, nada más saberlo, cabalgamos Álvar y yo hasta Vivar. Allí todo era tristeza y desolación. Nos recibió un Rodrigo sombrío, lleno de sorda ira y en febril actividad. Se comía su rabia pero ésta fluía por sus ojos aunque controlaba sus gestos y en su ademán aparentaba una tranquilidad fría. Como si largo tiempo hubiera esperado aquel golpe y lo tuviera ya todo pensado y dispuesto para aquel destino que le imponían. —Desde lo de Cabra, M inaya, mi suerte estaba echada. La lengua de Ordóñez vale más que mi espada y no ha parado un momento de caer en terreno bien estercolado. Guárdate tú de ella y preserva tu familia y tus bienes. Yo afrontaré mi sino. Jimena, con Diego, con Cristina y con M aría partirán hacia Asturias. Allí estarán a salvo y nadie osará hacerles mal alguno. Su suegro, el anciano conde de Oviedo, había fallecido años atrás, pero su cuñado el conde Rodrigo y su hermano Fernando las acogerían de buen grado. En tierras astures permanecerían y podrían vivir de acuerdo a su estirpe y a su rango, pues en la decisión del rey se incluía el desposeer al infanzón de Vivar de todas las tierras, casas y bienes que por voluntad real habían llegado a su hacienda, aunque no quedaba claro si lo entregado en arras a su esposa también le era incautado. —No creo que Alfonso a tanto se atreva. Sería enajenarse aún más la malquerencia y no solo castellana, sino de los condes astures. No hará tal el rey, Rodrigo —le intentó consolar Álvar. —No llegará a tanto, pero esta misma tarde con Jimena y mis hijos partiré primero hacia Cardeña. El abad, don Sisebuto, las recibe y acoge con gusto y les ofrece el monasterio hasta que de Asturias llegue su hermano para acompañarlos hasta Oviedo. Conmigo vendrán, de mis deudos, allegados y criados tan solo quien así lo desee. Buscaremos en tierras moras lo que los cristianos nos niegan. No faltará quien desee contar con nuestras lanzas. —Saben de tu fuerza y no faltarán quienes deseen tenerte como vasallo a su lado. —Como vasallo no. Tan solo lo seré, y aunque Alfonso me destierre, del rey de Castilla. Contra él no volveré nunca mi lanza ni levantaré mi espada. —Pero quizás hayas de combatir un día contra los castellanos. —Nunca. Será la única condición que ponga. Y por ella Álvar he de decirte que ya he rechazado el ofrecimiento de un enviado de los condes catalanes, que teniendo embajadores de visita en León se han apresurado a ofrecerme que parta a Barcelona. Pero que tal condición no aceptaron. —Iré contigo, Rodrigo. Donde vayas y con esa condición me quitas la única duda que poder tenía. Los Fáñez cabalgaremos contigo. Por yermos y poblados. No dejaré que partas solo. Cabalgaremos contigo y no te dejaremos hasta que Alfonso levante este injusto castigo. Un día regresaremos, Rodrigo. —No puedo ni quiero que tal cosa hagas. Son mis culpas, aunque no las tenga y he de pagar por ello. Sabes que el rey también te desposeerá a ti de todo y doña M ayor y tus hijos correrán la misma suerte que mi mujer y los míos. —Todo podrás mandarme menos esto. Es mi voluntad y basta. Iré contigo. Compartiremos, una vez más, fortuna. O como los moros a cuya tierra vamos dicen, baraka, estrella. Por los míos no penes. Como Jimena, M ayor tiene solar donde guardarse, con su padre el conde Ansúrez. Puede ir a Valladolid, de donde es señor don Pedro, o hasta en León si lo desea. No creo que a doña M ayor, como tampoco a Jimena se atreva a tocarle un pelo el rey Alfonso. Antes calcularía el daño y si algo sabe hacer bien es calcular las consecuencias de sus actos. Es más, cuando se le pase el enfado y a no tardar nos mandara llamar y a ti el primero, Rodrigo. El rey tiene muy agudo discernimiento aunque ahora la ira, Ordóñez y su hermana Urraca se lo hayan nublado. Partimos todos aquella tarde hacia Cardeña. Vació sus casas Rodrigo de paños, de brocados, de tapices, de oros y platerías, de caballos y de mulas, de peregrinos halcones y de azores. Quedaron los muros desnudos, las puertas abiertas y las alcántaras vacías. Salimos todos, con cincuenta lanzas abriendo el camino, porque con Rodrigo todos venir quisieron y fueron muy pocos los que, a pesar de que de todo iban a ser desposeídos, optaron por quedarse. Arreatadas las mulas y los caballos, cuando salió el último carro cargado, los tres, Rodrigo, Álvar y yo montamos y dejamos atrás Vivar. Fue entonces cuando vi llorar a Rodrigo. Fue tras tornar él su cabeza y ver sus casas desoladas. Lloró solo por sus ojos y en silencio, que ningún sollozo salió de su garganta, ni nada le desencajó el firme semblante. Lloró por los ojos solo y hasta la barba le recorrieron, por la mejilla, las lágrimas. En Cardeña fuimos recibidos por don Sisebuto, ya muy anciano y con fama de santidad que toda Castilla recorría. Nos acogió con afecto y nos dio de comer, de beber y de dormir. —Acogidos en sagrado aquí no manda la voluntad de Alfonso sino que es la de Dios la que se impone. No te acogerán en las casas de los hombres pero en la de Dios siempre encontrarás cobijo. Al alba partimos. Abrazó Rodrigo al monje, a su mujer, a su hijo Diego que tenía cuatro años, a la mayor Cristina y a la más pequeña M aría, que aún apenas ni sostenerse sobre sus piernecillas valía. Él salió hacia Burgos, nosotros a escape hasta Orbaneja para luego volver a la orilla del Arlanzón para juntarnos. El tiempo y el plazo del rey corrían. Yo tenía desde el día de la noticia una pregunta muda que me corroía la entraña. Conocía la firme decisión de mi tío de acompañar a su primo y amigo. Pero no había hecho indicación alguna de la voluntad que sobre mí tenía. Y esta vez no estaba dispuesto a que torciera a la mía. No me había permitido acompañarle a las campañas y temía que me encomendara que me quedara guardar el solar de Orbaneja y cuidar de doña M ayor si allí optaba por quedarse como tanto él como yo, aunque hubiera dicho en contrario, nos maliciabamos que haría. Y así fue y mis temores se hicieron realidades. Doña M ayor se quedaba y a mí quería dejarme. Ella estuvo conforme con la decisión de su esposo de partir hacia el destierro con su amigo y casi hermano. Sabía, aunque no quisiera, que era mejor no oponerse. —Iré, cuando cumpla, a casa de mi padre, pero por ahora me quedaré aquí en la nuestra. No tengas cuita. No osará Alfonso tocar nada de lo mío. Ni de lo tuyo, Álvar. A pesar de las amenazas, tampoco tocará ni te desposeerá de nada. Su propio edicto contra el Cid deja a salvo sus heredades familiares y contigo ni siquiera a lo que él te concedió echará mano. Es inteligente el rey y para nada le conviene tal cosa. Sentirá que marches. Sabe lo que vales y lo mucho que valerle puedes, y aun cuando con Rodrigo tiene pugna en su alma entre su cálculo y su deseo, contigo van parejas y unidas. Deseará que vuelvas cuanto antes y a la menor oportunidad te hará llamar. Y para ello ahora no tocará nada. Pero si lo deseas, marido, iré pasado un corto tiempo a ver a mi familia y así andaré por la corte y haré por ti y por Rodrigo. Porque también habrá allí oídos que querrán escuchar mi voz y a través de mí la vuestra. Yo por ambos hablaré. De ti sobre todo, pues a Rodrigo lo quiero pero la ponzoña con el rey es mucha y llevará más tiempo, pues eres mi esposo y lo que ahora acometes ni a Alfonso si lo medita puede desagradar siquiera y hasta te enaltece pues por generosa amistad lo haces. Sabía Álvar de la inteligencia, el buen razonar y la firmeza de su mujer y ni replicó siquiera. Eran sabias sus palabras y quedó así zanjado el asunto. Pero lo mío iba a ser algo más difícil. Se empeñaba Álvar en que yo debía permanecer en Orbaneja de toda forma y manera. Pues había que cuidar de la heredad, si como decía doña M ayor ni la tentaban y de la propia doña M ayor también. Amén de todo ello y para cruel remate me señaló que no había entrado nunca en combate y aquella era una expedición de gran peligro y más que dudosa resolución y fortuna. Aquello me hizo estallar. —¿Para qué entonces llevo años adiestrándome, recibiendo mandobles de Trifón, alanceando sacos de paja y combatiendo con muñecos de heno? Para quedar aquí como un labriego. No tío. Esta vez no. Está vez iré con Rodrigo y contigo y ya tengo años para poder decidirlo. Había gritado y vi relampaguear los ojos aquilinos de Álvar. Pero doña M ayor se interpuso. —Ha de ir Álvar. Ya no puedes negarle a Fan su hombría. Lo sabes, aunque temas. Por mí sabes que no debes hacerlo. Iré, ya te lo he dicho, en breve con mi familia, los Ansúrez, y cuando regrese ya habrá quien conmigo venga para velar por mí, por tus hijos y lo tuyo. Id ambos y dejaros de disputas. Y partid presto que Rodrigo os espera en Burgos y otro día más ha corrido. No hubo más. Álvar hizo una seña de asentimiento y yo salí a escape a mis aposentos, dando voces de urgencia a un peón de mi confianza con quien había convenido que vendría conmigo. Había esperado y desesperado largo tiempo el día y ahora eran todo agobios para preparar el equipamiento necesario. Pues no se trataba ni de un desfile, ni de una cabalgada ni siquiera de una algara sobre tierra hostil. Era algo mucho más duro y que podía alargarse en el tiempo y en el sufrimiento. Pues donde iba era al destierro. Lo primero eran los caballos. «Chaval», mi ya vieja y única montura, era uno y el segundo un palafrén de mayor fortaleza que me cedió mi tío. Un buen caballo podía alcanzar los 50 y hasta los 100 marcos de plata y sumando a eso sus arreos, las sillas, riendas, freno y ya no digamos las armas propias de un montado aquello podía alcanzar y superar el valor de una aldea entera. Por fortuna y aunque yo no la tenía sí disponía de la generosidad de Fáñez que una vez rota su reserva se desvivió en que no me faltara de nada. No iba a partir quien era el más próximo a su sangre y su casa como un villano que no disponía de otras armas que las de fuste, hechas de madera. No me faltaba, en cualquier caso, ya una buena parte de la impedimenta, pero ésta se completó a escape. M i ropa, las camisas de lino, el belmez acolchado sobre el que colocar la loriga, de las largas, hasta las rodillas, con almófar para cubrir la cabeza y de las mejores, no aquella con la que había comenzado a adiestrarme, de cuero y con placas metálicas clavadas en él como diminutas tejas. No. La nueva está confeccionada de pequeños anillos de alambre de acero, soldados y enlazados unos con otros; cada anillo abierto se pasaba por otros cuatro ya unidos y luego se remachaba. “Tres dobles de loriga” le llamaban y era de las que aguantaban una lanzada. Unas manoplas de malla completaban ese atuendo. Para mi peón había dispuesto también un jaco o lorigón de cuero con pespuntes de refuerzo que al menos le protegía el torso. Para piernas y pies unas buenas calzas y unas recias botas de duro cuero, hasta las pantorrillas, nada de linos ni de botines de cordobán de media caña, ni borceguíes, ni de presillas de plata para anudar los cordones de sedas multicolores. M ejor buen cuero que evitara el color rojo de la sangre tintándonos. Las sillas de montar eran de arzones altos, tanto el delantero como el zaguero, este último curvado, protegiendo los riñones y para que hiciera de tope y no salir por la copla del caballo al primer choque. Cabalgábamos como encajonados, sin la agilidad, ligereza y maniobrabilidad que consentían las sillas sin tales arzones y que gustaban a muchos y sobre todo a los moros, pero de donde era mucho más fácil descabalgarlos. Encinchar bien los caballos era vital y asegurar las cinchas antes de entrar en batalla era algo en lo que se ponía todo el cuidado y hasta se hacían bendecir por el cura. Pues de ellas dependía mucho más que de otras cosas la vida. Una cincha cruzaba por la tripa de la caballería y otra, el petral, por delante, por el pecho del animal para así evitar que todo, con el jinete encima, se fuera hacia atrás al chocar las lanzas. De la silla colgaban los estribos, largos, pues ahí había de apoyarse estirada la pierna y tensa en los encuentros. En el arzón delantero se colgaba el yelmo provisto de cofia de tela acolchada para que el almófar no magullara la piel y la carne en demasía. El yelmo era cónico, de acero, con su base guarnecida por un aro metálico del que arrancaba el nasal para proteger las narices, y se ataba al almófar con unas correas de cuero, las moncluras. El mío era liso y sin adornos pero los había muy adornados con tachonados plateados e incluso incrustados con pedrería. Algunos bien hermosos, «boyd» les llamaban, en forma de huevo, lo había visto en casa de mi tío, de un botín de guerra cogido a los andalusíes, donde brillaban los metales preciosos, los carbunclos y hasta los rubíes. En la impedimenta iban también tres escudos, dos grandes cristianos para mí y una adarga mora, redonda, de cuero que dejé al peón. El escudo de a caballo era pesado, aunque no totalmente de metal, sino de buena y gruesa madera de roble, recubierta de cuero y reforzada por todo su ribete por una cantonera de bronce. En el centro una pieza de hierro de refuerzo, la bloca, justo para proteger a la mano que en la parte posterior lo embrazaba. De ese centro salían hacia los costados y hacia sus esquinas varillas de acero que lo reforzaban. Su forma era levemente combada, con el lado superior mucho más ancho y redondeado y los laterales curvados hasta acabar en punta. A caballo protegía el torso entero y hasta la rodilla izquierda. Por dentro llevaba las embrazaderas, unas asas, para sujetarlo con la mano y el brazo izquierdo y una correa, el tiracol, con la que se colgaba del cuello para no perderlo en la refriega y mantenerlo equilibrado. Acabado el combate y pendiente de este tiracol se llevaba sobre la espalda. Los guerreros de renombre llevaban los escudos con sus colores. Fáñez los tenía rojos sobre fondo verde. Y esos llevaban los míos, que también figuraban en los pendones de mis lanzas, unas banderolas triangulares fijadas al asta justo debajo del metal de la punta. Nuestro pendón habría de seguir siempre al posadero y estar atento a la “seña” que con él trasmitiera nuestro jefe. La seña de M inaya era ancha en el asta y aguada hacia los cabos y en alto nos iba a indicar pronto el momento de la partida. M i armamento se componía de dos lanzas de asta de fresno con fuerte y bien forjada punta de hierro capaz de falsar escudos y desmallar lorigas, y una de una buena espada, de alma de acero dulce, más tenaz y menos quebradizo, para golpear sin romperse y de filos endurecidos por el temple, a martillazos, que tajara bien, sin mellarse. El peón portaba, por su parte, un venablo largo y un par de azconas, más cortas, amén de una ballesta y su provisión de saetas. No era poca la impedimenta y unido a las provisiones de boca para nosotros y de cebada y paja para las bestias obligaba a llevar bien cargadas nuestras caballerías pues Álvar había indicado que dadas las características de la marcha no llevaríamos carros. Treinta lanzas partimos, pocas quedaron ni en el castillo ni en la villa, y el doble de peones para encargarse de su atención, reatas e impedimenta. Hicimos de noche la vuelta y a media mañana del siguiente día junto al Arlanzón, fuera de la ciudad, y al otro lado del puente, encontramos las tiendas de Rodrigo. Nada más llegar vimos que su tropa se había incrementado. Que muchos, desde todos los lugares de Castilla a él venían. Infanzones sin fortuna, lanzas que en sus mesnadas habían combatido, compañeros de batallas y victorias que con él querían unir camino y estaban seguros de alcanzar mejor fortuna. Al lado del Arlanzón se encontraron y fueron allí saludándose muchos, pues a poco vi que tanto Rodrigo como mi tío se reencontraban con viejos compañeros de armas y en el campamento reinaba la risa y ante mi extrañeza, de principio, la alegría. Eran hombres curtidos, veían en Rodrigo a su paladín y quien podía conducirlos a la gloria y al botín aunque ahora perdieran una hacienda, que muchos no tenían, y unos honores que el rey tampoco les había concedido en demasía. —El leonés a los castellanos pocas dádivas hace y más nos toma que nos da. Pues fuera lo hallaremos y lo alcanzaremos con Rodrigo. Buenos vasallos somos, y el mejor él, pero si no sabe ser el rey un buen señor, otro encontraremos a quien servir y de nuestro brazo, nuestra lanza y nuestra espada nos serviremos y no lo haremos con nadie, sino con Rodrigo —decían mientras comían, bebían y se solazaban con buenas viandas que el burgalés M arín Antolínez, deudo y amigo del Cid, había traído de Burgos, ya que según me relataron allí no encontraron posada ni alojamiento alguno. Cuando la tropa, con el desterrado al frente, penetró por el arco nadie le impidió la entrada, pero las puertas y las ventanas hallaba cerradas a su paso. Llegando a una posada golpeó la puerta pero nadie acudió a abrirla sino fuera una niña, que sollozando dijo a Rodrigo lo que acaecía. Que todos lloraban por él, que todos desearían darle cobijo, techo y comida, pero que los hombres del rey habían ido casa por casa advirtiendo que toda su furia caería contra quien tal hiciera. Que si él lo demandaba que hasta le abrirían y pagarían luego por ello. Pero que ella le suplicaba que no lo hiciera, que por ellos partiera, porque ellos le querían y sabían que Rodrigo ningún mal para ellos deseaba. Contaban los hombres entre las tiendas de campaña y junto a las hogueras que bajó Rodrigo del caballo, secó con un pañuelo las lágrimas de la niña, la consoló con un gesto de padre y sonriendo con ternura y con tristeza dio orden de volver a salir de la ciudad y acampar fuera. Entonces se fueron abriendo muchas ventanas y asomaban por ellas caras compungidas que silenciosamente lo despedían. Salieron pues de Burgos y, al otro lado del Arlanzón, tras pasar a su orilla izquierda por el puente de Santa M aría, donde se alza el lazareto y como si de leprosos se tratara, acamparon, pero entonces llegó Antolínez con una gran provisión de viandas que de algún modo el burgalés ladino había conseguido o le habían dado y que llegaba para que todos se reconfortaran con creces y los ánimos, cuando llegamos nosotros, estaban por ello bien crecidos. Y aún crecieron más a la amanecida cuando al despertar no solo vimos que el número de tiendas se había multiplicado, sino que alcanzábamos a ver por los caminos una hilera de figuras a caballo y a pie que a unirse a la mesnada se dirigían desde todos los lados. Fue aún mayor la alegría cuando por la misma puerta de Burgos, formados de dos en fondo, y con M artín Antolínez a la cabeza, hasta cien lanzas venían. Y hasta uno de los dos que guardaban las puertas de la ciudad, al verlos pasar, marchó con ellos. En la campa junto a la ribera se dijo misa, se pidió la bendición del Santísimo, se desmontaron las tiendas y montamos los que a caballo íbamos y se dispusieron a andar los que a peón irían. Antes habló Rodrigo a todos los que al llegar le habíamos besado la mano y con ello jurado lealtad y vasallaje. Trescientas lanza largas iban. —¡Lo que hoy perdéis, mañana os lo daré duplicado! —clamó y emprendimos la marcha. El tiempo para salir de Castilla apremiaba. Se cumplía el plazo y no querían ni Álvar ni Rodrigo contravenir en eso la real orden dada. A la mañana siguiente avistamos las almenas de San Esteban de Gormaz, pasando por Alcubilla, cruzando el Duero por las Navas de Pilos hasta La Hiruela, con la torres vigías de los moros sobre la sierra de Ayllón ya en lontananza. Y aquella noche en que acampamos en M iedes fue la última en Castilla, ya que al amanecer el día en tierra de moros ya estábamos. Allí donde a Rodrigo llamaban el Cid, y su nombre temían. 11 « Femina mente dira, sopor, hunc vita expoliavit/ iure quidem dempto, non Flavio, frate perempto» . 12 Murió el 22 de marzo del año 1090, tras 17 años de cautiverio. 13 La leyenda sobre los orígenes del Arca Santa de Oviedo cuenta que proviene de una antigua Arca Santa —de cedro— que contenía, en Jerusalén, las reliquias de Jesús y de María. Vista la invasión de los persas mandadados por Cosroes II en el 614, los cristianos de P alestina pusieron a salvo el Arca Santa, con el Santo Sudario y otras reliquias, enviándola a Alejandría a través del presbítero Filipo. P osteriores avances de los persas por África tuvieron como consecuencia que finalmente el Arca llegara hasta España entrando por Cartagena, donde el obispo de Elija, San Fulgencio, dispuso de ella enviándola a su superior el obispo de Sevilla, San Leandro. San Isidoro, obispo de Sevilla, consiguió llevar el Arca consigo cuando fue nombrado obispo de Toledo, donde en la primera mitad del siglo VIII una nueva Arca (de roble) substituyó a la antigua Arca Santa. Empujada ahora por la invasión musulmana, el Arca fue ocultada durante 80 años en la cueva de Santo Toribio en el Monsacro. Finalmente, entre el año 812 y 842, fue trasladada hasta Oviedo por Alfonso II El Casto, lugar en el que se custodia desde entonces. 14 Hoy despoblado, en el término de Recas (Toledo). Capítulo III: ¡Sidi, Sidi, Sidi!» «¡Sidi, Sidi, Sidi!». Los moros de Castejón aclamaban a Rodrigo cuando, al frente de nosotros y con Fáñez al lado, salíamos por sus puertas. Por la que había entrado espada en mano y derribando enemigos. Ahora lo vitoreaban y entre nosotros, en corceles ligeros y nerviosos, cabalgaban guerreros con turbante que se despedían de sus amigos y mujeres. El regreso de la algara de M inaya había sido en triunfo. Su enseña había llegado hasta Alcalá y veníamos cargados de botín y prisioneros. Los últimos de la columna arreaban rebaños de ovejas, cabras y hasta vacas. En carros, cargados hasta arriba, venía grano, viandas, ropas, alfombras, vasijas, enseres y armas. La ganancia había sido larga y sin bajas. Volvíamos orgullosos, enarbolada, derecha, en alto, la seña de nuestro capitán. Sus precauciones no habían sido siquiera necesarias. Nadie se había atrevido a irnos a la zaga. El final del camino, ya desembarazados de miedos, tras remontar Hita, lo hicimos por la refrescante ribera del Henares arriba. Así cruzamos bajo los muros del castillo de Xadraq, enmudecido, y por bajo de la torre vigía de Nublares donde ni distinguir pudimos hombres en su atalaya ni en la boca de la gran cueva en el roquedo. Los moros permanecían escondidos y medrosos y no se atrevían ni a asomar siquiera ni a enviar mensajes de alarma desde sus almenas. Acampamos esa noche en una gran arboleda cerca de otra aldea que habíamos divisado pero que dejamos sin saquear, Buj Al Harum, para darnos reposo a nosotros, a nuestros caballos y a los cautivos y ganados aprendidos. Al amanecer iniciamos con mucho ánimo el último tramo del camino hasta llegar a las juntas del Henares con el Dulce y emprender la subida hacia Castejón donde Rodrigo salió, avisado por un mensajero, a recibirnos con gran alborozo y a fundirse en un abrazo con aquél que su hermano llamaba. —M inaya, la más fardida lanza. Bien sabía yo en quien confiaba. Allá donde os envíe siempre habrá esperanza. Desmontamos, nos cuidamos de nuestras caballerías, de aposentar a los cautivos y de meter en corrales a los ganados. El botín se reunió entero, lo capturado por Rodrigo y lo aportado por nosotros y se procedió al reparto. Lo primero que Rodrigo dijo dirigiéndose a Álvar Fáñez fue: «La quinta es vuestra si la queréis, M inaya». La quinta parte de lo apresado correspondía, por costumbre y ley, al rey, pero al ser desterrados ésta recaía en el jefe de la tropa, como caudillo independiente, o sea, el propio Rodrigo, que con ese gesto la cedía a Álvar. Pero Fáñez, tras abrírsele la cara en una gran sonrisa de agradecimiento, la rehusó diciendo: —M ucho te lo agradezco Rodrigo, que me des a mí la parte que al rey Alfonso perteneciera y que a vos os corresponde. Pero quedad con ella, hermano, no prenderé estos dineros hasta que un día algo de mucho valor ganemos y en ello pondré mi lanza y mi espada. Tiempo habrá de ganarlo. Pero nosotros no tenemos mucho ahora ni debemos demorar demasiado en esta tierra. Bien entendíamos esto último que decía y lo temíamos. De los moros no debíamos tener cuidado pero sí tenerlo de nuestro propio rey. Habíamos atacado y saqueado territorios que estaban bajo su protección, pues recibía parias de Al Qadir el toledano. En cualquier momento podían presentarse sus tropas y hasta él mismo al frente con sus condes y mesnadas. Así lo entendía también Rodrigo que apresuró tanto el reparto como el rescate de los cautivos ya que ni quería llevarlos con él ni allí podía venderlos. Llegaron notables moros desde Xadraq, desde Hita y desde Guadalajara. Tres mil marcos de plata fueron la cifra convenida y prestamente pagada. En tres días estaba todo saldado y los quiñoneros nos dieron por carta, y tras escribir nuestro nombre, 100 marcos a cada caballero y cincuenta por peón y barba. También pudimos repartirnos algunas telas y enseres y he de decir que conseguí, quizás algo tuvo en ello que ver mi tío, el espejo engastado en marco de plata pulida y con arabescos grabado que había conseguido por mis manos en Guadalajara. Quería aquel hermoso espejo y esperaba encontrar alguien a quien con él hacer regalo. O mejor, esperaba podérselo portar a quien era mi guía y madrina, a doña M ayor, mi tía. A ello había unido algo de mi particular cosecha. Al pasar bajo el torreón de Nublares había visto en las costeras brillar el suelo. M e intrigó tanto que desmonté y vi que eran piedras como de cristal que se separaban en láminas traslúcidas. Recogí algunas y las guardé como particular regalo por si no me tocaba el espejo. Pregunté luego y alguno alcanzó a decirme qué era aquel suelo de yeso tan puro que se cristalizaba. Otro me aseguró que de allí salía el alabastro. Con valor o sin él, me parecieron hermosas y me llevé varias conmigo. Estábamos prestos para partir, con abundante acopio de pienso para las caballerías y de viandas de todo tipo y tasajos y ahumados de carne para nosotros, cuando sucedió lo inesperado. Al menos para los más jóvenes e ignorantes de aquellas cosas de frontera. Rodrigo y sus hombres habían tratado a los moros de Castejón sin crueldad y habían sido amables con ellos. Fueron en realidad los mejores intermediarios para los rescates, actuando como emisarios y mediadores de Rodrigo. Tanto gustó de sus artes y afanes y de su desvelo en prepararnos todo nuestro avituallamiento e impedimenta, que se decidió que ellos no habrían de pagar nada y hasta se les devolvió lo saqueado el primer día y se añadió además algún ganado. Aunque habían sufrido algunos muertos y heridos, no era aquella cosa que supusiera rencores, pues habían caído combatiendo y en batalla. Ya a nuestro regreso de la algara habíamos notado que el trato entre ellos y los cristianos era cordial y en ocasiones hasta risueño, pero pocos estábamos preparados para lo que sucedió la noche anterior a nuestra marcha. Un pequeño grupo de caballeros moros se congregó ante la puerta de la casa donde moraban Rodrigo y Álvar y demandó hablar con ellos. Fueron recibidos y tras agradecerles a ambos el trato y no haber asolado ni su castillo, ni sus casas ni sus haciendas e incluso haberlas mejorado le hicieron una petición y una oferta a quien, ahí lo oí por vez primera su boca, llamaban «Sidi», Cid, que así quedó para nuestra parla. Deseaban prestarle vasallaje, cabalgar con él y formar parte de su mesnada. Si a mí me sorprendió el ofrecimiento he de decir que ni Rodrigo ni mi tío se extrañaron en nada. Ellos habían cabalgado, y combatido codo a codo, con moros contra otros moros y también contra cristianos. Para ellos la demanda no tenía nada de raro. Ni para los musulmanes tampoco. El nombre de Rodrigo Díaz, su invencible lanza, la noticia de su destierro y de que cabalgaba a la aventura y dispuesto a tomar botín, tierras, castillos y ganancias les atraía y en ello veían mejor fortuna que la que Al Qadir o a no tardar Alfonso pudiera ofrecerles. —Te serviremos «Sidi» y te serviremos bien. Empeñamos ante Alá nuestra palabra. M ucho ganarás con ello, pues conocemos mejor que nadie de tus hombres esta tierra y seremos de tus ojos y de tu lengua adelantados. Te libraremos de asechanzas y te enseñaremos los caminos, las plazas fuertes y las debilidades de sus torres. Te seremos útiles y no solo con la flecha y con la espada. Si nos recibes como deudos te serviremos como el mejor de tus vasallos. Se miraron Rodrigo y Álvar, cruzaron un gesto de entendimiento y complicidad, el Cid, que ya lo era, bajó hasta ellos y les dio a besar la mano. Al día siguiente a los que se habían allegado se habían unido un puñado más, venidos con presteza de la vecina Segontia, de Buj Al Harum y hasta un joven caballero de Xadraq que llegó desalado y a uña de caballo cuando ya partíamos. En total casi completaron dos docenas, que pasaron a la retaguardia de la marcha y así pude yo librarme de ella. Y salimos de Castejón con el grito de «Sidi, sidi, sidi» resonando a nuestras espaldas. Nos fuimos adentrando en tierra mora, dejando ya atrás las riberas del Henares. Atravesamos las alcarrias y nos metimos en pinar. Pero íbamos tranquilos porque si algún enemigo podía venirnos a los alcances eran las mesnadas de Alfonso y de ellas no había señal y, a poco, marchábamos por terreno amigo, el del moro Abengalbón, señor de M olina, amigo de Rodrigo. Aquella noche ya hicimos campamento en sus tierras, en unas cuevas que hay sobre una pequeña aldea 15 rodeada de grandes bosques, tajadas por los cortados de los ríos que van a dar al padre Tajo, que los supera a todos con sus honduras, hundidos y desfiladeros. Lo dejamos a nuestra diestra y cabalgamos por las parameras altas donde cruzábamos por extensos sabinares de árboles centenarios de troncos duros y retorcidos por las inclemencias. En algunos momentos el paisaje me trajo a la memoria el de Orbaneja y el cañón del río Ebro. Éste de ahora se le semejaba pero era más áspero y duro. Poco podía medrar allí excepto bestias salvajes y no creía yo que aquel terreno fuera propicio para ninguna labor ni para que el hombre pudiera encontrar en él sustento. Pero me equivocaba. Los valles, aunque estrechos, eran feraces y resguardados y llegado a otro cañón, el de un río afluente del Tajo, que llaman Gallo, con desfiladeros que no le envidian en altura ni en abismos al primero, vimos aldeas y poblados y no dejábamos de divisar ganados de ovejas, cabras y numerosas vacas cuyos pastores, asustados por nuestra llegada, se ponían al resguardo de los bosques intentado ocultarse. Pero no tenían nada que temer y, adelantándose a nosotros, así lo hacían llegar nuestros emisarios, entre los que Rodrigo y Álvar destacaban alguno de los moros que en Castejón se nos habían unido para tranquilizarnos. Llegados finalmente a un pueblo que llaman Corduente aparecieron caballeros de Abengalbón, que nos dieron la bienvenida y nos instaron a acelerar el paso pues el jefe musulmán nos esperaba ya en su fortaleza aquella noche y tenía todo dispuesto para acomodar a la mesnada y agasajar a su amigo y, me malicié, compañero de más de una correría del Cid, nuestro Rodrigo Díaz. Llegamos con luz a M olina, pues las tardes son largas en julio, y me gratificó la vista de su alcazaba a la que el sol poniente sacaba reflejos rojizos, pues tanto ella como las casas mejores de la ciudad estaban construidas con una piedra de ese color, el mismo que dominaba los cortados y desfiladeros de sus ríos y la propia tierra misma que pisaban los cascos de nuestros caballos. El palacio de Abengalbón al recibir las últimas luces del día desprendía una hermosura que nunca había visto. Pero no penetré en él. Tan sólo fueron allí alojados Rodrigo y Álvar y un puñado de los más allegados. Y yo era tan solo el joven sobrino, sin fama ni hazañas, sin un combate siquiera donde se hubiera teñido mi espada. Así que hube de quedarme con los demás mesnaderos y aunque envidié la suerte de mis jefes y me hubiera gustado ver por vez primera por dentro un palacio moro, de los que tantas maravillas me habían hablado, comprendí que aún no tenía ganada tal consideración y no me sentí postergado por ello. Caía la tarde y desde los minaretes de M olina se elevó la voz de los almuédanos, que yo tampoco había oído hasta ahora, llamando a los fieles musulmanes a la oración postrera del día. Nuestros compañeros moros la esperaban y, separados en una esquina del gran patio de armas donde nos habían aposentado, el situado más al este, se arrodillaron en sus alfombrillas e hicieron sus reverencias en dirección a La M eca. Ya los habíamos visto hacerlas, al igual que sus abluciones y lavados, durante el camino y si entonces no hubo chanzas menos iba a haberlas ahora que estábamos en su casa. El moro Abengalbón era un señor muy poderoso y dominaba muchas de aquellas tierras como si de un rey se tratara. Pero no lo era. Según me contaron los que sabían bien su historia era vasallo de la taifa toledana pero el vínculo era más formal que real y de hecho casi se le podía considerar independiente aunque siguiera estando atado e hiciera acatamiento y pago a su señor. Otros como su vecino de Albarracín ya ni siquiera eso, y había roto cualquier vínculo, amparados además por aquellas fragosidades casi impenetrables e inaccesibles para los ejércitos que quisieran someterlos, pero nuestro amigo prefería mantenerlo o no se sentía con la fuerza suficiente para hacer otro tanto. Paramos algún tiempo en M olina, lo suficiente para descansar y hasta holgar de las fatigas y largas marchas pasadas. Pero si Rodrigo, Álvar y sus capitanes más cercanos disfrutaron del palacio y la hospitalidad del moro, no puede decirse lo mismo de nosotros. Se nos asignó un recinto y se nos prohibió que saliéramos por la villa. No deseaban ni su caudillo ni el nuestro que se produjera incidente alguno y así me quedé también con las ganas de poder visitar la villa mora y observar a sus gentes y costumbres. Fuimos servidos de comida y agua, aunque no se nos dio vino que por aquellos andurriales no parecía que pudiera criarse vid alguna ni que aquellos moros cayeran por tanto en el pecado en que tantos caían a pesar de las prédicas de sus alfaquíes. M e parece que de manera parecida a lo que hacíamos nosotros respecto a los pecados de coyunda con los sermones de nuestros frailes. Que desde luego en M olina no hubo tal ni ocasión. Las moras que venían a traer las viandas venían hasta la puerta del recinto siempre escoltadas por guerreros y tan silenciosamente como llegaban partían. Pero no demoramos mucho en M olina. Dar de comer a más de trescientas lanzas y a las caballerías era para esquilmar atrojes y riquezas del señor más rico. Así que a no tardar partimos en lo que era nuestra misión y oficio. Guerrear y conseguir con las armas nuestro sustento y nuestra fortuna. El moro le indicó a Rodrigo donde acababan sus dominios y los de su señor de Zaragoza y donde comenzaban los de la taifa de Valencia, que con ellos estaba en disputa y a donde podíamos dirigir nuestras algaras sin que ellos se dieran por ofendidos. Al contrario, agradecerían que mermáramos su poder y saqueáramos sus riquezas pues se habían adentrado subiendo el río Jalón arriba hasta hacer una dolorosa cuña en los dominios de Al M uqtadir, que era, cada vez se rumoreaba más entre la tropa, hacia cuya capital Zaragoza se dirigía Rodrigo para quizás entrar a su servicio. Yo le había preguntado por ello a mi tío y éste me había dado callada por respuesta, pero vine a colegir que, quien en esta ocasión callaba, estaba otorgando. Volvimos pues sobre nuestros pasos, y atravesamos una meseta llamada Campo Taranz para, dejando a un lado el río Tajuña, descender hacia nuestro objetivo, la fértil vega del río Jalón. Bajamos por los collados de los montes hasta sus riberas y me llevé, al llegar a ellas, una sorpresa. El río en vez de correr hacia el oeste como todos aquellos que habíamos cruzado lo hacía en dirección este. Estábamos en una divisoria de aguas, sin duda, y éstas ya no vertían al Atlántico sino que corrían hacia el Levante, hacia el M editerráneo. Pero no era para aprender geografía para lo que me había llegado yo hasta allá sino para combatir y ganar botín y aunque de lo segundo ya me había tocado algo ansiaba de una vez por todas entrar en batalla con los sarracenos. Y a fe que no iba a quedarme con ganas, pues de ahí en adelante tuve casi más tiempo la lanza enristrada y la espada desnuda que envainada ésta y descansado en el arzón la primera. Entramos en el feraz valle como una nube de langosta. Caímos de improviso sobre ellos, que en ningún caso aguardaban por allí un ataque castellano. Huían despavoridos a nuestra llegada abandonándolo todo y nosotros nos apoderábamos de cuanto podíamos llevar. Respetábamos vidas si no levantan hierro contra nosotros pero ni haciendas ni alquerías se salvaban de nuestro pillaje. Acampamos los primeros días entre Ariza y Cetina, que disponían de murallas, en las cuales temerosos se aguardaban los moros estupefactos ante la presencia de tan fuerte mesnada. No las asaltamos sino que Rodrigo ordenó seguir aguas abajo hasta sobrepasar Alhama y metidos en la profunda hoz que el curso fluvial excavaba en la roca, la Peña Cortada llamada, descendimos por la ribera del Jalón hasta desembocar en Bubierca y en Ateca. Allá entre aquel último enclave y otro bien fortificado y en alto, llamado Terrer, cruzados al lado derecho del río, dimos vista enfrente, y al otro lado de la corriente, al castillo de Alcocer16 . Rodrigo y Álvar escogieron un otero, redondo, fuerte, fácilmente defendible y cerca del agua, que además fuera lo suficientemente amplio como para poder aposentarnos todos, y allí plantamos nuestras tiendas con el campamento en cierto modo dividido en dos. Los unos confrontando las sierras por si nos llegaba desde allí un ataque, los otros próximos lo más posible al agua para que de ella no pudieran privarnos. Alrededor de todo el cerro cavamos una profunda zanja en la que sudamos y renegamos a modo pero que hasta que no acabamos no nos permitieron el descanso sin que valieran protestas de caballeros de tener que hacer el trabajo de peones. Álvar recorría el perímetro y no dejaba pasar una ni punto que pudiera ofrecer debilidad. El otero debía de quedar fortificado al máximo y ofrecer garantías de no verse sorprendidos por un ataque repentino, y por sorpresa, de la caballería mora. Cuando toda la faena estuvo cumplida y clara la intención de establecerse allí durante el tiempo preciso, bien provistos de agua y no faltos de comida amasada en los saqueos previos, se enviaron mensajeros a las poblaciones vecinas para exigirles el pago de parias si del ataque y el asalto querían librarse. A ello se avinieron, muy a su pesar, los de Ateca, Terrer y Alcocer, y con ellas llegaron a nuestro campamento amén de con ganados, grano y viandas. Yo partí con un destacamento hasta Calatayud, la más poderosa población de todo aquel entorno, y llegamos ante su imponente castillo que se yergue sobre todo el valle y protege la hermosa vega a sus pies donde se ensanchan las tierras buenas y crecen las mejores huertas. Pero a ellas no pudimos echar mano alguna, pues hubimos de ser nosotros los que salir debimos a uña de caballo al ver descender de su alcazaba una poderosa tropa, que avisada de nuestra llegada, no se disponía precisamente a pagarnos parias sino a hacernos la guerra. En el otero permanecimos aposentados más de tres largos meses, sin que al principio nada nos faltara, pero ya entrado el segundo los moros se negaron a seguir pagando tributo y los de Alcocer cesaron cualquier envío de los pactados y sus flecheros comenzaron a hostigarnos cuando íbamos a hacer aguada. También comenzamos a detectar presencia de destacamentos de caballería ligera que llegados desde Calatayud y unidos a los de Terrer comenzaron a merodear por los altos a nuestra retaguardia. Fue entonces cuando Álvar y Rodrigo idearon un ardid para que se confiaran y pudiéramos salvar la desventaja que el castillo les proporcionaba. Teníamos que lograr que salieran de él. Un amanecer se ordenó que de inmediato y a toda prisa se desmontara lo que se pudiera del campamento, aunque dejando algunas tiendas en pie y otras a medio recoger, nos pusiéramos las lorigas, pero con las lanzas en el arzón y las espadas envainadas, saliéramos a toda prisa Jalón abajo como si de arrancada y temerosos de algún ataque fuéramos y emprendiéramos la huida. Delante, con la enseña desplegada, el Cid habría la marcha, al trote, en retirada. Cayeron en la trampa. Los de Alcocer los primeros. Supusieron que o bien escapábamos de algún inminente ataque de sus tropas que acudían en su socorro o bien que desistíamos privados de cebada y avituallamiento y se maliciaron de que debían ser ellos los primeros en acceder al campamento abandonado para saquearlo antes de que lo hicieran los de Terrer, que también habrían visto nuestra fuga, o antes de la llegada de aquellas posibles tropas expedicionarias que nos iban a los alcances. Con nosotros ya fuera de su vista, salieron en tropel del castillo, grandes y chicos y hasta hembras, y se lanzaron jubilosos contra nuestros enseres, prestos a resarcirse de lo que antes nosotros les habíamos a ellos arrebatado. No sabían que a cada trecho habíamos dejado vigías emboscados para que una vez esto se produjera se avisaran los unos a otros hasta llegar la nueva al grueso de la mesnada. Y en cuanto el Cid tuvo de ello noticia mando presto volver grupas y dividiendo en dos la tropa y encomendando a los más ligeros y con Pero Bermúdez, su sobrino y abanderado, al frente que el río cruzaran y al galope tendido llegaran hasta las puertas del castillo, apoderándose de ellas, ahora abiertas y desguarnecidas y cortando la retirada a quienes habían salido a campo abierto. Los demás con el Cid y Álvar al frente y entre los que me encontraba y al mismo tiempo picamos espuelas hacia nuestro propio campamento. Bien pronto vimos que entre el tumulto de moros saqueando nuestras tiendas y las puertas del castillo había un gran espacio y aguijoneando nuestras monturas hicimos por envolverlos y cortarles toda huida. —Heridlos caballeros, sin compasión y a espada, que no es menester de usar lanza. Bien pronto vimos que la mañana era nuestra e iba a ser grande la ganancia. Aterrados los moros en nuestro campamento poca resistencia oponían y los pocos que a caballo iban no tardaron en ser derribados. En cuña entramos. Rodrigo y Álvar dando grandes tajos que derribaban enemigos como a cañas, a nada habían logrado envolverles y se dirigían con la vanguardia al encuentro de Bermúdez que había logrado en nada reducir a los pocos que en las puertas estaban y ya dominaba la entrada de Alcocer. Nosotros no tardamos en vencer la poca resistencia de la turba que se nos enfrentaba con más desesperación que otra cosa y a los que aplastábamos con nuestros caballos y herimos con nuestros aceros sin distinguir entre quienes llevaban o no armas. M i espada sí se tiño aquella vez de sangre, aunque en la carga tampoco pude distinguir muy bien cual fue el primer enemigo al que tajé con mi espada, aunque creo recordar que fue un mozo que me intentaba oponer un astil o un soporte de una tienda con el que se había armado. M i golpe le alcanzó donde el hombro se junta con el cuello y no pude ni mirar atrás pues hube de seguir dando mandobles entre toda aquella confusión de alaridos y ayes. Un grupo algo más organizado, armados de cimitarras, la guarnición del castillo, sí logró agruparse e irse retirando hacia sus muros con nosotros a sus alcances, pero cuando hasta ellos llegaron con las espadas desnudas en la mano comprobaron que en línea formada Álvar, Rodrigo y Bermúdez con sus hombres les esperaban con las lanzas enristradas. Acorralados y sin escape, para evitar su matanza, arrojaron al suelo las armas y se postraron de hinojos suplicando por su vida. El combate, si así podía llamarse a la matanza, había sido rápido. Sus muertos muchos y nuestras bajas apenas ninguna. Bermúdez se adelantó con la seña en la mano y entrando dentro de la fortaleza la colocó en lo más alto. —M ío Cid. Alcocer es vuestro. Con los moros que no habíamos muerto, entregados a nuestras lanzas, Rodrigo nos habló a todos. —Place al Dios del cielo y a todos los santos, que hoy mejoramos de albergue para nosotros y para nuestros caballos. Ved Álvar Fáñez, el Precavido, que con tu añagaza este gran castillo que se nos resistía hemos ganado. M uchos moros hemos muerto, pero a los que vivos quedan no los descabezaremos porque nada ganaríamos aunque no podamos venderlos. En sus casas nos aposentaremos y nos serviremos de ellos. Desarmados y rendidos poco podían oponernos los alcocereños excepto su sumisión para no despertar nuestra ira. Nos instalamos en la villa y ahora eran nuestros vigías quienes señoreaban sus almenas. La noticia de nuestra victoria y la conquista de Alcocer había sido contemplada con pánico por los de Terrer que corrieron a avisar presto a los de Ateca y éstos a los de Catalayud. La mala nueva no tardó en llegar a la lejana Valencia y el rey Aldelaziz Abu Bakr tuvo bien claro que debía de poner remedio a aquella algara, que no solo le corría la tierra sino que le asaltaba castillos y le tomaba poblaciones. Terrer corría serio peligro, como también lo hacía Ateca y sobre todo la bien poblada y gran despensa y huerta de Calatayud. Se informó de quien era aquel castellano que así saqueaba sus tierras y aún más enervado al conocer que era un desterrado del rey Alfonso pero amigo de su rival el rey de la taifa de Zaragoza y de su adelantado Abengalbón de M olina montó en cólera y de inmediato ordenó a sus dos mejores generales, Fariz y Galve, que de inmediato comenzaran los preparativos para salir en campaña, que reclutaran hasta tres mil hombres y que se ordenara a las fortalezas de Calatayud y todo aquel entorno que se aprestaran a incorporar a sus gentes al ejército para aplastarlo antes de que se lanzara río Jiloca abajo y pudiera amenazar directamente el corazón de su propio reino. —Tres mil jinetes llevad, más los de la frontera que os ayudarán. Traedme al perro gallego17 , traédmelo vivo, ante mí habrá de pagar por haber entrado en mi tierra y haberme hecho tanto mal. La expedición avanzó velozmente. La primera noche de marcha los llevó hasta Segorbe, donde cogieron la vieja calzada romana18 que iba desde M urviedro a Calatayud por la que avanzaron a toda prisa logrando la segunda noche hacerla ya en Cella la del Canal19 y llegar a Calatayud en la tercera donde se les unieron las guarniciones vecinas. Nosotros ya estábamos al tanto de su venida y habíamos hecho acopio de víveres y agua, no dejando brizna ni grano ni oveja en los campos cercanos y vigilando de continuo desde las almenas. No tardamos en ver aparecer sus avanzadas y las cada vez más numerosas patrullas de a caballo, sus arrobadas cada vez más numerosas, hasta que finalmente el grueso del ejército apareció ante nuestros ojos, compacto, formidable, como una nube de abejas con erizados aguijones, que avanzaba precedido de un atronador retumbar de tambores que lo anunció antes de aparecer sobre los cerros vecinos. Cerramos las puertas, redoblamos nuestra guardia y, a cal y canto encerrados, contemplábamos desde las almenas como armaban sus tiendas de cuero y lino y en el centro dos más grandes y vistosas donde los rayos del sol sacaban destellos a sus brocados y antes las que se colocaban guardianes rodeándolas por completo. Aquellas debían ser las de sus dos caudillos. El cerco a Alcocer quedo completado. La aguada en el Jalón se nos hizo imposible. Las arrobadas de los moros se acercaban desafiantes a las murallas. Algunos querían salir a descubierta a combatirlos pero Álvar y Rodrigo lo prohibieron terminantemente. Tres semanas cumplidas trascurrieron así. A la cuarta se convocó consejo. El agua ya faltaba y el grano para los caballos y el pan estaba a punto de acabarse. Habló Rodrigo: —Sin cebada ni pan, ni hombres ni caballos tendremos las fuerzas enteras para el combate. Si de noche nos quisiéramos marchar nos descubrirán y caerán sobre nosotros. Sin grano para los caballos ni carne para los hombres pronto nuestras fuerzas mermarán y peor podremos dar batalla. Y sus huestes son muchas. ¿Vos Álvar, M inaya, el del buen consejo, que pensáis? —Como vos Rodrigo. Desde que al destierro salimos sabemos que si con los moros no lidiamos no tendremos el pan. Si mañana combatimos podemos morir pero si no lo hacemos moriremos todos por igual. Entre lanzas y peones somos seiscientos. Ataquemos mañana mismo, cuanto antes, ahora que aún conservamos enteras nuestras fuerzas y ánimos mejor. No lo esperan. Los tomaremos por sorpresa. —Os honráis con vuestras palabras, M inaya. Pero para asegurar la sorpresa será mejor que nos desembaracemos de los moros de aquí y que les embaracen a ellos. Todos, hombres, mujeres, ancianos y niños han de salir de Alcocer sin que quede uno. Irán al campamento y es posible que crean que los expulsamos porque son bocas que comen y queremos preservarlo todo para aguantar el asedio. Aún esperarán menos nuestro ataque. Nos pusimos en movimiento de inmediato, casa a casa y calle a calle fuimos sacando a los moros y sin contemplaciones conduciéndolos a las puertas de la muralla donde los fuimos concentrando. Cuando ya no quedó casa alguna que desalojar se abrieron las puertas y los empujamos fuera con nuestros caballos. Gimieron y lloraron pero tras quedarse parlamentando entre ellos al otro lado de la muralla emprendieron el camino hacia las tiendas de los sitiadores. Nosotros teníamos otras cosas en las que ocuparnos y preocuparnos. A ninguno se nos ocultaba que la batalla del siguiente día iba a ser a vida o muerte. No nos quedaba otra que vencer o ser muertos o caer esclavos de los sarracenos. No íbamos a luchar por cosa alguna excepto por nuestra propia vida. Álvar vino hacia mí. —M añana será tu primer combate verdadero. Guerreros diestros en la batalla que nos superan en mucho en número. M antente en tu caballo firme, cuida de que no se te atore la lanza al herir y si esto te ocurriera suéltala y echa mano a la espada. Si caes al suelo, recuerda tu adiestramiento. No pierdas pie, pisa firmemente, no levantes una planta hasta que no sepas bien donde apoyarla y tengas la otra bien posada en el suelo. Busca las líneas amigas retrocediendo poco a poco, pero no caigas o serás muerto. Ahora duerme un poco. Una hora antes de que el sol salga habremos de alzarnos y estar preparados justo antes del alba ante las puertas y en formación. Ponte cerca de mí. Despertamos en plena noche, fuimos quedamente armándonos y cinchando a nuestras cabalgaduras, cada uno atento al cuidado de sus armas y su montura sin apenas hablarnos más que en susurros. Y cuando el sol comenzaba a apuntar, en un silencio sepulcral solo roto por el golpear de los cascos de los caballos y los ruidos metálicos del hierro y el acero, todos estábamos ya en escuadrones formados ante las puertas de la muralla. El relente de la amanecida parecía enfriar aún más los aceros y por los belfos de los caballos, que piafaban nerviosos, se desprendía un vaho que se elevaba hacia lo alto donde aún se veían algunas estrellas. La luna se había puesto. Rodrigo nos habló: —Todos iremos fuera. Dentro ninguno quedara. Tan solo dos peones para guardar las puertas, aunque si somos derrotados nada habrá que guardar. Si vencemos en riqueza creceremos, si morimos en el campo en el castillo nos entrarán. Vos, Pedro Bermúdez, tomad mi estandarte. Sois valiente y bravo pero no aguijad vuestro caballo hasta que yo así os lo mande. Le besó su sobrino la mano, recogió la enseña, ocupó su puesto al frente, se abrieron las puertas y salimos a campo abierto. Por el este, la claridad venía. Las patrullas moras nos descubrieron de inmediato. Veloces sus corceles galoparon hasta su almofalla y a nada, mientras nosotros acabábamos de desplegarnos, un atronador ruido de tambores dando la alarma y llamando a armarse a los moros se expandió por toda la tierra y nos envolvió. Dábanse prisa y a escape y con celeridad de tropas bien entrenadas ellos también completaron rápidamente sus formaciones en dos haces, cada uno con su emir, pero donde veíamos pendones mezclados de los valencianos y las tropas fronterizas con algún desorden y cierto desconcierto entre su caballería. Pero fueron ellos quienes avanzaron hacia nosotros que mudos y manteniendo la formación en lo alto del otero, pegados casi a las murallas, aguardábamos. Atronaban los tambores y su retumbar parecía ir metiéndose en mis pulsos y acelerando mis latidos, hasta llegarme, turbulento, a las sienes. Sentía reseca la boca pero logré acompasar el temblor, respirando profundamente hasta llenarme por entero de aire y expirarlo con fuerza por la nariz, como si fuera un caballo por sus olleras. Veía a los moros delante, sus caballos y jinetes avanzando, sus peonadas en formación, sus espadas curvas, sus gallardetes de seda, la media luna en tantos, el color verde en muchos, y los tambores, siempre los tambores, sonando tras ellos. M iré a mi lado. Todos miraban fijamente enfrente y en todas las miradas noté lo mismo: cada una estaba fija en un punto, concentrada en un hombre, en el lugar exacto donde con la lanza había de clavarse. Entonces yo seleccioné el mío. —Quietas las mesnadas —volvió a elevarse recia la voz del de Vivar—.Que nadie rompa la fila hasta que yo lo mande. Quietos en este lugar. Esperad. Pero Pedro Bermúdez, bien se lo había advertido su tío conociendo su ímpetu, no lo pudo aguantar. Con la seña del Cid en la mano comenzó a espolear. —¡El Creador nos valga! —gritó—. Voy a meter vuestra bandera en el mayor haz. Es mi deber de vasallo con vos y el vuestro el de socorredme —y dando un alarido se lanzó al galope contra los enemigos con el estandarte en la mano. —¡No, Pedro, no! —oí decir a Rodrigo, que vio como llegado a las filas musulmanas su sobrino era envuelto por los enemigos que pugnaban por derribarlo y arrebatarle la insignia aunque aguantaba bien y su armadura resistía. —¡Valedle, por caridad! —exclamó el Campeador. Embrazamos los escudos delante de los corazones, bajamos las lanzas envueltas en los pendones, inclinamos las caras encima de los arzones y cargamos con el grito del Cid resonado por encima de todo el estruendo. —¡Heridlos mis caballeros por amor del Creador, yo soy Rodrigo Díaz, el Cid Campeador! La carga de trescientas lanzas entró arrollándolo todo por donde había penetrado, y se encontraba envuelto entre enemigos Pedro Bermúdez. Cada uno ensartó a un sarraceno y no fui yo quien fallara el mío. Llegados a Pedro, y una vez rescatado de quienes lo rodeaban, volvimos grupas para de inmediato reagruparnos otra vez en línea y volver a cargar. No vi un solo pendón, antes blanco, que ahora no estuviera tinto en sangre. A mí la mía me hervía. La boca la tenía reseca pero mientras a mi lado oía a mis compañeros gritar al volver a cargar yo la mantenía apretada fija mi vista en la figura del siguiente moro que había elegido para ensartar. Era ahora caballería la que nos enfrentaba, la infantería se había refugiado detrás, pero les valió de poco. Nuestra carga era incontenible y de nada valían sus escudos ligeros, las adágaras que llevaban, para detener nuestras lanzas que bajaban y subían al compás. Al tornar nosotros de nuevo hacia en la siguiente maniobra de tornavuelta, muchos corceles moros andaban sin jinete por el campo. Fue en la tercera carga cuando los haces moros reagrupados nos presentaron mayor resistencia. Los más experimentados hombres bregaban delante pero la batalla se recrudecía y enzarzaba y ya combatíamos en tumulto. Gritaban Antolínez y Gustioz, Álvarez y Salvadórez, Galín García y Félez M uñoz y concitaban grupos a su alrededor que deshacían concentraciones moras y seguían empujándoles hacia atrás. Teníamos, me di cuenta, la pendiente a nuestro favor y eso los avezados mesnaderos de la frontera lo sabían y hacía buen uso de su posición. Yo no perdía de vista a mi tío, que se había metido en medio de un destacamento musulmán que aguantaba ordenado nuestra embestida. Vi que su caballo relinchaba y se encabritaba con un astil de lanza clavado en un costado. Antes de que cayera del todo vi saltar a Álvar de él, con la lanza quebrada en la mano, que arrojó al suelo para meter mano a la espada. Y entonces le vi poner en práctica lo que tantas veces me había enseñado que debía hacer. Plantó firmemente los pies en el suelo, como si echara en él raíces, y despacio y con saña comenzó a repartir tan duros mandobles, creando a su alrededor un círculo mortal donde todo aquel que entraba en él salía despedido o muerto. Pero su situación era delicada y un grito se elevó en la mesnada. —¡Socorred a M inaya! Lo oyó Rodrigo y arrollando todo lo que le salía al paso desarzonó, tajándolo por la cintura, a un alguacil de los moros que tenía un hermoso caballo. Lo desembarazó del muerto y llevándolo de la rienda se llegó donde combatía Álvar al que los demás ya habíamos logrado proteger rodeándolo con nuestras monturas. —Cabalgad, M inaya. No puede combatir a pie quien es mi brazo derecho y hoy más que nunca necesito, pues los moros están firmes y no nos dejan el campo. Se lanzaron ambos de nuevo, con nosotros tras ellos, derribando a cada golpe un jinete o despachando un peón. Esta última carga acabó por desbaratar los ánimos de los moros que comenzaron a retroceder de manera cada vez más desordenada y su caballería a volver grupas y comenzar a cruzar el río buscando su salvación. En uno de aquellos jinetes que aún intentaba reagrupar sus fuerzas reconoció Rodrigo a quien debía ser uno de sus generales, Fariz, por sus insignias. Se lanzó contra él pero era el moro hábil jinete y le esquivó los dos primeros golpes, pero no pudo hurtarse del tercero que le acertó, traspasándole la loriga y haciéndole brotar la sangre. Sintiéndose herido, Fariz volvió grupas y largó la rienda para escapar del campo. Tras él se inició tumultuosa la desbandada. Otro tanto había ocurrido en el otro haz musulmán, el de Galve. Con él había lidiado M artín Antolínez, el burgalés. Su golpe de espada alcanzó al moro en el yelmo arrancándole los rubíes que llevaba en él engastados y, cortándolo, le llegó a la carne, pero sin llegar a matarlo. No esperó el moro otro golpe y tirando de la rienda y socorrido por algunos de sus jinetes se lanzó también a la huida. Fariz con un destacamento montado, dejando a los peones a su suerte y corriendo hacia el refugio de los bosques en las faldas de la montaña, logró ponerse a salvo en Terrer, pero Galve, que lo intentó también vio que ya habían llegado caballeros nuestros que le cortaban el paso por lo que cogió rumbo Jalón abajo y flanqueado por la caballería superviviente se dirigió a escape hacia Calatayud hasta donde le persiguieron los nuestros, pero sin lograr alcanzarle antes de que se pusiera a salvo tras su murallas. El campo y el campamento moro eran nuestros y terminada la batalla, rematados los moribundos, sacados de él nuestros muertos y retirados nuestros heridos, lo recorrimos victoriosos. M e acerqué a mi tío, que se ufanaba de su nuevo corcel. Alazán y ligero pero algo más robusto de lo que acostumbraban los guerreros musulmanes. —Anda bien el caballo árabe, sobrino, voy a quedármelo —me saludó jubiloso levantando el brazo, donde vi que la sangre le corría por todo él y codo abajo. Pronto había cumplido su promesa de Castejón mi tío. Y se lo recordó a su primo. —Ahora sí estoy satisfecho, Rodrigo. Ahora sí que irán buenas noticias a Castilla. Ambos se habían quitado el yelmo, muy abollado el de Álvar, y el almofar de cota de malla que les protegía la cabeza. Por la cofia arrugada y húmeda de sudor pugnaba por escarpárseles algún mechón de pelo y miraban a su alrededor contemplado los enemigos vencidos y muertos. Ambos aún con la espada desnuda en la mano. Casi al unísono los dos la envainaron. Fui tras ellos, adentrándonos por el campamento moro que nuestros hombres saqueaban. Unos peones nos trajeron agua del río que bebimos con ansia. Ya descabalgamos y ante mi sorpresa vi que mi tío dejaba de ir de aquí a allá para comenzar a ocuparse de su caballo recién adquirido. A poco se lo entregó a un peón para que lo cuidara mientras él con Rodrigo y los demás de importancia se congregaban. Yo, sin alejarme mucho de ellos, desmonté también. Habíamos comenzado a lidiar al alba, el sol estaba ya en lo alto. Pero no tenía ganas de probar ningún bocado. El cuerpo solo me demandaba agua. Ya había pasado el sol de sobra la mitad del día cuando regresó M artín Antolínez, resollando, del esfuerzo y la última cabalgada. —El moro Galve se me ha escapado. Hasta Calatayud ha llegado. Preguntó por nuestras bajas. —Quince de nuestros encabalgados, más de treinta entre la peonada, pero son muchos centenares, más de mil, los moros muertos y va para quinientos caballos los que hemos aprendido. El botín era cuantioso. El campamento estaba lleno de riquezas que los nuestros iban recogiendo y apilando. Entraba ya la noche cuando tornamos a Alcocer. A las puertas de la muralla vimos que algunos de los moros que allí vivían y habíamos expulsado la noche anterior aguardaban angustiados. Habían salido de la maleza y esperaban sumisamente su suerte. —No hacedles mal —ordenó M inaya—, nos han servido. Que vuelvan a sus casas. Nosotros acabamos al fin de descinchar los caballos y tras limpiarlos del sudor les dimos su cebada y los dejamos reposando. Los encargados de contar el botín iban calculándolo todo. Se repartió presto. La quinta de Rodrigo, la parte de M inaya y algunos otros, lo correspondiente a los caballeros y la mitad a la peonada. Todos fueron pagados y hasta decidió el Cid que quedara algo para los moros de Alcocer a los que tanto quebranto habíamos causado. Una vez hecho todo, refrescados y ya cenados, en torno a la lumbre, es cuando Rodrigo transmitió a Álvar lo que él, o quizás los dos, llevaban rumiando. —Quiero enviaros Álvar a nuestra Castilla con un mandado. Con treinta de los mejores caballos, con sus sillas y bien enjaezados, con sendas espadas en sus arzones colgando. Llevadlos a Alfonso como presente mío, de su vasallo. No había cosa que agradara hacer más a mi tío. Yo sabía que él ansiaba retornar y creía que la disputa debía cesar entre el de Vivar y su Rey y acabar con aquel destierro que en nada le agradaba. —Lo haré del mejor grado, Rodrigo. Le entregó también una bota alta, llena de oro y plata. —M andad pregonad nuestra victoria y que digan mil misas por todos nosotros en Santa M aría de Burgos. Lo que os sobre de ello dádselo a mi mujer y mis hijos, que sepan que no los olvido y que por mí recen las noches y los días. Id M inaya y escoged algunos hombres para que os acompañen. M iré a mi tío, éste a su amigo y los dos se hicieron una seña. —Fan, vendrás conmigo, partiremos de mañana. Y así lo hicimos con tan solo un escuadrón de lanzas, apenas veinte hombres por toda compañía. Rodrigo se alcanzó a despedirnos. —Entregad mi mensaje y los caballos a Alfonso. Id a besadle la mano y decidle que yo también deseo hacerlo en cuanto a él le plazca. Retornad aquí y si no me halláis os dejaré recado de donde nos encontramos. Los moros valencianos han sido desarbolados. El rey Al M uqtadir de Zaragoza estará satisfecho y retomará esta tierra que antes ellos le quitaron. Nos recibirá mejor ahora. Yo aquí no me quedaré mucho. La tierra es muy mala y no puede sostener toda la mesnada. Los moros de Terrer, donde se ha guardado Tariz, y los Ateca nos vigilarán y acecharán nuestras salidas y en Calatayud está Galve con el resto de su ejército, aunque ahora estarán medrosos y no se atreverán a atacarnos. Pero no demoraré mucho nuestra partida. A los moros de Alcocer les prometeré amistad y amparo asegurándoles el cobijo del rey de Zaragoza y entregándoles parte del botín para que con ellos puedas acogerte cuando vuelvas a encontrarme. Tú eres el Precavido, sabrás guardarte. Y bien te envidio esta mañana. Vuelve a nuestra Castilla y sé allí mi voz y la de todos los que aquí, en tierra mora, quedamos. Partí con mi tío, partí con él al frente, la seña de los Fáñez en alto. Había limpiado de sangre mi lanza y colocado en ella un pendón nuevo. Había combatido y volvía, llevaba mi parte en plata y un espejo de regalo. 15 Anguita (Guadalajara). 16 Alcocer no existe en la actualidad pero sí queda rastro del lugar en el cual han aparecido evidentes restos arqueológicos, paraje conocido como el de La Mora Encantada, y también lo han hecho en el llamado Morro del Cid, donde su hueste acampó. 17 Las crónicas musulmanas se dirigen de esta forma a Rodrigo Díaz, lo que hoy puede parecer sorprendente, pero el reino astur-galaico había sido el primero en oponérselo y llamaban a muchos cristianos así por extensión. También sucede ahora lo mismo con los españoles en no pocos países de Hispanoamérica. 18 Sagunto fue conocido como Murviedro (Muro Viejo) en la Edad Media para recuperar después su antigua denominación. Desde allí partía la calzada romana hasta Bibilis (Calatayud) que enlazaba con la que llegaba a Cesaraugusta (Zaragoza). 19 Cella, a medio camino entre Segorbe y Calatayud, llamada la del Canal por una antigua construcción romana para trasladar el agua, excavada en la roca, parcialmente subterránea, que conduce el agua desde Albarracín a Cella y su huerta. Capítulo IV: La embajada de Álvar Fáñez Volvimos veinte a Castilla y regresamos a Rodrigo con doscientas lanzas. Llevamos al rey treinta de los mejores caballos árabes y volvimos seguidos de cuatrocientos peones. Cabalgamos raudos por tierra mora hasta alcanzar nuestra tierra y alegres la cruzamos, saludando a las gentes, hasta hallar al rey Alfonso en Burgos. Pidió Álvar Fáñez audiencia y presto le fue otorgada. Ante él nos presentamos con nuestro presente y él nos recibió con una hermosa sonrisa en la cara. Apreciaba el rey a su capitán y sobre aviso estaba de su embajada, aunque preguntó por quien tan buen presente le enviaba. —Alegra el día del rey, volverte a ver, Fáñez. M e traes un hermoso regalo pero ¿quién me lo envía, buen Álvar? —Rodrigo Díaz, señor, vuestro fiel vasallo, tomado a dos emires moros vencidos, y que me manda, por él, ante vos postraros y besaros los pies y ambas manos. Se endureció un algo el rostro del monarca al oír el nombre del desterrado pero no se nubló del todo su cara. La oferta de sumisión y vasallaje, ante toda la corte, le agradaba y sopesó antes de hablar las palabras. —Pronto es mañana aún para acoger a un hombre airado que ha perdido de su señor la gracia. Pero decidle a Rodrigo que su presente acepto con gusto, que me place que me haga tal ganancia a los moros tomada y lo recibo con agrado. Pero aún es pronto mañana —hizo una pausa, dando por zanjado el asunto con el Cid pero volviendo a buscar bien las palabras continuó dirigiéndose ya directamente a Álvar—. En cuanto a vos Fáñez de toda pena quedáis condonado. Los honores y tierras que os concedí restituidas os quedan, que nadie las ha tocado. Id y venid a vuestro antojo por Castilla. Aquí proclamo ante mis caballeros que tenéis mi gracia para hacerlo cuando os plazca. Podéis quedaros desde ahora a mi lado pero partid junto a Rodrigo si os place. Y más os digo y sentencio. Que de todo mi reino los que con vos quieran partir, y junto a Rodrigo marchar, pueden hacerlo sin miedo. Sus casas y heredades serán respetadas, y a los que con vosotros están en tierra mora podéis decirles en mi nombre que las suyas, que al provocar mi ira perdieron, por mi benevolencia les son devueltas ahora. Tendió las manos a Álvar y éste, de hinojos, las besó. M i tío volvía a ser y con él todos nosotros los Fáñez acogidos de nuevo como leales vasallos. Antes de alzarse y con una sonrisa de las suyas en la cara se dirigió de nuevo al rey Alfonso en voz alta para que todos lo oyeran: —Eso hacéis ahora, mi señor, otra cosa haréis más adelante. Todos entendieron a qué y a quién se refería y hubo murmullos. Los unos buenos, los otros no tanto. Pero el rey se levantaba y con un gesto indicaba a Álvar Fáñez que le siguiera para hablar a solas. Yo me quedé junto con los pocos caballeros, encabezados por el conde Ansúrez; quien no disimulaba su alegría y a quien seguro debíamos la buena disposición con que habíamos asistido a la escena, aguardando su vuelta. No se demoró ésta mucho y, a nada, presuroso Álvar ya estaba de nuevo a nuestro lado. Saludó atento a su poderoso suegro, con respeto y gratitud, y éste con su gesto y su aparte hizo patente ante la corte que Álvar Fáñez era de sus allegados y que quien contra él removiera inquinas habría de vérselas también con el más poderoso y cercano de los vasallos de Alfonso. M i tío tenía prisa por alcanzar Orbaneja y ver a doña M ayor y no menos las tenía yo. El resto también deseaba partir cuanto antes a encontrar a sus familias para lo que Fáñez otorgó a todos cuatro días, si es que querían regresar con nosotros a Alcocer. Nos pusimos los de Orbaneja de inmediato en camino y no paramos, aunque a muchas leguas quedaba, hasta llegar al cañón del Ebro y poner pie en nuestro zaguán cuando la noche hacía muchas horas que había cerrado. Pero bien pudimos ver que todo seguía en su sitio y era verdad que nada había tocado Alfonso como bien había pronosticado su dueña, la buena hija del conde Ansúrez y mejor esposa de mi tío. Bien había ella velado por sus intereses en su ausencia. Yo, aunque me consumía por verla entendía que no era el momento y me dirigí a mi aposento, dejando que los esposos se reencontraran que mucho tendrían que contarse y reconfortarse después del casi medio año que faltábamos de nuestro solar. En el camino sí me había dado tiempo a entrar en plática con mi tío y no pude por menos de preguntarle por la conversación que tras la audiencia había mantenido con el rey. Álvar me la resumió con precisión y lo que me dijo no dejó de aliviarme. Alfonso sabía del valor y la valía de sus capitanes y quería o bien tenerlos a su lado, lo que era evidente en el caso de Álvar o que aún desterrado como Rodrigo allá donde se hallara sirviera a sus intereses. —El enfado de Alfonso con Rodrigo se ha aminorado mucho y si por él fuera lo recibiría de inmediato. Pero el Cid tiene muchos enemigos en la corte y no quiere apresurarse para no enojarlos en exceso. Pero lo hará, a no dudarlo, en breve, porque necesita de su brazo y su prestigio. Si bien le desagradó que atacáramos las tierras de Guadalajara, de su amigo Al Qadir, que le paga parias por su protección, no ha dejado de saber que pronto hemos dejado esa tierra, lo que le ahorra quejas. No le disgusta en absoluto nuestra contienda con los moros valencianos. Él es enemigo de Aldelaziz Abu Bakr y ese mensaje es el que de manera discreta me ha dado para Rodrigo. Que no ataquemos el reino de Al Qadir pero que si es con los moros valencianos tenemos su bendición para hacerlo, y que le da igual si en las lidias con ellos enfrentamos también a otros reinos cristianos aliados de aquellos, como los condes de Barcelona y el propio rey de Aragón. Tampoco le inquieta, bien al contrario, que nos pongamos al servicio de Al M uqtadir de Zaragoza siempre que no combatamos nunca contra castellanos, algo que sabe y tiene bien jurado por nosotros, que no haremos jamás. Al día siguiente, cuando fui requerido por doña M ayor y sentado a la mesa con ella y con mi tío, ella me cosió previamente a preguntas sobre nuestras andanzas y me malicié de que mi tío no era en absoluto dado a contarle detalles de nada. Yo sí hice algún alarde más de nuestras aventuras, aunque con buen criterio y en atención a la verdad fui lo suficientemente honrado para ponderar mucho más las hazañas de mi protector que las mías que no habían sido demasiado relevantes. M i humildad tuvo aquel día, sin embargo, mi mejor premio. Álvar que jamás había ponderado en el campo de batalla mi comportamiento sí lo hizo en presencia de quien mayor placer podía darme que lo hiciera. —Puedes enorgullecerte de tu sobrino al que tanto estimas. Y ya puedes hacerlo por algo. Supo aguantar la fatiga y la penalidad y afrontó la batalla con valor. Es fardido con la lanza, no es manco con la espada y no le tiembla el corazón. El viejo Trifón al final no se ha esforzado en vano. No dijo más que eso pero en su boca, tan poco dada a la lisonja, era mucho más de lo que cabía esperar y me llenó de contento. Tanto que, impulsivamente, saqué aquel espejo en plata que había ganado en los arrabales del Alamín en Guadalajara y los cristales de yeso y alabastro que había recogido de los yesares alcarreños y como presente, y en su presencia, se los entregué a su esposa. —Tía, Álvar le habrá traído muchos y más valiosos regalos pero yo he querido portarle estos tan humildes pero con toda la devoción y el cariño a quien ha sido mi protectora y mi guía. Y me ruboricé, claro. Se echó a reír con ganas mi tío. —¡Válgame el mozo! Y yo que pensaba que lo traía tan guardado para cualquier muchacha que por aquí le anduviera guardando ausencias y resulta que se lo trae a mi mujer. ¡Válgame las artes y la labia al presentarlo! Para fiar damas con él —me dijo mientras me daba una palmada de las fuertes en la espalda y yo sentía en ella el cariño de mi hermano. Se reía franco sin maliciar cosa alguna porque bien sabía que no había de qué hacerlo porque si algo seguía siendo puro en mi vida era mi devoción por doña M ayor. Acabada la comida, de gustos y sabores recobrados, y donde apreciamos más que ninguno el del cerdo, que durante tanto tiempo habíamos echado en falta, tanto en un buen cocido, untando su tocino en un buen pan, como en una buenas lonchas de jamón bien curado, la dueña nos sacó pasta y vino y tuvo ocasión de ilustrarnos sobre lo que en Castilla y en los reinos de Alfonso sucedía, pero antes y por encima de todo de lo que a la familia de Rodrigo Díaz concernía. —Como os dije, ni a Jimena ni a sus hijos, ni a Diego, ni a Cristina ni a M aría, nada malo les ha sucedido. M archaron a Oviedo con su padre y sus hermanos y allí permanecen bien cuidadas y sin que de nada les falte, excepto como a mí, de noticias y de la presencia del esposo. Pero hay más. Como en tu caso, Alfonso se ha guardado bien de tocar las heredades del de Vivar. Ni las que no podía afectar porque por sangre le venían pero ni siquiera los realengos que él mismo le había concedido. A nadie los ha otorgado ni ha permitido que nadie en ellos pusiera mano. Te tengo dicho, Álvar, que Alfonso mira muy lejos, que es gran rey y que hará ancha a Castilla y grande a León. Nadie como él para jugar en el tablero de ajedrez con todos los reyes moros y cristianos. Hasta con vosotros juega, como caballos que saltan de acá a acullá. Él tiene el tablero en la cabeza y juega con inteligencia cada una de sus fichas. Vosotros sois las lanzas, arrolláis peones y hasta derribáis torres pero él quiere tomarse un rey. —Reyes hay muchos. ¿Cuál de ellos mujer? —El de Toledo. Alfonso quiere Toledo y a ello sacrifica todo y hacía tal objetivo encamina cada uno de sus pasos. En ese fin están todos sus desvelos, sus movimientos y su empeño. Toledo, la que fue la capital de todo el reino visigodo de España, donde se promulgaban las leyes que habían de cumplirse desde el mar del norte hasta el del sur, desde el este hasta el oeste, desde vascones a béticos. Alfonso quiere reconquistar para él y para Cristo la capital de la Hispania, el trono del visigodo. —Pero él era el gran aliado y amigo de Al M amun, que lo cobijó en su exilio. Juntos cabalgaron y sometieron a parias a los de Sevilla y a los de Granada. —Al Qadir no es Al M amun, su abuelo. Y además, todos cabalgáis alguna vez con todos y contra todos. Pero solo Alfonso contempla la totalidad del tablero. Por eso es un gran rey. Algún día lo entenderás porque, para mí tengo, en ese empeño reserva un lugar muy importante para ti. Por eso has sido el primero al que se le ha levantado el destierro y a quien otorga salvoconducto para campar por su reino a su libre albedrío como para salir de él y tornar cuando le plazca. Alfonso tiene mucha estima puesta en ti. —Pero no en mi primo, Rodrigo, al que no trata justamente. —Rodrigo no eres tú. Alfonso sabe que no le es desleal pero no es de quienes saben obedecer y cumplir las misiones que encomienda un rey aunque no alcance a comprenderlas. Rodrigo es como vosotros le llamáis, un Cid, pero los designios del Rey son más altos, miran más lejos y en esa mirada estarás tú. —No sin Rodrigo. No le traicionaré. —Rodrigo estará también. A su forma y manera. Tú mismo se lo dijiste en Burgos. Pero lo hará cuando lo tenga que hacer. —Tiene muchos enemigos en la corte. —Pero valedores también. No son menores los condes de Oviedo, su suegro y aún mas su cuñado Rodrigo. No son pocos los condes de Oviedo. Ni lo es Jimena. Yo te digo Álvar que si aún no se ha cumplido un año y tú ya has sido perdonado, no pasarán dos sin que lo sea el propio Rodrigo. Y eso si no es antes. Si él se aviniera y sin emisarios antes se presentara con humildad ante él, puede que antes de que cerrara este año que no hace tanto, comenzamos el del 1081 de nuestro señor, recobraría su gracia. Pero ni Rodrigo la solicitará y para Alfonso hay piezas en el ajedrez que aún debe capturar antes. No le venís nada mal clavándole las espuelas a la taifa valenciana y tampoco que ayudéis a la de Zaragoza. Así tiene sujetos a los condes catalanes y al rey de Aragón. Les taponáis el paso a ellos y le guardáis a él su espalda. —M ucho fías, como leonesa que eres, de Alfonso. No entiendo yo demasiado de tales enjuagues mujer, aunque debiera ser yo como hombre y no tú como hembra quien de ellos entendiera, pero esas tramas leonesas y esos cabildeos de cortesanos y magnates no son, y eso te lo digo a ley, quienes a la postre derruyen las murallas, toman las alcazabas y desbaratan las mesnadas enemigas. Eso nos toca a nosotros. Pero yo sabía que Álvar escuchaba con suma atención a su esposa y guardaba lo que ella le decía en su magín. La sabía aguda y avisada, primogénita de un padre que era maestro en discernir tales cosas y la mejor consejera que pudiera encontrarse en el reino. Yo apreciaba en mucho aquella clara inteligencia suya, me bebía sus palabras y compartía en mucho su visión, que sin duda era también la de su padre. Alfonso miraba más allá de las batallas y era aquella su mirada, que yo había visto captarlo todo en Burgos, la mirada y la ambición de un rey. —A Jimena de nada le faltará, pero yo para ella he traído una suma cuantiosa, la gran ganancia que estos castellanos que tú ves tan rudos y sin otra cosa que su espada hemos logrado ganar a ley de lanza, que también es buena ley. En ciertas tierras la única ley. Debo cumplir con el mandato de Rodrigo al igual que con él de decir las misas que en Burgos no haya día que no deban por nosotros decir. —De ello no os preocupéis. Los dineros le llegarán presto a Jimena. De ello en persona me encargaré. Solicitaré escolta a mi padre y viajaré hasta Oviedo. Así, de paso, me entretendré un poco, y como una dama, que ya me harta vivir en este pueblo castellano esperando a mi señor que no se digna por él aparecer empeñado en lidiar con moros y no se cuales otros pecados que ni me osa confesar. Iré a la corte y luego me llegaré hasta las Asturias y la capital vieja del reino donde podré conversar y compartir pesares con mi comadre Jimena. ¡Vaya matrimonio de hijas de conde hicimos las dos! —se reía doña M ayor al soltar jocosa su alegato y me reía yo. Álvar se hacía el serio pero en realidad la reprimenda, que no era tal, de su mujer le aliviaba. Bien sabía que debíamos de tornar presto y que el viaje a Oviedo nos dejaría sin respiro y sin poder pasar al menos unos días, que fue a la postre una semana, en nuestro propia casa y solar, que tanto habíamos añorado sobre todo en la pasada Natividad que hubimos de pasar en las frías orillas del río Jalón. Una navidad triste y donde tan solo pudimos elevar al Creador una oración. No había lugar para frailes en el destierro ni para misas en las algaras. Aquella semana en Orbaneja fue por ello, para Álvar, doña M ayor, sus hijos y yo, un poco nuestra tardía Navidad. Comenzaba a principiar la primavera, cuando al fin hubimos de retornar, y a asomarse al cañón del Ebro y a las aún yertas riberas del Arlanzón cuando a Burgos nos allegamos para dejar las misas pagadas y para reencontrarnos con los que con nosotros habían venido. La sorpresa en la misma puerta de la ciudad fue grande. No solo estaban los mesnaderos todos que con nosotros habían venido desde Alcocer. En la ribera del río había un campamento de cientos de tiendas esperándonos. Las lanzas llegaban a doscientas y los peones doblaban tal número. La noticia de que el rey permitía y hasta se placía en que sus vasallos pudieran libremente ir con Rodrigo, sin que hubieran de tener cuidado por sus haciendas y honores, había hecho que muchos caballeros castellanos y hasta algún leonés se hubieran concitado para partir con Álvar hacia donde estuviera el Campeador. Eso era motivo de llamada y toque de reunión para muchos, pero lo era y más aún lo que los mesnaderos primero, los ciegos después y los juglares todos habían proclamado por plazas y villas y hasta en los monasterios mismos. Las grandes hazañas, las victorias y las ganancias que a todos los que con él habían partido habían hecho ricos. De ello daban fe los veinte que regresaban cargados de los más hermosos brocados, de las más finas sedas, de las mejor labradas copas y con la bolsa llena de plata y hasta de oro de la mejor ley. Los infanzones de Castilla, postergados, los hombres de la fronteras, ahora en la paz de Alfonso y sin posibilidades de botín, los caballeros villanos, que veían en la mesnada del Cid la posibilidad de medrar, y los más humildes, los de a pie, que esperaban poder montar un día a caballo y levantar casa de piedra, todos acudían desde los más remotos lugares. Con Rodrigo no había derrota posible, con Rodrigo bien se había visto no había desgracia ni que mirar al cielo sino que la fortuna estaba al alcance si se tenía el valor de conquistarla. Y ahora podía además hacerse en la gracia del rey Alfonso y volver un día a disfrutar lo ganado. Así que salimos de Burgos seguidos de doscientas lanzas y de cuatrocientos peones y con tan formidable fuerza y de nuevo vitoreados por las villas castellanas por las que pasábamos alcanzamos de nuevo las tierras moras. Llevaba izada Fáñez su seña, y esta vez cruzamos sin temor alguno al alcance de las atalayas y las almenas de los castillos y torres moras de la M arca M edia. Cruzamos por Gormaz y desbordamos por el norte, a M edinaceli, para ir prestos a buscar el Jalón por Alhama. Cabalgamos jubilosos y sin ser molestados y sí, al contrario, incluso agasajados en previsión de que tomáramos por las malas mucho más de lo que nos ofrecían por las buenas. Dimos vista a Alcocer. Pero Rodrigo ya no estaba allí. Los temerosos moros de Alcocer salieron a recibir mansamente a Álvar Fáñez. Nos abrieron las puertas, nos dieron posada y comida y cebada para nuestros caballos. Nos dieron el recado de Rodrigo. Éste sabedor de la pobreza de aquella tierra, ya esquilmada en la que le iba a resultar difícil mantener tan numerosa mesnada, había optado por cambiar de emplazamiento y nada más asomar la primavera que allí ya alentaba mucho más que en las tierras más frías de las que veníamos había ido río abajo y luego tomado el valle de su afluente el Jiloca. Allí dio con un lugar de fácil protección y lo suficientemente amplio para resguardar a su tropa y fortificarlo sin problemas. El Poyo del Cid le llamaban ya los moros, un monte chato y lo suficientemente aislado que dominaba tanto el curso del Jiloca como los valles de los ríos M artín y Aguasvivas. Tierras muy fértiles y a las que metió en paria sin demora obligándoles a proveerle de comida y forraje. Dos moros de Alcocer se ofrecieron obsequiosos a guiarnos. En cuanto quisiéramos partir, que era lo que, por encima de todo, los habitantes de aquellos entornos deseaban: Vernos trasponer por el Jalón abajo. Así que nos despidieron jubilosos y con grandes zalemas. Contentos y alegres de perdernos de vista y de que tuvieran la fortuna de no vernos aparecer nunca jamás. —Dejamos contentos a los moros, hasta parecen querernos. Así sucedió en Castejón y así sucede aquí —me dijo el compañero de mesnada que cabalgaba a mi lado. —No te engañes —le respondí a quien así interpretaba sus gestos—, están contentos, sí. Pero de vernos trasponer. Quien sí nos dio un recibimiento jubiloso fue Rodrigo y en él no había ninguna doblez. Nada más vernos aparecer desde su atalaya hizo que le ensillaran el caballo y salió al galope, gritando y agitando el brazo en señal de bienvenida. Tras él venían sus caballeros más cercanos, todos deseosos de las nuevas que de Castilla traíamos, todos estupefactos de ver el gentío de lanzas y peones que con nosotros venía. Saltó Rodrigo del caballo y lo mismo hizo Álvar. Se fundieron en un abrazo y se besaron en los labios y el de Vivar al de Orbaneja en los ojos. El cariño entre los dos era profundo y no les importaba demostrarlo a todos20 . Las nuevas eran buenas. Las noticias de Castilla esperanzadoras. Todos querían saber de la tierra, de sus parientes, mujeres, hijos y hermanos. Todos preguntaban y con tantos venidos para casi todos había recado. Por unos días y hasta por varias semanas y hasta un mes cumplido permanecimos en el Poyo, apropiándonos por las buenas o las malas de lo que en derredor había, pero éramos mucho gentío y una tropa tan grande que pronto estuvo claro que aquel entorno no podría aguantar mucho más tiempo nuestra estancia. Rodrigo y Álvar nos reunieron entonces a los más allegados entre los que yo ya me iba encontrando. —Caballeros. Deciros he la verdad. Sí en este lugar quedamos y aquí pretendemos morar lo acabaremos por menguar hasta que no haya ni una brizna para los caballos ni una tajadilla para nuestro yantar. Hora es de partir y hora de deciros el lugar. He enviado emisarios al rey de Zaragoza, Al M uqtadir, el más sabio y el más poderoso de estas tierras a quien hace años conocí21 . Él desea tomarnos a su servicio y proveernos de todo. Tienen poderosos enemigos de los que habremos de guardarle. Reyes moros los unos, los condes catalanes y los reyes de Aragón. Con ellos lidiaremos, pero como vasallos de Alfonso contra los castellanos jamás. Tal he jurado y a ello Al M uqtadir se compromete. M inaya me trajo del rey Alfonso el recado de que tal convenio no le disgusta si esta condición se cumple y hasta que aun le place. Libres sois todos de seguirme o de volver a Castilla. El único que allí volver no puede soy yo. Porque a todos los demás el destierro os ha sido levantado. Solo los de mi casa no tenemos aún tal gracia real. Si alguien optó por el regreso ni lo supe ni se le echó en falta, porque lo haría de noche y no se notó su ausencia. Al poco levantamos el campo, dejamos el Poyo del Cid y a aquellas gentes en paz, que una vez más nos despidieron con alivio, y nos encaminamos a Zaragoza. Iba a conocer al fin una gran ciudad de los moros, la corte de un rey musulmán. 20 El beso en la boca entre varones era un saludo habitual en la Edad Media y darlo en los ojos especial muestra de confianza y afecto. 21 En su estancia con el entonces Infante Sancho de Castilla y en su calidad de paje cuando tuvo lugar la batalla de Graus en la que las tropas de Al Muqtadir, por el mandadas y apoyadas por las castellanas, derrotaron a las navarro-aragonesas. Capítulo V: El esplendor de los Hud El río. Las aguas del río Ebro fueron en las que se prendieron mis ojos y mis recuerdos al llegar a la ciudad de los Hud, sede del gran rey de Zaragoza, Al M uqtadir, a cuyo servicio íbamos a ponernos. Porque aquel era mi río, el de la cascada de Orbaneja. Sus aguas eran en las que yo me había limpiado de mi primer pecado de la carne, las del cañón donde había pasado mis primeros años con mi familia de los Fáñez, con doña M ayor, las que vivificaban mi solar y en las que se miraban nuestras casas. Pero aquí era inmenso, poderoso, acrecentado con caudales de cien cauces que bajaban desde las montañas del norte, las más altas e infranqueables, los Pirineos, que separaban nuestras tierras de Hispania del reino de los Francos, con nieves que prevalecían en sus cimas de manera casi perpetua y que ni siquiera se derretían en agosto. Aún en pleno estiaje, como era el caso, el Ebro nos dejaba asombrados. Pero no menos nos deslumbraba la ciudad que se acogía a sus orillas, aquella Zaragoza, que resumía el esplendor de los Hud, la dinastía de reyes moros que la gobernaba. Burgos empequeñecía al compararse con aquella inmensa concentración humana que albergaba a más de 20.000 almas. No había posado yo jamás la mirada en algo que ni siquiera pudiera parecérsele y no dejaba de girar la cabeza hacia uno y otro lado, encontrando a cada paso algo que me dejaba atónito. El deseo de conocerla y transitarla se apoderó de mí nada más darle vista y se acrecentó aún más cuando una brillante comitiva de caballeros árabes vino al encuentro de nuestra columna haciendo gestos de bienvenida y dando claras muestras de alborozo por nuestra llegada. En vanguardia del pequeño grupo venía un árabe de muy lujosas ropas, gesto amable y abierta sonrisa, que detuvo su montura ante Rodrigo y Álvar y tras saludarles ceremoniosamente en su lengua lo hizo después en la común de todos: —M i padre Al M uqtadir os da la bienvenida. Gustosamente en su nombre y en el mío os recibo en la ciudad de los Hud, y os abro las puertas de Zaragoza que desde ahora será vuestra morada y a la que juntos salvaremos de toda acechanza de nuestros enemigos. Quien hablaba, lo pregonaba su rango y el estandarte que sus escoltas portaban, era Al M utamin, el primogénito del rey. Rodrigo y él se conocían y se percibía entre ellos cordialidad y simpatía mutuas. El castellano respondió, también con una amplia sonrisa en la cara. —Se alegran mis ojos de volver a ver a un amigo después de tanto caminar entre enemigos, príncipe Al M utamin. No podía esperar mejor recibimiento ni sentirme por el más honrado que el que nos ofreces viniendo a nuestro encuentro. —Entraremos a Zaragoza juntos. Por la puerta del sur, la de Toledo. Tus hombres podrán aposentarse en ese arrabal, extramuros, junto a la iglesia de los cristianos, que llaman de las Santas M asas, y donde viven muchos que profesan vuestra fe. Los Hud respetamos a las gentes del libro y permitimos que practiquéis vuestros cultos. Hay espacio para todos, dos grandes cuarteles ya acondicionados, cocinas y cuadras. Pero tú, Rodrigo, y tus principales caballeros podréis alojaros en el palacio de la Zuda. Allí para ti y para quienes dispongas ha previsto mi padre un mejor acomodo y servidumbre precisa acorde a tu rango. Entramos a Zaragoza precedidos por la enseña de los Hud —que me recordaba a la de Alfonso—, un león rampante dorado presidido por la media luna sobre fondo azul, bajo la cual íbamos a combatir en el futuro, y fuimos aclamados por las gentes que nos vitoreaban y señalaban con admiración y miradas de respeto nuestras fieras trazas. Nos veían como salvadores y el grito de «Sidi, Sidi» volvió a levantarse en el aire. M i tío Álvar se volvió hacia mí y con una sonrisa complacida en su rostro austero y afilado alcanzó a decirnos a mí y a Félez M uñoz que cabalgaba a mi lado: —M ejor aquí que en Barcelona con ese medio franco «Cabeza de Estopa». Félez M uñoz y yo habíamos entablado a lo largo de aquellos últimos tiempos una fuerte amistad. Éramos parejos en años y compartíamos la condición de sobrinos, él lo era de Rodrigo y yo, a todos los efectos, de Álvar, pero además Félez era entre los rudos hombres de la mesnada uno de los pocos ilustrados, con gusto por el saber y de formas mucho más gentiles y atentas que muchos de nuestros compañeros. Aunque eso solo en el hablar y en el trato cotidiano pues era un auténtico rayo en la batalla, ágil y temible. Desde la algara por el Henares había comenzado a conversar con él mucho más que con otros, había gustado de su ponderación y comprensión, del buen trato dispensado a los moros cautivos y me había sorprendido que tenía por las mujeres, aunque fueran musulmanas, una gran consideración y daba ante ellas muestras de cortesía. De hecho había afeado en Xadraq y cortado de raíz algún intento de los mesnaderos de propasarse con ellas a pesar de la estricta orden recibida. Habíamos conversado sobre ello y tras ciertos reparos no tuvo inconveniente en darme sus razones y pensamientos sobre lo que para él era una manera de amor más elevada: —Comprendo, Fan Fáñez, que tras el combate sean las mujeres de los vencidos parte del botín y que con ellas puedan disfrutar los vencedores. Puede hacerse, pero la dama a quien damos nuestro corazón y ella nos lo entrega hemos de conquistarla de muy otra manera y no precisamente por la espada. Eso me había dicho una noche de guardia compartida y con ladina sonrisa luego me había comentado algunas de sus intenciones. —Tal vez en la gran Zaragoza de los Hud tengamos oportunidad de hacer la prueba. Quizás con una dama mora. Dicen que son muy expertas en las artes del amor y en complacer como nadie los deseos de los hombres. —Sí, Félez, pero me han dicho que ellos las tienen encerradas en harenes, ocultas a toda mirada, que allí solo entra el rey o el señor de la mansión y que los sirvientes son castrados. Eunucos los llaman. Y que quien osa profanar tal santuario se queda raudo sin cabeza. O sin testículos. —Solo los grandes señores moros disponen de harenes y de varias mujeres, su religión se lo permite, el resto, las gentes del común viven como cualquier cristiano y tendrán hijas, digo yo —concluyó con una de sus risas tenues. Nos vitoreaban los moros de Zaragoza y yo no podía por menos de sentirme extraño, pero mi tío y los veteranos se mostraban en extremo complacidos y los jóvenes nos contagiamos pronto de aquella sensación de júbilo que inundaba la ciudad al paso de nuestra comitiva. Llegados a los cuarteles donde se había dispuesto el alojamiento, descabalgamos y nos dispusimos a encontrar acomodo y cuidar de nuestras caballerías. Pero no fue así, pues a nada Álvar estaba a mi lado y me reclamó al igual que a Félez M uñoz. —Vosotros dos os alojaréis con nosotros en el palacio de la Zuda. Así lo ha dispuesto Al M utamin. Era un privilegio y desde luego en absoluto protestamos, aunque no se nos escapó en absoluto que tanto Rodrigo como Álvar habían hecho algo al respecto. Hubo algunas miradas de envidia entre nuestros compañeros, pero al fin y a la postre se entendía que quienes comandaban la mesnada quisieran tener junto a ellos a sus más allegados al igual que a otros caballeros de su confianza como fue el caso de Bermúdez, Antolínez, Gustioz, Galín García y la dupla de Álvarez y Salvadórez, junto a un pequeño puñado de elegidos, en total una docena. Visto desde fuera, el palacio de la Zuda parecía por entero un recinto militar. Y así era. Estaba pegado a las enormes murallas de la ciudad que provenían de las mismísimas legiones de los romanos y que tenían más de 10 codos de espesor en algunos puntos. M ás de cien torres, algunas de enorme diámetro, las señoreaban intimidando a cualquier enemigo. La muralla abrazaba un enorme cuadrado donde se cobijaban los edificios de los notables, las casas de la población más rica y las mezquitas. La Zuda, residencia del gobernador desde los tiempos de los primeros califas, era en realidad un imponente alcázar muy bien fortificado, que se encontraba en la esquina más noroccidental, pegada al propio río Ebro y constituía un elemento esencial de todo el gran recinto amurallado que protegía la ciudad. La muralla de Zaragoza era famosa en toda la tierra, tanto musulmana como cristiana. Nadie la había expugnado. Ni el gran Carlomagno logró hacerlo cuando se presentó ante sus muros. Precedidos siempre por el príncipe Al M utamin nos dirigimos a nuestros aposentos. La Zuda disponía, en efecto, de recintos destinados a usos militares pero también como residencia de los gobernantes de Zaragoza había ampliado y trasformado sus dependencias en un verdadero palacio. Entramos por la puerta de un gran torreón de muy gruesos muros y recios anclajes y penetramos en la alcazaba, tras ir cruzando sucesivas puertas todas ellas guardadas. En las caballerizas allí dispuestas dejamos cada cual nuestros dos caballos en manos de unos atentos sirvientes que se extrañaron de que fuéramos nosotros quienes quisiéramos descincharlos y dejarlos convenientemente atendidos de agua y pienso. En la mesnada de Rodrigo y en la de Álvar aquello era un deber casi sagrado y todos nos habíamos acostumbrado a procurar por nuestras monturas antes que de nosotros mismos. Al M utamin se había despedido ya de nosotros no sin antes anunciarnos: —Cenaré esta noche con vosotros cuando estéis ya aposentados y hayáis tenido tiempo de asearos. El palacio de la Zuda dispone de buenos baños que confío os serán reparadores y placenteros. M i padre Al M uqtadir no nos acompañará, pero mañana os recibirá en audiencia y os dará personalmente la bienvenida en el Palacio de la Alegría22 . Al caminar hacia nuestras respectivas estancias, a Félez y a mí nos había tocado compartir una de ellas, no salíamos de nuestro asombro al cruzar los jardines, donde el rumor de agua presidía los sonidos, cubiertos de cuidadas plantas, setos bien podados y arriates esculpidos conformando figuras geométricas. Florecían las rosas pero otras muchas plantas me eran por completo desconocidas. Sí alcance a distinguir y reconocer los aromas de algunas que desprendían un intenso olor que llenaba todo el espacio de fragancias. Rectángulos flanqueados de romero acogían en su interior grandes matas de espliego y otras más pequeñas de mirto, tomillo, comino, hinojo, cantueso, salvia y ajedrea. Junto a los pequeños estanques, comunicados por minúsculas reguerillas, crecían la menta y la hierbabuena junto a agrupaciones de lirios y jacintos y a cada cierto espacio, para procurar que no les faltara el sol, se alzaban hermosos frutales. Allí me fue dado contemplar por vez primera el naranjo, el limonero y el granado pero no faltaba en las esquinas nuestro olivo ni, pegados a las tapias, algunos hermosos emparrados de vid. Por las paredes trepaban hiedras y enredaderas. En los más recogidos rincones llamó mi atención otra planta que desprendía un maravilloso olor y no me resistí a preguntarlo. —Son jazmines. Pero esperad a la oscuridad y que desprendan su fragancia las damas de noche. Su aroma endulza el aire y hará placentero el sueño de mis señores — respondió el criado, un joven apenas unos años menor que nosotros, que había sido asignado a nuestro servicio y que se identificó con un largo nombre del que creímos captar el final, Ben Tifarti y por Tifarti ya siempre le llamamos. Nuestra estancia nos pareció por ella sola un auténtico palacio. Ni Alfonso en León podía gozar de algo semejante y nosotros éramos, aun privilegiados, los últimos del séquito escogido. Una sala central decorada con aquellos diseños y arabescos que me fascinaban, con sus ventanales celados por sus curvilíneas geometrías, con el suelo cubierto de maravillosas alfombras, sus paredes de riquísimos tapices y arcas, mesas y escabeles de las mejores y bien labradas maderas cuidadosamente dispuestas, se abrían por uno y otro costado a las dos habitaciones donde se encontraban nuestros lechos. Las riquezas que aquella sala atesoraba, en telas, lámparas, incensarios y todo tipo de adornos y refinados utensilios nos hacía desviar la vista y perder el paso. En una pequeña mesita contemplamos un tablero de ajedrez con sus piezas, figurando peones, caballos, torres y dos figuras señeras coronadas nos hicieron de nuevo detenernos. Las blancas talladas en marfil y la negras en madera de ébano. —El tablero de ajedrez. El juego más sabio, el que practican los más ilustres de los árabes. La guerra representada en un tablero. El rey Alfonso sabe jugarlo. Le enseñaron en Toledo. Nada me gustaría más que aprenderlo —observó Félez. Tifarti, atento, respondió al instante: —Si gustáis yo mismo os enseñaré sus movimientos. Será un honor para mí el adiestraros en este arte. No soy muy hábil pero conozco al menos sus reglas. Ahora si así lo deseáis, mis señores, despojaros de vuestras armas, armaduras y ropas del largo viaje. Los baños están preparados. Todo está dispuesto, jabones y hasta perfumes y ungüentos si así lo deseáis, aunque me han advertido que esos usos los rechazáis los castellanos. Pero el baño os confortará y al regreso el señor Al M utamin se ha complacido en regalaros para vuestro uso túnicas y calzado a nuestra manera, pero si me lo indicáis y preferís las vuestras dejadme tanto las sucias como las de muda y las prepararé para que las tengáis bien dispuestas. También os ayudaré a vestiros si tal es vuestro deseo. No pudimos Félez y yo más que reírnos. ¡M udas! Ya nos valía con poder lavar nuestro belmez y la cofia una vez al mes y disponer de dos camisas y otro par de calzas como mucho. Desde luego les vendría bien un lavado porque hasta para nosotros ya olían en demasía. Lo del baño, ¿qué se había creído aquel moro?, en absoluto nos disgustaba. Era pleno verano y no habíamos hecho otra cosa que sudar bajo el sol durante todo el camino desde el Poyo del Cid hasta Zaragoza. Pero lo de que nos vistiera aquel talludito mancebo ya sí que nos pareció del todo inadecuado. Contestó Félez: —A vestirnos ya nos enseñó de niños nuestra madre y no va a hacerlo ahora hombre alguno. Nos pondremos gustosos las túnicas para esta noche pero mañana, al presentarnos ante el rey, preferimos llevar nuestras ropas castellanas. Adecenta alguna muda de lo poco que traemos. El ajuar de un guerrero no es el de un cortesano. —Porque no sois unos Hud, mis señores. También a la guerra puede irse limpio y engalanado. Y vencer en la batalla, como mi señor Al M uqtadir las ha vencido. Por la voluntad de Alá, claro. De nuevo reímos. Y sin más decidimos despojarnos de nuestros atavíos, que no eran los de combate desde luego, aunque a Tifarti se lo parecieron. Nuestras cotas de malla, armas y escudos, excepto la espada al cinto y las botas altas de cuero, habían quedado en principio en las caballerizas al cuidado de nuestros peones, pero decidimos hacérnoslas traer de inmediato a nuestros aposentos, pues nunca es conveniente para un mesnadero andar sin ellas a mano y menos en tierra mora por muy hospitalaria que ésta fuera. Así se lo dijimos a nuestro servicial criado que nos aseguró que a la mañana las tendríamos allí. Y partimos a los baños, tropezando al andar con los extraños calzados que nos pusimos en los pies, unas babuchas entendí que les llamaban y cubierto por túnicas y aparejados con unos lienzos para secarnos que también nos había entregado. Entramos precedidos por Tifarti en un fresco recinto y, tras caminar por un pequeño pasillo abovedado, llegamos a una amplia sala donde ya nos esperaban algunos de nuestros compañeros entre los que no se encontraban nuestros tíos. Imaginamos que dispondrían de baños de uso exclusivo para ellos. Nos habían indicado que se alojaban cada uno en una de las pequeñas torres en el lado oeste del jardín, allá donde mayores eran la frondosidad del jardín y el frescor de la arboleda. Los baños estaban compuestos por varias piletas, muy espaciosas, como grandes aljibes, forrados con azulejos de bellos colores azules, de cuyo suelo arrancaban hermosas columnas de mármol que sustentaban los arcos donde se apoyaba la bóveda. Al fondo se abría un ventanal por el que penetraba una luz tenue a través de celosías traslúcidas de alabastro. Todo daba al lugar un aire de sosiego y penumbra en verdad acogedor y discreto. En el agua y como dios los trajo al mundo chapoteaban sin pudor: Bermúdez, Álvarez, Salvadórez, Gustioz y montando más escándalo que ninguno el burgalés Antolínez, que parecía disfrutar como un cachorro revoltoso. Resultaba chocante ver a aquellos endurecidos guerreros, aquellas fieras del combate a los que yo había visto tajar cabezas, ensartar pechos y correrles la sangre por el brazo hasta el codo riendo como niños y jugando con el agua. —Vamos, Fan. Esto no lo tenéis los Fáñez en Orbaneja, ni los Díaz en Vivar, ni lo tiene siquiera Alfonso en León. —Pero vete tú a saber si no lo tiene Urraca en Zamora. La infanta seguro que lo tiene y que no se baña sola —contestó Gustioz. Iba a contestar Bermúdez pero el hombre, tan impetuoso en el combate, tenía con el arranque de sus palabras dificultades y parecían atascársele en la boca. Aunque solo era al comienzo, luego se soltaba y lo soltaba todo casi como un torrente. Ese defecto, si es que lo era, le valía chanza de Rodrigo, su tío, quien lo distinguía con el mayor de los aprecios, era a la postre su portaestandarte y a quien entregaba su seña pero en broma solía dirigirse a él como Pero M udo. Y conocedor de su atasco de comienzo, Bermúdez en muchas ocasiones permanecía silencioso. Pero ahora se arrancó al fin. —No le faltará a Urraca tal pecado. Pero en el paraíso de los moros, al que dice que van cuando mueren en combate, que debe comenzar en algo así, no podría andar ella. Pues allí solo van las huríes, que son vírgenes y esa pájara ha conocido más varones y recibido más lanzadas que haya dado nuestra mesnada entera. Empezando por su hermano, que desde niño ya la adiestró en tales artes. Acaso no conoces el romance zamorano sobre ella, cuando amenazó a su padre, nuestro rey don Fernando, si la dejaba sin heredades: «Irme he yo por esas tierras/ como una mujer errada/y éste mi cuerpo daría/ a quien se me antojara/ a los moros por dineros/ y a los cristianos de gracia». Así se las gasta Urraca. Zamora le dio Fernando y ahí comenzó nuestra desgracia. Fue a replicar Salvadórez, que al fin y al cabo tenía ascendencia leonesa y tal procacidad sobre la infanta le dolía, pero lo detuvo una palmada de su camarada Álvarez y un gesto amistoso de Félez, primo de Bermúdez, aunque fueran tan diferentes en maneras. —No la defiendas, que eso lo han afeado a ella y a su hermano hasta los obispos en los púlpitos y les han obligado a dejar tan nefando pecado. Y además, algo incluso habrá tenido que ver con que nosotros andemos desterrados. Nada hace el rey sin su consejo. —Pues entonces ¡viva Urraca! —gritó Antolínez—. Nuestra fortuna y este baño de califas le debemos. Pasamos de un aljibe a otro, porque en cada uno el agua tenía diferentes temperaturas, de alguna caliente a la más fría. Y al final Félez, Gustioz y Antolínez hasta se aplicaron algunos aceites que por allí habían dispuesto los criados. Nosotros lo rehusamos pero no le hicimos ningún asco a un ánfora de vino que nos sirvieron en unas maravillosas copas de plata. Resultó un vino recio que se pegaba al agitarlo en las paredes de la copa y que indicaba un cuerpo que era poderoso. Como además lo habían especiado al gusto moro yo temí por mi cabeza y por la cena con el príncipe y, en un arrebato de prudencia, recomendé a mis compañeros que nos lo rebajaran con agua y no nos trajeran más. No era cuestión de presentarse borrachos al convite. Félez M uñoz me secundó en ello y fue quien nos sacó alegres pero sobrios de los baños. Atardecía a nuestra salida y el jardín resultaba aún más delicioso que a nuestra llegada. Caía el sol y entonces, cuando su luz se diluía, se elevó en los minaretes de las mezquitas, sonoramente en una bien cercana, la voz del muecín convocando a los fieles a la oración. Nosotros marchamos presurosos a nuestras estancias para no molestar a los fieles musulmanes en sus rezos y abluciones. Había descendido ya la penumbra. Pero aún permanecía en el cielo de agosto una leve claridad por el poniente, cuando regreso Tifarti para conducirnos al banquete. Nos encontró ataviados a la mora con aquellas largas túnicas de seda ricamente bordadas y nos condujo de nuevo al jardín donde ahora para iluminarlo se habían encendido algunas antorchas discretamente colocadas en los sitios estratégicos. Lo cruzamos hasta llegar a un alto muro almenado que lo separaba del verdadero palacio de la Zuda, donde residía Al M utamin. Allí hubimos de cruzar una puerta que se abrió desde el otro lado, custodiada por dos guerreros armados, y que daba paso a un nuevo patio ajardinado mucho más grande y espacioso que el nuestro y al que atravesamos por un ancho camino empedrado y flanqueado por pequeños árboles de redondas copas, inundado todo por el rumor del agua, que surgía en fuentes y corría por pequeñas acequias y minúsculas cascadas. A cada trecho del recorrido soldados árabes de la escolta de Al M utamin lo flanqueaban. Tras bordear un estanque llegamos a la verdadera entrada de La Zuda, esplendorosa a la luz de las antorchas que iluminaban su fachada. De alguna estancia, en los altos del palacio, comenzó a llegarnos una dulce música en la que creímos distinguir los acordes del laúd y no pudimos identificar otros instrumentos pues en nada se parecían a nuestras vihuelas y zampoñas. Sonaban como ayes lastimeros. Preguntamos: —Es el sonido de las chirimías. Los músicos de Al M uqtadir, que ama ese arte, tocarán para vosotros esta noche. Es un gran presente. Sois afortunados. Nos recibieron los sirvientes de Al M utamin. Nos ofrecieron unos aguamaniles donde flotaban pétalos de rosa para que nos laváramos las manos y unas delicadas telas para secarnos, y nos condujeron a la suntuosa sala del banquete. Si en nuestra estancia nos habían asombrado las alfombras, éstas que ahora pisábamos las dejaban empequeñecidas por sus dimensiones, diseño y colorido. Allí nos esperaba el príncipe heredero de los Hud con hermosas pero ligeras ropas aunque bien enjoyadas y presididas por un espléndido collar de oro al cuello. Llevaba puesta una amplia túnica casi hasta los pies y una capa bordada en seda y oro donde predominaban los azules y amarillos, distintivos de los hudíes. Los adornos eran aquellas filigranas árabes que parecían dibujos pero que en realidad me habían explicado eran sus letras y, algunas, componían versículos de su texto sagrado. Ya había observado que esas filigranas eran el casi exclusivo elemento ornamental en sus edificios, así como las composiciones geométricas. Por ningún lugar era posible ver una representación de figura humana o divina alguna. Su religión lo prohibía. A una señal de Al M utamin unos sirvientes nos ofrecieron zumos de diferentes frutos y yo saboreé uno delicioso de granada. Félez M uñoz eligió el de sandía y me encareció para que lo probara. Nos acercamos al príncipe quien tras hacernos una leve inclinación, a la que bastante torpemente por cierto correspondimos, nos saludó en su lengua: —Assalamu alaikum. Y luego en la lengua común de todos: —Sed bienvenidos a mi casa. A ello Félez primero y luego todos, pues la fórmula la teníamos bien sabida, correspondimos muy ceremoniosamente, también en árabe: —Alaikum assalamu. Al M utamin sonrió y con un amplio gesto de la mano nos indicó que avanzáramos hacia donde un grupo de notables de su séquito, entre los que creí reconocer a varios de los que nos habían recibido a la entrada de Zaragoza, nos esperaban con amables rostros y el mismo gesto ritual de cortés recibimiento. El príncipe nos dejó casi de inmediato pues, sin cruzar ninguna otra palabra con nosotros, se dirigió de nuevo a la puerta para recibir a sus huéspedes en verdad distinguidos, Rodrigo y Álvar, que flanqueados por dos criados llegaban. Repitió con ellos la bienvenida, aunque de manera mucho más ceremoniosa, y tras cruzar con ellos corteses saludos nos reunimos todos para pasar tras él y nuestros dos jefes y junto con los notables moros a un salón mucho más amplio, donde había muchas mesas bajas llenas de manjares y a su lado, siempre sobre magníficas alfombras, grandes cojines y almohadones donde tras aguardar a que ellos tres se recostaran nosotros hicimos lo propio. Observábamos en silencio y, quizás con la excepción de Félez, un tanto cohibidos toda la escena. Rodrigo vestía también a la usanza árabe y se le notaba cómodo en tal vestimenta pues al contrario que nosotros se movía con soltura en ella. Fáñez había optado por sus ropas de siempre, aunque se había adecentado y también llevaba túnica bordada y unas finas botas de fieltro, en vez de las rudas de andar por montes y a caballo. Noté que nos miraba y a mí en especial con una cierta sonrisa socarrona. De hecho al pasar a mi lado y dándome una palmada me había espetado con uno de sus guiños. —Quien me iba a decir que iba a ver al aprendiz de monje convertido en moro, Fan Fáñez. Solo te falta el turbante. Y así era, excepto él, que vestía a la cristiana, al resto solo nos distinguía de nuestros anfitriones el turbante. En los de bastantes de nuestros acompañantes refulgía en su centro alguna gema preciosa y en el de Al M utamin un enorme zafiro azul del que se descolgaban cadenitas de oro a sus lados de las que a su vez pendían ristras de minúsculas piedras preciosas de esa misma clase. Sonaba a nuestro alrededor la música que se deslizaba desde los corredores en la altura. El sonido de los rabeles, laúdes y chirimías se extendía, como el aroma de los inciensos que se desprendían de recipientes de los que se elevaban tenues columnas de su humo, envolviéndonos a todos. El recinto quedaba así sumergido en olores, sonidos y colores pues las columnas y los arcos de piedras nobles relucían y la luz de antorchas y candiles hábilmente dispuestas para iluminar la estancia, pero también para preservar dulces penumbras, sacaba destellos a los tapices primorosamente bordados donde por doquier se estampaba el león de los Hud. Los pebeteros discretamente colocados por los rincones más en sombra hacían elevar finas volutas aromáticas y entre los olores, además del incienso por nosotros conocido, se superponían otros novedosos y desconocidos. Félez acertó a identificar uno, el del sándalo, pero otro nos era por completo extraño. —Es fascinante. Éste es el esplendor de los Hud —exclamó mi amigo. Como si le hubiera oído, o tal vez al haberlo hecho, Al M utamin, se dirigió de nuevo a vosotros. —Ésta es sólo mi humilde morada de La Zuda. M añana seréis recibidos por mi padre, el señor de los Hud, el bendecido por Alá, Al M uqtadir, en su palacio de la Alegría y seguro que entonces esto no os parecerá nada más que una pobre posada y mi cena un pequeño refrigerio indigno de mis huéspedes. Los notables que acompañaban al príncipe nos hicieron señas de que nos sirviéramos, y para alentarnos lo hicieron ellos primero. De las bandejas fueron cogiendo bocados y nosotros les imitamos. En unas había aceitunas negras y pistachos. En otras rollos y pequeñas tortas. Lo primero que tomé yo fue una especie de rollo crujiente donde dentro al morder tropecé con algún tipo de verdura. Las verduras predominaban, hervidas, en talles rollos de pasta frita o bien se ofrecían humeantes o braseadas. Varias de ellas me eran desconocidas, en especial una que me pareció la mejor y más sabrosa. —De las propias huertas del Ebro. Es borraja —me indicó el árabe que se sentaba a mi lado para a continuación mostrarme una pequeña e indicarme otra, ésta frita —. Has probado los corazones de alcachofa y la berenjena rellena, pero toma este otro bocado y dime si te complace. Acepté el ofrecimiento y mordí aquella torta recién frita. Estaba rellena de queso fresco que se deshacía en la boca. Y al ver que me gustaba, me la nombró con cierto orgullo. —Es nuestra almojábana. Pero el plato fuerte era una inmensa fuente de un grano amarillo muy fino, que no era trigo ni arroz y del que, al ver como los árabes comían todos de ella tomándolo con los dedos, hicimos nosotros lo propio. Era un guiso muy elaborado, cuyo nombre me indicó también mi amable anfitrión. —Es cus-cus, una comida berebere que nosotros hemos mejorado —me dijo mientras se llevaba a la boca un bocado de grano junto a un tropezón de cordero. No faltaba el vino. Aquel fuerte vino que además especiaban. Lo bebimos nosotros pero también lo hizo el príncipe y casi todos sus acompañantes con la excepción de alguno al que se dirigió jocoso. —No perderás el Paraíso por beberlo, tal vez lo ganes incluso, primo mío, pero respetamos tu voluntad de no beberlo como en realidad deberíamos hacer nosotros. Pero Alá es benevolente. Sonrió el interpelado, con una sonrisa disculpatoria y en cierto modo ladina, sin replicar a su señor, pero pidió que le siguieran sirviendo su zumo, una especie de limonada. Y lo cierto es que después de trasegar una buena cantidad de aquel plato con sus trozos de cordero correspondientes y acompañarlo de demasiadas copas de vino, fue Félez el primero que optó por secundarle y pedir a quienes nos escanciaban que antes de seguir con él nos refrescaran con aquella limonada y hasta con agua fresca. Saciados de aquel plato suculento éste fue retirado junto al resto de las viandas. Los sirvientes nos volvieron a ofrecer los aguamaniles para que limpiáramos nuestras manos y tras ello trajeron los postres. Una variada serie de platillos cada cual con un dulce diferente y en otros con piezas de frutas: cerezas refrescadas en agua helada, albaricoques, trozos de melón y sandía, higos abiertos. M e complací con algunas cerezas pero imité a mi tío con los dulces, quien —lo observé complaciéndose en su única debilidad— daba golosa cuenta de ellos sin el menor recato. Había pasteles de almendra, rosquillas con nueces, todos muy especiados y aromatizados, donde predominaba el sabor de la canela y uno que me gustó más que ninguno y que dentro tenía unos filamentos vegetales. —Está hecho de calabaza —me dijo para mi asombro mi guía culinario árabe que a esas alturas, ya antes de probar cada cosa, satisfacía mi curiosidad muy complacido de mi interés. Con los dulces sirvieron en nuevas copas, éstas aún más bellamente labradas, unos nuevos vinos, estos dulces, que aumentaba la delicia de los postres en el paladar. —Se hacen con uva moscatel y pueden endulzarse más aún con miel Y también con la canela según comprobé al catarlo. La canela parecía omnipresente en su cocina y en sus gustos. La cena fue agradable. Aunque nada pudimos saber de lo que Rodrigo, Fáñez y el príncipe hablaban. Nuestros corteses acompañantes, por su lado, se deshacían en zalemas y cortesías, pero a nada apenas respondían como no fuera para encarecer y enaltecer el poder de sus reyes, la fortaleza de su ciudad, la potencia de su ejército, la bravura de su caballería, la belleza de sus palacios, la maravilla de las huertas del Ebro, la riqueza de su taifa y, en suma, el esplendor de los Hud. De ello quedé muy enterado, pues nuestros anfitriones eran todos notables hudíes, unidos por estrechos lazos de familia y tribu, y se desvivían por contarnos su historia, interrumpiéndose a veces con vehemencia entre ellos cuando alguno discrepaba o quería anotar algún añadido o disconformidad con el relato, pero al fin mi anciano vecino, que no solo era experto en cocina, tomó la voz cantante como relator y observé que todos iban acallando las conversaciones para oírle. Era sin duda respetado y luego me enteré que no solo ello, sino un verdadero guardián de la memoria del clan, amigo personal de Al M uqtadir desde su niñez y quien además tenía encomendada la custodia de su biblioteca que enterado de mis aficiones por los libros, tan poco frecuentes entre los cristianos, me invitó a visitar. —Habéis de saber, cristianos, que los Hud formamos ya en los primeros tiempos de las propias tropas del Profeta. Provenimos del Yemen, de las más puras tribus arábigas. Con El Enviado y con sus herederos nuestra extirpe extendió nuestra fe primero por aquella tierra hasta Damasco y luego por toda el África, entre los bereberes y después en la Hispania. Vinimos con M uza y con Tariq, combatimos y vencimos al rey de los godos, tomamos Toledo y a nosotros se nos encomendó avanzar hacia el noroeste y tomar Zaragoza, de la que nos enseñoreamos. Llegamos a cruzar las altas montañas para penetrar en el territorio de los francos. Tras estos muros de la Zuda vimos avanzar sobre nosotros el poderoso ejército del gran Carlomagno, a quien el traidor Al Arabí había ofrecido abrir sus puertas. Pero el valí Husayn, que Alá tenga en el Paraíso, se negó a hacerlo y ante el grosor de sus moros y la altura de sus torres el franco decidió retirarse. Estaba escrito que aquello no habría de traerle sino desgracias al emperador cristiano, pues tras fracasar con éstas demolió en su rabia las murallas de Pamplona y los vascones en venganza emboscaron la retaguardia de su ejército en Roncesvalles, matando al paladín Roldán y haciendo llorar al gran Carlomagno de pena. No debió nunca querer torcer la voluntad de Alá y pretender adueñarse de Zaragoza, y por ello fue castigado. Pero no fue tampoco su voluntad que los hudíes fuéramos recompensados como merecíamos por nuestra lealtad e historia. El califa de Córdoba, un Omeya, que a nosotros siempre nos tuvo recelo por haber sido gente principal con los abassidas sirios que los arrojaron de su trono en Damasco, prefirió entregar el gobierno de estas tierras no a quienes las conquistamos para el Islam sino a los descendientes de aquellos a quienes conquistamos. Otorgó el poder a los muladíes conversos, a los Banu Qasi, descendientes del conde visigodo Casio, primos por sangre de los Iñigo, de García Iñiguez que reinaba en Navarra, y a ellos hubimos de obedecer por voluntad de Abderramán. Pero M ussa Ben Qasi fue cegado por la soberbia y cuando más en la cima se creía más cerca estaba su desdicha. El asturiano Ordoño lo derrotó en M onte Laturce y perdió el favor de Córdoba, la amistad de los navarros que le despreciaron y el amor de sus hijos que se sublevaron. El nieto de quien nos había despojado de nuestra primacía, el tercer Abderramán, les desposeyó del mando de la M arca y al fin del gobierno de la ciudad y hasta de su reducto de Tudela. Regresamos los árabes puros, pero aún no fueron los hudíes los elegidos sino que primaron sobre nosotros los tuyibí, venidos también desde los oasis y arenas del Yemen y con los que habíamos cabalgado tanto. Pero no éramos nosotros. M uhammad Alanzar fue el elegido. El poder perduró en su estirpe y los hudíes fuimos ensalzados y tratados por ellos con respeto a nuestra sangre y nuestro rango. Pero no estaba todavía nuestra hora por llegar. Bebió el viejo árabe un largo sorbo de vino endulzado con miel y prosiguió su relato. Observé como mi tío no se perdía detalle de la narración. M e sorprendió porque no esperaba de él aquel interés por las viejas historias. Comprendería luego que además de tenerlo lo acrecentaba el saber y escudriñar en algo trascendental para nosotros como era el exacto conocimiento de sus divisiones y sus odios, aunque ahora fuéramos sus aliados. Algo en lo que el rey Alfonso demostraría ser el mejor de los maestros y donde no le faltaban a Álvar tampoco las enseñanzas de mi doña M ayor ni de su suegro el conde Ansúrez. El sabio hudí proseguía su relato. —Al M ansur Al Billah, el bendecido por Alá (Almanzor, el demonio que en el infierno arda, susurré en mi pensamiento), llegó a estas tierras y de Zaragoza salieron las expediciones que atemorizaron a navarros y hicieron abandonar a sus condes la propia Barcelona y dejarla abierta al saqueo. Entre sus generales destacó nuestro jeque, el señor de los hudíes, Sulaymán Ben Hud Al M ustain, y fueron tantas sus victorias y tan grande la bravura de nuestros guerreros que el Victorioso por Alá le entregó los gobiernos de Lérida y Tudela y allí ya fuimos señores los huríes. A su muerte el caos llegó a Al Ándalus, la fitna 23 enfrentó a todos. Los bereberes sublevados sembraron el terror. En Zaragoza los tuyibí dirigidos por Al M undir, mas débil de espíritu que su padre, no supo mantener los pulsos serenos y aunque Sulaymán fue su sostén y llegó a aposentarse a veces en este palacio de La Zuda, donde se ganó el corazón de los zaragozanos, su destino estaba escrito y su baraka acabada. Su primo Abd Allah Ibn Hakam lo asesinó para ocupar su trono y poder rezar en el mihrab de la mezquita mayor que su padre había levantado. Fue entonces, en medio de la violencia, el caos y la tribulación, cuando la ciudad hizo llamar a Sulaymán, quien acudió desde Lérida, entrando entre vítores en este palacio mientras que el asesino salía huyendo a los veintiocho días de haber dado muerte por su propia mano a su primo. Así vinimos los hudíes a salvar y a gobernar Zaragoza y toda la taifa, pues Sulaymán no descuidó ni a Huesca ni a Lérida ni a Tudela, donde envió como gobernadores a sus hijos. Fue aquello entonces bueno pero sería luego la peor de las semillas. Era Sulaymán buen amigo y aliado de vuestro rey Fernando y desde entonces hemos entendido a leoneses y castellanos como amigos, pues han sido muchas las veces que hemos combatido juntos a las ansias de aragoneses y navarros. M urió nuestro rey cuando alguno de vosotros nacía24 y, al igual que sucedió a vuestro rey Fernando, el repartir entre sus hijos su reino trajo como fruto la guerra entre hermanos, pues no quisieron reconocer la primacía de nuestro señor Áhmad Al M uqtadir, que Alá guarde por muchos años. Sabéis de su grandeza, cristianos, y algunos habéis gozado ya de su compañía y hasta le habéis tenido como jefe en el combate25 . De su bravura hablan las crónicas, de su magnificencia Zaragoza y el palacio de la Alegría, de su hospitalidad toda la tierra, de su sabiduría los astrónomos y los matemáticos que la comparten, de su refinamiento los poetas, músicos y artistas que de todo Al Ándalus a su corte acuden. Permitidme deciros también que nuestro señor Al M uqtadir al fin logró reunir de nuevo las tierras de su padre, sometiendo a Lubb y Huesca, a M undir y Tudela, a M uhammad y Calatayud y al más encarnizado y levantisco, Al M uzaffar y Lérida. Eso ahora hace tan solo tres años y tras 30 de resistencia. Fue preso pero en su benevolencia, quizá extrema, nuestro buen rey le ha perdonado y ahora disfruta de su rango de hermano y de la generosidad de Al M uqtadir, que no solo reunió de nuevo el reino de su padre sino que lo engrandeció haciendo suya la taifa de Tortosa 26 , poniendo en vasallaje a la de Valencia y señoreando la de Denia27 . Tal es nuestro rey Al M uqtadir al que veréis mañana en su palacio de la Alegría. Fue el príncipe Al M utamin el primero en premiar su relato. Se levantó y le hizo un ademán de que se acercara al tiempo que daba unas fuertes y reiteradas palmadas. Acudió presuroso un sirviente. Le secreteó algo al oído y éste salió raudo. Abrazó al relator mientras nosotros también nos levantamos. Rodrigo cogió su copa y la levantó. —Salud al buen rey Al M uqtadir, a su hijo el príncipe Al M utamin y larga vida y gloria a los hudíes. Y brindamos todos. Habíamos combatido en ocasiones contra ellos y ahora combatiríamos juntos. Volvía el sirviente con una bandeja de plata y en ella un collar de oro del que colgaban medias lunas de plata. Lo recogió el príncipe y se lo puso al cuello a su deudo, el viejo y erudito árabe, que regresó orgulloso a sentarse a mi lado. La conversación ahora se extendía y entre las voces se elevó la de Rodrigo: —De la bravura de los hudíes y de su rey bien puedo yo dar fe. Al frente de nosotros cabalgó en Graus cuando Ramiro, el de Aragón, quiso apoderarse de ella. Yo era solo un mozalbete, un paje al lado del Infante Sancho que en cumplimiento a la alianza con el rey Fernando y a las parias pagadas vino con nuestras mesnadas a ayudarle. Vencimos aquel día y allí murió Ramiro, que era de la propia sangre, su primo, nietos ambos del gran Sancho de los navarros. De una lanzada entre los ojos lo mató Sadaba. Se salvó Graus, pero al poco el hijo del muerto Ramiro, Sancho Ramírez, su hijo, le tomó Barbastro, pero bien supimos en Castilla que Al M uqtadir no consintió tal agravio y al año siguiente regresó y se lo retomó al asalto. Tal es el león de los Hud que hoy a través de su hijo nos honra como huéspedes y amigos. Un verdadero león debía haber sido el soberano de Zaragoza, pero en algunos tonos, en algunos gestos se hacía evidente que el rey distaba mucho de sus años de gloria. Incluso en algún retazo del relato había podido entreverse que la excesiva generosidad con su hermano Al M uzaffar no era para nada del gusto de los presentes. Había algo más en otros sutiles comentarios y ademanes que dejaba en evidencia que la preocupación por él era importante. Por la habilidad de Félez en sonsacar, hasta a un árabe, una confidencia supimos que vivía casi por entero recluido en su palacio de la Alegría y que su salud empeoraba, aunque lo cierto es que poco más pudimos saber, pues en esto eran mucho más reservados y cuando se veían obligados a decir algo al respecto miraban de soslayo a Al M utamin y en realidad apenas pronunciaban palabra sobre el asunto más allá de hablar de su venerable madurez y desearle muchos años de salud por la generosidad de Alá. La noche se prolongó bastante y los efluvios del vino, pues tras los refrescos recaímos en su tentación, nos hicieron regresar no por entero erguidos ni aún menos con rectos pasos a nuestros aposentos. Al cruzar por los jardines ya apagados de sonidos de los músicos, y ahora disturbados por el más destemplado sonido de nuestras risotadas y por algún tropezón y chapoeteo en las acequias, algunos hubieron de apoyarse en el compañero, como hice yo en mi amigo Félez, que había mantenido mejor la compostura, la sobriedad y ahora la verticalidad. Al llegar a nuestro aposento sí que me atreví a decirle: —Todo exquisito y fascinante. Pero ¿dónde están esas bailarinas, esas odaliscas con las que soñabas, Félez? Estos moros se las guardan para ellos en sus alturas y tras las celosías, ocultas a los ojos de bárbaros cristianos. —Quizás haya sido mejor que no nos ofrecieran sus danzas, porque entonces sí que te hubieras mareado del todo, Fan. M ejor ahora duerme y ronca, que con el vino no dejarás de tocar esa música toda la noche, me temo. No sé que es mejor, si dormir junto a los caballos o de tus ronquidos cuando te embriagas, orbanejo del demonio. —Yo quiero ver las danzarinas —reiteré con la terquedad del borracho. —Las verás y luego te perseguirán en tus sueños. Y me persiguieron sin haberlas visto. O algo así creo recordar cuando me desperté tirado en mi lecho, a medio desvestir, con la boca pastosa y la cabeza retumbándome como si alguien tocara un tambor dentro. M enos mal que los árabes tenían baños y si el día anterior habían sido placer esa mañana fueron necesidad. Le llamaban el Palacio de la Alegría porque decían que en él Al M uqtadir había querido reproducir en la tierra un reflejo del paraíso. A nosotros, en efecto, nos pareció que no había cosa igual en el mundo. Tan sólo Rodrigo y Álvar, que habían conocido los palacios de Al M utamid en Sevilla, podían establecer alguna comparación con algo tan hermoso. Ya al llegar a él la vista se quedaba prendida pues sus muros eran de mármol y alabastro y a los rayos del sol resplandecían. Entramos atónitos por sus puertas donde una vez más, en señal de deferencia y amistad, nos esperaba obsequioso el príncipe Al M utamin y algunos de su séquito, y precedidos por él y escoltados por la guardia real con los colores y emblemas de Hud nos adentramos en su interior. Atravesamos el gran patio ajardinado que empequeñecía al de la Zuda y donde el agua fluía de continuo desde dos inmensas albercas, a cuyo alrededor competían todo tipo de plantas y flores para dar al lugar una imagen de vergel inaudita en medio de aquellos resecos campos por los que habíamos atravesado hasta llegar a Zaragoza. Pero si impactante era el acceso lo que dejaba mudo era la entrada al salón del trono. Le llamaban el «Salón Dorado» y así parecía. Que estuviera construido en oro. Era preciso atravesar, para acceder a él, varias estancias y pasadizos en penumbra hasta desembocar en la sala donde el señor de Zaragoza recibía a sus más distinguidos huéspedes y embajadores. Ésta tenía sus paredes completamente forradas de cobre, eso lo supimos después, y que reflejaban los rayos del sol que allí sí penetraban a raudales por la bóveda deslumbrando los ojos que acababan de atravesar por la oscuridad. Cegados por esa luz apenas si pudimos mirar hacia el sitial donde nos esperaba aquel rey moro a cuyo servicio íbamos a ponernos. Todos nosotros nos quedamos en algún momento, y a una señal, discretamente atrás, y se adelantaron tan solo el príncipe Al M utamin y Rodrigo, que se inclinaron ante él con mucha ceremonia, gesto que todos imitamos. Oímos a nuestro jefe pronunciar en árabe la frase de salutación y el murmullo del rey correspondiéndole. Observamos que Al M uqtadir, ya repuestos nuestros ojos a la cegadora claridad del recinto, apenas si se movía en su trono y tan sólo le vimos alzar la manos e indicar a ambos que se acercaran más. La entrevista fue muy breve. Pude observar, eso sí, la decadencia del monarca, su gesto agotado y la lentitud de sus movimientos. A poco, tanto Rodrigo como el príncipe regresaron hacia donde nos encontrábamos. Hicimos todos una nueva reverencia y salimos. Regresamos al gran patio ajardinado. Con Rodrigo y Al M utamin, a los que se había unido Álvar, caminando delante y nosotros tras ellos. Iban en animada conversación y nosotros nos hacíamos cábalas de lo que podrían estar hablando. Poco tardamos en enterarnos. M i tío regreso a nosotros y nos reunió en su torno. —Todo está hablado. Anoche con el príncipe, y hoy con el beneplácito del rey, el acuerdo ha quedado establecido. Nuestras mesnadas se ponen al servicio del señor de los Hud de Zaragoza. Combatiremos a sus enemigos, sean estos moros o cristianos, con la excepción hecha de no entrar en combate con nuestro rey Alfonso. Han aceptado tal condición pero de manera sutil. No seremos nosotros quienes ataquen, pero queda en duda cual habrá de ser nuestra posición si es su tierra la atacada. Los dineros están pactados y son generosos. Esta tarde nos reuniremos en La Zuda y sabréis de boca de Rodrigo todos los extremos. Luego iremos donde se hospeda la mesnada, reuniremos a las tropas y mañana comenzaremos a adiestrarnos juntos con los moros. Esta noche Al M uqtadir nos ofrece un banquete en palacio. Será el último agasajo. Aprovechadlo porque mañana vais a sudar todo el vino y rebajar todos los dulces de que os habréis atracado. Pensé para mí que hablaba para él mismo y alguno más lo pensó pues observé, entre mis compañeros, sonrisas parecidas a la mía. Nadie diría que Álvar podía, tan enteco de figura, ser tan aficionado a la golosina. No esperábamos ver aquella noche al señor de los hudíes pero nos sorprendió acudiendo al banquete al que nos había invitado y departiendo con nosotros aparentemente recuperado. Al M uqtadir debió sacar fuerzas de su voluntad o de sus afamados médicos árabes y judíos, los mejores que existían y que se daban cita en su corte, al igual que filósofos, astrónomos, matemáticos, arquitectos, poetas y músicos. Zaragoza era el lugar donde el genio y la sabiduría siempre encontraban la mejor acogida. El gran rey guerrero de los Hud era también un hombre ilustrado y amante por igual de la inteligencia que de la belleza. Estaba en su ocaso pero su impronta se notaba en todas partes. También era osado pues sus transgresiones a las más severas normas islámicas no dejaban de sorprendernos. La habitual permisividad con el vino o el trato que a los no creyentes en su religión dispensaba —los cristianos y judíos gozaban de gran libertad para sus cultos— no nos pasaban desapercibidos. Tampoco un detalle que a los demás se nos escapó pero no a los ojos vivos y siempre atentos a tales cosas de Félez M uñoz. —Los musulmanes no pueden representar ni la figura de Alá ni siquiera figuras de animales. Por eso no has visto en nuestras estancias ni en sus salones otra cosa que figuras geométricas o motivos vegetales. Sin embargo en los capiteles del Salón Dorado, en los frescos que los decoran he podido ver camuflados bellos pajarillos pintados. M e hubiera gustado conocer a este gran rey en su plenitud. Aunque su hijo me parece que no le cede en dignidad ni empuje. El banquete en el Palacio de la Alegría fue aún más exquisito que la cena del día anterior. Como novedad nos ofrecieron colas de cangrejos cocidas y luego enfriadas, que podían untarse en una crema aceitada. Como platos principales se sirvieron esta vez pescados de río y, en vez de cordero, la carne fue de diversas aves, deliciosa y variadamente cocinadas con diversas salsas y algunas rellenas de almendras: codornices, perdices, palomas, tórtolas y unos pájaros regordetes de parecido tamaño que nunca había probado. Una vez más estuvo a mi lado el erudito árabe que me había guiado en cocina y en historia y ahora lo hacía en volatería. —Son gangas y ortegas, aves de las tierras más secas. Es difícil cazarlas pues no se levantan del suelo, mimetizadas con su color, e inician vuelo si no se les atina casi a poner el pie encima. Por ello hay que llevar buenos perros de mejor nariz por abajo y los halcones en lo alto. Son raudas. Pero hay muy buenos halconeros en Zaragoza y los del rey son los mejores. Quizás algún día pueda organizarse una partida de caza para que veáis volar los azores y los peregrinos de Al M uqtadir. No los hay igual. Nada iguala la bravura de los halcones de esta tierra, capaces de abatir a la garza. Está escrito: «Te dé Alá el corazón de un peregrino de las tierras de Hispania». No sabía yo demasiado de cetrería, aunque tanto Rodrigo como los Salvadórez eran grandes aficionados. A Félez también le apasionaba y me explicó: —Los árabes inventaron el noble arte. Y quedaron prendados de la bravura y la velocidad de nuestros halcones castellanos. No hay nada más valioso para ellos que poseer una prima o un torzuelo de esta especie. Gustan del azor y del gavilán pero nada es comparable a ver caer desde el cielo, silbando como una saeta, a un peregrino en picado. Será un privilegio cazar con ellos por estas riberas del Ebro y por esas llanuras. Pero me parece que los halcones del rey no saldrán ya mucho en su puño. Se le nota muy enfermo. Aunque haga un esfuerzo por acompañarnos se le nota en verdad agotado. Apenas se mueve y observa que hasta la comida y la copa se la alcanzan. Pero aunque era evidente su deterioro y que el príncipe Al M utamin, en Zaragoza al menos, ya desempeñaba en muchas ocasiones su función de gobierno, Al M uqtadir se hacía informar de todo. Había sido él quien en realidad había hecho llamar a Rodrigo y el que no perdía detalle de lo que se hablaba me lo demostró cuando, pidiendo silencio con un ademán que todos acataron de inmediato, elevó su voz, algo temblorosa y nos habló en romance para que todos entendiéramos: —M e han dicho que dos de los jóvenes caballeros castellanos aprecian los libros y la sabiduría que contienen. Nada me da más placer que saberlo y poderles ofrecer mi biblioteca si de ella gustan. Sé que Rodrigo sabe también letras y leyes y hasta lee la vieja lengua de los romanos pero me temo que la espada le ha alejado mucho de esos menesteres. No está reñida, aunque algunos así lo crean, con la sabiduría y el hombre es más pleno si ambas cosas practica. Hubimos de incorporarnos y acercarnos a él. Los señalados éramos, estaba claro, Félez y yo. Rodrigo y Álvar nos presentaron. —Son nuestros dos sobrinos, señor de los Hudíes y ambos gustan de las letras y saben escribir en latín. Pero es bien cierto que a ninguno le tiembla el pulso con la lanza ni el brazo con la espada. Hizo entonces acercarse también a mi erudito y ya amigo, el viejo relator de la dinastía, y le ordenó: —Cuando sus obligaciones se lo permitan y sus tíos lo autoricen, traelos a visitar la biblioteca. Recíbelos en ella y muéstrales todo ese tesoro. Nos retiramos con una reverencia, mientras nuestro guía sonreía complacido y nos daba detalle de donde podíamos encontrarlo. A estas alturas ya debería saber su nombre pero he de reconocer que era un largo nombre árabe que me creaba una enorme dificultad pronunciarlo tanto a mí como a Félez, así que ambos optamos por conocerlo entre nosotros como el «viejo sabio» y hacerle cumplidas reverencias cuando nos lo encontrábamos sin atrevernos a intentar llamarlo por su nombre, conscientes de que íbamos a errar al pronunciarlo. Tenía en su enunciado tantos «Ibn» que nos perdíamos. La música acompañaba la comida, pero a los postres y me parece que atendiendo a alguna conversación nuestra que no creíamos que nadie hubiera oído o entendido, Al M uqtadir dio dos palmadas, se hizo un silencio y sus esperadas bailarinas traídas de Sevilla y del M agreb entraron en escena. Puede que mi tío y otros avezados guerreros que habían visitado cortes de reyes moros hubieran gozado de tal visión y tales danzas, pero los más jóvenes, como yo, no habíamos visto antes ni tales mujeres, ni tan leves ropas, ni tan sinuosos movimientos, ni tan lascivas contorsiones. Alguno se quedó boquiabierto y los demás con los ojos como platos. Las catorce bailarinas, en dos grupos de siete, se desplegaron y tapados su rostro y su pelo con un delicado velo, pero destapado o apenas envuelto en leves gasas y tules su cuerpo, ofrecieron a nuestras miradas la hermosura de sus movimientos y la dulzura bronceada de unas carnes turgentes y sensuales. Comenzaron con suaves cadencias que, al compás de los instrumentos, fueron haciéndose cada vez más rápidas y hasta en algún punto frenéticas. Iban descalzas y en los tobillos llevaban pequeños cascabeles que acompañaban sus saltos y giros. Pero poco nos fijábamos nosotros en sus pies y en tales detalles pues los ojos se iban, se quisiera o no, a sus caderas y a sus senos apenas cubiertos. En algún momento la danza llegó a su frenesí. Al compás de sus caderas y su vientre acompañaba el de su cabeza. Nuestros anfitriones árabes parecían esperar algo, que al fin se produjo. El rey hizo una seña que a nosotros nos pareció imperceptible. Fue entonces cuando las bailarinas, con un gesto ejecutado al unísono, se llevaron una de sus manos a la cabeza y se despojaron del velo y sus cabellos se desparramaron sobre sus hombros y sus bocas sonrientes de labios rojos parecieron ofrecérsenos a cada uno de nosotros. O así me pareció a mí, cuando una de ellas se me acercó casi hasta el mismo rostro y, contorsionándose al girar para darse la vuelta, hizo que sus cabellos negros y perfumados llegaran a acariciar mi cara. Fue un instante. Con un redoble final de los atabales el baile concluyó y la bailarinas desaparecieron como volando. Hube de beber vino especiado de inmediato. Tenía la boca más seca que después del combate de Alcocer. Apenas terminado el baile también nos abandonó Al M uqtadir. Ayudado por dos sirvientes se incorporó y fue acompañado en la salida por su hijo, quien no tardó en regresar. —M i padre ha de descansar. Podemos continuar nosotros. M añana nos espera un día de duro esfuerzo. Tal me ha dicho Rodrigo. Y en efecto continuamos aún un largo rato gozando de los dulces, vinos, refrescos y manjares. Pero no regresaron las bailarinas y en verdad el siguiente día lo sudamos todo. Por la tarde Rodrigo y Álvar ya nos habían puesto a todos al tanto de lo acordado. Habían estipulado en 15.000 dinares los servicios de nuestra mesnada. A los hudíes les era imprescindible. Sus glorias militares quedaban tan lejanas como el vigor de su rey. Los enemigos tanto cristianos como internos les acosaban. Comenzaríamos el adiestramiento conjunto en el llano de Almozara, a los pies del palacio de la Alegría. Pero antes Rodrigo deseaba comunicárselo a sus tropas y al resto de los notables. Y deseaba efectuar, ante los ojos de Al M utamin, un alarde de nuestra fuerza y destreza. Así que al clarear el día ya estábamos a caballo y en formación, cada escuadrón agrupado alrededor de su seña y todos atentos a sus movimientos para movernos. Los duros tiempos atravesados habían convertido a aquella tropa en una maquinaria de guerra formidable que se movía de una manera tan precisa como mortal. Los zaragozanos se congregaron en las murallas para vernos y estoy seguro de que todos los ojos de la ciudad estuvieron pendientes de nosotros sin perder detalle de nuestras evoluciones. Simulamos cargas, penetraciones en cuña, despliegue por las alas y retiradas para regresar en maniobra de envolver al enemigo. Tanto caballeros como peones se desplegaron por el campo con aquella precisión y seguridad que las batallas libradas nos habían dado y desde las almenas nos acabó llegando el griterío de júbilo de los habitantes de la ciudad viendo a tan poderoso ejército. Tanto era el entusiasmo que, en un momento y para culminar el ejercicio, Rodrigo ordenó un simulacro de ataque como si fuéramos contra los propios muros. Cargamos con un alarido salido de centenares de gargantas y cuando a una distancia de tan solo unos centenares de metros de las fortificaciones se detuvo el atronador ruido de los cascos galopando y nos quedamos en línea, ante la ciudad formados, vimos que ahora un silencio estupefacto y quizás atemorizado se había apoderado de quienes nos contemplaban. Éramos su salvación pero tal vez con aquella carga simulada Rodrigo Díaz quería mostrar que un incumplimiento o cualquier traición podían hacer volverse contra ellos mismos a nuestras lanzas. Acabado el alarde y ya todos en el acuartelamiento de las Santas M asas, el Cid reunió a sus capitanes y les expuso con todo detalle la situación. —La soldada ha sido ajustada en 15.000 dinares y la manutención de la mesnada. Se repartirá como tenemos pactado. Tres quintas a repartir entre todos, a razón de dos a uno, caballeros y peones. Una quinta para repartir entre los capitanes y otra para disposición mía. No ha de haber en esto trampa ni ocultación ninguna. El botín de guerra queda aparte y a convenir con los hudíes y se repartirá lo que a nosotros nos corresponda de igual manera. Se entregara por los quiñoneros y se firmará por todos. Habló Álvar Fáñez: —La situación de Al M uqtadir y de su hijo Al M utamin no puede ser más complicada. El viejo rey anda escaso de salud y mermado de fuerzas. Su hermano Al M uzaffar, al que ha desposeído de su reino de Lérida ha sido por él perdonado y mora en Zaragoza donde no ceja en sus conspiraciones. Su hijo Al M utamin tiene coraje y sabiduría pero ha empleado sus días en el estudio, conoce bien los astros, los libros y las álgebras, pero anda muy ayuno en el arte de la guerra. Su hermano, Al Fagit ha sido nombrado heredero de Lérida y allí vive y actúa ya como si fuera rey, acuña moneda y solo espera la muerte del padre para disputar toda la herencia a Al M utamin. Ambos se detestan. Al M utamin es hombre austero, templado y prudente. Al Fagit es colérico, ambicioso y maniobrero. Tiene ya pactos con los condes de Barcelona, los Berenguer que no tienen precisamente amistad con Rodrigo sino agravios pendientes y resquemores que le llevaron a despreciar nuestros servicios, aunque bien es verdad que tampoco nosotros deseábamos tal pacto. Al Fagit y los Berenguer andan en tratos también con el rey aragonés, que lo es ya también de Navarra, pues Sancho el de Peñalén, el coronado en Atapuerca, ha muerto también apuñalado y sus hermanos anduvieron otra vez de por medio. La corona ha sido entregada al Sancho aragonés, su primo, y el Ramírez es bravo y duro en el combate. Ése será sin duda nuestro enemigo más formidable. Por el sur, enriscado en sus fortalezas inaccesibles, está Hudayl Ben Razin, rey de Albarracín, una pequeña taifa que en principio no parece peligrosa, y por el lado del Jalón tiene pretensiones Abdelaziz Abu Bakr, el valenciano, pero no parece que de ahí nos venga ya mucho disgusto. Éste pudiera venir por el oeste, por donde lindamos con la M arca M edia y la Taifa de Toledo, vasallo de nuestro rey Alfonso, que con los Hudíes siempre se ha disputado M edinaceli y M olina de nuestro amigo Abengalbón. Esperemos que no hayamos de enfrentarnos por ese lado con tropas castellanas. Está pactado que en tal caso no intervendremos. Continuó ahora Salvadórez con el informe: —Las tropas de los hudíes son una veintena de escuadrones a caballo. Buenos jinetes, buenos corceles pero para nada aguerridos. No aguantan una carga. Como los valencianos en Alcocer. Pero son rápidos en maniobras envolventes y magníficos flecheros. Pueden ser de mucha utilidad en nuestras alas. M añana, con Al M utamin a la cabeza, estarán en el llano de la Almozara. Y tras el encuentro pasaremos a adiestrarnos juntos. Remató el Cid: —Hemos de crear un ejército con ellos que sea uno solo en sus movimientos. Nuestra vida puede depender de su habilidad y su coraje. No podemos ni debemos menospreciarlos pues a partir de ahora sus enemigos serán los nuestros y nuestra sangre se verterá unida si somos derrotados. Hemos acordado que nos instruiremos cada día excepto los viernes, su día santo, y el domingo, el nuestro. A misa acudiremos todos, como ejemplo en esta tierra de moros, a la iglesia del arrabal de las Santas M asas. Tendremos allí también aposentos para estar cerca de las tropas, aunque sigamos viviendo en nuestras estancias de la Zuda, que es bueno estar cerca de Al M utamin y enterarnos presto de cualquier cosa que pase en la corte. Para la primavera hay que estar bien preparados y tener el ejército en el mejor estado. Porque sin duda Sancho Ramírez atacará como cada año y puede que esta vez no venga solo ni se conforme con tomar un castillo. Al día siguiente en el llano de la Almozara nos encontramos con el ejército hudí. Eran veinte batallones de a cien hombres cada uno. Una vistosa comitiva pero que de aguerrida más bien tenía poco. Sus generales vestían suntuosamente, centelleaban el oro y las piedras preciosas en los cascos de sus generales y sus caballeros no le iban a la zaga en adornos y sedas. La población, otro día apostada en las almenas, los aclamó con aún mayor fervor que el día anterior a nosotros. Su alarde fue en verdad colorido y espectacular. Eran muy buenos jinetes pero la mirada de un guerrero iba más allá y lo que atisbaba era una tropa mucho más preparada para los desfiles y las paradas que para la batalla. Su maniobra parecía más destinada a lucir prendas y monturas maravillosamente enjabegadas que a enfrentarse con lanzas enemigas. A su frente estaba Al M utamin quien en verdad de soldado tenía más bien nada. Ya sabíamos de sus gustos y sus trabajos intelectuales, de su comportamiento austero, y nos informaron además de su ascética manera de vivir, el agasajo hacia nosotros había sido algo inusual y ante todo dictado por su profundo sentido de la hospitalidad. Era hombre parco y amable, aunque en absoluto débil. Su hermano Al Fagit era todo lo contrario: irascible, pendenciero y enredador. Había abandonado Zaragoza y se había establecido en su heredad de Lérida donde ya actuaba como rey y acuñaba como tal moneda, aunque no hubiera aún fallecido su padre. Conspiraba con el aragonés y los condes de Barcelona contra su hermano y solo esperaba el momento oportuno que habría de venir con el fallecimiento del viejo rey. Eran famosos sus arrebatos de cólera, donde perdía todo control golpeando y acuchillando a quien se le pusiera por delante, y profesaba un profundo odio a Al M utamin, a todas luces el favorito del padre, que sin embargo y fiel a esa costumbre similar a la de nuestros cristianos reyes repartía su herencia. Al M uqtadir que por ello se había pasado su vida entera combatiendo a sus hermanos propiciaba lo mismo entre Al M utamin y Al Fagit. Ninguno escarmentaba, nuestro Fernando que lo había sufrido y a quien le había costado tanta lucha y tanta sangre, incluida la propia de su hermano García en Atapuerca, lo había vuelto a hacer así y propiciado el enfrentamiento de Sancho, García y el vencedor Alfonso. En Barcelona los gemelos Ramón Berenguer y Berenguer Ramón gobernaban juntos pero no parecía que aquello fuera a mantenerse mucho tiempo. Alguno acabaría muerto o exiliado. En Zaragoza, acogidos por Al M uqtadir, había varios exiliados por tal situación. El más notable el Infante Ramón García de Navarra, quien había participado en el asesinato de su hermano Sancho el de Peñalén pero a quien la nobleza había vuelto la espalda y había tenido que escapar para salvar su propia vida cuando el trono le fue entregado a Sancho Ramírez de Aragón. Y el más peligroso el propio hermano de Al M uqtadir, Al M uzaffar, a quien tras despojarle de Lérida se había avenido a acogerlo en Zaragoza donde no cejaba en sus conspiraciones, no solo para recuperar su trono sino para intentar apoderarse, si tenía ocasión propicia, de la joya de la corona hudí. Era vivir sobre un caldero hirviendo, rodeados de enemigos exteriores pero con la propia casa en ebullición continua. No tardamos en sufrirlo en nuestras propias carnes. Entre las tropas moras que comenzaron a adiestrarse con nosotros en el llano de la Almozara destacaban los batallones de un general, Umar, los únicos que parecían preparados para el combate. Su líder era hombre de afilado rostro y dura mirada con el que nuestros capitanes intentaron intimar pero que siempre se mostraba no solo reacio sino incluso distante y hasta desabrido. No simpatizaba en absoluto ni con nosotros ni con nuestra presencia. Pero durante meses nos entrenamos juntos, aprendiendo a movernos al unísono y a desplegarnos como una máquina de guerra uniforme y bien engrasada. Los duros días de invierno curtieron a los hombres, moros y cristianos, y crearon incluso lazos de hermandad entre ellos. Fue en aquellos días cortos, cuando los cascos de nuestros caballos habían de romper los hielos y las escarchas cuando salíamos al campo y en un día en que la nevada se hizo tan intensa que se optó por suspender la instrucción, cuando tuve ocasión de visitar la biblioteca a la que había sido invitado en compañía de mi amigo Félez M uñoz. Tras pasar aviso al «Viejo Sabio» de nuestra visita nos encaminamos al palacio de la Alegría en una de cuyas dependencias se encontraba la Biblioteca. El anciano hudí nos esperaba y nos recibió con gran amabilidad y con un indisimulado orgullo. Y tenía, en verdad, de que estarlo. Lo que vimos en nada se parecía a las pequeñas bibliotecas que habíamos podido contemplar. En nuestros monasterios todo lo más que se conservaban, aunque bien es cierto que como si fueran las mejores reliquias, eras unas decenas de libros casi todos, por no decir todos, textos sagrados o algunas recopilaciones de relatos piadosos y vidas de santos, mientras que allí lo que a nuestra vista aparecía eran estantes y filas de manuscritos perfectamente ordenados y cuya búsqueda era muy fácil pues todos estaban alineados y etiquetados para dar de inmediato con ellos. Los había, por supuesto, de su religión pero no eran estos los que tenían mayor peso en el conjunto, sino que había volúmenes de las más variadas disciplinas de matemáticas, de álgebra, de astronomía y de medicina y anatomía donde los médicos árabes y judíos seguían extrayendo conocimientos y enseñanzas. También había tratados de arquitectura y otros de geografía donde se dibujaba el mundo. El guardián de la biblioteca nos mostró también algunos ejemplares guardados con particular esmero que contenían obras antiquísimas de las civilizaciones antiguas de épocas de los romanos e incluso otras desconocidas para nosotros, obras de filosofía de los más grandes sabios de la antigüedad del mundo que los árabes habían rescatado o traducido. Los había en latín y en otras lenguas para nosotros totalmente desconocidas Hubo algo que nos dejó aún más perplejos. Había obras ¡de poesía! Esto nos hizo sonreír. En nuestra tierra tales artes no pasaban de las plazas de los pueblos, de ciegos recitadores que clamaban sus versos por alguna moneda o una hogaza en los mercados y a todo lo más que podían aspirar era a ser llamados por algún señor para entretenimiento o para la burla en alguna de sus festejos. ¿A quien se le podía ocurrir poner los romances en un libro? Pero no dijimos nada de aquello. Pero, además, la biblioteca no era un lugar desierto. En aquel mismo momento algunas gentes consultaban en las mesas varios de los libros y se abstraían en sus lecturas tomando notas o copiando algunas de sus páginas. No eran reliquias sino algo vivo y que se utilizaba de continuo. La corte de Al M uqtadir era tanto refugio como vivero. Pasamos allí la mañana y fue donde por vez primera oí pronunciar nombres ante cuya sola enunciación el «viejo sabio» resplandecía al mentarlos con total veneración, Aristóteles, Pitágoras, Platón. Nos dijo que eran anteriores a los romanos. Griegos. Y que su civilización había sido la más hermosa de la tierra. Salimos estupefactos, prometiéndonos regresar a la mínima oportunidad y dándole las gracias a nuestro anfitrión que nos despidió complacido. Pero no hubo más ocasión por aquel entonces. En aquellos días crudos y fríos la débil salud del rey se resquebrajó por completo. Supimos que moría y que ya ni siquiera conocía a sus más allegados entrando en un periodo de delirio. Las tropas, por indicación de Al M utamin, fueron acuarteladas. Tenía información de que la conspiración contra él estaba en marcha y esperaba que hiciera eclosión inmediatamente después de la inminente muerte del rey. Informó a Rodrigo y confiando más en nuestra lealtad que en algunos de los suyos fueron gentes de nuestra mesnada quienes comenzaron a encargarse de su custodia personal y de buena parte de la guardia del palacio de La Zuda. Igualmente, junto a los guardianes hudíes en la Alegría, se colocaron caballeros cristianos. Tal vez por ello o creyendo que el príncipe Al M utamin conocía más de la conspiración de lo que en realidad sabía los conjurados se precipitaron en su movimiento. Pensando que estaban a punto de ser detenidos y descubiertos algunos optaron por la huida. Fue el caso del general Umar. Éste desapareció con dos batallones de caballería y corrió hacia Lérida a ponerse bajo la protección y al servicio de su hermano Al Fagit. La noticia sacudió a las huestes hudíes y comprobamos su nerviosismo en nuestros ejercicios conjuntos en el llano de Almozara. Todo eran miradas recelosas y grupos que callaban cuando alguno de nuestros mesnaderos se acercaba. M i tío Álvar siempre atento a esos estados de ánimo puso en alerta a todos: —Se está tramando algo y la sublevación puede estallar en cualquier momento. Sería mejor anticiparla. Rodrigo acudió a Al M utamin y éste se decidió a tomar por entero las riendas del reino, que en la práctica ya llevaba en sus manos desde hacia varios meses y a actuar de inmediato. Aquella noche tropas absolutamente leales a él y apoyadas por un pelotón de nuestros hombres tomaron posiciones en torno a la casa de su tío Al M uzaffar, a quien se suponía el mayor artífice de la trama. Su pretensión no era otra que acabar con Al M utamin y ocupar el trono de Zaragoza dejando el de Lérida, del que había sido desposeído, a su otro sobrino Al Fagit con quien había urdido todo el plan. Al enterarse de la fuga de Umar, y sabedor de que inmediatamente sería señalado, se preparaba para hacer lo propio cuando se vio rodeado y apresado. Al M utamin ni siquiera le permitió disculparse. Se encontraron pruebas abrumadoras de su complicidad. Aquella misma noche, encadenado y con fuerte escolta, salió de la ciudad rumbo a la poderosa fortaleza de Rueda, a orillas del río Jalón donde le esperaba la mazmorra. La rebelión, antes de nacer, fue abortada. Al M uqtadir murió a los pocos días. Fue la suya una pérdida que los zaragozanos lloraron sinceramente. Había sido grande y llevado a los hudíes y a su taifa a la cima. Pero a su muerte el escenario se presentaba sombrío y muchas las amenazas que sobre el se cernían. Incluso para la propia integridad física de Al M utamin al que una guardia cristiana ya le acompañaba de continuo junto a sus elegidos entre los caballeros hudíes. No se fiaba y hacía bien en no hacerlo. Su primera decisión fue intentar una solución con su hermano Al Fagit a sabiendas de que era imposible. Le envió una misiva instándole a deponer su actitud y aceptar su primacía. La respuesta fue desafiante. Tanto que hasta llegaba a retarle personalmente a un combate singular. Al M utamin, herido en su amor propio, y aunque no descollara precisamente en las artes guerreras, lo aceptó. Se fijó incluso fecha para el encuentro, pero entonces fue Al Fagit quién rehusó acudir a la cita. Adujo que los castellanos, o sea nosotros, preparábamos una celada para apresarlo. Tal vez era lo que intentaba disponer él pero no alcanzaba a encontrar como dado lo protegido que se hallaba su hermano por el cinturón de hierro de nuestra mesnada. El invierno comenzó a perder su virulencia y con el deshielo de los ríos todos fuimos muy conscientes de que los aragoneses de Sancho Ramírez iban a bajar a los llanos contra nosotros. La alianza se había fraguado y las tropas del conde Ramón Berenguer, las de Sancho y la de Al Fagit se ponían orquestadamente en movimiento. Las primeras hostilidades entre los dos bloques tuvieron como escenario el castillo de M onzón. éste era el más próximo a la línea de fortificaciones aragonesas con Alquézar como puesto de avanzada. Sancho Ramírez fue informado de que nuestra mesnada se disponía a avanzar hacia allí e impulsivo y provocador juró que Rodrigo nunca llegaría a aposentarse en la plaza, que nunca entraría por las puertas de M onzón. El aragonés no alardeaba tan solo sino que sabía y contaba con que Al Fagit había movido también hacia allí el grueso de sus tropas, mandadas por Umar, y pretendía que el alcalde de M onzón y su guarnición le prestaran obediencia a él y aceptaran la autoridad de Lérida. Los emisarios árabes cabalgaron velozmente para traer a Zaragoza tales nuevas. Y con no menor rapidez Rodrigo nos hizo ponernos en marcha a nosotros. La movilización fue instantánea y todos nuestros destacamentos a caballo, a excepción de un batallón de cien lanzas que quedó para la protección de Al M utamin se puso de inmediato en marcha. Salimos antes de que el sol saliera y tras una jornada agotadora en la que cubrimos no menos de once leguas posamos nuestra tiendas en Piedra Alta28 , dando vista al estupefacto ejército de Al Fagit que acampaba frente a nosotros y que en absoluto nos esperaba tan pronto. No lejos de allí, nuestros exploradores se toparon también con caballería aragonesa. El rey Sancho Ramírez se encontraba apenas a dos leguas de nosotros. Unos y otros nos divisaron y de alguna forma atravesamos entre sus dos campos pero ninguno osó atacarnos. Descansamos durante la noche y sin más demora, a la vista de las huestes de Al Fagit y de las de Sancho Ramírez, cuyos exploradores nos oteaban desde las alturas, nos dirigimos con nuestras señas desplegadas, en compacta columna, hacia las puertas de M onzón. Llegamos ante ellas, cerradas a cal y canto, con los flecheros árabes erizando sus almenas pero con arrogante seguridad Rodrigo, encabezando con Álvar Fáñez y Bermúdez la marcha, se dirigió a paso lento de su caballo hacia ellas y, a grandes voces, saludó en nombre de Al M utamin al alcalde y le dijo que venía a brindarle su protección y que le pedía le diera paso y le acogiera como amigo y valedor de su rey y de él mismo ante el traicionero hermano y los enemigos aragoneses. Convencido y leal o intimidado por nuestra osadía y temeridad y la nula respuesta del rey de Lérida y del de Aragón, el alcaide de M onzón optó por nuestro bando y nos franqueó de inmediato la entrada tratándonos con muchas zalemas y grandes protestas de lealtad y sometimiento al nuevo rey de Zaragoza, Al M utamin. Sancho Ramírez se tragó sus palabras y no levantó otra cosa que su campo, pues viéndonos posesionados de la plaza y al abrigo de sus murallas, poco tenía que hacer allí. Antes, y apresuradamente, había hecho lo propio Al Fagit. El objetivo de nuestra marcha era ante todo asegurar la frontera y desalentar de cualquier intento de asalto a nuestras defensas, amén de procurar retomar alguna de las que Sancho Ramírez se había apoderado la primavera anterior. De M onzón partimos hasta Tamarite de Litera, un potente castillo al mando de un muy leal amigo de Al M utamin que nos recibió con mucho menor recelo que el de M onzón. Allí establecimos nuestra base teniendo bien vigilados a los merodeadores aragoneses que no cesaban en sus intentos de buscar nuestros puntos débiles y tomarnos alguna pequeña torre. Pero no se decidían a presentar batalla y tan solo libramos algunas escaramuzas. La más destacable la acaecida una mañana cuando nos topamos al salir de M onzón un pequeño grupo en el que me encontraba y que comandaba el propio Rodrigo con una cincuentena de caballeros aragoneses. Viéndose en superioridad numérica nos atacaron y esa fue su perdición. Nuestra carga los pilló por sorpresa dando con media docena de ellos por tierra y cuando quisieron reponerse volvíamos a estar ya sobre ellos tajándoles a espada. Huyeron no sin dejar en nuestras manos a siete prisioneros con sus caballos. Al reconocer alguno de estos a Rodrigo le pidieron clemencia y su libertad y el Cid tras invitarlos a comer con nosotros en M onzón no solo los dejó libres sino que les devolvió sus caballos. Los que estaban más dañados quedaron a nuestro cuidado con la promesa luego cumplida de que serían igualmente liberados cuando se restablecieran. Algo extrañado por su magnanimidad pregunté a mi tío, quien me dio incluso mejores razones que las de nobleza del corazón. —Estos caballeros contarán en su campamento lo acaecido. Y lo harán con gratitud hacia Rodrigo y hacia todos nosotros. La suerte de la guerra es mudable. Esto ensancha nuestra fama y nuestro prestigio. Infunde temor pero también descubre que hacia ellos mostramos nuestra consideración y magnanimidad. Y ya te lo he dicho, Fan, la suerte de la guerra es mudable. Lo cierto es que nuestra presencia en la frontera tuvo a raya para el resto de la primavera tanto a aragoneses como a leridanos. De las tropas del conde de Barcelona, Berenguer Ramón, a quien le correspondían por el reparto con su hermano las parias de Lérida y por tanto su protección y ayuda en combate, no teníamos por entonces noticias pero no íbamos a tardar en tenerlas. Siguiendo nuestro consejo Al M utamin se había decidido a reconstruir y fortificar la fortaleza de Almenar, apenas a tres leguas de la propia capital de Al Fagit. Los trabajos se llevaron a cabo con celeridad, no escatimando ni hombres, ni canteros, ni piedra, ni acémilas ni medios ni dinero, para que en cuanto antes estuviera concluida o al menos fuera defendible, cosa que se logró rápidamente. Con la protección de nuestra mesnada y ante la pesadumbre de Al Fagit, una potente guarnición se estableció en el mismo. La plaza fuerte apuntaba directamente al propio corazón de su reino, su capital Lérida. Ello le enfureció y le hizo reaccionar de inmediato. Pidió ayuda y tropas a su protector y aliado, Berenguer Ramón y éste formó una potente coalición con otros señores de la antigua M arca Hispánica, de uno y otro lado de los Pirineos, prometiéndoles un reparto del cuantioso botín que esperaban conseguir, pero encareciéndoles también que aquella era la única forma de parar el creciente poder de Zaragoza y de su jefe militar el castellano Rodrigo Díaz. Si estos asentaban su poder, como hiciera Al M uqtadir anexionando Lérida amén de Tortosa, la expansión suya hacia el sur quedaría por entero bloqueada y sus ansias de conquista del todo imposibilitadas. Convenció a muchos Berenguer Ramón y con él vinieron las mesnadas del conde de Cerdaña y del hermano del conde de Urgel además de los señores de Besalú, Carcasota, Ampurias y del Rosellón, y no quiso unirse a ellos únicamente el conde de Pallars, marchando todos unidos y poniendo cerco al recién restaurado castillo, asediándolo y combatiéndolo durante semanas hasta que sus defensores comenzaron a estar faltos de suministros y sobre todo de agua. Nuestra tropa no se encontraba entonces en la zona sino que habíamos avanzado sobre la fortaleza de Escarp, a unas cinco leguas al sudoeste de Lérida y a unas siete de Almenar. Habíamos librado fuertes combates antes de conseguir conquistarla y habíamos hecho muchos prisioneros que enviamos a Zaragoza donde se encontraba Al M utamin. Trasladamos con ellos, y a través de un mensajero de confianza, las noticias de la apurada situación de la guarnición asediada de Almenar, pero el rey hudí no parecía muy dispuesto a salir en su socorro con sus tropas. Rodrigo entendió entonces que debía apremiar a Al M utamid y al efecto envió una misiva urgente conminándole a acudir y señalándole que de ello dependía que la fortaleza, que tan solo meses antes habían reconstruido, no fuera tomada por su enemigo. Esta vez el rey sí hizo caso y se puso en marcha con sus batallones viniendo a encontrarse con nosotros, que habíamos dejado Escarp para regresar a la seguridad y amistad del castillo de Tamarite, apenas a legua y media de donde el conde de Barcelona y sus aliados junto a Al Fagit tenían cercado a Almenar. Una vez reunidas las tropas conjuntas de hudíes y nosotros y crecido ante su número, Al M utamin se mostró partidario de atacar de manera inmediata y caer sobre los enemigos para desbaratarlos. A tal efecto dictó órdenes de que Rodrigo hiciera los preparativos para un ataque inmediato. Pero ante su estupor y el de muchos de nosotros, Rodrigo se negó. Y no solo eso sino que aconsejó al rey que ofreciera a su hermano una suma de dinero a cambio de levantar el asedio. No dábamos crédito a lo que oíamos pero miré a mi tío y observé que sonreía. Ambos lo tenían bien hablado. Al principio Al M utamin se ofendió pero hombre prudente como era quiso escuchar las razones de quienes tenían bien probada y demostrada su valentía y bravura en el combate y cuando se las expusieron se allanó y las compartió. Él sabía de álgebra pero de guerras reconocía la experiencia de su jefe militar. —Sus tropas unidas a las de los condes cristianos nos superan en número y en potencia. Tu hermano ansía la fortaleza que amenaza el corazón de su reino, pero los condes francos son avariciosos y no desdeñarán el dinero. Quizás ello les agrade, sacar provecho sin tener que arriesgar sus mesnadas y sus vidas, regresar a sus territorios con beneficios y victoriosos incluso sin combatir. La oferta causará división. Pero Rodrigo erró en su apreciación. El ofrecimiento de dinero no solo no logró resultado alguno sino que se envalentonaron aun más, dando por segura su victoria y tratando de cobardes a los emisarios y a nuestra mesnada. —Tomaremos eso y más por nuestra mano. No pretendáis comprarnos por mucho menos de lo que va a ser sin duda nuestro. Tomaremos Almenar, Escarp, Tamarite y a vosotros y vuestras tiendas y caballos. Volved y decídselo a ese Rodrigo Díaz de Vivar y a ese reyezuelo que se esconde medrosamente tras los muros de Tamarite —dijo el conde de Barcelona —Y decidle a mi hermano que de allí iré a sacarlo yo y que después iré a Zaragoza y me sentaré en el trono del Salón Dorado para ser el único señor de los Hud. Él, si se postra y me suplica, podrá acabar sus días en lo que sabe hacer, ser el cuidador de los libros que atesoró mi padre y que quizás le deje conservar —dijo Al Fagit. La misiva consiguió que a Rodrigo se le agitara el rostro y se le destemplara el gesto. Soltó una brutal imprecación, sintiéndose avergonzado por haber dado tal consejo, él, un guerrero, a un rey que no sabía combatir y que había optado de inicio por la ahora inevitable batalla. —Tendrá la guerra y se la haremos tan fuerte que no la olvidarán jamás, ese conde barcelonés, esos condes francos y ese hermano felón. Vamos Álvar. Salimos a escape. De inmediato se izaron las señas, se encincharon los caballos, se enarbolaron las lanzas y se aprestaron espadas. Los batallones donde se había corrido la voz de los insultos y la tacha de cobardía con que nos marcaban parecían enjambres, avispas enfurecidas. Al M utamin quedó con fuerte protección de sus tropas en la fortaleza de Tamarite, convencido por Rodrigo de que aguardara allí, a pesar de su insistencia y deseos de acudir a la batalla, por lo incierto que ésta se presentaba y la necesidad de si el combate les era adverso preservar el reino y poder desde ese punto retroceder hasta los muros de Zaragoza. Partimos presto. Nuestras tropas ocuparon la vanguardia y el centro, dejando en retaguardia y en los lados a la caballería hudí. Nos superaban los enemigos en número y en ello confiaban. Pero era la suya una fuerza sin trabar y con mando disperso. Sin duda la mesnada del conde de Barcelona era la más compacta y preparada pero ni siquiera ella podía hacer frente a la máquina de guerra precisa, ordenada y terrible que habíamos preparado en los llanos de Almozara y sobre todo a la tropa cidiana experimentada y curtida en los combates del destierro. Fueron sin embargo los catalanes quienes iniciaron el ataque. Tenían una posición ligeramente superior en altura a la nuestra y vinieron cuesta abajo sobre nosotros. Pero aquello que pudo darles ventaja vino a ser su perdición. Los jinetes barceloneses al igual que los francos no calzaban botas altas de duro cuero sino calzas de media caña, de lino y paño, que no les protegían la pierna donde ya no llegaba la cota de malla de la loriga. Ahí se les hería. Sus burlas a nosotros a quienes nos llamaron malcalzados por nuestras botas de cuero altas se transformaron en alaridos cuando sufrían el tajo de la espada. Pero además montaban sillas coceras menos robustas y más apropiadas para la caza y la carrera que para aguantar el impacto en el escudo de una lanza. A nosotros el alto borren posterior de nuestras sillas nos sujetaban y aguantaban mucho mejor. A ellos se les desarzonaba fácilmente y en ese primer encontronazo resistían aún peor al ir de bajada sobre sus caballos. Por uno que heríamos en sus carnes eran tres los que caían al suelo descabalgados. No solo resistimos su embestida sino que se la devolvimos doblada. Se trabó el combate y su empuje decreció mientras el nuestro aumentaba. Era el momento de decidir la batalla, mientras Rodrigo lidiaba ferozmente con los francos, trescientas lanzas mandadas por Álvar nos arrojamos contra su flanco más débil, el de las tropas moras de Lérida, en inferioridad ante nuestra caballería pesada y que no andaban sobrados ni de arrojo ni de resistencia. Así que, mientras el ala comandada por Berenguer Ramón aún aguantaba nuestras embestidas, los de Al Fagit no tardaron en ceder y a la segunda carga dispersarse y huir diseminados. El primero en dar media vuelta fue el propio reyezuelo que de inmediato se puso a buen recaudo. Sobre los fugitivos y desplegándose por las alas se lanzaron entonces los batallones zaragozanos, más ligeros que los nuestros y que desbordaron sus flancos. Pretendieron ir a la caza de los fugitivos pero Rodrigo ordenó que volvieran e hiciera labor de cerco y presionaran sobre los flancos de quienes resistían, en particular sobre las mesnadas de los condes francos coaligados que no tenían la debida conexión interna y nos permitieron infiltraciones decisivas de peones y caballería mora ligera. La tercera carga, con Rodrigo al frente, sobre las tropas de Berenguer ya le llevó hasta la cima del altozano y hasta las propias tiendas del conde quien, con sus flancos acosados por nuestra caballería mora, se vio perdido. La rendición se generalizó en el campamento enemigo mientras que los condes coaligados con sus mesnadas intentaban ponerse a salvo cada uno por su lado. Y ahora sí que Álvar permitió lanzarse como lobos a la caballería ligera en su persecución que acabó en gran mortandad, pues los batallones iban alcanzando a los dispersos destacamentos de los francos y los leridanos y les daban caza como a liebres. Al Fagit y Umar sin embargo lograron ponerse a salvo. El conde de Barcelona, cercado por nuestra tropa, intentó una última resistencia pero la definitiva carga le hizo entender que su única salvación era rendirse y con él depusieron sus armas la mayoría de sus caballeros, que así salvaron sus vidas. El campamento y un inmenso botín quedó en nuestras manos y en la de Rodrigo una maravillosa espada, Colada, que el propio conde Berenguer Ramón portaba y que gozaba de fama de ser la mejor forjada y labrada que mano alguna empuñara. Por derecho de batalla era ahora de Rodrigo y él la cogió, levantándola en el aire para catarla bien con la vista y apreciarla en toda su valía, que era más de los mil marcos de plata en los que se decía estaba tasada. Pero más la apreciaba por su hechura, forja, en el más fino y colado hierro, al mismo tiempo flexible y tenaz en su alma que tajador en sus filos. Tenía bañada en oro puro su acanaladura, el arraiz de hierro plateado, labrado a escaques y el puño de la mejor madera con tiras de cuero entreveradas con cuerdas blancas para mejor sujetarla. En su hoja llevaba grabadas cuatro letras SI SI por una cara y NO NO. La vaina estaba hecha de cuero teñido de hermoso color encarnado. Rodrigo la contempló gozoso y enarbolándola la mostró a la mesnada que lo rodeaba y que prorrumpió en un atronador grito de júbilo que resonó en el campamento conquistado, y que por entero, con todos sus bienes, nos pertenecía ahora. Berenguer Ramón y los caballeros supervivientes, desmontados, nos contemplaban abatidos y anonadados. Nada aquella mañana les hacía presagiar que ahora iban a ser nuestros prisioneros. Rodrigo ordenó que de inmediato se les custodiara hasta el castillo de Tamarite donde Al M utamin esperaba ya conocedor del buen resultado de la batalla. Nosotros nos ocupamos de apoderarnos de todo lo que los condes francos, el Berenguer de Barcelona y los leridanos, habían dejado. Lo mejor sus caballos. Que fueron muchos y muy hermosos y de los que ya cada uno de nosotros disponía de varios buenos ejemplares, aunque ninguno como el que Al M utamin había regalado a Rodrigo, traído del otro lado del mar, más rápido que el viento y más ágil que un ciervo. No lo llevaba a la batalla, donde prefería su hermoso y potente palafrén, pero si gustaba de montarlo y cabalgar en él más que en ningún otro. Esa misma costumbre fuimos adquiriendo nosotros. Porque ya podíamos disponer de monturas para el combate y otra para nuestro solaz, para la caza y la cetrería o para entrar en triunfo en Zaragoza. Al conde de Barcelona, junto a sus caballeros, lo liberó Al M utamin al poco tiempo. Cobró por ello un buen rescate y estableció además un tratado por el que sus tropas dejarían en paz nuestra frontera. Lo cierto es que la batalla había desbaratado de un golpe y durante años todas las apetencias que tanto él como su aliado Al Fagit pudieran tener sobre el reino hudí de Zaragoza. El júbilo por el triunfo estalló en la ciudad y el monarca, inmensamente agradecido, colmó a Rodrigo de regalos y honores. Lo convirtió en el segundo tras él en todo el reino, por encima incluso del príncipe heredero, y como tal era considerado y agasajado en toda la taifa. Nosotros compartíamos esa gloria. La mesnada que un día saliera de Burgos en busca de fortuna la había logrado y bien podía decir el Cid que había cumplido su palabra con quienes le habíamos seguido de darnos multiplicado lo que habíamos perdido. La ciudad nos recibió en triunfo y cuando nuestra columna, con los carros cargados de botín tras de nosotros, se acercaba a sus puertas comenzamos a recibir el agasajo de sus gentes. Al M utamin y Rodrigo cabalgaban delante y las gentes se agolpaban a lo largo del camino para vitorearnos. Cabalgábamos juntos los escuadrones cristianos y la caballería hudí y los cánticos de victoria de unos y otros se entremezclaban en el aire. Los pendones castellanos y las banderas árabes con el león rampante y la media luna de la dinastía se agitaban al viento en un día de júbilo que Zaragoza hacía mucho tiempo que no había disfrutado. Llegamos por Fuentes del Ebro y cuando penetramos por la puerta de Alquibla, para cruzar la ciudad por entero, la fiesta estalló en todas su calles. Nos arrojaban flores y a nuestro paso habían esparcido romero. Éramos sus héroes, sus salvadores y tanto Al M utamin como todos sus súbditos tan solo deseaban agasajarnos. Aquella noche hubo un gran banquete en el palacio de la Alegría donde el nuevo rey ya se había instalado, al que acudimos tras disfrutar de los baños, que en el caluroso verano y tras las fatigas de los campamentos y las batallas nos parecieron en verdad la puerta del paraíso de los moros. Por la noche comimos y bebimos hasta hartarnos y de nuevo hubo música y también regresaron las bailarinas que nos habían deleitado cuando Al M uqtadir nos recibió por vez primera. Otra vez repitieron su baile y de nuevo, juraría que era la misma, aquella bailarina me acarició la cara con su larga y fragante cabellera. También, al finalizar su danza, desaparecieron. Pero al regresar a nuestras estancias en La Zuda, Al M utamin nos tenía reservada una sorpresa. Al llegar a nuestro aposento Félez y yo, bastante embriagados, nos encontramos con que no era nuestro sirviente quien acudía a recibirnos, sino que dentro nos esperaban dos de ellas. Y aunque estaba borracho estuve bien seguro que en mi dormitorio quien me aguardaba, esta vez sin velo, era la que en la fiesta me había sonreído. —M i señor Al M utamin me envía a ti, si soy de tu agrado. M e llamo Asisa y será mi placer el tuyo. Había acondicionado la habitación y ésta olía a hierbas aromáticas y finas volutas de humo ascendían perezosas impregnando la noche con su olor. M e ofreció un aguamil con agua perfumada con pétalos de rosa y tras ello una bebida templada. —Te reconfortará mi cuerpo, mi señor. Si quieres tocaré el laúd ahora para ti si lo que deseas es solo que te acompañe en tu sueño. Si otra cosa quieres tan solo has de tomarlo. Ya lo creo que deseaba tomarlo. No había gozado de mujer alguna en muchos meses y mi cuerpo hervía. Sin duda aquel era el mejor obsequió que Al M utamin podía hacerme en noche así. Y lo mismo debía parecerle a Félez pues de su cuarto me llegaba su voz complacida y las risas de su acompañante, aunque yo no entendía el árabe que mi amigo si hablaba con la suya. —Ella es de las tierras mas allá del mar del Sur y no habla apenas el romance, pero yo si lo hablo, mi joven amo, pues he nacido en Córdoba. No estaba yo para muchas conversaciones pero si hube de quedarme un tanto expectante cuando ella, percatada y diría que complacida de mis intenciones, comenzó a acercarse sinuosamente a mí al tiempo que con lentitud y movimientos serpentinos se iba despojando de la poca ropa que llevaba encima hasta quedar todo su cuerpo desnudo y en su espléndida y joven plenitud. Que era tanta que dejaba anonadado. M e desnudó luego a mí con expertas manos y me llevó hacia el lecho tras haberme ofrecido un primer beso, ambos de pie y yo notando mi miembro por entero endurecido a pesar del alcohol que le hizo a ella dar un pequeño grito, tal vez fingido, como de alegre sorpresa para dedicarme luego la misma mirada que me había dirigido durante su danza. —¿M e desea mi joven señor? Alcancé a decir algo, me parece, antes de caer en el lecho con ella. Sumisa aceptó aquella primera embestida, sin caricias ni prólogos, y mi cabalgada furiosa en su interior. M ovió sus caderas apenas para complacerme dejándome hacer sin más hasta que me derramé como si una explosión me sacudiera por dentro y rodé de encima suyo hasta caer a su lado, desplomado entre los almohadones. Recobré el resuello y entonces es cuando alcancé a contemplar su belleza por entero. Era morena, de pelo tan negro que relucía a la luz de las lámparas que le sacaban reflejos azulados, tal vez aumentados por algún tinte. Los ojos los tenía azabaches, pero era su forma almendrada lo que daba a su cara una belleza tan extraña como subyugadora. No era excesivamente alta pero no para que estuviera en desproporción conmigo. Tenía unos altivos hombros con cierta forma cóncava y sus pechos eran firmes y abundosos sin resultar excesivos. Sus pezones apuntaban hacia arriba. El vientre liso, las nalgas llenas y prietas, las caderas rotundas y las piernas torneadas, esbeltas y como todo su cuerpo con un cierto tono canela. Los pies eran tan delicados como firmes y sus brazos parecían tener la sinuosa movilidad de las serpientes y sus manos hacían moverse el aire como si fueran pájaros. Pero era su boca amplia, risueña, sus dientes de nácar y sus labios de cereza lo que invitaba a acudir a ellos como a la mejor y mas fresca de las frutas. Se levantó desnuda en la suave penumbra de la habitación y a nada regresó con su andar, casi flotante, hacia mí. Traía un pequeña jarrita de vino dulce y muy especiado y unos dulces de calabaza, y melosamente me los hizo comer y beber luego tras mordisquearlos también ella y beber también conmigo. Tomó un sorbo del licor y con él en la boca lo trasladó a la mía con un beso. Sonreía y un gesto de complacencia y de cierto salvajismo le inundaba toda la cara y le hacía contorsionar felinamente las curvas de su cuerpo. Parecía una gata. Se puso sobre mí y comenzó a acariciarme con su pelo que le envolvía la cara y jugueteaba como el agua de una cascada sobre mi pecho y mi vientre. Con sus labios me fue recorriendo desde la frente, por los párpados, levemente por mi boca y mi cuello, gustó de mis pezones y me ofreció los suyos y fue descendiendo por mi vientre hasta llegar a mi sexo decaído. Y allí con suaves lametones y luego tomándolo en su boca comenzó ha resucitarlo. Noté yo casi de inmediato que mi verga se endurecía y ella ahora la gustaba hasta bien dentro de su boca, gruesa y de nuevo poderosa. Entonces consideró que ella también debía tomar placer de mí y en otro de sus sinuosos movimientos se puso a horcajadas sobre mí buscando que mi lanza la penetrara. Esta vez estaba húmeda por dentro y notaba que su excitación y calentura acompañaban a la mía. En un momento alcancé su hondura y comenzó a exhalar profundos gemidos. Echó hacia atrás su torso y su cabeza y cogiendo mis manos en las suyas inició una rítmica danza con sus caderas y un leve y cuidadoso trote sobre mi silla con la lanza entrando y saliendo de su vaina. Sus pechos se bamboleaban acompasadamente y sus ojos entrecerrados despedían chispas luminosas y salvajes, quizás fueran rescoldos del infierno y la lujuria pero que en verdad no las había visto más hermosas. Creí que entonces consumiría ya mis energías pero aún deseaba que las empleara en otra forma, o fui tal vez yo quien en algún momento erré una embestida; en otro de sus serpenteantes movimientos rodamos ambos y estuvo de nuevo bajo mí pero ella entonces se incorporó a medias, poniéndose a gatas, ofreciéndome su grupa e invitándome a montarla como a una potranca. La alanceé con violencia y la cabalgué con furia y fue ya entonces el mío un galope frenético y poderoso que ella agradeció ya no con gemidos sino con gritos hasta que en el frenesí mío ella también alcanzó el límite y todo mi cuerpo se vació al derramarme en su interior. Rodé como derribado por el más potente de los golpes, desarzonado y desplomado como si una dulce muerte me alcanzara. M i jadeo tendido fue poco a poco serenándose y cuando al cabo abrí los ojos a la vida, encontré los suyos, azabaches, fijos pícaramente en los míos. —M i señor tendrá ahora el mejor de los sueños. Si así lo desea yo me retiraré de su lecho pero si lo quiere yo permaneceré en él acompañándole en el descanso. Tal vez en la mañana le sea placentero tenerme al lado. Sin dudarlo, ordené que se quedara. La fiesta continuaba en Zaragoza. Y aquella mañana era domingo, así que tras saludarla con Asisa y vocearme con Félez que me respondió risueño, y tras tomar un ligero refrigerio que en un instante nos prepararon ellas, marchamos a la misa de las Santas M asas, donde dimos gracias al Altísimo por nuestra victoria y por sus favores. También rogamos por las almas de quienes en combate habían muerto y a cuyas familias se les enviarían sus soldadas bien crecidas y por la cura de las heridas de quienes las habían sufrido. El ambiente en la mesnada era de euforia y la entrada de nuestros capitanes a la iglesia, con Rodrigo a la cabeza, seguido de Álvar, Bermúdez y Salvadórez y los más preclaros caballeros, levantó el clamor de las gentes congregadas en torno al pequeño templo mozárabe. Los cristianos de Zaragoza, que no eran pocos, se habían dado allí cita y nos contemplaban, aun más que los musulmanes que nos habían aclamado, como algo propio y como sus mejores valedores. A la misa dominical la acompañó un solemne Te Deum de acción de gracias y fue concelebrada por todos los sacerdotes mozárabes que en la ciudad había. Sin embargo a la salida, los capitanes que estábamos alojados en La Zuda no hablábamos precisamente de asuntos religiosos y sí de otros que mal se llevaban con los mandamientos de la Iglesia. A todos Al M utamin nos había agasajado de parecida manera. Pero con mi tío Álvar de aquello no hablé nada ni preguntarle osé siquiera si había tenido él también alguna visita nocturna. Y aún menos a Rodrigo. Ellos se hospedaban en un ala diferente y aislada con la nuestra. Lo que en este caso no dejaba de ser una ventaja. Porque el domingo comprobamos que en cierta manera Al M utamin nos había adjudicado, si así lo queríamos, a nuestras acompañantes nocturnas de manera continuada. Al regresar de la misa y la comida, ya cuando el sol había perdido su fuerza y el jardín ofrecía uno de sus momentos mejores para el disfrute, el otro y el mejor era sin duda, en el verano caluroso de Zaragoza, su frescor en la mañana, con el rumor de sus aguas y el olor de sus flores y plantas que vivificaban el más triste de los espíritus, nos encontramos con que nuestras dos acompañantes permanecían allí aunque en esta ocasión también se encontraba Tifarti. Fue él quien nos informó. —M i señor Al M utamin ha dispuesto que ellas queden a vuestro servicio. Podréis hacedlas llamar cuando así lo deseéis. Yo permaneceré también para el mejor acomodo de mis jóvenes señores. Toda Zaragoza rinde homenaje a sus salvadores y quiere demostrar su gratitud por vosotros en todas las formas que nuestro pueblo pueda. Asisa y su amiga habían dispuesto para aquel atardecer y aquella noche algo especial para nosotros. No debió serles fácil pero lograron que el baño quedara únicamente disponible para nosotros cuatro. Entendieron que el compartirlo con los demás caballeros quizás nos pudiera desagradar pero que entre los dos amigos sería placentero el bañarnos junto a ellas. Creo que el pícaro Félez bien pudo estar en el origen de la iniciativa. Fue un baño diferente, desde luego. Hubo vino y ellas eran muy expertas en masajes que con las manos embadurnadas en aceites nos estiraron todo el cuerpo, haciéndonos hasta crujir las vértebras y desanudarnos nudos y tendones que no sabíamos ni que teníamos por nuestras espaldas. Hasta nos hicieron dar algún grito y no de placer precisamente. Aunque las que gritaron en un jolgorio continuo fueron ellas jugando con nosotros en el agua, con sus temperaturas y retozos. En algún momento yo no me encontré en brazos de Asisa sino en las de su amiga. M e había fijado ya en ella por un hecho muy destacable. Era negra. No del todo, no del color más oscuro, como algunos guerreros musulmanes y algunas esclavas que había visto y que venían del Afrecha más profunda. Ella era producto de algún cruce de berebere y alguna de aquellas mujeres y su piel y su rostro sin perder del todo los rasgos distintivos si los suavizaba. Tenía los labios muy carnosos pero ya no tan excesivos como las negras puras y era una mujer poderosa en toda su estructura, de piernas fuertes, ancas levantadas y pechos duros como cazoletas de latón. Tenía el pelo corto, crespo y ensortijado y esa misma condición alcanza a su vello más íntimo. Que tuve ocasión de gustar en el agua, pues en algún juego vino hacia mí y abrazándome con sus poderosos muslos me abrió su sexo y, yo apoyado en la pared del aljibe, me invitó a que la penetrara. Por el rabillo del ojo vi que Asisa se entregaba al mismo juego con Félez y dejando celos aparte envergué a la negra que desde luego si mantenía los ardores y fogosidad de los soles africanos que cuentan tan ardientes. Así cruzamos del atardecer a la noche y así nos refocilamos mi amigo Félez y yo, diciéndonos que en efecto los árabes si tenían alguna noción del paraíso, o al menos de cómo ir alcanzándolo en la tierra. La fortuna y el placer nos sonreían. Éramos jóvenes y victoriosos. Cenamos con nuestras odaliscas y gozamos después con ellas, aunque de común acuerdo no hubo ya juegos cruzados. Yo prefería a mi felina pero suave Asisa y no estaba dispuesto a preguntarle a Félez por cual era el gusto suyo. De alguna forma Asisa así lo captó y me lo agradeció con creces. Con sus caricias y cuidados pero también con unas palabras susurradas: —M e place que mi joven señor me haya elegido y que no me comparta. Puede hacerlo y yo accederé pero estoy más contenta de tenerlo para mí sola. Con Asisa gocé, y no solo de sus carnes, aquel verano y aquel otoño tan dulces de 1082, en la plenitud de mi juventud, donde aprendí a saborear los placeres de la vida, del amor pero también de la poesía y de la música. Pude acudir a la Biblioteca en varias ocasiones, pues nuestra instrucción se había relajado un tanto y disfruté con Asisa acompañándose al laúd, de los atardeceres del jardín cuando tocaba para mí y me cantaba dulces baldas en árabe y algunas, que yo aún apreciaba más, en nuestra lengua romance. Acabé por amar la voz de Asisa más que a sus propios labios. Y un día me confesó que en el reparto ella me había elegido y que había querido que ella fuera por mí la elegida y por eso en las danzas en el palacio de la Alegría me había acariciado la cara con su pelo. Era dulce y suave la cordobesa Asisa. Pero como una gata sabía sacar sus garras para defender su territorio y aún era más felina cuando entraba en celo. El invierno trajo noticias a Zaragoza. Aunque la amenaza de invasión había sido en buena parte frustrada en Almenara y nuestros enemigos desbaratados, la vigilancia sobre ellos era constante y el estar informado de sus movimientos, vital. Las nuevas tenían que ver con nuestro derrotado enemigo Berenguer Ramón, conde de Barcelona. Éste furioso y encorajinado había regresado a Barcelona y allí había descargado su rabia y sus ansias de poder en su propio hermano, Ramón Berenguer «Cabeza de estopa», que no solo lo era sino además que había compartido al mismo tiempo el vientre de su madre, pues eran gemelos. El Cabeza de Estopa no había participado en el desastre y se ocupaba más del buen gobierno de sus súbditos que de aventuras fronterizas y guerreras. La envidia y el deseo de poder de su hermano acabaron con su vida. En un viaje de Gerona a Barcelona su pequeña comitiva fue asaltada y Ramón Berenguer asesinado. Todos los dedos señalaron a su hermano como el impulsor de la mano que había asestado el golpe, pero no pudo probarse. Si quedó como un hecho en la memoria y justicia de las gentes que desde entonces le apodaron el Fratricida. La mayoría de los nobles y condes catalanes de la vieja M arca Franca de Hispania se sometieron a él y a su único poder, pero le quedó una imborrable mancha y un continuado resquemor que prevaleció durante todo su mandato e incluso alcanzó a su sucesor Ramón Berenguer III, ya que llevaba desde niño y en recuerdo de épocas mas felices y fraternales el nombre de su tío asesinado29 . Los condes de Carcasona y Rases se negaron a admitir su autoridad y las conspiraciones y desavenencias eran continuas. Desde luego no estaba El Fratricida para emprender nuevas campañas contra Zaragoza teniendo además a Rodrigo y su mesnada enfrente. Eran pues momentos de tranquilidad. Que quedaron de golpe rotos y que se precipitaron en una serie de acontecimientos que iban a tener para mi tío Álvar y para mí el desenlace más inesperado. Nada me hacía suponer cuando unas semanas antes de la Navidad, tras despedirme de Asisa con un beso, y salir por la puerta de la muralla de Zaragoza que no iba a contemplarlas ni a la ciudad ni a mi amante nunca más. Nuestra mesnada se asentó en Tudela con el objeto de tener controlados los movimientos de Sancho Ramírez, rey de Aragón y de Pamplona, sin duda el más tenaz y fuerte de los enemigos de Al M utamin. Pero mientras que nosotros vigilábamos esa frontera no sabíamos que nuestro propio rey Alfonso se dirigía con una hueste hacia las tierras de los Hud. En concreto a nuestro conocido valle del Jalón y hacia la muy poderosa fortaleza de Rueda. Ésta era la mayor plaza fuerte en aquel valle y de todo el reino la más inexpugnable. Allí, en aquel refugio último en épocas de zozobra de los reyes de Zaragoza y prisión de sus mayores y cercanos enemigos, se encontraba encarcelado Al M uzaffar, el depuesto rey de Lérida, tío y perpetuo conspirador contra nuestro protector Al M utamin, quien había nombrado alcaide a uno de sus hombres de mayor confianza que bien demostró no ser en absoluto merecedor de ella, Albofalac. Rueda, a unas cinco leguas de Zaragoza, se establecía alrededor de un potente cerro donde se erguía una poderosa alcazaba presidida por una gran torre que se asomaba a un profundísimo tajo sobre el terrero y a la que flanqueaban tres murallas que por el otro lado, ya tocando en su falda con las casas del pueblo, se guarnecían con otras dos imponentes torres gemelas, «Las Hermanitas», desde las que se dominaba el camino que venía de Zaragoza. En el interior del castillo una mina, un caño excavado en la roca, bajaba hasta la orilla del propio río, para que en caso de asedio pudiera abastecerse de agua. Al M uzaffar, siempre untuoso y ladino, supo atraerse y excitar la ambición del alcaide hasta conseguir que de carcelero pasara a ser su sirviente y convencerle con promesas de, una vez cumplidos sus planes, entregarle no solo esta plaza sino una taifa entera, para que se sublevara contra Al M utamin. Ambos acordaron para asegurar sus planes el pedir el socorro y la protección, ya que con sus solas fuerzas serían aniquilados por Al M utamin, del poderoso rey Alfonso, sabedores además de que su máximo soporte era nuestra mesnada y ésta tendría las manos atadas por la doble lealtad y más aún si en la hueste cristiana había parientes de quienes con Rodrigo y Álvar cabalgábamos. Los insistentes mensajes y la oferta de entregarle todo el valle del Jalón y abrirle las puertas de Rueda convencieron a Alfonso quien envió hacia allá una potente hueste bajo la dirección del Infante Ramiro de Navarra, señor de Calahorra, hermano de Sancho, el rey asesinado en Peñalén y primo carnal del rey de León y de Castilla al que acompañaba otro pariente suyo, también Infante de Navarra, Sancho30 , su tío, hijo ilegítimo del rey García, muerto en Atapuerca y hermanastro del de Peñalén. Los infantes navarros tenían aspiraciones a la corona de Pamplona, que se había entregado al aragonés Sancho Ramírez tras el regicidio, y no se daban por satisfechos con aquel acuerdo algo en lo que eran apoyados por el rey leonés para debilitar a su rival. Con ellos venía, entre muchos magnates, el conde castellano Gonzalo Salvadórez, hermano mayor de nuestro compañero de batallas, que gobernaba la Bureba y las merindades de la vieja Castilla al norte de Burgos. Llegados ante Rueda entraron en deliberaciones para hacer la entrega de la plaza y su territorio con Albofalac, y Al M uzaffar y éstos convencieron a Ramiro de que la plaza solo la entregarían al propio rey cristiano. El mismo Albofalac se ofreció a ser el embajador y emisario ante Alfonso, a cuyo encuentro se dirigió y al que también logró convencer de lo apropiado de su llegada, pues tan importante plaza y tan extensas tierras debían ser entregadas solo a un rey y a él rendir vasallaje. Alfonso se puso en marcha con otra hueste y Albofalac salió antes que él y raudamente regresó a Rueda. Allí descubrió con horror que todos sus planes se habían venido abajo, pues el viejo ex rey de Lérida, Al M uzaffar había fallecido repentinamente. Nosotros para entonces y en Tudela ya sabíamos algo de tales movimientos y en efecto la duda se apoderaba de Rodrigo y aún más de Álvar. No querían combatir contra su señor natural, aunque estuvieran por él desterrados y ése había sido el compromiso, el de no hacerlo, para servir a Al M utamin. Pero los torcidos planes de Albofalac iban a dar de nuevo una vuelta trágica a toda la situación. Viéndose perdido, el moro maquinó que la única forma de hacerse pagar su traición a Al M utamin era con una nueva traición a Alfonso y entregar a su traicionado señor de Zaragoza su cabeza la única manera de volver a obtener su perdón y su favor. La presunta rendición de Rueda se convertiría en una trampa mortal en la que perecerían el poderoso rey cristiano y lo mejor de sus caballeros. Estaba pactado que la comitiva de entrada a la alcazaba, tras atravesar el pueblo, la encabezaría el propio Alfonso al frente de sus condes. Y así parecía discurrir todo según lo establecido cuando, justo a la entrada de Rueda, la providencia o la prudencia del rey hizo que decidiera variar levemente el orden de entrada. Y que fueran los infantes Ramiro y Sancho de Navarra y el Conde Salvadórez los que encabezaran la marcha seguidos del resto de los magnates. El rey iría tras ellos. Era el día de la Epifanía de Reyes de 1083. En fila, y por un angosto paso entra las «Dos Hermanas», un tajo que apenas permitía pasar a dos caballos a la vez, Ramiro y Salvadórez, se adentraron hacia el patio del castillo de Rueda. Los demás magnates le siguieron hasta que más de una veintena estuvieron dentro. Entonces creyendo ya que el rey Alfonso estaba entre ellos, Albofalac mandó cerrar las puertas a sus espaldas y sobre los que se habían adentrado por el pasil hizo desplomarse un alud de piedras y proyectiles que los aplastaron, para a continuación hacerlos rematar a flechazos y proceder después a decapitarlos a todos. Alfonso impotente, escuchando el estruendo y los alaridos de muerte de los suyos, hubo de retroceder para salvar su vida, pues desde las almenas también las flechas y las piedras caían sobre ellos. A galope escaparon por entre las calles del pueblo y lograron llegar al campamento donde se encontraba su hueste. Pasado el momento de impotencia y furia el rey comprendió que su situación no podía ser peor ni más delicada. Se encontraba en tierra hostil, rodeado de enemigos, con una hueste disminuida y que había perdido a casi todos sus capitanes. Entonces aparecimos nosotros. Rodrigo y Álvar, al enterarse de lo acaecido, hicieron de inmediato armarse y montar a la mesnada y nos dirigimos a uña de caballo hacia donde estaba nuestro rey. He de decir que no vacilamos ni un instante. Aunque quizás ellos al vernos aparecer pudieran temerse lo peor, sus dudas se disiparon de inmediato, cuando con grandes gritos de saludo y tras haber mandado en los corceles más ligeros mensajeros avisando de que en su socorro llegábamos, nos reencontramos con nuestros hermanos castellanos. Era triste el motivo y en algún caso, como el de Salvadórez, de gran dolor al enterarse de la muerte de su propio hermano. Pero en medio de la pena había alivio y abrazos. M uchos compañeros de luchas se reconocían y se saludaban alborozados. A la seguridad y al respiro que nuestra fuerte hueste proporcionaba se unía la alegría del encuentro que de alguna manera compensaba el luto por la traición y la tragedia. Rodrigo se dirigió con Álvar al encuentro de Alfonso que recibió a ambos con indisimulado regocijo. No era momento para hablar de cuentas y cuitas pasadas sino para poner remedio al presente. Rodrigo se ofreció de inmediato a escoltarlo con su hueste y unidos todos hasta la frontera con Castilla y Alfonso aceptó de muy buen grado el ofrecimiento. Pero ahora, al menos, había que recuperar los cadáveres de los muertos. Y a ello se aplicó Rodrigo. Exigió a Albofalac, en nombre del Al M utamin, que lo hiciera de inmediato y éste, sabedor de su poder y de su cercanía con el soberano hudí, no se resistió a hacerlo, aunque siguió encerrado a cal y canto en su alcazaba. Sabía que pocas oportunidades tenía de salir vivo de aquello, y que Rodrigo exigiría su cabeza en Zaragoza. Pero allí aún podía confiar en obtener alguna clemencia hudí, pero de quien no podía esperar ninguna era del enfurecido rey castellano. Nos entregaron los cuerpos y las cabezas de nuestros muertos. Salvadórez lloró a su hermano, quien había dispuesto antes de partir y en su testamento ser enterrado en el monasterio de Oña, y a los Infantes Ramiro y Castro se dispuso que fueran llevados hasta el panteón de los reyes navarros en Nájera. M uchos otros nobles habían caído también en aquella aciaga jornada como los hermanos riojanos Nuño y Vela Núñez, a quien se dio sepultura en el monasterio de San M illán de la Cogolla. El rey había recibido con alborozo a Rodrigo y ese clima de cordialidad pareció presidir no solo el encuentro sino los días posteriores. Pero según avanzaba la marcha hacia tierras de Castilla algunas nubes aparecieron de nuevo en la relación entre ambos. O tal vez solo fueron cálculos del uno y del otro. De alguna forma el perdón real estaba otorgado. El rey había invitado, esta vez sí, a Rodrigo a regresar a Castilla después de que en la embajada anterior de Álvar, tras la algara del Henares y Alcocer, le restituyera sus tierras. Pero la vuelta no estaba, creo que para ninguno de los dos, muy clara. Quedaba resquemor en ambos, aunque tal vez no fuera ello lo más importante sino la realidad y el cálculo de cada uno y de su situación actual. Rodrigo era ahora el muy poderoso valedor de Al M utamin, el segundo tras él, en todo aquel reino. Sobrado en riquezas, en honores y en prestigio tenía todo y mucho más de lo que Alfonso podía ofrecerle y además sabía que en el corazón del rey, aunque ahora le estuviera agradecido, no anidaba amor por él y que en la corte se reencontraría con todos sus enemigos y las conspiraciones le acecharían por doquier. Para nada y en ese momento podía aspirar a su viejo sueño de ser elevado a conde del reino, algo en lo que Alfonso siempre le había postergado. A Alfonso, por su parte y por un lado, le gustaba la idea de regresar a su reino escoltado por el famoso Campeador, que de nuevo le rendía vasallaje y que podía ser una potentísima ayuda para los planes de expansión territorial que en esos momentos estaba acabando de trazar y quería comenzar a ejecutar en breve. Pero Rodrigo no era precisamente un instrumento sumiso y, crecido en su propio poder y prestigio, podría darle muchos quebraderos de cabeza. Además estando donde estaba hacía quizás mejor labor que en la propia Castilla. El rey Alfonso miraba siempre lejos y su vista alcanzaba horizontes que muchos otros ni imaginaban. La mesnada de Rodrigo en Zaragoza era la mejor salvaguarda para Castilla en toda aquella zona. Era el tapón frente a las ansias de expansión aragonesas y catalanas, a quienes tenía bien a raya. Rodrigo era la mejor torre para impedir que ni Berenguer Ramón ni Sancho Ramírez estorbaran sus planes y pudieran disputarle los territorios que se disponía a anexionarse. De alguna forma u otra, la efusividad del primer encuentro fue dando lugar a una mayor frialdad, aunque siempre amistosa y cordial entre ambos. Y según llegábamos a la raya y la hora de tomar una decisión se hizo evidente una mayor tensión. Que disipó finalmente Rodrigo anunciando que regresaba a Zaragoza. La noche anterior a comunicárselo al rey, lo hizo con nosotros. Nos reunió y nos informó de su decisión. —El perdón del rey nos ha sido otorgado. Tenemos su palabra. Los que queráis podéis regresar con él a nuestra tierra. Yo no lo haré. Aquí gozamos de honor y fama. Y ahora en mejor situación todavía, sabedores de que ya no estamos en querella contra nuestro rey y señor natural podremos además y en cualquier momento regresar a nuestros lares. Quien desee hacerlo no solo lo comprenderé sino que quizás hasta sienta yo mismo no dar ese paso, pues mi corazón ha estado dividido en ello. Llevará mi gratitud y mi afecto de por siempre y será para mí un honor relatar que un día cabalgamos y lidiamos juntos. Con ellos habré cumplido la promesa que hice en Burgos. Regresáis ricos, limpia vuestra fama y acrecentados vuestros honores. Idos con mi corazón. Si así lo queréis yo venderé lo que en Zaragoza habéis dejado y junto a todos vuestro haberes y a través de los judíos, os serán entregados sin falta y sin merma, a donde establezcáis que se os envíen. Salvadórez fue el primero en hablar: —Con el permiso de mi Cid, yo lo haré. Llevaré a mi hermano hasta la tumba donde también reposan mis padres. Allí donde esté mi casa estará la vuestra amigos míos y cuando me necesitéis allí estará mi lanza. Tras Salvadórez algunos otros también, no muchos, decidieron el regresar con Alfonso. Los más y la inmensa mayoría de sus capitanes se quedaban. M iré a mi tío y vi que éste miraba a su Rodrigo. Yo sabía que si había tormenta en el corazón de Rodrigo ésta aún era más turbulenta en el corazón de Álvar. Consideraba su deber bien cumplido, anhelaba volver a su casa y a doña M ayor, ansiaba regresar a Castilla, donde ya había podido quedarse pues a él, Alfonso, que siempre lo había distinguido, ya le había levantado durante su visita el destierro. Entonces no había aceptado la oferta pero ahora ya se le hacía mucho más penoso el rechazarla. Pero no habló. Su amistad con Rodrigo, su «M inaya», era tan profunda que no iba a ser el quien se alejara. Regresábamos a nuestra tienda, cabizbajos. M i tío en silencio y yo casi ni respirando, sintiendo lo profundo de su congoja cuando nos alcanzó a grandes zancadas Rodrigo. Al llegar a él, sin mediar palabra, lo abrazó fuertemente y tras ello, mirándolo fijamente con los ojos humedecidos, le espetó: —Tú, «M inaya», te vas con ellos. Te vas Álvar, no repliques. No permitiré que te quedes. Sabes que eres más que mi hermano, y por eso tú lees mi corazón y yo leo en el tuyo como si en el mío leyera. Ansías volver y a ti el rey te quiere más que a mí. Te espera la honra y la dicha en Castilla y yo no voy a permitir que, por mí, la pierdas. Fue a protestar mi tío, pero bien se veía en su cara el profundo alivio que le embargaba y que por todo su ser le subía. Volvió a abrazarse con Rodrigo y yo los contemplé allí, en medio de la noche, pensando que nunca había conocido lealtad tan total ni fidelidad el uno con el otro, que en aquel tiempo en que los hermanos se asesinaban, los hijos apuñalaban a sus padres y los reyes despreciaban a su más fieles vasallos, aquella amistad era el tesoro mayor, el mejor de los caudales de cuantos habíamos ganado y que superaba a los botines más ricos que a los moros habíamos arrebatado. Comprendí que el uno había estado dispuesto a renunciar a hacer su deseo más profundo por amor al otro y que el otro, aun deseando más que a nadie tenerlo a su lado, lo liberaba de esa atadura para que pudiera buscar su bien sin amargura. Aquella noche vi a Rodrigo y a mi tío más grandes, más admirables que los había visto nunca. Y había visto muchas veces la grandeza del Cid y de M inaya. —Allá donde esté, Rodrigo, sabes que estaré siempre a tu lado y acudiré sin que nadie pueda sujetarme a tu llamada —concluyó Álvar. Se separaron los «hermanos», se besaron en la boca y en los párpados y al caminar luego hacia nuestras tiendas junto a mi tío, al volver la vista hacia mí para hablarme tras un largo silencio, vi que él también tenía las mejillas llenas de lágrimas. —Volvemos a casa, Fan. Volvemos a casa, hermano —me dijo con voz quebrada por la emoción y me lo dijo tratándome por una vez como lo que era, renovando en alguna forma el secreto que ambos compartíamos. Él dejaba en tierras moras a aquél con quien se trataba de hermano y volvía a castellanas con quien lo era pero a quien de palabra no podía llamar de esa manera aunque ese trato en su corazón siempre me diera. 22 P alacio de la Alfarería en la actualidad. 23 Guerra civil a la muerte de Almazor que acabó con el califato y dio lugar a los reinos de Taifas. 24 1047. Año de la muerte de Al Sulaymán y del nacimiento de Rodrigo Díaz y Álvar Fáñez. 25 Batalla de Graus, 1063. 26 Anexión de Tortosa (1061). 27 Anexión Denia tras vasallaje Valencia (1076). 28 P eralta de Alcolea en la actualidad. 29 Ramón Berenguer III acabaría casando con una de las hijas del Cid, la menor, María. 30 A quien el Cid no conoció vivo, sino muerto ya en el castillo de Rueda, y que hubiera sido su consuegro, pues su hijo Ramiro se casaría más tarde con Cristina, la hija mayor del Campeador. Capítulo VI: El tablero del rey Alfonso No pude despedirme de Asisa, aunque le mandé mi recuerdo con Félez, quien decidió sin dudarlo quedarse con su tío Rodrigo. Le encomendé que le hiciera hermosos regalos de mi parte y que la protegiera en lo que pudiera. M e dio pena separarme de mi amigo y de Bermúdez y de tantos otros, pero tenía en verdad el corazón alegre por regresar a nuestra tierra. Íbamos con lo puesto, con nuestros arreos y tan solo nuestros caballos de guerra, pero ya había dispuesto Rodrigo que todo lo nuestro nos sería, y más pronto y mejor que a nadie, enviado a Orbaneja. Los dineros por los judíos, pero tapices, alfombras, joyas y enseres nos las haría llegar en cuanto pudiera en carros bien guardados. El Cid y el Rey no se habían separado en absoluto disgustados. M ás bien a ambos les complacía la solución adoptada. Que vino a completarse cuando Rodrigo habló de su familia y el rey le ofreció que pasado el invierno, escoltadas como debían y con todas las seguridades y acomodos posibles, tanto Jimena, como Diego, Cristina y M aría, y cuantos sirvientes desearan, fueran a unirse con él a Zaragoza. Quedaron pues amigos, pero Rodrigo no renovó el vasallaje. Eso quedaba todavía pendiente. Álvar y yo sí lo hicimos. Y fue de entonces y aprovechando la ocasión cuando, con todas las de la ley cristiana, y por mi rey, fui ordenado caballero. Bien pronto alcancé a ver la deferencia con la que el rey trataba a mi tío. Quería tenerlo de continuo al lado y buscaba su compañía y su consejo. Alfonso, entristecido por la muerte de quienes le eran tan cercanos, algunos incluso por sangre, de sus condes y nobles a los que había llevado a aquella trampa mortal de la que él, por el destino o un último instinto de supervivencia, se había librado, se sentía en cierta manera responsable, aunque lo mostrara de esa extraña manera en que lo muestran los reyes, que más que proclamarlo con palabras, que pueden después revolvérseles, lo hacen con gestos y actitudes. Parecía aliviarse de la soledad, donde tan en falta echaba a los infantes navarros o al fiel Salvadórez, buscando la presencia de Álvar o del hermano de su leal conde muerto, quien amén de regresar del destierro se encontraba con el condado en sus manos, algo a lo que Alfonso, lejos de poner objeción, alentó de buen grado. Buscaba pues la presencia de Álvar a quien hacía cabalgar a su lado y con quien compartía comidas y largas conversaciones en su tienda. No fui testigo de aquellas charlas pero mi tío no dejó de contarme que Alfonso le había hecho relatar todas nuestras peripecias y aventuras y no dejaba de inquirir sobre la situación del reino hudí, la división entre los hermanos, sus tempestuosas relaciones y sus alianzas y enfrentamientos con el aragonés Sancho Ramírez y el catalán Berenguer. Era consciente que de haber tenido una información como la que ahora estaba recibiendo no se hubiera arriesgado a aquella infeliz aventura de Rueda, por muy apetitoso que pareciera el botín de tan inexpugnable plaza fuerte. De todo aquello que entre ambos platicaron vino a concluir que le placía el buen arreglo que con Rodrigo tenía y que para sus intereses era muy beneficioso. Que el castellano permaneciera en Zaragoza taponando a aragoneses y catalanes y al acecho de los territorios de Al Fagit, que unían a Lérida y Tortosa con la taifa de Denia y las islas de M allorca, Ibiza y M enoría, dependientes de ella, le convenía en grado sumo. Valencia era objeto de deseo y de disputa de todos pero permanecía en la órbita de Zaragoza rindiendo vasallaje a Al M utamin. A nosotros, por el contrario, lo que nos interesaba era saber de Castilla y de las tierras a las que volvíamos. Y a tenor de lo que oíamos, y a pesar del dolor por el fracaso y la muerte en Rueda, las cosas parecían marchar muy bien para los reinos de Alfonso. El rey contaba con gran aprecio de todos, habiendo sabido restañar heridas y conjuntar en torno a él a sus vasallos. Sus campañas habían sido exitosas, el dinero de los taifas tenía repletas sus arcas, las ciudades en torno al Duero florecían y aumentaban en gentes. Levantaba y custodiaba albergues para peregrinos en el Camino de Santiago por el que cada vez llegaban más almas; los campos, libres de las razias musulmanas, producían en abundancia ganados y alimentos; el comercio de viandas, lanas y telas recorría los caminos; y las mesnadas bien pertrechadas, compactas y aguerridas solo esperaban la señal de primavera para lanzarse a nuevas conquistas. Y en ellas Alfonso ansiaba contar con la ayuda de Fáñez, al que distinguía siempre y bien pronto hizo notar a todos que gozaba de su favor, quizás acrecentado, de eso también me malicie, por el hecho de que venía a cubrir el hueco de quienes había perdido en Rueda. Alfonso tenía ese mirar y ese cálculo de rey, quien estima a los hombres en función de su utilidad en cada momento y en éste, desde luego, coincidía nuestra vuelta con sus necesidades. Si había fracasado y perdido en su expedición a Rueda a tantos ricoshombres, con el regreso y la recuperación de Álvar Fáñez, cuyo nombre y prestigio habían crecido en toda Castilla y cuyas hazañas se cantaban en las plazas, compensaba en cierta forma su fracaso. Con nosotros volvían además sus veteranos guerreros, pues más de una treintena de lanzas regresaban a Orbaneja. De los que salimos no eran pocos los que habían quedado en el camino, en los campos de batalla del destierro. Pero para sus familias habría recompensa que Álvar se encargaba de hacer llegar a sus hijos y mujeres. Y los que regresaban vivos lo hacían ricos y con honra. Pero había algo más. Y no tardé en ver allí la mano de doña M ayor y de los Ansúrez. Si alguien gozaba de la entera confianza de Alfonso eran ellos, tanto el conde Pedro Ansúrez como sus hermanos Fernando y Gonzalo, leales siempre a su causa, que le habían acompañado a su propio destierro en Toledo y que ahora eran sin dudar los primeros hombres del reino tras el soberano. Y doña M ayor era una Ansúrez. Nunca había dejado de serlo y siempre había sabido compaginar su amor y lealtad a su marido con la devoción y fidelidad a su sangre y a su familia. En nuestra ausencia había sabido siempre defender la causa de su Álvar y, mientras que el nombre de Rodrigo despertaba resquemores y suspicacias, el de Fáñez era pronunciado con simpatía. Ello pesaba sin duda en el ánimo y en el cálculo de Alfonso y esa cercanía y confianza que desde que comenzamos el regreso ofreció a mi tío hizo que éste, de manera creciente, sintiera que la decisión tomada había sido la mejor y la sonrisa apareciera cada vez más en su casi siempre adusto rostro, aliviado además por la despedida fraternal con Rodrigo y no sentir sensación de traición por haberlo abandonado. Quedaba bien el Cid en el agrado de su rey y nosotros emprendíamos, con su amistad intacta, nuestro propio camino. Que seguro no iba a tardar en reencontrarse. O así, entonces, lo creíamos. Fue en una de aquellas conversaciones entre Álvar y el rey cuando salí yo a escena. Había combatido, me había ganado con mi lanza y con mi espada un puesto de privilegio entre mis compañeros de armas. Era sin ningún género de duda, y para todos, un auténtico caballero. Pero las vicisitudes del exilio habían impedido que mi rey me hubiera nombrado como tal y como vasallo me hubiera acogido. Álvar se lo expuso a Alfonso y éste vio en aquello una nueva forma de agradarle y además aportar algo más en positivo a su desgraciado viaje. —Esperaremos a llegar a San Esteban Gormaz, ya en tierras de nuestro reino. Allí ordenaremos caballero a Fan Fáñez, tu sobrino, con toda la solemnidad que ello requiere. Como corresponde a tu linaje y como exige que un rey lo haga. La noticia me emocionó. Y creo que para mi tío fue la señal definitiva de que una nueva etapa se abría en su vida y en la mía. Era la prueba del amor del rey que quería hacer extensivo a todo el apellido. Yo pensé que doña M ayor, a pesar de mis pecados de carne y de lujuria, se sentiría honrada y feliz. Era el mejor presente que en esta ocasión podía hacerle. Así que me preparé como mejor pude para la ocasión y aunque tan solo llevábamos ropa de campaña aún pude equiparme con una camisa blanca y bien lavada, buenas calzas, una loriga repasada y bien bruñida, un casco reluciente, el cinturón de cuero engrasado y mis armas, lanza, puñal y espada en perfecto estado. M e bañé, confesé mis pecados y velé la noche entera en una capilla de la iglesia mayor de Gormaz y esperé anhelante la mañana. El rey rodeado de los caballeros supervivientes de la traición de rueda, mi amigo y ahora conde Salvadórez y mi tío Álvar me esperaban junto al sacerdote en el altar mayor. Se había decidido, eso sí, obviar algunos de los rituales, por demás que a los fronterizos nos parecieran excesivos y hasta afeminados, que empezaban a practicarse en la corte. M i tío y el Cid habían sido ordenados en Santiago de los Caballeros en Zamora por el rey Fernando, un acto que aún recordaban ambos con profunda emoción, y no me habían relatado nada de lo que ahora algunos nobles leoneses del séquito de Alfonso me decían que eran costumbres que comenzaban a imperar en la corte donde eran desnudados, vestidos y vuelto a cubrir en un cada vez más complicado rito que por fortuna aquí no era oportuno y del que se me aliviaba. Vestido con mi túnica blanca, símbolo de la limpieza de mi cuerpo, y unas calzas marrones como recuerdo de la tierra en que deberá yacer, me colocaron un belmez escarlata pues ése es el color de la sangre que todo caballero debe estar preparado a derramar. M e pusieron las espuelas como señal de la presteza en obedecer las órdenes de mi Dios y de mi rey y el propio Alfonso me ciñó la espada. M e arrodillé ante él y con la suya me golpeó en ambos hombros y con su mano abierta me propinó un leve golpe en la cabeza31 que incliné sumiso. Luego me dio las cuatro órdenes que debería tener presente el resto de mi vida: No consentir juicio falso, no cometer traición, honrar a las damas y cumplir los preceptos de la Santa M adre Iglesia. Acto seguido me dio a besar sus manos. Lo hice y fui desde entonces leal vasallo, y para siempre, de mi rey don Alfonso, el sexto de su nombre de León, de Galicia y de Castilla. Y he de decir que jamás me arrepentí de aquel juramento y que tengo para mí que fue a un gran rey a quien, aunque tarde, se lo presté y mantuve de por vida. M e levanté y lo primero con que me topé fue con los ojos de aquel a quien había jurado lealtad y vasallaje. Los ojos de Alfonso, los que tanto me habían impresionado aquel día de la boda de Rodrigo en la catedral de santa M aría de Burgos. Seguían siendo igual de escrutadores e intensos, pero ahora estaban fijos en mí. Y nada me parecía poder ocultar a aquella mirada inquisitiva que sin embargo ahora se hacía amable y acogedora. M e invitó a que le siguiera y allí pude dar un abrazo a mi tío Álvar y al buen Salvadórez que reía alborozado. Aunque el rey tenía prisa por completar el camino de retorno, aún quiso que en su tienda se tomara un refrigerio al que acudí como invitado de honor antes de volver a montar y seguir camino. Fue allí, en un ambiente más cordial y distendido, con unas copas de vino que ordenó escanciar Alfonso, cuando éste se dirigió a mí de manera afectuosa y con aquel tono suyo cuando quería ganarse la voluntad de su interlocutor al tiempo que de alguna forma demandaba algo y prometía recompensa: —Ya eres uno de mis caballeros, Fan Fáñez. Tarde es, antes debió serlo pero aún es tiempo bueno. Oportunidad tendrás de demostrármelo como ya has mostrado en otras tierras tu valor y tu fuerza. Habrás visto que al nombrarte caballero no te he dado más honor que ése ni te he entregado heredad alguna. Ellos habrás ahora de ganártelos a mi servicio en el que antes no has podido estar. Es buen tiempo ahora y éste un buen día. —Siempre hemos sido leales vasallos, allí donde estuviéramos, de nuestro señor natural, de nuestro señor el rey Alfonso y jamás contra él hemos combatido —acerté a decir. —Lo sé, Fan, lo sé. Y en lo justo lo aprecio. Pero es ahora el momento no solo de que no combatáis contra mí sino que lo hagáis conmigo. Es llegado ese tiempo Álvar —se dirigió a mi tío—, es llegado al fin ese tiempo. Levantó su copa el rey Alfonso y la levantamos todos. Y, sin intercambiar palabra alguna, todos supimos que el rey estaba recreando en su memoria las vegas, los muros, el alcázar y las puertas de Toledo. Escoltamos al rey hasta León. Allí salió a su encuentro el más leal de sus condes y en quien siempre había depositado su confianza en Pedro Ansúrez, el padre de doña M ayor, junto con su hermano Gonzalo. Ellos le habían acompañado a su exilio toledano tras la derrota de Golpejara a manos de los castellanos donde con Sancho al frente, Álvar y Rodrigo habían tenido muy particular protagonismo. Pero con Álvar al menos y tras el matrimonio de su hija no había sombra de rencor alguno y sí, por su parte, de agradecimiento. Los Ansúrez se habían encargado de defender el buen nombre de su pariente y ahora lo recibían con muestras de alegría que creo que hasta sorprendieron a mí tío. Teníamos previsto nada más dejar al rey regresar a Orbaneja, pero el conde Ansúrez se empeñó y logró que aceptáramos la hospitalidad de su casa un par de días antes de que nos pusiéramos en marcha, alojando también a nuestros hombres en los acuartelamientos de su mesnada, que era la más poderosa de León. La casa del conde se contaba entre las más hermosas de la capital del reino, pero lo cierto es que a mí, tras la estancia en los palacios de los Hud, la austera construcción me llegaba a parecer incluso lóbrega y oscura, ausente de jardines y de aquellos refinamientos de que habíamos gozado. Sin embargo no dejaba de apreciar los salones decorados con hermosos tapices, los buenos arcones de madera, las alcántaras con sus halcones encaperuzados y la gran chimenea donde ardían gruesos troncos de roble y en torno a la cual nos reuníamos. Pedro Ansúrez era ya un hombre maduro, pero aún vigoroso, y aunque pudiera parecer excesivamente pagado de sí mismo y de su posición y linaje, me pareció también alguien de palabra y de firmes lealtades. Eso me lo había dicho mi tío ya hacía tiempo. —Nadie puede dudar de la lealtad de los Ansúrez, aunque haya topado en ocasiones con la nuestra. Él y sus hermanos se deben a Alfonso, como se debieron a su padre Fernando. Su linaje ha señoreado mucho tiempo las tierras a caballo entre León y Castilla. El conde estuvo siempre con Alfonso, a las buenas y a las malas. Y eso honra a los Ansúrez. No podemos los Fáñez sino tener gratitud hacia ellos y aunque nos hayamos enfrentado en batalla justo es reconocer que nos han favorecido como, por otro lado, no podía ser de otra manera por ser doña M ayor su hija. Nos acogieron en su casa y nos trataron como si de su familia fuéramos. Don Pedro me prestó atención especial e hizo una propuesta a mi tío que me atañía de lleno. —La corte no se quedará mucho tiempo en León. Un rey debe recorrer su reino si quiere serlo y serlo bueno. En breve partiremos hacia Sahagún. No tardará en hacerte llamar y tú, Álvar, con tus tropas, habrás de estar preparado para acudir presto a esa llamada en cuanto asome la primavera. Ahora querrás estar en Orbaneja con tu mujer. M i hija te espera con ansiedad y no me perdonaría si demorara tu llegada. Pero Fan bien podría quedarse aquí con nosotros y formar parte de los caballeros que irán conmigo tras el rey. El muchacho debe aprender las cosas de su tierra pues ya ha estado demasiado tiempo fuera de ella. El ofrecimiento era cabal y no podía por menos que agradar a Álvar, aunque a mí, de entrada, aunque comprendía lo favorable que me resultaba, no me gustó tanto. Yo también quería regresar a Orbaneja y ver a mi tía. Pero comprendía que era una oportunidad única y que en absoluto podía rechazarse. Así que aceptamos con el agradecimiento que merecía, pero a la postre encontramos un arreglo que me alegró infinito y es que pudiera en principio llegarme con los demás hasta Orbaneja y regresar luego en un plazo que se estableció en dos semanas. M e dirigiría, después, ya por mi cuenta hacia el camino de Sahagún para enlazar con la comitiva y allí entraría a formar parte de las gentes de los Ansúrez y de la corte itinerante. Nuestra llegada a Orbaneja había sido en esta ocasión de sobras anunciada. De hecho nos esperaban hacía días y no solo sus habitantes sino también los de las aldeas vecinas acudieron a darnos la bienvenida. No fue ésta como aquel recibimiento en triunfo en Zaragoza pero quizás endulzara mucho más mi corazón que aquella. Nuestra casa, engalanada para la ocasión, así como las calles y las ventanas, podían ser humildes, pero era nuestro solar, nuestra raíz y allí estaban quienes más queríamos. Entramos con Álvar delante y cabalgamos erguidos sobre nuestras monturas hasta llegar a la plaza cada cual buscando con la vista la cara de su mujer, sus padres o sus hijos, y ellas buscándonos a quienes regresábamos después de una ausencia tan larga. Abrazó Álvar a su mujer y a sus hijos y yo también en la mejilla a mi tía, que me miró de arriba abajo, con orgullo que casi era de madre —Vuelve hecho un hombre nuestro Fan. Está hecho ya todo un caballero mi muchacho. Pero veo que se rasura la barba y no sigue ahí la costumbre castellana. ¿No se me habrá vuelto moro? —¡No, tía, no! Qué cosas dice —mi tía siempre conseguía atolondrarme. Aunque Rodrigo y Fáñez cuidaban luengas barbas, entre los más jóvenes había ido aumentando el número de quienes nos la rasurábamos aunque seguíamos dejándonos crecer largo el pelo. Lo había hecho mi amigo Félez y yo le había imitado—. Vuelvo hecho todo un caballero castellano y por el propio rey ordenado. No me avergüence mi tía. Una vez más doña M ayor me había hecho subir los colores a la cara y bien se me notaba sin barba. Pero nada en realidad me zahería sino bien al contrario, pues se notaba en todo su gesto el gran cariño que de siempre nos tuvimos y que permanecía vivo en ambos. Aunque ahora algunas cosas ya no estaba dispuesto a contarle. Era mucho el alborozo en Orbaneja. Pero también alguna lágrima. Eran los parientes de quienes no regresaban, de quienes habían dejado sus huesos en la tierra a lo largo del camino del destierro, los unos en el valle del Henares, los otros en el del Jalón y los más en aquella dura batalla de Almenara contra los catalanes. Pero los tristes procuraban no mostrarse aquel día para no enturbiar la alegría de los reencuentros y escondían su pena para no amargar la dicha de los otros. Álvar, eso sí, ya había establecido que las familias de quienes habían muerto recibirían sus soldadas y la parte del botín que les correspondiera al completo. Cada uno fuimos a nuestra casa y yo me dirigí a la mía dando licencia al escudero y al mozo de mulas de que partieran a la suya o a aposentarse en el castillo en cuanto hubieran dejado aderezadas en cuidado y pienso a las caballerías. Nuestros caballos habían despertado la admiración de todos y a fe que pocos en Castilla podían presumir de mejores monturas. Cené con mis tíos y allí, una vez más doña M ayor, con su agudeza, nos puso al tanto de cómo discurrían los acontecimientos en el reino y en la hacienda, de la que con prudencia y decisión se había encargado a la perfección en la ausencia de Álvar. En realidad en hombres como Álvar la ausencia de sus lares era mucho más habitual que su presencia y eran las dueñas quienes se ocupaban en verdad de la tierra y la hacienda. Ésta iba bien y crecía y en cuanto a las nuevas sobre mí me percaté que en absoluto cogían de sorpresa a doña M ayor sino que, amén de estar al cabo de la calle de ello, era más bien la inductora. Era sin duda quien había sugerido y pedido aquel favor a su padre y quien había convencido a los Ansúrez de que me dieran su amparo en la corte. —En vista de que este marido mío es tan reacio a la Corte bien vendrá que alguien de los Fáñez ande por ella y adquiera saberes y modales. —M ientras no aprenda vicios y holganzas —rezongó levemente mi tío aún a sabiendas de que era muy sensata y adecuada aquella estancia. —Habrás de saber marido que mientras vosotros estabais espadeando moros y cristianos por esas tierras de infieles y sirviendo a mahometanos, Alfonso no ha estado en absoluto manco. Cuida bien de su reino y lo ensancha. No está ocioso el rey y tiene grandes planes. Que te incumben y mucho, Álvar. Ciertamente Alfonso no había estado en absoluto de brazos cruzados aquellos dos últimos años desde que de Castilla habíamos partido desterrados. En primer lugar había pacificado y unido a sus propios vasallos. Poco quedaba de las viejas rencillas si es que ya algo quedaba. Los castellanos habían encontrado su acomodo y le eran por entero leales. Cuando las cosas marchan bien las lealtades son más fáciles. Al M amun 32 , su viejo amigo y protector, hacía siete años que había muerto y desde entonces las cosas en Toledo habían ido de mal en peor. Con él y con la alianza de Alfonso, Toledo había competido en hegemonía entre los reinos moros con el otro gran señor árabe, Al M uqtadir, a cuyo servicio habíamos estado y que también había fallecido. Al M amun había llevado la taifa a su máximo esplendor, tras un inicio vacilante en que se vio acosado por los hudíes de Zaragoza cuando Al M uqtadir llegó a tomarle Guadalajara y M edinaceli. Fue entonces cuando comenzó la alianza con el rey Fernando que le ayudó a reconquistarlas y tras doblegar por un lado al de Zaragoza conseguir consolidarse entre los toledanos. Cierto que hubo de pagar a Fernando cuantiosas parias por el apoyo castellano, pero él consiguió por su parte otros dineros y engrandecer su territorio. Con Al M uqtadir se disputó también Valencia, que servía de enlace entre las tierras del norte de la taifa hudí, Lérida, Tortosa y Zaragoza con Denia y las islas mediterráneas, en especial con M allorca. Su yerno Abdelaziz Abu Bakr, con cuyas tropas habíamos lidiado nosotros en Alcocer, gobernaba la capital del Turia, pero era tan poco de fiar que andaba en tratos con Zaragoza. Así que con tropas de ambos, él y Fernando se presentaron ante ella y Al M amun se hizo con el poder en Valencia sometiéndola a su vasallaje. Pero fue aquel un triunfo efímero, como lo era todo en aquellos días de zozobras y luchas intestinas entre las taifas. Una rebelión en su propio Toledo le hizo regresar y su rival Al M uqtadir, señoreo de nuevo la ciudad y su alfoz valencianos, volviendo a lograr la continuidad geográfica de todo su reino con la aparente sumisión coyuntural de Abdellaziz Abu Bakr. Fue por entonces cuando nosotros habíamos llegado a Zaragoza, pero ahora de nuevo todo volvía a estar en disputa, en este caso entre los hermanos Al M utamin y Al Fagit, a quien nosotros habíamos derrotado, y los toledanos. Al Fagit era señor de Lérida al norte y de Denia al sur. En medio Valencia, en las hábiles manos de Abdelaziz Abu Bakr, se mantenía en semi independencia aunque rendía cierto vasallaje a Al M utamin dado el miedo que la mesnada cidiana a su servicio le aconsejaba. Al M amum había acogido a Alfonso en Toledo en su destierro con gran magnanimidad pues no solo le cedió una maravillosa morada en el Alhicen de Toledo sino que entregó el castillo de Brihuega y el palacio de la Peña Bermeja, desde donde podía practicar la caza y la cetrería en sus bosques colindantes y en los sotos del río Tajuña. Aunque su destronamiento le dejó sin aliado, la guerra entre castellanos y leoneses le había dado un cierto respiro con las parias, y el restablecimiento de Alfonso le supuso una gran alegría, tanto que, en persona, lo acompañó hasta lo frontera. Al M amun había ansiado siempre apoderarse de Córdoba, la antigua capital califal por lo que seguía representando en Al Ándalus, pero se le había adelantado el sevillano Al M utamid quien con el apoyo del rey taifa de Badajoz, Al M utawakkil, se había hecho con el territorio. Había sido entonces, repuesto Alfonso en el trono, cuando logró su anhelado propósito tras una campaña devastadora de ambos por toda la vega alta del Guadalquivir. Pero en el momento del máximo esplendor de Al M amum le llegó también la muerte, precisamente en Córdoba, y según muchos a causa del veneno que le suministraron en una comida. Se le lloró en Toledo y se alborozaron en Sevilla, en Badajoz y en Granada. El sevillano Al M utamid no tardó en volver a ocupar la antigua capital del califato y extendió de nuevo su frontera hasta la Sierra M orena y aún la cruzó para establecerse, atravesando el Guadiana, al norte de la Cordillera a una jornada de galope del propio Toledo. Por ello, el poder y el ejército de Alfonso eran ahora más importantes que nunca para los Il Nun de Toledo, los herederos de su amigo Al M amun. Y bien que se lo hacía pagar. Al M amum supo rodearse de gentes capaces entre las que sobresalía su primer ministro Al Hadidi. Éste siguió en su cargo durante el muy fugaz reinado de Hisem, su hijo, y comenzó también ejerciéndolo cuando en el alcázar toledano se entronó Al Qadir, su nieto. Al Hadidi pretendió seguir copando el poder con gentes allegadas y eso trajo el descontento de algunos notables. El visir actuó con mano dura y encarceló a los descontentos en Huete. Al Qadir dio entonces la primera muestra de su doblez y oportunismo. Decidió dejar caer al viejo consejero de su padre, prestó oídos a los aristócratas descontentos y a ellos rastreramente encargó su ejecución y muerte. Cuando Al Hadidi regresó a Toledo estalló una gran revuelta y su casa y la de sus parientes fueron asaltadas y ellos pasados a cuchillo en medio del mayor de los terrores. El cadí de Toledo, Said, logró escapar y llegar hasta Huete, pero allí fue de nuevo traicionado por los de Al Qadir, que él creía protector suyo, y fue también asesinado. La gran turbulencia iba a dividir ya de manera irreconciliable a los toledanos y esa división favorecer a todos los reinos vecinos, fueran estos moros y cristianos. Abdelaziz Abu Bakr en Valencia rompería ya todos los vínculos con Toledo y pasó a acercarse de nuevo a los hudíes de Zaragoza. Al M utamid, recuperada Córdoba, logró también someter a M urcia a través del inquieto e influyente Ammar y no conforme con ello llegó a asaltar Talavera. Por su lado, el zaragozano Al M uqtadir, poco antes de llegar nosotros a su reino y entonces aliado de Sancho Ramírez el rey cristiano de Aragón, había atacado a los toledanos por Santaver, cuna de la dinastía de Al Qadir, los Beni-di-l Nun, y alcanzó a sitiar Cuenca, retirándose solo merced al cobro de una gran suma de dinero. El intrigante Al M utawakkil de Badajoz, por su lado, pretendió formar una liga de todas las taifas contra el rey cristiano y su aliado toledano, pero Alfonso en un ataque contundente lo contuvo en seco arrebatándole nada menos que la gran ciudad, fuertemente amurallada y magníficamente defendida de Coria33 . Los toledanos enfrentados se debatían entre dos conveniencias que en realidad era cada una peor incluso que la otra. Los más significados, clero, nobleza árabe y berebere se decantaban por buscar el socorro de los reyes taifas colindantes, el de Zaragoza y el de Badajoz, de los que habían sido el este y el oeste de la M arca M edia califal que iba del Atlántico al M editerráneo y desde Coimbra a Lérida, teniendo en su centro a la M arca M edia y Toledo como capital. Los musulmanes hispanos, muladíes o mudéjares, axial como la nada desdeñable población mozárabe cristiana, preferían la alianza con Alfonso. Finalmente Al Qadir optó por esta última aunque ello le supusiese tener que exprimir a la población, pues el leonés se hizo pagar una inmensa fortuna, lo que unido a las exacciones de Al Qadir y sus allegados, que buscaban codiciosamente aumentar la suya, hizo que el descontento no tardara en ser general. Así que la segunda revuelta toledana no la provocó él, sino que fue directamente a buscar su cabeza. Encabezados por los alfaquíes, los amotinados se dirigieron al alcázar y alcanzando el patio comprobaron que Al Qadir, avisado, había escapado con su guardia y bastantes de sus partidarios, sin olvidar su enorme tesoro del que no se separaba. Las turbas atacaron el alcázar y las casas de los oficiales, saqueándolo todo. Dueños de Toledo se impuso entre ellos la facción más dura y decidieron llamar al rey de Badajoz, Al M utawakkil, quien entró con gran pompa en la ciudad en el verano de aquel año de 1080. Al Qadir se había refugiado en sus lares familiares, las tierras que desde que llegaron con Tariq habían tomado un extenso territorio al sur del Tajo con el castillo de Santaver, sobre el Guadiela y casi en las juntas entre ambos, como base principal. Gobernaban también la poderosa fortaleza de Zorita que construyeron con las piedras de la visigoda Recópolis, en la que primero habían plantado entre el palacio y la basílica sus jaimas, así como Uclés, Huete y Cuenca. A Huete fue primero Al Qadir en busca de refugio, pero le cerraron las puertas. Se las abrió el cadí de Cuenca Al Faray, donde encontró buena acogida y dispuesto a la venganza. Los Beni-di-l-nun tenían en su sangre la de los conquistadores de las tribus bereberes de los Hawara y M adyuna, a quienes fue entregado para su dominio y custodia, primero por el emir y luego por los califas, aquel extenso espacio. Cuando la fitna34 estalló en Córdoba y en Al Ándalus entero, su jeque Ismail se convirtió en la esperanza de los toledanos inmersos en la más dura de las luchas y que los sevillanos amenazaban conquistar. El berebere Sulaymán, efímero poseedor del trono califal, había querido imponerse a todos y hasta tomar M edinaceli, el bastión más al norte, pero solo había cosechado frío, hielo y hambre. La M arca M edia tenía su particular historia y su orgullo, y con Atienza como fortaleza adelantada había sido la más formidable defensa durante siglos de Al Ándalus. El gran Galib, su general más famoso, la había fortificado, y desde su residencia en M edinaceli o en M adinat Al Faray 35 había vigilado la frontera y sido la base para las aceifas sarracenas contra los reinos cristianos. Su yerno y asesino, pues ambas cosas suyas fue Almanzor, lo mató con sus propias manos, partiría de esa línea de fortificaciones y sería la terrible pesadilla de los reinos cristianos llegando hasta sus más remotos y sagrados lugares, tomando un día Barcelona a los condes francos y otro asaltando la catedral de Santiago de Compostela. En la M arca M edia, en sus ribat 36 , las más aguerridas tropas y los más fieros guerreros se forjaban y no estaban dispuestos a entregarse, ahora que se dividía el califato, a señor alguno del sur, de los que vivían en los palacios de la molicie.Llamaron, pues, a Ismail de los di-l-Num y fue una elección sabia. Tanto por él como por su hijo Al M amun, cuyas virtudes no había heredado en absoluto Al Qadir, tan taimado como débil, tan codicioso como cobarde. Fue entonces cuando Alfonso, requerido por él y por él bien pagado, retornó a Toledo pero ahora no como exiliado sino al frente de poderoso ejército. Su llegada hizo que el de Badajoz pusiese pies en polvorosa sin esperar al ejército castellano. Alfonso cercó la ciudad que le había acogido, pero no entró en ella como conquistador, sino que se la entregó de nuevo a Al Qadir. Cuando ya estaba consumada la rendición, pero aún no se había retirado Alfonso hacia su reino, llegaron las tropas sevillanas al mando del murciano Ammar, que nada pudo hacer ya sino retirarse. Alfonso se hizo pagar muy bien su ayuda. Amén de dinero y de que le debían suministrar cada tarde 500 cargas de grano como avituallamiento de su ejército durante toda la campaña, se hizo entregar tres castillos poderosos y decisivos. El de Canales, muy cercano al propio Toledo y desde el cual lo vigilaba, el de Canturias, por el que podía interceptar cualquier subida desde M érida o Badajoz de Al M utawakkil, y el de Zorita, que dominaba el tajo y por el que atalayaba las comunicaciones desde el Levante, la vieja calzada de los romanos que iba hacia Segóbriga, la arruinada Valeria, pegada a Cuenca, hacia M urviedro (Sagunto) y Valencia. Aquella campaña de Alfonso fue la que costó a Rodrigo y a mi tío el destierro. Pues desde las fortalezas de M edinaceli y de Gormaz, quizás guarniciones contrarias a Al Qadir, realizaron una terrible razia sobre la parte cristiana. El de Vivar que no había podido acudir con el rey por hallarse enfermo y ya restablecido, llamado por los habitantes asaltados, se lanzó a la persecución de los saqueadores y saqueó a su vez todo el valle del Henares. El furor del rey por ello al atacar una zona que él cobraba por proteger y el hecho de poder haberlo puesto a él mismo en peligro con tal ataque, amén del mal meter habitual del enemigo jurado del de Vivar, García Ordóñez, el Bocatorcida, condujo a nuestro destierro. El año anterior a nuestro regreso la frontera se había movido muy poco, aunque Al Qadir no se salvó de una nueva revuelta en Toledo. Ésta logró sofocarla él mismo y de ella supimos pues llegaron a Zaragoza no pocos notables toledanos que huían de él y buscaban la protección de los Hud, que se la ofrecían gustosos. Algunos insurrectos se hicieron fuertes en M adrid pero Al Qadir logró cercarlos y vencerlos. M utawakil seguía enviando cartas a los otros taifas buscando su unidad así como al sultán de M arruecos, el almorávide Yusuf, pero él luego no era capaz de socorrer a sus partidarios pues una expedición al mando de su hijo Al Fad, gobernador de M érida, contra Toledo ni siquiera asomó a sus puertas y regresó sin éxito alguno. El sevillano Al M utamid, por su lado, también había pedido la ayuda del cada vez más poderoso emir almorávide y se insolentaba con Alfonso. Se negó a pagar sus parias y maltrató a la embajada que se las demandaba, enviándole unos escudos de piel de hipopótamo que utilizaban esos guerreros africanos como amenaza. Alfonso además sufrió el duro revés de Rueda del que fuimos testigos. Pero nada le amilanaba y estaba decidido a dar un golpe definitivo en el tablero y apoderarse definitivamente de un rey y un reino, el de Toledo. Éstos y otros vericuetos eran los que yo debía aprender en la corte, que en invierno recorría el reino y a cuyo encuentro habría de partir en breves días. M i tía quería aleccionarme en lo posible, aunque dejaba a expensas de su padre el que mi aprendizaje en tales diplomacias se completara. Ella no solo seguía en su firme defensa de Alfonso como un gran rey, sino que estaba convencida de que a su lado tanto su marido como yo, pasadas ya las desavenencias, habríamos de lograr honores y fortuna. Pero antes de marcharme llegó la que ya habíamos conseguido con nuestras desterradas lanzas pues aparecieron, como Rodrigo nos había prometido, nuestros carros cargados de botín desde Zaragoza. Cinco venían y con ellos una lúcida tropilla de caballos, escoltados por media docena de lanzas, que aparecieron por el camino de Orbaneja y fue aquel un día que quedó para siempre en el recuerdo de los lugareños. Los dineros, que no eran pequeños, ya nos habían sido entregados en Burgos, merced a los judíos que se encargaban de tales menesteres cobrándose una parte por facilitar las transacciones, pero los carros traían lo más vistoso de nuestras conquistas que el Cid nos había prestamente enviado. Un carro era para mi tío y para mí, los otros cuatro para la mesnada. De ellos hizo Álvar con justicia el reparto. Tapices y alfombras, terciopelos, sedas y linos, camisas, belmeces, mantos, pellizas y lorigas, espadas, escudos, túnicas y pieles, lámparas, copas, bandejas, maderas bien labradas, especias y perfumes, joyeros, marfil y piedras preciosas. Riquezas que nadie había visto por igual en nuestras tierras. —El rescate de un rey —decían los de Orbaneja al descubrirse tales riquezas. Nosotros sonreíamos ufanos, aún sabiendo que solo en una estancia del Palacio de la Alegría había mucho más que lo que aquellos cinco carruajes trasportaban. Las mozas solteras de la villa miraban con ojos golosos las telas y los brocados y con miradas lánguidas a quienes les eran entregadas. Yo no tuve tiempo ni ocasión ni de mirar ni de ser mirado ni mi tía iba a permitirme que lo hiciera. Ya veía yo que amén de hacerme un cortesano, también tenía en sus pensamientos lograr convertirme en marido pero de alguien con rango y con linaje. A los dos días salí para Sahagún, en un buen palafrén y de reata un caballo árabe ligero y bien formado, con un escudero y el mozo con las vituallas y dos mulas. Alcancé a la corte cuando ésta se aproximaba al famoso monasterio de Sahagún, por quien el rey y las infantas Urraca y Elvira sentían particular predilección. Yo había sido advertido de que el anterior Abad, Roberto, había sido removido de su cargo por serías discrepancias con el rey y según parece también con el papa Gregorio, el VII de su nombre. Algo sabía yo, por mi estancia en el monasterio donde pasé mi infancia y pubertad, de disputas eclesiásticas pero iba a ser a partir de ahora cuando en realidad me iba a ver profundamente involucrado en ellas. Roberto era un monje francés, de la orden de Cluny, en quien el papado se estaba apoyando para intentar unificar todo el ritual de la iglesia, pero que en España encontraba no poca resistencia dada la preeminencia y el arraigo del hispano o mozárabe. La reforma no iba, desde luego, solo en los ritos sino en cambios substanciales de vida y costumbres tanto de obispos, sacerdotes y monjes. Que estos llevaban vidas licenciosas era bien sabido, que no solo no guardaban votos de castidad sino que era moneda común que mantuvieran mujeres y tuvieran descendencia conocida y legitimada. Ello quería erradicarse, lo que me parecía asaz difícil por lo que yo había vivido, pero también se pretendía que la disciplina y obediencia a Roma y de paso al rey, donde los obispos figuraban al mismo nivel o aún mayor que los magnates y nobles, disponiendo de mesnadas y castillos, se hiciera sólida y eficaz. Alfonso había comprendido que en ello tenía una buena oportunidad de afianzar su autoridad y la estaba aprovechando al máximo. Roberto, un franco cluniacense, había sido enviado por el propio Hugo el Grande, el reformador de la orden benedictina, a las tierras leonesas. Todo pareció ir bien de principio y Roberto se convirtió en uno de sus principales consejeros. De hecho el rey había doblado la aportación a Cluny pero al mismo tiempo escribía al papa Gregorio de los problemas y estragos que causaba en el reino la adopción, a instancias del abad, del rito romano. Expresando eso sí su cariño sobre Roberto y su voluntad de que permaneciera en sus reinos. M uy de Alfonso aquello. Por un lado le venía bien Roberto pero por el otro le causaba problemas y él ponía una vela a Hugo y otra al papa, procurando complacer a ambos. Temía que el papa pudiera emitir algún tipo de condena contra él y eso dejarlo muy debilitado sino costarle incluso el trono. Por mi tía había sabido ya algo de aquello y que Urraca, la Infanta tan cercana y amante de su hermano, que hasta se cuchicheaba que yacía con él, y su siempre sumisa Elvira defendían el viejo rito y que poco a poco había ido atrayendo a Roberto hacia posiciones más flexibles en la aplicación del romano. Finalmente todo se precipitó con el nuevo matrimonio del rey, tras el primero con la infértil reina Inés de Aquitanía que no le había dado descendiente alguno. Había casado con Constanza de Borgoña, hija del duque y ya viuda sin hijos de un conde francés, pero que para alborozo de todos había dado ya un primer vástago a Alfonso, una niña eso sí que, si bien no resolvía el problema sucesorio, hacía albergar esperanzas de un futuro varón. La infantita, a quien impusieron también el nombre de su poderosa tía, Urraca, contaba ya con dos años al llegar yo a Sahagún. Pero Constanza mandaba más que Inés y se hacía valer, con gran disgusto de la hasta entonces todopoderosa señora de Zamora. Constanza apoyaba enérgicamente el nuevo rito romano y junto al papa exigía que la reforma cluniacense no quedara solo en los monasterios adscritos a las más severas normas sino que alcanzara a todo el clero y los rituales de todos los lugares de culto. El papa y Constanza se habían salido con la suya en el concilio de Burgos37 con el apoyo y presencia en la capital castellana del legado pontificio Ricardo. Se asumía e imponía el rito romano con gran complacencia de Constanza y disgusto de las Infantas, y no solo por cuestiones religiosas sino porque quitaba de su mano la influencia en los cenobios, a través de nombramientos de legos, y eso era una puñalada mortal para el poder y la riqueza de sus infantados. A poco, el abad Roberto fue destituido y en su lugar nombrado Bernardo de Seridac, muy pronto convertido en el mejor apoyo de la reina. A partir de entonces la influencia de Urraca en la corte disminuyó, e incluso el abad y algunos obispos obligaron al rey a que dejara de ser fuente de murmuraciones incestuosas. En los documentos, pude a poco verlo, tras Alfonso firmaba la reina y solo en lugar bastante descolgado, cuando antes lo hacían inmediatamente después del soberano, la estampaban sus hermanas y eso cuando se tenía a bien su presencia y firma. Pero supuestamente dejado ya al margen el tálamo de su hermana, el rey no se conformaba con visitar solo el de la reina, sino que desde hacía tiempo mantenía una relación carnal con una señora de la nobleza leonesa, Jimena M uñoz, que ya le llevaba dadas dos hijas, Elvira y Teresa 38 , ésta última acabada de nacer hacía apenas unos días y era en aquel momento la comidilla de toda la corte. Y aunque el conde Ansúrez no me iba a hablar de ello ya se había encargado mi tía de hacerlo. Yo había contemplado y hasta gozado de la magnificencia de la corte del rey hudí de Zaragoza, pero aquella era una corte palaciega, y cuando nos habíamos puesto en campaña era un ejército el que se movía, pero la comitiva que alcancé a unas leguas de Sahagún no se parecía en nada a ello, sin rastro de lujos y comodidades, aunque venía a ser una mezcla de ambas cosas, de mesnada y de corte. Todos pasmados de frío además porque febrero no se sacudía del hielo y las nubes descargaban sobre la tierra cuando les venía en gana, ya fuera una nevada o un temporal de agua aún más fría que la propia nieve y que nos había ido dejado empapados en nuestro camino, que, eso sí, habíamos hecho a mucha más velocidad de lo que se movían Alfonso y sus acompañantes. Llegamos a ellos cuando se disponían a levantar el campamento para pernoctar y me presenté al conde que me recibió con afabilidad pero con prisa. El rey lo reclamaba y se limitó a darme la bienvenida, dar instrucciones de que plantáramos nuestra tienda al lado de la de sus hombres y que nos procuraban si nos era preciso viandas para nosotros y grano para nuestras caballerías. Levantamos rápidamente nuestro cobijo, algo en lo que se afanaban todos, y eché de menos más que nunca aquel baño caliente del palacio de la Zuda. Supe que en el campamento de la «curia regis» estaban, junto al rey, sus dos hermanas, el obispo de León y el de Palencia, así como el mayordomo del Rey, su alférez y el notario real. De los condes del reino sólo le acompañaba en esta ocasión Pedro Ansúrez y uno de sus hermanos, el que le era más cercano a pesar de serlo solo de padre, Diego. Cada uno de éstos era servido por sus escuderos y criados y por doncellas las infantas y la reina. Junto a la escolta del rey, una cincuentena de hombres, viajaba también un escuadrón de caballería de la mesnada del Conde compuesta por veinte lanzas y por supuesto cada cual con su escudero y el caballo de repuesto. Entre todos y como hombres de armas el número superaba con creces el centenar. También y para servicio del rey y de las infantas acompañaban a la comitiva: un capellán, un médico, un bufón, halconeros reales y de los obispos y el conde, con traíllas de perros y sus rehaleros, que cuidaban con esmero a sus pájaros a quienes protegían y mimaban más que a nada y con los que cazaban durante el camino. La familia real disponía de dos tiendas, una para el rey y la reina Constanza, la niña había quedado en León, y otra para las infantas. También gozaban de ese privilegio el conde y los obispos. Las tiendas de la escolta y las nuestras eran mucho más pequeñas, apenas un cobijo. Los escuderos se acomodaban también en pequeños resguardos pero muchos dormían donde podían, bajo los carros o logrando acomodarse en algún lugar bajo una roca o el hueco de algún árbol. Porque había muchos carros y carreteras que transportaban las impedimentas, tanto las tiendas del rey y los notables, el bagaje tanto de armas y utensilios como de avituallamiento. Otros cargaban con leña que había que procurar mantener seca. Además estaban las cocinas y los cocineros y sus pinches y otros que trasportaban el agua, aunque por allí no escaseaba y lo que era más importante, las pipas de vino que no podía faltar y era imprescindible para entonar el cuerpo y calmar la sed sin miedo a enfermedades. Tampoco faltaba el ganado que se llevaba como provisión, guiado por un vaquero, un pastor y algunos zagales. Así que entre los unos y los otros, otro centenar de almas se afanaba por encontrar un lugar donde posar, unos en sacrificar una res, otros en comenzar a hacer la cena, los de allá en desensillar las bestias y darles su cebada y aquellos en establecer las guardias. Y todos en encender una buena fogata y poder arrimarse al calor del fuego. O sea que lo que nos encontramos fue un campamento con más de 200 almas, parecido número de caballos mulas y asnos, una pequeña punta de vacas y otra de ovejas y corderos a los que se habían sumado, buscando la protección del número y los hombres de armas, algunos mercaderes y peregrinos. Toda aquella gente había de comer y proveerse de vino y de leña a lo largo del camino y desde luego su llegada a las aldeas o las villas por las que pasaba las dejaba en muchas ocasiones, aunque se pagara, que no siempre, saqueadas. Lo hacía su rey pero en algunas caras veía yo la misma expresión que cuando en tierras moras pasaba por ellas nuestra mesnada. Pero había buen ánimo en el campamento, no llovía, y encendidas las hogueras muchos se reunieron ante los fuegos. Aquello me era habitual y yo sabía que allí se contaría de todo y en todo exagerando. Era el lugar de la murmuración y el cuento grueso, con cada cual alardeando de lo que podía y hasta de lo que no. Había estado en muchos fuegos como aquellos y con prudencia y sabedor que a nada por quien era y de donde venía, de la mesnada cidiana, iba a despertar una gran curiosidad a la que no creía en absoluto prudente el dar alas, preferí alejarme. Aunque seguro que mi escudero, al que vi en animada charla con otros compañeros, ya lo estaba haciendo con creces por los dos. Había cenado frugalmente y me disponía a descansar cuando un criado de los Ansúrez vino a buscarme. El conde, acabado su despacho con el rey, con quien había cenado, me llamaba. Se encontraba con su hermano y me ofreció cordialmente una buena copa de vino que me ensalzó pues era de Toro y a fe que lo valía. Reconfortado con el caldo y sentados en unos escabeles me dieron ya una más cordial bienvenida y me marcaron mi lugar y obligaciones. Yo le di recado de su hija y sobrina y les trasladé los saludos y gratitud de mi tío. —A los Ansúrez nos alegra tenerte con nosotros. Eres bien recibido en esta familia, pues sabemos de ti, por mi hija, tu tía que tanto te pondera. Conocemos tus hazañas al lado de Álvar y Rodrigo y que no te tiembla el brazo en el combate. Pero doña M ayor dice también que eres de inteligencia despierta y hasta de letras sabes —me dijo don Pedro—. Cabalgarás con nosotros como infanzón y caballero que el rey te ha nombrado. Nuestra tropa ya ha sido avisada de quién eres y de que no eres ajeno a nuestra casa. Que han de tratarte con consideración por ello y espero que esa la tengas también hacia nosotros. M antente cerca y presto a nuestra llamada —me ordenó don Pedro. —Y ahora cuéntanos tus andanzas con Rodrigo, al que dicen que el Cid llaman y que ha vuelto al favor del rey, de lo cual nos alegramos —me propuso don Diego. Relaté que en efecto y en Rueda había acudido presuroso al lado de Alfonso y que éste le había ofrecido el regreso que al fin ambos, de común acuerdo, habían desestimado. Tras ello volvió a tomar la palabra el cabeza del linaje. —Hizo bien el rey y no es la decisión mala. Rodrigo puede en este instante servir mejor a Alfonso en Zaragoza que aquí. Nadie puede poner en duda la bravura y la espada del de Vivar. Pero no es tampoco lo suyo el saber ver más allá del combate y a veces fiarlo solo a ello es revolver toda la fortuna, la del rey y la propia, como ya le sucediera. Ya hablaremos de ello Fan que es cosa que ha de aprenderse aquí y a lo que deberás tener abiertos a partir de ahora los ojos y oídos. Pero cuéntanos esa aventura tuya y cómo andan las cosas por aquellas tierras de moros y de cómo se mueven el conde catalán y el rey aragonés y cuáles son sus apetencias. A ello dedicamos la velada, con el buen vino de Toro, soltando mi lengua y mi confianza pero no tanto como para no ver que en las preguntas que tanto el uno como el otro me hacían y donde más allá que este o aquel detalle de la batalla les interesaba la relación entre los enfrentados hermanos hudíes, sus relaciones con los otros reyes de las taifas y con el conde Berenguer y el rey aragonés, así como quiénes iban y tornaban por el palacio de Al M utamin con especial atención hacia lo que podía haber escuchado de la ciudad de Valencia, pero sobre todo de las fortalezas entre el reino de Zaragoza y el toledano. Aquello era sin duda donde su interés crecía aunque me pareció que de ello sabían mucho más que yo por mucho que acabara de llegar de allí. Para mi alivio, y como de pasada y al descuido, me dejaron caer que el conde García Ordóñez no estaría en Sahagún, que en la curia celebrada en Burgos hacía un par de años se le había entregado La Rioja y en aquellas sus tierras moraba. Que el rey ya había sido informado de mi llegada y que fuera prudente y escuchara más que hablara tanto en los campamentos como entre los otros caballeros que a la corte acompañaban. Y que si algo oyera de interés acudiera sin falta a contárselo. Yo había ido a esa primera cita con mis poderosos parientes con la lección bien aprendida. Doña M ayor me había aleccionado en cuanta ocasión había tenido sobre su familia y su linaje. Y no me había hecho falta que me dijera el orgullo que los poseía, pues ella misma no podía disimular el sentirlo y ello era, a pesar de su carácter y maravillosa condición, el único defecto que me atrevía a apuntarle, aunque bien es cierto que una sonrisa inmediata y su bondad e inteligencia lo borraban al instante. Pero era una Ansúrez, eso no podía evitarlo. Y era además la hija mayor de don Pedro, el conde de Carrión y de Saldaña, señor de Valladolid, tenente de no se cuantas plazas, el vasallo más leal al rey, y el cabeza ahora de todos los Banu Gómez. Que es ahí donde más de una vez me había perdido en el relato de mi tía y en su esfuerzo por hacerme comprender la importancia y la altura del linaje en el que hasta reinas había habido. Ahora me daba cuenta de lo importante que aquí en la corte tenía todo aquello y del gran salto que en alguna manera había dado mi tío Álvar al casar con ella. Pero en aquello tampoco el cabeza de los Ansúrez se había equivocado, pues aunque pudiera parecer desigual el matrimonio y además con alguien que había combatido contra Alfonso y él mismo, supo ver la pasta del guerrero y la lealtad del pariente, que lo mismo que él tenía con el rey, no iba a dejar Álvar de tener con él para siempre. Y yo era un nuevo nudo que apretaba aún más aquel vínculo. Comenzaba a saber y debía aprenderlo presto aquel moverse de apellidos y noblezas y los enredos de esta o aquella alianza y familia. Por lo menos de los Ansúrez, que ahora eran la cabeza de los famosos Banu Gomez, que así bautizaron los moros a aquella dinastía que alardeaba ya de ser vieja cuando con el primer musulmán se toparon. Durante generaciones fueron otras ramas de la familia las que señorearon aquella región que acababa ahora siendo frontera de León con Castilla y que ocupaba desde la Liébana hasta Cuéllar. El Conde Gómez Díaz era quien cabalgaba al lado del rey Fernando pero quizás la mala fortuna de sus hijos es que ellos cabalgaran al lado de su hijo Sancho y por Castilla, mientras que la otra rama, la del hijo de Ansur Díaz, y en particular el mayor, Pedro, lo hiciera sin dudar y desde el primer momento con Alfonso y por León, y con él arrastrara a sus hermanos. Dos de ellos eran hijos de su misma madre, la condesa Elio, pero el tercero lo era de la segunda esposa de Ansur, al quedar viudo, la condesa Justa Fernández, que le dio un único hijo, este Diego, con quien ahora me había topado y que vino a resultar por mor de hermanastro el más apreciado, cuidado y quizás querido por el ahora cabeza de familia. Por él había mirado tanto y confiado de tal forma que había sido Diego el Ansúrez que permaneció como enlace en el reino mientras Pedro, Fernando y Gonzalo acompañaban a Alfonso al exilio y quien allí alentó aguijoneado por su hermano a los nobles leoneses a encerrase en Zamora con Urraca. Ni aquel ni muchos servicios posteriores lo había olvidado Pedro Ansúrez ni se lo había dejado olvidar al rey Alfonso que había concedido a Diego, a la postre, el condado, el de Astorga y la tenencia, amén de otras compartidas con Pedro, de Cervera de Pisuerga. De los otros hermanos, Fernando había muerto a edad temprana y apenas a nada de regresar de Toledo, sin ni siquiera poder acudir a la boda de doña M ayor, mientras que Gonzalo sí había hecho fortuna también al lado de Alfonso de cuyo ejército fue nombrado alférez real y más tarde tenente de Liébana, donde permanecía durante muy largas temporadas. M ermado en sus fuerzas por una herida que le impidió ya para siempre desenvolverse bien en el caballo no aparecía por las campañas ni tampoco en exceso por la corte, aunque ahora su poderoso hermano había logrado para él que fuera nombrado merino del propio Carrión, lo que le permitía a él poder estar más libre en sus propios movimientos. Pedro Ansúrez velaba por todos, si todos por él se guiaban y no se salían de la guía del rey. A ella en cierto modo volvió a conducir a sus parientes los Gómez, siempre y cuando aceptaran su primacía y así los vino trayendo al redil y ellos recuperando los honores perdidos aunque, eso sí, ya tras de su estela, y así los hijos del viejo líder de los Banu Gomez, Pelayo, García y Fernando fueron recobrando su sitio y el mayor, Pelayo, incluso el título de conde. Decía doña M ayor que no había habido momento de más orgullo de su padre que el día que suscribiendo unos importantes bienes que cedía a la catedral de León y firmaron todos juntos, Pedro Ansúrez el primero, luego Diego y a la par los tres hermanos Gómez. Juntos sí, pero primero los Ansúrez y antes que ninguno Pedro. La única faena que parecía iba a hacerle la vida a Pedro Ansúrez era empeñarse en no darle hijos varones en su matrimonio con la condesa Elio. Primero había nacido mi tía doña M ayor y luego dos hembras más, M aría, a la que ya habían casado con un conde pirenaico, Ermengol, conde de Urgel, y Urraca a la que ya le estaban buscando, a pesar de ser apenas una niña, la correspondiente boda con un conde gallego, Sancho Pérez. Pero el hijo no llegaba aunque había esperanzas. La condesa Elio estaba de nuevo embarazada y ello hacía concebirlas a don Pedro. Todo lo guardaba yo con discreción, bien aleccionado a no salir de mi sitio ni sacar los pies del tiesto. Algo que tenía aún más claro tras esa primera noche a solas en su compañía. Ellos no eran camaradas de mesnada y allí, en la corte, era preciso guardar las distancias que en los años del destierro no había guardado. Y me vino a la cabeza la imagen de mi amigo Salvadórez, custodiando el cadáver de su hermano y ahora investido de la dignidad de conde. Tal vez hubiéramos de refrenar algún abrazo. O tal vez la vieja camaradería se impusiera. En cualquier caso sí noté que el trato de Diego era, y esto no quiere decir que el de don Pedro fuera áspero, algo menos distante y más proclive a ofrecerme una mayor confianza. Y lo cierto es que entre ambos y salvando protocolos y linajes pareció establecerse, desde el primer momento, una complicidad cada vez más evidente. Que fue por desgracia muy efímera. Levantamos el campamento al alba del siguiente día y antes de que fuera mediodía llegábamos a Sahagún a cuya puerta el abad Bernardo aguarda al rey que llegaba en cabeza, con la reina al lado y las infantas y un paso detrás de él el conde Ansúrez. Yo cabalgaba en la primera fila de los caballeros de su mesnada. En Sahagún, en aquel ambiente que me era tan familiar de un monasterio, aunque éste fuera de una magnitud mucho mayor en todos los aspectos, y que se convertía en residencia de la corte cada invierno, iba a aprender muchas cosas que no sabía sobre los delicados asuntos de la nobleza y sobre el tablero del rey Alfonso. Jugaba el rey al ajedrez como jugaban los notables de Al M utamin en la Alegría pero si era muy posible que le vencieran en el tablero de fichas de madera supe que donde era casi imposible derrotarle era en el de la política y en el de la misma vida. Alfonso les estaba jugando a todos una gran partida y les llevaba ventaja en muchas piezas. M ucho de aquello y de acabar por comprender la complejidad de los movimientos en todos los reinos de España, fueran moros o cristianos, se lo debo al conde Ansúrez al que aprendí si no a querer, porque a tal no me permitió alcanzar, si a respetarlo en su justa medida. El conde siempre había estado al lado de Alfonso, desde niños y le había visto crecer. Supo percibir desde el primer momento que era Alfonso y no Sancho el favorito tanto del rey Fernando como, y aún más, el de su madre, la reina Sancha, y que dejarle a él León fue algo muy meditado y que demostraba aquella prevalencia aunque no fuera el primogénito. Supe por su boca que el rey Fernando le había encomendado a don Pedro su tutela y amparo y que éste había sido siempre fiel primero a aquella palabra a su rey y después a su heredero. Tras la derrota no dudó en partir con el hacia Toledo y que desde allí no cejaron en su empeño de restaurarlo en el trono. Supe que la rebelión de Zamora fue algo más que un movimiento aislado de Urraca, siempre ferviente aliada de su hermano menor, sino que detrás estaba, y se encerró tras sus muros con ella, buena parte de la nobleza leonesa y Diego fue correo y alma que mantuvo la moral durante el asedio. Y, aunque nadie de aquella familia me reconoció, supe que si de la traidora muerte de Sancho no se hablaba nunca en León no significaba que apenas nadie dudara de que había sido aconsejada y buscada por la hermana. Y que tras ejecutarse la perfidia todo estaba dispuesto y fue con presteza puesto en sazón para que Alfonso ocupara todos los tronos del reino y que García, sin esperanza alguna, siguiera en el palacio de Luna cargado de cadenas. Y que tampoco de ello se hablaba en león y aún menos en casa de los Ansúrez. Fue una tarde lluviosa, conversando los tres con el abad Bernardo, al que habíamos acudido a visitar y a presentarme, cuando fijándose en un tablero de ajedrez que en la estancia reposaba, Pedro Ansúrez habló largo de lo que había aprendido y sabía. Estaba ya por concluir nuestra estancia en Sahagún y con la llegada de la primavera el rey Alfonso se preparaba para mover su siguiente pieza, cuando el mayor de los Ansúrez nos ilustró a todos sobre todo lo que se jugaba en el tablero. Fue una larga exposición, una clase magistral, que intuí me estaba destinada y que escuché con gran atención porque no tenía desperdicio alguno. Creí yo, al comenzarla, que estaba destinada únicamente para ilustrar al abad, el franco Bernardo, e hice ademán de retirarme cuando una seña de Diego y una aquiescencia de don Pedro me dejaron inmóvil en mi escabel, donde no osé casi ni respirar ni moverme. Aquella fue la mejor lección de política que recibí en mi vida entera y cuyas enseñanzas me iban a permitir comprender muchas cosas que jamás sin ella hubiera alcanzado a entender. Lo primero que aprendí es que las batallas no solo se ganan con la espada ni que los reinos se pierden únicamente por la guerra. Lo que aprendí en aquella lluviosa tarde en Sahagún iba a ser en muchas ocasiones mi guía para saber dónde dirigir la vista, dónde el caballo y en ocasiones la vida. Pero también descubrí cuáles son las pasiones de los reyes, de qué sirven las palabras, cómo se aderezan las más sublimes proclamas y a qué fin en realidad se destinan, cómo somos movidos por los poderosos, cómo bailan sus alianzas, cómo cambian sus favores, cómo importa más el poder, la realeza o el condado que cualquier fe y cómo viene a resultar que en no pocas veces eso es lo que nos distingue y enfrente y no el rezar a Santa M aría o invocar a M ahoma en el combate. Sí. Eso aprendí aquella tarde de lluvia de primavera en Sahagún, aunque no lo expresaran de manera tan clara las palabras de don Pedro. Lo aprendí del gran conde Ansúrez que no por ello ni por lo dicho me pareció, sino al contrario, menos grande, ni dejé de mirar al rey Alfonso como un buen rey, sino que lo entendí tal vez como mayor de lo que lo había visto nunca. —El tablero del rey Alfonso es el tablero de toda Hispania, del que fue el reino de los Godos, de donde emanan nuestras leyes y cuya sangre por algunos de nosotros aún corre. Que reinaron desde Toledo, por donde empiezo y donde a la postre volver quiero. Aquí en el tablero de madera hay peones, alfiles, caballos, torres, reina y rey. En el de nuestra vida hay reyes, otros que a serlo aspiran y todos quisieran comerse a los demás y ocuparles el alcázar, su casilla. No hay uno cristiano y otro agareno. No hay solo un rey Rodrigo y un Califa mahometano. Unos y otros estamos divididos pero es peor ahora su división y su inquina que la nuestra. Fue Almazor el último brazo con que fuimos castigados, el último en poder hacer avanzar todos sus peones, caballeros y torres contra nosotros. Entonces ellos cruzaban en zancadas ese territorio vacío entre sus fichas negras y las nuestras blancas. Cruzaban el Duero y sus alfiles hasta el Compostela llegaban. Nada podíamos hacer salvo ser derribados y procurar entorpecer su paso. Así era por nuestros pecados y nuestras querellas. M urió en M edinaceli y en el infierno arda como ardió tras él, para nuestra dicha la disputa entre ellos, entre árabes y bereberes, entre tribus y mudéjares, la fitna le llamaron que un buen Arcángel San Gabriel y San Yago debieron de prender en sus entrañas. Se partieron, se combatieron y se repartieron y en el reparto para nuestra fortuna permanecen. El buen rey don Fernando fue el primero en leer bien en el tablero y con la reina doña Sancha supieron extraer lección de ello. León, Galicia y Castilla se unieron. Eso ahora lo ha logrado de nuevo nuestro rey Alfonso. Fernando avanzó sus líneas que hoy están firmes y se asoman por la cordillera a su línea de defensa, a su M arca, que el gran Abderramán fortificó, y que son tres: la occidental que desde el Atlántico, por encima de Lisboa y Coimbra viene y hasta casi Talavera alcanza; la oriental que sobre Lérida y desde el M editerráneo cierra y por el Ebro y el Jalón y alcanza hasta M edinaceli; y la M edia, la que protege su espinazo por el centro y cuyo corazón es Toledo, que tiene a Atienza de avanzada y la línea del Henares y el Tajuña como primeras defensas de la línea medular, que es la del Tajo. Ahora, como ellos cruzaban el Duero y atravesaban nuestras tierras hasta el mar del Norte, somos nosotros quienes sus ríos cruzamos y damos vista al mar del sur, al que yo mismo me he asomado desde Granada. Pero antes de mirar hacia sus fichas y casillas es preciso que sepamos contemplar también las nuestras. Nadie duda entre los reinos cristianos de la primacía de Alfonso. Son sus territorios y sus mesnadas los más poderosos y sus vasallos los más fuertes y numerosos. Desde Galicia hasta las tierras de los que hablan la lengua de los vascones, desde Portugal a la Rioja, hasta topar con Navarra que fue un día grande y poderosa pero que tras morir García en Atapuerca y Sancho en Peñalén, ahora está bajo la mano y la corona del aragonés Sancho Ramírez, de dura estirpe que con sus montañeses fieros quiere descender de las cumbre, abrirse paso por las llanuras y alcanzar las grandes vegas. Vecino a él y cerrando aquella esquina están los que fueron un día condes del franco Carlomagno, el de Urgel, mi yerno y muchos otros entre los que el de Barcelona, Berenguer es el más poderoso y avanzado. Frente a ellos, el aragonés y los condes catalanes, están los Hud de Zaragoza de raza árabe. Sancho y Berenguer ansían lo que poseen ambos hermanos, pero ahora fortalecen al más débil, Al Fagit, para debilitar al fuerte, Al M utamin, a quien sirve Rodrigo. No es malo que éste, ahora ya de nuevo en la gracia de Alfonso aunque no aún a su servicio, se lo preste allí en cierta manera. Su mesnada tiene a raya a las ambiciones de Sancho y Berenguer y nos deja a nosotros libres las manos. Con Rodrigo allí, ese flanco, no me cabe duda, lo tenemos bien tapado. Y de eso puede dar fe mi joven Fan Fánez, ahora en mi casa, sobrino de mi yerno Álvar Fáñez, que con él corrió aquel campo. El reino hudí que fue poderoso y unido con Al M uqtadir está ahora dividido y enfrentado. Al Fagit tiene Lérida, Tortosa y Denia, pero en medio está Al M utamin en Zaragoza, a quien rinde cierto vasallaje Abdelaziz de Valencia. Por el oeste gobierna Al M utawakkil que tiene su capital en Badajoz, un berebere de los aftasí. Es pendenciero, bravucón más que bravo, pide socorro al sultán de M arruecos y propone de continuo a los demás alianzas que nunca respeta y a nada que se le ofrezca se presta a atacar a aquellos con quienes las había firmado. Pero ello es algo, su ambición y pendencia, de lo que mejor provecho sacamos. En Toledo gobiernan los Il Nun, bereberes también. Ahora Al Qadir, el nieto de Al M amun que fue protector, protegido luego y siempre aliado nuestro. Pero con el nieto el reino es un avispero. Ha perdido lo que para Al M amum conseguimos y todo le amenaza ruina. Una ruina de la que debemos ser nosotros quienes nos aprovechemos. Porque su ruina será la mayor de nuestras fortunas, Toledo. Entre Toledo y los hudíes, en el interior, encastillados en montañas abruptas se encuentra la taifa de Albarracín cuyas cumbres inhóspitas señorea ahora el pretencioso Al M alik, hijo de Hadayl, de los Ben Razin, siempre rebeldes a todos, a los califas, a los hud, pero que a nosotros nos pagan parias como hace el señor de Alpuente, su vecino. Antes de llegar a ellos se encuentra el feudo de M olina, aliado y amigo nuestro y del de Vivar, que ofrece lealtades a todos siempre y cuando no se le asole la tierra, cosa que por ahora no hace nadie pues no es muy fértil y él en cambio un experimentado guerrero. Tras estas marcas, y ya en el corazón de Al Ándalus, está Al M utamid, el sevillano, al que conocemos bien y que ahora ha agrandado de nuevo su taifa, ha recobrado la Córdoba de los califas, arrebatando a Al Qadir todo lo que Al M amun con nuestra ayuda le arrebató a él. Todas las vegas del Guadalquivir hasta su desembocadura son suyas y señorea también a M urcia. La estirpe sevillana es árabe, los abadís, pero en el extremo oriental, Granada, M álaga y Almería son bereberes, los ziríes, quienes mandan. Fueron los últimos en llegar a la península, traídos por el hijo mayor de Almanzor. Entre ellos el más importante es Abd Allah, sin duda el más inteligente y avisado, enemigo declarado de los andalusíes cordobeses y sevillanos desde que en la fitna arrasaran sus sinhaya M edina Azahara, pero para su desgracia y nuestra mejor dicha es Abd Allah quien posee menos tropas y soldados. Además su hermano Tamin en M álaga le disputa la primacía y si se descuida el trono. Todos, árabes y bereberes, unos y otros, pagaron parias a Fernando y llenaron nuestras arcas y, aunque algunos se resisten, siguen, casi todos, pagándolas a Alfonso. Para que lo sigan haciendo es primordial acrecentar sus divisiones. Para ello, habréis escuchado que los he diferenciado por estirpes y razas, pues el odio entre los árabes de estirpe noble y los bereberes del desierto del Sahara, y que vinieron como sus tropas, es en muchas ocasiones más fuerte que la fe religiosa que les une. Recordad, Al M utamid y los hudíes de Zaragoza. El granadino, un zirí y el toledano, el de los Il Nun, el de Badajoz, Al M utawakkil y también el de Albarracín, un Banu Razin, son bereberes. Es algo a tener siempre muy en cuenta. Como es muy importante saber que las gentes que habitan Al Ándalus no son en su mayoría ni árabes ni bereberes, sino hispanos. La mayoría muladíes, que practican la religión mahometana, y una minoría, aunque a veces numerosa, en algunas ciudades como Toledo, de mozárabes, que han permanecido dentro de esas tierras en la fe cristiana. Ellos son nuestros mejores aliados y los muladíes hispanos en ocasiones también más proclives a nosotros que a sus señores bereberes y árabes. Somos en cualquier caso, y por la espada, más poderosos que ellos y aún más estando divididos y los vencemos en batalla. Pero no podemos alcanzar a conquistar sus territorios ni tenemos gentes para permanecer en ellos. Lo supo el rey Fernando y lo sabe ahora Alfonso. No podemos tomar todo. Hemos de tomarlo a trozos. No se come uno un cordero de un solo bocado. Lo que sí supo hacer el rey Fernando y sabe hacer aún mejor el rey Alfonso es debilitarlos. Son ellos quienes pagan nuestros caballeros y quienes dan pienso a nuestros caballos. Son sus parias las que agrandan a León y ensanchan a Castilla. Son sus dineros con los que se construyen las iglesias del Camino de Santiago y los albergues para los peregrinos. Nos las pagan por protegerlos los unos de los otros y con ellas a todos estrujamos. Lo saben pero no pueden evitarlo ni librarse de nuestro abrazo a no ser que quieran sucumbir al del vecino. Por conservar cada cual su palacio nos entregan lo que sustenta sus murallas. Toledo, Sevilla, Badajoz, Granada y Zaragoza se salvan los unos de los otros y de nuestras espadas con las parias. Han pagado todos y en algún momento volverán a hacerlo o ya asfixiados acabaran por rendirnos sus plazas. O acabaremos tomándoselas. Ello hicimos con Coria a Al M utawakkil, y Al Qadir nos ha dado Zorita, Canturias y Canales, por reponerlo en su alcázar toledano. He de contaros para que entendáis bien lo que os digo que algunos bien saben a qué ruina les conduce esto. Algunos como Abd Allah lo tienen escrito, pero nadie entre los suyos quiere hacerle caso. Pretende con sus palabras insultar a nuestro rey y hacerlo también conmigo que ante él fui embajador de Alfonso 39 . El zirí nos maldice al rey y a mí pero yo entiendo sus denuestos como el mayor de los elogios. Abd Allah penetra el pensar de nuestro rey para decir que el propósito de Alfonso es que «cuantos más revoltosos haya, cuanta más rivalidad exista entre ellos tanto mejor para mí. No hay en absoluta otra línea de conducta que encizañar a unos contra otros a los príncipes musulmanes y sacarles continuamente dinero, para que se queden sin recursos y se debiliten»40 . Eso escribía Abd Allah esperando que su lejanía a nuestras fronteras le preservaría de nosotros pero yo llegué a su ciudad, me presenté ante él y le exigí la entrega de un tributo. De 20.000 dinares fue la cifra. Se negó. Pero yo sabía que su hermano Tamin conspiraba contra él y el rebelde Ibn Ammar, el murciano, aliado con los de Sevilla, me ofreció cincuenta mil si le ayudaba a conquistar Granada y se la entregaba. No acepté, pues Alfonso bien me había dicho: «¿Qué ganaremos con quitársela a uno para entregársela al otro, sino dar a este último refuerzos contra mí mismo? Nada. Hasta que no podamos posesionarnos de ella y poblarla con nuestra gente, debemos desangrarla de sus riquezas». Y eso hicimos en su Vega, y cuando llegó Alfonso con las tropas levantamos un castillejo y desde allá los hostigamos y talamos sus árboles. Con la complacencia, por cierto, de su enemigo a Al M utamid que vino a contemplar nuestra obra y que hizo alarde con sus tropas ante la ciudad de los zirís. Al M utamid no sabía que él estaba también bajo nuestra mirada y que nuestro aliado Al M amun el toledano ansiaba arrebatarle Córdoba, como años después acabaríamos por hacer. Pero no era ahora el tiempo. Acabó el granadino desesperado por ceder, y con Al M amun de intermediario —y a pesar de los improperios de Abd Allah que le insultaba diciéndole que solo se esforzaba en procurar dinero a Alfonso tratando de conciliarlo y que solo deseaba ver deshecho su reino para así apropiárselo— conseguimos que nos entregara la paria exigida y que ésa sería de ahora en adelante la cantidad que cada año debía de abonarnos. Logrado aquello amparamos a Al M amun y castigamos al sevillano Al M utamid siempre reacio para el pago de las parias comprometidas. Con nuestra ayuda Al M amum consiguió al fin tomar Córdoba y se convirtió en el más poderoso de la zona, que nos era fiel y nos pagaba con presteza. Abd Allah sin embargo siempre se ha resistido, y hubo que volver sobre él. Una vez más nos vino bien Ibn Ammar, del que temía que le sucediera en el reino impuesto por nosotros. Al vernos aparecer pagó lo debido y se comprometió a hacerlo puntualmente cada año. Y Alfonso lo tranquilizó diciéndole: «Dios me libre de que se diga que un hombre como yo, grande entre los cristianos, haya venido a ti, que eres grande en tu religión, para luego traicionarte. Quédate pues en la seguridad de que no te obligaré a otra cosa que al tributo, que habrás de mandarme todos los años, sin ninguna dilación, pues en caso de retraso te enviaré mi embajador a reclamártelo y esto te llevará a nuevos gastos. Date, pues, prisa en pagarlo». Eso le dijo con su voz más dulce el rey Alfonso a Abd Allah. Un tiempo después y en una añada sucedió aquello de Ordóñez con Rodrigo y tu tío Álvar. El uno cobraba parias en Granada y el otro en Sevilla. Y ambos chocaron. Tal vez no entendieron ni uno ni otro a Alfonso. Se trataba de amedrentar a ambos, que era lo que se había dispuesto que hiciera el conde García Ordóñez pero no que entendió bien Rodrigo, aunque el primero se propasara en el ataque estando como estaba el castellano delante. No todos, amigos míos, tienen la sutileza que es necesaria en estos negocios... Todos nos pagaban y Al M amun era nuestro mejor valedor entre ellos pero lo envenenaron en Córdoba. Al M utamid ha aprovechado la situación y ahora es el más fuerte y debilita cada vez más a Al Qadir. Pero de esta nueva situación una vez más sacamos provecho. En ello supo enseñar Fernando a Alfonso, en el arte de saber usar con una mano la espada y con la otra la diplomacia. Eso es lo que quizás algunos castellanos no comprendieran pero espero que ahora vean que el fruto está maduro y que vamos a cogerlo. Porque todos hemos entendido ya que ahora el nuevo tiempo es otro y que el higo ya está presto a caer por su propio peso del árbol. En el tablero ése es el rey, ésas, las de la M arca M edia, son las torres que hemos de hacer nuestras y esos caballos son los que han de cruzar, pero esta vez para quedarnos, el río Tajo. Y dando un golpe al rey negro el conde Pedro Ansúrez lo derribó y le hizo caer en el tablero, arrastrando con él a la reina y a otras fichas. Con este gesto concluyó su largo parlamento. M iré a Diego, su hermanastro, que sonreía, a Bernardo del abad, que le miraba con atención y una expresión que parecía ir más allá en sus pensamientos y que tal vez soñaba con algo que yo no alcanzaba a percibir. El abad de Sahagún llamó entonces a uno de sus monjes y le ordenó que nos trajera vino. Brindó con nosotros y no perdieron sus ojos aquella mirada ensimismada sobre el tablero donde parecía que tuviera, él también, ya previsto ocupar casilla y comer ficha. Fue aquel el último vaso que bebí con don Diego. A poco, el hermanastro de Ansúrez enfermó y no llegó a pasar siquiera el verano. Para tristeza de su madre, Justa Fernández falleció al poco dejando a una hija, Elvira, a la que Pedro Ansúrez cuidó y tomó bajo su protección. Pero pareciera que algún mal hado se había fijado en aquella estirpe pues no tardó en seguir a su padre a la tumba y finalmente lo hizo también la anciana condesa, que supo en su lecho de muerte y en su testamento recompensar a don Pedro Ansúrez, que tan bien se había comportando con ella a pesar de no ser su madre, con su hijo a pesar de ser tan solo medio hermano y con su nieta sin serlo, dejándole todas sus heredades. Los bienes de la condesa, inventariados por el propio Abad Hugo de Cluny, fueron vendidos en un justiprecio a Pedro Ansúrez que ensanchó aun más sus posesiones y grandeza. Yo, por sus ojos, comencé a ver y comprender mejor aquella mirada de Alfonso que aquel día en Santa M aría en Burgos, cuando Rodrigo casó con Jimena, había sentido por vez primera. Pero ahora en Sahagún como en León, a donde no tardamos mucho en dirigirnos, y donde ya topé de nuevo con ella, y me escrutó varias veces, comenzaba a concretarse en toda su amplitud y ambición. Que era de un rey, que era mi rey y que era quien tenía el tablero de todos los reinos de España en la cabeza. 31 La collée o en castellano Colleja, que la corte de León había copiado de los caballeros francos que la frecuentaban ahora. 32 Murió en 1076 en Córdoba, que acababa de tomar, posiblemente envenenado. 33 1079. 34 Guerra civil que acabó con el califato 1010. 35 Guadalajara. 36 Fortalezas en las que vivían las guarniciones y los caballeros árabes de la frontera. 37 Abril de 1080. 38 Elvira se casó con Raimundo conde de Tolosa y al enviudar del conde de Carrión, Fernando Fernández. Teresa, a la que tocó en dote el condado de P ortugal, se casó con Enrique de Borgoña y su hijo Alfonso I Enríquez independizó a P ortugal convirtiéndose en su primer rey. 39 En 1075 P edro Ansúrez fue el encargado de reclamar las parias a Abd Allah, cosa que obtuvo tras una operación de castigo donde contó con la connivencia y ayuda de Al Mamum de Toledo y el beneplácito de Al Mutamin de Sevilla, que no esperaba que luego el toledano y el rey leonés se acabarían dirigiendo contra él y le tomarían Córdoba. 40 Memorias del rey Abd Allah de Granada. Capítulo VII: La Infanta A la infanta Urraca le gustaban los leoneses nobles y no gustaba de los castellanos, y menos de infanzones, a Elvira le gustaba y le disgustaba lo que dijera su hermana y a la reina Constanza, la borgoñona, no le gustaban ni leoneses ni castellanos. A las infantas les gustaba el rito hispano, el mozárabe que le llamaban, y a la reina Constanza el romano. Unas habían considerado Sahagún como su refugio y predio en tiempos de los viejos abades hispanos y luego habían congeniado con Roberto, aunque fuera francés, de Cluny y romano, pero Constanza se lo había ocupado y se había traído, al fin, a su favorito, Bernardo, que no se andaba con pamplinas y que tenía las bendiciones del legado papal, el cardenal Ricardo y del papa Gregorio quien había llegado a amenazar a Alfonso con presentarse en su reino y llegar, si fuera preciso, a excomulgarlo. Y Alfonso no quería en absoluto que apareciera un papa por su reino y menos con sus pecados. En Sahagún apenas si había visto al rey de lejos, al igual que a la reina Constanza. Ella se había construido un palacio en la cercanía del monasterio con canteros traídos de Francia, de oficio contrastado en levantar templos y edificios, que eran la admiración de todos por su manera de elevar arcos y tallar la piedra. La infanta Urraca, decían, les tenía echado el ojo y no les iba a faltar trabajo a los francos cuando acabaran de rematar su faena. El rey Alfonso se refería al palacio como el de la reina Constanza. «Los palacios de mi mujer», «Los baños de la reina», pues amén de las estancias y dormitorios y una capilla a la que solo desde ellos se accedía disponía de baños. No los pude ver, desde luego, pero para mí que tendrían mucho que envidiar, por muy reales que fueran, a los de la Zuda de Zaragoza que yo había disfrutado. Cerca del palacio, casi adosado a él, y para aprovechar el río, al igual que los monjes, se había alzado un molino. Las infantas Urraca y Elvira posaron poco en el monasterio, por no decir nada, pues ni siquiera hicieron noche y prefirieron salir la una para Zamora y la otra para Toro. Las había visto apenas y de refilón durante el viaje y no pude apreciar siquiera los cambios que desde aquel día en Burgos se habían producido en ellas. Seguían, ambas, solteras, como si fueran monjas aunque ninguna había tomado hábitos. El Infantado conllevaba de alguna forma la consideración de abadesas de los monasterios que señoreaban y protegían y ellos les había impelido a no tomar marido. Lo que en el caso de Urraca era muy pícaramente señalado. Era frecuente tema de conversación entre las gentes de la escolta real y comidilla entre los caballeros de los Ansúrez, pero ahora se hablaba mucho más de las desavenencias crecientes con Constanza y su enfrentamiento cada vez mayor por las costumbres que la borgoñona imponía en la corte y sobre todo en los ritos religiosos. La reina había logrado, poco a poco, separar a Urraca de Alfonso y librarlo de su continua cercanía y de su influjo. Le había dado además una heredera, a la que sí habían puesto el nombre de la tía, Urraca, que andaba por los cuatro años y que se unía a las dos bastardas que había procreado el rey con la leonesa Jimena M uñoz, Elvira y Teresa. La concubina del monarca, que se exhibía en la corte, en tiempos de la reina Inés, ahora se mantenía alejada y discreta, pero era de sobra conocido que Alfonso seguía frecuentándola en su discreto refugio y trataba a sus hijas como a princesas. La esposa legítima y coronada, viuda del conde de Chalón-sur-Saône, pero ante todo hija de Roberto de Borgoña y sobrina del abad Hugo de Cluny, intentaba mantener a cualquier influencia femenina que no fuera la suya, ya fuera fraternal o carnal, o ambas cosas, lo más alejada posible de su marido. Y en ello le ayudaban los clérigos y en especial los franceses recién llegados. M ás resignada o más cauta, Jimena M uñoz había aceptado su papel más oculto y desaparecido de la escena pública, pero Urraca era brava y no estaba dispuesta a ceder el campo, al menos no, sin presentar batalla. Ya todos en León, fui alojado en las propias casas de los Ansúrez y recibí un trato familiar aunque de cierta distancia y a él procuré amoldarme lo mejor posible sin hacerme en exceso de notar y estando al mismo tiempo presto a acudir a su llamada. No estaba ocioso. Fiel a las enseñanzas de mi tío seguía adiestrándome cada día en el manejo de las armas y en la monta de mis caballos. Lo hacía con dedicación y sin excusar jornada, así lloviese o nevara, y mañana hubo que me encontré solo en mis ejercicios sin hallar con quien romper una lanza o cruzar una espada. La corte tenía otras labores y otros muchos menesteres en los que, quienes la conocían y frecuentaban más que yo, encontraban más útil emplear su tiempo. M e volví persona bastante solitaria, pues ciertamente no encajaba demasiado en los usos y costumbres de otros caballeros, deudos como yo de los Ansúrez. No me sentía a gusto a su lado y ellos no me daban entrada por considerarme de condición más baja. Di, así, en deambular a mi albur por la ciudad, su muralla, cuyos pilares era fama que habían puesto los grandes guerreros de la Roma legendaria y sus templos. Así fue como topé con San Isidoro y como vine a aficionarme a ella de tal forma que raro era el día que no acabara en su cercanía observando como avanzaban sus obras. Y allí, quizás porque aún me quedaba cierto pelaje del monasterio donde me había criado, acabé por hacer amistad con un joven clérigo, Anselmo, tan ducho en saberes e historia como aficionado a las murmuraciones y que me sirvió de guía inmejorable no solo en aprender lo que las viejas piedras de León escondían sino de los secretos, supuestos o inventados, pero todos moneda común en el trasiego cortesano, que circulaban por la ciudad y el más cercano entorno del rey don Alfonso. Anselmo era un decidido partidario de Urraca, miraba con algo peor que recelo a la reina Constanza, defendía el rito mozárabe y no soportaba a los francos que, según él, se habían hecho con todo el poder en la iglesia dejando a los nativos desplazados y arrumbados a los puestos más bajos. —Constanza no nos soporta, ni a leoneses ni a castellanos, no soporta a nada hispano y considera que los francos nos son en todo superiores. No contenta con haberse traído a Bernardo ahora ha logrado que un tal Adelme, Lesmes que le llaman por aquí, haya dejado su abadía en Francia 41 y se haya aposentado en Burgos, tu tierra, donde le han entregado ya un monasterio pegado al propio palacio real y dotado con tierras, maquilas y haberes que se niegan a aquellos que no siguen ni aceptan la imposición del nuevo rito. La reina le escribió suplicante que viniera diciéndole que era imprescindible su llegada pues ella se encontraba aquí, aislada por los Pirineos, en una esquina del mundo, lejos del resto de los fieles, en donde apenas nos llega la doctrina apostólica y que por eso se seguían otras liturgias y no nos acabó acusando de heréticos de milagro. La borgoñona tirando siempre no para donde ha alcanzado el alto honor de ser reina sino para donde nació, o sea para Francia. Si eres de Cluny y vienes por esa vereda todo te lo darán, pero si permaneces fiel a nuestra tradición ya puedes darte por satisfecho si no te quitan lo que siempre ha sido tuyo. Dicen que vienen a atender a los peregrinos que van a Santiago, pero a lo que vienen es a quedarse con todo. M enos mal que Urraca nos defiende y con el Infantado ni la reina se atreve a meterse —me salmodiaba en una repetida queja que ya casi me sabía de memoria. Anselmo me había observado durante días hasta acercarse y cuando lo hizo estaba ya muy bien informado de quién era yo e incluso de mis andanzas. Era palentino y pariente, aunque lejano, de su obispo. Segundo vástago de una familia de no muchos posibles a la que le dio la hacienda, y las influencias, para que el mayor tomara las armas y se le pudiera dotar de caballo pero a él le toco ya en suerte la iglesia. Que le convino, pues no tenía en absoluto alma de guerrero y sí de intrigante. O sea, que sabía mi vida y milagros de no sé bien que manera, pero ya de entrada me saludó por mi nombre, me dijo de mi tío y del famoso Rodrigo de Vivar que andaba por tierras moras de donde yo no hacía mucho había vuelto. Y, lo que más le importaba, de mí cercanía al conde Ansúrez, el más poderoso señor de estos reinos después del propio rey. Hube de saciar su curiosidad pero algo había aprendido yo en la corte de los Hud en Zaragoza, y aún más entre los monjes de mi infancia, y me limité a contarle aquello que podía saber, y quizás ya sabía, callando lo que podía comprometernos a mí y a mi familia. Pero con solo una parte del pastel de lo que le ofrecía tenía él cosecha suficiente para satisfacer sus oídos y los de otros, en los que aderezados convenientemente, de ello estoy seguro, los iría dejando caer. Pero para mí tengo que saqué yo más del clérigo que él de mí. Y así acabé bien enterado de cuanto se cocía en León, en Sahagún, en la corte y en las abadías, de la guerra entre los ritos, entre las Infantas y la Reina y entre Cluny y los defensores del viejo rito. Que venían a ser todo lo mismo, aunque revuelto. Lo primero sobre lo que fui ilustrado, una vez más, fue del pasado y del favoritismo de la reina Sancha por su hijo Alfonso en disfavor de Sancho. Según Anselmo ella había sido quien convenció a Fernando de dejar al segundón el reino de León, al fin y al cabo el originario y más antiguo. Era el que había llegado, a través suyo, a la corona unificada, pues era hija de Vermudo III, el vencido y muerto en Tamarón por los castellanos y navarros. Su marido había sido convencido sin mucho esfuerzo pues también él veía cualidades en Alfonso que no percibía en Sancho y a éste, al que consideraba más de espada que de diplomacia, le dejó lo que en el fondo era su propia heredad, Castilla. —Pero fíjate, amigo Fan, que tus parientes los Ansúrez siempre habían estado con Fernando y contra Vermudo. Que con él combatieron. Sus tierras son linderas, la ribera del río Cea, y ellos tuvieron claro quien iba a ser el vencedor de aquel conflicto. Y luego apostaron por Alfonso, aunque pareciera ir perdiendo. Porque sabían que la nobleza leonesa más pronto que tarde acabaría con Sancho. Para ello contaban con la infanta Urraca y con el poder del Infantado. Yo no entendía muy bien el poder de las Infantas, pero Anselmo me lo supo explicar. Y como aquello del infantado tenía mucho que ver con aquella iglesia de san Isidoro, en la que ahora se afanaban los canteros franceses que Urraca había tomado a su cargo después de que le hubieran acabado el palacio de Sahagún a la reina Constanza. Algo que también disgustaba profundamente a Anselmo. —No entiendo esta moda franca ni tanta pasión por labrar piedras. Hemos levantado siempre hermosas iglesias con nuestro adobe, más baratas y en menos tiempo. Los alarifes moros resultan los mejores albañiles y elevan los más hermosos y cuadrados campanarios, como habrás podido ver en Sahagún42 y en tanto sitios desde donde repican a gloria las campanas. Es nuestra manera de hacer las cosas y en eso aprovechamos bien la arcilla de la tierra y la madera de nuestros pinares. Pues nada, ha tenido que venir Constanza a cambiarlo todo porque no le place a su gusto franco y hasta Urraca ha sucumbido a sus modas. La iglesia de San Isidoro no se llamó siempre así, sino de San Pelayo, en honor del niño mártir de Córdoba, que se negó a perder su virginidad y fue torturado y muerto por los musulmanes. Se trajo sus restos Sancho el Craso, al que su abuela, la reina Toda de Navarra, llevó a Córdoba a que le rebajaran las mantecas pues no podía con tanta grasa ni montar a caballo y por ello se le cayó la corona. Los condes lo destronaron y nombraron a Ordoño, pero logró adelgazar y recuperarla, aunque costó caro pues hubo que entregar, por los cuidados del médico Hasday Ibn Saprut, unas cuantas plazas en la frontera del Duero, que bien caras salieron las tisanas. Abderramán, de propina, le hizo merced de entregarle también aquellas reliquias cristianas. Pero no solo le dieron huesos santos sino que tras la dieta impuesta por los médicos árabes de 40 día,s en que no le dejaron probar otra cosa que caldos e infusiones, pusieron a disposición un ejército que, unido a los navarros de su abula Toda, le permitió reinar de nuevo en León. Empezó a construir la iglesia pero no le dio tiempo a acabarla, pues un conde gallego, Gonzalo Sánchez, un rebelde con quien se había reunido en el monasterio de Castrelo de M iño para hacer las paces, le dio una manzana emponzoñada, y el siempre hambriento Sancho le hincó el diente y no hubo cerca médico cordobés que lo salvara. —Por cierto, sabrás Fáñez —me ilustró el clérigo siempre atento a parentescos— que Sancho estaba casado con una Ansúrez, Teresa, hija del conde Ansur Fernández, abuelo del noble don Pedro. Ella y la hermana del rey se encargaron del reino pues el hijo, Ramiro el III era apenas niño. Y acabaron de construir la iglesia. La vieja iglesia de San Pelayo, que como puedes ver ahí por la parte norte aprovecha el gran muro que con los antiguos romanos amurallaba la ciudad entera y que aún sirve hoy para ese tramo de los primeros lienzos de la nueva iglesia de san Isidoro. Y es aquí donde comienza la historia que interesa. La hermana de Sancho el Gordo, Elvira, quiso profesar de monja y permaneció célibe, como Urraca y la nueva Elvira, su hermana, aunque del celibato de Urraca haya más que dudas —Anselmo no podía olvidar su maledicencia ni siquiera con los que admiraba y eran sus protectores—. La primera Infanta se radicó primero en un monasterio próximo al palacio del rey, San Salvador de Palat del Rey, exclusivo para mujeres de sangre real. Pero acabada la iglesia, la primera, doña Elvira, se mudó aquí. Y para dotar a san Isidoro se otorgaron muchas rentas y pueblos. Ése fue el origen del Infantado. Que según me seguía relatando Anselmo pasó por muchas vicisitudes. La peor fue cuando Almanzor, el azote de la cristiandad durante décadas, reinando Vermudo II el Gotoso, se lanzó contra León. Elvira, la abadesa, había muerto, pero Teresa Ansúrez que la había sucedido como tal recogió las reliquias del niño Pelayo y las puso a salvo en Oviedo, donde en esta ocasión no llegó el sarraceno. Pero San Pelayo fue reducida a escombros. Cuando su hijo, el Quinto de los Alfonso, el de los Buenos Fueros, reconstruyó la iglesia hubo de hacerse con materiales pobres, tapial y ladrillo, así considerados por mucho que le placieran a Anselmo, e hizo enterrar allí a todos los reyes que de León hubieran sido, su padre, y sus antepasados los Ordoño, los Ramiro, Sancho el Craso y los Alfonso, destinándose para él mismo un lugar a su lado. Ése sería el origen del Panteón de los Reyes y he de añadir que el de los obispos, pues todos los de León fueron también trasladados aquí y enterrados junto al altar, en cabecera, mientras que los reyes lo hicieron a los pies. Y todos ahora han sido trasladados al Panteón de los Reyes, junto con el rey Fernando y doña Sancha. Fue doña Sancha, que amén de reina y consorte de Fernando era también abadesa de San Pelayo, quien influyó en su marido para que adecentara aquel pobre lugar y a fe que lo hicieron. M uchas parias cobradas por Fernando a los moros acabaron siendo empleadas aquí a mayor gloria de los cristianos. Se derribó la vieja iglesia de tapial y se levantó otra con buena piedra labrada. Pero no se quiso hacer un gran templo sino uno pequeño y muy rico, una iglesia palatina, pero con una congregación de monjas y otra de canónigos, adosada al palacio de los reyes que podían, con solo cruzar una puerta, orar y oír misa desde una tribuna. Para que todo quedara cumplido Fernando y Sancha lograron de los moros sevillanos que se permitiera traer el cuerpo de nada menos que san Isidoro de Sevilla, el sabio santo y las reliquias de san Vicente de Ávila, amén de la mandíbula de Juan el Bautista para un pequeño templo, adosado al principal, que le está dedicado. Tres días antes de la Natividad de 1063 se consagró el templo mayor a San Isidoro y por los reyes se le dotó de cruces, cálices y los más hermosas ajuares. —Aquí, amigo Fan —me relató Anselmo—, vi yo orar al rey Fernando, ya en el extremo de sus fuerzas, aquella víspera de la Epifanía en que las concluyó, donde tras estar postrado ante el señor se levantó tan solo para dirigirse a su lecho y entregar su alma a Dios. Yo lo vi aquel día a nuestro rey Fernando, el mejor de los reyes que Castilla y León hayan tenido. Ojalá que nuestro Alfonso sepa rectificar su rumbo y seguir mejor sus enseñanzas. Pero esta reina Constanza lo desvía. Los reyes Fernando y Sancha se hicieron enterrar también en San Isidoro, y para ello habilitaron una cripta, a la que se vino a llamar por todos el Panteón de los Reyes, que se extiende desde bajo el templo hasta la tribuna real desde donde los soberanos oyen misa. Allí estaba dispuesto también que reposaran las Infantas, aunque el rey don Sancho fue enterrado en Oña, siguiendo la tradición castellana. Lo que era notorio es que el Infantado se mantenía pujante y había preservado sus bienes y poder. El rey Fernando había dejado eso bien amarrado y tanto a Urraca como a Elvira las dotó, merced a él, de innumerables posesiones, monasterios, pueblos y tierras. No solo Zamora y Toro, sino que muchas villas forman parte de ese patrimonio. Urraca a la muerte de su madre doña Sancha había heredado también el patrocinio y mantenimiento del templo y su calidad de dómina. Y Urraca, ya vi eso yo con mis ojos, no había perdido el tiempo. Se había atraído a los mejores canteros, los últimos los franceses de Constanza, hábiles en la nueva construcción, que se venía a llamar, por ser ellos tan apegados al rito de Roma, románica; y había comenzado unas grandes obras que ya iban adelantadas y que cada vez admiraban más a quienes acudían a contemplarlas, aunque al interior y al culto fueran contados los que entraran. Pero yo, merced a la amistad con Anselmo, tuve el privilegio de contemplarlas. En León le llamaban ya la Iglesia Nueva y lo era en verdad por muchas razones. La primera era por la manera de ensamblar de aquellos canteros y cómo elevaban arcos y muros con unas impresionantes bóvedas sin que éstas se desplomaran. Urraca había dado órdenes estrictas de respetar lo construido por sus padres, Fernando y Sancha, y ampliar a partir de la iglesia vieja, sin derribarla. Por ello los muros del norte, el que tenía la base de muralla romana, y del oeste quedaban intactos y se avanzó hacia el sur y el este. Se estaba levantando ahora una nueva cabecera y una nueva nave mayor, donde unos grandes ventanales iban a darle luminosidad a todo el interior. Observaba, asombrado, como iban avanzando en su labor y elevando la iglesia cuando un día Anselmo me introdujo en su interior y me permitió contemplar los tesoros que dentro se guardaban. Urraca había ordenado decorar con frescos el Panteón de los Reyes y era maravilloso ver cómo iban emergiendo las figuras multicolores en los techos bajo los que reposaban nuestros reyes y donde ella había también dispuesto ser enterrada. Gruesas columnas y capiteles soportaban, ensalzados con motivos vegetales o de figuras cuyo significado intentaba averiguar, una techumbre muy baja que daba a todo el lugar un aire de cripta que invitaba al recogimiento. Pero, amén de los frescos, Urraca había gastado sus dineros en enriquecer su iglesia con joyas de mucho precio y valor. Estaba la arqueta de San Isidoro, hecha de madera de roble con 25 marfiles incrustados en ella y forrada con chapas de plata, donde se conservaba el cuerpo del santo y el arca de los marfiles donde se reposaban los restos de san Pelayo y la mandíbula del Bautista. Pero me detuve más en apreciar el cáliz hecho con dos copas de ágata, unidas en un armazón de oro decorado con filigranas y piedras preciosas. En la parte superior la Infanta había querido dejar su huella y allí aparecía en pasta vítrea su propio rostro con una inscripción con su nombre bajo él. Urraca, la zamorana, quería dejar claro quien era la dómina de San Isidoro y quien proveía para su culto. También había donado una cruz, de más de dos varas de alto, con un Cristo de marfil al que habían venido a llamar el del Carrizo por cuestión que se me escapa y que ni Anselmo pudo explicarme, chapada en oro y plata y ornamentada con esmaltes y gemas y donde también aquí había dejado la Infanta su impronta y su retrato, una efigie en oro de sí misma en medio relieve con una inscripción que pudimos leer: «Urraca, Regis Ferninandi filia Sanchiae Reinae donavit». Anselmo aún me enseñó otros tesoros, como un marfil de un feroz dragón y un portapaz de la misma textura. M e contó asimismo que en diferentes relicarios, que no pudo mostrarme, se conservaban un trozo de la cruz de Cristo y otras muchas reliquias de la pasión de nuestro Señor Jesucristo. Salimos después a la galería porticada de la iglesia vieja de don Fernando y Doña Sancha y Anselmo me condujo a las diferentes puertas del templo donde se esmeraban, más que en ningún lado, los canteros francos. Yo las había contemplado antes pero reconozco que pude admirarlas y comprenderlas mejor con las doctas explicaciones del canónigo. M e gustó sobre todo la puerta llamada del Cordero cuyos capiteles representaban figuras humanas con garras en vez de pies y manos, personajes alados, en cuclillas, como escondiéndose entre los vegetales. Lo que más atrajo mi atención, y sus explicaciones, fue el tímpano esculpido en mármol blanco y apoyado en jambas rematadas por cabezas de carnero, de ahí el nombre que de inmediato los leoneses le pusieron. Se representaba el sacrificio de Isaac con el cordero enviado por Dios para sustituirlo. A la derecha se ve a Sara, la mujer de Abraham, a la puerta de la tienda y a dos sirvientes, uno a caballo y el otro descalzo. Abraham e Isaac también caminan descalzos, pues todos van a entrar en lugar sagrado, y el padre alzando la cara hacia la voz que le habla. El cordero pascual está en un matorral y detrás suyo un ángel clamando. Era la escena misma del «¡detente Abraham!» que surgía ante mis ojos incrédulos explicada por Anselmo, quien demostraba que para algo más que cabildeos había utilizado su tiempo y esfuerzo. En una esquina del tímpano otras dos figuras: Agar, la sirviente de Abraham, en la que procreó a Ismael, representado éste con un arco. Agarenos eran los hijos del desierto, los musulmanes con los que ahora combatíamos. «Pero ya estaban en el Génesis», me susurró al oído el clérigo. M e secreteó también que la escena y todas sus figuras habían sido empeño muy personal de Urraca, pues era frecuente en el arte y ritos hispanos su presencia que no aparecía para nada en el romano. Urraca en verdad no daba puntada sin hilo. Completaban en la puerta del Cordero la imagen de San Isidoro con un libro al lado y la de San Pelayo con un verdugo con un cuchillo a su lado43 . La otra puerta que requirió nuestra atención fue la del Perdón, que era por la cual entraban los peregrinos que hacían el camino de Santiago, pues en San Isidoro se conseguían indulgencia y perdón de los pecados. En ella están representados san Pablo y san Pedro y digo bien al mentar primero a Pablo pues es quien ocupa el lado derecho dejando a san Pedro a la izquierda. Una vez más la mano de Urraca se notaba en ello, pues san Pablo tenía en los ritos mozárabes esa colocación y preeminencia que ahora los romanos invertían. San Pablo era muy venerado en España y aquí seguía siéndolo. Estaba claro que se estaba librando, hasta en los pórticos y capiteles de las iglesias, una dura batalla religiosa. El rey Alfonso no se sabía bien si la había aprovechado o cedido ante ella. Pero desde luego, aunque fuese por calculado interés unificador, se había plegado a Roma y aceptado en todos sus reinos el rito romano. Pero otra cosa es que sus súbditos lo aceptaran. De hecho ni sus hermanas lo hacían por mucho que se empeñara Constanza. Pero la suerte llevaba ya mucho tiempo echada. De ello incluso yo me daba cuenta por mucho que Anselmo se empeñara. Los cluniacenses imponían su voluntad, porque en el fondo era la del propio rey. Se hablaba de continuo de los famosos juicios de Dios que se habían celebrado al efecto y de su resultado. Que no habían servido, por cierto, de nada. En el primero se enfrentaron dos caballeros, uno elegido por el propio Alfonso para que defendiera el rito romano y otro por caballeros y gentes de Burgos. Al primer envite el defensor del romano quedó fuera del campo y por tanto derrotado. Pero el rey dio por nulo el asunto. Se procedió luego a la prueba del fuego y a él se arrojaron los dos misales. Ardió de inmediato el romano y se conservó el toledano. Pero el rey recogió el misal que se había salvado de las llamas y lo volvió a arrojar donde el rescoldo era más intenso hasta que al final también prendió en él la llama y lo consumió. Y ya se dijo en Burgos y en Castilla y en León «Allá van leyes donde quieren los reyes». Lo cierto es que, monsergas de Anselmo aparte, la cuestión no me importaba en demasía y en aquella defensa de Urraca veía yo algunos otros intereses, como la defensa de sus propias prebendas del Infantado que tan suculentas rentas le reportaban, más decisivos que el apego a las tradiciones, aunque me inclinara por aquello que durante toda mi vida me había acompañado. Quizás es que mi vida en tierra de los moros me había hecho bastante más laxo en el cumplimiento y observancia religiosas. Lo cierto es que comenzaba a sentirme ocioso en la Corte, a la que por otro lado apenas si veía de lejos. Sí alcancé a poder observar un día a las Infantas, precisamente en San Isidoro, cuando acudían a misa. Ambas habían envejecido durante aquellos años. A Urraca los años no la habían tratado bien y había perdido aquella emanación de hembra poderosa y con peligro que yo había percibido en santa M aría de Burgos. Caminaba derecha, enhiesta como un palo, pero algo fallaba en su movimiento, como si se hubiera agarrotado por dentro, aunque aparentemente se mantuviera erguida y poderosa. Elvira era la de siempre: una sombra de su hermana. Aún caminando a la par pareciera que iba un paso tras ella. Con el conde Ansúrez apenas si alcancé a platicar en un par de ocasiones más y fue para darme alguna nueva de mi familia y por fin, en la segunda, anunciarme que se estaba esperando de manera inminente a mis tíos, Álvar y doña M ayor, que iban a establecerse en León unas semanas antes de que el rey iniciara sus movimientos militares de primavera. Que estaba por cierto deseando que llegara y más, si como todos decían, el ejército y todas las mesnadas se iban a dirigir a la conquista de Toledo. Llegaron mis tíos y eso me hizo algo más placentera la vida, pues con ellos entonces sí tuve ocasión de acudir a algunos actos en los que los condes y señores de la corte se daban cita. Aunque también algo que me estaba barruntando y temiendo empezó a planear sobre mi cabeza. M i tía tenía la decidida intención de casarme y yo ninguna gana de hacerlo. Fue llegar doña M ayor a la corte y comenzar una auténtica selección de candidatas, desconocidas por mí, por supuesto, pero a las que buscaba posibles y linajes, antes que gusto y amorío. Tenía que emparentar y cuanto antes, pues me iba haciendo mayor, con alguno de los magnates ya que por lo visto lo de una hija de conde estaba un poco por encima de las posibilidades del momento, aunque no de sus apetencias. Cada día doña M ayor barajaba una ristra de nombres y ascendencias y yo en cuanto podía salía a escape a entrenarme y, con todo ensañamiento, a derribar a lanzadas o mandobles muñecos y tablados. Suponía que había de ser así, que habría de casar como ella me indicara y que ello sería lo más conveniente. Pero algo en mí me incitaba a retrasarlo, a escapar si fuera posible de la atadura. Pero aquí ni siquiera podía contar con la complicidad de Álvar porque él también consideraba que era hora de que pusiera casa propia y plantara simiente. Lo cierto es que sí me había cruzado, sobre todo en los oficios religiosos, con numerosas damas, fueran solteras o viudas, y a las que había mirado al principio con interés pero cada vez con más desgana. M e parecían únicamente preocupadas de sus apariencias y sus aves marías y no entendía, tras los placeres de Asisa, qué placer pudieran darme, aunque, en eso tenía que convenir, me darían los hijos necesarios. Pero mi tía no cejaba y de su mano acudí más a la corte en aquellas semanas que en toda mi anterior estancia. En uno de ellos pude ver de cerca a Alfonso que me honró haciéndome acercarme a saludarlo. Aquel día estaba flanqueado de Constanza pero también se encontraban presentes sus hermanas Urraca y Elvira. Y Urraca estaba exultante, pues Alfonso vestía la hermosísima túnica azul en oro bordada que ella le había regalado y que era la admiración de todos por su belleza, su tejido y su filigrana. El rey se paseaba con ella gustoso y Constanza torcía el gesto. Pero quien lo tenía torcido en verdad era García Ordóñez. Un gesto repetido en su cara había ido haciéndosele rictus con los años y, en verdad, le había hecho merecedor del nuevo apodo, Bocatorcida, con el que no había caballero castellano que no lo mentara y que había sustituido al de «Crespo de Grañón», por su pelo, con que le designaban los leoneses. Bocatorcida se cruzó con nosotros pero, aunque se paró con Ansúrez y muy ceremonioso se inclinó ante doña M ayor, apenas si cruzó unas palabras con Álvar Fáñez mientras a mí me miraba de soslayo. Sabía muy bien quienes éramos. Casi peor que toparme con Bocatorcida fue el tener que andar de sonrisas y requiebros con las insulsas damas que doña M ayor se empeñaba en que congeniara y que me parece que, sabedoras de sus intenciones, aunque no de las mías, parecían afanarse por hacer dengues y dejar caer miradas entre despectivas y lánguidas como si aquello fuera lo que pudiera hacerme sentir atraído. Cada vez me parecían más ridículas y artificiosas. Y su pose desdeñosa no hacía sino retraerme aún más en su presencia. Pero estoy seguro que de permanecer allí un mes más al final hubiera sucumbido a las añagazas de mi tía. Por fortuna para mí, a nada fuimos reclamados para acompañar al rey en la campaña de primavera y pocas veces he de reconocer me he puesto a ensillar mi palafrén con más ganas que aquella. Álvar concitó a sus hombres de armas y con una lúcida tropa de cincuenta lanzas partimos junto a Alfonso. Pero no fue nuestro destino Toledo, sino Sevilla. El rey Al M utamid había decidido sacudirse el yugo de las parias de Alfonso. M altrató a los emisarios enviados a reclamarlas, les dio como todo pago aquellos amenazadores escudos de piel de hipopótamo, animal africano que decían era monstruoso, mitad caballo, mitad pez, pero gigantesco, mortífero y de piel tan dura que era difícil atravesar hasta por las saetas de las mejores ballestas. El sevillano no solo había hecho eso, sino que, según llegó a conocimiento de Alfonso, quien tenía espías por doquier y en todos los reinos, había escrito al emir Yusuf, el africano, que estaba levantando un imperio en M arruecos y al que seguían riadas inmensas de guerreros fanáticos. Ambos convinieron que era necesario que Yusuf se apoderara de la ciudadela de Ceuta para poder desde allí saltar el estrecho con sus barcos, y para tal fin unieron sus fuerzas, asaltándola y poniéndola bajo el poder del almorávide, que así ya se les comenzó a llamar entre los cristianos. Al M utamid contribuyó con barcos y soldados y se creyó fuerte y protegido. Caímos sobre sus vegas como la langosta, cruzamos el río Guadiana y llegamos al Guadalquivir, allí arrasamos sus campos, destruimos todo y saqueamos lo que pudimos, con las guarniciones árabes escondidas y atemorizadas en lo alto de sus alcazabas y sus alcaldes y guerreros sin atreverse a salir de sus muros. Yo cabalgaba junto a mi tío y nuestros hombres, duros y avezados por las batallas del destierro, destacaban en el ataque. Aunque lo cierto es que poco había que afrontar. En toda la algara apenas si enristre la lanza un par de veces y enarbolé otras cuantas mi espada. Huían ante nosotros y sus jinetes, lejos de enfrentarnos, escapaban al galope de sus más ligeros corceles. Cargados de botín regresamos. Alfonso había sabido que los que se oponían a Al Qadir en Toledo conspiraban tanto con el andalusí sevillano como con el hudí de Zaragoza. Querían de nuevo expulsar al Il Nun, al que no sin razón calificaban cada vez más de miserable, avariento y traidor a todos, y para ello requerían a los dos reyes de taifas, como habían hecho antes con M utawakkil de Badajoz, para que les ayudaran a librarse de él y de paso de Alfonso. Se enviaban cartas pero nadie movía ni un batallón de caballería. Y de Alfonso en realidad no se libraba nadie. Ni Al Qadir, su presunto aliado, que en realidad era un pelele al que exprimía y mantenía apenas con resuello. En verano retornamos a Toledo y di vista, por vez primera en mi vida, a la ciudad que tanto iba a marcármela. M e quedé sobrecogido al contemplarla, rodeada por el río Tajo, subida en el roquedo, con su alcázar atalayándonos. M ucho iba a tener que contemplarla y muchas veces circunvalarla con mis rondas, pero aquella vez nos limitamos a plantarnos ante ella y a cortarle las vías de suministro. Se contaba en el campamento, como cierto, un sucedido que le había ocurrido al rey Alfonso estando en ella desterrado y protegido por su amigo Al M amun. Éste no se fiaba del todo del cristiano por más que en tantas ocasiones confluyeran sus intereses y hasta luego sus ejércitos. Conversaba el rey de Toledo con sus cortesanos más ilustres sobre como podría caer en manos de sus enemigos la bien cercada y mejor fortificada Toledo, protegida además por el río y el impresionante cañón que en casi todo su perímetro la rodea. Lo hacían en su almunia predilecta, las orillas del río, su lugar de solaz, y observaron que Alfonso dormía profundamente recostado en el tronco y a la sombra de un árbol muy próximo. Escamado Al M amun de que pudiera estar haciéndose el dormido, y hubiera escuchado lo que hablaban, ordenó para comprobarlo que fundieran plomo y se acercaran a él advirtiendo que iban a echárselo en una mano. Con ello suponían que de estar despierto se sobresaltaría y quedaría descubierto. Pero Alonso, que si estaba en vigilia no hizo tal sino que soportó la quemadura y solo hizo que despertaba al recibir su ardiente mordida. Y así pudo descubrir y guardar el secreto de la conquista de Toledo sobre el que platicaban Al M amun y sus visires. Éstos habían concluido que era imposible hacerlo por asalto pero un sabio árabe estableció que, asolando sus campos e impidiendo sus cultivos durante siete años, la ciudad se rendiría. Alfonso, el de la «mano horadada», se fabulaba y se decía en las hogueras del campamento, ponía ahora en práctica aquella enseñanza conseguida con el dolor de una quemadura. Llevaba en realidad ya años haciéndolo. Supuestamente era protector de Al Qadir pero impedía sus suministros y lo acogotaba, creándole además extremas dificultades con su oposición interna que clamaba por entregar la ciudad a cualquier otro rey de taifas que consiguiera plantar cara al cristiano. Pero los candidatos a hacerlo, uno tras otro, se excusaban con buenas palabras y ningún hecho. Y Alfonso apretaba el dogal, acampados ante sus muros hasta casi concluir el verano, saciándonos con sus frutos, mieses y ganados, recibimos visitas y mensajes de nobles toledanos que consideraban que para tal situación quizás no fuera la peor opción entregarle la ciudad y desprenderse tanto de Al Qadir como de los otros reyezuelos musulmanes. M ejor era tener un señor poderoso y fuerte que el vivir sufriéndolo tanto a él como a quien se le sometía. Creo que aquel verano comenzó a fraguarse la negociación y por lo que yo observé el conde Ansúrez, que también había sido huésped de Toledo en el exilio, multiplicó sus contactos. Fue significativa la instrucción que a tal efecto se le dio a Álvar y a otros capitanes de las tropas más adelantadas. —Hostigad a Toledo pero no maltratéis a sus gentes. Quitadles sus ganados pero dejadles algo para su supervivencia, no taléis sus árboles y no los matéis si no fuera obligado menester entrar en combate con ellos. Y en ello perseveramos. El rey volvió a la corte de León y a viajar por el reino, el conde Ansúrez y el Bocatorcida lo hicieron también y partió incluso con ellos mi tío Álvar pero yo opté por quedarme y pareció bien a todos. Pasé aquel final de año del 83 por las riberas del Tajo, aposentado tanto en Canturias como en Canales y en Zorita a la que tomé afición más que a ninguna de las otras fortalezas, con la misión de impedir que los toledanos respiraran y haciendo que les fuera muy difícil que les llegara la comida y los bastimentos. No era un cerco pero poco se movía por los caminos y las vegas sin que nuestra caballería no les cayera encima y les despojara de todo. Cuando el rey volvió en el verano de 1084 Toledo desfallecía y se desesperaba. 41 Chaise-Dieu en Clermont. 42 El románico de ladrillo, una de las joyas arquitectónicas tanto de esa zona como de la segoviana. 43 Una restauración posterior colocó el verdugo al lado de san Isidoro y el libro al lado de P elayo y así continúan en la actualidad. Capítulo VIII: La conquista de Toledo Si Ansúrez me explicó sobre un tablero de ajedrez la estrategia y los movimientos del rey Alfonso, durante aquellos dos años en la frontera con los moros toledanos yo aprendí sobre el terreno a poner en práctica sus tácticas y el conde Sisando, el mozárabe, me enseñó cómo la palabra podía tener mayor capacidad de abrir murallas que las piedras lanzadas por las catapultas. Fuera o no verdad la leyenda del falsamente dormido Alfonso en la Huerta del Rey, lo cierto es que de no serla bien pareciera que se ajustaba como guante a la mano de lo que acaecía. Si cada uno de los movimientos de las piezas en el tablero del rey obedecía a ese fin último de conquistar la que fuera capital del reino godo del que se consideraba heredero, cada paria que cobrábamos o cada cosecha que saqueábamos tenían un idéntico objetivo: Debilitar a la pieza que pretendíamos derribar y dejarla, además, sin apoyos y en total soledad. Porque tan esencial era privarla de alimento como aislarla de la manada musulmana y que desesperara de cualquier apoyo. Por ello previamente lo que hicimos fue amarrar las manos y sembrar el miedo en quienes pudieran ayudarles. El más cercano era M utawakkil, el más chillón, y que había hecho sus intentos y hasta conseguido efímeramente expulsar a Al Qadir y sentarse en el trono del alcázar toledano. Pero no era enemigo de consideración, a pesar de sus bravatas. Escribía de continuo a Yussuf, el almorávide, para que acudiera en socorro de Al Ándalus, pero por su parte se limitaba a salir con mucha pompa con su ejército y retirarse en cuanto veía aparecer nuestra caballería. Se negó a pagar las parias y arrogante y engreído escribió a Alfonso: «Ayer, no más, tu abuelo pagaba tributo anual a Almanzor. Por eso confió en Alá y en sus ángeles y Él, por último, nos dará a sus creyentes la victoria y el paraíso». Como respuesta Alfonso le arrebató Coria44 , estableció en ella una potente guarnición y adelantó su primera torre en el tablero. Otra intervención del jactancioso príncipe árabe le llevó, en efecto, a tomar el poder en Toledo aupado por los descontentos con Al Qadir. Y significó otro avance esencial en la partida, fue que Alfonso repusiera al de los Il Nun en el trono haciéndose pagar, encima, al más caro de los precios. Amén de dinero y avituallamiento se entregaron a nuestras tropas los castillos de Canales, Canturias y Zorita. El primero junto con el lugar llamado Olmos habían sido en tiempo de Al M amun ya habitados por los castellanos que disponían de ellos para dejar y cuidar a los heridos tras las campañas, pero ahora tanto ellos como las otras dos potentes alcazabas eran enclaves esenciales en el avance, en el cerco y en asegurar que ninguna amenaza pudiera venir de ese lado contra nuestras líneas45 . Desde Canturias, sobre las juntas del río Gévalo con el Tajo, dominábamos el paso y el puente 46 y atalayábamos a lo lejos a través de una extensa llanura47 a la propia y poderosa Talavera y su feraz valle. Allí confluían las viejas calzadas desde M érida y desde Ávila y Salamanca y también lo hacían un poco más allá, el Alberche y no lejos el Tiétar con el gran río cuyo dominio ansiábamos. Su posesión nos fue providencial cuando el hijo de M utawakkil, Al Fad, el más decidido y valiente de la familia, se decidió por una vez a pasar de las palabras jactanciosas y las súplicas al sultán marroquí a una acción directa y propia. Pero bien controlados, desde su salida de M érida, sus movimientos no nos costó interceptarlo y con una carga de las tropas de las guarniciones conjuntadas ponerlo de nuevo en fuga hacia sus posiciones de partida. Desde Canales y Olmos se controlaba el río Guadarrama, se cerraba el paso de la sierra y se tenía bajo control tanto a la fortaleza de M adrid como a cualquier salida en esa dirección desde Toledo. Por último Zorita, la más poderosa de las tres fortificaciones, cerraba el paso sobre el propio río Tajo por el norte, pues más arriba el cauce se hundía en infranqueables desfiladeros y con su posesión cerrábamos las posibles entradas de los moros de toda aquella zona, que era precisamente la originaria de los Il Num, pues por allí confluían veredas, caminos y calzadas que venían de Uclés, Huete y la propia Cuenca. El cepo se iba cerrando y para que los toledanos abandonaran toda esperanza de ayuda exterior saqueamos la zona del Guadiana y el Guadalquivir, llegando hasta la propia vista de Sevilla para intimidar, aún más de lo que estaba, a Al M utamid. El granadino Abd Allah, el más inteligente, era sin embargo el que menos peligro suponía por la debilidad de sus tropas y lo lejano de sus líneas. Bastante tenía con sobrevivir. Y en cuanto a los Hudíes de Zaragoza, que tan bien conocía, ahora se demostraba lo astuto de Alfonso no insistiendo a Rodrigo a que regresara. Él se las entendía con los moros valencianos, que andaban siempre entre someterse a Toledo, hacerlo con Zaragoza o intentar independizarse de ambos, con los leridanos y con los cristianos aragoneses y catalanes. Aquel flanco quedaba así neutralizado. Supe por mi tío Álvar, que llegó a nosotros al comenzar el invierno del año 1084 y con toda su mesnada, que la operación decisiva contra Toledo estaba en marcha, que nuestro antiguo camarada de correrías, Rodrigo, no permanecía precisamente ocioso por tierras aragonesas y que aquel verano, en pleno agosto, había librado una nueva y cruenta batalla contra las tropas coaligadas de Al Fagit de Lérida y de Sancho Ramírez de Aragón, que pretendieron forzar el paso del Ebro y asaltar la taifa de Zaragoza. Álvar, aunque contenido y tras estar a salvo de oídos indiscretos, no pudo refrenar su entusiasmo al contarme la nueva hazaña de nuestros antiguos camaradas. —Ante el requerimiento del aragonés de que levantaran el bloqueo del vado y abandonaran el castillo que el año anterior, el de Olocau, había guarnecido y al que llaman el Nido del Águila, Rodrigo contestó muy cortésmente que «Si el rey, mi señor, desea atravesar pacíficamente el territorio yo mismo le acompañaré de buen grado y le daré escolta con cien lanzas, para que le protejan en su camino». Ya sabes, Fan, como es Sancho Ramírez. La respuesta lo puso furioso y sin trazar siquiera un plan de batalla se lanzó en tromba sobre las tropas del Cid, que no solo le aguantaron en los vados, sino que, tras detener su embestida, cargaron contra ellos y los moros deshaciéndoles y haciéndoles huir a uña de caballo. Los que pudieron. Porque lo que ha llegado a Castilla es que si bien el rey aragonés pudo ponerse a salvo, no lo han hecho muchos de sus más poderosos vasallos, como el mismísimo obispo de Roda, Raimundo Dalmacio, el conde Sancho Sánchez de Pamplona, su sobrino, los tenentes de M onclus, Buil y Alquézar y el mayordomo del rey, Blasco García y muchos otros nobles entre los que había también castellanos y leoneses expatriados por Alfonso como Anaya Suárez de Galicia, el conde Nuño de Portugal, Nuño Suárez de León y García Diez de Castilla. La victoria fue total y el recibimiento de Zaragoza tan entusiasta como el que nos dedicaron a nosotros tras la victoria contra el conde Ramón Berenguer en Almenara. Desde Fuentes, a casi cuatro leguas, había arcos tejidos y guirnaldas de flores para ellos. Y nuestro rey Alfonso no se entristeció para nada de la derrota de Sancho Ramírez ni mucho menos. Para mí que fue mucho su alborozo. Así libres las manos para ocuparse de Toledo y tampoco le pesa que Rodrigo haya humillado a nobles de su reino por él desterrados. Al Cid ya desde Rueda no lo considera tal, sino que lo ve como el mejor aliado. Creo que lo veremos pronto en nuestra tierra, Álvar. Yo la verdad es que en aquel gélido noviembre lo que recordaba y echaba de menos más que combatir con aragoneses eran las dulces, tibias y ardorosas carnes de Asisa y sus juegos en las calientes aguas del baño de la Zuda. Sobre Zorita, donde nos hallábamos, lo que caía aquella tarde era un aguanieve que acababa por empapar hasta los huesos si se permanecía a la intemperie. La cellisca azotaba con furia el patio de la fortaleza y aún más las almenas e incluso parecía quererse meter por cualquier rendija de los muros y morder a quienes nos acurrucábamos en torno al fuego. M i tío me trajo aquellas nuevas y con él partí, junto con sus cincuenta lanzas, hacia Canales. Desde allí íbamos a hostigar, nevara, lloviera o helara, a todo aquel que intentara entrar o salir hacia Toledo. Álvar traía instrucciones muy precisas. Había que apretar el dogal y colocar a los toledanos en una situación desesperada antes del asedio definitivo. Que parecía ya inminente pues tras convocar a todas las tropas, excepto a quienes quedaron de guarnición necesaria en las fortalezas, se nos anunció que todo el ejército de Alfonso estaba en camino y el propio rey lo encabezaba dispuesto a no regresar a León sin haber entrado antes en Toledo. A las dos semanas vimos llegar los primeros destacamentos avanzados de caballería y tras ellos el ejército castellano-leonés al completo con todos los condes y vasallos del rey y sus mesnadas. Alfonso con los más allegados se instaló en un lugar que bien conocía, los jardines de Al M amun, la Huerta del Rey, junto al vado del Tajo desde donde se divisaba uno de los puentes y puertas más fortificadas, la de Alcántara. Álvar fue de los elegidos para estar cerca de su morada y me reclamó junto a él. Alfonso en campaña era mucho más cercano y accesible, al menos lo era para Fáñez, al que de continuo reclamaba a su lado y hasta en una ocasión se digno saludarme, llamarme por mi nombre y hasta elogiarme —Fan Fáñez, el sobrino del buen Álvar. Sé que me has servido con provecho desde que te armé a la vuelta de Rueda caballero y que has soportado aquí un duro invierno. Tras esos muros está nuestra recompensa. Y tuve ocasión de servirle de nuevo y pronto. Sobre la Huerta del Rey y frente mismo al puente de Alcántara se halla un empinado promontorio rocoso y fortificado que los moros ocupaban y desde el cual nos vigilaban y hostigaban con flechas y saetas. Alfonso nada más instalarse consideró que debía ser tomado para que no hubiera un solo enclave extramuros, y menos éste, que le entorpeciera. La misión fue encomendada a Álvar y con él fui en aquella jornada que pudo ser la última de mi vida. M i tío consideró que el ataque con la caballería resultaría infructuoso y podría ocasionarnos muchas pérdidas y que tampoco los moros iban a dejarse sorprender ni caer en celada alguna. Así que si bien destacamentos a caballo se aproximarían hasta llegar a las defensas, lo harían tan solo para que peones y algunos de nosotros, desmontando, escaláramos por aquellos riscos y consiguiéramos forzar sus defensas. Para ello contó ante todo con un grupo de caballeros villanos, que como distintivo cubrían sus lorigas no con coloridas túnicas sino con una burda estameña del color de la tierra. Los llamaban pardos, los «pardos de M inaya», pues también el apelativo de su primo había calado entre las tropas y por él se le conocía, y eran hombres endurecidos por la frontera pues provenían de las tierras ya al sur del Duero, siempre peligrosas y expuestas. Álvar fiaba en ellos y ellos lo seguían con total entrega y fe en sus órdenes. Aquel día, o mejor aquella noche, dieron prueba de su valía. Los moros frenaron nuestra embestida, nos detuvieron ante sus defensas, impidieron nuestra infiltración y nos causaron muertos y muchos heridos. Pero los pardos se pegaron a la tierra y a las rocas y así llegó el atardecer y la niebla comenzó a subir desde el río por las faldas, tapándolo todo e impidiendo la visión apenas a unos metros, pues se hizo espesa como puré de garbanzos y de igual manera que los moros no nos veían entre ella, corríamos nosotros el peligro de despeñarnos al dar un paso, fue a la postre lo que propició que al cabo cumpliéramos nuestro cometido, aunque de nuevo sufrimos bajas y hubo de derramarse mucha sangre, entre ella la mía. Los pardos habían logrado forzar uno de los muros y penetrar por un portillo pero todo era confuso y cuando yo fui a introducirme por la grieta cayó sobre mi casco el filo de una espada. De haberlo hecho algo más abajo, sobre el cuello, ni la loriga me hubiera salvado. Aún así quedé conmocionado y me llegó al cuero cabelludo el filo del arma. Comencé a sangrar en abundancia y rodé, ciego, por el suelo. M i enemigo descargó de nuevo su arma y esta vez su filo me penetró bajo el muslo hiriéndome de nuevo. Y me hubiera rematado a no dudarlo pero una sombra le llegó por detrás y alcancé a escuchar su aullido de dolor y de sorpresa de mi enemigo cuando un puñal le entró por el costado y le hizo desplomarse. Aquella misma mano y aquel puñal le cortaron el resuello rebanándole de inmediato el cuello y luego fue el pardo quien gritó a sus compañeros pidiendo ayuda. Entre dos me sacaron por el portillo fuera de la refriega, me recostaron contra unas rocas y entraron de nuevo por la hendidura para proseguir su tarea. Yo me fui reponiendo y, tras procurar detener la sangría que me caía del cuero cabelludo apretándome un pañuelo contra el corte y aplicarme otro paño en el tajo del muslo, esperé entre la bruma el fin de la batalla. Al fin oí los gritos de victoria de los nuestros y a poco a mi tío Álvar llegar hacia mí para socorrerme. M e acercaron una acémila de las que habían quedado al pie del cerro y sujetándome como pude conseguí descender hasta el campamento cercano a la Huerta del Rey. Era noche cerrada y allí la niebla era aún más espesa pero Alfonso permanecía despierto a la espera de las noticias. Se congratuló con la victoria pero al saberme herido ordenó que me llevaran a un aposento en los propios palacios, que llaman de la Galiana, y que su propio médico, un judío toledano por cierto, que tenía desde los tiempos de su exilio, me atendiera. Lo hizo muy cumplidamente y fue a él a quien primero oí hablar del sabio Azarquiel, el más famoso astrónomo de Toledo, con quien el destino me tenía deparado un encuentro definitivo en mi camino por la vida. M is heridas me permitieron también tratar al conde Sisnando, quien fue el mejor maestro que en aquel momento y para el resto de mis días pudo depararme el destino. Porque de mis heridas me vino a la larga el amor y a la corta mejorar mi manera de entender muchas cosas de aquellas tierras y sus gentes que me iban a ser tan queridas en el futuro. La herida de la cabeza, que a primera vista y por el escándalo de la sangre, que me recorría la cara, parecía de mucha gravedad resultó no tenerla apenas. El medico judío me rapó el cabello para evitar infección y trabajar mejor en la brecha y me cosió el desgarro en el cuero cabelludo. Aunque hube de morder un cuero para soportar el dolor mientras lo hacía, éste no me resultó tan atroz pues me dio a beber cierta pócima que aletargo mis sentidos. No tardé en sanar de aquello y a poco me retiró las lañas que me habían puesto y poca señal quedó del costurón cuando me fue creciendo el pelo. Pero la herida del muslo se complicó mucho más. Era fea y muy profunda, había tropezado al hueso aunque no llegó a quebrarlo y, a pesar de que el judío limpió la carne muy hábilmente, algo maligno debió quedarse en ella pues comenzó a supurar y ello preocupó mucho al galeno. M e subió la fiebre y atisbé en la mirada de Álvar una desazón que no podía ocultar cuando venía a visitarme. Pasé algunos días febriles pero finalmente el médico hebreo logró controlar la infección y poco a poco el costurón comenzó a cicatrizar en firme y yo a poderme valer. Pero estaba débil y se consideró, debo agradecerle de nuevo al rey Alfonso que hasta vino un día a visitarme, que debía permanecer en aquellos aposentos y disfrutar de las comodidades de los palacios de la Galiana en vez de regresar de inmediato a la tienda de campaña. Vino a verme el día de Navidad, tras haber asistido todos los condes, magnates y nobles que le acompañaban a una solemne misa del Gallo cuyos cánticos oí desde mi lecho. El deseo del rey de apoderarse del castillo se había cumplido y su seña ondeaba en él confrontando a las torres de la puerta de Alcántara y al alcázar del moro. —Vaya, Fan Fáñez, casi no alcanzas a entrar en Toledo ni alcanzar la recompensa que te había prometido. Ya has derramado sangre por tu rey y verás que éste no es desagradecido con quienes por él la vierten. He dispuesto que te quedes aquí hasta que estés totalmente restablecido. Tal vez haya que asaltar esos muros y necesitemos de ti de nuevo para ello, pero confió en que no sea así, ¿verdad, Sisnando? Se dirigió al hablar así a un noble señor, ya de blanca barba, que le acompañaba. Yo ya sabía de quien se trataba pues era su nombre bien conocido, pero no le había visto nunca en persona. —No hará falta que corra más sangre, mi señor, si somos pacientes y sabemos inclinar y atraer hacia nosotros definitivamente la voluntad de los toledanos como única esperanza suya —contestó y, dirigiéndose a mí, me preguntó—. ¿Quién eres muchacho, que a tu propio rey preocupas? ¿Dónde te hirieron? —Soy Fan, el sobrino de Álvar Fáñez, me hirieron en el asalto al castillo que domina la puerta de Alcántara48 . —¡Ah! El sobrino de Álvar y con él curtido en batallas. Con tal tío no te faltarán nunca, pero ahora en esta tregua por tu herida ven a verme. M e gustara hablar contigo y que me cuentes vuestras andanzas por tierras de los hudíes de Zaragoza. A tu tío es difícil en según que cosas hacerle soltar prenda. Estos castellanos secos —concluyó con una carcajada—. El buen Álvar, orgulloso has de estar de tu tío y tu linaje. M e alegró escuchar tales elogios en su boca y cuando mis ilustres visitantes marcharon tenía yo más que decidido usar de su invitación y más cuando mi propio tío, aquella misma tarde, me la encareció. —Pocos hay en todos los reinos que superen en saberes y astucia a Sisnando. Pero tampoco le alcanzan en bondades. Alégrate con su amistad y aprende de sus enseñanzas. Nadie hay ahora en este cerco que mejor aconseje al rey ni que más sepa de los asuntos que en la ciudad sitiada se cuecen. Dentro tiene tantos oídos y aliados como fuera. En el confía Alfonso, como también muchos toledanos, para que no se produzca el peor de los males y todo pueda concluir sin que haya que derramar mucha sangre. Porque si hubiera que asaltar Toledo serían muchos los que perecerían. Solo hay que ver la fortaleza de sus murallas y los pocos lugares por donde se podría asaltarlas. Álvar, aunque muy someramente, me informó acerca del personaje un poco más de lo que yo ya había oído. El conde Sisnando Davídiz no había nacido en tierras cristianas sino en Córdoba, donde había llegado a estar en la privanza y el consejo de los reyes sevillanos, siendo embajador de Al M uhammad, el padre de Al M utamid, ante el rey Fernando. Pero era de religión cristiana, un mozárabe, aunque era general creencia que aun profesando nuestra fe sus padres eran de raza hebrea y de ello su apellido judaico, y tornó sus lealtades. La religión influyó, sin duda, en su decisión pero aún más el favor del rey Fernando, quién lo atrajo hacia él y le hizo dejar el servicio del rey sevillano. Los árabes desde entonces echaban pestes contra el cordobés pero reconocían su ingenio y decían que era «hombre que había sacado chispas de la brasa de la inteligencia» pero que ahora «iba muy lejos entre la osadía y la mala intención y que su bajeza de alma le hizo pasarse al miserable campo cristiano y establecido en Galicia había adquirido gran experiencia de caminos y fronteras y acabado por dominar los secretos de la política y el gobierno»49 . Lo conocían, lo temían, lo respetaban y los mas fanáticos de la religión islámica, sobre todo los de ascendencia árabe y bereber, lo odiaban en extremo, sabedores de cuanto daño podía hacerles por conocerlos mejor que nadie. Sisnando había aconsejado a Fernando en la toma de Coimbra y tras el éxito alcanzado el rey le dio la tenencia de la plaza que había desempeñado con prudencia, conservado y ensanchado sus dominios y merced a su buen trato conservado a mucha de la población no solo mozárabe sino también mudéjar al tiempo que establecía acuerdos de paz con los territorios limítrofes, pues los hispano musulmanes confiaban en él más que en sus propios reyes de taifas. Había reconstruido y fortalecido el castillo de Coimbra y su condado florecía bajo su mano recta pero suave en el trato a los vencidos. Las vegas eran fértiles, la comida abundaba, los artesanos llegaban de todos los confines a establecerse allí, florecían las artes y mozárabes, mudéjares y judíos convivían en paz. El rey Alfonso sabedor de sus cualidades y experiencia lo había traído con él a Toledo donde se había convertido en su mejor consejero. Confiaba más que nadie en su influencia con los mozárabes toledanos y también con los mudéjares para que finalmente no vieran otro remedio que entregarle la ciudad. De Al Qadir ya se encargaba él mismo. En realidad con el servil y trapacero reyezuelo ya tenía todo pactado Alfonso desde hace años. No le preocupaban sino los alfaquíes toledanos y los que aún llevaban en sus venas sangre árabe y los bereberes. Ellos querían resistir a toda costa. Y si tenía yo deseos de conocer a aquel hombre, a don Sisnando, aún me los acrecentó más el médico judío, que le profesaba verdadera reverencia y él consideraba como a uno de los suyos. Pero en ello erraba. El conde Sisnando no era hombre sometido a la religión y si algo le disgustaba más que nada era la intransigencia religiosa y que las creencias diferentes enfrentaran a los hombres y les hicieran matarse entre ellos. En aquel clima bélico no lo expresaba con rotundidad pero no dejaba nunca de atemperar los ánimos de los más exaltados y sobre todo de los caballeros francos que en número creciente se habían unido a la expedición para participar en lo que consideraban una cruzada y un acontecimiento sin precedentes: la reconquista de la capital del reino visigodo y cristiano a los infieles después de casi 400 años de ocupación e imposición mahometanas. Los francos, al calor y a la llamada de la reina Constanza, no entendían en absoluto el que en Toledo vivieran cristianos ni que en los reinos cristianos lo hicieran musulmanes y tantos y tan respetados judíos. Cuando mi pierna ya me permitió el moverme, aunque lo hiciera apoyado en una muleta, aproveché la primera ocasión que se me presentó para ir a visitar al conde. Había podido asistir ya a la misa por la Epifanía de Reyes y al cruzarnos me saludó con una sonrisa de afecto. Así que tras comer me presenté ante sus sirvientes y solicité su audiencia. Salió presto, me recibió al instante y me buscó el mejor acomodo para mi todavía maltrecho cuerpo e hizo que nos sirvieran dulces y vino. Luego me hizo relatarle toda nuestra estancia en Zaragoza con sosegadas e incisivas preguntas, poniendo especial énfasis en las desavenencias entre los hudíes reinantes y sus diferentes caracteres personales. Yo hablé mucho pero aún encontré lugar para que él también me ilustrara, pues si algo tenía claro es que era él quien en verdad podía hacerlo. Sisnando comprendía a la percepción la estrategia de Alfonso, heredera en cierto modo de la de su padre Fernando. A los dos había servido y a los dos había inspirado. Aquella táctica de rendir por consunción a Toledo era, en realidad, la suya. —Utilizar sus dineros, que a ellos debilitan y a nosotros fortalecen, dividirlos y enfrentarlos. Las taifas se deshacen entre ellas y nosotros de todas ellas extraemos sus riquezas, impidiendo siempre que haya una que descuelle y se imponga a las demás. Todas han de estar parejas en fuerza o mejor dicho en flojedad. Alfonso bien podía haber tomado sus ciudades, como bien entiende el inteligente rey granadino. Pero no quiere. No solo porque los asaltos se pagan con innumerable sangre y en ocasiones resultan largos y hasta infructuosos, sino porque tomada la ciudad ¿cómo mantenerla? Conquistado un territorio, ¿cómo controlarlo? Eso es todavía más difícil que tomarlo por las armas. Solo hay que posesionarse de lo que pueda mantenerse y repoblarse. No hay en los reinos cristianos gentes para ello. Es pues preciso contar con quienes sí están dispuestos a aceptar nuestro dominio e incluso lo anhelan. Los primeros, por supuesto, son los mozárabes, los que han perseverado en la fe cristiana. Pero tienen sus costumbres, sus propios ritos y se malician no sin razón que tan solo cambiaran un conquistador por otro, aunque éste sea de su propia religión. Tal cosa pasa y lo que al principio se entiende como liberación acaba en ocasiones siendo ocupación con los conquistadores que se adueñan de todo sin importarles a qué Dios recen los ocupados. Eso debe cuidarse en extremo y eso no puede suceder en toda esta ciudad y este reino de Toledo si queremos preservarlo, pues ellos han de ser nuestro primer sostén. De no hacerlo se volverán contra nosotros y lo que hoy se gana mañana puede perderse. Junto a ellos hay que ganarse también a los mudéjares, hispanos pero conversos desde hace quizás siglos al Islam, por conveniencia o por convicción, pero que han sido vecinos de estas ciudades y aquí tienen sus raíces. Ellos antes que a los alfaquíes, a los intransigentes musulmanes, a los señores árabes y a los feroces bereberes, nos prefieren a nosotros si les garantizamos poder viviendo libremente y practicando su culto y sus oficios. En Toledo, mozárabes y mudéjares, desean nuestra entrada. Y hasta hay quienes dentro de los propios árabes la entienden como el menor de sus males. Incluso ellos nos han ofrecido la rendición si ésta es pactada. —¿Y Al Qadir? Sonrió Sisnando con una cierta mueca de desprecio. —Él es el primero que tiene ya pactada su entrega y la de su reino a cambio de una salida y su fortuna. Pero ha de disfrazarla ante los suyos. Debe aparentar resistencia pues sabe que es odiado y tan solo entre los Beni Il Nun de sus tierras de Cuenca, Huete, Uclés y Santaver puede encontrar alguna acogida. Esos lugares, su propio solar le será respetado, y también aspira a lograr Valencia, que un día fue vasalla de su abuelo Al M amun y de Toledo pero que ahora con el aguerrido Abdelaziz Abu Bakr rinde cierta pleitesía, pero casi en igualdad al hudí de Zaragoza, vuestro señor Al M utamin que va a casar a su propia hija con él para anudar aún más fuertemente su vínculo y en cierta forma dejar unido el reino, ya que sin duda aspira también a apoderarse de Denia que señorea su hermano Al Fagit, el rey de Lérida. Al Qadir es ruin y malo, pero nosotros lo hemos hecho aún peor y más odiado. La necesidad del amparo de Alfonso le obliga a esquilmar a los suyos con los más grandes impuestos para satisfacer las parias. Y así vive en la perpetua angustia. Si no nos paga, hacía tiempo que hubiera perdido el trono como ya lo perdió cuando entró en Toledo Al M utawakkil jaleado por los nobles árabes y bereberes. Pero si consigue la protección de nuestro ejército es a cambio de tener que saquear a su pueblo para abonarnos nuestros servicios. Porque desde luego, lo que no está dispuesto en absoluto es a tocar su propio tesoro. Su avaricia es legendaria. Pero ahora ha llegado al final. Está dispuesto a entregar Toledo y todo el reino, desde M edinaceli a Talavera, pero hay que esperar, es cuestión de tiempo y de que los propios toledanos venzan la resistencia de los intransigentes y nos abran las puertas. Porque esas puertas han de abrirse desde dentro. Alfonso sabe bien que más allá del asedio, el asalto a pesar de su debilidad se antoja muy difícil y sangriento. Si es que lográramos consumarlo. M ejor que se abran desde dentro las puertas. Que se abrirán cuando entiendan finalmente que no tienen otra salida y nos dejaran entrar por ellas. Aquella fue la parte política de nuestra plática donde tanto de provecho aprendí, pero fue tan bien la segunda vez, y ésta extensamente, que oí hablar del sabio Azarquiel, el judío de ojos azules que pasaba por ser el más sabio de los astrónomos y el mejor constructor de instrumentos para mirar el cielo y medir los tiempos. —Azarquiel, que murió hace ahora unos pocos años, comenzó de muy joven a trabajar los metales siendo un simple aprendiz de orfebre pero no ha habido luego en toda Hispania quien haya logrado al fin de los días acumular más saberes, alcanzar tales invenciones y construir tan portentosas maravillas. Álzate, Fan y, si puedes, acompáñame a que te muestre algunas. Pues aquí en estos palacios está su huella y la obra de su mano. Los palacios de la Galiana eran en verdad hermosos, sus patios, arcadas, columnas, celosías y ventanales no tenían nada que envidiar, aunque en miniatura, al palacio de la Alegría de Al M uqtadir, al fin y al cabo Al M amun y Al M uqtadir habían sido parejos en grandeza, pero lo que maravillaba eran sus jardines y en ellos sus aljibes y estanques. Al M amum los había mandado diseñar a uno de los más sabios de su corte, Ibn Wadif, que sabía como nadie del poder curativo de las plantas, maestro de mi médico judío, pero que unía a ello su placer por la naturaleza y además de escribir el Libro de los M edicamentos, que mi hebreo conservaba como el mayor de sus tesoros, y en verdad lo era, había dibujado de tal manera los jardines que los había convertido en la plasmación misma de la belleza, la placidez y hasta de la sensualidad y cuya sola contemplación relajaba el espíritu y endulzaba los sentidos. Pero la flor más hermosa de aquel jardín la había añadido Azarquiel. Todas las salas de recepción del palacio conectaban con una espaciosa alberca, centro de los jardines. Era en aquellos espacios donde el sabio judío había instalado su clepsidra, que yo ahora contemplaba anonadado ante la explicación de don Sisnando. Era un reloj de agua, que permitía medir el tiempo nocturno, algo que antes jamás se había logrado, ante la ausencia de luz que permitiera hacerlo con los relojes solares. El judío había pergeñado de tal manera el estanque que éste se llenaba y vaciaba en ciclos perfectos de 29 días según los meses lunares. Sobre el aljibe se alzaba una cúpula por la que se deslizaba el agua creando maravillosos reflejos que ensimismaban la vista y serenaban los pulsos más agitados. No faltaba una gran noria que se reflejaba en la superficie del estanque y cuyo sonido decían semejaba el llamado de una camella a su cría perdida. M e maravillé de todo aquello y de tanta belleza y el recuerdo de los días en Zaragoza me asaltó de nuevo y el de la bella Asisa, a la que quizás me evocara el nombre y la leyenda de los propios Palacios de la Galiana. Su cálida pero lejana memoria flotaba sobre mi ánimo cuando, junto al conde, recorría las estancias y los jardines del palacio que, se decía, tuvo que ver con una hermosa princesa toledana. Una leyenda que en más de una ocasión he revivido yo después por tierras de Guadalajara y quizás contribuido a extenderla. Habían sido los caballeros francos que en buen número acompañaban a Alfonso quienes habían hecho correr aquel cantar por todo el campamento cristiano. No lo comprendíamos muy bien en su lengua pero uno de los suyos, que se encontraba convaleciente como yo de una caída del caballo, que le había roto varias costillas y quebrado una pierna, tuvo a bien y la paciencia de írmelo descifrando y traduciendo. Fuera pura invención de los francos para hacerse valer en esas tierras que le eran tan ajenas o tuviera algo de verdad, lo cierto es que la leyenda cogió cuerpo y a aquel paraje ya se le llamaba tanto Huerta del rey como Palacio de la Galiana. Que eran, según el franco, dos los que tenía aquella princesa mora, hija del rey Galafre. El uno intramuros pero desde el cual secretos pasadizos llevaban a éste, que a las orillas del Tajo y emboscados entre arboledas y jardines se encontraba. A Toledo llegó en aquel entonces, exiliado de su patria nada menos que el hijo del rey Pipino, Carlos, que luego sería el gran Carlomagno. Vino de incógnito y se hizo llamar Carlos M ainet. Bien acogido junto con los caballeros que le acompañaban en su destierro por el rey moro, éste lo hospedó donde ahora estábamos nosotros sin saber que la princesa conocía el pasadizo entre sus estancias en Toledo y sus jardines y que allí se topó un día con el apuesto Carlos y así comenzaron sus encuentros y amores. Pero no era el franco su único pretendiente. El rey de la vecina M adinat Al Faray, también llamada Guadalajara, Bradamante, aspiraba a su mano y tiempo atrás había medio convenido con Galafre de que se la otorgara. Pero el toledano parecía haberse olvidado de su promesa y el alcarreño, harto de sus largas y excusas a pesar de los maravillosos regalos que como presentes le había enviado, entre ellos un magnífico caballo, llamado Brunchete, y la más excelente de las espadas, Guiossa, que luego fue la famosa Durandarte del emperador de los francos; la que éste cedió a su sobrino, el bravo y desdichado Roland, muerto en Roncesavalles. Bradamante se presentó ante Toledo con un gran ejército y exigió por las bravas la boda y el cumplimiento del compromiso. Galafre estaba dispuesto a ceder pero no así el enamorado Carlos quien retó a singular duelo a su rival, que éste aceptó. El encuentro quedó fijado en una dehesa cerca de unos salinares llamados de Balsamorial que hay entre las aldeas de Olías y Cabañas en término del poblado de M agán y que se encuentra a unas dos leguas y medio de Toledo. Hacia allí se dirigieron los contendientes pero el ánimo del moro quedó quebrado al comprobar que su oponente iba montado en el caballo que él mismo había regalado a su nada enamorada Galiana y que para colmo en la mano traía su propia espada Guiossa. La princesa se los había hecho llegar, a quien sí era dueño de su corazón, por el pasadizo entre ambos palacios, nada más enterarse del singular combate por ella. El duelo, con un desmoralizado Bradamante, al que ni siquiera la ira vengativa subió los arrestos, acabó con la victoria de Carlos. Pero sabedor de que, a la postre, sus amores resultarían imposibles, decidió huir con su amada y aquella misma noche se la llevó robada por sendas que, tras dejar la ribera del Tajo, remontan a las alcarrias de Guadalajara. Luego atravesando por Zaragoza alcanzaron al fin la tierra gala, donde se celebraron los esponsales y Carlos le puso a Galiana palacios en Burdeos50 . Pregunté a don Sisando por la historia y éste, aunque la enalteció por hermosa, no dudó en tacharla de invención de los caballeros francos. Pero fuera invención o no, yo prefería el romance que la historia en la que se quedaba el conde mozárabe. —Es conocida en Toledo desde antiguo la Vía Galiana, pero no por princesa alguna, que en todo caso sería hija de un alcaide, como lo sería el de Guadalajara, y ambos sometidos al califa de Córdoba, sino porque esa Vía era la calzada hacia las Galias, que por la puerta llamada de Perpigñan y el Puente de Alcántara salía de Toledo hacia Guadalajara y Zaragoza hasta cruzar los Pirineos por Summo Portu 51 en Canfranc. Pero sin duda, te reconozco Fan Fáñez, que resulta más bella la hermosa «chansón» de los francos. Cada mañana al alba, en un rito repetido, el rey Alfonso abría la ventana de la planta superior del palacio de la Galiana, donde estaba su aposento, y que daba vista a los muros de Toledo, y se quedaba un largo rato contemplándolos y recorriendo con su vista desde la Puerta de la Bisagra a la de Alcántara, recorriendo las imponentes murallas, las torres defensivas, las sucesivas barbacanas, que trepaban por el cerro, y el imponente alcázar. Cada mañana de aquellas largas noches donde a las seis ya comenzaba a caer la noche y había que esperar a pasar las siete para que amaneciera. Largas noches, frías y húmedas, pues aquel año llovió y nevó copiosamente. Pero al menos en el campo cristiano había comida y lumbre. Porque dentro en Toledo solo moraban el hambre y el frío. A los toledanos no les quedaba ya nada que quemar excepto sus puertas y cada vez tenían menos que llevarse a la boca. Excepto Al Qadir que seguía disfrutando del lujo, la opulencia y el calor de la lumbre, de sus concubinas, de manjares ocultos y del vino en su alcazaba. El crudo invierno dio paso a una leve primavera, pero no por ello se elevó el espíritu de los toledanos cada vez más carentes de todo y donde los partidarios de la rendición ganaban adhesiones cada día. Los negociadores que parlamentaban con el conde Sisnando comenzaron a hablar ya sin tapujo de capitulación inmediata. Yo había dejado ya mi aposento del Palacio de la Galiana y me ejercitaba duramente para recuperar mi vigor y destreza, entumecidos por la herida y el largo tiempo de inacción. Debía de fortalecer ante todo mi pierna que había perdido grosor y músculo y ello era imprescindible para un caballero. Seguía visitando en algunas ocasiones al conde pero éste estaba muy ocupado en sus conversaciones con los sitiados. Una tarde de mayo que me acerqué a sus aposentos vi salir, presurosos y escoltados por hombres de la guardia del rey, a un grupo de notables moros que regresaban por el puente de Alcántara hacia su ciudad. Sus gestos y rostros reflejaban un profundo abatimiento. Sisnando aceptó recibirme y tuvo a bien relatarme lo ocurrido y en lo que él había tenido mucho que ver. El sector que se oponía en Toledo a entregar la ciudad fiaba aún al apoyo de los otros reyes musulmanes su salvación y como no cedían, Sisnando para desbaratar esa última esperanza accedió a que se llegaran a la Huerta del Rey para pedirle a Alfonso que les permitiera viajar en embajada para pedir ayuda hacia la corte del sevillano Al M utamid, el más cercano y suponían que dispuesto, tras el fracaso de Al M utawakkil. Podía parecer algo extraordinario pero Sisnando lo tenía todo más que previsto y con ello quería dar la puntilla a cualquier esperanza. Llegada la embajada ante la tienda del rey, que aprovechando ya el buen tiempo había hecho plantar una en el campo habiéndole imitado sus nobles más cercanos, su guardia los rechazó, indicándoles que el rey Alfonso dormía y que no era cuestión de despertarlo. Se dirigieron entonces a la de Sisnando, al que conocían bien por los continuos tratos que con él se traían. Éste los recibió y se dispuso a presentarlos ante Alfonso, pues a él no le era impedida la entrada. Introdujo a los emisarios y el rey, restregándose los ojos como si se acabara de despertar de su sueño, les interpeló malhumorado: «¿Hasta cuándo me vais a engañar? ¿Qué queréis aquí?». Ellos balbucearon que su permiso para ir en embajada hacia Sevilla. Entonces Alfonso estalló en una sonora carcajada. —No os hará falta viajar tan lejos. Podréis encontrar a vuestros amigos sevillanos aquí mismo —y dando una palmada hizo comparecer a quienes dijeron ser los embajadores del propio Al M utamid que le traían sus saludos y variados presentes que depositaron ante él. Alfonso retiró displicentemente con el pie los regalos y les habló de forma altanera, despreciando sus zalemas y exigiéndoles que, de inmediato y si no querían que su ira cayera sobre sus tierras, le proveyeran de lo necesario para el alimento de sus mesnadas y sus bestias. Ellos accedieron con muestras de sumisión y salieron presurosos. Eran aquellos enviados toledanos, bien lo sabía Sisnando, de los clanes más contrarios a la rendición, de los Banu Lawranki y de los Banu M uguit, los más levantiscos contra Al Qadir. Ni siquiera sus rostros y modales, tan dados al ocultamiento, pudieron evitar el abatimiento que la escena que habían contemplado les causaba. Alfonso, sin más palabras, los despachó también a ellos que salieron acompañados del conde, quien acabó por convencerlos de que era inútil cualquier resistencia y esperar cualquier ayuda si querían salvar al menos sus vidas y hasta sus riquezas. —Verás, Fáñez, como esto es el final. Ya puedes decirle a tu tío que no hará falta que dirija el asalto a las murallas. Ello acaecía el 3 de mayo y el día 6 del mismo en la propia Huerta del Rey se firmaban las capitulaciones. Toledo se entregaba a Alfonso y con Toledo toda la M arca M edia, sus fortalezas y sus tierras que todavía conservaba. El júbilo nos recorrió a todos y en todas las tiendas comenzaron los preparativos para entrar en la ciudad y tomar de nuevo posesión de la que había sido la capital del reino cristiano de los godos, donde se decía que hasta podía encontrarse la propia mesa del templo de Salomón en Jerusalén. Aunque los castellanos pensábamos que ése no era sino otro cuento de los francos. M ucho se habló de las condiciones de rendición y mucho se discutió sobre ellas y tiempo hubo de hacerlo y saberlas, pues la entrada se demoró en veinte días. Supimos que lo pactado, y lo que quedábamos comprometidos a respetar, era que los moros salvaban sus vidas y haciendas, así como libertad y respeto para sus mujeres. Podrían, a su voluntad, quedarse en Toledo o marchar a cualquier lugar con seguridad y que no se les asaltaría en el camino y que se respetarían sus propiedades si querían retornar a tomarlas o deseaban venderlas o trasmitirlas. Pagarían tan solo los tributos del rey, en la cuantía normal que se pagaba en el reino de Alfonso. Lo que más disputa creó desde un primer momento fue la noticia de que conservarían para su culto y por siempre la mezquita mayor. Sobre el resto de los lugares de culto había confusión, aunque ya en Toledo existían un total de ocho iglesias mozárabes, pero parecía inevitable que hubiera que abrir nuevos templos para el culto cristiano y desde luego se sabía que el rey había pedido ya a Roma silla arzobispal para la ciudad, como en la antigüedad había tenido, y por tanto sería necesario levantar uno mayor que sirviera de catedral. Se entregaba al rey el alcázar, el complejo fortificado que lo circundaba, así como la Huerta y el palacio donde había posado y se comprometían a rendirle también cuantas alcazabas y ciudades componían el reino, desde M edinaceli a Talavera, desde el Henares al Tajo y al Guadiela. Alfonso puso su mano sobre lo escrito y el pacto quedó sellado. Quedaba en nebulosa lo que sucedería con la tierra originaria de Al Qadir, la tierra de los Il Nun, pero aunque se le permitiera residir allí, tanto en Zorita, que ya estaba en nuestro poder, como en Uclés, Huete, Santaver y Cuenca habría fuerzas cristianas. Si después pasaba a ocupar Valencia, como con él estaba pactado, lo haría también bajo custodia castellana pero de ello hube de enterarme tiempo después por mi tío quien iba a ser finalmente el encargado de cumplir con todo aquel cometido: Rendir las alcazabas, proteger al vil Al Qadir y entronizarlo en Valencia. Salió el odiado reyezuelo de su ciudad en un lucido cortejo que escoltado por mas caballeros cristianos que moros se dirigió a Cuenca, única ciudad que le ofrecía con gusto acogida pues allí era alcaide su pariente Ben Alfaray. Y nosotros nos preparamos para entrar al fin y tras aquellos años de espera en la ciudad. La ficha decisiva, y que concluía la partida, había sido tomada en el tablero del rey Alfonso. Se discutió aún por donde habría de hacerse la entrada triunfal. Los unos proponían que fuera por el puente de Alcántara que daba directamente a las grandes fortificaciones y el complejo que rodeaba al alcázar, que era el destino final donde Alfonso recibiría la ciudad y se sentaría en el trono, pero se impuso la tesis de que, para escenificar mejor el triunfo, la comitiva real se dirigiera, con todo el ejército tras ella, saliendo de la Huerta hacia la puerta de la Bisagra52 y por allí ascendiera recorriendo todo el casco hasta el alcázar. Ello fue del gusto de Alfonso y a tal efecto y cada cual se dispuso a engalanarse tanto él mismo como su caballo. Una vez más los francos en esto nos sacaron ventaja pues aparecieron deslumbrantes en la concentración previa al desfile que se realizó en la explanada de la Vega. M i tío Álvar, que con su mesnada iba apenas atrás de los condes, me llamó a su lado. Tras nosotros cabalgaron los pardos que tampoco aquel día hacían brillar armadura alguna, envueltos en sus capotes terrosos. Entramos lentamente, con las señas en alto, por la Bisagra y de dos en fondo subimos al paso por la puerta de Valmardón. No hubo aclamaciones ni vítores, ni siquiera de los mozárabes que se limitaban a saludos y sonrisas con la mano, sin dar excesiva rienda suelta a una alegría que quizás del todo no sentían. Nosotros devolvíamos los saludos y mirábamos hacia las ventanas con sus celosías ocultando a quienes a buen seguro nos observaban. Era domingo y sonaban algunas campanas en las iglesias mozárabes pero nada que ver aquello con el júbilo de las gentes de Zaragoza en nuestro triunfo de Almenara. Al pasar por delante de una mezquita ya nos llegó a nosotros que momentos antes se había producido un hecho milagroso. El caballo de Alfonso se paró ante ella y se negó a seguir a pesar de que el rey lo espoleaba. Algunos vieron en ello una señal divina y se procedió a derribar el trozo de muro ante el que su caballo cabeceaba. A los primeros golpes se derrumbó dando lugar a un vano en cuyo interior apareció la imagen de un Cristo crucificado que allí había sido tapiado por los primitivos cristianos cuando Toledo cayó en poder mahometano. Nosotros no vimos nada, pues cabalgábamos un largo trecho detrás, pues como digo nos antecedían los condes del reino, sus mesnadas y algunos otros grandes magnates con las suyas y tan solo supe de aquello porque hubimos de detener nuestro paso por aquel parón en la cabeza de la marcha. Luego me narraron el sucedido y no era cuestión por mi parte de no dar crédito, aquel día de 25 de mayo de 1085, a un milagro. En cualquier caso aquella mezquita fue la primera en ser convertida de nuevo en iglesia. Lo escrito y pactado estaba escrito en un pergamino y las espadas de los conquistadores eran de hierro forjado. Eso mismo parecían entender muchos moros toledanos. Pues mientras que nosotros entrábamos eran multitud los que salían por el puente de Alcántara y emprendían camino hacia el sur con sus pertenencias. Una larga reata de carros, mulas, jinetes y caminantes no cesaba de atravesar el Tajo y enfilar hacia los territorios aún en manos islámicas ya en las orillas del Guadiana. Durante los días posteriores fueron muchos los musulmanes, sobre todo los de origen árabe y berebere, que abandonaron la ciudad. Y la partida se fue haciendo cada vez más multitudinaria. Los clérigos islámicos así lo aconsejaban y reiteraban en sus llamadas a los fieles, ante quienes llegaban a presagiar el fin de todo Al Ándalus. El temor se apoderaba de ellos y no fiaban en las promesas de Alfonso y Sisnando. El alfaquí de Toledo, Al Gassal, clamaba cada tarde desde el alminar de la mezquita mayor: «Aparejad vuestros caballos, andalusíes, pues quedarse aquí es locura. Los vestidos suelen comenzar a deshilacharse por los bordes, pero el nuestro se ha desgarrado ya por el centro». La sensación de pérdida y de derrumbe de todo Al Ándalus era general entre ellos y la euforia se apoderaba de nosotros. El rey Alfonso quizás pensara en que a poco, y con un nuevo embate, todo el tablero cayera en sus manos. Pero tal vez todos hubiéramos debido ser más precavidos. Los que huían de Toledo eran mucho más convincentes en sus alarmas y sus súplicas que las cartas de los reyezuelos al sultán de M arruecos, Yusuf, el almorávide. Quizás debería Alfonso haber seguido haciendo caso de Sisnando aunque para mí tengo que todo lo que había sucedido e iba a suceder era inevitable y que la caída de Toledo en nuestras manos iba a despertar y lanzar sobre nosotros fuerzas lejanas y temibles. Pero eso no lo sabíamos entonces cuando disfrutábamos de nuestro triunfo en Toledo y paseábamos orgullosos sus calles estrechas. Aunque tuve poco tiempo para ello. A nada mi tío Álvar fue llamado al alcázar y yo le acompañé a la antesala dispuesto a esperarle en ella, pero quiso Alfonso que entráramos juntos y en mi presencia le dio las instrucciones que nos iban a tener en danza durante muchos meses y hasta años. M i tío ascendía en el amor de su monarca y a él y sus mesnadas encomendaba la rendición de las plazas y la ocupación de muchos de los territorios del reino que habían de plegarse y someterse a quien ahora ya reinaba en Toledo. Nos encomendó encarecidamente no establecer asedios inútiles y procurar, con ayuda de notables moros y mozárabes toledanos, que tomáramos posesión de las plazas, villas y poblados, que eran muchos, hasta el número de 80 y de las extensas las tierras ganadas y sus alquerías diseminadas por ellas. Todo un reino había caído. Pero ahora había que hacerlo nuestro. En realidad, la más dura tarea comenzaba. 44 Año 1079. 45 Canturias se encontraba a una legua del actual Belvis de Jara. Canales estaba en las cercanías de Recas, sobre el río Guadarrama. Zorita dominaba y domina el paso superior del Tajo tapando tanto una posible incursión desde la taifa de Zaragoza como de Cuenca-Valencia. 46 P uente del Arzobispo ahora. 47 Calera y Chozas. 48 El castillo de San Servando. 49 P alabras del historiador árabe Ben Bassam en su obra « Dajira» , aunque en efecto se estableció en lo que entonces era Galicia, en Coimbra, los historiadores musulmanes solían llamar gallegos al conjunto de los cristianos y como « gallego» trataban también al propio Rodrigo Díaz de Vivar. 50 Existe todavía esa vereda en la alcarria de Guadalajara, la Galiana, « el Camino de la Galiana» . Y el nombre galianas se ha hecho extensivo a las trochas que atraviesan aquellas montes. 51 Somport. 52 Existen ahora dos puertas de la Bisagra, la que fue ampliada y reformada por el emperador Carlos V y otra a su derecha, muy cercana, que se considera la antigua y por la que se supone que entró Alfonso. P ero hay quienes indican que ambas existían y que por cada una entraron los caballeros cristianos hasta confluir en una sola marcha por la calle central, pues ciertamente las dos puertas están separadas por apenas cien metros de muralla. Capítulo IX: Emperador Alfonso Cinco años atrás habíamos corrido aquellas tierras como plaga de langosta, desterrados de la nuestra y con nuestro sustento colgado, como seña de vida de la punta de hierro de nuestra lanza. Ahora regresábamos como señores a tomar posesión en nombre del rey Alfonso de sus ciudades y castillos. Nada más sentarse en el trono del alcázar de Toledo, el rey envió a sus capitanes por todo lo que había sido el reino de su amigo Al M amun o al menos de lo que había preservado su nieto Al Qadir. Y para esa misión eligió sobre todos ellos a quien ya consideraba su mejor guerrero y en quien mejor podía confiar para tal misión. Pues estaba por ver si los alcaides y caballeros musulmanes que custodiaban las plazas las iban a entregar dócilmente o si presentarían encarnizada resistencia. El Gobierno de Toledo había sido puesto en manos del prudente Sisnando y las plazas más cercanas e importantes a la capital fueran ellas mismas enviando emisarios de sumisión. Talavera, Santa Olalla, Escalona, Alamín, Illescas, Buitrago, sobre el Lozoya; Uceda y Talamanca, sobre el alto Jarama, y M adrid, las villas del Alberche, el Guadarrama, el M anzanares y el bajo Jarama aceptaron sin demora que guarniciones cristianas se aposentaran tras sus muros y en sus alcazabas. Al igual que en Toledo fueron muchos los moros que partieron y no había gente en los reinos cristianos para repoblarlas, aunque eran cada vez más los francos que llamados por el poder de Constanza y de Bernardo llegaban a estas tierras. Al sur del Tajo no fue tan fácil el empeño. Aprovechando la debilidad de Al Qadir, el sevillano Al M utamid se había apoderado de toda aquella tierra al norte del Guadiana y mantenía en Calatrava potentes destacamentos que defendían la fortaleza y guardaban el entorno. Calatrava era el punto avanzado de Al Ándalus hacia el norte, como antes lo había sido Atienza del eje Tajo-Henares. Alfonso renunció a toda aquella franja de tierra entre el Tajo y el Guadiana por el muy claro motivo de no disponer de gentes con que guardarla y conservarla. Pero no quiso dejar su frente desprotegido y sí se posesionó de la poderosa y cercana Oreja, de M ora, Orgaz y hasta Consuegra, con su fortaleza sobre el espinazo de piedra. Para Álvar quedó el rendir las plazas Tajo arriba. Con quinientas lanzas, pues sabíamos que iríamos dejando efectivos en cada uno de los lugares, emprendimos la marcha. Cogimos la ribera diestra del Jarama y luego fuimos Henares arriba para toparnos primero con Alcalá, ante cuyos muros había llegado Álvar en el límite de nuestra algara. Viajaban con nosotros notables de la corte de Al Qadir para dar razón a los moros de lo acaecido y de que debían plegarse ante nosotros. No eran en ningún lugar bien recibidos pero los más comprendían que no tenían otra salida que plegarse, aunque cada cual lo hacía procurando preservar sus poderes y, bien claro lo notábamos, con la esperanza de que las tornas cambiaran y pudieran volver bajo dominio de sus correligionarios. El nombre de los almorávides se oía cada vez con mayor fuerza y entre los vencidos corrían las noticias de que el emir de M arruecos no permitiría que Alfonso se apoderara de toda Al Ándalus. Así que nos abrían las puertas pero no su corazón y nosotros sabíamos que sus anhelos estaban fijos y entregados a la esperanza de ver aparecer de nuevo en el horizonte las enseñas verdes del Islam en los gallardetes de los jinetes africanos. Dejamos guarnición en Alcalá, aposentada en la alcazaba y rodeada de muchos moros y apenas flanqueada por unos pocos mozárabes. Era ya mediado junio cuando llegamos de nuevo ante M adinat Al Faray, la Guadalajara a la que habíamos rodeado con nuestras mesnadas y de cuyo arrabal había tomado yo mi primer botín de guerra, aquel espejo de plata que entregué a doña M ayor. Volvíamos a estar de nuevo ante sus fuertes puertas y el bien guardado puente sobre el Henares. Pero nos las seguían cerrando. En la ciudad se aceptó recibir a los emisarios de Al Qadir pero éstos volvieron acobardados. Eran muchos los que se negaban a entregar las llaves y no aceptaban la rendición. Hablaban de enviar emisarios a los hudíes de Zaragoza, que en alguna ocasión ya habían poseído la ciudad, y que éstos les amparasen. Algunos, sin embargo, veían toda resistencia imposible y sabedores de las capitulaciones de Toledo, que a todos amparaban, preferían la entrega si podían seguir gozando de sus propiedades y manteniendo sus mezquitas y cultos. Alfonso había dado severas órdenes de que no se hiciera mal ni a cultivos ni alquerías, que se pagara el grano y se respetara a las gentes. Además, teníamos claras instrucciones de no intentar asedios, para los que no teníamos ni máquinas ni fuerzas, ni asaltos sangrientos y que procuráramos resolverlo con palabras y promesas y si no era posible dejáramos atrás la plaza, aislada, que tiempo habría de conducirlos al redil. Pero Álvar deseaba tomar la ciudad que le había retado en anteriores ocasiones y ansiaba entrar en ella al tercero de sus intentos. Sabedor de que había quienes estaban dispuestos, desde dentro, a facilitar su intento no dudó en aprovechar el primer resquicio que se le presentó para cumplir su objetivo. Una cincuentena de pardos y yo mismo fuimos llamados al atardecer a su tienda. —Esta noche es la de San Juan53 , la más corta del año, cuando ya sea cerrada y sin demasiada luz de luna, pues apenas si llega a asomar una guadaña en el cielo, nos apostaremos frente al torreón y a la puerta que da a poniente por el norte, tras haber cruzado el Henares más abajo y por un vado. Nos harán la señal convenida con una antorcha y nos abrirán ese portillo de la muralla. Entonces hemos de ser raudos y entrar arrollándolo todo hasta penetrar hasta el corazón de la ciudad. Es preciso que algunos mantengáis franca esa entrada. De ello te encargarás tú, Fan, con diez de los pardos. Debéis conservarla a toda costa hasta que el grueso de la tropa llegue. Nosotros avanzaremos sobre el interior, hasta tomar la plaza del mercado, por si hubiera lugar a tenernos que cobijar allí, ya que tiene barbacana según los que nos favorecen han dicho. Pero espero que no sea necesario y que una vez nosotros dentro de sus muros abandonaran toda esperanza y se rindan a lo inevitable. Tal hicimos. Nos emboscamos bajo un alargado promontorio de los que bajan hacia las terreras del río, que llaman el Balconcillo, y allí aguardamos expectantes. Salió la luna aguadañada, brilló la antorcha, picó Álvar espuelas y nosotros le seguimos al galope hasta la puerta arrollando a la guardia y prorrumpimos en un ensordecedor griterío, dando grandes voces y alaridos. Corrieron algunos moros por la muralla pero ni siquiera apuntaron hacia nosotros sus arcos. Álvar penetró con los cuarenta pardos en medio de la noche y del terror de los moros alcarreños. Nosotros guardamos las puertas y no era el alba cuando toda la ciudad estaba despierta y rendida, incluida la alcazaba y las torres sobre el puente del río. En Guadalajara dejó mi tío la guarnición más importante y visitado por unos clérigos mozárabes dio permiso para que, respetando otras mezquitas, la que se encontraba sobre el barranco del Alamín fuera tomada para el culto cristiano y se la llamara Santa M aría. Era aquella hasta la que habíamos llegado con la mesnada cidiana cuando bajamos en algara. Quise acercarme al día siguiente y comprobé que los clérigos no habían perdido el tiempo y ya pude arrodillarme ante una cruz y dar gracias a nuestro Creador por haberme permitido regresar a aquella ciudad y esta vez a restablecerle a Él en lugar sagrado. Con Guadalajara no quedaba ni mucho menos cumplida nuestra tarea. Que fue fácil en Hita y aún más en Xadraq, Buj Al Harum y Castejón donde incluso hubo quienes nos reconocían y con alivio al ver quien les conquistaba. En Xadraq vino incluso a rendir pleitesía aquel anciano moro al que habíamos cautivado durante nuestra arrancada y en Castejón fuimos agasajados con alborozo. Algunos de los caballeros que con nosotros habían marchado con el Cid habían regresado de Zaragoza cargados de riquezas y nos consideraban más que amigos. Tanto fue así que Álvar encargó a ellos la custodia de las torres y castillos que flanqueaban el río dejando tan solo unas cuantas lanzas cristianas. Seguimos avanzado hacia el norte, ésta siguiendo la ribera del río Dulce arriba y nos adentramos en su cañón pasando por Aragosa, donde solo había una torre pero muchos moros entregados a las huertas, por La Cabrera, donde pastaba mucho ganado caprino, muy común en esas serranías y finalmente llegamos a Pelegrina, que sí poseía un castillo roquero donde hubo que entablar negociaciones para su entrega. Comenzamos a sospechar que otros emisarios habían llegado antes que nosotros enviados por los de M edinaceli y a poco supimos que tanto esta plaza, que si era muy fuerte, se aprestaba a resistirnos y se había puesto bajo la protección y rendido vasallaje al rey de Zaragoza. Sabía Álvar que no iban a venir contra nosotros nuestros viejos camaradas pero era también buen conocedor de que no podría hacer nada ante aquellos muros. Quizás por ello puso su empeño y amenaza en no dejar en manos moras Pelegrina y cuando su pequeña guarnición abrió las puertas les hizo salir por ella y los sustituyó por entero por sus pardos. Otro tanto sucedió en Sigüenza y sus dos pequeñas aldeas, la que tenían sobre un cerro medianamente fortificado y bastante derruido en sus defensas y almenas y la que medraba en una alameda del pequeño valle junto al río Henares. Comprendió Álvar que era inútil cabalgar hasta M edinaceli, pues sus exploradores confirmaron lo dicho por los mensajeros y que igualmente M olina, en manos de nuestro amigo Abengalbón, eran lugares donde no traía en cuenta intentar acción alguna y decidió que era mejor el asegurar Cogolludo, sobre el pequeño río Aliendres y que cuidaba de esa vertiente de la sierra, Arbarcón, la torre de Galve de Sorbe, los ganados de los Condemios y el paso de Bustares, y rehaciendo la ruta en aquella noche que por vez primera entraba yo en tierra de moros volví a cruzar el Cañamares y luego el Bornoba para dar vista a nuestro objetivo final, la poderosa Atienza. Teníamos temor de que la Peña Fort nos resistiese. Pero, por fortuna, no lo hizo. El puesto avanzado estaba casi desierto. La mayor parte de su guarnición había marchado rumbo a M edinaceli, pues Atienza muy fuerte e inaccesible sí era, pero también había quedado totalmente aislada de sus líneas. Restaban allí unos pocos moros que cultivaban las malas tierras de su entorno y algunos guerreros que habían decidido seguir en el castillo y prestar obediencia a Alfonso. Dejamos una buena tropa custodiándola y antes de regresar nos llevamos una gran sorpresa: Nos llegaron noticias de que en la cabecera del río Bornova, aguas abajo de su laguna y en un lugar muy oculto entre sotos y arboledas llamado Albendiego, habían llegado desde el norte y las tierras de Segovia unos monjes que prestamente habían comenzado a construir un templo de buena piedra. M arché hacia allí por orden de mi tío y los hallé afanándose, junto a un grupo de canteros, en levantar en un claro, que habían despejado en la arboleda, su humilde cenobio. M e ofrecieron de comer unas finas truchas y cangrejos que pescaban en las claras aguas del Bornova, dejé con ellos a cuatro de nuestros mesnaderos para su protección y me dijeron el nombre al que iban a consagrar su iglesia, Santa Coloma. El lugar, recogido y plácido, es uno de los más hermosos que he hollado y donde algo lleva el sosiego al espíritu y templa los sentidos. Uno de los monjes volvió conmigo y acordamos con Álvar que se encargarían del culto de los cristianos de Atienza. Pues entonces no había allí sacerdote alguno. Con la mitad de las lanzas con que partimos iniciamos el retorno. Pero mi tío ni siquiera a mí me había confesado su ruta de regreso pues aún le quedaba por cumplir una última misión encomendada por Alfonso. Volvimos por Xadraq y remontamos por allí a las alcarrias pero en vez de seguir el curso del Henares atravesamos el primero de los llanos en alto y bajamos al siguiente valle, hasta dar, en la cabecera del río Badiel, con un pueblo llamado Utande, que poseía buenos molinos, y volvimos a remontar a la siguiente planicie para luego descender de nuevo a una olla del terreno donde se encontraba la villa de Brihuega y el castillo de la Peña Bermeja, sobre el río Tajuña, que Al M amun había regalado en su época de exilio al ahora triunfante Alfonso. Fuimos bien recibidos pero no nos demoramos. Reemprendimos viaje y buscamos ya el Tajo, tras cruzar otro río, que llaman de las cien fuentes donde hay una pequeña aldea 54 , y ya desde allí siguiendo su curso nos dirigimos a Zorita. Reforzamos su guarnición y posamos dos noches y dos días en las que Álvar dio instrucciones de fortificación y dejó refuerzos para la guarnición. M i tío y yo gustábamos más que de ninguna otra de aquella fortaleza que Álvar tenía como la más segura de toda la nueva línea defensiva. Pero ya, con apenas ciento cincuenta de a caballo tras nosotros, nos dirigimos hacia una nueva sierra que se oteaba en lontananza. Le llamaban de Altomira y otros comenzaban a mentarla como la Sierra de en M edio. Al salir de Zorita por la parte posterior del castillo y aún a su vista dimos con los rastros de una gran ciudad derruida. Álvar la bordeó, diría yo que con respeto, pues aún permanecía en pie algún muro de lo que parecía haber sido una basílica y los restos de una gran plaza, así como los muros de un extenso palacio. —Ésta fue ciudad del rey godo —me dijo—, Recópolis. Los moros cogieron su piedra para construir Zorita. Se la llevaron piedra a piedra y bien labrada. Entendieron que era de más fácil defensa aquel nido en la roca que este recinto palaciego. Ya solo crece aquí la hierba pero quizás un día haremos volver a aposentarse aquí a los hombres. Pero ahora debemos cruzar esa sierra y dar vista a las tierras de los Ben Il Nun, el viejo solar de los antepasados de Al Qadir. Allí en Cuenca es donde se encuentra ahora refugiado. No nos llegaremos a aquella ciudad ni tampoco al castillo de Santaver que custodia las juntas del Tajo y del Guadiela, pero sí a M asatrigo, Huete y Uclés. Quiero ver cual es la disposición de estas gentes con nosotros. Los exploradores de Álvar dieron con una vieja calzada que parecía muy en desuso, que llamaban de la Losilla, y siguiéndola remontamos por un portillo de la sierra dejando hacia el naciente tres pequeñas torres que coronaban otros tantos picos y que señalaron como La Bujeda. Una vez en lo alto, la llanura se extendía a nuestros pies hacia el Levante y hacia el sur, y Álvar se hizo señalar desde allí la situación de las villas y las veredas. Vi que anotaba todo en su memoria y que recorría una y otra vez con sus ojos de ave de presa aquellos portillos en la sierra. La acogida, aunque aquí no exigíamos rendición alguna pues las tierras había aparentemente quedado en manos de Al Qadir, era buena aunque recelosa. Sus alcaides nos recibieron obsequiosamente como aliados y aceptaron aparentemente de buena gana que dejáramos en ellas como refuerzos un contingente en cada una de una veintena de lanzas. Los zaragozanos y los de Albarracín les atacaban en ocasiones y podían entender que éste era un buen momento para una incursión que también podía llegarles desde Valencia donde se agitaba una enconada lucha por el poder. En el regreso, tras pasar por el castillo de Uclés, cuya fortaleza me impresionó y me recordó a la de Atienza por sus paredes naturales de roca viva, atravesamos, siguiendo de nuevo una antigua calzada, por otra abandonada ciudad de los tiempos remotos. La supuse también del reino de los godos, pero un árabe, que con nosotros venía como guía, me rectificó. —Fueron más grandes y poderosos quienes la construyeron pues es obra de los hijos de Roma. Aún puedes ver las gradas de su anfiteatro y el coso del circo donde ofrecían sus juegos y sus luchas. La llamaban Segobriga. Con la poca tropa que nos quedaba, y sin más paradas, avanzamos raudos de nuevo a reencontrar el Tajo, lo cruzamos bajo Belinchón que tenía ya guarnición cristiana y por Fuentidueña o Alarilla que de ambas formas se la mienta, cogimos aguas abajo para llegar cuanto antes a Toledo tras pernoctar en Oreja. Era tiempo de calores y agradecimos hacer el camino por la orilla del gran río y podernos refrescar con la sombra de sus arboledas y de sus aguas. En Toledo encontramos novedades. La primera fue la mucha presencia de francos que seguían arribando a ella, se habían instalado todos en una de las zonas del casco donde casi no había quedado habitante musulmán alguno y no estaba siendo fácil el trato con ellos. Ni para los conquistados ni para el propio tenente Sisnando. Los leoneses y los castellanos habituados al trato con moros no extrañábamos sus hábitos y costumbres y no veíamos nada malo en ellas excepto que no profesaran la religión verdadera. Pero los francos en todo veían agravio y pretendían imponer sus modos y no se recataban en afrentar los ajenos, ejerciendo fuerza y violencia sobre ellos. Tampoco con los castellanos era fácil su convivencia pues, aunque se habían santificado varias mezquitas en templo cristianos y que incluso se estaba construyendo ya alguna de nueva planta, ellos despreciaban el rito mozárabe y apoyados por sus compatriotas, los clérigos de Cluny, que en un continuo iban llegando a Toledo, no dejaban de crear dificultades a Sisnando exigiendo que en todos los lugares se impusiera el rito romano, lo que era a todo punto imposible, pues no había sacerdotes suficientes que lo celebraran, ni ganas en los mozárabes de hacerlo ni en la mayoría de nosotros afán practicarlo. Pero, por el momento, otras cuestiones ocupaban al rey y a su conde. Llegaban noticias de los reinos de taifas. Espantados éstos por la caída de Toledo clamaban ayuda al emir de los almorávides, pero Alfonso no parecía tomarlo excesivamente en consideración y seguía avanzando sus fichas en el tablero. Ahora la siguiente pieza de su ajedrez era Valencia, pero otras muchas iban siendo sustituidas en el juego. Supimos al comenzar el otoño la noticia de que nuestro aliado y protector, a cuyo servicio seguía Rodrigo, el hudí Al M utamin había muerto repentinamente semanas antes. Le había sucedido su hijo Al M ustain con quien nosotros no habíamos tenido en exceso trato y que no parecía guardar hacia la mesnada cidiana el especial aprecio en que su abuelo y su padre la habían tenido. Álvar y yo nos preguntamos cuál sería la posición ahora del Cid y de nuestros camaradas. Álvar creía que no tardaría en regresar a Castilla y tanto Ansúrez como Sisnando le trasladaron que el rey Alfonso lo recibiría si tal era su deseo con los brazos abiertos. Al M utamin había muerto pero también lo había hecho casi al tiempo Abdelaziz Abu Bakr, el valenciano. Éste, aunque en teoría sometido a Al M amun, había despreciado cualquier dependencia de Al Qadir y de hecho estaba en la égida de los zaragozanos, habiendo casado en aquel mismo mes de enero a su hija con Al M ustain, que ahora había pasado de heredero a rey pero cuya alianza sucumbía al fenecer el valenciano. A éste le había sucedido su primogénito Utman, pero al igual que Al Qadir con Al M amun y Al M ustain con su padre y su abuelo, el nuevo príncipe de Valencia no tenía ni un ápice de sus virtudes, que en la práctica habían logrado hacer de Valencia una taifa independiente, y solo parecía haber heredado sus defectos. Era el momento que Al Qadir y, más que él, el propio Alfonso esperaban. Todo parecía salir a la perfección para dar cumplimiento a los designios del juego del rey leonés. Sus mejores adversarios desaparecían y en sus manos, como Toledo, veía prontas a caer tanto Valencia como las taifas hudíes de Zaragoza y Denia, aunque pensaba que tal vez hubiera de ceder la de Lérida al aragonés Sancho Ramírez, con quien la relación había mejorado. Todos necesitaban contar con la amistad de Alfonso pero los reyes de Taifas sabían que ella a la larga significaba su ruina, como había sido la de Toledo, y clamaban cada vez más fuerte por el amparo del Yusuf, el almorávide. Al Qadir envió a Valencia a su fiel conquense Ben Alfaray y éste hizo muy bien su trabajo. Se aposentó en la propia casa del alcaide del alcázar valenciano, atrayéndolo a su causa y desbaratando los torpes intentos de Otman de afianzarse y hacerse respetar. Los planes de Alfonso se iban concretando y durante aquel otoño-invierno de finales del 85 se fue enhebrando la nueva puntada. Yo permanecía muy ajeno a todo ello, pues mi tío Álvar había regresado con el rey a León pero yo había decidido permanecer en Toledo, y aposentado en buena casa y gozando de la amistad de Sisando, me habían encomendado labores de mando en las murallas, en sus rondas y en el propio recinto fortificado del alcázar. Comencé a ser muy conocido en Toledo como el Joven Fáñez y empecé a tratar a sus gentes. Y así conocí a Jezabel, la hebrea, hija menor del sabio Azarquiel. Solía atravesar el casco a caballo, tras mi revisión del atardecer de las guardias y las rondas que concluían en la Bisagra, remontando hacia Zocodover y el alcázar. Gustaba de aquel paseo y del reconocimiento de los toledanos. Y solía hacerlo solo, aunque bien armado y con la loriga puesta. M ás de una tarde y a una misma hora me cruzaba con una muchacha que al principio tomé por mora pero pronto supe que era de la raza judaica y que caminaba en muchas ocasiones con una niña de la mano. M e gustó su manera de moverse elástica y jovial a pesar de que procurara hacerlo con recato y tomara como fin, en aquel cotidiano regreso a mis aposentos, el poder verla y catar su cara, pues, aunque las de su estirpe no solían llevar el velo cubriéndoles el rostro, ella gustaba de caminar con la cabeza agachada y parecía, además, siempre darme la espalda. M e informé de quien se trataba y mi atención creció al saberlo. Luego supe que aunque llevaba a aquella niña de la mano, ésta era una sobrina a la que llevaba a casa de su hermana. Que puntualmente parecía coincidir, como si en una clepsidra de su padre lo midiera, el momento de su paso con el mío. Yo así lo deseaba pero empecé a quererme figurar que tal vez fuera también gusto de ella, pues de no haber querido tropezarme con demorar su salida, hasta oír perderse el ruido de los cascos de mi caballo calle empedrada arriba, le hubiera bastado. Hasta quise imaginarme que ella salía al escucharlos acercarse. Fuera así o fuera el azar o hasta el destino, lo cierto es que aquel fugaz encuentro se convirtió en mi anhelo cotidiano y más cuando al fin pude catar su rostro, aunque para ello hubiera de detener mi montura, girarme en la silla y mirarla con descaro. Que no pareció turbarla, pues levantó hacia mí su rostro y por Dios lo creo que me dirigió una leve sonrisa antes de bajarla y apurar, entonces sí, el paso. Y así vino a llegar el invierno, cuando las tardes acortan y el ocaso se hace atardecer en un padrenuestro y casi noche en un credo. Uno de aquellos días, tras una leve llovizna que había dejado las calles muy resbaladizas y yo cabalgaba con extremo cuidado, sentí al ir a llegar junto a su casa un revuelo excitado. Eran la judía y su sobrina, pero en aquel momento acosadas por dos guerreros francos que transitaban por la calle con muchas voces y ruidos. Debían haber salido de alguna taberna de la parte más baja pues sus voces sonaban destempladas y cargadas de vino y tal vez de frustraciones con rameras. Se tropezaron con la hebrea y comenzaron a atosigarla e impedirle el paso, hasta acorralarla. Ella acababa de soltar a la niña y hacerla regresar presto a su casa y enfrentaba sola aquel peligro en el que no quería comprometer a su sobrina. Yo les llegaba ya a los alcances aunque ninguno de ellos, excitados los unos por la lujuria, la soberbia y el vino y la otra por el temor, no se hubieran percatado de mi presencia. Un franco, el más joven y agresivo, la retenía ya del brazo en medio de grandes risotadas y el otro parecía separase como para querer guardarle la espalda por si alguien asomaba por la cuesta. Pero yo venía desde abajo y aparecí de improviso al girar un recodo. Le metí al franco, procurando no tropezar a la judía en lo más mínimo, el caballo encima y del empellón rodó por los suelos. Se levantó furioso y, junto a su compañero, hacia mí vinieron llevándose la mano a la espada. Yo puse la mía en el pomo y me afiancé en los estribos. Pero no hizo falta ni siquiera sacarla de la vaina. Di una voz y di razón: —Parad ahí caballeros. Si lo sois. Parad ahí y dejad marchad a la dama. —Es una mora —gritó el joven. —No lo es y aunque lo fuera. Dejad que parta. —¿Quién nos lo demanda? —preguntó el más viejo. —Fan Fáñez, capitán de las rondas. Creo que no oyeron lo segundo y le sobró con el patronímico. Era de sobra conocido el nombre de Fáñez en Toledo. Pero aún así se plantaron ante mi insolentes. —No es ahora lugar ni es momento, pues debo cumplir con mis obligaciones, pero si luego queréis discutirlo os daré satisfacción a lo que queráis en el alcázar —dije en voz bien alta e hice también de nuevo avanzar unos pasos a mi caballo sobre ellos arrinconándoles contra la pared, como ellos habían arrinconado a la hebrea. Se les debían haber pasado en mucho los humores del vino y del deseo al oír mi nombre pues aunque el joven pareció querer proseguir en su actitud, el más viejo lo cogió de la manga y lo arrastró con él calle arriba hasta que al llegar al primer callejón a la izquierda se perdieron raudos de mi vista aunque no de mis oídos pues aun oí como el mancebo seguía farfullando contra ese Fáñez, ese castellano defensor de infieles. Permanecí unos momentos detenido y alerta por ver si regresaban y me hallé solo, pues la mujer también había corrido hacia su casa y en ella se había refugiado. No la vi, pero al irme oí un ruido tras la celosía de su ventana y supe que me observaba. Y al día siguiente era ella quien me aguardaba ante su puerta, me hizo seña, me detuve, descabalgué, y me habló agradecida. —No me toméis por ingrata sino por prevenida. Ayer era mejor guardarme en casa, que la calle se despejara y no avivar el tumulto ni la murmuración. Pero os he esperado hoy para daros gracias, Joven Fáñez. Se quien eres, mi señor, y quiero que tú sepas también que yo soy Jezabel y que soy judía. De sobra sabía yo su nombre, aunque también que eran los más los que la mentaban por Izabel, pues el nombre que su padre, siempre trasgresor le había puesto, tenía evocaciones incluso peligrosas entre la propia historia y tradición hebreas. De sobra sabía yo que era hija de quien era, aunque no lo hubiera proclamado y por demás me alegraba del tropiezo con los francos avinados que me habían permitido este encuentro. Que demoré todo el tiempo que pude, aunque no fue mucho, apenas unos minutos de recordatorio de lo sucedido y de la poca importancia de mi acción en su defensa que ella se empeñaba en ponderar y yo en achicar, aunque lo que no quería era que se borrara la sonrisa de su cara y que me siguiera mirando con unos ojos profundos, almendrados y oscuros que parecían reír aún más hermosamente que su boca. Hube de despedirme porque ya caía la noche y aparentemente estaba todo entre ambos dicho. Aunque bien supe cuando volví a subir en mi montura que todo en realidad estaba por decir entre nosotros. Y supe, extrañamente, que ello así sería y que ella también lo deseaba. Desde aquel día y a no ser por causa de impedimento mayor y no se contaba en ello ni la lluvia, ni siquiera en aguacero, ni la nieve tampoco, no pasaba tarde en que yo no detuviera al subir mi caballo ante su puerta y durante un rato, descabalgado, platicáramos, ella con su sobrina al lado, silenciosa, en el quicio y al resguardo, y yo con el casco en la mano, hasta que un día que llovía me dijo en carcajada. —Cúbrete, Fan Fáñez, que no quiero tener que curarte resfriados. Cuando ya llegó la Natividad de nuestro Señor, si no antes, y desde el momento primero, yo estaba y esta vez de muy diferente manera a como lo había estado de mi tía, profundamente enamorado y en nada me importaba el haberme convertido en comidilla de Toledo. M e hubiera gustado haber tenido cerca a doña M ayor y pedirle consejo, pues en esto más que en nada sabía que lo necesitaba. Era bien consciente, y ello me torturaba, de que aquel enamoramiento mío tenía camino más que difícil aunque no quería pensar que imposible fuera. Por eso nada le decía a ella de mi sentir y tan solo pasaba el día esperando el encuentro para, tras dejarla, hundirme en la melancolía y al mismo tiempo en la alegría de mi sentimiento. Pero lo que callaba y demoraba hube de decirlo un día, llamando de buena mañana a su puerta, pues se precipitó el destino y concluyó en que yo debía partir de inmediato. Regresó Álvar y me reclamó con él para que de inmediato y con cuatrocientas lanzas, muchas de pardos bien curtidos, partiéramos hacia Cuenca y de allí hacia Valencia para poner a Al Qadir en aquel trono entre las huertas. Toqué aquel día, en hora bien diferente a la que acostumbrada, a su puerta. M e abrió, sorprendida y algo alborotada, y de sopetón le solté la nueva y sin mediar respiro le dije que la amaba, que habría de regresar, que habría de esperarme si ahora me decía que ella también me amaba y que al regreso habríamos de ver el qué podíamos hacer para vivir aquel amor que nos teníamos. Si es que ella por mí lo tenía, que parecía que ya me lo hubiera declarado aunque no me hubiera dicho de ello palabra alguna. —Sí, te amo, Joven Fáñez, y esperaré tu vuelta. Pero tú eres cristiano y noble y yo soy judía. Soy la hebrea Izabel, como los tuyos me llaman, y no seré tu concubina. Jezabel, eso bien lo sabía, no era precisamente tímida y sí arrojada y clara al decir lo que pensaba y expresar lo que sentía, sin tapujos ni remilgos. —No quiero tal para la mujer que amo. Porque la quiero en mi casa y como dueña mía. Espérame y piensa, como yo haré, en solución para ello, que alguna habremos de encontrar si es lo que ansiamos y depende nuestra vida y felicidad en ello. —No podría sino esperarte. Te esperaré toda mi vida. Pero vuelve a mí. M e abrió sus brazos y sentí el calor estremecido de su cuerpo apretado al mío. No sé si me ofreció sus labios, pero no los besé, sino que lo hice en sus suaves mejillas y en ellas sentí la humedad de las lágrimas que de sus ojos caían. A la mañana siguiente, al alba, por la puerta de Alcántara cruzamos el puente sobre el Tajo y a nuestro encuentro, bajando del castillo de San Servando, donde un día no lejano pude morir bajo la espada de aquel mahometano, y que ahora ya se erguía como orgullosa fortaleza en la que cada día se alzaban más altas muros y almenas, vinieron cuatrocientas lanzas que por el camino y hacia Cuenca, con Álvar al frente, partimos. En el viaje hube de contarle lo que me sucedía y en su expresión grave vine a ver que mi propósito iba a ser casi imposible. Pero mi decisión, lo supo, estaba tomada y como Fáñez, y mi hermano, que en realidad era, sabía que si algo éramos los Fáñez es ser gente de no volverse atrás de lo dicho, ni de lo prometido y más si era su corazón el que hablaba. Así que sonrió y me dijo: —Ya veremos Fan, ya veremos y si hay obispo al que hayamos de acudir para que alguna solución tenga tu zozobra. Pero ahora ya no pensemos en ello sino en ver como entramos en Valencia y ponemos allí a ese Al Qadir, para en realidad poner a Alfonso en aquel trono y a Castilla en aquel reino. No te distraigas con el recuerdo y no te vaya a matar un moro y se quede la hebrea sin amante, o sin marido. Al Qadir era vil, avariento, traicionero y mezquino. Y por ello muy hábil conspirando. Contaba además con el eficaz Ben Alfaray y lo que quedaba de los otrora poderosos y aguerridos bereberes, su clan de los Il Nun. Nos recibió en Cuenca, donde llegamos desde Zorita, pues Álvar quiso pasar por su fortaleza predilecta y explorar mejor los pasos de la Sierra de Enmedio que había descubierto y donde colocaba puestos de avanzada y torres vigía. Además quería comprobar cuánta era la adhesión de los musulmanes de las tierras de Huete y Uclés al destronado reyezuelo. Nos llevamos la sorpresa de que en aquellos lugares eran muchos los que preferían el dominio de Alfonso y la protección de los pardos de Álvar Fáñez que la opresión de los validos de Al Qadir. Y sé que mi tío tomó de aquello buena nota. E hizo algo más. Dio a sus capitanes instrucciones de incorporar a las mesnadas a caballeros moros que desearan combatir a nuestro lado. Algunos lo habían solicitado y Álvar dio su aprobación conocedor por experiencia de su utilidad, superaban como flecheros desde sus monturas a los cristianos, y de su buen comportamiento en combate si tenían confianza en quien los mandaba. Llegamos a la ciudad de Cuenca y me pareció particularmente hermosa y bien aposentada en su defensa contra cualquier enemigo, pues se encarama entre las dos hoces de los ríos Huécar y Júcar y aparecía colgada sobre los precipicios imposibilitando, en muchos tramos y por ambos costados, cualquier asalto. Por la planicie en alto, a su espalda, era por donde se podría tal vez intentarlo pero tanto allí como por la entrada en su parte inferior era donde, con buen criterio, se alzaban las más fuertes murallas y las torres más poderosas. Tras ellas estaba refugiado Al Qadir y allí llegamos con nuestras cuatrocientas lanzas. Acampamos fuera, en las orillas del Huécar y prestamente vino a nuestro encuentro el Il Nun, con apenas doscientos jinetes propios, afanoso por avanzar sobre Valencia y que Alfonso cumpliera así lo pactado de colocarlo en aquel trono que en algún momento había prestado vasallaje a su abuelo, el gran Al M amun. Aparentemente los hayib valencianos habían seguido reconociendo en ocasiones cierto vasallaje, aunque en ocasiones lo habían trasladado a los hudíes zaragozanos, en época de Al M uqtadir. Esa ambivalencia había sido la norma en Abdelaziz Abu Bakr quien por una lado reconocía al rey de Toledo y por otro emparentaba con Zaragoza, casando a su hija con Al M ustain. Ahora muerto su hijo, Otman pretendía seguir el mismo juego pero no tenía ni pericia ni capacidad de maniobra, pues en la propia ciudad se sucedían las conspiraciones para derrocarlo. Los hudíes por un lado y los toledanos por otro. Nosotros llegamos antes y con la fuerza de nuestras lanzas como razón de mayor derecho y convicción. Ben Alfaray ya se había encargado de madurar dentro de la ciudad los ánimos de muchos, el primero el propio alcaide de la alcazaba, y lograr hacer mayoría de los conformes con volver a la égida de Al Qadir y en cierta manera o quizás lo más importante a la protección del poderoso ejército del rey Alfonso, ante quien toda España, cristiana y musulmana, inclinaba la cerviz y pagaba tributo. La llegada de nuestra mesnada inclinó de inmediato la balanza, una revuelta acabó con el débil Otman y nos abrió las puertas de la ciudad. Al Qadir volvía a tener un trono y Alfonso una nueva ciudad. Porque Valencia era nuestra y no tardó mi tío Álvar en dejárselo bien claro a Al Qadir. Él podía solazarse con sus riquezas y refocilarse en sus vicios pero era en nuestras lanzas donde residía el poder y nuestras lanzas solo se inclinaban ante Alfonso. Al Qadir se avino, untuosa y zalameramente como siempre, y no rechistó en cuanto al tributo que debía enviar a Castilla y que junto con los que comenzó a recaudar para él mismo no hicieron sino comenzar desde el inicio a agitar a los valencianos contra él. A poco se vio envuelto en otro motín que nos vimos obligados a sofocar y esta vez ya sin miramientos Álvar se colocó al frente de la taifa y gobernó por su propia mano la ciudad, aunque Al Qadir siguiera sentándose en el trono y disfrutando de su palacio. M e aposenté junto a mi tío y nuestras tropas en el arrabal de Ruzafa, donde moraban la mayoría de mozárabes. De Al Qadir no había cristiano ni musulmán que pudiera fiarse y aunque éste intentó por todos los medios buscar nuestra amistad y cercanía invitándonos a fiestas y hasta a orgías, ni Álvar ni yo ni los caballeros de mayor rango en nuestra mesnada aceptaron tales invitaciones. También se dio en enviarnos jóvenes bailarinas a nuestros aposentos. No se si hubo quien sucumbió placenteramente a sus encantos, cosa que no solo disculpo sino que yo mismo en tiempos anteriores hubiera aprovechado, pero que en aquella ocasión rechacé de plano. La imagen de mi enamorada hebrea, de mi amante, aún sin serlo carnalmente todavía, Jezabel, me protegía de aquella tentación y tuve muy por cierto que de haber caído, y a fe que no era fácil resistirse, el remordimiento sería una tortura. De hecho he de confesar que si fui rendido en una ocasión donde desgastadas mis defensas por el vino y adormecida la conciencia por la música acabé yaciendo con una de ellas, una mora que no lo era en nada, pues era de tez clara, rubios cabellos, y ojos claros. La habían cautivado de niña en las montañas catalanas y había crecido esclava y se había hecho diestra en tañer el laúd y, aún mejor, a los hombres. Rotunda en formas y muy fogosa en el lecho donde daba tales alaridos que no los he oído ni a los jinetes pasados de un lado al otro por la lanza, consumí una noche de lujuria y embriaguez con ella, pero a la mañana la despaché con disgusto y no permití que volviera a visitarme, aunque no oculto que algunas noches muy tentando estuve de hacerlo. Pero fue tal mi desazón y el recuerdo de mi Izabel, que me aguardaba en Toledo, que no volví a mancillar, pues eso me parecía que había hecho, nuestro amor y su recuerdo. Era Valencia la tercera gran ciudad que yo conocía, pero en ésta además pude por vez primera en mi existencia quedarme anonadado ante el mar. Estaba ansioso de poder contemplarlo pues eran varios quienes me habían hablado de su inmensidad y la fascinación de sus olas rompiendo en las playas o atacando las rocas. A los dos días de nuestra entrada en la ciudad ya quise ir hacía él con mi caballo y con otros compañeros nos dirigimos a su orilla. Allí caminamos sobre la arenas, con los cascos de nuestras monturas jugando con las espumas de las olas. No había concluido todavía el invierno pero ya espacio tenía calidez de luz y sol y el aire era dulce. Ese olor y esa dulce tibieza del aire valenciano son desde entonces para mí el recuerdo de Valencia cuya primavera de azahar viví aquel año de gracia de 1086, gustando de las dulces naranjas que maduraban en sus feraces huertas y deseando regresar con ellas de presente para mi amada. El mar y las naranjas, aquellas huertas de Valencia en primavera, aquel aire dulce, aquel olor a azahar que tanto en la ciudad como en el alfoz cuando por él patrullábamos, se impregnaban en la ropa y en el espíritu de uno. Pero yo lo que ansiaba era compartir aquella belleza y aquellas emociones y contemplar el inmenso azul del mar con Jezabel a mi lado, gozando del sol levantándose de sus aguas por el horizonte, pues era el amanecer el momento para mí más placentero en que asomarme a la costa. Buscaba el acercarme allí muchos días y en los campos encontrar cierto sosiego huyendo del palacio donde nos alojábamos y donde procuraba no estar demasiado tiempo. No quería sucumbir ni a la carne de las odaliscas ni a los venenos y maquinaciones de Al Qadir que se deslizaban como serpientes por cada uno de sus rincones. Los mensajeros traían noticias de Toledo pero yo no podía esperar de ella ninguna pues las misivas que portaban eran de asuntos que tenían que ver tan solo con los movimientos de nuestras tropas y que portaban nuevas de como el rey Alfonso seguía moviendo, aprovechando de nuevo el buen tiempo, sus peones y caballos en el tablero, incrementando su poder que parecía incontenible y que alcanzaba su esplendor máximo. Se titulaba ya Emperador de Hispania, «Imperator totius Hispanie», y hasta de las dos religiones, «emberator du l-millatain», y en verdad nada en toda la península parecía incapaz de resistirle. Bien guardada por nosotros Valencia, su conde García Jiménez atacó la vecina M urcia y se apoderó del muy codiciado castillo de Aledo, fortaleza desde la que se amenazaba todas aquellas tierras. El sevillano Al M utamid en sus peleas con otros reyezuelos había tomado Játiva pero fue más que efímera la conquista pues las huestes de García Jiménez lo desbarataron y tras rendir Aledo, comprendiendo su importancia, comenzaron a fortificarlo aún más para hacerlo invulnerable. El propio rey Alfonso, al tanto, fijó sus ojos en el reino de los hudíes, a cuyo servicio habíamos estado nosotros y donde aún permanecía Rodrigo como único sostén efectivo del joven Al M ustain que acababa de heredar el trono de Zaragoza. Fue el propio Al M ustain quien, imprudente, encendió la mecha y dio la excusa al rey de iniciar el ataque. Se negó a pagar las parias y proclamó su dominio sobre M edinaceli, donde nosotros el verano anterior no pudimos entrar. Hacía allá se dirigió el rey leonés con fuertes mesnadas y tras apoderarse de la plaza que le abrió las puertas sin combate se dirigió siguiendo primero el río Jalón y luego ya decidido hacia los poderosos muros de la capital a la que puso sitio. Rodrigo, fiel a su pacto, permaneció al margen. Se encontraba con el grueso de su tropa en las fronteras con el reino de Lérida, de nuestro viejo conocido Al Fagit, preservando sus fortalezas, y no movió ni un destacamento siquiera. Tampoco se opuso al paso del aragonés Sancho Ramírez. Éste comprendió que si alguna alianza le suponía ventaja ésta no era otra que la del rey Alfonso y se dirigió con alguna pequeña tropa de escolta en amistad y paz y acompañado de su hermano García y su hijo Pedro, el infante que desde niño le acompañaba en sus campañas, hacia la tienda de Alfonso ante los muros de Zaragoza. El encuentro fue fructífero y los acuerdos fueron sellados. Sancho Ramírez y Alfonso unirían sus fuerzas para hacer llegar el poder de ambos reinos hasta los mismos confines del mar, hasta M álaga, Granada y Almería. Alfonso, en aquel verano, alcanzó su cima. Todos pactaban o se sometían a él. Zaragoza estaba cercada, Valencia tan solo supondría el trámite de convertir el hecho de nuestro poder en su derecho de rey y tanto la misma Córdoba, al sur de sus fronteras toledanas, como Badajoz, al alcance de su enclave de Talavera, podían ser las siguientes piezas del tablero en caer bajo su mando. Fue su cénit y en ese mismo momento comenzó a declinar su estrella. A Valencia, a Toledo y a él ante los muros de Zaragoza, llegó la nueva. La que tiempo ha se barruntaba, pero que nadie parecía haber, en verdad, previsto en el horizonte, y Alfonso, quizás, quien menos. El almorávide Yusuf, con innumerables jinetes, con grandes destacamentos de caballería y otros montados en aquellas extrañas monturas llamados camellos, había desembarcado en Algeciras 55 . Y venía con sus feroces huestes contra nosotros flanqueado por todos los reyezuelos: Al M utamid de Sevilla, Abd Allah de Granada, Tamin de M álaga, por una vez al lado de su hermano, Al M utawakkil de Badajoz, y tropas almerienses de Al M utasin, que excusó, debido a su longeva edad, su presencia personal. Todos acudieron al lado del emir excepto, claro, Al Qadir, a nosotros sometido y Al M ustain y su sobrino Al Fagit lejanos y, en el primer caso, cercados. 53 Guadalajara fue tomada el 23 de junio de 1085, el vecino pueblo de Horche, a poco más de una legua remontado ya sobre una alcarria, asomado a los ríos Matayeguas y Tajuña, el 25. 54 Cifuentes (Guadalajara). 55 El 30 de junio de 1086. Capítulo X: La primera derrota El almorávide Yusuf no comía sino pan de cebada, dátiles y carne y leche de camella y cabra, no vestía sino tejidos de lana y rezaba hacia la M eca cinco veces al día. Era un anciano austero y piadoso, alejado de todo fasto y boato, había tomado grandes ciudades y maravillosos palacios, pero vivía en una tienda de campaña y no olvidaba ni un solo segundo que Alá es el Dios todopoderoso y M ahoma su profeta. Sus tropas eran, apenas hacía unos años atrás, unos pastores nómadas del Sahara, asaltantes ocasionales de caravanas y hoy dominaban un imperio inmenso. Pero era la fe, no el ansia de riqueza, lo que les llevaba a la batalla, era el Corán su guía y la guerra santa su único camino. Poco o nada sabíamos de ellos en Castilla y si algo conocíamos era por nuestros vecinos musulmanes, quienes esperaban de ellos tanto como temían. Porque sabían que sus desviaciones iban a ser castigadas. Se habían entregado a los placeres prohibidos, al vino condenado por el propio Profeta, habían abandonado la silla del caballo por los mullidos cojines, el tañido del arco al despedir la flecha por el del laúd en el atardecer dorado de los estanques, el brillo de oro y de las piedras preciosas por el del acero de los alfanjes y las cimitarras, se habían postrado a los pies de los infieles y les pagaban para conservar sus tronos esquilmando con sus impuestos a los creyentes, permitían que cristianos y judíos hicieran alarde de sus cultos perversos y blasfemos y se habían dejado seducir por sus esclavas rubias cuando no por placeres de la carne aún más inconfesables. Eso es lo que se predicaba en las mezquitas y esa prédica iba por delante de sus camellos pues eran muchos los alfaquíes que trasladaban a los musulmanes hispanos ese mensaje y les exigían el arrepentimiento y la vuelta a las doctrinas del Profeta, cuyo camino habían perdido y al desoírlo habían sido castigados por sus pecados con la derrota a manos de los cristianos. Clamaban los ulemas, advertían los alfaquíes y salmodiaban los almuedanos y su voz resonaba en los zocos, en las plazas, en las mezquitas y en los palacios. Urgían a la vuelta a la observancia estricta de la religión, amenazaban con el castigo a quienes los desoyeran y reclamaban arrancar las vides hasta no dejar cepa alguna en todo Al Ándalus. Su semilla germinaba muy desigualmente según era el terreno en que cayese. Eran más proclives a ellas quienes hablaban el árabe, quienes provenían de aquella raza y aún encontraba un eco mayor en las tribus bereberes, sus hermanos de sangre y de costumbres que habían llegado como tropas de los primeros pero que en no pocas ocasiones se habían convertido, tras la destrucción del califato, en los reyes de algunas de las taifas. Los andalusíes eran ya más reacios. Los hispano musulmanes no habían apenas conocido aquellos rigores religiosos y no los secundaban. Y los que permanecían dentro de Al Ándalus como cristianos, los mozárabes, eran quienes más temían su llegada pues su vida como la de los judíos, que también habían cohabitado en aquellas tierras, peligraba tanto en bienes como en su mismo aliento. Se decía que los almorávides eran inflexibles y crueles y que no toleraban nada que no viniera expresamente autorizado en su texto sagrado o como así interpretaran los jueces coránicos. Y estos no autorizaban a nada a los no creyentes y a casi nada a los propios fieles, excepto la yihad, la guerra santa. Por uno de los Il Nun acompañantes de Al Qadir, con el que mantuve algún trato en Valencia, y por consejo de Álvar, procuré también enterarme de quiénes eran aquellos Al M orabitum, o almorávides como nosotros les llamábamos, y me contó que habían salido de lo más profundo de los desiertos del inmenso Sahara. Que pertenecían a la gran y belicosa estirpe de los bereberes sanhaya y sus diferentes tribus, los Lamtuma, los hombres del velo, y sus hermanos los M asufa. Que uno de sus hombres santos, Al Fasi, había peregrinado hasta La M eca y a su vuelta había predicado el cumplimento de la ley coránica, tomado discípulos y enviado al más aventajado de ellos, Abd Allah Ben Yasin Al Gazuli, a difundir sus enseñanzas. Pero los Sanhaya no le hicieron caso y permanecieron atados a sus malas costumbres y lo expulsaron de sus campamentos y le obligaron a salir de sus poblados. Entonces él se retiró a un ribat, un monasterio fortificado, en la isla de Tidra, en el Senegal, y allí fueron uniéndosele fieles que se consagraban a la fe y a las armas56 . Fueron los Lantuma, cubierto su rostro por el velo y sus cabezas por los turbantes teñidos de azul índigo, los primeros en convertirse y fue Abu Bakr Ibn Umar el elegido para dirigirlos en combate y al que Al Gazuli dio el título de emir entre los creyentes. Ellos, que pastoreaban por donde los caminos del oro, marfil, sal y esclavos traspasaban el desierto, encontraron allí sus primeras presas y sus primeros senderos para ir llegando a las ciudades. A poco señoreaban todas las rutas de las caravanas y nada cruzaba la arena ni sacaba agua de un pozo ni descansaba en un oasis sin que ellos lo permitieran. Umar se retiró al cabo al Sahara, a un ribat, para concluir sus días en oración y nombró como sucesor a Yusuf Ibn Tasufin. Éste avanzó con sus camellos hasta M arrakech, a la que tomó, para luego convertirla en su capital, y enaltecerla con espléndidas mezquitas, y tras ella se apoderó de Fez. Su avance se hizo entonces imparable. Se extendió por todo el Rif, hasta M elilla, cayó Tanger y no tardaron tampoco en hacerlo Orán y Túnez, hacía ahora cuatro años, y finalmente, hacía poco más de uno se había apoderado, con cierta ayuda de Al M utamid, de Ceuta, puesta ya su mirada en Al Ándalus. A Yusuf habían ido llegando una tras otras las embajadas de los reyezuelos de las taifas. El primero en hacerlo fue Al M utamid de Sevilla pidiéndole socorro ante Alfonso57 y que extendiera la Yihad hasta Al Ándalus: «Él (Alfonso) me exige minaretes, mihrabs y mezquitas para levantar en ellas cruces y que sean regidas por sus monjes. Alá os a concedido un reino en premio a vuestra Guerra Santa y ahora contáis con muchos soldados de Alá, que luchando ganaran en vida el Paraíso», le había escrito. Y al igual que el sevillano clamo a él Al M utawakkil, el aftasí de Badajoz. Pero Yusuf no contestó sino con palabras. Por dos veces más solicitaron socorro pero éste no llegó y al fin Toledo y toda la M arca M edia cayeron en poder del rey cristiano. El clamor de los fieles musulmanes llegó esta vez aterrado al otro lado del mar. Escribió el de Badajoz y también Abd Allad de Granada, pero en esta ocasión Al M utamid acudió suplicante y en persona a postrarse ante Yusuf y pedirle su socorro. El emir de los almorávides miraba con recelo las misivas y escuchaba impertérrito las súplicas de los andalusíes a los que consideraba corrompidos, pero su corazón se apiadó de los fieles que huían del avance de Alfonso y la caída de Toledo conmovió al Islam entero. Al Ándalus parecía al borde de perderse por completo y caer irremediablemente en manos del poderoso rey cristiano y de su imbatible caballería que arrasaba a cuantos osaban oponerle resistencia. Entonces Yusuf se decidió e hizo ir sus tropas, hasta reunir un inmenso ejército, hasta Ceuta. Allí llegaron los embajadores de los andalusíes sevillanos pidiéndole que esperase 30 días a que ellos evacuaran la plaza de Algeciras y entregársela. Yusuf que conocía su corazón y sus dobleces sospechó lo que Abd Allah le escribía advirtiéndole: «Lo único que pretende Al M utamid con tal dilación es enviar un embajador a Alfonso a tu próxima llegada, por ver si, amenazándole contigo, consigue sus deseos y logra estipular con él un tratado que le perdone el tributo por algunos años. Si realmente lo logra, pedirá al cristiano un ejército y vendrá a Algeciras a impedirte la travesía». Así obraban los príncipes de Al Ándalus y en tal estima se tenían los unos a los otros, tampoco la tenían al emir pues a él le temían tanto o más por desconocido que al propio Alfonso y barruntaban que, una vez en Al Ándalus, su tentación primera sería desposeerlos a ellos de sus reinos. Pero prevalecía el pánico a lo inmediato y la confianza en el acuerdo con los hermanos de religión. Sin embargo, tan receloso estaba Yusuf de ellos como ellos de él y nada más partir los emisarios de Al M utamid, y sin dilación alguna, dio orden de embarcar y así, el 30 de junio de 1086, mientras Alfonso sitiaba Zaragoza, sus primeros quinientos caballeros desembarcaban en Algeciras y cinco días más tarde lo hacía el mismo emir con todo su ejército. Lo inevitable que Alfonso no había previsto del todo, envanecido en su poder, y lo que los príncipes de Al Ándalus deseaban y temían al tiempo, había acaecido. Los escudos de piel de hipopótamo con que amenazara Al M utamid ya se encontraban en tierra hispana. Eso supimos y ello hizo al rey levantar el cerco de la capital hudí, a nosotros dejar a su suerte a Al Qadir en Valencia y a Sancho Ramírez, el nuevo aliado, enviar un batallón al mando de su hijo Pedro y a todos los condes, magnates e infanzones ir aprestando a sus mesnadas, sus lanzas y peones y encaminarse hacia donde se hallaba Alfonso. El almorávide, ya en Algeciras, llamaba por su parte a quienes le habían reclamado para que acudieran con sus tropas. Lo hizo Al M utamid y acudió Abd Allad de Granada y su hermano mayor Tamin, que gobernaba M álaga, se excusó el de Almería, Al M utasin, aduciendo una edad que era en verdad provecta, y se enviaron misivas al de Badajoz diciendo que esperara en su taifa su llegada, pues hacia allí quiso dirigirse Yusuf tras pasar por Sevilla. Los hudíes callaron, al igual que el pequeño señor de Albarracín y el sinuoso Al Qadir tampoco contestó a la llamada del sultán de M arruecos. La marcha del ejército almorávide y de sus coaligados, en cualquier caso, se hacía lentamente. Eso nos sorprendió pues esperábamos que su ataque fuera más inmediato y supusimos al principio que se dirigiría sobre Toledo donde acabé por recalar en plena canícula veraniega con mi hueste. Era un hervidero de rumores y de noticias, a cual de ellas más terrible, sobre aquellos nuevos guerreros que venían de las arenas del desierto. La tensión se percibía en la ciudad, a la que me sorprendió que hubieran llegado aún más caballeros francos que ya señoreaban un barrio entero que parecía pertenecerles así como numerosos clérigos franceses. En cuanto me fue posible me dirigí a casa de la hija de Azarquiel, mi amada Jezabel, y ella me abrió no solo su puerta sino sus brazos para recibirme. Y suspiró en los míos. —M i Joven Fáñez ha vuelto y doy gracias a tu Dios y al mío. —Pero he de partir de inmediato. El emir Yusuf, con sus guerreros africanos, se dirige hacia nosotros dispuesto a reconquistar Toledo y destruir toda la tierra. —Lo sé, Fan, lo sabe todo Toledo y cada cual utiliza en su cálculo e interés su venida. Son muchos los mudéjares que estos días salen de la ciudad y se dirigen hacia Calatrava para encontrarse en tierra musulmana cuando llegue el emir y hasta para venir con él contra nosotros si fuera preciso. Otros aguardan aquí, los unos con miedo y los otros esperanzados. Los mozárabes temen, pero confían en la fuerza de vuestras mesnadas. Pero los hay que aprovechan la amenaza para recrudecer su tenaza sobre los que no profesan la fe cristiana. Sabrás que hay nuevo obispo, que sus clérigos hablan de no tolerar más cultos que los vuestros o de que éstos hayan de hacerse ocultamente. Los francos y también leoneses y castellanos no respetan las capitulaciones y se apropian de tierras, casas y haciendas, hasta de quienes son de su propia religión, los mozárabes. A los judíos también nos oprimen y el conde don Sisnando, que intenta protegernos y cumplir la palabra que el rey mismo ha dado, no es obedecido y sus instrucciones llevan a la burla y al vituperio de quienes le consideran un débil y un mal cristiano. Sabía ya lo del obispo. Los cluniacenses se habían instalado firmemente en Toledo y nada menos que con Bernardo, el protegido de Constanza y abad de Sahagún al frente. Alzado a la silla, que en un tiempo había sido la primera en el episcopado de España, su poder crecía a cada día que pasaba. Pero no era momento de perder nuestro poco tiempo juntos en pláticas de guerra ni política. Quería decirle a Izabel, Jezabel o como ella quisiera que yo la llamara, que la amaba y que durante mi tiempo en Valencia nada había hecho sino pensar en ella. Callé por supuesto aquella noche de la que ahora aún me arrepentía, más incluso que en aquella misma madrugada donde tan sucio me sentía. Le había traído naranjas y algunas habían aguantado el viaje como mi mejor presente, amén de algunas baratijas, zarcillos, pulseras y algunos afeites y aromas y, sobre todo, un candelabro que me habían asegurado era de su propia religión y que tenía nueve brazos. Ella lo estimó con alborozo y gané con ello un nuevo abrazo. Yo tenía previsto decirle muchas cosas, pero solo atinaba a mirarla. Además poco había que prometer si había que combatir mañana con tan temible enemigo. Pero sí le dije de mi amor y mi propósito de que de alguna u otra manera ella habría de ser mi esposa. Lo tenía muy profundamente meditado y entendía que no habría de haber impedimento por mucho que no tuviéramos la misma religión. No me atreví a decirle que habría de mudar la suya pero creía que ello era la única solución posible. Y que si ella me amaba lo aceptaría. Pero de nada de esto último osé hablar en aquel encuentro que era también el de una nueva despedida. Que iba a ser muy diferente a la anterior. Creo que Jezabel también había meditado en mi ausencia y bien vi que su amor parecía haber aumentado hacia mí con la lejanía. Tras conversar un rato, que se me hizo fugaz, tuve que regresar, aún antes de que entrara la noche, que en aquellos meses retardaba mucho su llegada, a los acuartelamientos pegados al alcázar. Debía ocuparme tanto de mi hueste como de preparar la inmediata marcha, pues salíamos hacia Talavera como adelantados del ejército de Alfonso y con la misión, que se encomendó a mi tío y a sus pardos, de tenerlo informado de los movimientos tanto de las tropas de Al M utawakkil como de la aproximación de Yusuf. Pues ahora ya sabíamos que no iba hacia Toledo sino hacia aquel flanco. Ella me citó al día siguiente. Entendí al principio que quizás en alguna plazuela cercana y discreta pero me señaló que debería ir a su casa. Y que no me preocupara pues haría por estar sola en ella, sin sirvientes ni sobrinas. Regresé hacia mis aposentos con el corazón botándome en el pecho como antes de una carga contra un haz de musulmanes. Pasé la noche y el día siguiente en una especie de continua zozobra que ni me dejaba dormir bien ni me permitía concentrarme en lo que debía hacer. Se me caían las cosas y no podía dejar de pensar ni un momento en aquella cita cuajada de promesas pero también de temores. Soñaba que ella me entregaría su amor pero igualmente podía ser una definitiva despedida. Estaba decidido a decirle lo que había callado, que deseaba hacerla mi esposa y que para ello ella debería abrazar nuestra religión. Hasta ahí podría y estaba dispuesto a llegar pesara a quien pesara y supusiera para mi vida y futuro lo que fuere. Pero si no se avenía al bautizo bien sabía yo que me sería imposible el desposarla. Y no deseaba en absoluto que ella fuera ni una barragana ni una concubina. Rondé desde bastante tiempo antes de la hora concertada por su barrio y al final, quizás antes de lo previsto, llamé a su puerta. M e abrió prestamente y por vez primera me franqueo el dintel de su casa. Crucé un pequeño pasillo y dimos a un hermoso patio, con un pozo en su centro, rodeado de plantas, flores y por el que corría una mínima acequia que jugaba en pequeñas cascadas para llenar de hermoso rumor todo el espacio. Una clepsidra, uno de los relojes de agua de su padre, similar, aunque diminuto, al que yo había visto en la Huerta del Rey hacía caer sus gotas. Aquella debía haber sido la casa del propio Azarquiel. Jezabel me hizo sentar en un escabel ante una pequeña mesa donde había dispuesto algo de vino endulzado y unas pastas. Ella se sentó enfrente. Vestía una túnica de color marfil sin otro adorno que algún encaje y ribetes en las mangas y en el borde. No se había puesto toca alguna en la cabeza y me dejaba admirar su hermosa mata de oscuro cabello, que le caía sobre los hombros. No me permitió siquiera iniciar ningún galanteo. Ella sí tenía meditado muy bien el qué decirme y decididos sus palabras y sus hechos. —No me conoces, Fan, pero me amas. Y yo te conozco apenas pero mi corazón es tuyo como no lo ha sido de nadie. Sabes de mi raza y mi religión pero te llegas sin ocultación a mi puerta. Una vez te has despedido de mí para ir a la guerra y ahora volverás a hacerlo para acudir a otra batalla y yo no sé si volveré a verte con vida. No debería siquiera pensar en ti pero lo único que ansío es estar juntos. Pero nada conoces apenas de mí y quiero que antes de nada lo sepas. Soy hija de Azarquiel, el sabio, soy su hija pequeña, la que de niña iba a todos los lugares de su mano. M ientras él vivió la vida fue gozosa para mí, en esta casa y en su taller donde fabricaba sus astrolabios y trazaba los planos de sus maravillosos inventos. Fui querida por él y educada con tanto cariño como firmeza, con tanto afán como dulzura. Crecí a su lado, protegida y libre, mucho más libre que otras jóvenes fueran estas cristianas, moras o de mi propia raza. Un día triste murió mi padre. Nos dejó fortuna, casas, tierras y haberes. M i madre supo administrarlas bien. Ya habían casado mi hermano mayor y mi hermana, la madre de esa niña que tantas veces me acompaña. M i madre decidió que yo también tenía que hacerlo y me buscó marido. Era un hombre mayor, que me triplicaba en años, orfebre y entendido en plata y gemas. No era malo. No me opuse, no había cumplido siquiera los 16 años. Lo supuse mi destino y me plegué a él. M e trató bien, no lo amé, pero algo lo quise. Sin engendrar siquiera un hijo en mí, murió al poco y antes de cumplir yo los 18 ya era viuda. Y viuda he seguido siendo. M i madre busco otros desposorios pero en esta ocasión sí me negué a ello. Hace dos años murió también mi madre y aquí en esta casa vivo sola, con apenas una sirvienta y la compañía de mi sobrina a la que educo. M uchos han sido los que han querido no sé si mi mano, mi cuerpo o mi casa. Pero eres tú tan solo quien ha cruzado esa puerta, quien ha tenido mi beso y quien tendrá mi cuerpo. Así es Fan, eso es lo que tenía que decirte. Yo no solo me había quedado mudo, sino que mi inmovilidad y estupor me asemejaban a una estatua. No sabía ni qué decir ni menos qué hacer. Ella se me ofrecía y yo no movía ni siquiera una mano para una caricia. Fue ella quien la hizo. Se levantó de su escabel. Se dirigió hacia mí, se inclinó y me besó con suavidad y calor en los labios. Y ante mi perplejidad prorrumpió en una alegre carcajada. —No pensé que mi oferta fuera tan poco sugerente que mi amado ni siquiera moviera una pestaña. Reaccioné de pronto, me levanté de mi silla y la abracé con toda mi fuerza. Ella estrechó su cuerpo contra el mío y sentí palpitar su tibia carne y la fragancia de su piel y su cabello inundó mis sentidos. La abracé y la besé con frenesí y ella jadeante correspondió con pasión a mis caricias. Pasado el instante se recuperó y me obligó de nuevo a sentarse. —Está dicho, joven Fáñez —me dijo jovial—, y será hecho. No te dejaré marchar de nuevo a la batalla sin yacer contigo y hacerte mío. Nada hay más que hablar de ello, nada de lo que sé que te atribula y que el tiempo habrá de resolver. Pero sí te digo que combatas con todo el valor pero que a mí vuelvas vivo. —A la vuelta me casaré contigo. Habrás de bautizarte y serás mi esposa, Espeté lo que tanto tiempo había callado. Vi que se nublaba su gesto, que temía aquello que yo había proferido y que no tenía para ello por el momento solución ni respuesta. Solo dijo: —Soy judía, Fan. Es mi religión y no renunciaré a ella. Seré tuya pero no abandonaré al dios y a la creencia de mis antepasados y mi padre. Pero no es momento ahora, nuestro tiempo pasa y esta noche hemos de hacerla larga como si fueran las mil que hubiéramos debido ya de haber yacido juntos. M e cogió de la mano, como cogía a su sobrina y me condujo al interior de la casa, donde en el candelabro que yo le había traído ardía la suficiente luz como para dejar en penumbra la habitación y que yo pudiera admirar la hermosura de su cuerpo y la suave luz de las llamas reflejada en su piel desnuda. Y nos amamos. Fue corta la noche y el alba me despertó en sus brazos. La amé de nuevo, con el alma encogida y la sensación de que aquella podía ser la última caricia, el último beso, el postrer estertor y el gemido final de nuestra dicha. Al reposar tras él, de nuevo a su lado, pegada a mí como si quisiera aspirarme me dijo: —Te amo, pero has de conseguir el tiempo para que aún pueda quererte como mío. Vuelve a mí, Fan Fáñez, vuelve vivo. Con mi tío Álvar salí aquel mismo día rumbo a Talavera, con los pardos cabalgando detrás nuestro a la espera de Yusuf, el almorávide, que venía. Pero no acababa de llegar. Sabíamos que avanzaba pero lo hacía tan lentamente que trascurrió todo el verano sin tener noticias de sus vanguardias. Nosotros patrullábamos el Tajo y nos dejábamos bajar hasta nuestra fortaleza de Coria. Destacamentos con veloces corceles se asomaban a la ribera misma del Guadiana pero llegó el otoño y no avizorábamos aún al ejército almorávide. Fue ya cumplido septiembre cuando nuestros vigías y espías empezaron a traer la nueva de que finalmente las tropas de Yusuf, incontables decían, flanqueado por todos los ejércitos de los taifas a él agregados, se dirigía hacia Badajoz. Entonces Alfonso salió con el grueso de las fuerzas desde Toledo, reforzadas por mesnadas aragonesas al mando del infante don Pedro, y se dispuso a afrontarlo. A mediados de octubre, el ejército musulmán al completo estaba acampado a la orilla sur del Guadiana. Nosotros los esperábamos al norte del río. Alfonso decidió no cruzarlo y que hubiera de ser el emir quien se decidiera a hacerlo. Le aguardaríamos, si se decidía a ello, en una gran llanada que llaman de Sagrajas. Supimos que la demora de Yusuf se había debido a los muchos inconvenientes y retrasos que los reyes de las taifas habían ofrecido. Las tropas prometidas llegaban a cuentagotas y tuvo Yusuf, cada vez más molesto con quienes tanto habían suplicado su venida, que amenazarles para que cumplieran sus compromisos. Finalmente cada cual logró presentar una tropa aceptable, sobre todo el sevillano, y a ellas se unieron las de Al M utawakkil, que le esperaban en Badajoz. Durante días nos observamos. Nosotros nos habíamos adentrado en territorio enemigo, pero Alfonso no quería bajo ningún concepto cruzar el río con la caballería pesada. Yusuf tampoco quería moverse, pues prefería combatir con el Guadiana por delante y detrás las murallas de Badajoz como refugio si las cosas se le tornaban contrarias. Pero tras esperar en vano que Alfonso arremetiera no le quedó otro remedio que ir a su encuentro y sus tropas pasaron finalmente las aguas y se dirigieron hacia nosotros. El emir, como bien pudimos comprobar, había preparado minuciosamente el combate, también deseaba una amplia llanura donde su caballería ligera pudiera maniobrar sin estorbos. En la noche del día 22 de octubre estábamos frente a frente. Nos superaban de manera muy considerable en número, pero nada temíamos. Siempre los habíamos desbaratado y nunca habían sido capaces de contener nuestras cargas. M i tío Álvar me advirtió: —¿Oyes sus tambores? He comprobado que maniobran a su son y que se mueven con precisión y disciplina. Han puesto en su frente a los andalusíes. Alfonso nos ha ordenado a nosotros dirigir la primera carga contra ellos y romper sus líneas. El retumbar de los tambores almorávides resonaba en toda la llanura. A lo lejos veíamos maniobrar los destacamentos de caballería que se movían en los flancos de su frente. La seña de Yusuf no aparecía en vanguardia, pero sí distinguimos las de Al M utamid y Al M utawakkil. Contra ellos nos dirigiríamos en tromba y los desharíamos como tantas veces habíamos hecho. Conocíamos bien su manera de combatir en campo abierto. Los infantes con sus escudos, lanzas y venablos se colocaban en varias filas. La rodilla hincada en tierra, el escudo levantado y las lanzas apoyadas en el suelo y dirigida su punta de buen acero a los pechos de nuestros caballos. La línea inferior se apoyaba en la anterior. Detrás de estas primeras filas de infantes se apostaban las filas de «rami», sus arqueros, que eran lo que más temíamos pues nos causaban más bajas que nadie en las embestidas hasta que conseguíamos llegar a ellos. Tras los «rami» estaba apostada su caballería, esperando el momento propicio. Eran más ligeros que nosotros y se movían con mayor soltura y agilidad. Los infantes abrían sus líneas y entonces procuraban envolvernos. Pero lo que solía suceder es que ni infantes ni arqueros resistían y todo el frente se desmoronaba en un revoltijo donde nosotros cargábamos y tornábamos, según habíamos aprendido a hacer con Rodrigo. A una carga sucedía otra, que también volvía grupas para ser de inmediato reemplazada en el ataque por quienes le habían precedido. En Sagrajas, Álvar iría con los primeros y yo cargaría en la segunda oleada. El ejército de Yusuf y sus aliados parecía inmenso desplegado ante nosotros y el estruendo de sus tambores y pífanos atronaba el aire. Pero cuando Alfonso dio la señal, nuestra caballería cargó y lo que se hizo atronador fueron los cascos de nuestros caballos al galope. Fue larga la cabalgada, en exceso larga, hasta que llegamos a ellos. Vi a los de Álvar chocar con los andalusíes y a estos sufrir el impacto. Lanzaron sus venablos, llovieron las flechas y apuntaron sus lanzas, pero Álvar les llegó encima como un torbellino y una vez más los hombres de Al M utamid, aunque porfiaron más que en anteriores ocasiones, comenzaron a retroceder y darse a la fuga. Cuando yo cargué tras mi tío, entramos lanceando y luego tajando en haces de enemigos que se hundían o se dispersaban a nuestro paso. Parecía que una vez más comenzarían a huir en desbandada. Pero eran muchos y el número les hacía mantenerse, aun temblando. Una nueva carga, dirigida por Alfonso, pareció que los derrumbaba. Pero entonces oímos de nuevo atronar a los tambores. Los almorávides entraban en combate sosteniendo a los que cedían. M asas de infantería africana taponaban las brechas y se lanzaban contra nosotros desjarretando nuestros caballos y haciendo caer a nuestros jinetes, que una vez en tierra eran acuchillados. Nosotros cortábamos cabezas, tajábamos brazos, destrozábamos adargas, lorigas y hendíamos cascos pero nuestro brazo no daba a basto a subir y bajar ante tanto enemigo y notábamos a nuestras monturas cada vez más fatigadas después de la larga cabalgada. Cuando mayor y más recio estaba trabado el combate, el retumbar de los atabales que, a lomos de mula, servían para transmitir sus órdenes y el hiriente sonido de los añafiles preludiando su embestida hizo que por ambos lados de la llanura avanzara al galope la caballería de Yusuf, que se dirigía, desbordándonos por los flancos, hacia nuestra retaguardia, hacia nuestro propio campamento. Oímos gritar a Alfonso y tremolar su seña. Las mesnadas vieron la señal y acudimos en socorro del campamento y nuestras tropas de retaguardia. Retrocedimos sin perder cara a quienes combatíamos y mi tío, junto al rey, enfrentaron a la caballería que nos asaltaba por los flancos. Pudieron contenerlos a duras penas, pero nuestra iniciativa estaba perdida. Nos retirábamos cediendo el campo. Nuestros peones quedaban descolgados y eran muertos por las masas de musulmanes que avanzaban. Llegué junto a Álvar, ahora en primera línea defensiva. Tenía como yo el brazo y la loriga tinta en sangre. Pudimos tomar algunos caballos de refresco, aunque eran muchos los perdidos y aún más los peones muertos. Fáñez 58 y sus pardos se movían como fieras y, al verlos, las tropas andalusíes, que los temían más que a nadie, se retraían y se hurtaban en el ataque. Los almorávides lo reiniciaron y entonces una nueva carga, la última de nuestras mesnadas, aún logró hacerlos retroceder un poco. Pero ya no tenía el vigor de las primeras y nuestra riada era contenida y luego envuelta por el enemigo. Allí vi caer al conde Rodrigo Díaz, el hermano de Jimena y el cuñado de nuestro Cid. Fue rodeado, su caballo, desjarretado, se derrumbó y él sucumbió al cuchillo de los africanos. Nosotros nos manteníamos a duras penas. Un asalto masivo de tropas de refresco que aún le quedaban a Yusuf agotó casi por entero nuestras fuerzas. Alfonso gritaba con furia y mi tío reservaba toda su energía en golpear sin descanso agrupando en torno a él a quienes más fuerzas les quedaban y no sucumbían a la fatiga. La cota de malla me pesaba como plomo y notaba en el resuello de mi caballo que estaba al borde de caer rendido. Pero había que aguantar la línea. Entonces un grito recorrió a las mesnadas. El rey Alfonso estaba herido. Un lanzazo había logrado penetrarle en el muslo tras pasar su loriga. Se retiraba escoltado por la mesnada de Ansúrez y los aragoneses de Pedro. Nosotros tendríamos que soportar todo el embate de los que nos vencían para que el rey y lo más posible del grueso ejército lograran ponerse a salvo. Formé con Álvar, formé con los pardos, formé con todos los que aún teníamos fuerzas para mantener en alto la espada y presentamos a los africanos el acero como bienvenida. Vinieron pero no pudieron quebrarnos aunque sí hacernos retroceder de nuevo. Tras ellos venían los andalusíes que habían acabado con muchos de nuestros peones dispersos. Venían gritando eufóricos por la victoria cuando toparon con los pardos y el miedo encogió sus corazones. Tenían nuestra derrota total a su alcance pero se pararon y hubo jinetes que frenaron sus cabalgaduras y se alejaron en busca de más fáciles presas. Y para nuestra fortuna el ocaso llegaba y la noche no tardó en cubrirnos con su manto, esta vez protector, que nos permitió ir separándonos de nuestros enemigos y poner distancia con ellos. La mañana nos encontró ya lejos del lugar donde habíamos librado la batalla. La caballería ligera árabe había dado caza a muchos de nuestros peones, pero no había continuado la persecución durante mucho tiempo y había retornado a sus haces. Ellos también estaban muy quebrantados. Habíamos sido vencidos porque no habíamos vencido nosotros, pero no habíamos sido derrotados. Habíamos abandonado el campo pero no se había perdido nuestro ejército y nuestras bajas puede que fueran menos que las de los africanos. Pero eran más dolorosas porque ellos eran muchos más en número y las nuestras más notorias. Por primera vez habíamos tenido que ceder y retirarnos y la sensación de derrota se apoderaba de nosotros y el desánimo cundía entre muchos de nuestros caballeros y jefes de mesnada. Un cierto estupor, unido a un terrible cansancio, se apoderaba de todos, pero Álvar no lo toleraba. Suponía que el enemigo aprovecharía su victoria y que, exultante, explotaría su éxito lanzándose sobre nosotros. Así que infatigable, como si fuera de acero y no de carne y hueso, sin dormir y sin lavarse siquiera la sangre de los que había matado y de sus propias heridas, recorría el campo con sus pardos agrupando a los que volvían y consiguiendo que volvieran a formar escuadras y se compactaran en un haz que poco a poco se había rehecho. Partieron mensajeros hacia la hueste del rey que delante de nosotros se dirigía a protegerse en Coria. Fueron días angustiosos. En cinco, Alfonso estaba ya tras sus seguros muros y nosotros comprobamos que los almorávides no nos perseguían. Tan solo el primer día alcanzamos a vislumbrar algún destacamento lejano de caballería que nos oteaba desde algún cerro. Cada vez más repuestos y organizados, a la semana nosotros también dimos vista a Coria, que nos abrió sus puertas y nos dio cobijo. Era mi primera derrota. Habíamos combatido con bravura pero aquellos diablos venidos de África habían aguantado nuestras embestidas y finalmente nos habían doblegado por el número de su masa. Yusuf había vencido. Alfonso se retiraba herido y su ejército, aún en formación y con fuerza de combate, había sido diezmado. Las bajas eran muchas entre los peones que habían quedado a merced de la caballería mora y también habían caído bastantes caballeros en la defensa del campamento y la protección de la retirada. No pudimos rescatar siquiera el cadáver del conde de Oviedo, de Rodrigo Díaz, ni de otros que con él quedaron en el campo abandonado y cuyas cabezas fueron cortadas y llevadas al emir de los almorávides. Ahora el temor se apoderaba de nosotros y la alegría de los moros, de los reyezuelos de las taifas y de los guerreros del Sahara. Previsor, el rey Alfonso, cuya herida por fortuna no era grave y sanó bien, decidió que había que reagruparse cuanto antes y dejando fuerte guarnición en Coria ir con el grueso de la tropa hacia Toledo, pues allí era donde era más que posible que se dirigiera el victorioso enemigo. —La caída de Toledo y de su reino es lo que ha hecho venir a Yusuf. Es pues allá donde habrá de dirigirse para completar su victoria. Intentará apoderarse sin duda de ella y es donde habremos de dar la gran batalla. Toledo ha de ser defendida a toda costa. Queden en Coria los heridos más graves y emprendamos todos cuantos antes el camino hacia allí, para adelantarnos a su llegada. Salgan también emisarios hacia los otros reinos cristianos y hacia el país de los francos. El peligro para los cristianos es inmenso y hemos de pedir su ayuda. El conde Ansúrez fue el enviado. Salió presto hacia León con la misión de llevar la mala nueva a la reina Constanza y que ella despachara de urgencia cartas a los nobles francos, a los borgoñones, a los aquitanos y a todos cuantos quisieran unirse a nosotros. Nosotros partimos hacia Toledo. En ella entramos en silencio y sin vítores que nos aclamaran. Veíamos en las miradas de los mozárabes el miedo y en la de los mudéjares expresiones taimadas. Álvar Fáñez y yo entramos en retaguardia, protegiendo a las últimas hileras de soldados, peones e impedimenta, hasta que el último cruzó por la puerta de la Bisagra. Tras nosotros se cerraron todas a cal y canto y nos aprestamos a esperar a Yusuf trás ellas. Al subir hacia el alcázar vi a Jezabel. Debía haber permanecido a la entrada, en silencio, sin nadie a quien preguntar, viendo pasar a todo el ejército y sin lograr verme a mí entre los que llegaban. La vi yo antes que ella a mí y sus ojos desesperados se tornaron en chispazos de alegría cuando ya me divisó. Vino hacia mí y se agarró al estribo. —Creía morir al pensarte muerto. Pero Yavhé no lo ha querido ni tu Dios lo ha tolerado. M i casa es tu casa. Ven a ella cuando desees y puedas. Sonreí y al mirar a mi tío, que se había vuelto hacia nosotros, vi que hacía un imperceptible gesto con la cabeza y luego al desmontar ambos en los acuartelamientos aún alcanzó a decirme: —Sin duda, es hermosa la hebrea —y no dijo más. Se ocupó de atender su caballo, dar órdenes a los peones y señalar cometidos y guardias a sus pardos. A mí no me encomendó tarea alguna, por lo que al cabo de un tiempo pude acudir presuroso a casa de Jezabel, que me esperaba entre sollozos y risas nerviosas. Le relaté nuestro combate y ella me dio nuevas de lo que éste había supuesto en Toledo, así como la reacción tanto en los reinos de taifas como en los cristianos. Los judíos siempre parecían estar mucho mejor informados que cualquiera. Pero ello lo hizo después de bañarme, curarme las muchas moradoras, contusiones y magulladuras, aunque ninguna herida profunda, que traía en el cuerpo, de darme friegas y untarme con aceites y hasta de perfumarme, sin tener en cuanta mis protestas, con aromas y esencias. —Estás lleno de verdugones por todos lados y no voy a dejar que entres así a la cama conmigo. No pretenderás tratarme como si fuera un almorávide oliendo a cabra y camello de los que has matado. Jezabel estaba contenta, exultante, reía sin parar y sin razón y no dejaba de andarme por acá y por allá sin darme casi reposo ni darse tiento. Hube al fin de tomarla en brazos y casi a la fuerza y sentarla sobre mis piernas, y abrazada ya se calmó un algo y con un suspiro. —He sufrido la muerte, Fan. Desde que llegó la mala nueva de que habíais sido vencidos en Sagrajas. El pálpito de tu muerte me cercaba día y noche y me resultaba insoportable. Luego al ver que no venías entre las mesnadas, vi pasar a todos, a miles y tú no llegabas, desfallecía ya cuando al alzar una vez más los ojos, ya casi sin esperanza, me choqué con los tuyos. Nos amamos y poseí su cuerpo, y ella se adueñó del mío, mansamente y despacio, como si en el reencuentro las caricias quisieran ser más largas y hacerse más sosegadas y tiernas. La oí llorar dulcemente entre mis brazos y fue luego cuando me transmitió sus hondas preocupaciones. —La victoria del africano ha llenado de miedo a unos y de rencor a muchos. Unos temen su llegada, otros la aguardan. Y los que tienen miedo vuelven su ira sobre los que sospechan que le acogerían con alegría. Cada vez hay más francos y el obispo nuevo, el francés, no tiene remilgos de incumplir lo pactado y firmado por Alfonso y se enfrenta sin pudor con el conde Sisnando cada vez menos respetado. Él intenta apaciguar ánimos y hacer más leve la vida a los que fueron conquistados pero las voces que dicen que eso es dar leche a las víboras, que solo esperan el momento propicio para clavarles sus ponzoñosos colmillos, aumentan y se imponen a todas. Y ahora aún será peor si los africanos llegan a nuestras puertas. Pero Yusuf no apareció ante las de Toledo. A poco el rey supo que el emir había levantado también el campo en Badajoz y, sin avanzar una legua por territorio cristiano, había decidido emprender viaje de regreso, antes de que las lluvias y el mal tiempo embarraran los caminos hacia Sevilla; y allí ordenó acudir a todos los reyes taifas de España. —Su ejército —informó el conde Sisnando en la reunión de Alfonso con sus más cercanos capitanes en la que ya siempre se encontraba Álvar Fáñez— ha quedado tan quebrantado como el nuestro. Las pérdidas de Al M utamid el sevillano han sido terribles y no menores las de Al M utawakkil. Los africanos también las han sufrido. Pero las discusiones, tras la victoria, han proseguido entre ellos aún más enconadas que antes de ella. Todos quieren atribuírsela y sacar provecho. El emir Yusuf los observa con desagrado y repugnancia. Los considera en realidad la peor de las plagas y los verdaderos enemigos del Islam aunque dijeran practicarlo. Además en el mismo campo de batalla de Sagrajas recibió una noticia que llenó de pesar su corazón, la muerte de su hijo mayor, al que había dejado enfermo en Ceuta antes de embarcarse. Lleno de amargura está ahora preparándose ya en Algeciras para regresar a M arruecos. No habrá ataque sobre Toledo. Ha llamado a los andalusíes a la unión y a la conciliación, se comporta ante ellos como su señor y jefe, y éstos lo han acatado y le han prometido cumplir sus deseos. Sabe que en cuanto desaparezca volverán a sus pleitos y pendencias. Pero los efectos de su victoria, aunque no hubiera sido la derrota que clamoreaban habernos infligido, si se hicieron notar de inmediato. Estaba en nosotros mismos, quienes hasta entonces no habíamos conocido sino el imponer nuestras armas sobre las suyas y obligarles a aceptar nuestras condiciones. El tablero de Alfonso parecía venirse abajo de un golpe. Altivos y soberbios los príncipes andalusíes se negaron a pagar paria alguna y se mostraban exultantes. Yusuf, a pesar de retirarse, les había dejado cinco mil caballeros para defenderse de cualquier ataque. La llamada de socorro de Alfonso también había encontrado eco entre los francos. Aquel mismo invierno de 1086 un ejército se puso en marcha a la llamada de la reina Constanza. Al frente venían sus sobrinos, el duque de Borgoña, Eudes, y su hermano, Enrique, así como el conde de Amous, y del Langueloc y la Provenza como Ramón de Saint Gilles, conde de Tolosa y normandos, como el vizconde Guillermo de M elun y muchos caballeros de Limoges y de Poitou. Nada más cruzar el Pirineo supieron que su presencia no era necesaria en Toledo pues Yusuf había reembarcado por lo que de común acuerdo con Alfonso se dirigieron hacia el rey aragonés Sancho Ramírez, ahora su aliado, para ponerse a su servicio. Alfonso había pactado con él su ayuda en caso de ataque a Toledo y su compromiso de participar en su defensa y a cambio de un acuerdo sobre Navarra, que en cierta forma aceptaba vasallaje hacia León pero era entregada al aragonés y que éste pudiera ensanchar sus territorios a costa de la taifa de los hudíes de Zaragoza. Los francos fueron bienvenidos a la corte aragonesa y Sancho Ramírez les encargó la toma de Tudela a la que pusieron sitio. Infructuoso, pues a nada decayó su empuje y abandonaron el empeño. La mayoría regresaron, algunos se fueron allegando a León, al amparo de la reina Constanza, como su sobrino Enrique y otros muchos señores. La reina les acogió feliz, los colmó de honores y comenzó a prepararles bodas pues los consideraba mejor que ninguno de nosotros, leoneses y castellanos, a los que nos consideraba poco más que unos bárbaros y no muy diferentes a los musulmanes contra quienes luchábamos. Tranquilizados todos con el reembarque almorávide, la reina Constanza, con su séquito de francos, caballeros y clérigos, llegó a Toledo al encuentro de Alfonso. Bernardo y la reina tenían desde hacía tiempo una idea bien madurada y estaban decididos a llevarla a cabo. El primero, nombrado ya obispo de Toledo por el papa Gregorio, estaba decidido a que su sede episcopal no estuviera en sitio alguno sino donde se hallaba la mezquita mayor de los mahometanos. No iba a permitir que, tomada la ciudad, el templo mayor siguiera en manos de los enemigos de la fe cristiana. La reina Constanza estaba dispuesta a culminar en Toledo su propia guerra contra el rito mozárabe, precisamente ahí, en su propia cuna y donde sus adeptos eran tan numerosos y en él habían mantenido su fe durante siglos de prevalencia musulmana. Pero ante ellos estaba el conde Sisnando, que aunque los francos le hicieran de menos, contaba con el cariño y el beneplácito no solo de los mozárabes que lo consideraban su valedor, sino también de los castellanos y el respeto de los mudéjares que aún permanecían en la ciudad. Pero también seguía estando, aunque éste hubiera de hacer equilibrios, en el amor del propio Alfonso que lo estimaba en mucho y lo utilizaba como dique ante las pretensiones de su mujer y de los cluniacenses. Álvar me tenía al corriente aunque ahora nos veíamos menos. M e había trasladado a vivir con mi amada Jezabel, mal que le pesara a todos, y moraba con ella no sé si rodeado del escándalo pero inmerso en la felicidad más plena que en mi vida hubiera conocido. Ella seguía en su empeño de no aceptar conversión alguna y prefería sobrellevar la vergüenza de vivir como mi barragana antes que ceder en la fe de sus ancestros. De ello hablé levemente con mi tío que consideró que si tal era su decisión ella era la perjudicada, pues yo me solazaba y la disfrutaba sin compromiso. M e dolió su crudeza pero aún me consolé pensando que en el caso de que doña M ayor hubiera andado cerca peor me hubiera ido. Jezabel sí andaba al tanto, como vecina de vieja estirpe toledana, de todo lo que sucedía entre sus habitantes y los pesares de éstos. M e hizo relatarle lo que no acababa de comprender que era la disputa entre los ritos si todos éramos cristianos y hube yo de recurrir a quienes de ello entendían para poder complacerla en algo. Así le expliqué que el viejo rito hispano se había desarrollado tras la invasión del reino visigodo por los musulmanes. Que en muchos lugares, a pesar de que unos se habían convertido al Islam buscando la protección de los conquistadores, muchos otros habían permanecido en la Fe de Cristo y habían sido tolerados por los árabes que eran al fin y al cabo tan solo unas minorías aunque fueran los señores y los que tenían el poder y las armas. Los mozárabes de Toledo y de Córdoba, así como en otras muchas ciudades de Al Ándalus, habían sido a lo largo del tiempo tan numerosos como influyentes y habían convivido con los musulmanes y mantenido su culto, el llamado toledano, pues Toledo seguía siendo la capital religiosa de los cristianos en la España musulmana y ahí residía el M etropolitano, máxima autoridad eclesiástica al que oían los propios califas y se sentaba con ellos a la mesa. El culto mozárabe o toledano se extendía también por toda la España ya cristiana. El papa Gregorio, sabedor de esos ritos en nuestra España e intentando unificar la doctrina y el culto de la iglesia y desviarla de herejías, había dirigido cartas a todos los reyes cristianos y les había encomiado y recordado «que habían de ser fieles hijos de la Iglesia Romana, vuestra madre, no de la toledana, ni de cualquier otra, sino de la Iglesia Romana es de donde debéis recibir el oficio y el rito, ella fundada sobre la base pétrea y paulina está garantizada contra toda acechanza. Aparte de que haciéndolo así no seréis nota discordante en el unísono de los reinos de occidente y septentrión. Es necesario que de donde recibisteis el principio de la fe se os comunique también la nueva eclesiástica del oficio divino»59 . Nuestro Alfonso no hizo en principio excesivo caso, aunque presionado por la reina Inés, franca, y luego ya, mucho más decididamente, por Constanza y atendiendo a su propio interés, optó finalmente por aceptar la exigencia, máxime cuando fue sabedor de que el aragonés Sancho Ramírez había sido el primero de los monarcas hispanos en hacerlo con entusiasmo y gozaba del favor papal, incorporándolo incluso a su seña. Alfonso fiel a su hacer y maneras quiso andar el camino sin excesos ni brusquedades pero fue forzado hasta a romper el juicio de Dios que se celebró en Burgos y, tras el concilio en aquella ciudad y la llegada de los cluniacenses y Bernardo, se plegó a los deseos del papa, de Hugo de Cluny y sobre todo de Constanza, aunque ello le supusiera el descontento de su querida hermana Urraca. El Papa Gregorio y el abad de Cluny vieron en la conquista de Toledo su gran oportunidad de imponerse del todo y vencer cualquier resistencia. El metropolitano Pascual había muerto apenas un año antes de la conquista y su silla quedaba vacante. Era el momento. Se pensó en principio en el obispo de Jaca, don García, hermano del rey Sancho Ramírez, pero éste rechazó la oferta. Fue entonces cuando Gregorio, Hugo y Constanza decidieron encumbrar y convencer a Bernardo, aunque hubiera que sacarlo de Sahagún. Toledo era la gran misión que ahora tendría encomendada. Bernardo además gozaba del favor del propio Alfonso y ansiaba más que nada aquel cargo que aceptó del mejor grado, aunque en apariencia con remilgos, para alborozo de Hugo que le escribía «Leídas vuestras cartas con cuanto gozo he de alegrarme y cuantas alabanzas he de dar a Dios de corazón más que palabra», y le alentaba en su nueva misión para la que, obediente a su orden, Bernardo le había pedido permiso final. Pero Hugo le admonizaba de inmediato de su obligación: «Queda por tanto, carísimo, que te preocupes y mucho de la organización interna de la Iglesia que para regir recibes y que no solamente está abandonada de los cultos verdaderos sino prácticamente destruida por nuestras debilidades, pero que has de empezar de nuevo valiéndote de varones a ello dispuestos y del honor de personas honestas y que tengas tan sumo cuidado, de tal forma que arrancando de tan sólido cimiento, ni las tempestades ni el desbordamiento de los ríos, ni los vientos huracanados, ni la prosperidad ni la adversidad haga que cejes en tu empeño y que reúnas compañeros de probidad de costumbres, clérigos por supuesto y si es posible maestros de nuestra orden, en la casa del Señor a vos encomendada»60 . Poco antes de la Natividad de Nuestro Señor, en un día muy frío, y aprovechando, según se dijo, que Alfonso había salido de Toledo, la reina Constanza y el obispo Bernardo, acompañados de un numeroso grupo de clérigos y caballeros armados, entre los que había muchos francos, se dirigieron a la aljama mayor de los muslines y de manera que no admitía réplica alguna desalojaron de allí a los pocos musulmanes fieles y espantaron a cuantos osaron recriminarles sus actos. Una vez dentro limpiaron toda lo que consideraron suciedades de la ley de M ahoma y Bernardo alzó allí un altar donde colocó la cruz. Su acción nada tenía de espontánea y sí de largamente preparada, pues también llevaron con ellos alguna campana que instalaron de inmediato en lo alto del minarete para comenzar a tañerla y a llamar a los fieles cristianos. Los musulmanes enviaron rápido aviso de lo sucedido a Alfonso quien regresó a escape dando muestras de gran furia y amenazando con quemar tanto a la reina como al obispo por haber vulnerado su palabra y su promesa. Era tal su furia, según contaban y proclamaban, que fueron los propios mudéjares los que intentaron aplacarle. Y muy aplacado debía estar cuando finalmente llegó a Toledo pues nada les hizo ni a Bernando ni a Constanza sino que acabó por aceptar lo sucedido y, aún más, el día 18 de diciembre se procedió al solemne acto de consagración de la que había sido M ezquita M ayor de los moros en Catedral Cristiana, quedando allí establecido Bernardo y oficiándose escrupulosamente el culto romano. Fue un acto solemne y al mismo fui concitado. Antes mi amada Jezabel me había advertido con malicia que todo lo sucedido para nada había sido hecho a espaldas de Alfonso. Que su furia era impostada y que en todo había estado de acuerdo y lo que había representado no era sino una farsa para intentar salvar su honor empeñado. —Ha sido el rey quien ha utilizado tal treta para parecer que no rompía su palabra. Pero tenía que hacerlo y lo sabía. Es la ley de la conquista y los cristianos nuevos, los castellanos, aunque los mozárabes lo toleraran, no iban a permitir que el templo mayor fuera el mahometano. Habiendo sido antes y encima una iglesia visigoda. Alfonso es hábil y ha preparado tal treta para no cargar con la culpa de una palabra real rota. Ahora se proclama todavía que los musulmanes han sido quienes a la postre le han liberado de su promesa y que se dan por contentos. Como si otro remedio tuvieran. Quizás si el almorávide no hubiera ganado el campo en Sagrajas se hubiera mantenido un tiempo, pero con el africano a las puertas en cualquier momento eso no iba a ser consentido. La persecución a las otras religiones se acrecentará tanto en Al Ándalus por los almorávides como aquí por los romanos. Solo espero que nos dejen en paz a los judíos, aunque al final y a la postre ambos acabaran por atacarnos como siempre ha sucedido. Estuve en la solemne misa y prueba de que Jezabel no andaba en absoluto desencaminada es que junto al rey y la reina se encontraban las infantas Urraca y Elvira, que ya estaban en Toledo en los días previos, así como numerosos obispos, condes y magnates. Entre ellos el primero, mi propio tío Álvar Fáñez, cada vez más en la estima del emperador, pues como tal confirmó Alfonso aquel documento que venía a demostrar que desde el principio había tenido conocimiento y dado su aprobación a lo sucedido pero que así había logrado esquivar su participación directa. Bastaba con oír lo que él mismo proclamó a viva voz en la ya consagrada capital de Santa M aría: «En el nombre de Dios, y de nuestro salvador Jesucristo, que es Dios de Dios, luz de luz, creador y formador de todo el mundo, redentor y salvador de todos los fieles que desde el comienzo del mundo le agradaron por su devota fe, yo por disposición divina, Alfonso, emperador de España, concedo a la Sede M etropolitana de Santa M aría de la ciudad toledana de la plenitud de los honores que corresponde a tal sede pontifical según se determinó en los pasados tiempos por los santos padres. Esta ciudad, por secreto juicio de Dios, fue poseída durante trescientos setenta y seis años por los moros, pueblo que blasfema el nombre de Cristo; de aquí que considerando como oprobio el que despreciando el nombre de Cristo y vejados los cristianos, algunos de los cuales perecieron por la espada, el hambre y otros tormentos, en el lugar donde nuestros santos padres adoraron a Dios con intensa fe se invocase el nombre del maldito M ahoma, emprendí la guerra contra esa gente bárbara una vez que Dios con admirable providencia me entregó pacificado el imperio de mis padres, a saber, de mi padre el rey Fernando y de mi madre la reina Sancha. Después de muchas batallas y de innumerables muertes de enemigos les arrebaté ciudades populosas y castillos fortísimos ayudados por la gracia de Dios, movilicé el ejército contra esta ciudad, en la que en tiempos pasados reinaron potentísimos y opulentísimos mis progenitores, pensando que sería aceptable a los ojos del Dios Señor, si yo, Alfonso emperador, guiado por Cristo, pudiera restituir a los seguidores de su fe aquello mismo que esta gente pérfida impulsada por su falso jefe M ahoma había arrebatado a los cristianos. En consecuencia por amor a la religión cristiana arriesgándome en una empresa insegura por espacio de siete años, a veces con fuertes y frecuentes batallas, a veces con añagazas ocultas, a veces con manifiestas incursiones devastadoras, asedié con la espada, el hambre y el cautiverio no solo a los habitantes de esta ciudad, sino también a los de todo el reino, ya que ellos aferrados a la malicia de su tenacidad atrajeron sobre sí la ira del Señor y la ceguera del juicio les invadió. Obligados por todo ello, fueron ellos mismos los que me abrieron las puertas y perdieron vencidos el reino del que antes vencedores se habían apoderado». Tomó aliento en su parlamento el rey Alfonso, se recostó sobre su pierna izquierda pues la derecha aún se resentía de la reciente herida y prosiguió tras dirigir y hacer caer la mirada sobre todos nosotros: «Entonces yo, instalado ya en el trono imperial y dando gracias a Dios en lo profundo de mi corazón, empecé a madurar con diligencia la forma de recuperar la que en otro tiempo había sido preclara iglesia de santa M aría, la madre inviolada de Dios. Para lo cual prefijando una fecha convoqué a los obispos y a los abades y además a los magnates de mi imperio para que se reunieran conmigo en Toledo el 18 de diciembre, para que con su consentimiento se eligiera allí un arzobispo, agradable a Dios, honrado por sus acciones y esclarecido por su saber, y para que además por su ministerio fuera dedicada a Dios como iglesia santa la casa dedicada al diablo. Con su consejo y actuación fue elegido el arzobispo llamado Bernardo y en el mencionado día consagrada la iglesia en honor de Santa M aría, la madre de Dios, y de san Pedro, príncipe de los Apóstoles y del mártir san Esteban y de todos los santos para que la que hasta entonces fue habitáculo de demonios permanezca en lo sucesivo como santuario de los espíritus celestiales y de todos los cristianos». Bien claro nos lo dejaba Alfonso que hacía el relato de su poder mismo y sus campañas, de sus designios y de su empeño mantenido y conquistado. Bien diáfano quedaba, a los oídos de los cristianos, lo que se endulzaba en los de los moros sometidos, y bien expuesto quedaba que nadie, sino él, había tomado desde un primer momento las decisiones y que él mismo las había ejecutado. Se entronizaba de igual modo como heredero y descendiente de aquellos reyes godos y de ellos se proclamaba heredero. Para completar su parlamento, que leía en un pergamino, señaló para acabar las donaciones que hacía para el sostenimiento del templo, del obispo y de los clérigos, para que en este lugar pudieran llevar una vida digna. Y a fe que era generoso pues entregó a Bernardo Barciles, Cobeja, Alprébrega, Almonacid, Cabañas de la Sagra, Rodillas, Alcalá, Lousolus y añadió su querida Brihuega en Guadalajara amén de huertas, molinos y viñas, así como todas las heredades, casa y tiendas que tuvo el templo en tiempos que fue mezquita de moros, amén de añadir la décima de todos los derechos que como rey le pertenecieran de este reino así como la tercera parte de los diezmos de todas las iglesias que en esta diócesis fueran consagradas y mandó, por último, que al obispo quedaran sometidas todas las ordenaciones de todos los monasterios de la ciudad. Y todavía añadió como supremo honor que el que rigiera esta iglesia pudiera juzgar a los obispos y abades y clérigos de mi imperio. Con ello Alfonso colocaba a Bernardo por encima de todos los miembros de la iglesia en sus reinos. La reina Constanza, a su lado, sentada en su sitial, no podía ocultar la felicidad que le inundaba. Concluyó la ceremonia y pasaron a firmar el documento aquellos a quienes se solicitó el hacerlo y que fueron haciéndolo de uno en uno tras el propio Alfonso y Constanza y luego los obispos presentes, Diego de Santiago de Compostela, Pedro de León, Osmundo de Astorga, Raimundo de Palencia, Gómez de Oca y Pedro de Nájera. Pasaron luego a firmar las infantas, Urraca y Elvira, y los obispos Amos de Lugo, Arias de Oviedo, Pedro de Orense, Aderico de Tuy, Cresconcio de Coimbra y Gonzalo de M ondoñedo. Después rubricaron los condes, Pedro Ansúrez el primero y García Ordóñez, el Bocatorcida, el segundo, M artín Laínez, M artín Alonso, Fernando Díaz, hermano menor de Rodrigo el abatido en Sagrajas, Frolián Díaz y el alférez real, Rodrigo Ordóñez. Encabezando la columna siguiente firmó el conde Sisnando y tras él los magnates castellanos, entre los cuales fue llamado mi tío Álvar Fáñez, ya entre los grandes del reino, señalado como tal con aquella firma. Salimos de Santa M aría y pude conversar brevemente con mi tío. M e citó para el día siguiente en el alcázar. Deseaba con urgencia hablar conmigo. Tenía noticias importantes que no quiso adelantarme. Fue la consagración de la catedral y al rito romano triunfo pues de Alfonso, pero más precisamente el de Constanza y de Bernardo que así lograban el primero de sus propósitos. Pero no les iba a ser tan fácil conseguir el segundo. De hecho el fracaso les esperaba en ello. El clero mozárabe era poderoso y Alfonso no podía tratarlos, ni le convenía hacerlo, como había tratado a los musulmanes. El culto pues en las seis iglesias que habían prevalecido durante la dominación musulmana continuaba en su rito, entre otras razones porque no había tampoco clérigos que conocieran el romano. Así que tan solo en Santa M aría se oficiaba según el romano. En San M arcos, San Lucas, San Sebastián, San Torcuato, Santa Eulalia y Santa Justa y Rufina los toledanos seguían asistiendo a su viejo culto y en él perseveraron y al abrirse las iglesias reconstruidas de Santiago y Santa Leocadia, aunque le llamaron ya las «castellanas», los sacerdotes siguieron siendo del viejo rito y como tal nosotros gustosamente los aceptábamos. Contra ello no pudieron ni Bernardo ni Constanza ni levantó mano Alfonso. Aun más y todavía aconsejado por Sisnando preparaba, al igual que los conquistadores tuvimos desde el inicio un «Fuero de los castellanos», un «Fuero de los mozárabes» para preservar sus bienes y formas de vida ante la posible rapiña de los nuevos avencidados, en especial de los francos, que cada vez iban siendo más detestados tanto por los toledanos como por nosotros los castellanos. Acudí aquella noche a la casa de Azarquiel y le conté a Jezabel con todo detalle lo que en Santa M aría había escuchado y que de alguna forma la hebrea ya me había anticipado. Y le trasladé la llamada de mi tío a acudir mañana a visitarlo pues había noticias importantes que trasladarme y no quiso hacerlo en la plaza. Jezabel y yo nos temimos que pudiera estar en vísperas una nueva despedida, aunque estaba para llegar la Navidad y no estaba prevista ninguna salida del ejército. Pero me temía lo peor cuando al día siguiente bien de mañana me presenté ante mi tío. Pero solo con ver su semblante ya supe que la nueva no era mala. —Rodrigo vuelve. Está en camino hacia Toledo. Ha dejado Zaragoza y viene a reunirse con nosotros y su rey. —¿Y Alfonso le dará la bienvenida? —M ejor que eso. Bien me lo ha dicho alborozado. Desde Rueda están en armonía y el rey agradecido. Si no ha regresado antes ha sido por su voluntad y es ahora por ella por la que se ha dirigido a Alfonso y éste ha aceptado encantado volver a sellar su fidelidad como vasallo. Estarán aquí en no más de una semana. Tras la derrota de Sagrajas entiende Rodrigo donde ha de poner su espada y su brazo y así lo ha entendido también Alfonso y como tal lo ha agradecido. Con su mesnada tal vez no hubiéramos retrocedido y sí acabado por desbaratar a los africanos. Con él al lado será más fácil resistir su envite. Porque los almorávides regresaran, no lo dudes. Rodrigo llegó a Toledo para la Navidad y la ciudad lo acogió con júbilo. Entraron nuestros antiguos compañeros por la puerta de Alcántara con Rodrigo y su seña al frente y los toledanos le aclamaron. Junto a él iban Bermúdez, Antolínez, Gustioz, y tantos con los que habíamos combatido hombro con hombro, y cabalgaba sonriente buscándome con la mirada mi amigo Félez que agitó la mano siniestra, con la derecha enarbolaba su lanza, al reconocerme cuando entraron ya por las puertas del alcázar. Allí desmontaron y nos abrazamos. M i tío y Rodrigo se fundieron en uno que duró largo tiempo y luego se besaron en las mejillas y en los labios. —¡M inaya, M inaya, cuánto te he echado de menos! —Yo también a ti, Rodrigo. Bien podías haber vuelto antes. Quizás no nos hubieran quebrado los moros en Sagrajas. —Bien sé que no tuviste culpa en ello. El rey Alfonso te debe su ejército y tal vez su propia vida. Bien me lo han contado. En el patio todo eran reencuentros y risas. Su destierro, aunque hubiera sido en los últimos años por voluntad propia, terminaba y gustaban de pisar tierra castellana, porque Toledo era ya Castilla. Pero no pudimos seguir la plática pues el rey reclamaba a Rodrigo y a sus caballeros más importantes. Con ellos fuimos, apresurados, hacia el alcázar y en su trono sentado el rey nos aguardaba. Presente estaba Pedro Ansúrez pero no estaban ni la reina, ni las infantas ni, quizás por orden expresa del rey, el conde García Ordóñez, el Bocatorcida, que tanta inquina profesaba a Rodrigo. Al entrar éste, el Rey se alzó y le hizo un gesto con la mano. Llegó el Cid ante él e hincó su rodilla. El rey extendió sus manos que Rodrigo besó. Tras ello hizo Alfonso que se alzase y lo abrazó. Para luego hacerlo colocarse a su lado. Y tras Rodrigo los caballeros que con él habían partido al destierro fueron uno a uno besando de nuevo la mano al rey y él con ello acogiéndolos de nuevo como vasallos. Comimos luego juntos en las casas que Álvar tenía a su disposición y bien comprobó Rodrigo el alto puesto que ocupaba ya junto a Alfonso, de lo que no solo no tuvo envidia alguna sino que bromeó congratulándose con su «M inaya». —Te hará conde antes que a mí, Álvar. —No le dejarán hacerlo los leoneses, Rodrigo. —Tú tienes a Ansúrez de tu lado y no hay nadie más cercano a Alfonso que don Pedro. En cualquier caso de la generosidad de Alfonso no puedo hoy quejarme. Yo no podía sostenerme por más tiempo con el hudí en Zaragoza. Hemos sido leales al acuerdo con Alfonso. No intervenimos cuando cercó Zaragoza y cuando llegó Yusuf, Al M ustain no unió a él sus tropas pues nosotros le hubiéramos de inmediato abandonado. Pero no podíamos seguir allí tras el pacto del rey con Sancho Ramírez. La situación era imposible y tras Sagrajas no había otro camino. Al M ustain no es ni su abuelo Al M uqtadir ni su padre Al M utamin. Tengo para mí que su suerte ya está echada. —¿Y cuál es el cometido que te ha encomendado Alfonso? —Por de pronto que me establezca en Castilla. M is honores, villas, castillos y haciendas ya me fueron restituidas. Los hermanos de Jimena las han cuidado en nuestra ausencia. He lamentado la muerte del conde Rodrigo que me era tan cercano. Con el nuevo, Fernando, he tenido menos trato y más lejano. Alfonso me ha hecho entrega de la fortaleza de Dueñas, así como el de Ordejón y las poblaciones de Ibias, Campos, Iguña, Briviesca y Langa, con sus alfoces y habitantes. Siete fortalezas son y son buenas, Álvar. Las unas en la montaña, Iguña, sobre el río Besaya Ibia y Campo, otras dos sobre el Duero, Langa y Dueñas, y en el centro de Castilla Ordejón y Briviesca. —Su bienvenida no ha podido ser más calurosa. Ello te coloca entre los magnates del rey. —Jajaja, casi a tu altura, Álvar, casi. —¿Y qué te ha pedido? —Que mantenga con estas rentas la mejor mesnada a su servicio y me da el derecho a señorear todo aquello que fuera de su reino conquiste a los moros. —Pero eso no se lo concede a nadie Alfonso. —Pues ha comprometido su palabra y estampado su firma. Su intención es que pasado algún tiempo me dirija a tierras valencianas, que tan bien conocemos, y desde allí presione, sosteniendo a Al Qadir al que tú pusiste en su alcázar y que será destronado a nada sin ayuda, tanto sobre la Taifa de Albarracín como hacia el mar, hacia M urviedro, y capturé cuantas fortalezas pueda del rey de Lérida. El hermano de Al M ustain, que como bien sabes tiene con nosotros muchas cuitas, ansía apoderarse de Valencia y no sabe que lo que está en trance es perder a mi mano sus territorios de Denia. Pero antes de ello he de partir con Alfonso hacia León. M e quiere junto a él y yo ansío regresar a nuestra tierra con Jimena y mis hijos Diego, M aría y Cristina. Diego ya es un hombre y sostiene bien la lanza. Rodrigo también tuvo palabras de afecto para mí. —Pero ya veo que quien es todo un capitán es tu sobrino. Ya he sabido también de él y cómo combatió en Sagrajas. —En la batalla lidió bien. Pero mejor que no te cuente sus lidias aquí en Toledo con una hebrea —se burló Álvar de mí. Yo casi llegué a enfadarme. Ante Rodrigo y Álvar me volvía a sentir un jovenzuelo y era tal el respeto y la admiración que les profesaba que ahora juntos me azoraban. M enos mal que cerca andaba Félez M uñoz que acudió a mi rescate. Aunque lo que hizo fue hacerme pasar un mal rato hasta que le confesé mis pecados. Porque no cejó hasta que le relaté con todo detalle mi romance, ya que había oído las últimas palabras de mi tío, y no me quedó otro remedio que contárselo todo. Tuvo a bien o mal no hacerme recordatorio alguno de nuestros días en el palacio de la Zuda ni mentarme el nombre de Asisa. Pero se empeñó en querer conocer a mi amada y tras dura contienda y resistencia y tras consulta con Jezabel, que aceptó encantada pues mucho le había hablado yo de Félez, hube de convidarle a casa. Tras la comida y la plática, unos días después al despedirnos, pues partía con el Rey, Rodrigo y la corte rumbo a Burgos y a León después, me dijo: —Es hermosa, Fan, muy hermosa. En alma y cuerpo. Decidida y valiente. No la dejes marchar jamás de tu lado, Fan, o te arrepentirás tu vida entera. Así lo deseaba yo más que nada, pero ella se empeñaba en seguir siendo judía. Jezabel era impetuosa y al mismo tiempo avisada y lista, pero también tozuda como ella sola, como solo puede serlo una hebrea. 56 Entre los cristianos algo parecido se estaba incubando. Las cruzadas estaban a punto de iniciarse y los monjes soldado a crear las primeras órdenes de caballería. 57 1075. 58 Las crónicas destacan que Álvar Fáñez tuvo una acción destacadísima impidiendo una derrota total del ejército cristiano y protegiendo su retirada. Comenzaba ahí su leyenda de gran combatiente, de una resistencia sin límites en la adversidad, capaz de aguantar a pesar de ser vencido salvando a la mayoría de sus tropas. 59 Carta de Gregorio VII a Alfonso y otros soberanos cristianos en 1073. 60 Carta de Hugo de Cluny, San Hugo, al obispo Bernardo (1086). Capítulo XI: El que Zorita mandó El Rey partió hacia León. Rodrigo y Félez, con su mesnada, hacia Burgos. M i tío Álvar y yo no pudimos acompañarlos pues de nuevo Alfonso envió a su capitán, el mejor de la frontera, a guardarla. Los almorávides habían reembarcado pero habían dejado atrás sus tropas y los príncipes moros estaban crecidos y revueltos. Amén de negarse al pago de parias era fácil suponer que deseaban revanchas y retomar lo que les había sido arrebatado. Además dábamos por hecho que los africanos volverían y era preciso fortificar bien nuestras defensas. Alfonso entregó a Álvar formalmente el mando y la tenencia de Zorita pero le encomendó además que cuidara toda la línea de fortalezas, la M arca M edia del Califa, desde Oreja, aguas arriba del Tajo y de sus afluentes, por la izquierda el Henares y por la derecha el Guadiela. Los castillos y sus defensas habían sido elevados por los musulmanes para confrontar a quienes amenazábamos sus tierras y pasos desde el norte, pero ahora, tomados por nosotros, los ataques habrían de llegar en dirección contraria y ello hacía preciso modificar parte de sus estructuras defensivas. Fuimos pasando por todos ellos con especial dedicación por parte de mi tío a la ciudad de Guadalajara, donde nos quedamos unas semanas y comprobamos que, si bien los mudéjares se marchaban como sucedía en Toledo, comenzaban a llegar mozárabes desde el sur y cristianos de la Castilla cercana. Era buena tierra aquella vega del Henares y parecía más segura por la distancia ante posibles incursiones y razias. Los judíos habían perseverado y vi con gusto que en la parte alta de la ciudad, no muy lejos del barrio muladí de El Alamín, florecían sus negocios y celebraban sus cultos en la sinagoga. Y no pude por menos que pensar en la nueva y cada vez más dolorosa separación de Jezabel. Aunque lo cierto es que tampoco podía decirle donde podía venir a morar conmigo, pues yo como mi tío éramos ante todo fronterizos y nuestra vida más que errante. Pero en las intenciones de Álvar estaba el que nos aposentáramos un largo tiempo en Zorita para la cual tenía ya establecidas muchas obras que nada más llegados comenzó a acometer, aunque la población fuera aún muy escasa y allí no hubiera ningún aluvión de gentes que vinieran a poblarla, sino bien al contrario. Aparte de la guarnición eran pocos los mozárabes, menos aún los cristianos castellanos y decrecientes los moros. Pero Álvar tenía muy pensadas las tareas que de inmediato debía acometer en ella. M e las fue contando según nos acercábamos y ya desde el puente, uno de los pocos que permitía atravesar en carruaje el Tajo y el más al norte de todos, me señaló la roca y la alcazaba. —Lo primero que hemos de reforzar es la entrada desde este lado, la barbacana primera y la ronda que desde el poblado sube hasta la puerta, esa que ves con arco árabe y que construyeron en tiempos de los califas. Ésa hay que asegurarla y tras ella ampliar torres, muros y defensas. Pero también hay que reforzar el otro costado, pues ahora será por él por donde han de venirnos los más fuertes ataques. Esa misma tarde recorrimos la fortaleza sobre la roca, inspeccionándola en busca de los puntos débiles para apuntalarlos de la mejor manera posible. La mole de piedra se colgaba sobre el Tajo y tenía al puente a su alcance. Desde ese puente y la ribera del Tajo una primera barbacana circunvalaba al pueblo en semicírculo hasta dar con los dos salientes de la roca a pico, a naciente y a poniente. Pegadas por fuera a los extremos de esa barbacana comenzaban a asomar algunas, apenas unas cuantas, pero que indicaban ya la aparición próxima de arrabales a los que habría de dotar de alguna protección de la que ahora carecían. Ya dentro del primer recinto amurallado y ascendiendo por la ladera del enhiesto cerro, en calles curvas, sobre repisas sucesivas, cada una siguiendo su línea de altura, se abrían las seis calles de Zorita. La más baja era la más larga y luego cada cual más estrecha y corta hasta llegar casi arriba, a una segunda muralla protegida con cubos y torres de donde salía ya el paso de la ronda que iba a dar a la puerta del califa. Por ella pasamos para entrar en la alcazaba, el último y más fuerte reducto defensivo, rodeado éste por murallas muy fuertes que como toda la construcción habían utilizado los sillares de piedra traídos desde la muy cercana Recópolis y luego subidos con la vieja técnica de construir de los árabes: la «soga y el tizón», una línea en horizontal y otra de piedras verticales, trabadas por argamasa. Eficaz y sólida. En el patio de armas de la fortaleza había algunas edificaciones que sobresalían del terreno o más bien de la pura roca, aunque lo importante estaba excavado en ella y bajo tierra. Era el caso de la propia iglesia, una gruta a la derecha de la entrada, a la que con buen tino habían bautizado como Santa M aría del Soterraño. Una hermosa talla de la Virgen en madera y dos cruces adornadas con gemas eran todo su ornamento. No había cofres ni reliquias. Aquí los enemigos de la fe cristiana acechaban muy de cerca. Desde la torre de homenaje se divisaba la cercana sierra de Altamira, o de Enmedio como ya la llamaban, y las torres vigías de la Bujeda que miraban ya las llanadas que daban hacia Cuenca, pasando por Huete y Uclés, que ahora estaban en cierta forma bajo nuestro control, aunque formalmente las señoreara Al Qadir, el Il Nun al que habíamos colocado en el trono de Valencia y al que en teoría dejábamos gobernar sobre quienes habían mandado durante siglos, desde que sus tribus bereberes, los Hawara y los M adyuna, derrotaron al rey godo. Teníamos allí nuestras guarniciones, nuestros ojos siempre en alerta y nuestros espías, presto Álvar a demostrarles ante cualquier intento que en realidad a quien debían de obedecer no era a otro que a Alfonso y a su capitán de la frontera, él mismo. Fuimos inspeccionando tanto construcciones, caballerizas, como atrojes y subterráneos. Lo más importante era el agua y Álvar me enseñó lo que para él era el mayor y más esencial elemento para nuestra supervivencia en caso de asedio: el pozo de agua. Vertical, excavado en la misma roca y de una profundidad de muchas varas descendía hasta el nivel de río y no era posible por ello secarlo nunca ni dejarlo sin caudal. Pero además de ese manantial permanente, un gran aljibe picado también en la piedra acumulaba el agua que caía del cielo. Por falta de ella, desde luego, no iban a rendir Zorita nunca. Incluso había otras dos galerías que bajaban: hacia los márgenes del Tajo la una y la otra hasta un poderoso arroyo que bordeaba lo que había sido la espalda del castillo y los circunvalaba por poniente hasta desembocar en el río. Era M adre Badujo, por los bienes que aportaba y sus buenas aguas, que bajando desde la aldea de Albalate se filtraban desde la sierra de Altamira y afloraban al llegar al valle para regar hermosas y feraces veguillas, donde los moros tenían bien cultivados huertos. Las riberas del Tajo, y hasta las laderas de los montes por ambos lados y más llanas en la ribera norte hacia Castilla, se utilizaban más para el cereal y las viñas, cultivadas casi en su totalidad por cristianos. Fue en la parte posterior del castillo, sobre los campos y huertos en torno al M adre Badujo, donde Álvar me señaló una puerta y una torre fortificada que no le inspiraba confianza. —En ese punto es preciso levantar una buena torre albarrana que proteja esa puerta y que habrá también que hacer más fuerte, al igual que será menester alzar ahí bastante los lienzos de las murallas. La alcazaba no completaba su cerco por entero a todo el farallón rocoso, sino que hacia el noroeste concluía ante un profundísimo foso que nacía justo tras la torre albarrana de la segunda entrada y que cortaba de lado a lado aquel saliente, sobre el que se alzaban, aquí sí, potentes cubos y murallas hasta dar vista a la torre más fuerte ya enlazada con la muralla que protegía la villa y la ronda que venía desde el Tajo. El foso gustaba a Álvar y por ese lado le inspiraban suficiente confianza las defensas, al igual que le gustaba que dentro del propio recinto último amurallado se abrieran salas subterráneas donde se emplazaban menesteres imprescindibles para la defensa y el abastecimiento. En una de ellas funcionaban la fragua y la herrería, en otra la piedra de la almazara del aceite y las bodegas donde se guardaba el vino. En la propia roca, por fuera, pero protegidas por la ronda y la muralla, cuevas naturales ampliadas podían servir de apriscos para ganado en caso de ataque. Recorrimos las dos rondas de guardia, comunicadas la una con la otra, aunque separadas por una nueva puerta fortificada con una torre a cada lado en su punto de intersección que era también el más cercano al río. —Hicieron bien su trabajo los moros. M uy bien. Zorita está bien guardada y el paso del río protegido y seguro con ella. Esta noche recorreremos la ronda entera. De noche se ven cosas nuevas, aunque no lo creas. Ver no sé si vimos, pero escuchamos algo muy interesante. Algunas luces brillaban en las casas y, al mirar hacia lo alto también, alguna otra en la puerta del califa. Pero lo cierto es que una negrura ominosa parecía desprenderse tanto de la mole de piedra sobre nosotros como de la oscuridad del río en la noche sin luna. M ientras caminábamos algo debió moverse en los sotos de la ribera y entonces un perro, que acompañaba a uno de los guardias de la ronda, enfiló hacia allá su hocico y comenzó a la ladrar a lo que él sentía y olía aunque nosotros no pudiéramos verlo. Álvar contempló la escena mesándose pensativo la barba. Debió estar dándole vueltas, pues fue luego, cuando finalmente ascendimos a la alcazaba y fuimos hasta el lugar donde nos acomodábamos; un edifico que se recostaba junto al espolón más hacia oriente, tras servirme y servirse una copa de vino, cuando me dijo lo que había estado rumiando. —Zorita tendrá otros oídos que escuchen más que los de los hombres y un olfato que alcanza donde no llegan nuestras narices. Los que hagan la ronda tendrán perros, buenos y fuertes perros alanos que les acompañen61 . Al día siguiente con un pequeño grupo de lanzas salimos a hacer una descubierta por los alrededores. Por un camino que se notaba todavía utilizado por carros y bestias de labranza remontamos al próximo cerro y a poco de seguirlo dimos con las ruinas de la ciudad derruida de los godos. Recópolis se había llamado en honor de uno de sus grandes reyes, Recaredo. Nada quedaba de su esplendor. Del palacio apenas si una fila de sillares de piedra, de una inmensa galería porticada que debió dar a un gran mercado, algunas losas y ni rastro de los edificios que en algún momento allí se levantaron. Sí permanecían en pie algunos muros de lo que había sido una basílica visigoda y aún se erguía parte de su torre. El lugar donde habían estado el crucero y la entrada sólo era posible determinarlo por los restos de hermosas columnas de mármol cuyos muñones asomaban del suelo. Entramos con reverencia en la iglesia hundida, dejando fuera nuestros caballos atados en un olivar cercano que parecía haber sido plantado no hacía mucho y que casi llegaba a los muros derrumbados de la iglesia, y la recorrimos no sé si con la esperanza de hallar algún vestigio, además de su ruina, que hubiera perseverado allí durante los siglos en los que había estado al albur de infieles y saqueadores pero nada, como es de suponer, hallamos. Al salir del asolado templo, entre él y donde se encontraban los restos del palacio vimos lo que eran los rastros de un campamento beréber por los círculos de piedras en el suelo, señal de donde habían enclavado sus grandes jaimas los guerreros M adyuna. Recorrimos la ciudad abandonada en todo su perímetro, desde ella solazamos nuestra vista sobre el gran río a sus pies y los pocos restos de una muralla no excesivamente fuerte que parecía haberla rodeado. —Los bereberes obraron de acuerdo a sus necesidades. La ciudad goda no tenía miedo a invasores cuando la construyeron y aunque el lugar es hermoso resulta de muy difícil defensa tanto por su extensión como por la planicie a su espalda y la no muy empinada subida desde el propio río. No era una fortaleza sino un lugar de palacios. Por ello los moros no la quisieron como alcazaba. Nada más divisar el cerro de al lado coronado por la cresta rocosa, supieron que aquel era el lugar donde levantarla —me dijo señalando el castillo de Zorita que teníamos ante nuestra vista a no mucha distancia—. Y la piedra para ello la tenían bien a mano y ya labrada. Así que se la llevaron. También podremos nosotros llevarnos algunas de los lienzos que quedan en las murallas. Pero no tocaremos la iglesia. La cabalgada no se detuvo en Recópolis. Álvar tenía otras cosas en mente. M ientras tuvimos luz la empleamos en buscar pasos y caminos y sobre todo en seguir una senda con restos de losas que se encaminaba desde el río a la sierra de Altomira. La seguimos por pequeños vallucos, entre bosques de encinas, pasando por pequeñas vegas abiertas por arroyos hasta que fuimos a confrontar un portillo, entre dos de las torres de La Bujeda, por el que se metía para ya dar vista a las faldas al otro lado y a las llanuras que hacia Cuenca se abrían. Yo recibí allí otra buena lección de avezado guerrero de la frontera. —Guarda bien en tu memoria a La Losilla, es un buen paso por el que atravesar la sierra. Un portillo muy seguro por el que escabullirse si la necesidad obliga a hacerlo. Y a ningún moro comentes ni señales la ruta que hoy hemos hallado. Pero pocos moros quedaban por aquellas tierras. Los campos, las tierras y los bosques estaban vacíos de vida humana, de sus labores y ganados. Nada había quedado allí. Tan solo algunas alquerías moras abandonadas. —Sí queremos mantenernos en esta tierra, tío, habrá que traer aquí algo más que lanzas. Habrá que traer quien las labre y ovejas y pastores que aprovechen sus pastos. Ahora por aquí no hay más que jabalíes y algún oso. —Buena caza sí debe haber en estos bosques desde luego. Y conejos, liebres y perdices. Será buen lugar para volar nuestros halcones. Pensé que a mi tío todo lo que sonara a Zorita, a pesar de parecerme a mí en ocasiones tan inhóspita y abandonada, le agradaba y le sacaba ventaja y gusto. —Tanto te gusta esta tierra y tanto la ensalzas que bueno será llamarte Álvar Fáñez de Zorita. —Antes habrá que hacerla en verdad nuestra, poblarla, cultivarla y defenderla. Hoy solo podemos acoger gente en torno a la alcazaba. Pero sí me gusta esta tierra, estas riberas del Tajo y estas sierras más que ningunas otras de cuantas hemos visto en esta nueva Castilla. Como Orbaneja no, claro, pero me agrada. No podía dejar de mentar su solar mi tío y recordar el cañón sobre el Ebro. Entendí en cierto modo que los cañones del Tajo, a los que se llegaba nada más remontarlo por un lugar que Anguix llamaban y donde venía sobre él a verter sus aguas el Guadiela, se lo recordaban. Pero me extrañaba esa elección después de disfrutar de grandes ciudades como Zaragoza o vergeles como el de Valencia. Pero mi tío era, como sus pardos, de su color y de una tierra dura a quien le gustaba más la trocha montuna y el paso de los lobos entre las montañas que los baños de los moros. Así sentía y era Álvar Fáñez. Y algo de su sentir me poseía también a mí al asomarme aquella noche desde la alcazaba de Zorita sobre el Tajo, al que iluminaba muy tenuemente un primer gajo, una mínima rendija de luz de una luna en forma de guadaña. —Ésta es la luna de Alá, Álvar Fáñez. Como una hoz —le dije. —La llena es la cristiana —me contestó. En aquellas tareas de exploración y de fortificación de Zorita pasamos el invierno donde algunas gentes más llegaron a aposentarse en ella. M iraba yo muchos días el puente sobre el río y no quería ni siquiera tener la esperanza de que quien añoraba apareciera caminado hacia él desde Toledo. Porque sabía que era un deseo imposible de cumplir el mío. Y en tales tareas y anhelos pasó la primavera y el sol calentaba ya tanto los días como el invierno había enfriado las noches cuando recibimos una visita inesperada. Una docena de lanzas cristianas apareció un mediodía al otro lado del río y saludó hacia las almenas pidiendo paso para atravesarlo. Nada más ver la seña y distinguir su manera de cabalgar supe quien era y grité con júbilo la bienvenida y la orden de franquear el paso. M i amigo Félez M uñoz, sobrino de Rodrigo, era quien, inesperadamente, llegaba. Traía nuevas de la corte, recados del Cid y una misión que cumplir para mí. Tras una cena a la orilla del río, oyendo a las truchas y los barbos cebándose en la tabla de agua, a la luz de una hermosa luna de las que Álvar llamaba cristianas, tras haber dado cuenta de un buen guiso de cordero y refrescados nuestro garganchón con un vino del año, dio paso a su informe y a su cometido que le había obligado a desviarse de su ruta. —El Cid y Alfonso están en la mejor armonía. Se hace acompañar en muchas ocasiones por Rodrigo y le llama a rubricar junto a él sus documentos poniéndolo por delante de todos los magnates y solo precedido, si están presentes, por la reina, las infantas o alguno de sus condes, para darle fe de su amor y de su estima. Tras la rota de Sagrajas no han sido excesivos los males, pero se ha notado nuestro percance y por ello cree el rey que es hora de reestablecer su dominio y que los andalusíes paguen las parias que niegan y nos adeudan. Alfonso ha salido por ello, con una fuerte hueste que ha preparado Sisnando, desde Toledo y rumbo al sur, contra las tierras de Al M utamid que se ha negado a pagarlas. El destino son las vegas de Úbeda y Baeza. En Aledo, García Jiménez aguanta y fortifica para hacer inexpugnable su castillo y se entiende tan bien con los murcianos y con el gobernador que éste más que obedecer a Al M utami, hace planes con García para disgusto del sevillano. A Rodrigo el rey le ha encomendado dirigirse a la taifa de Valencia que tan bien conocéis, porque allí la situación se ha vuelto en verdad complicada. Esto último no había falta que nos lo dijera Félez. Estábamos nosotros bien al cabo pues tanto desde Cuenca como desde la propia Valencia, tanto los emisarios de Al Qadir como sus cada vez más crecientes enemigos dentro de la ciudad, nos mantenían bien informados. Tras la retirada de nuestras lanzas y la pérdida del campo en Sagrajas, Al Qadir se había asustado y buscó su salvación en volvernos la espalda a quienes nos creía vencidos y resguardo en quien suponía vencedor: Yusuf, el almorávide. Le envió cartas y dijo plegarse a sus deseos para que le protegiera. Lo primero de sus propios súbditos y de las taifas vecinas, que bien sabían que había sido nuestra mesnada quien le había puesto en el alcázar valenciano. Lo que hubo de pagarnos y su propia rapiña, que no cejaba ni en los peores momentos, hizo que los propios alcaldes y arráeces y alcaldes de sus castillos se negaran a pagarle rentas y comenzaran a desobedecerle cuando no a entrar en abierta rebelión contra él. A la vista de su debilidad, Fagit, el rey de Lérida y Denia, el hermano del difunto Al M utamin de Zaragoza y tío del actual rey, Al M ustain, había movido hacia la huerta valenciana sus tropas aquella misma primavera y tras derrotar a los de Al Qadir en campo abierto los hizo refugiarse detrás de las murallas, donde asustado el reyezuelo meditaba rendirse y hasta entregarle la ciudad a cambio de salir vivo y conservar sus riquezas. Se lo impidió el destronado príncipe de M urcia, Ibn Tahir, destronado por Al M utamid de Sevilla que le había arrebatado su taifa y que le animó a resistir y a solicitar otras ayudas. Entonces tornando de nuevo de parecer y de alianzas, el taimado y agobiado Al Qadir pidió al mismo tiempo, y a la vez, ayuda a Al M ustain de Zaragoza y al rey Alfonso. El hudí vio en ello su oportunidad. Se consideraba con derecho a aquel trono y a restaurar todo el territorio que señoreó un día su abuelo, Al M uqtadir, en la época de esplendor de los Hud. Al fin y al cabo estaba casado con la hija del caudillo Abdelaziz Abu Bakr y era cuñado del desposeído hijo de éste, Otman. Suponía que dentro de los muros valencianos tenía aliados que incluso facilitarían su entrada. Pero Alfonso vio también propicia la ocasión y de inmediato envió hacia allá a Rodrigo con la más potente mesnada que reunir pudo y que en verdad y en esta ocasión era la más poderosa por él armada, pues multitud de almas, entre jinetes y peones, la formaban ya que acudieron de todo León y aún más de Castilla a unirse a su siempre exitosa y fructífera campaña. —Rodrigo, pues, ha partido ya hacia Zaragoza y allí ha de encontrarse ya en este momento para unir sus tropas a las del hudí y avanzar sobre Valencia. Yo me he desviado en el Jalón y con su misiva he acudido a vuestro encuentro. Quiere también Alfonso que crucemos por las tierras de Al Qadir en Cuenca, como aliados y amigos, pero comprobando tanto el estado de nuestras guarniciones como cuál es el cariño de sus habitantes hacia su príncipe y hacia nosotros, y que nos encontremos con Rodrigo a las puertas de Valencia. Tú, Álvar, pusiste allí a Al Qadir y mejor que tú nadie sabe cuales son las fuerzas, aranas y maniobras que allí dentro se combaten y suceden. Pero no desean ni el rey ni Rodrigo separarte de estas tierras tan valiosas para el reino y por ello la misiva es que sea el Joven Fáñez quien con algunas lanzas me acompañe para realizar tal cometido. Aunque lo que yo pensaba era volver en cuanto pudiera a Toledo a los brazos de Jezabel comprendí que de nuevo mi rey y mi destino me llevaban hacia lugar bien diferente y al fin y al cabo volver al lado de mis antiguos compañeros de armas y destierro me complacía en sumo grado. No puse pues objeción alguna, bien al contrario, ni tampoco la puso mi tío. Se decidió pues de inmediato mi partida. Pero antes Félez M uñoz aún guardaba una sorpresa. Un don y una gracia que el rey en prueba de su nueva disposición había hecho a Rodrigo. —Alfonso ha dado su carta, con su sello y su firma, por la que concede a Rodrigo el señorío de aquellas tierras y fortalezas de las que, en aquella tierra de moros, se apodere y gane para Castilla. Bien entendido que serán siempre del rey y solo a él corresponderá reinar sobre ellas pero que el Cid las podrá tomar como su feudo y que lo será no solo para él sino para sus hijos y herederos. Era aquel un inusual privilegio que ni siquiera a un conde le era concedido y así lo entendimos todos. El antiguo desterrado podía conquistar en nombre de Alfonso una tierra en que él sería y podría gobernar como un príncipe siempre y cuando fuera fiel a su vasallaje. Partí pues alegre con mi amigo, cabalgando de nuevo a su lado y cruzamos raudos la sierra de Enmedio para dar cuenta de nuestra misión primera. En Huete vimos que se tenía en más a Alfonso y a la protección de Álvar que a Al Qadir, lejano y cada vez con menos amigos y notables a su lado. No era así en Uclés, pues aún vivían allí algunos Il Nun que mantenían sus ancestrales privilegios y permanecían si no leales a Al Qadir, sí a su casta. En Cuenca la guarnición cristiana era simplemente tolerada aunque aparentemente se la consideraba como amiga; pero vivían aislados y separados de todos a los que pudieran influir. El hábil alcaide era ducho en tales artes y tan solo pensaba y maquinaba para su amo y señor Al Qadir. Y para él mismo, pues actuaba allí como verdadero señor de toda la ciudad. Llegamos a las cercanías de Valencia ya bien principado agosto y allí nos encontramos a Rodrigo, que me saludó con efusión y cariño y nos puso al tanto de que, a su inmediata llegada, Al Fagit de Lérida junto con los mercenarios catalanes de los que se había hecho acompañar habían levantado raudos el campo e iniciado su retirada. Pero ello no significó en absoluto que Al Qadir, que si de algo sabía era de aferrarse al poder, le abriera las puertas. Había salido obsequioso y con regalos a entrevistarse con Rodrigo y con Al M ustain a quienes había pedido ayuda, pero no estaba en absoluto dispuesto a dejar a ninguno traspasar sus muros. Y al moro le decía que fiaba más de él que del cristiano y al cristiano lo mismo pero en contrario. Pretendía entenderse con ambos sin entregarse a ninguno y en tales taimadas estratagemas andaban todos enredados cuando los espías trajeron noticia de una nueva añagaza del toledano. El rey de Lérida, Al Fagit, que tan solo hacía unos días pretendía asaltarle la ciudad, ahora a nuestra llegada se le ofrecía como aliado contra nosotros. Y Al Qadir también había prestado oído y respondido favorablemente a esa misiva. Fue Al M ustain quien de alguna manera optó por sincerarse y poner sus deseos y jugada encima de la mesa. Pidió entrevista con el Cid, que acudió con algunos de nosotros, pues Rodrigo se malició algo y quiso tenerme, como sobrino de Fáñez y tan allegado ahora mi tío al rey Alfonso, como testigo. El hudí de Zaragoza propuso a Rodrigo adueñarse por la fuerza de Valencia y que Rodrigo colaborara con él en su ocupación y se la entregara. Sería bien pagado en oro y en cuantas riquezas deseara. El Cid esperaba ya tal demanda y tenía muy preparada su respuesta: —Como puedo yo darte consejo y ayudarte en tal empresa, Al M ustain, pues esta villa no es de otro que de mi rey Alfonso, él es su señor y quien ha dispuesto colocar a Al Qadir, que las lanzas de Fáñez, mi M inaya, ahí pusieron. Como vasallo de Alfonso no puedo darte yo lo que a mi rey pertenece. Pero si quieres apoderarte de Valencia pídele a Alfonso su permiso y si él te lo concede yo estaré presto a ayudarte en la tarea. Pero mientras tal no suceda ésta no puede ser otra que impedirte tal designio. Le mudó la color al hudí ante la negativa de quien había conocido al servicio de su abuelo y de su padre. Pero raudo comprendió que por mucho que le disgustara y quebrara su mayor anhelo nada podría hacer contra Rodrigo, pues no solo en el arte de la guerra le vencía sino que en esta ocasión poco podían sus 400 caballeros contra los 3000 que al Cid seguían y donde incluso formaban no pocos jinetes árabes que se le habían unido en Zaragoza y que ya habían combatido a sus órdenes en sus exitosas batallas y ricos botines. Airado se retiró Al M ustain hacia Zaragoza no sin dejarle a Al Qadir, en una última finta, la mitad de sus caballeros para que allí lograran de alguna forma asentarse y velar por sus derechos para un futuro de este presente tan mudable. Nos reímos Félez y yo de la jugada de Rodrigo, de quien decían que no sabía de triquiñuelas ni diplomacias pero que bien había sabido utilizar ambas en beneficio de su rey y en el suyo propio. Pero como nada teníamos que ganar ante los muros de Valencia por ahora nos dirigimos a M urviedro, el M uro Viejo, como se llamaba a la antiquísima Sagunto, que fue puerto y ciudad, bien guardada por mar y tierra, de los grandes romanos. Asolamos su alfoz pero nos llevamos una ingrata sorpresa. Creía Al M ustain de Zaragoza que M urviedro se le entregaría a él, para protegerse de nuestra presencia ya que como sus aliados no la atacaríamos, pero lo que hizo su alcaide fue ofrecérsela y entregársela a su tío, Al Fagit, que se apresuró a tomar posesión de su poderosa fortaleza que podía resistir muchos asaltos y aguantar el más largo de los asedios. Y temió Rodrigo que Al Qadir pudiera hacer entonces lo mismo con Valencia y entregársela también a quien había antes resistido, el hudí leridano y señor de Denia. Así que volvimos por nuestros pasos a instalarnos de nuevo cerca de ella y enviar misivas a Al Qadir ofreciéndole nuestra protección que era también una manera de amenazarle de que no hiciera movimiento traicionero alguno. Escribió Rodrigo a Alfonso, contándole todo ello y haciéndole saber que él se ocuparía con sus medios del mantenimiento de su mesnada. Que para ello había alfoces moros que raziar y a ello nos dedicamos entonces empobreciendo las tierras y haciendo que el hambre se apoderada de las ciudades. No talábamos sus árboles ni quemábamos sus cultivos, sino que nos apoderábamos de la mayor parte de sus cosechas, dejándoles tan solo lo suficiente para sobrevivir pero ningún sobrante que pudieran llevar a Valencia. Lo mismo hacíamos con sus ganados, quitándoles sus corderos pero dejándoles algunos y no sacrificando a las ovejas pues eran al fin y a la postre sus vientres los que habían de alimentarnos en años sucesivos. Apretábamos el dogal pero sin llegar a asfixiarlos del todo, los saqueábamos pero les permitíamos vivir y alimentarse. Tampoco prendíamos fuego a sus viviendas y Rodrigo dio órdenes muy severas de no violar a sus mujeres ni a sus hijas. Un día seríamos sus señores y había que intentar no sembrar del todo el odio. Alfonso le envió a todo ello su beneplácito y allí permanecimos, como plaga de langosta hasta doblar el año, que ya fue de 1088 cuando recibió llamada que le convocaba a Toledo a parlamentar y preparar nuevas campañas con Alfonso que allí se encontraba y hacia donde nos pusimos en marcha y a donde llegué por fin y tras casi otro año de ausencia a los brazos de Jezabel, a la que tan solo en alguna contada ocasión había podido dar razón de mi existencia y que no sabía si me esperaban amantes o habría encontrado otros que la ampararan harta de la ausencia de los míos. Pero la hebrea era también tozuda para el amor y no solo para su religión y nada más saber de mi llegada preparó la casa, su lecho y su cuerpo para deleitarnos ambos. Pude estar en la ciudad, cada vez más mermada de muladíes pero más llena de castellanos y francos, hasta el mes de marzo, cuando Rodrigo y Félez tomó el camino de Burgos y yo de nuevo tristemente hube de emprender el mío, Tajo arriba, hacia Zorita. No sin antes repetir en cada noche y en cada abrazo a Jezabel que era hora de que decidiera venir a morar conmigo y prometiéndole que en Zorita tendríamos y haríamos florecer nuestra casa y donde, ¿por qué no?, pudieran llegar y crecer nuestros hijos. Sospechaba yo que si hasta ahora no habían llegado era porque ella se guardaba con sus artes de quedar embarazada pues sí me había dicho en ocasiones que en ese trance no quería ponerse y que si ella estaba dispuesta al oprobio por mi amor no iba a hacérselo pasar a los hijos de su vientre que serían bastardos apestados sin raza, ni religión, ni familia. Yo me iba haciendo mayor ya y lo cierto es que ansiaba por vez primera el tener un hijo, hijos que mantuvieran la memoria de mí y pusieran su sello y nuestra estirpe sobre la tierra, que también empezaba a sentir era aquella que se divisaba desde las almenas de Zorita de los Canes, la que Álvar Fáñez mandaba. Pero una y otra vez Jezabel me respondía que no traicionaría a su fe y que prefería arrostrar su vergüenza como barragana que el hacerlo y que para ello prefería quedar en su casa en Toledo donde le era más llevadero afrontarlo. Así que al regresar de nuevo solo hacia Zorita cada paso que mi caballo daba por el camino aguas arriba no dejaba de torturarme con la última conversación y las sentenciosas palabras con que mi amigo Félez me había despedido. —No partas sin ella, Fan Fáñez. Llévala contigo o no te vayas de su lado. Si la pierdes, perderás tu vida. No partas sin ella, Fan Fáñez. Pero me había ido. M i tío y mi deber como caballero cristiano me reclamaban en Zorita y no podía dejar de acudir a tal llamada, que era la de la sangre, la del honor y la del deber. Poco podían oponer ante ello sus ojos y sus labios de mujer, pero bien sentía que eran más firmes cadenas que todas las que mi fe y religión sujetaban. Llegué abatido al puente sobre el Tajo y apenas si contemplé las grandes tareas de fortificación que en mi ausencia había acometido Álvar, aunque no pude dejar de observar cómo muchos caballeros villanos habían venido a aposentarse en sus seis calles, abrían sus casas e incrementaban el poder y la fortaleza de los pardos de Fáñez. M i tío me recibió con su cariño de siempre y quizás presintiendo mi decaído ánimo se empeñó en mostrarme sus avances y lo mucho que progresaba el poblamiento de aquellas tierras. En especial el primero que se había acometido y que no era otro que el de la vieja Recópolis. Aprovechando los muros y las losas se habían abierto un puñado de casas y se estaba construyendo una pequeña ermita con los abundantes materiales que por aquellos suelos aún se encontraban. Un clérigo mozárabe escapado de tierras cordobesas había llegado hasta allá y se afanaba en su labor proclamando que era todo un símbolo que en la mancillada capital veraniega de los godos volviera a oírse el rezó a Jesucristo y a la Virgen M aría, y que la cruz prevalecería de nuevo sobre la blasfemia de M ahoma. Pero la melancolía se apoderaba cada vez más de mí y pasaba los atardeceres contemplando mudamente el agua del río bajando hasta Toledo donde ella tal vez también la contemplaría. Languidecía y ni siquiera el salir a volar mis halcones sobre los patos y torcaces de los sotos del Tajo o las perdices, las liebres y los conejos que abundaban en las cercanías de otro poblado donde también un par de familias de campesinos se habían instalado, el de Cabanillas, me sacaba de mi abatimiento. Varias noches estuve a punto de sincerarme con mi tío y pedirle que me concediera licencia para irme de su lado y bajarme hacia Toledo y allí como fuere y de la manera que ella deseara morar con Jezabel. Lo que fuera antes de sentir cada vez más profundamente su ausencia, mucho más intensamente que en mis anteriores separaciones, a cada momento y que se hacía insoportable en mi lecho y en la oscuridad de la noche. Estaba a punto de sucumbir o por contrario renunciar definitivamente a su amor y aunque destrozándome intentar olvidarla cuando sucedió lo que jamás hubiera imaginado. Dos carros se acercaban por el otro lado del Tajo buscando el puente de Zorita. Venían bien cargados y con buenas bestias de tiro delante, amén de compañía de hombres y mujeres montados en buenos caballos. Y ante mi estupor y alegría incontrolable, quien asomaba tras el primero de ellos era Jezabel, la hebrea que hacia mí, al fin, acudía. Y era ella quien venía. 61 El nombre actual del pueblo se llama y se ha llamado durante siglos, y desde entonces, Zorita de los Canes. Los caballeros calatravos que instalaron allí una de las primeras sedes de su orden siguieron manteniendo a perros en la ronda. Capítulo XII: Los cuatro juramentos del Cid Descendí atropellándolo todo por la ronda hasta la puerta de la muralla, frente al puente sobre el Tajo. Los carros ya habían cruzado y Jezabel estaba frente al arco hablando con la guardia. No me importó luego ni lo pensé al hacerlo cuando irrumpí y cogiéndola en vilo la estreché entre mis brazos. Si vi la cara de estupor de los dos peones que custodiaban el portillo o la del pardo que controlaba el puente; no me entretuve a dar explicación alguna. Ni tenía por qué darla. La alegría me sacudía todo el cuerpo hasta la entraña y un arrebato de emociones y de pensamientos me creaban tal torbellino interior que mi exterior se desbarataba en movimientos imprecisos y atolondrados. Daba órdenes, sin mucho ton y con menos son, aún al tiempo que barbotaba mi bienvenida a todos los que llegaban y lo único que conseguí es que los carros se quedaran varados en la puerta hasta que Jezabel me hizo recuperar un algo los sentidos. —Desde luego dejas bien clara tu alegría por verme si es que alguna duda tenía, pero habremos de ver ahora donde nos aposentamos. —¡En mi casa, claro! —respondí de inmediato. —Pero Fan, habrás de ver que conmigo vienen tres familias con sus enseres y que habrá que buscar para ellas acomodo. Llegaba a nosotros Álvar Fáñez, a la postre el alcaide y señor de la plaza, quien alertado del pequeño tumulto formado decidió bajar a ver qué pasaba y por su gesto bien vi que en absoluto le disgustaba lo que veía. M i tío se alegraba por mí, pues no se le había escapado mi decaimiento desde nuestro regreso de Toledo, pero tampoco le desagradaba que Jezabel hubiera venido con compañía. Por fin, con su aplomo seco y preciso, dio las instrucciones oportunas. Se llevó provisionalmente a las familias a unas casas abandonadas por muladíes huidos y se encargó de que se les ofreciera algún plato caliente. Y al cabo nos citó a ambos, a Jezabel y a mí, tras permitirnos que conversáramos un rato a solas, a subir a su estancia en lo más alto de la alcazaba para tomar las medidas que fueran necesarias. Pero antes Jezabel y yo debíamos en efecto estar a solas. —He venido, Fan, para quedarme contigo. Habremos de acordar cómo pero vengo dispuesta a aceptar tu promesa y ser ante todos tu mujer si por tu lado aceptas algunas condiciones. —Aceptaré lo que me digas, Jezabel, lo que importa es que estés conmigo. Has de saber que a punto estaba yo de tomar ese camino por el que has venido para ir a tu encuentro. Se río, siempre reía. —Hubiera sido hermoso el toparnos en mitad del camino, aunque si lo pienso quizás una bifurcación o un desvío nos hubiera hecho cruzarnos sin vernos y haber llegado tú a Toledo y yo a Zorita y no hallarnos. Estamos ahora juntos joven Fáñez y eso es lo que importa. —Y estaremos juntos durante todo el tiempo que Dios nos conceda. —De Dios es de lo que hemos de hablar ahora. He meditado tu propuesta y entiendo tu cuita, pero tú has de entender la mía. He de renunciar a mi religión pero no puedo hacerlo a mi fe. Pero puede haber remedio. Puedo tomar el bautizo cristiano y atenerme a vuestras prácticas siempre y cuando me permitas que discretamente, en el mayor secreto y sin que nadie sepa jamás nada ni exteriorice tal culto atienda también a las mías. M e quedé perplejo. Jezabel aceptaba el bautizo pero me pedía seguir conservando, en su corazón y en mi casa, el rito judío. Era algo que me dejaba sin respuesta y hundido en la confusión. Pero era una solución, sin duda. Era mejor que vivir con ella como si fuera mi concubina. No quería eso y deseaba además que mis hijos, que ansiaba tener con ella, pudieran crecer como legítimos y amparados por las leyes de la Iglesia. Fuimos caminando por la orilla del río Tajo, aquí de aguas mucho más claras que en Toledo, y con un tinte verde claro y en ocasiones más oscuro por los fondos de ovas. La corriente era rápida y se creaba un remolino donde el arroyo M adre Badujo y las aguas del gran río se juntaban. En aquel lugar bajo el puente por el que cruzaban los carros y que era la vida y la sangre de Zorita, por el que seguro habríamos de combatir y puede que hasta morir, pues era el paso que guardaba a Castilla, dije que sí y no quise ni pensármelo. Lo que hubiera de sonar sonaría como ahora sonaban las aguas del río y de mi corazón tumultuosamente latiendo junto al suyo. —Habrá que pensar las cosas, Joven Fáñez y cómo hacerlas, pero a tu tío puedes anunciarle la nueva y mi disposición al bautizo. En Zorita ya no seré Jezabel, sino Izabel, pero tú, mi señor, puedes llamarme como quieras, pues soy tuya, en cuerpo, que ya te he entregado, y en alma, que te entrego ahora. Ascendimos por el camino de ronda hasta pasar por la puerta del califa y llegar al aposento de mi tío, que nos aguardaba en la puerta. En nuestra demora había estado meditando dónde acomodar a los judíos, pues era algo que convenía encajar de la mejor manera para no crear conflictos, ni con los cristianos, castellanos o mozárabes, ni tampoco con los muladíes que aún quedaban. Los mozárabes y muladíes estaban habituados a su trato pero no así los repobladores castellanos, que venían de los campos, donde apenas si existían y su leyenda era perversa y no de los burgos y ciudades donde sí eran más frecuentes. Los judíos concitaban muchas cosas a su alrededor y no era pequeña la envidia a las riquezas que siempre se les suponían pero también su tendencia a no mezclarse con nadie; el gueto hacía crecer en su entorno un odio que se suponía religioso pero que se cargaba de pasiones mucho más humanas. Caminamos junto a Álvar por el patio de armas donde el trajín era considerable, pues con él en Zorita nadie andaba ocioso y aquí se resubía un lienzo de muralla y allá se ampliaba el aljibe o se molía el grano y acullá se hacía girar a la gran piedra de afilar para reestablecer el corte de las espadas o las puntas de las lanzas. La villa iba aumentando poco a poco en habitantes, sabedores que con tal guerrero al frente iba a estar bien defendida. Llegamos al espolón del farallón rocoso, el que daba al noroeste donde se encontraba, al otro alto de la muralla, el foso y luego un terreno vacío sobre la roca viva, protegido por la última barbacana de la ronda, sobre el propio abismo. Nos lo señaló. —En este lugar he pensado. Aquí podrían estas familias levantar sus casas y establecer la aljama judía. Estarían bien resguardadas, pues están en lo más alto, aunque fuera de la alcazaba y separadas por el foso, pero bien cercanas a la puerta de entrada de la torre albarrana para poderse refugiar en ella si son asaltadas la villa y tomadas las barbacanas62 . El lugar era, en efecto, bueno. De privilegio, sin duda, y no podía más que agradecer a mi tío aquella deferencia. A Jezabel le complació, como no podía ser de otra manera. Luego mi tío preguntó lo que yo sabía iba a preguntar y que a todos nos atañía pues en la pregunta se demandaban otras respuestas. —¿Dónde morarás tú, Jezabel? ¿Construirás aquí tu casa? —No, tío. Lo hará conmigo y lo hará como cristiana. Jezabel tomará el bautismo, será Isabel y será mi esposa a los ojos de Dios y de los hombres. Se abrió su cara en una de sus no muchas sonrisas y se le iluminaron los ojos de águila que nos miraron primero a los dos, escrutándonos, y luego se dirigieron a todo el valle que a nuestros pies se abría. —M e place, sobrino, bien me place. Aunque no creo que tanto a tu tía, a la que tan abandonada tengo y a la que he de ir a visitar en breve. Vuestro reencuentro hace que yo eche mucho en falta el mío. Resuelto esto partiré hacia Burgos a verla y me llegaré a León para encontrarme con Alfonso, donde doña M ayor también quiere venir conmigo según me ha escrito. Quiere fincar allí mucho más tiempo pues es mejor para nuestros hijos y para ella. Hay ya quien cuida nuestras tierras de Orbaneja y no tiene porque estar ella en tareas de campesina siendo dueña. Hacía mucho que no veía yo a quien era mi madrina y entendía bien que algún disgusto se llevaría con la nueva de mi boda que seguro frustraba alguna que ella tenía pergeñada. La hija de Ansúrez y madre de los hijos de Fáñez lo cierto es que pasaba mucho más tiempo en León que en su heredades y aunque mi tío no se quejaba de sus largas separaciones y ausencias bien sabía yo que en ocasiones la vida fronteriza y de continua guerra hasta a él le pesaban. Se quedó el tiempo justo para asistir a nuestra boda celebrada en la pequeña iglesia subterránea de Santa M aría del Soterraño. Fue él nuestro padrino y fue nuestro esponsal tan humilde como gozoso. Lo celebraron el cura de Zorita y el cura mozárabe que tan afanosamente levantaba la nueva iglesia de Recópolis. No había obispos en aquellas tierras amenazadas pero si hubo jolgorio, que nuestros mesnaderos y en particular los caballeros pardos prolongaron hasta muy entrada la noche en las orillas del río, donde dimos el convite, donde no faltó el cordero ni el vino. Asistieron los judíos que comieron el suyo, sacrificado en su norma. Isabel comió de ambos. Aquella noche encendió en nuestra habitación, que ya había acondicionado a su modo, forma y estilo y llenado de múltiples enseres que hasta andaba yo tropezando de continuo en ellos, y tras haberme regañado mucho por el abandono en que había vivido, el candelabro de nueve brazos que yo le había regalado. Y a su luz nos amamos. A los nueve meses nació mi primer hijo, que fue uña niña, y que ella quiso ya darme. En los meses siguientes y hasta que fue asomando el verano quedé yo al cargo de aquellos parajes. Dedicado a recorrer y a aposentar a las gentes que llegaban. Unos a Zorita, pero otros en busca de tierras en las que labrar y cuidar ganados para lo que se iban estableciendo en los poblados que alrededor crecían. En Almonacid y en el Albalate los mejores labrantíos estaban ya ocupados por mozárabes y muladíes por lo que preferían ir afincándose en descampados y pequeñas aldeas cerca de las cuales había terrenos apropiados. Unos en Recópolis o en Cabanillas, otros en Las Aldoveras dando vista a una vega que llamaron de San Isidro y hasta los hubo que se establecieron en el mismo sopie de la sierra, entre los oscuros bosques y bajo las torres mismas de la Bujeda. Nos llegaban mensajeros de Álvar y desde Toledo que portaban las más de las veces noticias inquietantes. Nos ponían en aviso de que se esperaba el regreso de los invasores almorávides. Alguno llegó de Rodrigo que había salido también de Castilla de nuevo y se había dirigido a tierras valencianas. Lo trajo un jinete moro de los que con él cabalgaban y que vino a Zorita preguntando por Álvar Fáñez y acabó, en su ausencia, por darme a mí cuenta de las batallas en que mis camaradas ya estaban de nuevo trabados, aunque ahora con el beneplácito del rey y siguiendo sus deseos. Ello me alegraba pues todos barruntábamos que nos esperaban tiempos de tribulación y aunque entre nosotros y ellos quedaba por medio la tierra de los Il Nun bien sabíamos que habríamos de ser nosotros y no Al Qadir quienes llegado el caso tendríamos que defenderla, pues aquellos bereberes, en el fondo, unidos a los africanos por la fe y por la propia raza, estaban más que dispuestos a abrir las puertas al emir y entregar tanto las alcazabas como las cabezas de nuestras guarniciones. El muladí de Rodrigo nos trajo la noticia temida y esperada. El emir Yusuf había desembarcado de nuevo, a mediados de junio, en Algeciras y, con los reyes que le habían acompañado en Sagrajas, preparaba un gran ejército para darnos otra vez batalla. No se conocía aún el destino de su incursión pero se sospechaba que en esta ocasión bien podía ser la fortaleza de Aledo que era la espina clavada en el mismo corazón de Al Ándalus y que hacía grave daño a Al M utamid y a toda aquella región de M urcia y sus aledaños, facilitando el paso de nuestras mesnadas hacia las tierras de Almería y Granada y entorpeciendo el suyo hacia nuestras defensas. Luego, el caballero moro nos relató las andazas de su señor el Cid y nuestro amigo Rodrigo. —Salió M io Cid con gran muchedumbre de Castilla, cerca de 7000 hombres de todas las armas, y cruzamos el Duero por el extremo del reino hasta fijar las tiendas en Fresno de Caracena para seguir adelante luego e ir a fincarnos ya en las serranías de Calamocha. Allí nos alcanzaron emisarios del Razin, el señor de Albarracín, con la petición de concertar entrevista y que no le arrasáramos la tierra. Esperamos su llegada y llegó sumiso y con regalos. Propuso él mismo hacerse tributario y pagar las parias, que el Cid hizo saber que quien como tal y a quien tributaba no era a él, aunque fuera por su cauce, sino a su rey Alfonso. Nos proveyó el Banu Razin, antes tan soberbio y orgulloso, de víveres para nosotros y cebada para nuestros caballos y proseguimos, ya iniciado junio, la marcha sin entretenernos en nada y en dirección a M urviedro, en cuyas cercanías y a poco más de una legua acampamos. Allí topamos con un príncipe cristiano, Ramón Berenguer el de Barcelona, que asediaba con su ejército Valencia. —Otra vez el Fratricida. ¿Es que no ha escarmentado? —exclamé. —M e encarece mío Cid que os trasmita y que tal nueva debéis comunicar a vuestro rey, aunque él por sus medios también le ha enviado mensaje, que en aquellas tierras han cambiado en mucho las viejas alianzas y que es importante que los castellanos sepan a cuales han de atenerse ahora. La negativa del Cid a entregarle la ciudad de las huertas a Al M ustain le disgustó en extremo y buscó en el conde de Barcelona, anterior enemigo de su padre, su protector y valedor. Y a él ahora le paga las parias. El conde ha puesto cerco a Valencia y Al M ustain se ha apoderado de dos plazas, Liria que por nuestra medicación le entregó Al Qadir cuando fuimos a Valencia el año pasado y Yubayla, que ahora fortifica 63 . Por el contrario su tío Al Fagit de Lérida, antes aliado del conde y contra quienes combatimos en Almenara, quiere aproximarse ahora a nosotros. La llegada de nuestra mesnada llenó de inquietudes al hudí de Zaragoza y al de Barcelona. Enviamos emisarios diciendo que abandonaran el asedio, pero los catalanes se burlaron y amenazaron con cautivarnos y llevarnos cargados de cadenas. M io Cid tampoco quería combatir al cristiano, pues Berenguer Ramón es pariente del rey Alfonso64 . A la postre todo se substanció en nada, pues el catalán y el hudí nos temían y Berenguer Ramón levantó el cerco y procedió a su retirada. Entonces Al Qadir salió a nuestro encuentro con abundantes y ricos regalos y pactó la entrega de mil dinares como paria además de las rentas que sus castillos pagaban. Permitió que el Cid pudiera morar en Valencia y que pudiéramos vender en sus mercados el botín que obtuviéramos fuera. También se nos allanó el de M urviedro, que se nos había alzado. Razíamos la taifa de Alpuente, del cadí Ibn Qasim, que no quiso someterse y vendimos lo que le arrebatamos en el mercado valenciano. Allí estábamos cuando nos llegó la nueva del desembarco de Yusuf, que en efecto parecía dirigirse hacia el Levante, hacia Aledo. Había llegado carta de Alfonso a Rodrigo diciendo que preparará su mesnada para fijar lugar de encuentro y el Cid se aproximaba hacia aquel territorio. La noticia del mensajero de Rodrigo quedó de inmediato confirmada. Otro llegó a nosotros, apresurado, desde Toledo. M i tío Álvar nos urgía a congregar de inmediato nuestras lanzas y dejar solo la guarnición imprescindible en Zorita y unirnos a él que iba hacia allá con el ejército de Alfonso. Volvió el muladí de Rodrigo con su señor y nosotros presurosos cabalgamos a unirnos a las huestes del Rey y de Álvar. Supusimos que nos veríamos todos próximamente para confrontar juntos al poderoso enemigo que de nuevo venía. No nos costó en exceso dar alcance a las tropas cristianas que desde Toledo iban en derechura hacia Aledo. Allí relaté a mi tío los mensajes de Rodrigo y este me llevó ante Alfonso. El rey había ya dado instrucciones a Rodrigo de moverse hacia donde se encontraba y fijado el sitio del encuentro en Hellín. La marcha de nuestra tropa era rápida pues el socorro era urgente si no queríamos ver sucumbir a los defensores de Aledo. Éste era un castillo poderoso que se había reforzado en mucho en los últimos años. Cercano a Lorca era la pieza clave de toda la región y amargaba la existencia de los musulmanes y en particular de Al M utamid, el sevillano, que era el soberano de aquella tierra. Era él quien había llamado de nuevo a Yusuf a quien fue a buscar a M arruecos, y para quien dispuso mil acémilas cargadas de vituallas que lo esperaban en Algeciras. Yusuf una vez desembarcado escribió a los príncipes de Almería, Granada y M álaga que con él habían combatido y todos se le unieron con la excepción de Al M utawakkil de Badajoz que no se presentó al encuentro. El asedio se había iniciado ya en verano pero iba para cumplirse septiembre y no avanzaba. Los sitiados sufrían estrecheces y comenzaba a faltarles el agua, pero el campamento musulmán era un hervidero de desavenencias y conspiraciones. Los reyezuelos se enfrentaban los unos con los otros y llevaban sus cuitas al emir, que los espantaba como a molestas moscas. A los reyes taifas, a su vez, no cesaban de llegarles embajadas de sus reinos con los más diversos enconos y problemas. Todos querían aprovechar la ocasión para sacar ventaja y colocar al rival en posición desventajosa y los propios notables del campamento escribían a sus castillos indicando que no pagaran ni enviaran provisiones. El zirí Tamin de M álaga, el hermano mayor pero postergado ante su hermano Abd Allah de Granada renovaba insistentemente su cuita que ya intentó plantear al emir después de Sagrajas y que éste despachó de malos modos y diciendo que se arreglaran entre ellos. —¿Has hablado con tu hermano antes de venir a mí, has recurrido a él antes de venir a hablar conmigo? —le contestó el emir y no quiso intervenir en el asunto. Pero ahora reiteraba su demanda y acusaba a Abd Allah de no querer al emir y de buscar su fracaso. Pero aún era más grave lo que acaecía entre el rey abadí, Al M utamid, y su supuestamente súbdito el señor de M urcia, Ibn Rasiq. Éste, antes de la llegada del ejército del emir y de su señor, no había combatido en mucho a los cristianos aposentados en su territorio sino que más bien se había entendido con ellos y estaba en buena sintonía con el defensor de la fortaleza, García Jiménez. Al llegar Yusuf entendió que debía ocultar su juego. Lo llenó de presentes y le hizo entrega de mucho dinero haciéndose pasar como gran víctima del rey sevillano y jurando todas las lealtades al almorávide. Buscaba con ello enconar la voluntad de Yusuf contra a Al M utamid, pero el abadí, amén de componer los mejores versos de Al Ándalus, no era por ello ni débil ni le faltaba la audacia. Se ganó al general Garur, el más cercano a Yusuf y a los alfaquíes, a los que expuso su causa. Y aportó pruebas del doble juego del murciano. Éste, confiado en su cercanía al emir, de la que presumía con altanería en el campamento, no vio la tormenta que descargaba sobre él hasta que fue conducido a la tienda del Sultán y fueron contra él presentados los cargos. —No había necesidad de que abrazaras mi partido para alzarte contra tu soberano, atizando odios entre él y yo —le dijo Yusuf. Pero Garur fue más allá y le acusó de prestar ayuda a los sitiados, de hacerles llegar alimentos y bebida y que tal cosa estaba de sobra probada y, aún más, tenía con ellos pactos para procurar que no sucumbieran, pues solo si ellos resistían podría el mantenerse en M urcia donde tras tomarla en nombre de Al M utamid se había sublevado y declarado independiente. Los alfaquíes ya habían dictado sentencia contra el murciano y definitivamente la dictó también el emir. Hizo que le pusieran en hierros y se lo entregaran a Al M utamid, quien lo sometió a las mayores afrentas y lo hizo conducir a su propio campamento donde lo retuvo prisionero. Tras ello, el sevillano, encargó entonces a su hijo y heredero que se acercara a M urcia para que reconocieran su poder y le obedecieran. Pero los murcianos lejos de hacerlo le cerraron las puertas y rehusaron reconocerle. Los murcianos fueron más lejos aún, furiosos por el cautiverio de su líder, pues entraron en abierta sublevación no solo contra Al M utamid sino también contra el emir y se negaron a prestarle socorro alguno dejándole desguarnecido de vituallas y alimentos. Aquello añadió disgusto a Yusuf y un problema ya irresoluble pues el tiempo con el otoño empeoraba, los caminos se hacían intransitables para los carros y la guerra se hacía imposible de hacer por la inclemencia. Los sitiadores pasaban más penalidades que los sitiados. Estalló además, para remate, una nueva disputa entre los hermanos ziríes, el de Granada y el de M álaga. De nuevo volvió con su demanda Tamin al emir pero éste envió a los dos a su general Garur. Éste los trató hoscamente y les recriminó a ambos, pero trapaceramente a uno y al otro les hizo ver que con todo gozaba cada cual y en comparación con su rival de mayor simpatía ante su señor. Garur tenía fama de rapaz, despiadado y siempre dispuesto a la maldad y a su propio interés. Y ello era conocido entre musulmanes y cristianos. Pero los ziríes, buscando cada cual su provecho, cayeron en las redes de su propia maldad y avaricia. Fue cuando llegó la nueva de que un poderoso ejército cristiano con Alfonso a la cabeza se acercaba. En efecto nosotros ya estábamos a la vista de Aledo pero ante la inquietud de Álvar y mía y el creciente enfado de Alfonso, no había rastro alguno de la mesnada de Rodrigo. Dimos vista al castillo y ante nuestro alivio contemplamos que ya nada quedaba del asedio almorávide. Los africanos y los andalusíes habían levantado el cerco y se habían retirado apresuradamente. Salió a recibirnos García Jiménez y todo fueron parabienes, pero el semblante de Alfonso, a pesar de haber obtenido la victoria sin combatir siquiera, estaba oscuro y su ánimo ofuscado. Rodrigo Díaz no había aparecido incumpliendo su promesa y desobedeciendo sus órdenes. Emprendió el rey presto el camino de vuelta a Toledo y su ira iba creciendo a cada paso que su caballo daba. De nada sirvió la palabra de mi tío, ni el relato de la embajada que directamente nos había enviado, ni el que le pidiera que esperase al menos a escuchar al de Vivar a quien a buen seguro le hubiera entorpecido algún percance. Se sulfuraba aún más el rey y recordaba todos los agravios pasados que según él su vasallo le había infligido desde el primer momento, desde que le demandó su inocencia en la muerte de Sancho en la Curia Regis de Burgos, «haciéndose pasar él por leal y ser el único que me decía lo que otros pensaban, pero fue él y no otro quien se insolento conmigo». —Ahora ha hecho como hizo ya cuando pretextó enfermedad para no acudir a Toledo y me puso en peligro raziando el Henares. Ahora ha vuelto a tornar en su andada, a pesar de que fui generoso y por aquello le levanté el destierro como hice contigo, Álvar —el que el rey se lo recordara hizo endurecer el rostro a mi tío y a Ansúrez que también se hallaba presente pero les hizo comprender que su posición con tal rencor del rey era aún más débil—. Fui generoso, le levanté el castigo, y aún más, le levanté el destierro, le colmé de honores, le di mi amor y confianza. Y con esta nueva traición me lo paga. Aun quiso insistir Álvar, pero su suegro le reprimió prudente: —No lo empeores aún Álvar, el rey está muy airado. Y puede que si persiste hasta a ti te alcance. No es ahora momento, ya lo será más tarde y llegará el tiempo en que Rodrigo dé explicaciones, que las tendrá a buen seguro. La ira del rey era mucha en efecto. Tanta que a todos nos pareció desproporcionada. M ás aún cuando se comunicó solemnemente que era declarado traidor y que fuera desposeído de inmediato de todos los castillos, villas y honores que en su mano tenía e hizo confiscarle todas sus heredades. Pero aún fue más lejos en su furia desatada. Hizo apresar a su mujer Jimena, que era su propia prima, y a sus hijas M aría y Cristina en el castillo de Ordejón, lo que llenó de estupor y pena a todos, condes, magnates y al último de los mesnaderos. Entendimos mejor las cosas cuando vimos que en aquellos días quien no se despegaba del rey era el Crespo de Grañón, García Ordóñez, el Bocatorcida que tantas cuitas tenía con el Cid y que siempre buscaba su perdición. El conde no dejaba un paso a Alfonso y no hacía sino sembrar la maledicencia contra Rodrigo. Pero lo de apresarle la mujer y las hijas colmó el vaso de los prudentes y algunos se atrevieron, encabezados por el siempre leal Pedro Ansúrez cuya palabra el rey siempre había escuchado, a ir a hablarle al alcázar. Quiso Álvar acompañarle pero el conde Ansúrez lo desestimó: —M ejor no, Álvar, aunque te honra el querer hacerlo. El rey recuerda tu hermandad con Rodrigo y sería contraproducente en sumo grado. En esta cuestión habrá que ir poco a poco y ver de desbrozar lo sucedido, pues lo cierto es que Rodrigo no se presentó donde debió hacerlo. Iba ya Ansúrez a llegarse hasta el palacio para solicitar audiencia con Alfonso cuando quien llegaba con el caballo empapado de sudor, aunque era ya el mes de diciembre, no era otro que el buen Félez M uñoz. Venía enviado por Rodrigo, a todo el galope que sus caballos habían podido sostener desde Elche donde nos dijo que se encontraba el Cid acampado, a dar a Alfonso las explicaciones debidas y disculparse por su ausencia. Todo, nos aseguró, se había debido a un mal cálculo. El Cid acudió al encuentro pero al llegar a Hellín comprobó con inmenso disgusto que el ejército del rey había pasado hacía tiempo por aquel punto, salió entonces tras él, pero al llegar a M olina de Segura se encontró que no solo ya no estaba ahí si no que por otro camino había dado la vuelta hacia Toledo. Entonces el Cid pesaroso y en cierta forma sintiéndose culpable del desaguisado se retiró a Elche donde dio permiso a su mesnada de que pudiera irse quien así quisiera hacia su casa pues temía que la ira del rey, como así fue, cayera sobre ellos. —Fue todo un error sin mala intención alguna. Créeme, Fan Fáñez —me insistía mi amigo—. Entiendo que nos demoramos en exceso en Onteniente, creyendo que el rey tardaría en llegar a Hellín y lo cierto es que no llegamos a tiempo al punto de encuentro. Pero no hubo mala voluntad alguna por Rodrigo y si hubiera habido lugar a combate y el rey hubiera esperado en Aledo, nosotros hubiéramos allí llegado. Pero Alfonso dio de inmediato la media vuelta y no nos dio siquiera tiempo a alcanzarle. Félez M uñoz nos dijo que traía también instrucción precisa de Rodrigo de amén de jurarle que no había existido tal traición ni ánimo de cometerla, que estaba dispuesto a someterse al juicio de Dios incluso y limpiar en lidia su buen nombre. No había acusación más grave que pudiera recaer sobre un caballero ni peor baldón que pudiera emporcar más su nombre que la acusación de traidor. Y que tal le fuera hecha a Rodrigo Díaz tenía a todos conmocionados. Ansúrez y Félez partieron para el alcázar. Álvar no acudió siguiendo la recomendación de don Pedro. Llegados a presencia del rey, rodeado éste de sus condes, y a su lado siempre Bocatorcida, se permitió a Félez adelantarse y exponer su disculpa y petición: —¡Oh, ínclito rey y siempre digno de toda devoción! Rodrigo, mi señor, y vasallo tuyo fidelísimo, me envía a ti, besando tus manos, con el ruego de que en tu corte le permitas exonerarse y exculparse de la acusación con la que sus enemigos falsamente le culparon ante ti. El rey hizo un mal gesto al escucharle y García Ordóñez se inclinó hacia él y le susurró algo al oído. Pero Félez proseguía sin inmutarse ni perder su compostura aunque era sabedor tras aquellos gestos de que su misión no iba por ningún buen camino. —M i señor y tu vasallo, mi rey, dice por mi boca que personalmente lidiará en tu corte contra otro cualquiera o semejante a él, y un caballero suyo, yo mismo, lucharé en su favor contra otro caballero, manteniendo que todos aquellos los que a ti te dijeron que Rodrigo había cometido o algún dolo con el fin de que los sarracenos te masacraran a ti o tu ejército durante la expedición, que tu dirigías en socorro de Aledo, han mentido como falsos y malvados y que no hay entre todos los que te sirven fielmente que te sirvan más lealmente, con todas sus fuerzas contra todos aquellos musulmanes y contra todos tus enemigos, que él mismo. Calló Félez y quedó, hincada en el suelo su rodilla, esperando la contestación del rey. Era su propuesta ajustada al derecho y a la de caballería. Pero a nada se avino Alfonso. —No habrá tal combate. No habrá de derramar Rodrigo sangre de uno de mis leales. Que hubiera acudido a Aledo a derramar la de los sarracenos que era para lo que estaba comprometido y donde traicionó su palabra. No ha de contarme nadie lo que yo mismo he visto por mis ojos. No acudió donde le ordené y donde su deber le imponía. Alzate Félez M uñoz y vete. Dile a él lo que te he dicho y da gracias que a ti mismo no te prenda y te cargue de cadenas. Se levanto Félez y apesadumbrado dejó la sala. Pero no la abandonó Ansúrez. El conde comenzó a hablarle al rey y con palabras suaves y sin contradecirle en lo esencial y en su disgusto con Rodrigo, pues según afirmó comprendía y compartía su disgusto y su ira, pero sí estimaba que ésta debía ser moderada y no alcanzar a quien no debía. —M i señor puede tener y tiene razón para su justa ira pero ésta no debe caer sobre quienes culpa no tienen y que en las viejas leyes incluso se contempla que a ellos no pueda alcanzar el castigo —fue a susurrar algo de nuevo García Ordóñez pero esta vez el rey le hizo guardar silencio y escuchó ahora con atención a quien tanto en la tribulación como en la gloria se había mantenido fiel—. El Fuero Viejo de Castilla, y rey de Castilla sois, mi señor, señala que aún en el caso de que el exiliado comenzare a guerrear contra su rey, éste puede derribarle las casas, las torres y cortarle los árboles pero oíd mi rey que el Fuero Viejo advierte que las dueñas, sus mujeres, no deben recibir deshonra ni mal alguna. Hubo un murmullo general en la sala. El rey quedó en silencio e hizo que todos se alejaran con la excepción del propio Ansúrez y del conde Sisnando, el tenente de Toledo. Esperamos nosotros en el patio de armas, donde logré retener a Félez que quería partir cuanto antes, instándole a que esperara. Allí aguardamos a don Pedro. Tardó un tiempo que se nos hizo eterno y donde además hubimos de aguantar miradas y hasta chanzas y duras palabras y peores miradas que algunos, deudos sobre todo de García Ordóñez, nos dirigían. Pero al fin salió el conde Pedro Ansúrez y tomándonos a ambos de los hombros nos alejó de allí: —Algo se ha conseguido. Una buena nueva al menos podrás llevarle a Rodrigo. El rey ha ordenado liberar de inmediato a Jimena y a sus hijas. Comprende que su ira no puede ultrajar a quien ninguna culpa de ella tiene. Nada más por ahora puede hacerse. Pero dile a Rodrigo que insista y pruebe su inocencia. No conviene que en este momento de tribulación el rey se prive de su brazo y su mesnada. Yusuf no tardará en regresar contra nosotros. Ansúrez siempre miraba algo más largo que todos. Y ahora parecía hacerlo aún más que su propio y real pupilo. Para la Natividad pude regresar a Zorita por delante de mi tío que aún restó algún tiempo en Toledo y que luego quiso pasar por diferentes plazas, como otras veces, hasta venir a nosotros desde Guadajalara. El embarazo de Isabel comenzaba a notarse en sus formas y la esperanza de un hijo de mi estirpe me compensaba de cualquier otra amargura y la apasionada felicidad de mi esposa me proporcionaba un calor en el corazón que desafiaba al invierno. Llegó al fin Álvar, aunque solo para prepararse para un nuevo viaje, pues él también quería visitar su casa y su familia. Nos traía noticias del pleito del Cid y del rey, que, para nuestro pesar, no parecía tener visos de arreglarse. —Rodrigo ha hecho llegar a Alfonso cuatro documentos por él firmados, cuatro solemnes juramentos en los que en todos y cada uno y por su honor y ante Dios asegura no haber mentido jamás, haber hecho siempre lo que en sus cartas el rey le indicaba y no haber dejado de cumplir ningún mandato suyo ni cometer contra él ningún engaño, fraude, maquinación y mucho menos traición alguna. En el segundo de sus juramentos afirma que no pudo saber en modo alguno que la hueste y el rey le habían precedido hasta que oyó a los informadores que ya regresaba para Toledo. En éstos y en todos se reafirma en su lealtad y se pone en manos de Dios según las leyes de ola caballería y según demandó Félez que pudiera hacer en defensa de su honor y lealtad. Rodrigo deja en manos del rey elegir entre estos dos juramentos y otros dos en que se reitera que elija el que más le complazca. Pero éste ha rechazado los cuatro y se ha negado a responderle siquiera. Aunque tengo para mí que, en su corazón y en su cabeza, empieza a asaltarle la duda de si no se habrá dejado llevar por la ira y el mal consejo. Pues si bien es cierto que Rodrigo no acudió a tiempo lo cierto es que sí se había puesto en camino y de alguna manera siguió nuestros pasos. Y como dice Ansúrez: ¿Qué ganaba Rodrigo de haber hecho tal cosa con mala voluntad sino desgracias? Para muchos está bastante claro que Rodrigo cometió un error involuntario y no previó bien nuestra marcha. De eso es culpable pero de más no puede ser acusado y no hay razón ni para tal castigo ni para tan grave condena. Que además en nada favorece al propio Alfonso. Nuestro rey es a veces impulsivo y García Ordóñez siempre alienta su soberbia y su inquina contra Rodrigo. Un día pagará por todo ello pero ahora habrá que hacer mucho en León por neutralizarle y hacer virar el parecer del rey. Rodrigo nos va a hacer mucha falta en los tiempos venideros. 62 Los restos de la Aljama Judía, aún sin excavar, se encuentran en ese punto del castillo de Zorita de los Canes. 63 La actual P uig. 64 Sus abuelas, Muniadona, casada con Sancho el Mayor, y Sancha, casada con el primer Berenguer Ramón de Barcelona, eran hermanas. Un parentesco lejano. Capítulo XIII: En la corte del zirÍ Nadie como Abd Allah, el rey zirí de Granada, sabía leer su destino ni nadie era más consciente que él de que no estaba en su mano el cambiarlo. Tras el fracaso del emir almorávide ante Aledo y los enconos recrudecidos entre los príncipes de Al Ándalus que tanto nos aliviaron a nosotros, retornó a ellos el miedo y forjó definitivamente la decisión del africano de eliminarlos a todos. Si su victoria en Sagradas les había envalentonado y llevado a rebelarse contra el pago de las parias, su humillante retirada ante los muros del castillo murciano les retornó a la impotencia y sumisión ahora doblemente agravada. Supieron, Abd Allah mejor que nadie, que su suerte estaba echada y que no tenían salvación pues ahora se encontraban entre el fuego de Yusuf y la sartén de Alfonso y de ninguno de los dos había escapatoria posible. Si no se sometían al cristiano, éste los arrasaría, y si se sometían a Alfonso el almorávide les exterminaría. Sabiendo además que muchos de sus súbditos, encabezados por los alfaquíes, les abrirían las puertas a los africanos, pues se habían ganado el desprecio y la ira de sus gobernados por su avidez de riquezas, sus costumbres licenciosas, la ostentación de sus propios pecados. La división y las conspiraciones en Al Ándalus no solo crecían como la hierba venenosa entre unos reinos y otros sino que también florecían en el interior de los palacios de cada uno. Alfonso, a poco de retornar a León, sabedor de su debilidad y dispuesto a explotar su triunfo y restablecer sus ingresos tributarios, envió a Álvar Fáñez a Granada a cobrar lo adeudado y yo fui con él y una potente mesnada dispuesto a hacer cumplir la voluntad de nuestro rey. Así conocí al Zirí y una ciudad que me pareció hermosa por encima de muchas que ya para entonces me había sido posible contemplar. Fui testigo de la aguda inteligencia de Abd Allah, de su claro discernimiento, de las ocultas intenciones de los hombres y de su desesperación por no poder torcer el inevitable rumbo de su estrella y me solacé en la estancia y contemplación de aquella urbe en una vega abundosa, cálida y feraz, presidida, en el más hermoso contraste, por altísimas montañas cargadas de nieve que hacía que la mirada se quedara prendida de aquel horizonte. Había aprendido tanto del conde Ansúrez como del mozárabe Sisnando, así como de mi estancia en Zaragoza, de las siempre intrincadas relaciones entre los príncipes y sus diferentes orígenes y estirpes. Quise hacerlo ahora también y antes de partir en mi misión intenté saber sobre aquel joven soberano que íbamos a visitar y a través de muladíes y judíos, que en estas cosas siempre andaban más versados que nosotros, busqué quien me hablara de aquel reino y de aquel rey joven en años, pero de cuyo ingenio se hacían lenguas. Por mucho que la visita que le cursábamos fuera para él indeseable pues, como no podía ser de otra manera, Abd Allah nos esperaba, desesperado, conocedor de que solo le acarrearíamos ruina en el presente y propiciaríamos un final calamitoso tanto para él como para su dinastía. Los ziríes eran, como nuestros vecinos los Il Nun, de estirpe berebere. Pero mientras que aquellos habían llegado a nosotros en el principio de su conquista y fueron los que hollaron Toledo y puesto sus jaimas en Recópolis, los ziríes eran, ante ellos, casi unos recién llegados. Hacía apenas tres generaciones que los suyos tan solo deambulaban por las arenas de Ifrikiya65 . Allí su tribu, los Sinhaya, habían sido los grandes valedores de los califas fatimíes, chiítas, sunís, que dominaron el M agreb y enemigos mortales de los omeyas. Los Sinhaya también tenían más enconados rivales en los bereberes Zanata, tropas de choque de los abderramanes hispanos. Y tanto allí como en la península el odio entre ambas tribus era feroz. Al abandonar el califa fatimí Ismail la Berbería y pasar a Egipto dejó al sinhaya Bulugin, hijo de Zirí, como su lugarteniente en esas tierras saharianas. Éste creó dinastía y fue dejando el poder a su hijo Al M ansur y luego éste a su nieto. Pero ello trajo la sublevación de sus hermanos y de los hermanos de Al M ansur. Hubo rebelión y los rebeldes fueron derrotados y muchos de sus notables muertos, como sucedió con el hermano pequeño de Bulugín y sus hijos. El sector derrotado de su familia encabezado por otro hermano, Zawi, decidió entonces acudir al llamamiento del gran Almanzor y de su hijo mayor Al M alik, para venir a Al Ándalus y ponerse a su servicio. Algo que aceptó gustoso pues al tiempo de buscar una salida para sus gentes le permitía buscar su venganza contra los Zanatas, pues estos habían vencido a Zirí, su padre, y llevado su cabeza a Córdoba, como presente a sus amos Omeyas, que la expusieron clavada en una de las puertas de Córdoba. El del gran Almanzor y su hijo Al M alik los trataron bien y ellos demostraron su coraje en la batalla al servicio de los Amiríes. Cuando todo se descompuso y los musulmanes se ofuscaron en su Fitna fratricida, formaron, como no podía ser de otra manera, en el bando beréber junto a Sulaymán contra los árabes y los andalusíes. Y no fue otro sino Zawi, quien al frente de los Sinhaya destruyó M edina Azahara, el símbolo del mayor esplendor de los Omeyas, el palacio de los sueños de Abderramán III, el lugar donde como en ningún otro sitio podía culminar su venganza. En pago a sus servicios, Sulaymán les entregó Elvira y su territorio, pero llegados allí vieron que la vieja ciudad no era lugar propicio para la defensa ni para que se instalaran en ella y Zawi decidió hacer en Granada su palacio y entronizarse en ella. La fortificaron para poder refugiarse en ella con sus familias y sus bienes, y gozaron de aquellas tierras y en particular de aquella hermosa llanura llena de arroyos y arboledas, regada por el río Genil, que bajaba de las nieves de la Sierra Nevada. Contemplaron el monte que dominaba a Granada y comprendieron que era el centro de toda la comarca. Así que allí, alrededor del Albaicín levantaron poderosos muros y torres y tras ellos construyeron sus palacios. Los Sinhaya entonces prestaban obediencia a los hamudíes de M álaga y cuando uno, Ibn Hammud, avanzó sobre Córdoba y la tomó ellos avanzaron con él, y cuando un pretendiente Omeya, Al M urtada, alentó la sublevación en el Levante apoyado por andalusíes y zanata los Sinhaya se enfrentaron a ellos. Los enemigos avanzaron contra Granada, que aún no había levantado sus muros, pero los Sinhaya salieron contra ellos sin importarles su número y los pusieron en fuga, degollándolos a mansalva. En su huida sus propios soldados decapitaron a M urtada. Derrotados los Zanata y establecido su poder soberano en Granada, Zawi tomó una decisión sorprendente. Su padre había sido vengado y él creía cumplido su deber en Al Ándalus. Entonces decidió volver a su tierra nativa donde su hermano había muerto. Sus intenciones no eran otras que ocupar el poder en su territorio, aunque intentó esconderlas. «Yo me voy de Al Ándalus —les dijo a los Sinhaya— y el que me obedezca que me siga». Pero le siguieron muy pocos. Y llegado a Ifrikiya no pasaron sus intenciones desapercibidas para sus familiares gobernantes, por lo que, aunque aparentemente lo recibieron bien y lo agasajaron, los herederos de Bulugín prepararon su muerte. Y la lograron con venenos. El destructor de M edina Azahara murió retorciéndose de dolor a manos de su propia familia. A Zawi había cedido Granada antes de partir a su sobrino Habas, que fue hombre prudente, buen administrador, que confió en el hábil judío Samuel Al Nagrela y que supo poner orden en sus reinos y ser muy cuidadoso de llevarse bien con todas las facciones y notables de su tribu pero no lo fue tanto con su propia familia, pues prefería a su sobrino Yaddayr por encima de sus hijos. Uno de ellos, el mayor, Badis, de fuerte temperamento y decisión, no consintió tal cosa y consiguió alzarse al trono al ganarse a la mayoría de los Sinhaya y a pesar de todas las conspiraciones de la corte, del hijo del judío Samuel, José, su sucesor que carecía de la mesura de su padre, aliado con el sobrino y con las mujeres del harem que preferían a éste como príncipe, pues entre ellas estaba su madre y quienes lo habían criado. El propio hermano pequeño de Badis, Buluguín, también parecía inclinarse por su primo. Badis estuvo a punto de morir muchas veces en su juventud, pues Yaddayr lo intentó en varias ocasiones y hasta alentó a su hermano a que lo hiciera por su mano. Pero éste a la postre fue leal a su sangre y se negó a ello advirtiendo a Badis. Yaddayr le alentaba al fratricidio y le prometía el trono, pero en realidad lo que deseaba es que eliminara al mayor para luego él acabar con el asesino y quedarse con el reino. Pero fue desbaratado y Badis acabó por alcanzar el poder, aprisionar a Yaddayr, aunque en principio no se hurtó de la influencia del judío José, el hijo de Samuel. Badis fue grande, derrotó al príncipe eunuco Zuhayr de Almería, otrora su aliado, que vino sobre él y fue aplastado por los Sinhaya al mando de su hermano Buluguín, vuelto a su gracia y que era considerado entre los más valientes y que desdichadamente falleció muy joven tras haber sido colmado por Badis de honores y riquezas hasta poner su nombre a su propio hijo, el príncipe Saif Al Dawla, el padre de Abd Allah, de infausta suerte. Saif apenas llegado a su madurez ya con dos hijos, Tamin, el mayor, y el menor nuestro Adb Allah, cayó también bajo la influencia del judío José, porque era de natural crédulo y manejable y a todos atendía, amén de gustarle mucho el vino y los placeres, como sucedía con su padre Badis, que en los excesos con la bebida no le dio ningún buen ejemplo. El judío conspiraba en realidad contra él, pues tenía otros designios para el trono, y de nuevo en complicidad con mujeres del harem acabó por hacerlo envenenar, aunque no pudo ser acusado de ello, ya que Badis nada sospechaba, a pesar de que el heredero había pasado la noche anterior a su caída en su lecho de muerte embriagándose en casa del judío. Badis se quedó sin primogénito, pero sí con fuerzas para sus campañas. La primera de las cuales le llevó a tomar M álaga, que había sido de los hamudíes, a los que presuntamente obedecía. Una vez conquistada se gastó mucha de su propia fortuna en dotarla de una alcazaba inexpugnable y de las mejores defensas que ciudad alguna tuviera sobre el mar que dominaba. Quería Badis mucho a M álaga, que estimaba como su último refugio en caso de catástrofe y lugar desde el que embarcar, con su familia y riquezas, hacia las tierras de sus antepasados si la pérdida de su reino le alcanzaba. Se la procuraban, su mala ventura, sobre todo los sevillanos y los príncipes andalusíes que malquerían a los bereberes, en especial los abadís, los Abi Amir de Sevilla que querían señorear todo el sur de Al Ándalus y en particular Al M otacid, el padre del Al M utamid de nuestros días, quien encabezó la alianza contra los bereberes suprimiendo sus pequeños señoríos de Ronda, Jerez y Arcos y apoyado en el bloque árabe-andaluz dejó reducido el poder de esas tribus tan solo al reino zirí. Al M otacid hizo a los sinhaya granadinos la guerra y se apoderó de muchas plazas; pretendió ocupar Almería, desde la muerte del eunuco gobernada por sólidos amigos de los zirís y, lo más grave aún, un ejército dirigido por su hijo, el entonces príncipe Al M utamid, consiguió penetrar en M álaga, siendo muy bien recibido por la población de origen árabe que tomaba partido por el sevillano contra los bereberes a los que consideraban unos advenedizos intrusos. Pero para su desgracia se le resistió la poderosa alcazaba donde encastillados aguantaron los Sinhaya. Pero la desgracia se cebaba en Badis, pues el segundo de sus propios hijos, M aksan, hombre terrible y de crueldad desatada, a la que el soberano había alejado de la sucesión del trono y expulsado de Granada, se hizo con Jaén y se sumó al acoso. Sin embargo Badis sacó fuerzas para el contraataque y apoyado por un renegado abadí, Al Naya, que se había pasado a su lado, le permitió mantener a sus aliados en Almería, retomar M álaga y Jaén y restablecer su autoridad en Granada. Por poco tiempo, pues la batalla entre sus dos válidos, el judío José y Al Naya, estalló con virulencia. Al Naya desencadenó la furia contra el visir hebreo que fue la primera víctima de su furia que afectó a toda su raza en la ciudad. Pero luego fue él mismo quien no tardaría en caer asesinado fruto de una nueva conspiración, ésta urdida por varios jeques Sinhaya a quienes airaba el poder adquirido por el otrora refugiado sevillano. Los últimos días del antecesor de Abd Allah, su abuelo Badis, habían sido convulsos. La princesas ziríes intervenían desde el harem intentando colocar en el otro a sus respectivos vástagos y su influencia era poderosa. El odio contra los abadís sevillanos seguía enconándose y el hijo del aliado almeriense, el tuyibí Sumadih, rompió el vínculo y hasta llegó a tomar Guadix en connivencia con el visir judío. Para recobrarlo y ya sin Al Naya a su lado hubo de apoyarse en otros hermanos bereberes, nuestros viejos conocidos los Il Nun, y había sido el abuelo de Al Qadir, el gran Al M amun, el protector y amigo en su días penosos del rey Alfonso, quien le ayudó en el empeño. Aunque como pago debió entregarle Baza. Abd Allah se había criado entre mujeres y apenas había salido del palacio, era hábil en el arte de la política y de los vericuetos diplomáticos, de buen carácter, amante de los placeres, las mujeres hermosas, los efebos y del vino. Entre los tres candidatos, el violento M aksan, el hijo de Badis, y sus dos nietos, vástagos del asesinado príncipe heredero, Saif Al Dawla, Tamin, el primogénito, que ya gobernaba M álaga, y Abd Allah, entonces muy joven, los jeques sinhaya, las princesas ziríes y los cortesanos optaron por este último, quizás con la intención de manejarlo a su antojo. Pero el joven se rodeó de buenos consejeros, en particular del sinhaya Simaya, de gran predicamento y estima entre los suyos, quien enderezó el rumbo del reino. Supo mantener a raya al sevillano Al M utamid, aunque éste de acuerdo con Alfonso le construyó el castillo de Belillos desde el cual lo mortificaba y hubo al final de ceder a pagar parias al cristiano tras una primera embajada de Ansúrez y para evitar males mayores. A la postre Simaya, que era un hombre valiente y honrado y un buen musulmán que prohibió el vino, aunque los príncipes eran los primeros en no hacerle caso alguno, tras cerca de diez años sirviendo a Abd Allah, fue destituido aunque recompensado y marchó a Almería donde vivió rodeado del respeto de todos. A partir de ahí los problemas crecieron para Abd Allah hasta llegar a tener que llamar, aunque luego hubo de expulsarles con la espada, a sus viejos enemigos zanatas. Había acudido a la llamada del emir Yusuf tanto a Sagrajas como a Aledo, donde no le quedó otro remedio que transigir con su viejo enemigo Al M utamid al que no dejaba de envidiar por sus saberes y fama literaria, pero sus disputas con su hermano mayor Tamin, soberano de M álaga, le socavaron y ahora se encontraba a merced de unos y de otros. En tal situación llegamos nosotros a Granada, sabedores de que no disponía de tropas suficientes para enfrentarnos y que no tenía otro remedio que plegarse a nuestros deseos. Intentó mediante halagos y añagazas escabullirse de entregarnos las parias que había dejado de pagar. Era notoria su inquietud y muy consciente de su debilidad, pues aunque había pedido al emir Yusuf, como todos los otros reyezuelos, que les dejara parte de sus tropas para defenderse, éste se había negado respondiéndoles: «Si os unís con sinceridad podéis hacer frente a vuestro enemigo». Abd Allah, como él mismo había escrito, iba «como montado en un león». Si se enfrentaba a nosotros sus estados serían devastados y si no lo hacía y ponía a salvo su persona, haciéndose tributario de Alfonso, le acusarían de haber traicionado al Islam y al emir. Pero no tuvo otro remedio que hacerlo ni librarse de lo que temía porque su destino estaba decretado. Era Abd Allah, como todos los moros, dado a la astrología, que suponía una ciencia en la que si no confiarse por completo sí debía siempre tenerse en cuenta. En la cena primera con que nos agasajó nos habló de ello largo y tendido diciéndonos que su nacimiento se había prestado muy bien a la predicción y que su constelación ascendente era Piscis, a cuatro grados, y su «dueño» Júpiter, a once grados, con Venus. Y que en aquel día el Sol declinaba hacia Acuario con M ercurio. Los dos planetas funestos, Saturno y M arte, coincidían en su caso en Tauro, casa «de la fraternidad y el parentesco». La Luna en ascendente contrarrestaba la calamitosa declinación del astro luminoso. Nos dijo que su predicción, aunque Alá en su ocultamiento es quien solo conoce la verdad, era que iba a disfrutar de una vida cercana a los sesenta de los cuales solo llevaba la mitad cumplidos. Y que en ella había tres fases, un primer tercio presidido por Saturno con M arte, en el que había tenido que soportar conturbaciones y dificultades pero que había salvado; una segunda, señoreada por M ercurio, que sería la de la aflicción y las cuitas en las que ahora estaba inmerso; pero que en una tercera, regida por Júpiter, encontraría la casa de la esperanza y la felicidad. También se le indicaba que sería en ese tiempo cuando engendraría a sus hijos de los que aún carecía. Y esas esperanzas le reconfortaban. De estas disquisiciones y de otras que acompañó diciéndonos que si bien era digna de estudio tal ciencia no podían ser por ella presididos los graves negocios y que la astrología solo ofrecía indicios sobre el bien o el mal, como la lluvia que cae es indicio de que crecerán las mieses o una llama a lo lejos son señales de un incendio, pero que nada más podía de ella concretarse y que el mismo Profeta a tal conclusión es a la que había llegado y que en lo más profundo los designios del Altísimo son inescrutables. De todo ello, yo apenas si me enteraba de algo y mi tío Álvar de nada, pero él proseguía dándose grandes aires de entendido. Hizo llamar también a poetas que acompañados de músicos recitaban largos poemas en árabe cuyo sentido apenas si nosotros lográbamos captar, pero que él disfrutaba con deleite sumo y parecía aspirar con gestos elocuentes y a mi juicio un tanto excesivos. Nos hizo saber que él mismo había compuesto algunos versos, aunque no había cultivado en exceso ese arte, pero que ciertos días sí alcanzaba a hacer uno o dos, aplicando a ello su espíritu y su inteligencia, pero que lo hacía con esfuerzo y a punto de desistir, como cosa extraordinaria obtenida de donde no había vena. —No tengo yo la facilidad que Alá ha concedido a Al M utamid, maestro en enlazar las palabras con los sentimientos —dijo aparentemente apenado. Entonces sus cortesanos le recriminaron su humildad y le alabaron sus poemas y él, aunque en apariencia fingía rechazarlos con gestos y réplicas humildes, bien se notaba que se placía en escucharlos y que le satisfacían mucho las lisonjas. Se las daba de saber de historias y vidas de personajes y de haber leído las grandes obras literarias y según bebía, lo que hacía con cierta avidez, se soltaba aún más su lengua y crecía su vanidad. Pero he de reconocer que sí me atrajo su conversación cuando ésta vino a detenerse precisamente en el vino. Era cierto que el Profeta lo había señalado como nocivo y que podía entenderse como prohibido, pero era un pecado muy fácilmente excusable y muchos sabios habían sobre ello entendido. Dijo que cada cual había de encontrar su medida y que ni al bebedor, que su temperamento exige que ingiera mucho, ha de decírsele «Bebe poco», ni al que le acomoda beber escasamente hay que insistirle en «Bebe más». El hombre inteligente, aseveró, se da cuenta de esta medida por sus propias sensaciones y sabedor de lo que le conviene a su naturaleza no comete ningún exceso. Según él, un sabio a quien se le preguntó por ello, nos proclamó mientras apuraba otra copa, dijo: «Si se toma como conviene, con quien conviene y cuando conviene, disipa los cuidados y enardece e impulsa las acciones meritorias. Tomarlo con exceso es tan grande daño como es gran bien beber poco». Nos inquirió a los cristianos por nuestro gusto y yo le repliqué que entendíamos que era mejor que el agua, que trae en ocasiones malos humores al organismo y provoca enfermedades y que el vino lo teníamos también en gran aprecio pues con él hizo el milagro de su propia sangre nuestro señor Jesucristo. Abd Allah no replicó a lo religioso, por prudencia, pero sí quiso hacerlo a lo primero y me hubiera gustado que lo hubieran oído algunos monjes con los que me había criado, pues en ello creo que la razón estaba por entero de su parte. —Para la sed y la recuperación del cuerpo es sin duda el agua mucho mejor que el vino. Siempre que ésta sea limpia y corra y no haya estado detenida y se haya cargado de miasmas e impurezas. No es el agua quien enferma sino si está sucia y encharcada. Ciertamente eso lo sabían muy bien los médicos árabes, pero parecía que los nuestros no querían tomar cuenta de ello y por eso en tantas ocasiones enfermábamos. Aunque algunos monjes que yo había conocido y otros que no lo eran optaban por el remedio de no catarla. Pero ciertamente Abd Allah era un gran experto en vino. Aunque bebía bastante no parecía que aquello le afectara a su razonar si no para hacerlo más locuaz y hasta más agudo en expresiones y decires. Nos volvió a señalar que, aunque no podía ser bueno el hacer lo que la ley religiosa prohibía, él entendía que no había inconveniente en conocer una cosa cuando hay que hablar a fondo de ella y que por ello asumía su pecado. Discurrió en si el vino era bueno contra la melancolía cuando ésta alcanza al hombre y dijo que aparentemente así parece pero luego la deja, la melancolía, aún peor que antes de entregarse a él. Que en cualquier caso el mejor vino que ha de beberse es el de un año cumplido, de olor perfumado y cuando es cálido y seco. Porque luego, con el tiempo, el vino deriva hacia la frialdad, tanto que evita la necesidad de beber agua, se hace húmedo, de color rojo oscuro y de brillo mate. Que éste es más peligroso de ingerir y produce sueño, siendo bebida adecuada para el invierno. Y que él era partidario como para practicar el coito, que es mejor hacerlo cuando el organismo está reposado. Y que es mejor ingerirlo después de haber comido y dormido. De todo ello nos hablaba Abd Allah mientras nos agasajaba, pero no quería ni por asomo entrar a hablar de lo que a Granada nos había traído y su cháchara iba comenzando a poner nervioso a Álvar quien en algún momento optó por cortar por lo sano y decirle, cuando Abd Allah estaba a punto de adentrarse en otro de sus temas favoritos, la belleza del cuerpo de la mujer y de los efebos, que no había venido a Granada a escuchar poemas ni a oír filosofías. Sonó su palabra áspera en medio del murmullo cortesano pero Abd Allah no por ello dio muestra de desagrado sino que con toda amabilidad lo apaciguó y le invitó a disfrutar de la velada. —M añana, Álvar Fáñez, jefe de los cristianos de mis tierras vecinas, habrá tiempo de escuchar tus demandas y atenderlas, como así haré en todo lo que pueda. Pero esta noche estamos en Granada, la vida es dulce, el aire cálido y agradables los olores. ¿Por qué no disfrutar de ellos? Que entren los músicos y las bailarinas y si deseáis alguna cosa más después y con alguna deleitaros no tenéis mas que decírmelo. No había objeto pues ante su complacencia y su promesa de un acuerdo inmediato que atender su petición. Concluimos la velada pero ni Álvar pidió que nadie le acompañara a su aposento ni yo permití, por Jezabel, que nadie me siguiera al mío. A la mañana siguiente ya sin más dilaciones exigió Álvar ser conducido a su presencia y sin andarse por ninguna rama presentó sus reclamaciones. Abd Allah adeudaba a Alfonso 30.000 meticales de las parias no pagadas. Abd Allah con semblante compungido pareció en principio no quererse dar por enterado de tal cifra y comenzó a señalar que sí estaba dispuesto a pagar, entendía que debía hacerlo en función del futuro y no de cuentas pasadas. Pero Álvar se mostró inflexible. Después de innumerables súplicas y regateos, mezclados con todo tipo de lisonjas y fiestas en nuestro honor, donde procuraba ablandar a mi tío, al fin decidió optar por comprarnos y a tal efecto citó por la tarde a mi tío y le entregó, sin más, 10.000 meticales. Álvar Fáñez los cogió, pero cuando Abd Allah le expuso que con ello quedaba pactado que nuestras huestes no asolarían ninguno de sus estados, le replicó: —De mí nada tienes que temer ahora. Pero la más grave amenaza que tienes que temer ahora es la de mi rey Alfonso, que se apresta a venir contra ti pues no has pagado lo que debes. Si pagas escaparás con bien, pero si le resistes me ordenará atacarte y no tendré otro remedio que complacerlo y ejecutar sus mandatos: Si le desobedeces de nada te servirá lo que me has dado, pues esto no te vale más que en lo que a mí concierne, a salvo de que mi señor me prescriba lo contrario. Abd Allah ante esta respuesta demudó su color, se frotó convulsamente las manos, como una presa atrapada en un cepo, y una vez más nos abrumó con palabras de excusa por haberse tenido que plegar al emir y excusándose con los gastos que esto le había ocasionado, insistiendo en que no tenía con que poder pagar a Alfonso y que se valorara lo entregado y no se le apretara tanto el dogal al cuello pues nada ganaríamos con asfixiarlo. M i tío, a ello, ya no contestó siquiera y haciéndome un gesto y en silencio dimos media vuelta y salimos de su palacio para regresar a Castilla. Al girarme para irnos alcancé a oír o mejor dicho intuí lo que el movimiento de los labios del zirí profería en su lengua, que tras muchas andanzas entre ellos ya conocía bastante. Con una mirada fija en la espalda de Álvar, Abd Allah musitó con rencor: —¡Puerco! Lo dijo quedamente para que no oyéramos, pero cuando yo se lo conté a mi tío este se echó a reír y me respondió. —Tiene en su alcázar un inmenso tesoro que guarda para sí. La cantidad que le exigimos, centuplicada. Lo que busca es ganar tiempo. Si Alfonso le reclama intentará retrasarlo y enredarlo en negociaciones con la esperanza de que el desembarco de otro ejército almorávide nos desbarate y tengamos que aflojar nuestra tenaza. Pero no será así. No tendrá escape. Álvar envió de inmediato un mensajero a Alfonso dándole de todo cuenta y urgiéndole al envío de un nuevo embajador que reclamara los treinta mil meticales exigidos, pendientes desde Sagrajas al no haber pagado, pues había de entenderse que la cifra entregada a Álvar no contaba. El rey comenzó de inmediato a preparar en Toledo una fuerza que con él fuera a Granada, sabedor de que Abd Allah sería de ello informado, y le mandó por delante un emisario. El zirí supo tanto de su llegada como de la expedición que vendría si se negaba y esta vez no tuvo más remedio que plegarse a ello pues el mensajero de Alfonso fue rotundo —Yo he venido exclusivamente para advertirte que has de pagar a mi rey el tributo que le debes de tres anualidades, o sea treinta mil meticales, de los que no te rebajaré absolutamente nada. Si no, ahí lo tienes que viene. El rey de Granada entonces, sabedor de que si esos dineros se los extraía con impuestos a su pueblo éste, amén de sublevarse, le acusaría diciendo que les saqueaba para entregárselo a los cristianos, optó por sacarlo de su tesoro personal. Con ello consideraba que podría salvar sus dominios y que sus súbditos incluso le quedarían agradecidos al no haberles obligado a ellos a sacrificarse en nada. Además propuso firmar un nuevo pacto con Alfonso en virtud del cual se comprometiera a no atacar sus tierras. Abd Allah calculaba que «Puesto que no hay más remedio que entregar el dinero, lo mejor será añadir el pacto. Así, si necesito hacer uso de él, siempre lo encontraré y no me dañará y si puedo pasarme sin él será porque dispongo en lugar suyo de morenas lanzas y de finas espadas caso de que Alá me favorezca con un ejército que rechace al enemigo. La guerra es puro artificio; si no puedes vencer, engaña»66 . Alfonso le propuso incluso ir más allá. Su embajador le animó a incluir su ayuda, si lo deseaba, para recobrar alguno de sus territorios de los que se había apoderado Al M utamid, pero astutamente Abd Allah se negó a ello diciendo: —Yo no prestaré nunca mi ayuda para proceder contra ningún musulmán. Lo único que me ha impulsado a firmar este contrato es poner a seguro a mis estados y a la gente de mi religión. Abd Allah tenía miedo a lo que el emir Yusuf fuera a decir de aquel acuerdo. Y en efecto tenía mucha razón al tenerlo. Aunque Abd Allah no hubiera aceptado su oferta, las tropas de Alfonso atacaron entonces los territorios del rey sevillano, que se negó a entregar por su lado las parias adeudadas, y los saquearon. Al M utamid envió de nuevo entonces sus súplicas de ayuda a Yusuf y añadió a ellas acusaciones contra su enemigo granadino, dándole cuenta de sus negocios con Alfonso y acusarle de haberse no solo plegado a él si no ayudado, pues Alfonso invadía sus estados y respetaba los del granadino. Las cartas de Abd Allah al emir, ofreciéndoles todo tipo de explicaciones y motivos y poniendo el mayor énfasis en que todo lo había pagado él de su personal tesoro, no hicieron nada más que acrecentar su rápida ruina, pues, amén de no satisfacer en absoluto al emir, excitó además la avaricia del general Garur, el más directo ayudante de Yusuf, muy avaricioso y rapaz, y conocedor de la extendida leyenda sobre el fabuloso tesoro que se decía poseían los ziríes. Aquella noticia solo hacía que corroborar su enorme cuantía ya que Abd Allah se había desprendido de aquella enorme suma sin tener que esperar ni siquiera un día a reunirla. En nuestra vuelta hacia Castilla yo conservaba impresiones muy contradictorias de aquel rey granadino. Por un lado me provocaba incluso una cierta compasión y no dejaba de percibir su desazonada inteligencia. Pero también había percibido que era un hombre presuntuoso y dado al fatalismo y a la melancolía. Había detectado la sorda envidia que le provocaba Al M utamid, a quien intentaba imitar con sus composiciones poéticas por mucho que lo ocultara, pues gustaba él de alardear de sus escritos y hasta de sus versos, cuando era bien conocido que en ello el abadí era justamente reconocido y admirado. Abd Allah intentaba parecer alguien de enorme cultura y saberes, pero a mí, que había conocido la corte de los hudíes y sabía de la de Sevilla, no se me escapaba que quedaba muy detrás de éstos y, a pesar de sus esfuerzos y vestidos, tanto él como su corte no dejaban de ser unos bereberes recién llegados sin el refinamiento de los árabes y sus cortes andaluzas. Lo que también parecía obsesionarle, aún más que a otros congéneres suyos, eran las predicciones astrológicas. Todos los reyes musulmanes que había conocido parecían encadenados a aquellos presagios que suponían determinaban sus vidas. Pero en su caso iba más lejos que todos ellos y parecía fiarse más de ellas que de cualquier otro indicio o argumento racional. Todo lo contrario, no dejaba de anotar yo, que mi tío Álvar que no solía prestar atención alguna a aquellas cosas. Él fiaba su destino a su caballo y a su espada. Con la ayuda de Dios, claro. Pero solía decir que el golpe lo descargaba su brazo y que lo importante era que éste no temblara ni que su resuello se agotara en el combate. Pero a mí me intrigaba y decidí consultar aquello con Jezabel, pues ella sí tenía por su raza y por su padre conocimientos de ello y yo no desdeñaba el conocer tales arcanos. Regresé a Zorita y mi tío se dirigió por su parte a Toledo para desde allí proseguir su ruta visitando las fortalezas del tajo y del Henares y tras subir por Guadalajara hasta Atienza pasó a León a reunirse con Alfonso y su familia. La mía estaba a punto de aumentar. El perímetro de la cintura de Jezabel había aumentado casi tanto como el de nuestra villa. La riada de gentes hacia ella era creciente y los dos arrabales, a los dos costados de la muralla, se iban extendiendo. En la aljama judía se habían levantado ya media docena de casas y un orfebre había venido de Toledo y procedido a instalar allí su taller. Fluía el dinero a través del puente de obligado paso así como de las soldadas y los repartos del botín de los pardos y los peones. O sea, que al orfebre judío no le faltó tarea con la plata. 65 Ifriquiya, en el actual Túnez. Su capital fue Kairuan. 66 Memorias escritas por el propio Abd Allah. Capítulo XIV: Recibirás de mí la paga que acostumbro a darte La felicidad me la trajo aquel año el nacimiento de mi hija y la infelicidad el poco tiempo que las tareas de la guerra y la frontera me permitieron disfrutar de ella. Le pusimos el nombre hebreo de El-yasa, que significa «Dios ha ayudado», en cristiano, Elisa. Yo hubiera querido un hijo pero Izabel deseaba tan fervientemente una niña que acabé por desearlo yo también. —Necesito a mi hija, y la necesitaré cada vez más, Fan Fáñez, porque tú no vas a estar mucho a mi lado. Lo sé muy bien y lo acepté cuando me decidí a venir contigo. Compartir mi vida con un capitán de frontera en estos tiempos turbulentos y sombríos se que va a suponer mucha angustia y mucha ausencia. He de acostumbrarme a lo imposible, a vivir en una continua incertidumbre, a estar en vilo cada vez que partas con tus lanzas, a esperar sin saber que habrá un regreso, con el temor de que, cuando se supone cercano, en realidad, ya no puede producirse nunca porque tu cuerpo yace tendido en una áspera tierra. Sé que es la vida que he elegido compartir contigo y la comparto con amor y alegría, pero por ello ansío una hija. Porque ella estará conmigo, será mi compañía, mi mejor recuerdo tuyo, cuando la críe y cuando crezca. Porque ella siempre será mi hija y no te la llevaras a la guerra cuando crezca. Que ahora sea una niña, Fan Fáñez, pues yo la necesito y ya te daré un hijo para que lo lleves contigo a la batalla. Ésas eran sus razones, que acabé por hacer mías. Entendía muy bien sus zozobras y me admiraba de su fortaleza. Así que la alegría invadió mi casa cuando mi hija nació. Fiel a mi pacto con mi hebrea hube también de transigir en que, aunque fuera, como lo fue, bautizada, su madre le enseñara también su religión materna cuando fuera llegado el momento. Eso habíamos pactado en lo que respectaba a las hembras aunque ella transigió por su lado en que a los varones no les influiría en tal camino. Lo cierto es que ella misma observaba de puertas para adentro alguna de las costumbres y ritos de su religión pero lo hacía de tan discreta manera que ni yo mismo los percibía. A la aljama pegada al foso de la alcazaba seguían llegando familias. La nueva de que eran bien recibidos por los Fáñez y de que allí gozaban de amparo y protección fue suficiente para que varias más aparecieran en el puente sobre el Tajo solicitando instalarse. Y un judío siempre encontraba en qué ocuparse, máxime cuando la villa no dejaba de crecer y a pesar de los riesgos de las razias musulmanas y a la sombra del castillo fluían las mercaderías y no paraba el trasiego de víveres, vestidos o impedimentas. Y si había comercio el judío sabía cómo sacar provecho. Sus casas en el espolón de la roca ya pasaban de la docena y en una de ellas instalaron una pequeña sinagoga. Álvar la autorizó sin pega alguna y los curas mozárabes acostumbrados a aquellos tratos tampoco ofrecieron excesiva resistencia. Su lugar de culto era muy humilde y discreto y a nadie debía molestar. Yo había acudido en Toledo en alguna ocasión a esperar a Isabel en la sinagoga mayor de la ciudad y aquella sí que era en verdad digna de ver. Aún cristiano viejo y convencido no dejaba de observar y hasta de admirar sus ritos. M e complacían más que las mezquitas, pues éstas, aunque había podido contemplar algunas como la de Zaragoza o la de Valencia, de gran hermosura, y me habían contado la maravilla de la de Córdoba, donde el terrible Almanzor había hecho llevar para lámparas las campanas arrebatas al templo de Santiago en Compostela, que a todas superaba en dimensiones, belleza y riquezas, acababan por provocarme una sensación de hostilidad y desasosiego que no sentía por igual en los templos judíos. Disfruté poco más de un mes de mi hija y de la compañía y el amor de Izabel a la que la maternidad me la hizo parecer aún más hermosa, con una nueva luz en sus oscuros ojos. Ella se quejaba de su talle tras el parto pero yo no podía desprender mis ojos de su sonrisa. Poco duró mi plácida dicha. M i tío regreso de un viaje a la corte y lo que trajo de ella provocó que yo tuviera que partir, y de manera en absoluto pregonaba sino tapada, hacia Valencia a encontrarme de la manera más discreta que pudiera y sin que nada trascendiera con Rodrigo. Álvar me expuso a su manera concisa y precisa la situación: —El enfado del rey no ha cesado. Y muchos, sobre todo Bocatorcida, hacen todo lo posible por alimentar su ira. Pero Rodrigo tiene también valedores y amigos. Y ellos también se hacen oír cuando pueden con Alfonso. La propia reina Constanza, sea por razón o por cálculo, o tan solo por zaherir a Urraca y a García Ordóñez, entre quienes ha percibido despecho e inquina sobre el Cid y connivencia entre ellos, es quien más empeño pone en que se produzca el fin de la enemistad. Sabe que Rodrigo va a hacerle al rey mucha falta. Es preciso, pues, ir a verle y trasmitirle tales cosas, para que él también atempere su furia, que conociéndolo será mucha y desatada. Yo no puedo ni debo hacerlo. Sería considerado una traición por Alfonso y traería calamidad y disgusto bien contrarios a lo que pretendemos. No puedo enviar tampoco a nadie en quien no confíe. Así que habrás de ser tú quien emprenda ese camino. Y habrás de hacerlo casi solo, sin dar razón ni motivo del viaje y procurando pasar lo más desapercibido posible. Lamento que te arranque tan prontamente de tu hija recién nacida pero ésta es nuestra vida y nuestro sino. Ten cuidado extremo. Rehúye las poblaciones, procura llegar pronto, transmítele mi mensaje y algunas cartas que mañana te entregaré, infórmate de cuál es su situación y planes y regresa antes de que se te eche en falta en la mesnada si ésta tiene que salir con Alfonso. Procura estar de vuelta antes de junio. Acordé con mi tío llevarme tan solo conmigo cuatro caballeros pardos y, para andar más rápido, prescindir de peones. Con dos caballos por jinete y dos acémilas de carga para trasportar vituallas y equipo podríamos hacer camino sin tener que ir a posar a ningún lugar poblado para evitar ser vistos o reconocidos por cualquiera de nuestras guarniciones o de los Il Nun de Al Qadir. —Para Castilla, pero aún más para nosotros, resulta vital saber qué sucede allá, pues solo las tierras de los Il Nun nos separan de aquel reino y es de allí de donde puede venirnos la peor de las embestidas o ser por contra quien tapone el paso a nuestros enemigos, si Rodrigo se mantiene firme. Ve, díselo y que no dude jamás de que en Castilla hay muchos que lo quieren y que M inaya ansía su regreso —así me despidió Álvar, utilizando la expresión que solo Rodrigo le daba y que recordaba aquellos años de correrías y batallas juntos. Ahora el uno seguía siendo, y aún peor, un desterrado mientras él era un hombre en la confianza del rey y al mando de gran parte de la frontera. Preparamos tiendas, armas, viandas y equipajes y antes del alba aparejamos las caballerías. Al rayar el día abracé a Isabel y besé a mi hija. Era la primera vez que en una despedida dejaba algo tan mío atrás, y salimos rumbo a tierras valencianas. Yo había pensado en ir a coger la poco transitada vereda de La Losilla y por ella pasar a cubierto de miradas las fragosidades de La Bujeda y luego la sierra de Altomira y ya descolgarnos sobre las tierras de Cuenca y de los Il Nun para allí ya enlazar con el camino que nos llevaría a Huete como primera etapa del camino. Pero uno de los pardos me propuso una ruta que, aunque quizás más penosa, era mejor para nuestras intenciones de pasar desapercibidos y así emprendimos el viaje río arriba hasta dar vista a los peñascales de Anguix y al río Guadiela y por allí sobrepasar ya en esa jornada a Santaver. No entramos a la población sino que la bordeamos campo a través y acampamos al raso. Teníamos por delante mucho por recorrer y también íbamos un poco al albur, pues no teníamos la indicación exacta de en qué lugar se hallaba Rodrigo, cuyas mesnadas no solían establecerse demasiado tiempo en ningún sitio dada la imposibilidad de abastecerse, pues pronto agotaban todas las vituallas y forraje disponibles. Las últimas nuevas lo situaban en la costa, al lado de Burriana, pero yo no me fiaba de ello y según nos fuimos acercando procuraba desplazar alguno de los pardos a alguno de los lugares habitados por los que pasábamos para ver mejor cómo dar con su campamento. Por las tierras que cruzábamos parecía haber paz y no se veían símbolos ni de guerra ni de saqueo, pero cuando los pardos que enviaba a los pueblos regresaban no dejaban de relatarme que la tensión era creciente y que, aunque Al Qadir nominalmente era señor de aquellas tierras, los bereberes que las habían disfrutado durante siglos, aun siendo de su propio linaje, aguardaban impacientes la llegada del emir almorávide para retornar a los épocas de gloria. Los alfaquíes no cesaban de clamar contra las desviaciones y los pecados que contra el Corán se habían cometido, y de ahí los sufrimientos que Alá les había infligido, y su prédica siempre concluía en la necesidad de retornar a la senda marcada por el profeta, al rigor en la observancia de sus leyes, a la yihad, su guerra santa, y que el triunfo volvería a ser suyo y los cristianos de nuevo sometidos. Los muladíes recelaban de estas nuevas observancias pero a la postre suponían que nada iría contra ellos y se mantenían expectantes, pero los mozárabes temían que el momento pudiera estar muy cerca y que ellos sufrirían en sus carnes aquel nuevo fervor de los musulmanes. Por ello algunos pensaban en marchar y establecerse en tierras cristianas al otro lado del Tajo donde consideraban que podrían estar más seguros. Pero ahora debían de recoger las cosechas y era difícil a la postre decidirse a partir del lugar y la tierra donde siempre habían vivido y donde reposaban generaciones de sus antepasados, aunque hubieran estado sometidos al poder de los moros. Porque estos, hasta el momento, habían dejado, aunque ellos tuvieran sus privilegios y los impusieran, vivir a todos y respetar sus creencias mientras fueran con discreción y sin hacer predicación entre los fieles muslines. De uno de aquellos encuentros un tanto furtivos, un pardo regresó con la noticia de que en efecto Rodrigo se había movido y que desde la costa se había retrepado a las montañas y que se le suponía no lejos del castillo de M orella. Que allí llevaba algún tiempo establecido y que corría el rumor de que se fortificaba porque venía contra él un poderoso ejército de cristianos y musulmanes juntos. Las nuevas eran preocupantes y eso nos hizo acelerar todavía más y en todo lo posible el paso. Debimos torcer nuestro rumbo y aunque aparentemente nos habíamos acercado los unos a los otros aquellas montañas eran, amén de escarpadas y salvajes, de pocos caminos si es que alguno había y de todavía más difícil paso. Jornada hubo que nos dimos por perdidos y tan solo la suerte y algún encuentro con algún pastor en su tinada de cabras no sacó del aprieto y nos volvió a colocar en rumbo. Pero supimos que andábamos cerca de Rodrigo y que en efecto las noticias eran fiables. No tardamos en tener pruebas de la presencia de su ejército y a poco incluso ya topamos con algunos de sus propios exploradores en un encuentro sorpresa que nos hizo a todos llevar la mano al pomo de las espadas, pues ni ellos sabían quiénes éramos ni nosotros a quién obedecía aquel pelotón de jinetes donde había una mayoría de moros y tan solo un par de cristianos, arreando todos una punta de ganado. Ellos también desconfiaron de que nosotros fuéramos de los «francos» que fue como nos nombró el agareno que iba a su vanguardia. Se adelantó precavido uno de los cristianos y nos interpeló, identificándose él como hombre al servicio del Cid. —Soy Fan Fáñez, el sobrino de M inaya. No hace mucho cabalgamos y lidiamos juntos. Llevadme presto a presencia de Rodrigo. Traigo importantes nuevas que darle —respondí a su demanda. Las manos se alejaron de las empuñaduras y los rostros se destensaron. —No te conozco. En aquellos días yo no estuve. Pero bien sé que un Fáñez siempre es bien recibido en nuestras tiendas. Es alegre encontraros. El campamento no está lejos. Esta noche lo alcanzaremos si deseáis seguirnos en lo que aún nos queda por cumplir de nuestras órdenes. Éstas eran llegarse a un pequeño pueblo metido en una barranca muy profunda y allí conectar con otros destacamentos que hacían tareas similares de recogida de avituallamientos. Sabedor de nuestra prisa el mesnadero, una vez realizado el encuentro con sus compañeros, se ofreció a guiarnos sin tener que retardarnos al paso de los otros y los ganados y cumplió su promesa de alcanzar el campamento antes de que cayera la noche sobre nosotros. Éste se encontraba al pie de un monte que protegía su retaguardia y con la entrada muy bien guardada no solo por la mesnada desplegada sino por fosos y barbacanas improvisadas que habían levantado. Era palpable que esperaban un ataque de una fuerza poderosa. Llegado allá, nuestra presencia causó sorpresa y por los gestos diría que alegría, pues alguno pudo suponer que éramos adelantados de algún refuerzo enviado por Álvar Fáñez. No era tal desde luego y poco nuestras cinco lanzas pero a nada estaba ante mí mi amigo Félez M uñoz para darme toda suerte de parabienes y fundirnos en un abrazo. Antes de ir a presencia de Rodrigo quise que me pusiera al corriente de lo que pasaba. —El conde Berenguer Ramón, con Al Fagit de Lérida y Al M ustain de Zaragoza vienen contra nosotros. M e sorprendió la nueva, pues Al M ustain era quien nos había tenido a su servicio y lo creía un aliado. —Las cosas han cambiado por aquí, Fáñez. Tras la acusación de traición, tan injusta como cruel, regresamos a Elche. Pero una vez allí era preciso lograr el mantenimiento y pago de la mesnada. Antes teníamos las parias de Albarracín, M urviedro y Valencia, que recogíamos en nombre de Alfonso. Pero perdido su favor era más que dudoso lograrlas ya para nosotros. Ahora Rodrigo ya no se debe a nadie pero ha de procurar para él y para los suyos por sí mismo. Como cuando por el Jalón y Alcocer campábamos. No les había ido, con todo, nada mal por lo que rápidamente me contó Félez. El Cid había dado un afortunado golpe de mano que le había reportado un inmenso tesoro. Sabedor de que el rey de Lérida, Al Fagit, nuestro viejo enemigo, escondía en una gran gruta, en Palop, todas las riquezas de sus rentas en la taifa de Denia, Rodrigo cercó la fortaleza y con virulentos ataques penetró en ella a la fuerza. Y encontró el tesoro que buscaba, gran cantidad de oro, plata, gemas, sedas e innumerables tapices y telas valiosas. Con su primordial problema resuelto la mesnada cruzó el puerto de Taulada y se estableció en un castillo a la vista del propio Denia. Al Fagit temeroso envió mensajeros y se plegó al pago de parias a cambio del desalojo y promesa de no recibir ataques en aquel alfoz y aquellas ricas vegas. Poco a poco pues reestablecía Rodrigo, ahora por su propia cuenta, el dominio sobre aquella tierra. El siguiente paso había sido Valencia y hacia allí se dirigió con su tropa al encuentro de un asustado Al Qadir, que no sabía bien lo que le esperaba, si iba a ser atacado, y si pedir ayuda a Alfonso o al almorávide. Pero lo que tenía encima era al Cid y optó por salir él mismo a su encuentro con generosos y preciados regalos y dineros. Pactó de inmediato con él las mismas condiciones que cuando a Alfonso representaba y, aún más, le dejó para él los tributos de muchos castillos que en realidad se habían sublevado a su propia autoridad y que no cobraba. Los cobraría Rodrigo y a él sí que desde luego y presto se los pagaron. Pero aquello, la reestablecida alianza del Cid con Al Qadir, como por otro lado era previsible, alarmó al de Lérida que no confió en su propio acuerdo y menos aún cuando Rodrigo se dirigió a M urviedro donde él se encontraba, pues el viejo castillo se lo había arrebatado a Al Qadir y ahora el Cid lo reclamaba. Al Fagit huyó de noche entregando la fortaleza, que pasó también a pagar tributos a Rodrigo. El miedo lo invadía y con rapidez quiso tramar alianzas que le permitieran enfrentarse con la poderosa mesnada que quedó acampada en Burriana. —Al Fagit intentó comprar la ayuda contra nosotros del aragonés Sancho Ramírez de Armengol, conde de Urgel, y de Ramón Berenguer de Barcelona. Pero solo este último aceptó por una cuantiosa suma de dinero que cobró por anticipado. El rey aragonés desestimó con presteza tal pacto y otro tanto hizo Armengol, que como sabes está casado con una de las hijas de Ansúrez y no quiso verse envuelto en tales lides con Rodrigo. Nosotros, eso sí y como precaución, nos movimos desde la costa hasta estas montañas. Y aquí hemos ido sabiendo cuales han sido los movimientos de nuestros enemigos a los que ahora aguardamos. —¿Pero como está ahora metido Al M ustain en tal alianza si era el peor enemigo de su tío Al Fagit y el del conde de Barcelona? —Ha sido cosa del catalán. Que ha intentado incluso comprometer al propio Alfonso para que también viniera contra nosotros o al menos enviara al Bocatorcida y sus mesnadas. Pero Alfonso a eso no ha llegado y ha rehusado de plano y en firme. Sin embargo el catalán tras haber fracasado en un primer intento de acercarse a él y tras haber acampado en Calamocha, de los Abu Razin de Albarracín que prefieren quedar también al margen en la lid, se dirigieron en embajada a Zaragoza, y entre Al Fagit, su tío, y Berenguer lograron convencer a Al M ustain de que ésa era su mejor opción y alianza ahora que Rodrigo había sido declarado traidor por Alfonso. Le convencieron y aun más, crédulo de que Alfonso les apoyaría, les acompañó a tierras de M iranda donde el rey se encontraba y ahí le encareció y suplicó que se uniera a ellos. Al M ustain insistió, nos cuentan, hasta que comprobó que Alfonso no tenía intención alguna de hacer tal cosa. Con lo que parece que además de no conseguir esa decisiva fuerza ahora es su temple el que decae pensando que tal vez haya elegido el bando equivocado. De hecho acaba de llegar misiva suya donde nos previene de que Berenguer va a atacarnos y se cura en salud al avisarnos, arrepentido de la aventura en que se ha metido y de la que intenta salir como puede. Pero eso mejor que ya te lo cuente Rodrigo porque en esas estamos ahora mismo. Y así nos cuentas tú las nuevas de Castilla. Rodrigo ya sabía de mi presencia en su campamento y me aguardaba en la puerta de su tienda. Tenía el semblante risueño y nada en él parecía denotar preocupación por la batalla que se avecinaba y que según parecía había de afrontar contra ejércitos muy superiores en número. Le alborozaba saber de su M inaya y de sus amigos y que éstos velaran y hablaran por él en la corte. Aunque al mencionar a Alfonso no podía evitar que una nube de furia se le asomara a los ojos, pues le dolía haber sido, a su juicio, tan injustamente maltratado. Pasamos a su tienda y nos sirvió vino con su propia mano, tratándome como un viejo camarada y palmeándome el hombro me dijo: —Has llegado a tiempo, porque a no ser que mañana mismo regreses, estarás de nuevo lidiando a nuestro lado porque el de Barcelona se prepara ya para acampar apenas a unas leguas de nosotros y mañana lo tendremos encima. Puedes marchar pues nada más cumplir tu mandado, pero si quieres combatir a nuestro lado serás bienvenido. —Pero si a eso he venido, Rodrigo. A cubrirle la espalda a Félez, que sin mí no sabe valerse. Nos reímos pero pasamos a lo que me traía. Le agradó el oírlo, aunque percibí cierta decepción en su gesto. Esperaba algo más. Que el rey diera el más mínimo paso para poder explicarse ante él y sellar definitivamente una reconciliación que parecía no poder alcanzarse del todo nunca. Eran dos caracteres Alfonso y Rodrigo tan fuertes y acostumbrados a imponer su voluntad que a la menor chispa se incendiaban. Uno era rey pero el otro el guerrero ante quien todos temblaban. Pero aunque esperaba en su impaciencia algo más concreto le satisfizo en mucho que fuera la reina Constanza quien encabezara su causa y ello le esperanzó sobremanera. —La reina Constanza es la única que puede neutralizar las insidias del Bocatorcida. M ejor valedora en efecto no puedo tener en León. Dile a Álvar que le trasmita mi gratitud y que quedo a la espera de lo que disponga y desee que haga. Pero ahora joven Fáñez y tú, Félez, veréis que tengo cosas más urgentes de las que ocuparme pues Berenguer y Al Fagit nos atacan. Porque, y esa es la buena nueva, Al M ustain se ha retirado. Le escribí dándole las gracias por su aviso —aquí Rodrigo esbozó una sonrisa y nos dedicó un guiño— en esta carta que os leo: «A mi fiel amigo Al Mustain, rey de Zaragoza, le doy mis más sinceras gracias por haberme comunicado la decisión del conde y la disposición de venir pronto a pelear contra mí. Pero yo desdeño y menosprecio al conde y a la multitud de sus guerreros y con la ayuda de Dios en este lugar lo esperaré tranquilo. Y si viniere, me enfrentaré sin ninguna duda con él». Estaba seguro que ello llenaría de furia a Berenguer, a quien escuece mucho el recuerdo de su derrota en Almenara donde conmigo estuvisteis. Al M ustain intenta salirse sin enfrentarse a él ni a mí y eso ya lo tenemos ganado —concluyó el de Vivar. —Al menos Alfonso se negó a unirse a ellos. No deja de ser alentadora su actitud —comentó Félez. —Alfonso siempre calcula y ha entendido que no le interesa para nada, aunque no me hubiera importado que hubiera enviado a Bocatorcida. Va siendo hora de ajustar de una vez cuentas con el Crespo. Pero escuchad lo que Berenguer me ha escrito y la carta que ahora mismo acabo de concluir para enviársela. Sus exploradores ya nos han localizado y saben de nuestra posición bien fortificada, con el monte que protege nuestra retaguardia. Llama Félez a nuestros capitanes que quiero leerles lo escrito por ambos para que sepamos todos a qué atenernos. Salió Félez a avisarlos y Rodrigo y yo quedamos solos. Le conté que me había casado y que tenía ya una hija. Noté otra vez que se nublaba su rostro por la distancia con los suyos pero se repuso y conversamos sobre los otros asuntos que allá me traían. —Dile a M inaya que yo guardaré esta entrada. El emir almorávide vendrá de nuevo, pero yo taponaré los caminos hacia las tierras de mi hermano. Por ello que no tema y si hubiere necesidad yo le pediré amparo y a ello mismo me comprometo si para auxiliarlo me necesitara. Fueron entrando los caballeros del Cid, entre los que saludé a Gustioz, a Bermúdez, a Antolínez y a tantos otros amigos de antaño y entre ellos uno muy joven. M e lo presentó orgulloso Rodrigo, era su hijo Diego, todo un mozo y que ya alcanzaba a combatir al lado de su padre. Una vez reunidos procedió a darnos lectura de las misivas cruzadas. Esto es lo que me dice el franco: «Yo, Berenguer, conde de Barcelona, con todos mis soldados, te digo a ti, Rodrigo, que vi la carta que enviaste a Al Mustain con el encargo de que nos la diera a conocer y en la que te burlabas de nosotros, nos injuriabas y provocabas toda nuestra indignación. Ya antes nos habías herido con cantidad de insultos por los que debíamos estar contra ti y ser tus enemigos cuanto más ahora debemos ser tus contrarios y tus adversarios a causa de la nueva burla con la que en tu carta nos despreciaste y te reíste de nosotros. Todavía el dinero que me arrebataste está en tu poder —en este momento hubo risas y murmullos y Félez comentó «al catalán le pica en la bolsa el rescate que hubo de pagar en Almenara»—. Pero Dios Omnipotente te pedirá cuentas de tantas injurias como nos has inferido. Nos heriste aún con mayor ofensa y burla cuando nos igualaste a nuestras mujeres. Pero nosotros no queremos reírnos de ti y de tus hombres con chanzas infames, pero rogamos al Dios del cielo, que te entregue en nuestras manos y te ponga en nuestro poder y que podamos mostrarte cuanto más valemos que nuestras mujeres. Dijiste también al rey Mustain que si nos acercábamos a ti para combatirte saldrías a nuestro encuentro antes de que él hubiera podido volverse a Monzón, y si nos retrasáramos en llegarnos hasta ti serías tú el que vendrías a encontrarnos a medio camino. Te pedimos, pues encarecidamente, que no nos vituperes porque hoy no hayamos bajado hasta ti, ya que no lo hemos hecho porque queríamos tener antes noticias de tu ejército y tus defensas. Hemos comprobado que poniendo tu confianza en el monte quieres pelear con nosotros apoyado en él; vemos también que los montes y los cuervos y las cornejas y los halcones y casi toda las clases de aves son tus dioses y confías más en sus augurios que en Dios. Nosotros, en cambio, creemos y adoramos al único Dios para que Él tome por nosotros venganza en ti y te entregue en nuestras manos. Sepas, pues, la verdad, que mañana al salir la aurora, Dios mediante, nos verás a nosotros cerca y delante de ti. Si salieres al llano, apartándote de ese tu monte, serías tú el mismo Rodrigo, a quien llaman Batallador y Campeador. Pero si no aceptares este reto, serás uno de los que en idioma vulgar castellano llaman alevoso y en idioma catalán bauzador y fraudator. Nada te aprovechara, ciertamente, aparentar que tienes tanta fuerza; no nos retiraremos ni nos apartaremos de ti hasta que caigas en mis manos muerto o prisionero aherrojado en cepo de hierro. Y al fin celebraremos a tu costa una burla semejante a la que tú escribiste e hiciste a costa nuestra y Dios vengue a sus iglesias, las que tú destruiste y profanaste». Concluyó la lectura el Cid entre duros murmullos de enfado por la última acusación del conde de profanar iglesias. Rodrigo hizo que callaran y volvió a hablar esta vez por sus palabras. —Lo que pretende el conde es que salgamos de esta garganta a cuyo fondo estamos y perdamos la protección del monte que nos resguarda la espalda. Tal vez le complazcamos si eso aconseja la batalla. Pero lo que aquí se trasluce es que Al M ustain ha partido hacia M onzón y aunque nos superan aún en muy abundante número ello es buena nueva para nosotros. El emisario catalán espera respuesta y ésta es la que le he escrito y ahora os leo, para que en mi nombre y en el vuestro se la haga llegar prestamente. «Yo, Rodrigo, y todos mis compañeros a ti, conde Berenguer, y a todos tus hombres, salud. Sepas que escuché tu carta y entendí perfectamente todo lo que en ella se contenía. En ella decías que yo había escrito a Al Mustain una carta, en la que yo me burlaba y te injuriaba, a ti y a tus hombres, y bien decías. Ciertamente te injuriaba a ti y a tus hombres, y todavía os injurio, y te diré porque te vitupero: porque cuando tú estabas con Al Mustain en Calatayud fue entonces cuando me ultrajaste ante él, diciendo que por el pavor que te tenía no había tenido valor para entrar en esas tierras. También tus hombres, a saber Ramón de Barbarán y otros caballeros que con él estaban, burlándose de mí en Castilla ante los castellanos dijeron esto mismo al rey Alfonso. Tú mismo también, estando presente Al Mustain, dijiste al rey Alfonso que ciertamente habrías peleado conmigo y vencido me habrías arrojado del territorio de Al Fagit, si hubiera osado esperarte en algún modo en dichas tierras, pero todo esto lo dejaste de hacer por respeto hacia el rey y que por el mismo respeto no me habías inquietado hasta ahora. Porque yo era su vasallo y por ello me habías respetado y no habías querido afrentarme. A causa de estos insultos que ante Alfonso me hiciste con tal befa, yo ahora me río y me reiré de ti y de los tuyos y os equiparé y asimilé a vuestras esposas por vuestro ánimo mujeril. Pero ahora ya no podrás excusarte de luchar conmigo, si tuvieres valor para ello; más si lo rehusares todos me tendrían en la estima que merezco. Y si te atrevieres a venir hasta mí con tu ejército, estoy aquí y no te tengo ningún miedo. No creo que hayas echado en olvido lo que hice contigo y con tus hombres y lo que os hice padecer. Sé muy bien que llegaste a un acuerdo con Al Fagit para que a cambio de dinero tú me expulsaras y arrojaras de sus tierras. Creo que ahora te aterroriza el tener que cumplir lo que prometiste y que en modo alguno tendrás valor para venir hasta mí y mucho menos para luchar conmigo. Y no busques malas disculpas para no acercarte a mí, ya que me encuentro en el lugar más llano entre todos los llanos de esta tierra. Pero en verdad os digo que si tú y los tuyos quisierais venir hasta donde yo estoy no ganareis nada, pues yo os daré vuestra paga, la que acostumbro a daros...». Llegado a este punto de la lectura los hombres de Rodrigo prorrumpieron en carcajadas y voces, no dejándole proseguir con su lectura. —Sí —gritó Bermúdez—, les daremos a los catalanes la paga que acostumbramos a darles —y lo secundaron muchos. Así que Rodrigo alivió su lectura donde le comunicaba que si por cobarde no venía se lo haría saber a todos para su oprobio y que más le valía no envanecerse con palabras jactanciosas de que lo tendría vencido, cautivo o muerto, pues ello no estaba en sus manos sino en las de Dios. Pero si quiso que le oyéramos lo que sobre sí mismo quería decirle y de alguna manera decirnos, por lo que volvió a reclamar silencio. «Injuriándome afirmaste falsamente de mí que incurrí en alevosía a Fuero de Castilla o en bauza a Fuero de Cataluña, en lo que ciertamente has mentido de lleno por tu boca. Nunca jamás cometí tal crimen. Quien lo hizo y está bien experimentado en esas traiciones, es ése que tú bien conoces y muchas gentes, tanto cristianas como musulmanas, saben bien quién es ese que yo digo». Hizo una pausa Rodrigo para que captáramos bien lo que aquí decía y comprendimos todos, pues de todos era conocido la mancha que sobre el conde pesaba por el asesinato de su propio hermano y que muchos tenían por seguro que había sido inducido quien por ello llamaban el ‘Fratricida’». Concluyó el Cid su misiva con estas frases. «Pero ya hemos pasado mucho tiempo disputando con palabras. Dejemos las palabras y, como es propio de los caballeros de verdad, que el pleito se decida entre nosotros por la noble fuerza de las armas. Ven y no te retrases; y recibirás de mí la paga que acostumbro a darte». Volvieron a clamar sus caballeros, llamó Rodrigo al emisario catalán y le entregó la carta para que sin demora se la llevara a su señor. Y nosotros comenzamos a prepararnos para la batalla. M arché con Félez a su tienda y junto con mis pardos acordamos integrarnos en su haz. —Berenguer y sus hombres se pondrán furiosos con tal befa. Nos atacaran de inmediato, porque además se sienten vencedores. Nos cuadriplican en número. Ello no dejaba de preocupar a Rodrigo. Así que aquella noche se le ocurrió una añagaza. Algunos de sus hombres fingieron desertar y rendirse. Dirían en el campamento de Berenguer que el Cid intentaba huir y por ello buscaba pasos por detrás del monte por los que escabullirse. El catalán cayó en la trampa y destacó algunas de sus tropas, separándolas del grueso, para tapar aquellas supuestas salidas. Pero también el conde nos armó su propia emboscada, pues sin que lo detectáramos envió a un destacamento de soldados al amparo de la noche para que escalaran y ocuparan la cima del monte. Lo lograron sin que nosotros nos percatáramos de tal maniobra que nos amenazaba letalmente. Al amanecer Berenguer avanzó sobre nosotros con gran alboroto y vocerío y llegaron a la entrada de la garganta muy confiados en su victoria. Pero nos encontró bien preparados y con las lorigas puestas. M andó Rodrigo montar y él mismo a la cabeza dio la señal y cargamos en tromba contra ellos. Directos hacia el centro de su haz donde el propio Berenguer se encontraba. El impacto fue brutal pero acabaron ellos por ceder a nuestro empuje. Aguantaron a duras penas la primera embestida pero finalmente arrollamos a su vanguardia y sus filas flaquearon. Y dando la vuelta huyeron pero en lo estrecho del terreno se amontonaron y fueron cayendo. Cabalgué junto a Félez y desarzonamos a nuestro primer enemigo. Rotas las lanzas echamos mano a la espada. Rodrigo se había lanzado a lo más recio del combate flanqueado por Bermúdez y lo mejor de su mesnada. Rompía filas y escuadrones cuando vimos a su caballo encabritarse y caer arrastrando al Cid con él al suelo. Presto descabalgaron algunos para socorrerle y le vimos ponerse en pie, aunque dolorido y magullado. Pero desde allí alentó gritando que no cesáramos en el empuje. Y no cesamos. Los caballeros catalanes intentaron volver grupas, pero ya estaban muchos de ellos envueltos y rodeados por nuestros peones que les fueron derribando y apresando. Su derrota se convirtió en desbandada. Berenguer había supuesto que nosotros íbamos a mantenernos a la defensiva y la carga le cogió de sorpresa. Tanta que el destacamento que había logrado tomar posiciones en el monte no llegó ni a intervenir en el combate pues la pelea estaba ya decidida cuando hicieron intento de bajar por las faldas y al ver la situación optaron por retornar sobre sus pasos y escabullirse en el bosque. Comprendieron que solo así podían salvar sus vidas o salvarse de caer prisioneros. Bastantes de los que nos habían atacado no tuvieron esa suerte. M uchos murieron aquel día pero aún más fueron cautivados, entre ellos el propio conde Berenguer Ramón y sus más importantes nobles así como una enorme multitud de sus combatientes. Al final de la jornada eran miles los que estaban en nuestro poder y nuestros hombres habían llegado a su campamento saqueándolo completamente y adueñándose de un inmenso botín de metales preciosos, armas y caballos. Porque todo el campamento por entero cayó en nuestras manos sin que pudieran escapar con nada. Al Fagit y sus caballeros huyeron al galope del lugar en cuanto comprobaron el sesgo que tomaba la batalla. La victoria fue total y absoluta sin que nada quedara de la hueste enemiga. Rodrigo magullado por su caída del caballo fue conducido a su tienda donde mandó separar al conde y a sus nobles más allegados del resto de los cautivos. Berenguer, confuso y anonadado por su tremenda derrota, cayó en la postración más profunda y pidió clemencia y ser recibido por Rodrigo. Pero éste se negó a hacerlo en su tienda y quiso que le mantuvieran fuera, bien custodiado, aunque procuró que ni a él ni a sus gentes les faltara de nada. Así trascurrieron varios días en los que fuimos llevando a nuestro campamento todo lo ganado y mientras Rodrigo se repuso de sus heridas y contusiones. Entonces ya se apiadó del conde y de los suyos y se estipuló la cuantía del rescate, que sería de ochenta mil marcos de oro. El resto de los prisioneros se comprometieron a pagar también grandes cantidades de dinero a cambio de su libertad. Y en efecto cumplieron, pues a poco comenzaron a llegar a nosotros con esos bienes sus familiares y allegados y aquellos que no habían podido recuadrar la suma al completo dispuestos a quedar ellos como rehenes. Conmovido por ese gesto Rodrigo ordenó liberarlos a todos y perdonar el resto que no había podido ser saldado. La victoria había sido tan grande, nuestras bajas tan escasas y los beneficios tan pingües que se imponía la generosidad a la venganza. Porque bien sabía el Cid y todos que aquello tendría muy profundas consecuencias en toda la zona como así fue de inmediato. Tanto musulmanes como cristianos entendieron que nada podía oponerse a Rodrigo, fuera o no vasallo de Alfonso, y presurosos se aprestaron a solicitar su protección y pagar las correspondientes parias. Cincuenta mil maravedíes pagaban los de Denia, Tortosa y Lérida, donde por cierto no tardó en fallecer el intrigante y pendenciero Al Fagit, siendo sucedido por su hijo de apenas unos años, Sad Ad Dawla, pero en realidad gobernado en cada lugar por regentes cada vez más débiles y divididos. Al Qadir de Valencia pagaba 12.000 tan solo a los que añadía 1.200 para el obispo cristiano de su ciudad, pero ello era porque sus castillos lo hacían aparte: M urviedro, 8.000, Sobrarde, 6.000; Almenara, 3000; Jerica, 3000 y Liria otros 2000. Por su lado el señor de Albarracín, Ibn Razin, pagaba otros 10.000, la misma cantidad que Ibn Qasim, el señor de la taifa de Alpuente. En total mas de 100.000 maravedíes engrosaban cada año las arcas cidianas, lo que le daba más que de sobra para mantener y muy satisfecha a su mesnada, amén del botín obtenido en las batallas, que también fue repartido como era costumbre hacerlo. Hasta a mí me tocó parte al haber participado en la batalla. Llegaron noticias de que el escurridizo Al Qadir estaba muy enfermo y hasta había quien le daba ya por muerto. Rodrigo colocó pues al frente a su alguacil, el competente Ibn Faray y era él quien le rendía cuentas y quien velaba por sus intereses. Pero también llegaron nuevas alarmantes desde el sur. El emir Yusuf se disponía a desembarcar de nuevo con un inmenso ejército de africanos. Y esta vez, decían, venía ya para quedarse y establecer su dominio sobre Al Ándalus y conquistar de nuevo todo lo que los cristianos les habían arrebatado a los musulmanes. Era pues hora de que yo partiera de regreso a Zorita. Esta vez lo decidimos hacer por Cuenca y Uclés para atravesar la sierra por la Bujeda, pues tanto Félez como Rodrigo me habían vivamente aconsejado que convenciera mi tío a que sin demora se apoderara por completo de las tierras de lo Il Nun, presuntamente bajo soberanía de Al Qadir. —Tomadlas presto vosotros pues si no se entregarán a los almorávides. Nosotros quedaremos aislados de vuestras líneas y vosotros todavía más expuestos a sus ataques e incursiones. Entendí sus razones y me propuse convencer a Álvar de hacerlo de inmediato, todavía más inclinado a ello pues en el regreso comprobé que la situación en las plazas fuertes era bastante penosa por cierto pues en ninguna había apenas, quizás con la excepción de Cuenca, quien mandara con firmeza y desde luego nadie que a Al Qadir obedeciera. Contacté discretamente con nuestras guarniciones y les encomendé estar alerta y preparados pues no tardaríamos en tener que posesionarnos por completo de las alcazabas expulsando a quienes se mostraran más partidarios del emir africano. La noticia del regreso de Yusuf estaba en el aire, amenazante. Tiempo era en verdad de que regresara. Corto fue el tiempo que pude pasar también en Zorita con Isabel y nuestra hija. Había miedo en la frontera. Cuando llegué me encontré con que mi tío y buena parte de las tropas habían ya partido pues Yusuf había desembarcado, por tercera vez, en Algeciras. Y esta vez, precediéndole, las fatuas de los alfaquíes llamaban a los musulmanes no solo contra nosotros los cristianos sino también contra los reyezuelos de taifas y su connivencia, sumisión y pagos con los infieles y su desvío de la ley de M ahoma. Al M utamid, Al M utawakkil, pero sobre todo Abd Allah, el zirí, sentían que la amenaza se dirigía esta vez directamente contra ellos. El granadino le mandó embajadores con todas sus excusas y protestas de fidelidad. Pero ni siquiera le hizo falta despreciarlos. Ellos mismos traicionaron a su rey y contaron al emir su entrega y traición a nosotros. Yusuf le envío una orden: «Ven a mi encuentro sin retrasarte un instante». El pánico se apoderó de Abd Allah que sospechando de las intenciones del africano de prenderle se quedó en su ciudad y despachó de nuevo embajadores. Éstos, algo más leales, le encontraron en Córdoba, pero sin darles crédito alguno los mandó prender y cargar de cadenas como claro mensaje de que la suerte de los ziríes estaba echada. Pero no se dirigió contra él directamente sino que avanzó contra nosotros y se lanzó contra Toledo. Allí llegué a tiempo y antes que sus avanzadas para reencontrarme con Álvar que, al lado de Alfonso y del rey aragonés Sancho Ramírez, leal aliado, se preparaban para enfrentarlo. Relaté a mi tío los sucesos de Valencia y la derrota de Berenguer, de la que por otro lado ya habían recibido algún eco, y que hicieron callar pensativo al rey Alfonso. Aunque no pareció en exceso contrariado y que concluyó con su primo Sancho Ramírez lo acertado de ambos de no haberse querido unir a él en aquella desastrosa aventura contra el Cid. Pero no era cuestión de insistir más, y menos en aquel momento, en la necesidad de lograr que Rodrigo volviera al favor de su rey. El poderoso ejército africano dio vista a nuestras murallas y comenzó a arrasar toda la vega. Hubo propuestas de que saliéramos contra ellos a combatirlos en campo abierto, pero Alfonso no quiso arriesgarse a una batalla incierta que de perderla haría caer la ciudad que tanto le había costado conquistar. Comprobó además que los musulmanes en esta ocasión no traían suficientes máquinas de guerra para asaltar murallas sino que se limitaban a correr la tierra y asolarlo todo llevándose cuanto podían prender, fueran gentes, ganados o vituallas. La devastación fue mucha pero cuando finalmente lanzaron ataques contra Toledo éstos fueron rechazados sin que llegaran a peligrar nuestras defensas. Tampoco parecieron emplear particular encono ni atacar con todas sus fuerzas, salvo en una intentona final que pretendió forzar nuestras defensas por el lado de la Vega y penetrar por la puerta de la Bisagra, por donde victorioso había entrado Alfonso. Allí sí se hizo persistente la intentona y hubo de emplear toda nuestra energía en defenderla. Pero una vez más se demostró que tomar al asalto Toledo era harto difícil y que solo a costa de mucho tiempo y empleando todas las máquinas de guerra y estar dispuesto a perder incontables combatientes era posible penetrar sus muros. Duró el asedio, con todo, un largo mes y no fue hasta bien entrado agosto cuando vimos a los sarracenos comenzar a levantar el campo y retirarse. Toledo una vez más se había salvado. Entonces el irritado emir regresó hacia Al Ándalus dispuesto a culminar lo que tenía muy premeditado y se dirigió contra Granada. Aterrado Abd Allah, sabedor de su suerte, escribió a todos, musulmanes y cristianos cartas de socorro, pero de Alfonso recibió silencio y de los suyos solo estériles palabras, pero ni un solo jinete ni disposición de enviarlo. Se vio perdido y comprendió que no tenía otro remedio que entregarse al emir y al menos conseguir salvar su vida. No presentó siquiera un mínimo combate, porque además no pudo hacerlo. Sus alcaides y tropas, según avanzaba Yusuf, le iban entregando alborozados las alcazabas y poniéndose a su servicio. Le precedía un mensajero con la siguiente misiva: «Os digo que ya vino en verdad y se disipa el error, porque el error está destinado a disiparse. Por tanto si no os sometéis preparaos a la guerra de parte de Alá y de su enviado». Si algún caid intentaba resistir era la propia guarnición la que se sublevaba contra él y lo expulsaba. En Bellidos, los que intentaron defenderse fueron masacrados por la propia población. Uno a uno los castillos se entregaron a Yusuf como las cuentas de un collar que se rompe. Cuando el emir llegó delante de Granada a Abd Allah no le quedaba nada excepto su tesoro que se contaba inmenso. Intentó aún negociar y envío una fuerte suma de dinero con la propuesta de que estaba dispuesto a someterse porque se consideraba un hijo suyo que solo deseaba recibir sus órdenes. Pero la respuesta que llegó por un alfaquí fue muy precisa: «Nada de sumisión ni paz. Has de presentarte rendido ante él sin demora. El emir te envía un «amán» que te garantiza la seguridad para ti y para toda tu familia, aunque no para tus bienes. Es lo que la generosidad de Yusuf te propone. Pero si tanto temes el ir hacia él, elige un lugar que no sea Granada y marcha allí con tu familia en el plazo más breve posible, pero has de dejar, y sin escolta alguna, la ciudad de inmediato». Abd Allah comprendió que esto segundo era aún peor, pues quedaba absolutamente indefenso y a merced de todos sus enemigos que eran muchos, que el salvoconducto que se le ofrecía y fiado en él decidió entregarse al comprobar que los integrantes de la milicia magrebí, sus propios sinhaya, habían sido los primeros que no estaban dispuestos a combatir ni tampoco los mercenarios eslavos, y que hasta las mismas esclavas de su harén y los propios eunucos soñaban con la entrada de los almorávides e incluso estaban planeando asesinarle. Salió pues de la ciudad, cayó de rodillas ante Yusuf y éste, en apariencia, lo trató bien y le ofreció seguridad de que mientras viviera sería tratado con deferencia. Pero tras ello le puso en manos de su general Garur para que diera a él cuenta de sus acciones y le entregara sus bienes. De entrada le arrebató los 16.000 dinares que llevaba consigo a la salida de la ciudad y un escriño de oro que contenía diez collares de preciosas perlas. Garur, una auténtica ave de rapiña, hizo desnudar a Abd Allah y a su propia madre en busca de perlas que hubieran ocultado, como así fue, entre sus ropas. Además le arrebató todos sus esclavas, incluso una muchacha que era la favorita del rey destronado y sirvientes y solo consideró a su madre como parte de la familia contemplada en el amán. Hizo hasta cavar bajo el suelo de la tienda donde se habían establecido por si allí habían ocultado algo y mientras a todo esto sometía a su prisionero le decía: «Si salvas la pelleja no habrá en toda la tierra nadie más afortunado que tú». Completada la rapiña de su persona, séquito y de la tienda, obligó a su madre a acompañarlo al alcázar y allí durante días escudriñó todos los rincones y se hizo entregar todo, hasta la última gema y hasta los lienzos de seda. Nada escapó a sus manos. Y fue inmenso lo que recogió, pues el tesoro de los ziríes dejó impresionado a Yusuf que nunca antes había contemplado tales riquezas, lo que lejos de aplacarle quizás lo enfureció más al comprobar aquella insaciable codicia y opulencia y le hizo pensar que lo de los otros reyes de taifas, Al M utamid y Al M utawakkil, aún sería de superior montante. Finalmente Abd Allah salvó su vida. El emir ya no quiso ni siquiera verlo y ordenó que lo condujeran primero a Algeciras y de allí embarcó primero a Ceuta, encadenado y temiendo ser ejecutado en cualquier momento, pero llegado a M arrakech le permitió vivir incluso con cierta holgura. Su hermano Tamin, que tanto se le había enfrentado corrió a nada la misma suerte. Se sometió de inmediato al Emir y se presentó en Granada, pero Yusuf ya tan solo le dejó regresar a M álaga con Garur para repetir la operación de entrega de sus riquezas. Se encontró a su hermano cuando también caminaba arrastrando sus grilletes en la ciudad de M arrakech. Pero también a Tamin Yusuf lo dejó con vida y le procuró sustento. Ante la suerte de los ziríes, el abadí Al M utamid y el aftasíe Al M utawakkil comprendieron que llegaba su hora y que estaba ya fijada en la determinación del almorávide. Aún así le enviaron cartas elogiosas felicitándole por la toma de M álaga y Granada y reiterándole su sumisión y obediencia, pero sabían que aquellos halagos y zalemas iban a ser en vano y que su única vía de escape era Alfonso, al que Al M utamid, aunque hubiera escrito que prefería ser camellero en el Sahara que cuidar cerdos en Castilla, escribió pidiéndole ayuda. Supimos que Yusuf reembarcaba de nuevo en Algeciras ya en noviembre, pero se quedó en Ceuta para estar cerca de las operaciones, y esta vez todo su ejército permaneció en la península con su primo Sir Abu Bakr al frente, quien ya en diciembre le tomó Tarifa al rey sevillano, iniciándose así las hostilidades contra su taifa. Pero las cartas no solo corrían del campo musulmán al cristiano sino que otra llegó desde Valencia a Álvar pues una misiva aún más importante había éste recibido de la reina Constanza. Rodrigo nos daba cuenta de que sus esfuerzos resultaban fructíferos en el Levante y que no solo ello sino que tras haber superado una grave enfermedad, una de aquellas que postraban al poderoso Cid en el lecho y donde se temía por su vida, y andando por tierras de la taifa zaragozana unos caballeros suyos que habían acudido a llevar una misiva a Al M ustain encontraron allí al conde de Barcelona y que éste, dejándolos atónitos pero persuadiéndolos al fin, les había hecho enfervorizado encargo de querer ser amigo de Rodrigo y dejar de una vez por todas sus luchas y batallas. Rodrigo no quiso creerlo al principio pero al fin fue convencido de que al menos acudiera al encuentro y éste resultó definitivo pues el conde ofreció y cumplió una paz sin resquemores y ofreció que Rodrigo pudiera a su antojo disponer de lo que tanto se habían disputado y que definitivamente abandonaba sus intenciones de actuar sobre la taifa de su antiguo aliado Al Fagit, ya muerto. Le dejaba las manos libres y solo le pedía que no entorpeciera el poblamiento de la ciudad de Tarragona en el que estaba comprometido, a lo que el Cid accedió gustoso y se retiraron el uno del otro en la mejor armonía, así como en la de Al M ustain que contemplaba a Rodrigo como dique ante el poder almorávide que hacia sus tierras subía y que sin él le inundaría. Pero lo más personal y alentador que nos trasmitía era la carta recibida de Constanza. En ella la borgoñona le indicaba que el rey se disponía a efectuar una campaña por tierras de Granada y devolver la razia a los almorávides sobre Toledo. Que sería a su entender el momento de presentarse ante él y ofrecerle su ayuda, en tierra tan expuesta y lejana y que estaba segura de que Alfonso lo recibiría con agrado y podría volver así a su amor y vasallaje. De ello nos informaba con claro contento, y nos alegró a mi tío y a mí sobremanera pues en efecto estábamos ya prestos, tras haber pasado otro pequeño espacio de tiempo yo en Zorita y él en León, a reunir nuestras mesnadas y acudir a su llamada para devolverle la visita al almorávide. De nuevo volvía a separarme del lado de mi hija y de mi esposa, otra vez encinta y esta vez sí que ambos deseábamos que fuera un niño quien naciera. Al partir Álvar y yo nos juramentamos para hacer cuanto en nuestra mano estuviera para que la reconciliación definitiva se produjera esta vez entre Alfonso y nuestro amigo. Pensábamos, tratándose de Rodrigo, que quizás en los campos de batalla fuera más fácil lograrla que en los palacios. Capítulo XV: La princesa Zaida Había esperado de aquel año, el 1090, el poder pasar el final de invierno, celebrar la Navidad y morar en relativa paz con mi familia hasta la primavera que era cuando el ejército se pondría en marcha. El movimiento de los ejércitos se hacía muy dificultoso en los meses de lluvia y frío pues las rutas quedaban enfangadas y las vías de suministro imposibilitadas. Había sido siempre así. Para nuestros ataques sobre territorio musulmán y para los suyos contra el territorio cristiano. A aquel calendario nos habíamos atenido los unos y los otros. Pero aquel año fue el preludio de que las cosas no serían ya nunca igual a como habían sido, aunque en algo, y para nuestra desdicha, sí volvimos a un pasado que habíamos creído ya por siempre alejado de nuestras vidas: el tiempo del más grande de los guerreros sarracenos, aquel Almanzor, el «victorioso por Alá» con el que los abuelos habían asustado a los nietos; aquellos años de miedo cuando los sarracenos, con su caudillo al frente, partían de Córdoba, llegaban a sus fortalezas de las M arcas y desde allí cortaban las tierras cristianas como una navaja al queso fresco y se llevaban de ellas todo aquello que se ponía al alcance de sus manos, destruyendo ciudades, derribando castillos, saqueando, quemando, cautivando y arrasando cuanto osaba oponérseles. Aquello lo habían sufrido los cristianos y sobre todo Castilla que se encontraba en primera línea, aunque no se salvaron del pillaje ni León, ni el mismísimo Santiago de Compostela, ni en el otro extremo la ciudad de Barcelona. Luego mucho había cambiado y habíamos sido nosotros los que, atravesando el Duero y la Cordillera, caíamos sobre la tierra mora. La frontera había avanzado hacia el Tajo y luego lo había sobrepasado hasta tomar Toledo y parecíamos, tan solo unos años atrás, dispuestos a conquistar o al menos a someter a Al Ándalus entero. Pero todo ello estaba tornando y de hecho ya había sufrido un gran vuelco, aunque la línea medular de nuestras defensas resistiera y, mientras resistiera Toledo y lo hicieran Talavera, Oreja, Guadalajara, Zorita y M edinaceli, estaría a salvo la vieja Castilla, allende de las Sierras y del Duero. Pero la Castilla Nueva, la que en los aledaños del Tajo al uno y otro lado comenzaba a poblarse, corría ahora el mismo peligro que había corrido la Vieja en los tiempos del gran guerrero andalucí nacido en Algeciras. Y quizás ahora aún nos enfrentáramos a una posibilidad peor, pues los califas de Al Ándalus, más allá de arrasar las tierras y exigirles tributo y sumisión, no habían contemplado la posibilidad de establecerse al Norte de sus M arcas y ocupar de nuevo aquellas tierras. El emir Yusuf pretendía no solo unificar en su persona el mismo poder que el de Córdoba había tenido con los Abderramánes sino expandirlo aún más hacia el norte. Su imperio añadía algo que ni Hispania ni Al Ándalus había soportado nunca. El rigor religioso, el Corán aplicado como única ley e impuesto con toda crueldad y violencia por fanáticos alfaquíes que ni siquiera respetaban a los musulmanes y aún menos a cristianos y judíos, las otras gentes del libro, que a pesar de vivir sometidas eran tratados con cierto miramiento. Para los africanos todo aquello era blasfemo y nada quedaba fuera de la estricta observancia de sus normas, y por ello velaban rigurosos sus jueces y sus sentencias se hacían cumplir sin compasión por la espada y la flecha almorávides. Aquel año comenzamos a vislumbrar aquello y a comprender la inmensa tormenta que se nos venía encima y que habríamos de sufrir durante décadas, en lo que iba a ser una durísima batalla de resistencia donde no solo íbamos a jugarnos nuestra vida en la batalla sino la de nuestros seres más amados, la de nuestros pueblos y ciudades recién levantados y hasta la suerte entera de la España cristiana, si no éramos lo suficientemente fuertes para mantenernos en pie y aguantar, aún vencidos, en medio de un mar embravecido de hordas africanas que rompía contra los muros de nuestros castillos. Pues era un mar aunque sus olas nacieran en la arena y sus guerreros brotaran, como si de un manantial inagotable se tratara, de aquellos sus desiertos, el que se derramaba entero sobre nosotros. Aquel año, además, supimos que ya no habían recruzado de vuelta a sus tierras, sino que habían decidido quedarse, apropiarse de todo y avanzar hacia el norte. Lo supimos cuando en noviembre solo el emir Yusuf retornó a Ceuta y todo su ejército siguió operando al mando de Sir Abu Bakr, presto a cumplir las órdenes de su señor que se revelaron pronto, aunque en principio no dirigieran sus fuerzas contra nosotros. Antes su misión era concluir lo que su soberano había comenzado en Granada y hacer con Al M utamid y con Al M utawakkil, y más tarde con los hudíes de Zaragoza, lo mismo que había hecho con el zirí Abd Allah. El rey Alfonso, que tan bien había sabido leer en el tablero sus propios movimientos y los de los reyezuelos taifas, quizás no calibró en su justa medida el contraataque de sus nuevos oponentes o no alcanzó a encontrar la forma de enfrentar a sus jinetes y peones negros. Puede incluso que no captara del todo, cegado por su anterior fortuna, hasta que punto el juego había mutado y cambiado de signo. Pero a mí en ello sí me había aleccionado mi hebrea. Jezabel como antes lo hiciera doña M ayor, con su sabiduría toledana, perspicacia judía y los largos años de habitar entre musulmanes. Aunque no fuera ducha en en guerras y contiendas sí había sabido vaticinar lo que se nos avecinaba. —Los reyezuelos taifas caerán como peleles. Los derribarán sus propios súbditos, porque ahora el Islam tiene un protector y un líder al que acogerse y todos quedaran ciegos y se quemaran con su fulgor. Yusuf no les permitirá a los andalusíes seguir gobernando ni siquiera en su nombre. No tienen escape, porque el almorávide no sólo cuenta con sus tropas y guerreros sino que son muchos en Al Ándalus, y también en Toledo y estas tierras de los Il Nun, los que le recibirán alborozados. Se abrazarán a él como su salvador. Aceptarán sus normas por duras que sean porque es a su poder al único que pueden asirse y que puede impedir vuestra total victoria. Vuestra propia fortaleza y poder es quien os ha traído ese mal que ahora enfrentáis. Sabía yo que la judía tenía razón. Nos llegaban nuevas de todos lados de que los alfaquíes y ulemas no se recataban de predicar su venida ni siquiera en nuestras propias ciudades recién tomadas, y urgir a sus fieles a la vuelta a la virtud y la observancia de las leyes del Profeta, la primera de las cuales era hacernos la guerra. En su territorio les exhortaban a la persecución de los infieles y a no tolerar ni un solo gesto externo de ninguna otra religión, ni siquiera las del libro. Y en ello les apoyaban los descendientes de las tropas bereberes, que desde su conquista habían ido llegando, y hasta las estirpes antiguas de los árabes, que no veían otra opción que plegarse a ellos. Los muladíes incluso comprendían que para ellos lo mejor era no oponerse y hasta parecían confiar en que aquel poder tan fuerte les devolvería la tranquilidad y una vida sin sobresaltos. M ozárabes y judíos, esos sí, se sentían cada vez más amenazados en los territorios moros, donde siempre habían morado, pero ninguna capacidad tenían de oponerse pues hacía siglos que vivían sometidos. M editaba yo sobre todo aquello y a veces llegaba a pensar que, aún viendo venir la nube, nuestro rey Alfonso no era capaz de comprender su enorme extensión y terrible carga y que tal vez, embebido en sus pasados éxitos, no alcanzaba a entender que el juego era ya otro. Los taifas ya no serían su fuente de ingresos ni fichas a quienes enfrentar para ir comiéndoselas luego de una en una. Los reyes de Sevilla, de Badajoz, de Valencia y Zaragoza iban a correr la misma suerte que los zirís de Granada. Y Alfonso iba a tener que afrontar a toda esa fuerza unida y reforzada con todo cuanto le hiciera falta, ya que podía renovarse sin límites con cuantos guerreros le fuera preciso traer de su imperio en las arenas africanas. Alfonso se iba a enfrentar al más terrible reto no me cabía duda alguna, pero íbamos a ser nosotros precisamente quien recibiríamos su primer y más demoledor embate, y mucho me temía que íbamos a recibirlo sin mucha ayuda o hasta solos en nuestra desigual frontera. Con todo y aún atendiendo a la razón de Isabel, que me llevaba a mí a parecidas conclusiones, no quería dejarla desalentada y por ello le contesté: —M alos augurios me das, hija de Azarquiel. Pero aunque espero que no se cumplan y haremos todo lo posible para que no sea como predices, ya que pareces olvidar la fuerza de nuestras mesnadas, no te falta razón en mucho de lo que dices. Yo también he pensado en lo expuesta que puedes estar aquí. Y por ello deberíamos considerar que quizás fuera mejor el que fueras a vivir con nuestros hijos a lugar más resguardado. —¿Donde voy a ir? ¿A Toledo? Allí puedo correr más riesgo incluso que aquí mismo, pues ese habrá de ser tarde o pronto el objetivo esencial del africano. Pues ante todo, Yusuf ansia entrar en Toledo. —Pero pudieras irte hacia el norte, hacia nuestras tierras castellanas, al mismo Orbaneja. Bajo la protección de Álvar, allí se han instalado también algunas familias judías en una pequeña aljama. Para mantenerte con toda la dignidad que requieras no nos han de faltar rentas. —No iré mientras no sea estrictamente necesario y no quede otro remedio para salvar nuestras vidas. No es aquella mi tierra y allí sí que sería una absoluta extraña. Esta sí lo es y, además, mi decisión ya fue tomada. M i tierra será siempre la tuya. Allí donde estés estaré yo, aunque tú hayas de salir, como ahora y de continuo, a defenderla. Porque eso será a partir de ahora lo que habréis de hacer. Defender esta tierra y defendernos. Puede que Jezabel tuviera razón y yo me la temiera, pero a poco de retornar con las mesnadas castellanas y unirme al grueso de las tropas de Alfonso nuestro ánimo había cambiado en mucho y entramos de nuevo en campaña y en ofensiva sobre el territorio moro. Alfonso no se amilanaba. Pero además esperábamos cierto refuerzo que con la solución de las cuitas de nuestro amigo y pariente Rodrigo podría llegarnos. Álvar se había enterado de que la reina Constanza había enviado cartas al de Vivar buscando el arreglo. En ellas le daba cuenta de que Alfonso, y nosotros con él, se dirigía hacia las vegas granadinas e instaba a presentarse ante él con sus tropas y ponerse a su servicio. Sería, suponía la reina, muy bien recibido y habría de ser el momento en que pudiera restablecerse el amor del rey y el vasallaje del más poderoso de sus guerreros. Álvar había sabido ya de aquellas misivas primero por su yerno Ansúrez y luego por el propio Rodrigo. A todos les pareció que la borgoñona había sabido elegir el momento propicio y que también habría ablandado, durante la estancia en León de Alfonso, su enfado para hacerle ver lo conveniente de la reconciliación, en un momento en que toda unidad era más que necesaria y era preciso reunir en su torno a toda la ayuda posible. Que debía dejar iras y soberbias aparte y buscar su conveniencia. Rodrigo, por su parte, no esperaba otra cosa, y aunque se encontraba a punto mismo de rendir el castillo de Liria que se había negado a pagarle las parias, levantó de inmediato el campo y se dirigió al encuentro de Alfonso, procurando que esta vez no hubiera equívocos y coincidieran en el punto de destino. No sé si el propio Alfonso estaba avisado de su llegada, pero lo cierto es que durante la larga cabalgada hasta la vega granadina no hizo ni siquiera a sus más cercanos comentario alguno. Alfonso sabía ser en extremo reservado para aquello que le interesaba serlo. No mostró la menor extrañeza, sino bien al contrario, cuando los exploradores cidianos llegaron a nuestro encuentro y avisaron de su llegada pidiendo para ello el permiso del rey, que les fue de inmediato otorgado. La reunión entre los dos ejércitos se produjo en las cercanías de Elvira y el regocijo de Álvar al contarme el reencuentro del Cid y el soberano no hacía presagiar sino que todo fluiría de la mejor manera. —El rey ha recibido a Rodrigo con la mejor cara y le ha encarecido su propósito de venir con él a reunirse en esta campaña. Se han separado y dirigido cada uno a su campamento en la mejor armonía. Si damos juntos la batalla y obtenemos victoria será el momento de sellar entre ellos la reconciliación definitiva. Los ánimos son más generosos tras los triunfos. M e alegré sobremanera pero me alegré antes de lo que debiera porque a nada todo lo que habían sido parabienes se tornaron en tormentas. Nuestro campo se estableció sobre la vieja Elvira, recostado en las montañas, pero Rodrigo optó por colocar el suyo delante, en la llanura. Aquello hizo que sus detractores, los que se habían visto sorprendidos y afligidos por su llegada, fueran de inmediato a susurrar al rey lo que para ellos suponía un nuevo agravio. Descollaba entre ellos, como siempre, el peligroso conde García Ordóñez. —Rodrigo solo pretende con ello humillaros, mi señor. Os ofrece su ayuda pero solo para alardear de ella y de su valentía colocando sus tiendas ante las vuestras, como si fuerais vos quien tras él se refugia. Pero no fue Bocatorcida el único sino el primero en deslizar al oído de Alfonso tales interpretaciones y embajadas, ya que tras él fueron bastantes los caballeros que con esa misma cantinela zumbaron alrededor del rey como moscardones, para disgusto de Ansúrez y de Álvar que en algún momento replicaron intentando quitar hierro y aliviar el asunto. —Puede también entenderse, señor, como un acto en contrario a lo que dicen, y es el de querer con su exposición primera ante el enemigo ganarse tu favor. Él ha sido quien ha venido a vos y lo ha hecho sin condición alguna. No debió convencer en demasía esta razón a Alfonso aunque al menos lo calmó por el momento, aunque no sin hacer callar al propio don Pedro con una escueta frase que no dejaba de ser el mayor reproche: —Para acampar allí, delante de su rey, hubiera debido, al menos, solicitar mi permiso. En aquello pareció quedar la querella y, tal vez, si hubiera dado batalla y hubiéramos vencido el incidente de las tiendas hubiera pasado a ser un pequeño sucedido. Pero no hubo victoria y, por no haber, no hubo siquiera combate. Supuestamente algunos antiguos partidarios del depuesto rey zirí Abd Allah deberían haber venido a nuestro encuentro y facilitarnos alguna entrada sobre Granada. Pero nadie vino. O se asustaron o habían sido descubiertos y muertos. La guarnición almorávide por su parte, y con buen criterio y prudencia, no salió a presentar batalla sino que se quedó bien al resguardo tras los muros, sabedores de que nuestras líneas de avituallamiento no tardarían en colapsar por completo, al haber tenido que bajar a tanta distancia de nuestros enclaves y no siendo suficiente el saqueo para poder aprovisionarnos. Pero la peor noticia no era esa sino el movimiento del ejército almorávide, que al mando de su general Sir Abu Bakú, nos había madrugado en intenciones y rapidez y en ese mismo momento, y tras haber tomado Tarifa, se habían dirigido al norte, hacia Córdoba. Sir, en una inteligente maniobra, se había lanzado contra la vieja capital de los califas presto a arrebatársela a Al M utamid y hacerse con el territorio más cercano a los reinos cristianos desde los cuales podía llegarle al abadí algún socorro. El rey que sabía más de versos y poesía que de caballos y estrategia de combate poco tenía que hacer ante el general africano y ni siquiera había previsto aquella maniobra de Sir Abu Bakr. Éste, avezado en muchas lides, sabía que tomando a Córdoba y toda la franja hasta las líneas defensivas cristianas al norte del Guadiana dejaba aislada a Sevilla de la única ayuda que podían recibir, las mesnadas de Alfonso. También nos burló a nosotros que ante Granada, sin aliados dentro de la ciudad ni tiempo y máquinas para un asedio, no sacábamos allí ningún provecho. Alfonso fue siendo consciente de su error y del acierto táctico del almorávide y su frustración y enfado crecieron al paso de los días. Hasta comprender que se había equivocado por completo y que aquella campaña, que había largamente preparado y hasta hecho pagar a sus súbditos, a los que había exigido dos sueldos, incluso a los más humildes, era un fracaso y que habría de regresar sin resultado alguno. Al fin, a la semana y media, no quedó otro remedio que levantar el campo y emprender vuelta. Y en una de las primeras jornadas, al llegar a Úbeda, y a orillas del Guadalquivir, donde tanto la mesnada de Rodrigo como el ejército del rey plantaron sus tiendas, fue cuando estalló el conflicto. Fuera ello el incidente previo de la acampada ante Elvira o el carácter de ambos, lo que sucedió aquella tarde en la tienda del rey a la que hizo acudir a Rodrigo hizo que a sus amigos, amén del fiasco de la empresa, se nos uniera otra amargura. Y aún pudo ser peor el resultado. Pero en esta ocasión al menos Rodrigo supo sujetar su lengua y ser más comedido. Pues el rey le provocó a la respuesta hasta llevarlo al límite buscando tal vez su reacción y el que por sus palabras se perdiera. Porque el rey parecía buscar que la situación se desbordara, Rodrigo se dejara llevar por el genio y poderlo hacer prender allí mismo. Lo que parecía iba a ser una conversación, aunque triste por los resultados del empeño, al menos correcta y de separación amigable se transformó por la ira de Alfonso en una ofensa y un suplicio para el Cid, que no solo no respondía con brusquedad sino que hacía lo posible por excusarse, lo que parecía aún enfurecer más al rey. Éste le injurió de grave forma y le reprochó con altas voces lo que entendía y seguía entendiendo como traición de Aledo y se negó a conceder la menor validez a los intentos de explicación de Rodrigo. Fue tanto el griterío que Ansúrez y el propio Álvar entraron en la tienda junto a García Ordóñez. El armigier real y la escolta de Alfonso se encontraban también ya dentro de la tienda. Álvar se acercó a Rodrigo y Ansúrez a Alfonso y ambos procuraron separarlos en la cuita. El rey siguió farfullando acusaciones pero M inaya consiguió llevarse a Rodrigo hacia un extremo. Entraron nuevos caballeros hasta que ya nadie más cabía y se hizo preciso salir fuera. Ello lo aprovechó Álvar para lograr que Rodrigo abandonara la inmediata proximidad del rey. Era ya la noche y a su amparo y, temiendo que en cualquier momento pudiera ser prendido, Rodrigo, acompañado siempre por Álvar, pudo atravesar el campamento real y llegarse al suyo. —Debes partir cuanto antes Rodrigo. El rey va mandar prenderte en cualquier momento y puede que haya de ser yo mismo el encargado de hacerlo. Sepárate de él. —Regresa tú cuanto antes a su lado, M inaya. Alfonso no tiene por mí sino odio y su rencor le impide ver nada más. Ya no solo es la malquerencia hacia mí de quienes le rodean, sino que él la ha hecho suya. Pues bien, que así sea. Como ellos me tratan serán desde ahora tratados. Yo he puesto de mi parte todo aquello que he podido para retornar a Castilla con mi nombre limpio. No me humillaré más. Vete M inaya, no te echen a faltar y que su ira no se dirija ahora hacia ti. Has cumplido de sobra conmigo mucho más allá de tu deber de caballero, amigo y pariente. Has sido más que hermano. —Levanta presto el campo y vete Rodrigo. El día de hoy traerá otro mañana pero ponte a salvo esta noche. No le faltaba razón en su prevención a Fáñez. Eran muchos los que ya aconsejaban al rey enviar a prenderlo a su campamento. Pero por fortuna fueron más las voces prudentes como la de Ansúrez, quien sin cuestionar o no la razón de hacerlo, llevo a los ánimos de todos la dificultad de conseguirlo. —M i rey y caballeros, prender a Rodrigo tras no haberlo hecho ahora y pretender hacerlo en su campo donde se habrá refugiado, y a buen seguro estará prevenido con los suyos, no será sin sangre. ¿Y habremos de derramar sangre cristiana ahora? Sus deudos lo defenderán y combatirán con nosotros. ¿Y esa será la nueva que llegue a Castilla y a León? ¿Que en tierras moras y antes que enfrentar al almorávide los caballeros cristianos nos hemos herido y muerto entre nosotros? Las razones de Ansúrez hicieron meditar al rey, que lo tenía en lo más alto de todo su consejo. Entendió que a nada bueno podía conducir tal decisión y se ensimismo en un silencio hostil con todos. Rodrigo aquella misma noche ordenó levantar sus tiendas y partir en la oscuridad para alejarse lo más posible de Alfonso. Sabedores de lo sucedido, de la enemiga del rey y de su amenaza, fueron bastantes los de su mesnada que decidieron en esta ocasión no seguirle y fueron al campo de Alfonso a ponerse a sus órdenes siendo por el rey y sus capitanes bien recibidos. El Cid con sus leales regresó a Valencia. M i tío aquella noche me comentó tristemente: —Rodrigo se marcha tan enfurecido como Alfonso. Y humillado pues fue él, quien por consejo de la reina, vino. Pero no creo que esta noche Alfonso haya hecho un buen negocio. Y tampoco Bocatorcida. Rodrigo vengará la ofensa y esta ofensa le deja ahora manos libres. Pero nosotros teníamos en que ocuparnos más allá de las cuitas de Rodrigo pues teníamos las nuestras a la puerta. Las nuevas que llegaban eran penosas y las cartas de Al M utamid desesperadas. Suplicaba a cualquier precio la ayuda de Alfonso y le hacía todas las promesas. Ya había perdido la fortaleza de Calatrava, los castillos al norte del Guadiana y la propia Córdoba y en ella al mejor de sus hijos, Fat Al M amum, que pereció en su muralla defendiéndola. Fat era valiente y aguantó mientras pudo el embate de los africanos de Sir Abu Bakr. Pero las fuerzas era tan desparejas que ni los muros de Córdoba las equilibraron y al final las tropas saharianas, no sin contar con ayuda interna pues los alfaquíes ya habían sublevado a muchos a su favor y contra los abadís sevillanos, penetraron en la ciudad y tomaron hasta la alcazaba. Espada en mano murió Fat Al M amun, el mejor de los hijos de Al M utamid el sevillano. Pero antes de perecer aún pudo Fat poner a salvo sus pertenencias más queridas, su tesoro familiar y a su esposa Zaida, con fama de ser la más hermosa de todas las princesas árabes de Al Ándalus. Antes de verse por completo cercado pudo hacerlas llegar al bien fortificado castillo de Almodóvar del Río, en el estratégico meandro aguas arriba, colgado sobre el Guadalquivir. Alfonso acabó por comprender la situación y lo que en ella nos iba, aunque ahora fuese dirigido el embate sobre las taifas musulmanas, pero todavía no la calibró en su justa medida y gravedad. En vez de encaminarse hacia allá con todo su ejército, y pudiéndolo haber hecho reforzado con las tropas del Cid, envió una mesnada poderosa pero no de la dimensión adecuada a frenar a los almorávides. En ello estuvo su error y la simiente de muchos y futuros males y quizás en esa decisión el origen verdadero de su disputa con Rodrigo. Alfonso decidió retornar con el grueso de las fuerzas hacia Toledo y enviarnos a nosotros, con Álvar al frente, a intentar detener a Sir Abu Bakr. En suma, había roto su fuerza en tres. Con el Cid camino de Valencia, él rumbo a Toledo y nosotros hacia Córdoba. Hacía allí nos dirigimos a marchas forzadas, Guadalquivir abajo, para levantar el asedio de Almodóvar y liberar a Zaida como Al M utamid nos había también encomendado. Pero con lo que nos topamos fue con la mora de huida y con Almodóvar tomado. Zaida había tenido que escapar también de Almodóvar pues su guarnición se disponía a entregarse a los africanos en cuanto estos aparecieran y oculta en unas cuevas, donde había permanecido con apenas algunas esclavas y una mínima escolta de fieles, y cuando desesperaba y dudaba entre acabar por entregarse a los africanos o intentar llegar de alguna forma a Toledo, es cuando había visto aparecer nuestras avanzadas en el valle. Era Zaida una hudí, sobrina de nuestro viejo conocido, y recientemente fallecido, Al Fagit de Lérida, y sabía muy bien quien era Álvar Fáñez. Por lo que su alivio al encontrarlo fue mucho y grande su gratitud. Nos contó que la guarnición de Almodóvar se dispuso a entregar la plaza y a ella misma a Sir Abu Bakr, que ello se repetía en todas las alcazabas, que Córdoba había caído el 27 de marzo y hacía tan solo unos días, el 9 de mayo, era cuando ella hubo de huir de Almodóvar, y que el general almorávide tras tomar también Carmona ya se había dirigido a asediar la propia Sevilla. Nuestra mesnada no podía acompañar a Zaida hacia el norte y ante el indudable riesgo de que continuara sola su marcha, ella misma, con valentía, entendió que lo mejor era seguir con nuestra tropa aunque ésta se dirigiera a la batalla. En realidad poco más pudimos progresar hacia el sur. Nada mas avistar las torres de Almodóvar vimos que una potente formación almorávide que nos superaba en mucho en número nos esperaba. Sir, informado de nuestra llegada, había levantado el cerco recién iniciado a Sevilla y se había dirigido con la totalidad de sus tropas contra nosotros. Chocamos en la llanura sobre la orilla septentrional de río. Y nos batieron. M uchos derribamos, alanceamos y tajamos, pero al fin fuimos vencidos y si no acabamos muertos se debió todavía a la fama de nuestro caudillo y a su empeño en salvar a cuantos pudo. De habernos empecinado en nuestras cargas hubiéramos acabado por quedar todos sobre el campo. Viéndose desbordado por las alas y a punto de ser cercado por la caballería ligera africana dio orden de retirada, con los pardos aguantando los ataques enemigos, que no eran en exceso furiosos y si precavidos pues las tropas de Fáñez infundían terror entre los andalusíes y éstos habían contagiado parte del mismo a los saharauis. Con los pardos guardándonos la espalda pudo el grueso irse replegando, aunque fue a costa de muchas vidas y una estuvo a punto de ser la mía. Para proteger el despegue de nuestras tropas lanzábamos algunas cargas defensivas contra sus vanguardias. Y en una de ella me alcanzaron. Una línea de arqueros pareció dirigir todas sus flechas sobre mí, pues me cayeron como una bandada de pájaros encima. Una me alcanzó bajo la rodilla, pasándome la protección y atravesándome la pantorrilla, y otra se me hundió sobre el hombro derecho, muy cerca del cuello, traspasando la loriga en ese punto, llegando al hueso y provocándome tal dolor que mi brazo perdió su fuerza y mi mano dejo caer la espada. M i caballo herido de muerte por la andanada cayó hacia adelante, desplomándose sobre la línea de infantes agarenos que con el cantón de las lanzas apoyadas en el suelo aguantaba la carga. Al caer la bestia moribunda y yo sobre ellos, una de las puntas de su venablo me atravesó el costado y ensartado me desplomé entre ellos. Para mi suerte, los pardos los hicieron retroceder y cuando ya volvían grupas para volver a reintegrarse al grueso de la mesnada me vieron debatiéndome bajo el caballo muerto. M e sacaron de allí magullado, casi inconsciente y sangrando por las tres heridas, pero aún vivo. M e subieron a la grupa de una de sus monturas y me pusieron muy maltrecho pero a salvo entre nuestras líneas. El pardo que me salvó la vida en Almodóvar tuvo ya nombre para mí e iba a tenerlo mucho a mi lado en Zorita. Se llamaba Pedro Gómez y era un verdadero gigante que le sacaba más de una cabeza a los más altos, fuerte como un toro, tan valiente en la batalla y feroz con los enemigos como manso y amable con sus amigos. Pedro Gómez me salvó la vida y me llevó al lado de mi tío. No era momento de curarme sino de huir y buscar el amparo de la noche para escabullirnos de la vista de nuestros vencedores. Pero estos tampoco hicieron apenas por perseguirnos. Les habíamos causado mucho quebranto y al vernos retirarnos Sir ordenó volver hacia Almodóvar a los suyos. A mí me cargaron como pudieron en un carro ligero que llevaba enseres de Zaida, y fueron ella misma y sus sirvientas las primeras en restañarme la sangre de las heridas. No se atrevieron con la flecha del hombro pero sí con la de la pantorrilla y alcanzaron a limpiarme el feo desgarro del costado que por fortuna no había llegado a afectar a los intestinos, pues de haberlo hecho, y no le faltó ni un dedo, hubiera muerto irremediablemente. Entrada la noche, ordenó Álvar hacer alto y, protegidos en un monte chato pero de empinada ladera, pudimos acampar y reponernos. Los exploradores de Álvar ya le tenían informado de que los africanos habían regresado a sus bases, pero aún así adoptó todas las precauciones y adelantó escuchas y vigías. Vino tras ello a verme y en su cara vi preocupación por mi vida. Trajo con él uno de los prácticos en huesos y heridas. M e examinó el hombro y al palpármelo sentí de nuevo un dolor intensísimo. —La flecha o la caída o ambas cosas han roto ese hueso, la clavícula. La flecha ha llegado a clavarse en él y habrá que extraerla abriendo la carne. Pero ello habrá de hacerse cuando alcancemos Toledo y pueda un galeno atenderle. Ahora tan solo queda inmovilizarlo y que no se resienta más. No debe mover ese lado. Vi que Álvar se aliviaba pero a mí me torturaba otra posibilidad. —¿M e quedará el brazo tronzado e inútil? —No tiene por qué. M ueves los dedos y la mano. Cuando se saque la flecha y se vende y sujete esa zona y todo el tronco, pues algunas costillas bajas también pueden estar quebradas, soldará el hueso y podrás volver a empuñar lanza y espada. Hice el viaje a Toledo en el carruaje de Zaida y no me faltaron los cuidados de la hudí de hermosos ojos, ni de sus sirvientas. M e lavaron las heridas y me limpiaron el sudor, la sangre y la suciedad de mi cuerpo tras quitarme la loriga y el belmez. Llegamos tras penosas jornadas a Toledo y los médicos judíos me compusieron el hombro y me colocaron los huesos. Álvar llevó a Zaida al alcázar para que se presentara al rey Alfonso. Y el rey prendado de ella de inmediato ya no la dejó salir de aquel palacio. Allí la aposentó y al poco yació con ella. Contra su costumbre no hizo aquel año viaje al norte ni visitó León ni a la reina Constanza. Ésta supo pronto, por el obispo Bernardo, que una peligrosa rival, cuando ella había creído ya arrinconadas a todas, fueran amantes, concubinas o hermanas, había aparecido. Que era muy hermosa, que tenía hechizado al rey, que la trataba como si de su reina se tratara y que ni siquiera las admoniciones del obispo franco le hacían mella alguna. Constanza en Sahagún, en su palacio, veía además como sus fuerzas mermaban y un extraño mal estaba consumiendo rápidamente su cuerpo y sus energías. Permaneció Álvar algún tiempo en Toledo, y aquello me dio tiempo a recuperarme de mis quebrantos. No dejaba de prevenirse el rey de que pudieran los almorávides dirigirse hacia su alfoz y prefirió guarnecer los castillos y que permanecieran fuertes contingentes de tropas en la ciudad por si era necesario enfrentarlos. Pero no lo fue y emprendimos camino Tajo arriba a reforzar las guarniciones y llevarnos hasta Zorita, a la que entré no a caballo sino tendido en un carro sobre el que atravesé el puente para poder ver a Isabel, que en aquella ocasión bien hubiera podido cumplirse el peor de los presagios y no haber vuelto a posar mis ojos en la hebrea, que me recibió con los suyos cargados de lágrimas y su boca de besos y risas nerviosas. M is dos hijas me esperaban en casa. Volvimos a Zorita y ya no hubo más avanzadas en socorro de Al M utamid y el rey poeta, que le había mandado a Alfonso los escudos de hipopótamos en señal de burla y amenaza, sucumbió a ellos. Cada vez más abandonado por sus súbditos, con los alfaquíes decretando fatuas exigiendo la deposición de los reyes impíos, con las alcazabas rebelándose y entregándose a los africanos, demostró cierto valor y coraje y defendió su ciudad mientras pudo. Pero no murió, como su hijo, espada en mano y en la brecha de la muralla. Sabiendo ya que de Alfonso no podía tener socorro y que sus propios infantes y jinetes le abandonaban, cercado en el alcázar sevillano, optó, al final, por pedir la clemencia de Yusuf y seguir la suerte de los ziríes. El 9 de septiembre rindió la ciudad y por su puerta entró Sir Abu Bakr para tomar posesión en nombre de su emir. Éste ordenó que Al M utamid le fuera entregado. Lo embarcaron encadenado y se lo enviaron a Ceuta donde, compadecido de él, no ordenó matarlo sino conducirlo al Sahara y en un oasis cumplir con el destino que él mismo había dicho preferir, antes que cuidar cerdos en Castilla apacentar camellos en el desierto y escribir las más hermosas elegías sobre su esplendor pasado, sus ciudades perdidas y sus placeres gozados. Sir Abu Bakr no descansó por ello. Dirigió sus tropas hacia Almería, que se le sometió sin lucha alguna, y luego pasó a ocupar la disputada tierra de M urcia, que había sido de Al M utamid y que su servidor Ibn Rasiq le había disputado y originado el fracaso de Aledo. El almorávide dio entonces otra prueba de su astucia: Liberó a quien se había rebelado contra Al M utamid y conchabado con los cristianos en Aledo y por ello había sido condenado por el emir y entregado cargado de hierros al sevillano. Sir se los quitó comprendiendo que ahora podía servirle mejor que nadie para sus propósitos, pues en M urcia y aquellas tierras seguía teniendo muchos partidarios. Le ofreció el perdón y la estima del emir y la suya e Ibn Rasiq aceptó, sabedor de que aquellos iban a ser por tiempo los amos de Al Ándalus entero y que no había para él mejor futuro que el servirles. Así que fue con Sir a M urcia y ésta le abrió puertas, como hicieron su alfoz y castillos. No le costó luego apenas apoderarse también de las tierras que habían sido de la taifa de Denia y de los hudíes de Lérida y que ahora muerto Al Fagit no tenían cabeza, pues su hijo apenas levantaba del suelo y sus tutores no tenían mando alguno eficaz sobre las tropas. El anciano rey de M urcia Ibn Tahir se refugió en Valencia, al amparo de Al Qadir y de la mesnada del Cid. Un hijo de Yusuf, Aisa, fue nombrado gobernador de las nuevas tierras conquistadas. Todo se rendía a los africanos y aquel invierno pusieron de nuevo cerco a Aledo, donde años antes habían fracasado y que era ya nuestro único puesto avanzado sobre Al Ándalus. Pero esta vez nadie acudió a socorrerlo. A poco de pasar la epifanía de reyes del año 1092, sus defensores, sin víveres, rendidos por el hambre, pactaron su abandono y saliendo de él lo dejaron de nuevo en manos moras. Hambrientos y agotados llegaron hasta la tierra de Álvar y éste los recibió en Zorita y los aposentó allí y en Almoguera. Nada quedaba ya para oponerse a los camelleros de escudos de hipopótamo en todo el Levante. Bueno, quedaba Rodrigo pero el Cid andaba en otras lides ya que el encono con el rey Alfonso no solo proseguía sino que parecía aumentar de día en día. Yusuf ya era dueño y señor absoluto de lo que habían sido los reinos de los andalusíes y tan solo le quedaba por el oeste Al M utawakkil, que barruntaba ya la tormenta que no tardaría en descargar sobre él, y en el este los hudíes en Zaragoza y Lérida, con Al M ustain como más firme valedor de la dinastía, y la mesnada del Cid por delante en Valencia. Que era también quien taponaba a las tropas africanas hacia nuestros pasos del Tajo por Zorita hasta Guadalajara. Eso era lo que preocupaba a Álvar y a buen seguro me hubiera enviado como emisario, como en la vez anterior, ante Rodrigo para convenir estrategias y poner en valor el viejo pacto, aunque no estuviera sellado con palabras escritas, de mutuo socorro. Pero yo no estaba aún restablecido y Álvar decidió esperar fortificando en todo lo posible los castillos y los pasos del río. Pero las noticias seguían llegando como mazazos a Zorita y en verano fueron tan graves que una vez más hube, ya restablecido de mis heridas, de emprender camino rumbo a las tierras valencianas por donde el Cid campaba. Esta vez llevé conmigo a quien había salvado mi vida en Almodóvar. Le había instado a que viniera conmigo hasta Zorita y que trajera desde Atienza a su familia, pues era en la Peña Fort donde moraba Pedro Gómez, aunque su tierra natal estuviera en tierras del norte de Burgos, cerca de los vascones, donde había nacido cuarto de siete hijos para los que no había prados ni herencia, por lo que había tomado el camino de la espada. Con él vino su mujer, rotunda como él, nacida en un caserío vizcaíno cerca de Durango, y que hablaba el romance de muy extraña manera pero que era, Yosune que así se llamaba, tan parca en palabras como larga en haceres, y tan tosca en formas como sensible y buena de entretelas, y que a nada era querida por todos y por todos reclamada para las más diversas cosas. Se hizo pronto amiga de Isabel, y judía y vasca inseparables. Ellas, pues también sucedía en la mía, eran las que mandaban en casa, en la prole, y con permiso, o sin él, del rey Alfonso, en mí y en Gómez. No me extrañaba que la judía y la vasca hicieran desde el primer momento y a pesar de todas las diferencias aparentes de hechuras, raza, religión, educación, rango y saberes, tan buenas migas y crearan un vínculo tan fuerte como el que entre Pedro y yo comenzó a crearse. Esta vez hubimos de viajar ambos al encuentro de Rodrigo aún en mayor secreto que las anteriores. Nada debía saberse en Castilla ni en la corte de Alfonso. La hostilidad hacia Rodrigo era allí aún mayor desde el fracasado encuentro en Granada. Tanto es así que el mismo rey había intentado aquel verano desalojarlo de sus enclaves valencianos y despojarlo de las parias que recibía en todo aquel protectorado. No le había salido en absoluto bien la intentona y lo cierto es que aquella zona del Levante, amén de la amistad fraternal que nos unía a los Fáñez con él, era vital para nosotros y la defensa de las fronteras. Sabíamos ya de las alianzas renovadas de Rodrigo con el aragonés Sancho Ramírez y de su ahora buena relación con el conde Ramón Berenguer y su recuperada amistad con Al M ustain. Habían dejado en sus manos el área de influencia de Valencia entendiendo que nadie mejor que su mesnada podía hacer de freno del africano. Pero Alfonso, ciertamente ofuscado y sin atender a sus verdaderas prioridades, estaba deseoso de restarle influencia y tramó un plan tan complicado que acabó por venírsele por entero abajo. Pretendió matar dos pájaros con la misma saeta. Por un lado tomar Tortosa, que era parte de la descabezada taifa de Lérida, y contar para ello con la alianza de Berenguer y de Ramírez y de las flotas pisana y genovesa que habían contratado, y repartirse entre todos la presa. Alfonso, por su parte, y con las naves italianas atacaría Valencia, en esto sin contar ni con Berenguer ni con Sancho, que no querían enfrentarse con Rodrigo y por ello solo entraban en una parte del plan que no les enemistara con él. Así Alfonso, tras el fiasco de Granada y la nueva disputa con el Cid y mientras nosotros penábamos contra Sir Abu Bakú por tierras cordobesas, se presentó ante Valencia y exigió, tanto a la ciudad como a los castillos circundantes, no solo que le pagaran las parias del año sino de los cinco atrasados que le habían pagado a Rodrigo. Fue tan desaforada su exigencia que provocó la reacción contraria. Tanto Al Qadir como los alcaldes de las fortalezas se negaron a hacerlo. Y si lo que pretendía es que Rodrigo saliera a su encuentro resultó que, aunque su vasallo ahora declarado traidor hubiera podido en ley hacerlo pues su vínculo estaba roto, optó por quedarse en Zaragoza con Al M ustain y esperar acontecimientos. Y lo que aconteció es que todo el plan se vino abajo. Las flotas genovesas y pisanas no llegaban y las vituallas faltaron cada vez más en el campamento, por lo que al final Alfonso hubo de retornar a Castilla. Pero a los pocos días de partir es cuando las velas de 400 naves italianas aparecieron en el mar. Al encontrarse con que ya no había ejército que asediara Valencia bordearon la costa hacia el norte para ir hacia Tortosa y allí sí estaban Berenguer y Sancho. Pero los resultados fueron igualmente baldíos. La ciudad resistió y hubieron de volverse unos y otros por mar y tierra con las manos vacías. Pero con tal maniobra, Alfonso había, además, enfurecido definitivamente a Rodrigo, harto de la inquina de su rey y de las conspiraciones continuas contra él que suponía urdidas por su viejo enemigo García Ordóñez. Así que en un acto que suponía la ruptura total de no hostilidades, pues hasta entonces había respetado escrupulosamente el no enfrentarse ni con el rey ni con Castilla, y en lo que podía parecer como el choque definitivo y sin marcha atrás posible, el Cid con toda su mesnada se lanzó contra el Bocatorcida, y atacó las tierras de La Rioja que Alfonso les tenía encomendadas y bajo su señorío. Dejó en la vega de Valencia y en sus arrabales a algunos de sus lugartenientes y como alguacil y al lado del sibilino Al Qadir a un moro de su confianza, el leal Al Faray, y marchó con fuerte tropa a Zaragoza. Allí dio voces de recluta y a su llamada acudieron a cientos, y hasta a miles, caballeros y arqueros moros que tan bien lo estimaban y habían combatido ya anteriormente a su lado, y saliendo desde las tierras hudíes se lanzó contra la Rioja y contra García Ordóñez en una operación devastadora cuando Alfonso aún estaba regresando a León. Con ello no le daba batalla al rey directamente, como el otro parecía pretender, sino que le contestaba con la incursión más dolorosa que podía imaginarse, pues atacaba a su tierra y a su propio reino. Y lo hizo con tan terrible ferocidad y dureza que toda Castilla y León quedaron trastornados ante el ataque. Aún más viniendo éste de Rodrigo Díaz. Fue a la vuelta de su expedición cuando me encontré a Félez en Zaragoza, pues allí me dirigí al encuentro del Cid, subiendo por M edinaceli y volviendo a recorrer las sendas viejas conocidas del Jalón, ahora con Pedro Gómez, y él mismo fue quién me relató la ferocidad con que Rodrigo había llevado las operaciones. Primero se dirigió contra Alfaro, que asaltó, saqueó e incendió, cautivando a todos los que cayeron en sus manos. Allí recibió misiva de García Ordóñez retándole a combate entre sus huestes y avanzando hasta Alberite. Pero de ahí no pasó y ni siquiera se atrevió a presentar batalla. En el momento decisivo huyó dejando primero Alberite y luego toda las tierras riojanas a merced del Cid y sus tropas, que entraron en ellas como una plaga y donde no se dio cuartel ni se tuvo piedad. La furia de Rodrigo era tal que infundía pavor hasta en los suyos. Devastó y destruyó aquellas tierras cristianas con peor saña que si hubieran sido feudos de los almorávides y les arrebató todo lo que tenían, amén de incendiar y talar todo lo que encontraba a su paso. Y García Ordóñez ante aquello no las defendió y ni siquiera oso presentarle batalla, dejando a su feudo y a sus vasallos sin protección y expuestos a la venganza de Rodrigo Díaz, y a merced de aquella hueste mixta de cristianos y musulmanes que cuando se cansaron de acumular botín regresaron, sin que nadie les hostigara, a Zaragoza donde al fin me topé con ellos. Aunque en mi ánimo estuviera el reproche por la acción de Rodrigo, no era mi misión el hacerlo sino el recabar información de lo que se movía en los límites de nuestras propias fronteras. A Félez sí alcancé a recriminarle aquella acción, que me parecía impropia de un caballero cristiano y que habría de tener las peores consecuencias. M e topé, estupefacto, con una respuesta que nunca me hubiera esperado, pues creía que su sobrino, aunque intentara exculparlo, coincidiría conmigo en lo nefasto de haber realizado tal ataque que ya, para los restos, impediría cualquier reencuentro del rey y Rodrigo. Pero la reflexión de mi amigo Félez fue bien en contrario. —Alfonso, por las buenas y por humildad, nunca se ha avenido a hacer las paces con Rodrigo. Puede Fáñez que ahora, al ver los estragos, se lo piense mejor y de una vez por todas aprenda, aunque sea por las malas, lo que en verdad le conviene, donde está la fuerza y quien puede defenderle. Porque García Ordóñez desde luego ha demostrado no saber hacerlo. Pedí ver a Rodrigo y trasmitirle las nuevas de Álvar y lo encontré tranquilo y hasta orgulloso de sus actos. Pareciera que al fin había dado rienda suelta a su instinto de guerrero y ahora se preparaba a arrostrar las consecuencias fueran éstas cuales fueran. La mayoría, entre los que me encontraba, suponían que la reacción de Alfonso sería de una cólera terrible, dado el valimiento que tenía hacia Ordóñez, a quien amén de conde y la Rioja había desposado en matrimonio con una hermana del rey Sancho el acuchillado y despeñado en Peñalén por manos de su propia sangre. Solo Félez M uñoz y el propio príncipe hudí Al M ustain no compartían aquella teoría. Y tuvieron razón. La nuevas de Rioja debieron llegar a Alfonso nada más regresar de su frustrada intentona contra Valencia. Añadían sal en las heridas. Y bramó. Pero a poco pidió consejo y tomó el suyo. En la mirada de Alfonso aún quedaban cálculo e inteligencia. M ás allá de sus pasiones, aún era capaz de poner sus intereses por encima de ellas. Y si algo le había demostrado la incursión en la Rioja era que podía tener enfrente a un enemigo terrible al que añadir a los, ya de por sí, fieros almorávides. Había pues que dar al contencioso una decisión definitiva. Y en ella la reina Constanza estuvo de acuerdo desde el primer instante, amén de contar con el aplauso de todos los condes e infanzones castellanos hartos de Bocatorcida que solo los metía en complicaciones y era incapaz luego de defender a sus vasallos. Los leoneses, por su parte, callaron y otorgaron al ver que Ansúrez no solo no replicaba la decisión del rey sino que era el primero en aplaudirla. Rodrigo era perdonado, se le levantaba la acusación de traidor, se le devolvían sus honores y tierras y se reestablecía su situación en toda la zona levantina donde podría cobrar parias y actuar a su albedrío, pero eso sí, de nuevo, bajo el formal vasallaje de Alfonso. La reacción de García Ordóñez quiso ser violenta pero esta vez el rey le tapó la boca y Bocatorcida no pudo sino irse a rumiar sus bilis. —Sí esto debo hacer ahora es porque en tu mano tuviste el evitarlo y no lo hiciste. Hubiera bastado con que enfrentaras y vencieras a Rodrigo. No lo hiciste y debo responder yo como rey de tu huida y defender a los súbditos que tú no supiste amparar como tu obligación era. El asunto de Rodrigo Díaz queda para siempre zanjado. No habrá más cuitas ni peleas. Ni toleraré más insidias en su contra ni más recados en su favor —dijo mirando tanto a Ordóñez como a Constanza. Luego se volvió a Ansúrez y concluyó: —Pero mejor que pase su tiempo en Valencia y si acude a nosotros que sea para acompañarnos al combate y que por aquí por la corte venga solo a lo que menester sea y sea este menester cuanto menos mejor. Los detalles de aquello los conoceríamos después, porque lo primero que llegaron a Zaragoza, en plena vendimia de los frutos de la vid, fueron las cartas reales y sus mensajeros que las portaban y esperaban respuesta, que fue de alborozo como no podía ser de otra manera. Aunque fuera también de estupor de casi todos nosotros, el propio Rodrigo incluido. No fue así en el caso de Félez quien me refrotó su visión previa de todo el asunto. —Los reyes, Fan Fáñez, utilizan razones que a nosotros muchas veces no se nos alcanzan y pueden a su libre albedrío torcer el curso de las leyes y de los juicios. La primera vez que en verdad Rodrigo se ha revuelto contra él y ha mordido en su carne ha sido la que al fin y a la postre le ha hecho reconocer lo temible y por otro lado lo necesario de su presa y de sus garras. Poco demoramos en Zaragoza. Tan poco que hasta se me olvidó preguntar hasta el final por aquella Asisa de mis años tan jóvenes y por toda respuesta recibí una carcajada de Félez. —Sí quieres una bailarina te la proporcionaré esta noche, pero hace años que ya no frecuento los baños de la Zuda, amigo mío. Los tengo propios. Félez, había observado yo, cada vez parecía más un moro que un cristiano, tanto en sus ropas como en sus costumbres y hasta modales. M e dijeron que vivía tanto en Valencia como en Zaragoza, donde tenía una hermosa casa, como un príncipe árabe, y que gustaba de las cosas que ellos gustaban en música, poesía, danzas y concubinas. Yo no era quien para juzgar a mi amigo. Ni en realidad nadie, pues no pocos en la mesnada del Cid imitaban aquellos gustos, aunque no con el refinamiento del sobrino de Rodrigo. Entre aquellos caballeros descollaba cada vez más Diego, el hijo de Rodrigo, convertido ya en un experimentado guerrero y que acompañaba a su padre en todas sus acciones. En él tenía depositadas el Cid todas sus esperanzas y si algo ansiaba ahora Rodrigo, recuperado el amor del rey, era que éste en algún momento del futuro le elevara finalmente a lo que siempre le había negado la categoría de conde de Castilla que pudiera hacer hereditaria para sus descendientes. Decidí acompañarlos hasta Valencia y emprender con el fiel Pedro Gómez, desde allí, el regreso hacia nuestras posiciones tras empaparme de cual era la situación en la ciudad de los huertos de naranjos y luego en las tierras que presuntamente prestaban obediencias a Al Qadir, linderas con nuestras posiciones fortificadas. Éste desde luego a la mesnada del Cid le abrió sin demora sus puertas. El tortuoso Al Qadir se había recuperado de nuevo de sus dolencias que parecieron iban a matarlo. Aquel Il Nun parecía tener siete vidas pero también parecía ir agotándolas todas. Se tambaleaba en el trono y de no haber sido por la presencia de Rodrigo estaba más que claro que no hubiera durado ni una noche en el poder. M enos ahora con los almorávides ya señores de M urcia, de Denia y de Aledo. Dentro de la ciudad los partidarios de llamarlos para que lo destronaran y mataran al perro cristiano que lo protegía eran constantes y crecientes, y Rodrigo los tenía muy presentes. Eso era lo que dejaba atrás y lo que Rodrigo me encargaba de trasmitir a Fáñez. Sabía de las confabulaciones almorávides y estaba seguro que esas mismas existirían y aún más avanzadas en las ciudades y fortalezas de la zona de nuestra influencia, donde Al Qadir ya no mandaba nada. Entendía que, sin falta y sin demora, Álvar debería tomarlas de inmediato. Que el Cid, por su parte, no iba a reclamarlas como parte de su protectorado valenciano y aquello en el fondo era mi cometido esencial. Dejar acordado con Rodrigo y que no hubiera impedimento ni molestia por su parte, pues al fin y al cabo era protector de Al Qadir. Álvar deseaba encastillarse firmemente en aquella zona y tenía todo listo para apoderarse tanto de Cuenca como de Uclés, Santaver y Huete en cuanto yo obtuviese la conformidad de su primo y amigo. Y a fe que Rodrigo no solo no puso ninguna, sino que como había hecho en la ocasión anterior me alentó de inmediato a partir y que no demoráramos ni siquiera a la primavera próxima aquella acción, y que cuanto antes, y adelantándonos a los africanos, tomáramos sus alcazabas y expulsáramos a sus guarniciones. —Ya está tardando Álvar en hacerlo. Debiera haberlo ejecutado cuando hablamos la vez anterior. Las guarniciones musulmanas están todas en contacto y connivencia con los africanos. Hay que desalojarlas de inmediato y así estaremos más seguros —me recalcó una vez más a modo de despedida y tras haberme puesto por su parte y para que se lo trasladara a Álvar al tanto de sus próximos planes y pasos... Su intención era la de permanecer en Valencia para que allí reinara con su presencia la calma. Pero no le fue posible, pues los almorávides y sus intrigas también acechaban a Al M ustain y de nuevo hubo que regresar a Zaragoza. Dejó en Valencia a su fiel Al Faray, como almojarife y aguacil, y quien en verdad gobernaba en su nombre. También situó un buen número de caballeros cristianos aposentados dentro de las murallas, donde también se estableció el obispo enviado por Alfonso, don Jerónimo, que aún era más bravo en batalla que en el sermón, y al emisario del aragonés Sancho Ramírez con sus cuarenta caballeros. Creía que con ello le bastaría a Al Qadir para mantener el control y tenerlo controlado a él mismo. Estaba ya a punto de finalizar septiembre y los soles comenzaban a dejar de picar en la piel y a ser más cariñosos en los cielos cuando yo partí con Pedro Gómez raudo hacia las tierras de Cuenca y Rodrigo lo hizo hacia Zaragoza. M ucho iba a pesarle luego aquella ida y muchos sudores volver a penetrar en la ciudad que casi ya por suya tenía. Capítulo XVI: La muerte de Al Qadir Las malas nuevas comenzaron a llegar a Zorita como si hubieran seguido las pisadas de nuestros propios caballos. Apenas nos habíamos aposentado Pedro Gómez y yo en nuestras casas, él con su vasca y yo con mi judía, y dado cuenta a Álvar de su acuerdo en que adelantáramos nuestras líneas y tomáramos las tierras de Al Qadir y de las tormentas que amenazaban al Levante, cuando los truenos de éstas comenzaron a sonar en nuestra puerta. Rodrigo había comprendido que era preciso mantenernos informados de manera continua para que actuáramos con prontitud y en respuesta a cada acontecimiento que en su sector se iba produciendo y que tanto nos afectaba. Álvar y él tenían muy claro, al igual que el rey Alfonso, que los ojos del emir Yusuf y de su hijo Ben Aisa, a quien había nombrado gobernador de M urcia, estaban fijos en Valencia que actuaba como tapón y que necesitaba descorchar para así alcanzar la taifa de los hudíes y poner su pie en la marca oriental tomando Zaragoza, amenazada ésta también por el rey aragonés, Sancho Ramírez. Sobre el tablero, que en tiempos controlaba la mano y la mirada del rey Alfonso, ahora quien movía con precisión las fichas era el rey negro y estaba haciendo avanzar a sus peones y, tras irse apoderando de las torres y alcázares de los débiles taifas, avanzaba por el centro y por los costados. Por el oeste el jefe de los ejércitos almorávides, Sir Abu Bark, tenía su ojo de halcón del desierto fijo en los dominios de Al M utawakkil y las tierras bajas del Tajo hasta Lisboa. Por el estes comenzando por nuestros territorio y hasta el mar M editerráneo, los africanos querían abrir brecha y volver a retomar los puestos avanzados del Tajo y las tierras de Cuenca, al tiempo que subiendo desde Denia, por Játiva hasta Valencia, penetrar hacia Zaragoza y restablecer de nuevo todas las fronteras del Califato. Para ello y como última pieza habrían de retomar, como broche y definitiva perla, Toledo y su obra habría quedado completada y el Islam, ahora purificado y en la recta senda marcada por el Profeta, lejos de las desviaciones y blanduras corruptas de los andalusíes, restaurado. Quienes éramos y vivíamos en la frontera veíamos el peligro y lo temíamos, pero no estábamos seguros del todo, yo al menos no lo estaba, de que la claridad de la mirada del rey Alfonso fuera la que en tiempos había sido. Percibía sin duda, y tras Sagrajas, el riesgo, pero tal vez en la corte de León no se contemplaba éste en toda su crudeza, excesivamente confiados en nuestra fuerza. Habíamos sido, hasta no hacía tanto, siempre vencedores, y al rey, y a quienes más cercanos tenía, le costaba asumir que ahora no se enfrentaba a las tropas de los reyezuelos sino a guerreros terribles, numerosos y fanáticos, que combatían con organización, disciplina y valentía. Isabel, aunque nada decía entender de estrategias guerreras, sí se atrevía a discernir el ánimo y las mentes y quizás las leía mejor que nadie. —Alfonso sigue sintiéndose el vencedor y actúa como tal. Sigue en cierto modo aferrado a sus éxitos y se resiste a aceptar que las tornas han cambiado o pueden estar cambiando. Piensa en conquistar, pues es lo que ha hecho y en lo que ha triunfado, pero es quizás momento de pensar en conservar y no arriesgarse en demasía. Su reflexión acabé por hacerla mía y se la trasladé en cuanto pude a Álvar, quien cabizbajo meneo dubitativamente la cabeza. —No deja de haber razón en lo que dices, aunque sea mal presagio —me respondió mi tío—. Sin embargo el encastillarnos y quedar a la defensiva sería la peor de las defensas. Si tenemos la oportunidad de avanzar nuestras posiciones y fortificarlas ésa sería la mejor de nuestras estrategias. Pondríamos tierras y alcazabas de por medio hasta la línea del Tajo y estaríamos así más seguros ante ese embate que desde luego se producirá sin duda. Lo que los mensajeros de Rodrigo nos fueron trayendo, uno tras otro y en ocasiones en la misma semana, hizo que todo aquello que barruntábamos se precipitara y que hubiéramos de pasar de las intenciones y pensamientos a ensillar los caballos y ponernos en marcha de inmediato. En efecto, el almorávide se movió prestamente hacia Valencia. Y lo que tanto temíamos sucedió. Las ciudades, los castillos y los alcázares les abrían las puertas. En todo lugar tenían partidarios y éstos se imponían. El caid de Denia hubo de huir a Játiva y ésta no tardó también en ser dominada por Aisa que se dirigió desde allí hacia Alcira, que lo recibió jubilosa, y el hijo de Yusuf se dispuso a entrar en Valencia. En el interior de la ciudad eran muy pocos los musulmanes que apoyaban a Al Qadir. Su bando estaba cada vez más debilitado, y ante la cercanía del ejército almorávide los cristianos radicados en la ciudad, así como muchos notables muladíes, optaron por cargar las caballerías con sus pertenencias y tesoros e intentar ponerse a salvo. Cosa que hicieron en el castillo de Segorbe mientras enviaban al Cid desesperadas llamadas de socorro a Zaragoza. Los mozárabes se escondieron en sus casas y los partidarios del emir encendieron la revuelta. En la ciudad estalló la rebelión. Los conjurados se habían comprometido con una avanzada de caballeros almorávides y alciranos para abrirles algunas puertas, incendiar otras, además de lanzarles escalas desde las murallas, al tiempo que ellos mismos asaltaban el alcázar donde se refugiaba el odiado Al Qadir. Lo lograron sin apenas oposición de la guardia de éste y, tras matar a algunos caballeros cristianos que aún les hicieron frente tanto allí como en alguna puerta del muro y de las torres, apresaron al aguacil Al Faray y dieron muerte a todos los que se les opusieron y a todos quienes en aquel recinto encontraron y eran servidores del antiguo rey de Toledo. El líder de la revuelta era Yafar Ibn Yahhaf, descendiente de una antigua familia árabe, yemení, que llegó con los primeros conquistadores y desde entonces había figurado entre los más notables de Valencia como caídes o jueces de la ciudad, cargo que él mismo ostentaba. Recibió a los caballeros almorávides y llevó a su capitán hasta el alcázar, del que tomaron plena posesión. Pero Al Qadir, apurando su séptima y última vida, sobrevivió una vez más. Logró huir disfrazado de mujer, entre las de su harén, y encontró refugio en una finca cercana, una humilde casa que se encontraba cerca de los baños de la ciudad. Pero esta vez su suerte estaba echada. Al salir del alcázar se había llevado con él sus más valiosos tesoros y junto con una gran cantidad de oro y plata el más preciado de todos, un conjunto de aljófar y de perlas, que no existía igual, además de muchas gemas, zafiros, rubíes, esmeraldas y diamantes en una arqueta incrustada en oro. No contento con ello se había ceñido un cinturón de piedras preciosas y de perlas que era famoso en todo el mundo árabe, pues se decía que había pertenecido a Zobaida, la sultana esposa del califa de Bagdad, Harum Al Rachid 67 . Aquel ceñidor de perlas había pasado luego a Abderramán y al desplomarse el califato había caído en poder de Al M amum, quien se lo había regalado a su hija, la madre de Al Qadir, de quien lo había recibido el fugitivo. Sabedor el cadí de que tales tesoros habían desaparecido junto con el reyezuelo lanzó una caza inmisericorde contra él, pues a poco le llegó la noticia de que no había logrado abandonar la ciudad. No tardó en dar con su paradero y entonces urdió de inmediato su muerte para poder él, a su vez, apoderarse del tesoro. Para ello contó con la ayuda de quien llevaba años en Valencia rumiando su venganza, un joven de los Banu Al Hadidi, quienes habían servido con lealtad y eficacia a Al M amun y a quienes traicionó Al Qadir de manera vil, matando con su propia mano al visir que había sido el gran consejero de su abuelo. Asaltaron la casa donde estaba Al Qadir y el joven Hadidi fue puesto al mando de quienes custodiaban al prisionero. Nada más caer la noche fue él mismo quien, tras decirle quien era y que era llegada la hora de su venganza, le apuñaló por todo el cuerpo y luego le cortó la cabeza que llevó al cadí Yahhaf. Éste ordenó pasearla a la mañana siguiente por las calles y mercados de la ciudad y luego la hizo tirar a una charca cercana llena de inmundicias. El cuerpo de Al Qadir fue arrojado a un estercolero y allí quedó hasta que un hombre por caridad islámica lo puso en unas parihuelas y cubriéndolo con una estera vieja lo llevó fuera de los muros, a un lugar destinado a los camellos, y cavando una fosa lo enterró en ella sin mortaja alguna, como si de un pordiosero se tratara. Era el 29 de octubre de 1092 y el mes de ramadán de los musulmanes estaba a punto de finalizar. Así murió quien había sido rey de Toledo, señor de las tierras de los Il Nun y de Valencia y ésa fue la primera noticia que a nosotros llegó y que nos hizo prepararnos para pasar a la acción, que entendió Álvar ahora sí que habría de ser inminente y antes incluso de que a las fortalezas de Cuenca hasta Santaver llegara la noticia y reaccionaran llamando a los almorávides. Pero antes de partir nos siguieron llegando las noticias. Los notables y servidores de Al Qadir con un primo del apresado Al Faray al frente, que habían logrado huir, alcanzaron el castillo de Yubayla, que pertenecía a Ibn Qasim, señor de Alpuente, la pequeña taifa cercana a Albarracín, cuyo alcaide los acogió y un judío que había sido almojarife del asesinado reyezuelo les procuró sustento. Otros huidos, la mayoría cristianos que habitaban Valencia, fueron hacia Zaragoza en busca del Cid y toparon con éste que bajaba con toda su mesnada y furioso con él mismo por la pérdida, pues ya sabía que sus hombres, que dejó para guardarla, habían sido puestos en fuga del arrabal Alcudia donde moraban, su campamento abandonado y saqueado y todos los castillos que antes le pagaban parias pasados a la obediencia de los almorávides. Pero aún le quedaba la peor sorpresa, cuando se dirigió al castillo de Yubayla, donde sabía se habían refugiado y encontrado acogida los otros fugitivos y llegó a sus puertas, encontró que su alcaide, creyendo que su situación era desesperada y que nada ganaría con mostrarse amable con el cristiano sino que esto le comprometería con los almorávides victoriosos, le cerró las puertas y no le permitió entrar en la fortaleza. Ante ello Rodrigo inició su asedio. Solo tuvo en aquella aciaga jornada, en la que se encontró que todo su protectorado y bienes en aquella tierra habían quedado reducidos a nada y que tan solo contaba según sus propias palabras con «cuatro panes», una sola alegría, los fugitivos con el primo de Al Faray a la cabeza salieron del castillo y se presentaron en su campamento poniéndose a su servicio y jurándole fidelidad hasta la muerte. Por conducto de uno de ellos envió al cadí de Valencia, que se envanecía dándose ya aires del rey, paseaba por la ciudad rodeado de caballeros y escoltado, mientras las mujeres le aclamaban con gritos y algazaras, una carta en que le exigía que le restituyese todos los víveres que había dejado en sus almacenes y que concluía con un desafío por el crimen que había cometido tras afearle irónicamente su acción con estas palabras: «¡Loado sea Dios, que te ha ayudado a cumplir el ayuno de ramadán, rematado con el buen sacrificio de matar a tu señor». Así mismo le conminaba a que respetara la vida de quienes habían sido allegados suyos, de los mozárabes y del anciano rey murciano exiliado, Tahir, a quien gustaba humillar y zaherir. No tardó en recibir respuesta de Yahhaf quien le comunicaba que la ciudad estaba bajo la obediencia del emir de los almorávides y que sus pertrechos y viveros los diera por entero por perdidos. En efecto, a Rodrigo lo habían dejado con «cuatro panes» y a la intemperie. Eso nos enviaba a decir Rodrigo, al tiempo que nos comunicaba que él se ponía de inmediato en campaña para reestablecer su dominio en la zona y que nos apresuráramos nosotros a ocupar cuanto antes todo el territorio, ahora desierto formalmente de rey, aunque en la práctica llevaba ya mucho tiempo sin que tal poder lo ejerciera. M i tío Álvar partió con buena parte de nuestras tropas en dirección a Uclés y Cuenca, que entendía como las piezas clave por su situación y fortaleza. La alcazaba de Uclés, poderosa señoreando desde la roca la llanura a sus pies, y Cuenca, colgada sobre sus abismos, eran plazas que había que ocupar de inmediato y de manera prioritaria. Yo, por mi parte, y con la sombra masiva de Pedro Gómez a mis espaldas, partí rumbo a Santaver y Huete. El primero no nos opuso resistencia alguna. Lo cierto es que estaba cada vez más despoblado y ya casi no quedaban en él apenas musulmanes. Aumenté su guarnición y nos dirigimos a Huete. Aquí sí había llegado la noticia de la llegada a Valencia de los almorávides y hubo quienes se plantearon resistirnos, pero la precaución de haber emplazado en su alcázar ya previamente a algunos de nuestros caballeros pardos abortó cualquier intentona que fue además avisada por los mozárabes. Opté entonces por una medida radical y a todos aquellos que habían participado en la intentona de sublevarse les hice salir de la ciudad y abandonar sus casas y sus tierras. M e suplicaron pero me mantuve firme. —Si queréis servir a los almorávides, id de inmediato con ellos. No voy yo a manteneros dentro de estos muros para que cuando se presenten ante ellos corráis a abrirles los portillos y atacarnos por la espalda. Les dejé partir con lo que pudieron recoger hacia tierras de M urcia y yo marché al encuentro de Álvar. Lo hallé ya en Cuenca y me alegré al ver que había completado con celeridad todo nuestro cometido. No sin dificultades. Al contarle lo que yo había hecho en Huete me confesó que había estado tentado de hacer lo propio en Uclés, donde restaba una importante población musulmana, pero como ésta aparentemente no había dado muestras de connivencia con los almorávides no había hallado excusa para hacerlo, aunque lo noté por ello preocupado. No contábamos allí con apenas mozárabes y tan solo con la propia guarnición cristina podíamos fiarnos. En Cuenca sucedía algo parecido aunque le habían abierto sin demora las puertas. En cualquier caso ahora la tierra que había sido de los Il Nun era la tierra de Álvar Fáñez, y del rey Alfonso ,a quien enviamos de inmediato mensajeros para comunicarle las nuevas que en aquella época de tribulación no dejarían de alegrarle. Como nos alegró a nosotros, de vuelta en Zorita, recibir nuevas noticias de Valencia. Rodrigo se había movido también con presteza. Seguía asediando Yubayla que se resistía con inesperada tenacidad pero, manteniendo este cerco, envió recado a los castillos antes a él sometidos exigiéndole que proveyesen a su campamento de viandas y que quien se negara o retrasara sería castigado de inmediato. Sabedores de su fuerza y prestigio en la batalla casi todos se apresuraron a retornar a su obediencia excepto el de M urviedro, cuyo alcaide, Ibn Lupon, puesto en el dilema de desobedecer al Cid y arriesgarse a ser asaltado y muerto o entregarse a Rodrigo y luego tener que rendir cuentas a los almorávides, amén de traicionar a su religión, optó por una hábil jugada. Escribió dos cartas. Una al Cid diciéndole que estaba dispuesto a hacer lo que se le ordenaba, aunque no envió nada, y otra al señor de Albarracín, Ibn Razin, ofreciéndole ponerse en sus manos y entregarle M urviedro y todos los pequeños castillos bajo su mando de los alrededores. El Razin no desaprovechó la oferta y raudo se presentó allí y tomo posesión de la fortaleza. Pero sabedor de que podía entonces desatarse contra él la ira de Rodrigo se dirigió en plan amistoso a su campamento y le ofreció un acuerdo. Que pudiera adquirir, comprando o cambiando, cuantas cosas quisiera en los castillos y ciudades de su taifa, tanto en M urviedro como en todos. Todo se puso por escrito y firmado por ambas partes. Ibn Razin se retiró a Albarracín pensando que había evitado una guerra y realizado un buen negocio y con él marchó, junto a su familia y bienes, el hábil Ibn Lupon pensando que, aunque había salvado el trance y su vida, lo mejor era dejar aquel lugar tan peligroso. M ientras Yubayla no se rendía, aunque tampoco sufría asaltos, manteniéndose una situación un tanto ambigua y que hacía pensar que el alcaide había pactado rendir la fortaleza, pero pidiendo salvar la cara y que no se dijera entre los sarracenos que lo había hecho sin ofrecer una gran resistencia, los almorávides estaban cerca. Pero la sola presencia de la hueste de Rodrigo los había devuelto a sus bases de Denia y Játiva y no movían sus ejércitos ni realizaban ofensiva alguna para terminar de ocupar Valencia, donde mantenían sus caballeros acogidos al alcázar. Al revés, su alfoz quedó a merced de los cristianos y cada día, y por dos veces, Rodrigo enviaba sus algaras a recorrerlo, una por la mañana y otra al atardecer, a que robaran cuanto ganado sorprendieran y cautivaran a quien lograran capturar, pero con una excepción que obligaba a llevar a rajatabla. Que bajo ningún concepto molestaran ni saquearan, y al revés protegieran a los labradores que cultivaban tierra y huertas. Había obligado a sus capitanes a prometérselo bajo juramento. Debían halagarlos y animarlos a cultivar. Les prometían comprarles los sobrantes cuando hubiera de recogerse la cosecha. Así pensaba el Cid tendrían que comer si el asedio a Valencia se prolongaba. Y así se hizo, pero de las algaras mucho se sacaba y tampoco cesaban los suministros de los castillos sometidos, que luego en recuas de asnos y acémilas iban a venderse o cambiarse a los castillos y villas de M urviedro... Yahhaf, mientras tanto, comenzaba a sentir el dogal y a pensar que aunque actuaba como un rey le faltaba casi todo para poder considerarse como tal. Lo primero que hizo fue intentar contar con una tropa a su servicio y para ello, aprovechando las viandas de los almacenes del Cid y las rentas e impuestos de la ciudad, contrató a trescientos jinetes y comenzó a dar de lado al capitán de los almorávides. Éste, al percatarse de que habían quitado a Al Qadir para que tan solo otro reyezuelo ocupara su lugar, comenzó a crear un nuevo frente contra él utilizando a quienes en Valencia deseaban que Yusuf se enseñoreara de una vez por todas de la plaza y expulsara definitivamente de aquella tierra a los cristianos derrotando al Cid. Pero éste supo de las desavenencias internas de los moros y actuó sobre ellas con una maniobra astuta. Les ofreció, entendiendo que los africanos eran el enemigo más temible, su apoyo para librarse de ellos, lo que el cadí recibió con interés y comenzó a restringir los víveres que suministraba a los afincados en el alcázar. Pero el hijo de Yusuf, Aisa, se percató de la maniobra y le apretó las clavijas. Le envió un emisario exigiéndole en nombre de su padre la entrega del tesoro para armar un gran ejército y atacar a los cristianos. Yahhaf se vio pillado y pensó en la manera de escapar de ambos cepos. Convocó una asamblea de los notables de Valencia y les expuso el asunto. Aunque se dividieron al final optaron por acceder a la demanda del emir y enviarle el tesoro a M arruecos. Pero Yahhaf no estaba dispuesto a desprenderse de él, así que ocultamente separó lo más valioso del mismo, y desde luego el cinturón de Zobaida, y se lo guardó para sí. El resto se encargó a cinco embajadores de hacerlo llegar al emir. Pero entre ellos eligió, tras liberarlo de su prisión, a quien había sido el alguacil del Cid, Al Faray, y éste se las ingenió para lograr enviar recado a Rodrigo de lo que se tramaba y ponerlo sobre aviso. Éste acechó la salida de los emisarios y pudo capturar a varios y a buena parte del tesoro, aunque alguno logró embarcar en un pequeño puerto y llevar lo que trasportaba al sultán. Rodrigo agradeció a su fiel Al Faray el servicio y le prometió recompensarlo cuando tomara la ciudad a lo que ya se dedicó en exclusiva, pues finalmente Yubayla se rindió, pactando la salida y libertad de sus defensores, y fue ocupada y fortificada aún más por la mesnada de Rodrigo. Ya libre de aquella ocupación adelantó sus líneas y sitió Valencia, estableciendo su campamento en las huertas que rodeaban la ciudad, junto a una acequia llamada M estalla. La primera medida que tomó fue devastadora. Incendió todas las aldeas que rodeaban la ciudad y ordenó demoler cualquier torre que allí se levantara, puso también fuego a los molinos y a los barcos que se encontraban en el río y mandó segar las mieses, que se hallaban en sazón para abastecerse él y sembrar el hambre en la ciudad. Después asaltó los arrabales, penetrando a sangre y fuego, primero en el de Villanueva, al que redujo a escombros e hizo una gran mortandad, enviando toda la piedra y la madera aprovechable a Yubayla para seguir construyendo una villa fortificada a los pies del castillo y luego el de Alcudia, donde la resistencia fue mucho más encarnizada y el primer día hasta descabalgaron a Rodrigo que hubo de combatir a pie, con grave riesgo de su vida. Pero finalmente, sabiéndose vencidos, pidieron paz y clemencia y entonces Rodrigo cesó el ataque y ordenó que se les respetara su vida y sus bienes bajo las más severas penas a quien conculcara sus órdenes. Esperaba que aquella actitud demostrara a los habitantes de Valencia cual era su destino. Si lo resistían perecerían y si lo aceptaban como señor vivirían, y que su mejor salida era entregarle la ciudad ya que él sabría ser generoso con ellos. Los reunió en asamblea y les animó a que siguieran en sus trabajos sin temor. Designó un almojarife musulmán para controlar cuentas e impuestos y se estableció allí con buena parte de las tropas. Con la toma de los arrabales, Valencia quedaba en un cepo del que nadie podía salir ni entrar sin su permiso. Dentro de la ciudad la situación era angustiosa y las discusiones constantes. Los jinetes almorávides, los de Yaffah, los notables, y todos cuantos quisieron participaron en un cónclave para decidir qué podían hacer para salir del aprieto. Decidieron que no tenían otra opción que pactar con Rodrigo y someterse a sus exigencias, pagándole tributo como antaño mientras que, eso sí, no apareciera el hijo del emir Yusuf con sus tropas y los liberase. Rodrigo, sabedor de lo difícil de un asalto a sus murallas, consideró que le interesaba el acuerdo pero con la condición de que los almorávides abandonaran el alcázar y salieran de Valencia. Éstos, hartos de todas aquellas maniobras de los valencianos, estaban incluso deseosos de hacerlo y no pusieron objeción dirigiéndose, tras pasar sin problemas el cerco cristiano, al encuentro de sus hermanos en Denia. Rodrigo se hizo pagar la tregua. Recibió el importe de los víveres que le habían saqueado cuando mataron a Al Qadir, así como la paria que le abonaba éste, mil maravedíes al mes, pero con los atrasos correspondientes desde que fue asesinado. El arrabal de Alcudia permanecería en su poder, allí representado por el almojarife por él nombrado. Su hueste se retiraría a Yubayla durante todo el mes de agosto, que era el plazo que les dio, y prometió con una carta por él firmada donde les concedía todo aquel tiempo para ver si el emir Yusuf venía a ayudarles. Si lo hacía y lo vencía que le sirvieran a él pero si no servirían y obedecerían a Rodrigo. Lo hizo porque el propio Yusuf había escrito a Rodrigo amenazándole con venir él mismo a arrojarlo de aquella riquísima tierra y él había respondido jactanciosamente que si no cruzaba el mar era porque le tenía miedo. Así era Rodrigo y aquel su carácter, como bien me decía su «hermano» y amigo, mi propio hermano y tío Álvar. Las cosas no le iban mal a nuestro antiguo camarada pero lo cierto es que estuvieron a punto de torcerse de la manera más imprevista, pues en aquel mes de septiembre el Cid estuvo al mismo borde de la muerte por la más dañina herida que en combate le hubieran infligido. Retirado en Yubayla parecía esperarle una temporada tranquila, aunque con la inquietud creciente por los cada vez mayores rumores de que un ejército almorávide se aprestaba a marchar contra él en cuanto el emir cruzara el estrecho. Se complicaron las cosas por donde menos lo esperaba. Ibn Razin, el señor de Albarracín, que había firmado la paz con el Cid tras copar M urviedro, pensó en repetir jugada y apoderase de Valencia y a espaldas de Rodrigo intentó llegar a acuerdo con Sancho Ramírez de Aragón y su hijo el infante don Pedro. Rodrigo interceptó tales mensajes y decidió dar una lección al reyezuelo. Sin comunicar a nadie, tan solo a su hijo Diego y a los más fieles como Félez M uñoz y Bermúdez, sus intenciones pareció proseguir con sus tareas que ahora se centraban en escarmentar al alcaide de Alcira que se negaba a pagarle. Por lo que le invadió la tierra y le segó las mieses, y concluida esa tarea y recogido todo el pan de Alcira y muchos ganados como botín y llevarlo a su castillo, aquella misma noche ordenó a su mesnada que estuviera preparada y sin saber el destino salieron al amanecer hacia Albarracín, haciendo una corta posada en camino y entrando en las tierras de Ibn Razin, al alba siguiente, como un devastador torbellino. Robaron todo cuando pudieron: vacas, ovejas, caballos, cabras, cautivos, mujeres, jóvenes, niños y todo el trigo y el centeno que encontraron. Un gran botín que fue enviado a Yubayla ante la desolación de los habitantes de Albarracín y el temor de su reyezuelo, quien, sorprendido por la durísima reacción de Rodrigo, se encerró en su fortaleza inexpugnable. Y allí pudo morir Rodrigo, pues estando cerca de sus murallas, tan solo con otros cuatro caballeros, confiado en que nadie les atacaría, se vieron de pronto sorprendidos por la salida, desde el muro, de doce jinetes moros que contra él se abalanzaron. Respondió Rodrigo al ataque matando a dos de ellos pero un tercero alcanzó a asestarle un lanzazo en el mismo cuello. Los caballeros del Cid lograron, aun muriendo dos de ellos, protegerlo y poner en fuga a los otros. Pero al ver la sangre que le manaba de la garganta abierta pensaron que el Cid moriría de inmediato. Sin embargo aunque por un pelo tan solo la punta de hierro no le había roto la vena principal por donde fluye la sangre. Le restañaron y taponaron como bien pudieron la terrible herida y un médico pudo cortar la hemorragia llegados al campamento. Desde allí regresaron a Yubyala y callaron de la herida sufrida por su caudillo, pues temían que ello pudiera envalentonar a los moros sometidos. Solo cuando a las dos semanas ya no se temió por su vida y ya pudo mantenerse en pie, Rodrigo se mostró a todos pues los rumores habían empezado a crecer y la inquietud a apoderarse de los cristianos y la esperanza de los moros. Ésas eras las nuevas que por carta nos daba Rodrigo al acabar aquel verano de 1093 en Zorita en la que concluía: «Veras, Minaya, que solo en manos del Creador está nuestra vida. En tantas lides con enemigos mucho más poderosos en fuerza y número nos hemos librado de la muerte. Y ésta ha estado a punto de alcanzarme en un recodo cuando para nada la esperaba. Solo Dios me ha salvado pues solo el grueso de una aguja separó mi vida de mi muerte y solo a Él debo dar gracias de poderte ahora escribir como vivo. Me preparo ahora para afrontar el embate del emir que a buen seguro no tardará en venir contra mí. Con la gracia de Dios espero vencerle y te mantendré prestamente al tanto de sus movimientos por si parte de su ejército se dirige hacia tu tierra». Preocupados aunque aliviados por su recuperación nos reunimos a cenar aquella noche en casa de pedro Gómez que había porfiado en invitarnos y que aceptamos con mucho agrado pues si en algo era de verdad diestra su mujer era con los fogones y los calderos. Yosune le sacaba a las viandas los sabores que nadie lograba extraerles y sabía guisar o asar la carne para que supiera a lo que debía en vez de a carbón o a sangre cruda. No faltó mi tío Álvar, aunque algo triste. Había recibido carta de doña M ayor donde le daba cuenta de la vida en Orbaneja y en la corte donde pasaba la mayor parte de su tiempo. Preparaba la boda de sus hijas. Años atrás, ya muchos, su único vástago varón, aquél que tanta alegría le había dado al nacer en su villa natal, había fallecido un invierno presa de un enfriamiento que le mató el pulmón y era algo que procurábamos no mencionar por no apesadumbrarlo más. Había sido siempre un niño débil que ni siquiera pudo comenzar a adiestrarse para la guerra como su padre hubiera deseado. Envidiaba por ello a Rodrigo a quien ahora acompañaba siempre su hijo Diego y sabedores de su pena nosotros intentábamos que aquel recuerdo no rozara nuestras conversaciones. En sus largos periodos de frontera y soledad, Álvar, no había tenido ni la tentación siquiera de acomodar a alguna concubina, cosa que nadie le hubiera reprochado y hasta de saberlo es posible que ni doña M ayor hubiera tenido en cuenta. M i tío se encontraba aún, a sus 46 años cumplidos, en plena flor de la vida, fuerte, nervudo y como siempre enteco, no había disminuido ni un ápice su vigor y en cualquier caso lo que había aumentado era su resistencia a la fatiga y al dolor. Pero si alguna vez holgaba con hembras nada de ello sabíamos. La discreción en algunos de sus asuntos era una sagrada ley que él siempre respetaba. Venía por nuestra casa en muchas ocasiones, siempre que no andaba de una de las fortificaciones a otras, pues se movía por su tierra, la de Álvar Fáñez que ya llamaban, de continuo, de Cuenca a Guadalajara, y en todos los lugares su llegada, acompañado de sus pardos, era recibida por los unos con alivio y por los otros con respeto cuando no con temor. Pues parecía tener por todas partes ojos y larga mano para alcanzar cualquier atisbo de traición. Sabía que solo aquella presencia mantenía a los musulmanes a raya dentro de las ciudades y que muchos de ellos solo esperaban la aparición de los africanos para franquearle los muros y proceder a degollar a los cristianos. Porque ahora eso era lo que sus ulemas y alfaquíes no cesaban de pregonar. Que era preciso retornar a la guerra santa y expulsar de Al Ándalus a todo infiel que hubiera aposentado en aquella tierra. Ocupamos la velada en disfrutar la noche con un buen vino y todavía mejores dulces que había preparado Isabel para gusto de Álvar. Uno de ellos, el que más le gustaba, unos bizcochos, que habían empezado a coger fama por aquella alcarria de Guadalajara, dulces, encanelados y emborrachados con aguardiente. Aunque ya comenzaba a refriar, la temperatura era agradable y era el momento para hablar con cierta pausa tanto de las cosas grandes como de las pequeñas. Las grandes nos las relató Álvar bien informado de los movimientos de los ejércitos almorávides y cristianos. —Si los africanos han dejado más tranquilo a Rodrigo es porque se hallan ocupados en el otro lado. Yusuf tiene el ojo echado a la taifa de Al M utawakkil y éste lo sabe. Está perdido y conociendo la suerte sufrida por sevillanos y granadinos ha decidido plantarle cara. Para ello ha sellado un pacto con Alfonso y le ha entregado por su protección las plazas de Santarem, Lisboa y Cintra. Alfonso ha dado su mando a Raimundo de Borgoña, casado con su hija tenida de Constanza, Urraca. Con ello supone asegurada aquella frontera de la vieja M arca y dominado el tajo desde su inicio a la desembocadura. Es por allí por donde vendrá el ataque. Sin duda. Sir Abu Bark está ya preparando sus tropas en Córdoba para avanzar hacia Badajoz. Y tendrá aliados dentro, pues muchos son los descontentos con su rey por haber entregado a los cristianos tan grandes fortalezas. También, aunque aún más parco para estas cosas, Álvar traía otras noticias de la corte. —Alfonso ha desposado a su hija legítima Urraca con el borgoñón Raimundo, les ha entregado la custodia de aquellas tierras. M uchos francos afincados en Toledo han partido hacia allá pues encuentran buen acogimiento entre sus compatriotas. —Habrá que ver cómo combaten cuando vengan sobre ellos los africanos —dudó el gigantón Pedro Gómez. —Dicen Álvar que Alfonso pasa en Toledo ahora más tiempo que en Sahagún y en León. Que los brazos cálidos de la mora Zaida le atraen mucho más que los regaños de Constanza y de las continuas demandas de su hermana Urraca, a la que los años han vuelto todavía más agria —preguntó Isabel, quizás sabiendo mucho más de lo que preguntaba. —De eso ya sabes que en poco me ocupo, mujer. Pero al ser toledana seguro que sabrás tú más aunque me lo preguntes —mi tío no era precisamente tonto ni le faltaba ingenio—, lo que ya sabe toda Castilla. Que la mora le ha dado a Alfonso un hijo. Que lo han bautizado como Sancho, como su hermano muerto, su madre y su abuelo navarro. Un nombre de rey. Y como heredero lo ha reconocido y así lo trata. El infante Sancho ya ha cumplido el año la pasada primavera y Alfonso ha revivido con su llegada y de ver cómo crece, fuerte y sano, en el alcázar toledano. —A Constanza en León muy poco le habrá gustado tal cosa. Y seguro que al obispo Bernardo tampoco. —El obispo calla y cobra los silencios con favores. No quiere que a nadie entregue la sede de Alcalá de Henares hasta que no quede bajo su control ni tampoco la de Sigüenza. Y el rey se lo ha concedido, al igual que buenas rentas para la suya de Toledo. Además, dicen, que la reina Constanza está muy enferma. A Yosune, la vasca, aquellas cosas de corte no le interesaban nada, sino las cosas más cercanas. Nos había preparado una porrusalda con verduras que ella misma había logrado cultivar a las orillas del M adre Badujo y quería algo a cambio de la cena. —Zorita crece. M ucho. Y gente sale de las murallas. En la ciudad vieja de los godos hay ya muchas casas. Porque allí hay buena piedra para hacerlas por el suelo. El cura ha hecho una iglesia. No tiene buena cruz, solo una de madera. No es justo que no tengan. Él no se atreve pero yo si lo pido para ellos. En la gruta de Santa M aría aquí en el castillo hay dos. Una podríamos dársela. La de los colgantes, creo. Aquí hay dos, Álvar, y allí ninguna. A Álvar los tratos con la iglesia nunca se le habían dado precisamente bien pero no era cuestión ni quería negar algo así a la vascona, que además le parecía razonable. O sea que lo que hizo fue descargarme la piedra. —Encárgate tu Fan. Pero no será cuestión de que el cura del Soterraño te la regale. Ofrécele algo razonable a cambio. Y si no acepta entregarla pues que se fundan algunas vasijas, yo mismo las ofrezco, y se forje una nueva para la ermita de arriba. —Ya lo pensamos —respondió la vasca—, pero salieron unos diciendo que el único orfebre es el judío y que de esas manos la cruz saldría impura. Lo siento Isabel, pero eso dijeron. Tontería me parece a mí. Pero quieren cruz vieja y consagrada. —M ira a ver que puedes hacer tú, Fan, y arreglemos esto. —Lo que hay que arreglar son las defensas de Recópolis —intervino Pedro—. Hay cuatro muretes desportillados que atraviesa de un salto un caballo. Por lo menos habría que resubirlos. Y más cosas, los nuevos poblados carecen de toda defensa y hasta de la posibilidad de dar un aviso. —Eso sí lo he pensado tío. Había que visitar todo el entorno desde aquí a los altos de la Bujeda y ver cómo, al menos, preparar un sistema de avisos ante una posible entrada almorávide. Albalate y sobre todo Almonacid tienen barbacanas que las protegen y hasta alguna torre albarrana defendiendo la puerta de entrada, pero Las Aldoveras, Cabanillas y el poblado de la Bujeda están por entero desguarnecidas. En ello sí se sentía mucho más cómodo mi tío y se notó que había pensado bastante en ello. —Yo he de salir a revistar las plazas al norte de la Sierra de Enmedio. M e llegaré a todas y hasta Cuenca iré con fuerte hueste para que los muladíes vean que no bajamos la guardia y si he de hacer escarmiento ante quienes sepamos que andan en tratos con los africanos lo haré para que sirva de ejemplo. Tú, mientras, pon mano en lo que hablamos. Sobre los portillos de Altomira hay viejas torres moras derruidas, reponlas y coloca en ellas vigías. Serán el seguro para todos estos poblamientos. Que dispongan de espejos para señales y leña para luminarias. Contrata mozos de las aldeas y provéeles de escudo, venablo, espada, arco y flechas. En los poblados haz lo que consideres oportuno, pero de nada vale una muerte, lo importante es que estén alerta. No tienen lejos Zorita si el aviso les llega a tiempo. Lo de Recópolis habrá que atenderlo aunque bien podían haberse instalado en los arrabales de Zorita y así estarían mejor protegidos. —Están a un paso y a la vista. M uchos son familias de mozárabes venidos desde M urcia. Quieren estar juntos. Lo han perdido todo y allí han encontrado en las ruinas casi las casas ya hechas. Tierras de labor tienen en las que trabajar y están roturando mucha tierra. Han comenzado a hacer acequias para traer el agua que baja por el barranco que viene de Albalate. Acabaran haciendo en ese valle, ahora lleno de matojos, una huerta. Iré a verlos, tío, y acordaré con ellos que tendrán que dedicar algo de su trabajo a levantar defensas y algo de su tiempo a hacer guardia para seguridad de todos. —Eso se lo meteré yo en la cabeza —me apoyó Pedro. Había otra cosa que además quería yo comentar con todos. Aquellos meses de cierta calma en la frontera me había llevado en muchas ocasiones a visitar muchos de aquellos enclaves, cuando iba a cazar con Pedro o cuando simplemente salía de ronda con algunos pardos. Veía su manera de arar la tierra y tenía alguna idea que darles. Había visto algunos aperos tanto en los monasterios del norte como entre los labriegos de Orbaneja y su manera de utilizarlos aprendida de los monjes francos que me parecía podía serles muy útil. Pero antes de que saliéramos ,mi tío para Cuenca y yo a reconstruir las torres de la Bujeda, hubimos de acudir a dos misas de funeral que quiso que se dijeran en Santa M aría del Soterraño. Una misa por la reina Constanza que había muerto en León y otra por la del conde Sisnando que había entregado su alma en Toledo. Alfonso se quedaba de nuevo viudo, aunque ahora tuviera en el alcázar toledano una reina que le había dado un heredero, y sin uno de sus mejores, más inteligentes y leales vasallos, el mozárabe que tanto le había ayudado a conquistar y gobernar la capital del Tajo. 67 El protagonista de Las mil y una noches. Capítulo XVII: La cruz y la vertedera Los años transcurridos desde mi salida del monasterio no habían tenido reposo. M i juventud había pasado entre algaras, batallas y heridas. No parecía que los por venir fueran a ser diferentes y que de continuo hubiera de dejar Zorita y a Isabel para andar a caballo por los caminos con la loriga puesta. Pero a partir de aquel invierno, y aunque la vida en la frontera nos hacía mantenernos siempre alerta y los ataques almorávides no cesaban, en nuestro sector pareció calmarse la contienda. M i tío Álvar sí había de acudir con sus pardos aquí y allá a reforzar posiciones atacadas por los sarracenos, y sus viajes a Toledo y por toda la M arca M edia eran frecuentes. Su obsesión era fortificar lo que había sido el Thgar musulmán, aunque ahora la amenaza viniera exactamente por el otro lado de los ríos, y por ello había que apuntalar por esa vertiente a las fortalezas para hacerlas infranqueables. Nuestras posiciones parecían sólidas desde M edinaceli hasta la capital toledana y la nuestra en concreto, con Uclés, Huete y Cuenca por delante y Rodrigo adelantado en Valencia, aún más preservada, guardando nosotros a su vez al valle del Henares, ahora con Atienza en la retaguardia, antes del cruce de la sierra hacia la vieja Castilla. Cierto es que poseyendo Gormaz, San Esteban y Osma y en función de los acuerdos del rey Alfonso con Al M ustain, quedó para los hudíes M edinaceli, y el valle del Jalón, donde nunca habíamos acabado de establecernos sólidamente. Durante los viajes de Álvar yo solía quedarme con un retén importante de tropas en Zorita y mucho le agradecí el poder disfrutar del amor de mi mujer, de sus cuidados, de mis dos hijas y al fin también de un varón que culminó mi dicha. Lo bautizamos en la pequeña capilla subterránea y le pusimos Álvar, pues entendí que mejor homenaje no podía hacerle a quien en cierto modo, siendo mi hermanastro, y aparentando ser mi tío, se había conmigo comportado como padre. Que mi hijo llevara su nombre, pues, como era costumbre en Castilla que los primogénitos llevaran el de su abuelo. Con la compañía de Pedro Gómez y su imponente presencia siempre a mi lado me dediqué tanto a la vigilancia y refuerzo de nuestras defensas como a alentar la repoblación y la labranza. Las torres de la Bujeda quedaron al fin a mi gusto y también las defensas de Almonacid. No estaban dispuestas para soportar un embate de un ejército pero sí para servir de refugio ante una razia de caballería. A toda costa quería preservar la vida de las gentes que se decidían a cultivar aquellos campos tan expuestos y donde resultaba primordial para escapar de la muerte que el aviso de cualquier peligro llegara rápidamente a todos. Conseguí al fin resolver el asunto de la iglesia de Recópolis aunque como me temía hubo de ser a costa de mi bolsillo. Entregué lo necesario en oro y plata para que el orfebre judío labrara una hermosa cruz destinada a Santa M aría del Soterraño, en la propia alcazaba, y aún otra para la nueva iglesia de Zorita, pegada a la muralla y a la puerta que se confrontaba con el paso del río, y a cambio recibí la que los nuevos colonos de Recópolis ansiaban, la vieja que según ellos había en realidad pertenecido a la derruida basílica goda o que al menos conservaba alguna reliquia de aquel tiempo. La llevamos pues en solemne procesión desde el castillo y por el viejo camino de carros que remonta y luego sigue el collado hasta aquellas viejas ruinas, y allí ocupó su lugar. La escoltó, a la vera del sacerdote, Pedro Gómez y observé que el gigantón era feliz aquel día. La cruz no era muy grande, de un codo de altura y medio de envergadura, rematando sus extremos en escuetas flores de lis, sobre las que estaban grabadas las efigies de los cuatro evangelistas. Cuatro gemas de cristal de roca se situaban en el promedio de los brazos y en el centro la imagen de Cristo crucificado. En el reverso de la Cruz aparecían, también grabados, los símbolos de los evangelistas, y en su centro la figura de Jesús en actitud de bendecir, de medio cuerpo. De sus brazos colgaban unas cadenillas. Pedro Gómez mostraba por ella una devoción absoluta e hizo de rodillas el juramento de defenderla con su propia vida. Pero yo tenía, y en ello Isabel me apoyaba con entusiasmo, algunas cosas más terrenales en mente. Adelantando por una carta mi llegada a doña M ayor, a la que deseaba fervientemente ver y presentarle a mi esposa, nos pusimos en marcha hacia los viejos solares. Decidí efectuar el viaje en primavera y tras acordarlo con Álvar, con quien me encontraría en la corte de León y de donde si fuera posible retornaríamos juntos. Ya tenía hablado con la vasca Yosune que ella se quedaría al cargo de las niñas y el pequeño Álvar, que aún no había cumplido los dos años. La judía estaba deseosa de conocer Castilla y de emprender aquella aventura conmigo aún teniendo que dejar a sus hijos, aunque los sabía bien cuidados, y a sabiendas de la incomodidad y las vicisitudes que sin duda nos aguardaban. Pero ante mi perplejidad no solo quería ponerse cuanto antes en marcha sino visitar muchos lugares de los que yo le había hablado y recorrer los sitios donde habían tenido lugar mis primeras andanzas guerreras, a pesar de que eso nos hacía más penoso el camino. M e ganó con arrumacos, besos y carantoñas, y a la postre me sentí yo también ilusionado de recorrer, junto a ella, aquellos escenarios por los que había vagado como desterrado mesnadero. Finalmente nos pusimos en marcha, con tan solo un par de caballeros pardos, otro de escuderos y otro de carros, uno para pertrechos y otro para viandas y el suficiente número de caballos y acémilas para trasladarnos a nosotros y a nuestras armas. Yo quería viajar más ligero y suministrarme en las poblaciones al paso, pero Isabel decidió llevarnos abastecimiento completo. Comprendí que en aquella «algara» era la hebrea quien iba a llevar la seña y darnos órdenes a todos. Así que mejor era acatar con una sonrisa, que compartieron mis hombres, y de tal guisa y con tal ánimo salir por la puerta de Zorita, cruzar el puente y coger el camino hacia Guadalajara. Al fin y a la postre hube de darle razón pues a pesar de algunos contratiempos y algún frío chubasco y hasta alguna noche en que nos alcanzó la nieve, el viaje fue por demás placentero y el gozo de cabalgar junto a mi esposa e irle señalando los lugares y sucedidos hizo que cada jornada fuera memorable y dichosa. Y compartir con su tibio cuerpo la tienda de campaña donde nada sino hierro, fatiga y sangre me había hasta entonces acompañado me hacía anhelar la llegada de la noche. Tanto fue así que optamos a poco por no pernoctar en las villas sino hacerlo en descampado y en algún lugar que nos resultara a ambos querencioso, por un recuerdo o por la simple belleza del sitio. Cruzamos el Tajuña, remontamos al camino de La Galiana y dimos vista a Guadalajara y a la campiña del Henares, donde paramos y comprobamos que la ciudad mantenía su actividad y viveza y había reforzado sus defensas. En el arrabal del Alamín por donde yo había penetrado al asalto, la mezquita había sido convertida en iglesia, aunque no muy lejos los moros tenían su propia aljama para su culto y un poco más arriba no tardo Isabel en encontrar a los de su raza y su sinagoga. Le conté mi primer botín y su destinataria y no contuvo su risa hasta lograr hacerme sonrojar la cara. Subimos luego río arriba y llegamos a pernoctar a la vista de Hita junto a un pequeño río, el Badiel, donde unos monjes se afanaban en levantar un cenobio. De buena y fresca mañana sobrepasamos la hermosa y bien guardada villa y subiendo a las alcarrias divisamos desde lo alto la junta de los cauces del Henares con el Bornova y dimos vista al poderoso castillo de Xadraq o Castejón de Abajo, que de ambas forma le llamaban. Por allí cruzamos ya ambos ríos hacia las serranías del fondo y siguiendo el Bornova de claras aguas fuimos ascendiendo hacia Atienza. Hubimos de separarnos en muchas ocasiones de sus orillas y seguirlo por los collados pues son muy empinados y resbaladizos sus desfiladeros. Por allí nos sorprendieron varios y repentinos algarazos de agua y contemplamos un espectáculo asombroso. Pasada la nube y humedecidos los cortados de pizarra, al alumbrar de nuevo el sol y dar contra aquellas piedras, les sacó destellos plateados que arrobaron a Isabel. Tras ello y al comprobar que el cañón del Bornova nos hacía cada vez más dificultoso el paso, un pastor de cabras aceptó guiarnos unas horas tras advertirnos que él habría de volver presto pues aquella era tierra de lobos y no quería dejar solo al rebaño. Pero nos indicó bien y alcanzamos aquella noche a llegar a zona que yo ya conocía de antemano. Atienza nos quedaba, enhiesta sobre la piedra, a la derecha, pero el río era allí ya riachuelo y yo sabía que la laguna donde se refugiaba recién nacido estaba a poco más de media legua. Pero no llegamos a ella pues antes busqué y encontramos el pequeño poblado de Albendiego y aquella iglesia ya casi terminada que había visto comenzar a levantar y que nos dijeron haber dedicado a santa Coloma. No rechazamos la hospitalidad de los frailes y en el prado al lado del pequeño templo levantamos nuestras tiendas y repusimos fuerzas. Nos ofrecieron de comer carne de corzo bien adobada y vi que los canteros construían como ya había visto hacer en Sahagún años antes. Aquel arte de levantar bóvedas y encajar piedras se extendía por Castilla entera. Uno de los clérigos nos explicó también que en aquel sitio había tenido lugar una gran batalla donde había sido derrotado el gran Abderramán III. Vino con la intención de asaltar Zamora, pero sólo alcanzó Simancas. Allí los nuestros lo quebraron, Ramiro II de León y el conde Fernán González. Los tuyibíes de Zaragoza, el cadí de Huesca y el de Santaver, y un Il Nun se fueron prestos de la batalla. El califa hubo de emprender la huida buscando refugio en sus fortalezas para intentar ponerse a salvo en Guadalajara. Pero aquí en Albendiego les dimos alcance y empujamos al precipicio de esos barrancos a muchos de sus jinetes. Ya a salvo en Córdoba, Abderramán hizo crucificar al de Huesca, el primero en escapar, y a diez de sus oficiales a los que condenó por cobardes. Con las primeras luces de la mañana y ya al pasar junto a la laguna del Bornova nos envolvieron las nieblas y todo el lugar parecía deshilacharse en brumas mágicas. —En este lugar moran espíritus ancestrales —me dijo cogiéndome de la mano Isabel, y yo no pude impedir un estremecimiento. Remontamos y dejamos atrás la nueva Castilla, pues pasada la sierra por aquel portillo estábamos al otro lado, ya en la vieja. Al mirar a nuestra espalda comprobamos que los picos altos seguían cuajados de nieve y aún distinguí entre todos aquel Ocejón que recordaba. Pasados aquellos tramos el viaje se hizo más rápido y procuramos apurar jornadas hasta alcanzar Burgos. La ciudad había crecido y se habían levantado muy hermosas casas. También iban a muy buen paso las obras en la catedral de Santa M aría. En Burgos quiso Isabel demorar unos días y tomar posada y pugnó hasta encontrar una que fuera de su agrado, aunque para dar con la que le ofreciera lo que deseaba hubo de ir a preguntar a los de su propia raza y acabamos finalmente en aposentos que para mí poco tenían de cristianos. Pero disponían de baños. De Burgos ya tomamos camino hacia Orbaneja pero allí me esperaba un cierto chasco. M i casa estaba y bien cuidada, al igual que la de los Fáñez y todo se hallaba en buen estado y las maquilas en actividad plena. Pero doña M ayor no se encontraba en aquellos sus dominios. Sin embargo no tardaron en darnos razones y recado, al tiempo que quienes estaban al cuidado de las heredades se nos ofrecían y se ponían a nuestra disposición en todo, empezando por la propia residencia de Álvar ya que la de mi soltería no ofrecía suficiente espacio, donde pernoctamos y donde todo estaba preparado para recibirnos, empezando por las mejores y más seleccionadas viandas. M i tía nos había dejado allí una carta donde nos decía que nos quedáramos cuanto tiempo deseáramos y que cuando lo viéramos oportuno fuéramos a su encuentro a León, donde se encontraba y donde también tenía para nosotros dispuestos aposentos y recibimiento acorde a nuestras personas. Pero nos insistía antes descansáramos y utilizáramos sus casas y riquezas como propias porque tal eran, y se despedía diciendo que tenía grandes ganas de verme y de conocer a mi mujer. Conociendo a mi tía aquella noche me dispuse a adoctrinar una vez más a la hebrea insistiéndole que era una hija del Conde Ansúrez, de la más rancia nobleza leonesa y que procurase disimular algunos rasgos de su comportamiento, que aquello no era la frontera ni había la permisividad que en Toledo. Que allí era Isabel, desde siempre, y que a los cultos y en los actos religiosos era mejor no hacer desdén alguno y mejor callar los propios. Temía alguna reacción malhumorada de mi hebrea pero era conocerla poco aunque fuera ya desde hace muchos años mi mujer. Lejos de enfadarse no solo entendió mis miedos y compartió mis prevenciones sino que soltando otra de sus cantarinas carcajadas me espetó: —No temas, Fan Fáñez, que no habrá en León cristiana más vieja y con más pureza de sangre que yo. Ni más piadosa. No sabía hasta que punto mi tío Álvar habría puesto sobre aviso a doña M ayor al respecto pero lo que menos deseaba era una mala reacción ni un desaire. M i tía era una mujer muy abierta pero no podía olvidar su linaje y su posición. M e tranquilizó que Isabel fuera también en esto mi mejor cómplice. Decidimos quedarnos unos días en Orbaneja y yo aproveché para acercarme a las fraguas, donde estaba en realidad el objetivo central de mi viaje. Quería hacerme con aquellas nuevas rejas que los frailes de Cluny habían traído primero a Sahagún y luego extendido por todas las comarcas limítrofes; unos nuevos aperos que amén de rajar la tierra la volteaban. Se llamaban vertederas y no solo quería conseguir algunas de ellas sino comprobar cómo se utilizaban. Por ello no me importó demorarnos una semana hasta lograrlo, aunque sabedores de quien era yo los herreros dejaron toda su tarea y se dispusieron a trabajar por entero en complacerme. Al fin salí de Orbaneja con media docena de vertederas a mi gusto en el carro y además otras tantas colleras y otros diversos útiles y achiperres que eran también imprescindibles para que del arado pudieran tirar los animales y en particular los caballos. El yugo era sustituido por una collera que se colocaba alrededor del cuello de la caballería y el trabajo se hacía más rápido y la labor cundía mucho más. El carro, ahora descargado de viandas, se cargó con todo ello y a mí me pareció que mi carga era mayor tesoro que los que arrebatábamos en las batallas a los moros... Al fin emprendimos camino hacia la corte y concluimos por llegarnos a León donde no me fue en absoluto difícil encontrar la casa de mi tía y de Álvar. Que era más que una casa y tenía mucho de palacio, como correspondía ya a unos de los magnates de Alfonso y a una hija del conde Ansúrez. Llegados a sus puertas salieron a recibirnos los criados y, a nada, presurosa, doña M ayor, quien me abrazó primero, me besó después y luego se pasó un tiempo dándome vueltas y mirándome de arriba abajo y del derecho y del revés. Ante ella, aunque ya hombre hecho y derecho, no dejaba de comportarme como un jovenzuelo aturullado. Y ella no actuaba como la linajuda rica hembra de su estirpe y dignidad sino que el cariño le hacía ser aquella especie de madre y amiga que había sido para mí en mi primera juventud. Y mi primer amor. Hermosa aún, aunque los años no habían dejado de pasar por ella. Tras darme a la entrada todo aquel recibimiento y cuando al fin pude presentar a Isabel y a Pedro Gómez, al que no dejó de contemplar con un gesto de admiración por su tamaño, nos hizo entrar y he de reconocer que andaba yo algo corrido pues el saludo a mi esposa me había parecido como algo de soslayo. Pero una vez entrados ya en su mansión y acomodados, tras ofrecernos un lavamanos y algunas bebidas, entre ellas también algo de vino, se sentó, observándonos tanto a mi mujer como a mí, y tras dar un sorbo a su copa, me espetó. —Vaya, vaya. No quisiste casar con ninguna de las que yo te tenía ya apalabradas, hijas de magnates y hasta de condes. Todo me lo despreciaste y hasta huiste de aquí para no verte obligado. Para que Álvar me acabara confesando a la postre, aunque tuve casi que aplicarle el potro, que era por ella, que habías desposado a una judía de Toledo. Y ahora veo el por qué, mi buen Fan. Ahora veo por qué y su belleza. Ven hija mía, ven Isabel y dale un beso a tu tía. Y allí acabaron mis pesares y mi viaje con Isabel. Porque desde aquel instante y hasta que dejamos León ya no fue mía sino de doña M ayor, mi tía, y de sus hijas, no dejando entre todas un rincón que visitar ni ningún capricho que comprar ni ninguna inutilidad con la que no hubiéramos de cargar de vuelta a Zorita. Yo también aproveché mis días para recordar mi estancia anterior en la corte y visitar al clérigo Anselmo, que seguía al tanto de cuanto cabildeo hubiera y que no dejó de procurarse nuevos a través mío, en particular todo lo que atañera a la princesa mora con la que Alfonso moraba en Toledo. Había algo en la ciudad que me sorprendió, sin embargo, mucho más que cualquier murmuración cortesana, y que no dejé de comentar con doña M ayor uno de los escasos días en que las acompañé y me acerqué con ellas a San Isidoro para oír misa. Era la gran cantidad de peregrinos que por allí pasaban. Se les distinguía por sus vestimentas, cayados y unas conchas que se prendían en sus sayales oscuros hechos de burdos paños. —Van hacia Santiago. Cada día vienen más. M uchos de ellos son francos. El rey Alfonso está llenando la ruta de cobijos y albergues para ellos, cosa en la que la difunta reina Constanza puso también todo su empeño. Hacen parada, los que por esta ruta vienen, en San Isidoro. A su protección y amparo se dedican algunos monjes pero Alfonso tiene el empeño de que todos los que quieran efectuar el camino puedan hacerlo sin temor y protegidos, pues en el largo viaje muchos son asaltados y robados. Una ofensa a Dios y a él mismo que no está dispuesto a consentir. Y bien hace el rey en ello. Hablé de ello por la noche con Isabel. Yo había conocido ya muchas y muy hermosas ciudades, muchas de ellas eran sarracenas, que dejaban a las nuestras en poco menos que poblachos, donde vivían muchas miles de almas, cincuenta mil decían que en Sevilla y el doble en Córdoba, que no había llegado a ver y donde se levantaba la más esplendorosa de sus mezquitas, algunas de las cuales, muy hermosas, había visto, pero en contrario no había llegado jamás al templo de Santiago ni visitado la tumba de nuestro apóstol. Ella era, aunque bautizada, judía, pero observé que mi intención para un futuro de acercarnos hasta Compostela no le desagradaba en absoluto. Tal vez un día, como habíamos hecho ahora, pudiéramos hacer juntos aquel viaje. M i tío Álvar quiso por su lado que yo aprovechara el viaje a León para hacerme presente en la Corte, aunque no pude ver en aquella ocasión al rey Alfonso ni a sus hermanas. El primero andaba ocupado con un nuevo matrimonio, esta vez con la reina Berta de Toscana, una italiana hija del conde de Saboya que bien pronto hubo de saber a qué atenerse pues la verdadera sultana vivía en el alcázar toledano y prevalecía en su corazón, máxime habiéndole dado a su único heredero varón, el infante Sancho. Hasta entonces Alfonso solo había procreado hijas. Urraca, de Constanza, la única nacida en unión bendecida por la Iglesia, y Elvira y Teresa de quien había sido su amante leonesa, Jimena M uñoz. Hubieran sido concebidas fuera o dentro de matrimonio legítimo, Alfonso las trataba a todas casi por igual, exigía para ellas el respeto a su rango de hijas del rey y las había casado con nobles francos de la casa de Borgoña, tan querida de la reina difunta. Y hacía ya mucho tiempo que en el reino habían dejado de escandalizarse por tales asuntos. Otros eran los que en verdad preocupaban. Fuimos a visitar a don Pedro Ansúrez que nos recibió con cordialidad y en el caso de Álvar con amistosa familiaridad. Las noticias de la frontera de sudoeste no podían ser más graves. —Si habéis notado en vuestro sector que los africanos han aflojado la presión, ello se ha debido a que el emir ha optado por otra prioridad, la de acabar con la taifa de Badajoz. Y lo ha logrado. Al M utawakkil ha muerto y Badajoz ha sido tomado por el ejército almorávide —me informó don Pedro con el asentimiento de mi tío que indudablemente ya conocía la noticia. El conde se explayó, tras darla, algo más en el relato. —Saliendo de Córdoba, su general Sir Abu Bakr, que tiene el mando máximo en las tropas, se dirigió contra Al M utawakkil. Éste, que nos había solicitado ayuda y entregado las fortalezas de Lisboa y Santarem, comprendió que solo le quedaba resistir pues en absoluto estaba dispuesto a seguir la suerte de Abd Allah, su hermano Tamin y el sevillano Al M utamid. Flanqueado por sus hijos se decidió a plantear batalla y sabedor de su inferioridad en campo abierto lo intentó hacer resguardado tras los muros de sus ciudades y apoyado por el conde Raimundo de Borgoña, nombrado por el rey Alfonso tenente de aquellas plazas. Pero todo fue inútil. Como en el resto de los taifas, los alfaquíes habían ya predispuesto al pueblo musulmán a favor de los africanos y la traición hizo que se abrieran muchas puertas y se franqueara la entrada de muchos muros. Finalmente tan solo resistió Badajoz y allí se libró la última batalla. Una vez más la rebelión estalló dentro al tiempo que Sir Abu Bakr lanzaba su asalto. A poco Al M utawakkil solo tuvo como refugio su alcazaba y comprendiendo que ya era imposible cualquier resistencia aceptó su rendición confiando en la clemencia de Yusuf. Aparentemente el emir le perdonó la vida, pero secretamente dio órdenes a Sir de ejecutarle junto a todos sus allegados, algo que hicieron con presteza la primera noche en que la comitiva del prisionero rey y sus esposas y parientes se dirigía hacia el sur. Habían acampado ya en la orilla sur del Guadiana cuando los asesinos entraron en sus tiendas y los pasaron a todos a cuchillo, cortando la cabeza de Al M utawakkil para preservarla en sal y hacérsela llegar a Yusuf. Con ello el emir mandaba a todos un mensaje. Quienes se habían rendido sin combate, como Abd Allah, habían salvado sus vidas, quienes le habían resistido enconadamente no podían esperar tal favor. Tan solo se ha salvado de la masacre el hijo mayor de Al M utawakkil quien con un destacamento de jinetes se había negado a entregarse y ha logrado escapar del cerco para lograr unirse a las tropas de Raimundo de Borgoña. Ha jurado por su Dios combatir hasta su muerte a los asesinos de su padre. Pero de nada ha valido su furia ni el empeño de Raimundo. Sir se dirigió tras ellos hacia Lisboa y finalmente la ha tomado, con lo que nuestra línea defensiva ha quedado por aquel lado también debilitada, aunque conservamos Santarem. Sir Abu Bakr se ha retirado ahora hacia el sur. Puede que su objetivo próximo sea desalojar a Rodrigo Díaz de la vega valenciana y así tener paso expedito hacia Zaragoza, la única taifa que todavía no ha caído en poder de Yusuf. Al M ustain, al que conocéis bien, ha suplicado nuestra ayuda pero estoy bien seguro que, si se ve ante los ejércitos almorávides, no dudara en entregar su reino. De hecho su hijo primogénito, Alí, al tiempo que su padre, nos mandaba a nosotros embajadas y nos pagaba las parias, fue al encuentro de Yusuf con muchos dineros y maravillosos regalos prometiendo toda su lealtad y amistad al emir y poniéndose a su servicio. Así pues vuestro sector y en especial el de Rodrigo son ahora trascendentales. Una vez más el conde Ansúrez era clarividente en sus visiones y noté la profunda atención con que su yerno Álvar le escuchaba. M i tío, de por si poco dado a hablar, era el silencio personificado cuando se encontraba en presencia de su suegro, al que respetaba. Pero observé también que el respeto y la admiración eran mutuos. Porque si el conde Ansúrez leía como nadie el tablero de la guerra, el brazo de Álvar Fáñez y el de sus pardos eran quienes defendían las fronteras castellanas. Pero había algo más, como un cierto trato de padre hacia hijo. Don Pedro no los tenía y Álvar había ocupado en cierta forma aquel lugar en su corazón. Conocía también a la perfección don Pedro la situación en el reino cristiano de Aragón y el condado de Barcelona. Había casado a su hija M aría, la que seguía en edad a doña M ayor, con el conde Armengol de Urgel, vecino de Berenguer, y ello le hacía aumentar su interés por la zona. De aquellas tierras, cuando estábamos a punto de ponernos en marcha para el regreso, llegó una terrible nueva. El rey Sancho Ramírez había muerto asediando Huesca. Una flecha le había atravesado la garganta y la milagrosa suerte que Rodrigo había tenido al recibir el lanzazo en Albarracín a él no le había acompañado. Su hijo Pedro, quien desde muy joven le había acompañado en sus campañas y flanqueado en la batalla, fue proclamado rey allí mismo, levantó el cadáver de su corajudo padre y prometió que sería su primera misión como soberano tomar aquella plaza ante la que había caído su progenitor a quien lloró con amargura, acompañado de su hermanastro Alfonso que Sancho Ramírez había tenido de otro matrimonio y quien a pesar de su juventud era ya temido por sus enemigos en la batalla. Ambos hermanos, fieles a su palabra, tras dar tierra a su padre en el monasterio de san Juan de la Peña retornaron al asedio y se juramentaron para no levantarlo, durase lo que durase, hasta que Huesca se les entregara y quedara vengado Sancho. Uno y otro se decían que un día habrían de tomar Zaragoza y convertirla en la capital cristiana de su reino. Era algo que suponía ciertos problemas en la diplomacia leonesa, pues por el acuerdo y las parias que pagaba Al M ustain estábamos obligados a defenderlo y ello no dejaba de preocupar a Ansúrez que sin embargo no dejaba de entender como lógica la pretensión del rey aragonés, aunque contrapuesta a la propia. —Sí Pedro de Aragón pretende apoderarse de la taifa del Ebro, el mismo interés tenemos nosotros en hacerlo. Si él tiene sus límites por el norte, por el oeste y por el sur los tenemos nosotros. Son cosas de la guerra y la política. Aunque en verdad siento la muerte de Sancho Ramírez, primo de nuestro rey Alfonso, un bravo y un fiel aliado que en momentos de tribulación, como el ataque almorávide a Toledo, no dudó en poner a nuestro lado su ejército y su brazo. Y desde luego sus infantes, Pedro y Alfonso, no le van a la zaga. Los ha enseñado bien el aragonés. M i tío Álvar y yo nos miramos. Bien lo sabíamos nosotros, aunque en una batalla le hubiéramos vencido. Conocíamos de sobra el temple de los aragoneses en el combate, la ferocidad de sus peones montañeses y la bravura de sus caballeros. Si era posible mantenerlos como amigos sería de mucho más provecho que enfrentarlos como enemigos. De Valencia también tenía nuevas el conde Ansúrez. Conocía el asedio al que Rodrigo estaba sometiendo a la ciudad y esperaba su pronta caída en sus manos. Comprobé que bien de manera directa o a través de Álvar estaba muy al tanto de los movimientos del Campeador y que los seguía con sumo interés. Sabía del primer intento almorávide de romper su cerco y no alcanzaba a explicarse que tras haber llegado a la vista de la ciudad se hubieran dado media vuelta sin librar siquiera batalla. Según sus noticias, Rodrigo al comprobar su aproximación había hecho inundar los campos para impedirles el paso y que llegada del cielo le había caído una inesperada ayuda, pues se había desatado contra el campamento africano una tremenda tromba de agua que lo había anegado. Pero no parecía aquello causa suficiente de la retirada de tan aguerridas tropas saharianas. Sin embargo había sucedido y ello había llevado a la ciudad a la desesperación. Sus informes le indicaban sin embargo que era muy probable que el hijo del emir, Aisa, el gobernador de la limítrofe M urcia estuviera preparando una nueva intentona e incluso que el propio Yusuf pudiera cruzar de nuevo el Estrecho y unirse a él o que enviara allí a Sir Abu Bakr y a los conquistadores de Badajoz. Era pues preciso el regresar a la frontera y permanecer allí alerta a la espera de acontecimientos. Ansúrez nos comunicó también que caso de producirse una ofensiva almorávide contra Rodrigo le diéramos nuestro apoyo y que él mismo lo haría poniéndose al frente del ejército para acudir en su socorro. Nos alegró tal disposición y sin más demoras y, esta vez por mejores caminos y buscando villas donde pernoctar, comenzamos el regreso en un grupo mucho más numeroso, pues Álvar, a quien Alfonso hizo llamar y dado órdenes, junto con cien lanzas, nos acompañó en el camino de vuelta. Al llegar a Guadalajara él se retardó para cumplimentar las instrucciones del rey y nosotros nos dirigimos a Zorita donde nos aguardaba una inesperada sorpresa. Nada más cruzar el puente, el jefe de la guardia nos señaló a Pedro Gómez y a mí una tienda mora, plantada al otro lado, con un par de caballos estaquillados junto a ella. —Llegó hace más de una semana. Preguntó por Pedro Gómez y al decirle que no estaba en la plaza se limitó a replicar: «Le esperaré entonces», dar la vuelta y establecerse allí donde le veis y donde desde que llegó ha permanecido. Es un caballero árabe y no hubo momento siquiera de preguntarle ni quién era ni cuál era la razón de su venida. Se ha limitado a repetir que espera a Pedro Gómez y que a él le dará razón y a nadie más. En nada ha molestado y ni siquiera se ha acercado a por vianda alguna, tan solo se llega en ocasiones al río en busca de agua. Hicimos pues que Jezabel y nuestros acompañantes penetrasen en la villa y Pedro y yo recruzamos el puente de Zorita y nos dirigimos a la solitaria jaima. Su morador nos vio llegar y vimos que salía de ella vestido con sus armas y que nos aguardaba a pie firme ante la apertura de entrada. M iré a Pedro Gómez de soslayo quien observaba con fijeza al moro y de pronto, dando un grito, pico espuelas y se dirigió al galope hacia él. M e sobresalté y lo seguí pero al llegar a ellos vi que el gigantón había bajado del caballo y que abrazaba y besaba al sarraceno, un hombre no muy alto, delgado y fibroso, de abierta sonrisa que prodigaba y dejaba ver una dentadura muy blanca en su olivácea cara. —¡Estás vivo, estás vivo, loado sea Dios, estás vivo M uzafa! —exclamaba Pedro—. Creí que los africanos te habrían matado. Pasadas las efusiones de mi amigo y ya serenados, M uzafa, tras haberme identificado Gómez diciendo «Fan Fáñez, el sobrino de capitán Álvar», pasamos al interior de su tienda donde el árabe hizo por agasajarnos, preparando esa bebida, una infusión que hacen con unas hojitas de una desconocida planta y que algunos de los suyos tanto estiman y valoran mucho más que su propio peso en oro. M uzafa, me informó de inmediato Pedro, era un caballero de Al M utawakkil, en cierta manera de su propia familia, aunque alejado en rango y poder. Él lo había dado por muerto junto con su rey al contarnos Ansúrez su derrota y asesinato de todos los allegados. Tuvo para sí que M uzafa habría sucumbido con él, porque su lealtad hacia su rey era absoluta y no dudaba que no le habría abandonado al ser hecho prisionero. Y en efecto así había sido. Había permanecido en el alcázar hasta el último momento, se había negado a abandonarlo a pesar de que así le habían pedido que lo hiciera y que marchara con el primogénito, había sido capturado por los almorávides y llevado en la comitiva hacia el sur que llevaba al rey cautivo, a su familia y a sus deudos más cercanos. —Al M utawakkil confió en la clemencia de Yusuf y en la palabra de Sir Abu Bakr. Pero yo supe por las miradas de los malditos bereberes que nuestra suerte estaba decidida y que en cuanto llegara la oscuridad nos esperaba la muerte. Nos iban a degollar a todos en cuanto la noche cayera. Al acampar al atardecer procuré escabullirme haciendo que iba a por agua para mis abluciones y entre las dos luces me oculté entre matorrales de la orilla del río. Quise encontrar la forma de avisar a mi señor Al M utawakkil y llegar hasta él, pero su tienda estaba custodiada y rodeada de guardia armada. Permanecí oculto y nadie me echó en falta. Entonces el funesto destino se cumplió. Vi llegar a los esbirros de Sir con los cuchillos desenvainados y penetrar en cada una de las tiendas. Oí los gritos de los hombres y los chillidos de las mujeres degolladas. Nada perdonaron. No me echaron en falta. Esperé a la oscuridad más completa, pero comprendí que a pie y sin armas no podría hacer buena mi huida. Decidí que si era voluntad de Alá ya hubiera muerto aquella noche y me arriesgué. Aceché como un lobo en los límites del campamento y las estrellas me fueron propicias. Un jinete solitario bajó hasta la orilla a abrevar a sus caballos. No tenía otra arma que una roca pero con ella le destrocé la cabeza. Cayó sin oír llegar a la muerte y sin un estertor siquiera, tan solo las convulsiones cuando el espíritu abandonó su cuerpo. Que Alá me perdoné, pero lo despojé de todo, ropas, armas, dinero que llevaba en abundancia en una bolsa y joyas en un cinturón cosidas y hasta sus botas. Pero, para mi infortunio, había desensillado sus monturas antes de bajarlas al río así que hube al principio que cabalgar a pelo, aunque en el camino y al paso por Toledo me procuré ya una buena silla y esta tienda. ¡Que Alá maldiga a los bereberes todos, pero que al que yo maté, y me fue tan útil, lo lleve si quiere al paraíso! —Loado sea Dios, M uzafa, lo importante es que te has salvado. ¿Pero cómo has sabido dónde encontrarme? —Supe en Badajoz que cabalgabas con el capitán de los pardos, que bien sabes tan temidos son por nuestras tropas y por los africanos y supe que Álvar Fáñez era alcaide de las fortalezas al norte del Tajo. Así que tras llegar a sus márgenes y tras sobrepasar Toledo, donde merqué la silla y compré comida para el viaje, he ido subiendo aguas arriba hasta encontrarte. Era voluntad de Alá que lo lograra y al saberte ausente aguardé tu llegada. Ofrecí al amigo de Pedro que nos acompañara dentro de Zorita, pero no consintió en hacerlo. Nos dijo que prefería vivir en su jaima y que sí agradecería, una vez reconocido y admitido en nuestra mesnada, algo que nos suplicaba, que le señaláramos un lugar de acampada. Entendí que si así lo deseaba tal vez en la planicie de Recópolis pudiera hallar lugar de buen acomodo para su gusto y hacia allá se dirigió con Pedro Gómez, mientras yo finalmente ascendía hacia la alcazaba. No tardó demasiado en reaparecer Pedro Gómez que apenas si se había acercado por su propia casa para abrazar a su Yosune y a su larga prole antes de acudir a mis estancias y darme cuentas más detalladas de todo y de su amistad con aquel moro. —Dos veces debo la vida a M uzafa. Una, como enemigo, tuvo su cuchillo en mi garganta y no quiso degollarme y otra como amigo me subió a su caballo cuando tras perder el mío y herido ya no podía valerme contra quienes me acosaban. Le debo, pues, dos vidas a M uzafa. Ahora no le queda nada ni nadie y nos pide pasar aquí, al servicio de Álvar, lo que su Alá le conceda aún de vida. Estoy en deuda. Es gran jinete, el mejor con el arco, y maneja como nadie el cuchillo. Si le damos hospitalidad para él será sagrada mientras viva. No habrá nadie más leal que él en toda la mesnada. —Es tu amigo y eso vale más que nada —respondí y quedó todo zanjado. Y a partir de entonces yo tuve dos sombras a mi lado. La del gigante cristiano y la del afilado sarraceno que conmigo venían a todas partes. El uno siempre con el hacha de guerra al alcance de la mano y el otro con aquel gesto suyo de acariciarse el amuleto que al cuello llevaba, un dinar de plata acuñado en nombre de su señor Al M utawakkil, que recordaba su estirpe y su tragedia, y al que acompañaba con su eterna queja de que jamás podría cumplir con el precepto, que casi ningún musulmán de Al Ándalus en realidad cumplía, de ir en peregrinación al menos una vez en la vida a la M eca. Deseaba poderme quedar en Zorita un cierto tiempo pues estaba ansioso de probar las nuevas artes de labranza que había traído del norte y pude hacerlo en los meses venideros, aunque antes de ponerme a aquellas tareas, que habrían de esperar a la recogida de la cosecha que empezaba a entrar en sazón en los campos, quien llego fue mi tío Álvar con las mejores nuevas. Rodrigo había al fin rendido a Valencia y se había convertido en su señor, aunque había tenido el buen cuidado de hacerlo en nombre del rey Alfonso. Pero a todos los efectos el Cid era señor de Valencia y, si no se puso corona de rey, como tal gobernó la ciudad y todo el territorio de aquella taifa. —La ha rendido por hambre, tras un asedio que convirtió a los valencianos en seres famélicos que se mataban entre ellos por un cascote de pan o una brizna de carne aunque fuera de perro. Al fin los habitantes no soportaron más y pidieron rendirse. Rodrigo les concedió los quince días para que emisarios suyos fueran a Zaragoza y a M urcia a pedir socorro a Al M ustain y al almorávide Asisa, hijo del emir. Como ninguna hueste apareció en su socorro se rindieron. Nos relató mi tío que tambien le habían entregado al Cid el cadí Yahhaf, autor de la muerte de Al Qadir y de quien se sospechaba tenía en poder lo mejor de su tesoro. Éste fue conducido preso a la fortaleza de Yubayla donde fue torturado durante tres días para que confesara donde tenía escondidas sus riquezas. Dio cuenta de algunas de ellas y fue de nuevo conducido a Valencia pero allí fue traicionado por sus sirvientes y deudos, que comenzaron a revelar los lugares secretos donde tenía ocultas tanto gemas preciosas, como aljófar, y plata y oro en grandes cantidades. Una vez que Rodrigo consiguió apoderarse de todo ello se produjo el juicio al cadí y a sus más allegados y fue sentenciado a muerte por haber él, a su vez, asesinado a su señor Al Qadir. —Se hacen ahora lenguas de la crueldad de Rodrigo, pero fue una sentencia justa. Rodrigo perdonó a los niños y a sus mujeres pero ordenó matar a sus cómplices más directos. Cuentan que cerca de treinta fueron ajusticiados, que fueron los propios musulmanes quienes los ejecutaron lapidándoles aunque hay quien afirma que Yahhaf fue condenado a la hoguera por el propio Rodrigo y que murió entre las llamas. El Cid izó en lo más alto del alcázar valenciano su seña y dispuso que solo gentes de su hueste y mozárabes custodiaran las puertas, pues no se fiaba de los musulmanes y aunque a veces pernoctaba en la alcazaba solía aposentarse en el arrabal de Villanueva bien rodeado de gente armada. A los valencianos los trató, en principio, con mano blanda y, siguiendo los acuerdos de Alfonso y del conde Sisnando en Toledo, les permitió mantener la mezquita mayor para su culto y les respetó vidas y heredades, no grabándoles con más impuestos que los que la ley coránica para ellos estipulaba. M ucho tenía que hacer, sin duda, Rodrigo en la gran ciudad de Valencia y en toda su rica huerta, pero yo tenía también mi propia tarea pendiente en nuestra Zorita y nada más concluir la recogida de las cosechas pude al fin poner manos a la obra, aunque antes había estado preparando todo el utillaje y hablado ya con los mejores labradores que se habían mostrado receptivos a probar las nuevas artes de labor que les había traído. Zorita se había ido arracimando en torno al castillo. Por debajo de la puerta del Califa, y tras pasar las dos torres que inmediatamente debajo daban paso al pasillo de ronda fortificado, las seis calles que en semicírculo y mirando las casas hacia el río iban ocupando la ladera hasta la muralla de abajo, frente al río, que se había llenado de casas y de gentes. En el muro y confrontada al arranque del puente sobre el Tajo se abría la puerta fortificada de entrada. En lo alto, en el propio recinto de la alcazaba, seguía moliendo la almazara y forjándose el hierro en la fragua. Agua no faltaba pues el pozo de muchos codos bajaba a nivel del río y el propio Tajo lo alimentaba. Había también almacenes para grano y para vino y no faltaban cuadras. Pero donde yo pasé largo tiempo fue en la fragua con los herreros y con los labradores. Primero para acoplar las nuevas rejas a los viejos arados y luego para que aprendieran a forjar otras similares. No me fue fácil al comienzo el convencerles, pues las gentes tienden a perseverar en sus costumbres y a desechar la novedad por dañina, pero cuando al final vieron funcionar el nuevo arado vertedera ya fueron casi todos los que comprendieron de inmediato sus ventajas, y entonces no hubo quien no quisiera tener uno para la próxima sementara. Estaba yo dispuesto a entregar la media docena que habíamos traído desde Orbaneja, pero eso era no conocer a la hebrea. Ésta exigió por todos y cada uno un justo pago que, eso sí, admitió que fuera abonado al concluir la siguiente cosecha. Y otro tanto hizo con las cosechas. —Los herreros cobraran por su trabajo por los nuevos. Con mayor motivo has de hacerlo tú que se los has traído ya forjados y listos para ser utilizados. Lo cierto es que durante algún tiempo el metal más codiciado en Zorita no fue el oro ni la plata sino el hierro y poco después lo más codiciado fue el cáñamo. Si las vertederas suponían un avance que todos comprobaban. La nueva manera de aparejar las caballerías con las colleras, los tirantes y los balancines para poder tirar de los arados provocaron el asombro general. Cuando aparejamos el primer caballo, lo uncimos y comenzó a arar el campo los labradores se quedaron atónitos. En lo que tardaba el buey en arar un campo, una caballería acollarada lo hacía en menos de la mitad de tiempo. Ni que decir tiene que fueron entonces los guarnicioneros junto a los herreros los que comenzaron a sufrir la mayor demanda y los aperos, cordajes y tiras de buen cáñamo uno de los productos más demandados. Por fortuna no nos faltaban cañamares. De hecho los de Albalate eran los grandes cultivadores de la zona y junto con los esparteros de Las Aldoveras hacían de aquellos dos productos, junto con sus olivos y cereal, sus fuentes de subsistencia, junto con los conejos y otras piezas que con sus trampas cazaban y que eran muy abundantes en aquellos parajes. Zorita comenzó a parecerse a un zoco al que venían de continuo de uno y otro poblado a ofrecer las mercancías que sabían que se necesitaban y que trocaban por utensilios o viandas. Los unos venían con perchas de caza, fuera aves de río o de secano, gazapos o liebres, el otro bajaba sus labores de cáñamo y aquel otro de esparto. A los molinos de agua del Tajo y del M adre Badujo se llevaba el trigo y el centeno y a las almazaras la oliva. En una de las calles habían comenzado a instalarse unos cuantos alfareros y eran sus casas las más visitadas de todas junto a las herrerías, ya que además de la de la alcazaba ya se habían abierto otras dos en la propia villa. Ollas, cantaros y vasijas de todo tipo se secaban y cocían y fuera por dinero o por trueque iban pasando de las manos de las gentes de todos los poblados de los alrededores. Pero la gran noticia era la nueva forma de cultivar los labrantíos y en ello es en lo que todos se afanaban. Pedro Gómez era el más entusiasta y aunque él fuera un guerrero participaba en todas las faenas. En una ocasión para comprobar una reja se unció él mismo la collera y tiró de ella con tal fuerza que desde luego no cedía ni ante un caballo ni ante un buey siquiera. M e sentía contento y estaba deseoso de poder asistir cuando rompieran las lluvias de otoño al comienzo del alza, el binado y la simienza, pero entonces aquellos días de tranquilidad acabaron. Un mensajero llego a uña de caballo y la nueva no era buena. Un ejército almorávide había desembarcado de nuevo en Algeciras y se dirigía contra Valencia, dispuesto a recuperarla. M i tío Álvar me ordenaba acudir al lado de Rodrigo y de alguna manera servir de enlace con él, que a las órdenes de Alfonso se preparaba bien para acudir en nuestra ayuda si fuera necesario o si los africanos en realidad se dirigían contra Toledo hacerles allí frente. Así que hube de partir de inmediato, con Pedro y con M uzafa y con una veintena de lanzas y tomar de nuevo el camino de Valencia y de la guerra mientras los campesinos de Zorita y sus alrededores comenzaban las labores de la nueva sementera y a roturar los nuevos labrantíos desbrozando tomillares y descuajando romeros. Capítulo XVIII: La batalla de Cuarte Al llegar a Valencia y disponernos a cruzar el puente sobre el río Turia para entrar por la puerta que llaman, como a la de Toledo, de Alcántara nos sorprendió una extraña procesión que lo transitaba en contrarias direcciones. De la ciudad salía una multitud de moros con sus familias y enseres que se dirigían al arrabal de Alcudia y, de éste grupos de caballeros y peones cristianos se encaminaban con sus caballerías y pertrechos hacia dentro del recinto amurallado de la ciudad. A nuestro encuentro vino Félez M uñoz acompañado del hijo de Rodrigo, Diego, y nos explicaron lo que habíamos visto. —Rodrigo no se fía de los musulmanes que habitan dentro de los muros. La mayoría simpatiza con los africanos y solo desean que nos derroten y expulsen de la ciudad. Por ello ha dado órdenes de que nuestra mesnada que moraba en los arrabales de la Alcudia y Villanueva se trasladen de inmediato bajo la protección de la muralla y que los musulmanes pasen a ocupar esos lugares. Además se ha ordenado que bajo pena de muerte no lleven con ellos ningún instrumento de hierro que permita la fabricación de armas y que deben ser depositados en la puerta del alcázar, que como verás está ahora repleta de los más variados utensilios. Hasta que el peligro almorávide pase será así. El propio Cid se ha decidido también a trasladarse él mismo a sus aposentos del alcázar y desde allí poder dirigir la defensa. Allí tienes tú también Fáñez dispuesto tu aposento. Tus acompañantes pueden instalarse en cualquiera de las casas que hallen vacías. Adecéntate Fan, sacúdete el polvo del camino y viste una buena túnica, pues Rodrigo te invita a cenar y quiere verte en su consejo. Allí podrás saludar a Bermúdez y a los demás. Tal hice y acudí a la cita donde el Cid me recibió con afecto y las muestras del amor de siempre por su M inaya. Comimos y bebimos pero era palpable que la situación era en extremo grave, aún más si cabe para Rodrigo pues con él se encontraba tanto su mujer Jimena, a la que trasladé el afecto de doña M ayor, así como sus hijas, M aría y Cristina, y todos éramos conscientes de lo que una derrota y la conquista de Valencia por los almorávides podría significar. Las instrucciones de Yusuf a sus generales eran muy precisas, quería ante él al Cid cargado de cadenas. Y con él a su familia. El temor por ellas, que ahora compartían la velada y sus sonrisas con nosotros, nos oprimía el corazón pero también nos lo empujaba a derramar toda nuestra sangre en su defensa. Concluida la cena y retiradas ya las dueñas se celebró el consejo. —El emir Yusuf ha hecho desembarcar un poderoso ejército de cuatro mil jinetes almorávides en Algeciras escogidos entre lo mejor de sus tropas. Allí acabaron de arribar a principios de septiembre. A su mando y al de todos los ejércitos de Al Ándalus ha puesto a su sobrino, el hijo mayor de su hermana, M uhammad Tasufin, y ha dado órdenes a todos los gobernadores musulmanes, incluido a su hijo Aisa, el de M urcia, así como a los de Granada y Sevilla de ponerse bajo su mando y poner a su disposición cuantas tropas puedan aportarle. También ha mandado cartas al reyezuelo de Albarracín, Ben Razin y al de Alpuente, para que se unan a ellos y eso mismo ha pedido a los hudíes de Lérida. Su ejército está ya apenas a una legua de nosotros, acampados entre Cuarte y M islata, donde ayer celebraron con gran fiesta la ruptura del ayuno del fin de su Ramadán. Forman entre todos una numerosa tropa de cerca de ocho mil jinetes y más del doble de peones. —Y los moros de toda la vega valenciana, entre ellos muchos de los que hiciste salir de Valencia, han acudido a su encuentro dispuestos a suministrarles de todo y ponerse a su servicio. Nos dan por derrotados, Rodrigo. Hasta escriben versos burlándose de nosotros: Decid a Rodrigo que al fin triunfa el buen derecho O sondeadle cuando saca sus agüeros Las espadas de los Sinhaya impedirán en buena lid Que sus pájaros acierten en adivinar lo que ha de suceder —Yerran si creen que fío yo en augurios como fían ellos, los infieles, mi fortuna. La fío en el Creador y en mi espada. De todo ello que dicen de lo que debemos prevenirnos es de esos malditos Sinhaya, que una vez más han traído con ellos. Desde que los hizo venir desde sus arenas el hijo de Almanzor, esos perros zirís han sido la peste peor, los puercos que destruyeron la propia M edina Azahara, y ahora, tras abandonar a Abd Allah, se han sometido por entero al emir y sus tribus son el mejor de los viveros para sus tropas de caballería. Los capitanes del Cid parecían divididos sobre la estrategia a seguir. Eran bastantes los que se inclinaban por permanecer al resguardo de las murallas de Valencia, habida cuenta de que se había sido previsor y se disponía de provisiones para soportar un largo asedio. Todos eran bien conscientes de que el enemigo los cuadriplicaba en número y que un combate en campo abierto podía suponer un fin desastroso. Habló de nuevo Rodrigo: —Aunque rodeados de enemigos, tampoco estamos solos. Los mensajeros han ido hacia el rey Alfonso y su respuesta ha sido pronta. Está lejos pero viene ya hacia nosotros con su ejército. También he enviado cartas a Pedro, el joven rey de Aragón. M antiene el cerco de Huesca y allí tiene ocupadas a sus tropas. Sus pleitos por ello con nuestro rey Alfonso no le aconsejan el distraerse en esta campaña. Pero también se muestra dispuesto a podernos enviar algún refuerzo al mando de su hermano, el Batallador. —Para todo eso será tarde, mío Cid. El enemigo está a las puertas. Hemos de pensar en vencer por nosotros mismos como tantas veces hicimos y sin ayuda de nadie. —En ello pienso, pero también en la llegada de Alfonso. Los africanos acaban de establecer su campamento y antes de cualquier acción debemos ser prudentes y observar sus movimientos. Hemos de ver cómo se desenvuelven y estudiar sus flaquezas. Por ahora permaneceremos tras los muros. Eso hicimos a lo largo de toda la semana. Los jinetes almorávides corrían la vega, entraban en los arrabales donde eran aclamados por los desterrados valencianos, cabalgaban alrededor de las murallas con alaridos y enorme griterío lanzando sus flechas sin que nosotros asomáramos siquiera la cabeza por las almenas. Nos insultaban y nos retaban al combate y se sentían poderosos e invencibles. Pero algunos espías, que aún teníamos en su campo, se las ingeniaban para hacernos llegar que el real de los africanos se estaba convirtiendo en un zoco, que hasta allí iban mercaderes y todo tipo de gentes, que incluso acudían mujeres pobres y se entregaban a los negros y a los acemileros por comida. El sobrino del emir no parecía un caudillo enérgico ni sabía imponer su disciplina. M uchos destacamentos campaban a su antojo. Pero nos apretaban el cerco y a pesar de aquellas indisciplinas también observábamos que sus fuerzas aumentaban, pues a ellos venían a unirse, seguros y codiciosos del botín de la victoria, jinetes desde los cuatro costados, de las taifas cercanas de Albarracín y Alpuente, de Denia y de Lérida y hasta de nuestros propios alfoces y castillos. Al décimo día Rodrigo convocó de nuevo consejo y nos comunicó la decisión tomada. —No hay noticia del rey Alfonso. Puede estar ya en camino pero no haber podido hacernos llegar sus mensajeros. De Aragón tampoco hay nuevas. Pero hemos de lograr que los musulmanes piensen lo contrario, que su llegada es inminente, que sus avanzadas están ya sobre ellos. Tal os digo porque he tomado la decisión de atacarlos de inmediato. En su soberbia está su flaqueza y en su descuido nuestra fortuna. No nos vigilan y tras sus alardes se retiran a holgar a sus tiendas sin patrullas nocturnas que controlen nuestros movimientos. Envanecidos por su número tienen desprotegido su campamento y es por él por donde obtendremos la victoria. No era la primera vez que Rodrigo, curtido en tantos combates, iba a utilizar una añagaza semejante y bastantes de nosotros habíamos ya participado en alguna parecida. Félez, Diego, su hijo, y yo mismo y alrededor de 200 lanzas habríamos de lograr, saliendo antes de clarear el día de la ciudad y dando el más amplio rodeo, colocarnos emboscados a su espalda. La mayor parte de la mesnada, con el Cid al frente, saldría antes de clarear del todo la mañana por la puerta de Alcántara y se dirigiría en formación cerrada de combate hacia las posiciones africanas. Insistió el Cid en que no se forzara a los caballos, pues el campo enemigo estaba a una legua larga y era esencial que no les cansáramos pues tenía previsto realizar un tornavuelta. O sea, lanzar un ataque, fingir luego una retirada y reiterar después la embestida. Él llevaría al combate a su ligero pero resistente Babieca, su árabe tordo, al que tan bien conocían y tenían pavor los musulmanes y nos aconsejaba a todos montar nuestras cabalgaduras más duras para la fatiga. Fuimos cada cual a prepararnos, cada cual su belmez y su loriga, cada cual su lanza y su espada, cada cual su yelmo y su escudo, cada cual su caballo y su pensamiento. Con el día ya salido y la noche cerrada, a los mediados gallos, antes de amanecer, nos cantó misa el obispo don Jerónimo. Y allí retornaron a mi mente, a pesar de los años pasados, las emociones de aquel mi primer combate verdadero en Alcocer, también cercados, y las mismas sensaciones de zozobra que aquel día recorrieron mi cuerpo. Pero al ver junto a Rodrigo a sus mujeres y a las de algunos de sus caballeros, mi pensamiento voló hacia Isabel y que en algún momento ella pudiese junto a mis hijos verse en situación parecida, y aquella zozobra se trasmutó en coraje y determinación y creo que como yo se instaló en los pulsos de todos corriendo tumultuosos y ardientes por nuestras venas. Acabó don Jerónimo la misma dándonos su bendición y la absolución a nuestros pecados. —El que aquí muriese, lidiando de cara, yo le absuelvo de sus pecados y Dios acogerá su alma —y concluyó con una súplica al Campeador—. Yo os canté la misa para esta mañana. Os pido ahora un don por ella: que las primeras heridas me sean otorgadas, que sea mi brazo el primero en dárselas a los infieles. Lo concedió Rodrigo con voz alta. —Os son mandadas. Don Jerónimo se despojó ayudado por los monaguillos, los niños que le habían asistido en la ceremonia, de los hábitos y apareció bajo ellos ya armado con cota de malla y espada. Salimos raudos Félez y yo y los que con nosotros venían a montar nuestros caballos, y en el mayor de los silencios nos deslizamos por una puerta discreta de la muralla y nos perdimos en la noche que ya comenzaba a hacerse menos oscura por el lado del mar y a palidecer por allí las estrellas. Era noche sin luna, ni media ni entera, pues para nuestra fortuna el cielo estaba nublado. Pero sabíamos nuestro camino y hacia la espalda del campamento africano, inmenso y cuajado de fogatas, nos dirigimos en silencio. Bordeando la aurora lo flanqueamos y ya con el sol salido estábamos emboscados en un pequeño pinar en un alto a su espalda. Desde allí divisábamos todo el campo donde iba a producirse el combate. Vimos despertar el enorme campamento y a poco salir de él varios destacamentos, como cada mañana, con gran griterío y alboroto hacia las murallas de Valencia. Pero al fondo vimos también, pegados a ellas pero ya fuera de las puertas, los destellos metálicos de la mesnada del Cid en formación cerrada que al paso avanzaba. Y a no tardar mucho vimos como varios jinetes moros tornaban, ahora con grandes gritos de alarma, y el campamento se convertía en un pandemónium de voces, tambores y prisas. Todos se armaban. Fijamos nuestra vista en el centro de su real, donde la gran jaima de M uhammad Tasufin, rodeada ya de infantes, se alzaba y nos pareció ver a éste salir a dar algunas órdenes a sus generales que partieron raudos a sus destacamentos, y retornar luego a ella. La batalla, a lo lejos, comenzaba. La mesnada cidiana avanzaba ahora al trote y una multitud de jinetes bereberes se abalanzaba sobre ellos. M ontamos ahora nosotros y enristramos ya nuestras lanzas. Pero aguardamos aún. Vimos como Rodrigo, cuando apenas las vanguardias moras le alcanzaban y producido el primer choque, de inmediato tornaba y girando retrocedían los cristianos aunque plantando cara. La masa de jinetes seguidos de los infantes sarracenos los acosaban y de nuevo volvieron a llegar casi junto a las murallas. Entonces fue el momento. Levantó Félez M uñoz la seña, levanté yo la de los Fáñez y Diego la de su padre y a una cargamos. A galope tendido, derechos hacia la tienda del jefe almorávide, avanzamos, hiriendo a todo el que a nuestro paso salía. A mis costados el coloso Pedro Gómez y el afilado M uzafa rivalizaban en derribar enemigos y en desparramar contrarios. El pánico se apoderó de los moros que solo pensaban en salvar sus vidas. Quedaban en el real apenas los infantes que protegían a M uhammad y un pequeño pelotón de su escolta a caballo. Ni siquiera nos presentaron combate. El sobrino de Yusuf montó raudo y salió a escape dejando el campamento a nuestra merced. Galopaba algún jinete moro huido de allí hacia los suyos y le oímos gritar que llegaba el rey Alfonso o que era el de Aragón el que llegaba. Nos confundían con sus avanzadas. Esclavos negros, mercaderes, mujeres y algún que otro combatiente corrían despavoridos mientras les alanceábamos y después, metiendo mano a la espada, comenzamos a hacer una carnicería en todos ellos. M uchos corrían hacia Valencia buscando el amparo de las tropas que con el Cid se enfrentaban. Fue entonces cuando éste tras una nueva maniobra de despegue recompuso sus líneas, y formando una cuña y en filas bien cerradas lanzó la verdadera carga sobre el tumulto de musulmanes que ya no sabían por donde era atacados. Llegaban los mensajeros de su real diciendo que el rey Alfonso venía por su espalda y ante ellos los caballeros del Cid arremetían arrollando todo lo que se les confrontaba. El pavor se apoderó de los moros y cada destacamento y cada jinete ya solo pensó en buscar la salvación en la huida, abandonando de inmediato el campo. Alguno pretendió retornar al campamento pero al ver que de allí salían en estampida, hicieron girar sus monturas y desperdigados cada cual buscó su escape sin importarle más nada. No había llegado el sol a lo alto cuando quien llegó hasta nosotros fue el propio Rodrigo, con la espada tinta en sangre, con el obispo don Jerónimo al lado. El día era nuestro y el campamento entero un inmenso botín en nuestras manos. Allí dimos con innumerables riquezas, sus tiendas, sus copas de oro y plata, túnicas, sedas, alfombras, armas y pertrechos, palafrenes, mulos y acémilas, todos sus almacenes de víveres, sirvientes y esclavos por miles, todo fue nuestro y tras mandar desde Valencia el Cid venir a carros para cargar con todo regresamos tras sus muros con las señas en alto. Al pasar por la puerta de Alcántara, montado Rodrigo en Babieca, al que acariciaba el cuello y enaltecía como el mejor de los caballos, envainó la espada que traía en alto y se quitó el yelmo y el almófar de la loriga, descubriendo la cara fronzida por la presión de la cota de malla. Al otro lado lo esperaban su mujer y sus hijas y todas las damas y mujeres cristianas de Valencia. Ante ellas descabalgó y con su caballo de la rienda se dirigió a ellas, con una reverencia y el rostro abierto en una gran sonrisa. —Ante vos me humillo, señoras. Os he ganado un gran honor. M ientras vosotras guardabais Valencia yo he vencido en el campo de batalla. Descabalgaba también Diego, besó a su madre y abrazó a sus hermanas. Valencia y ellas estaban salvadas. Entonces volviendo a desenvainar la espada y mirando a su caballo que tenía blancos de sudor los ijares, Rodrigo habló de nuevo. —¿Veis la espada sangrienta y el sudoroso caballo? Es con esto como se vencen los moros en el campo y con lo que se hace el honor y la fortuna. Ahora mucho hemos logrado y quiero que estas mujeres y estas dueñas que tan bien nos han servido de ella tengan parte. Quiero yo que las solteras con mis vasallos se casen y cada una tendrá del botín doscientos marcos de plata para su dote. El recuento del botín tardó días en hacerse, pues era el más cuantioso de cuantos había logrado el Cid en todas sus batallas. Lo más valioso, los cerca de ocho mil caballos, sin contar los huidos y errantes de los que se aprovecharon los valencianos que los fueron capturando por los campos. De ellos quedaron para el propio Rodrigo mil quinientos y decidió también enviar otros doscientos, escogidos, al rey Alfonso, cuyos mensajeros llegaron al día siguiente avisando de su llegada y de que se hallaba ya tan solo a cuatro jornadas. Aunque no era necesaria ya su ayuda, contentó a todos la nueva y satisfizo sobre todo a Rodrigo, pues probaba la buena voluntad hacia él de su señor y quiso por tanto agradecérsela como si hubiera participado en la batalla. M e mandó llamar la jornada siguiente al alcázar y en un escabel sentado me hizo tomar otro a su lado. —Además de los doscientos caballos para el rey, quiero que la tienda del sobrino de Yusuf, con sus dos tendales labrados en oro y llena de riquezas, le sea también entregada y a ello añadiré, de mi quinto, algunas de las mejores piezas y joyas capturadas. En otras ocasiones era tu tío Álvar quien me llevaba las embajadas. Lo harás ahora tú, Fan Fáñez, y sé que, como él, cumplirás bien mi mandado. Dile de mi agradecimiento y amor y que soy su más leal vasallo, que Valencia es salvada y los africanos derrotados. A tu tío, mi hermano, llévale también como presente mío otra veintena de caballos y para ti como capitán que has sido serán de los mejores treinta. Tus hombres como buenos serán también recompensados y ya ha señalado el quiñonero su parte para que con mi recado salgas al encuentro del rey lo más raudo posible. Bebimos vino endulzado y lo acompañamos de unos higos en él macerados. Hizo entrar a Jimena, a Diego y a sus hijas, me besó en la boca y en los ojos y me despidió con un abrazo. Pero antes de irme, aún quisieron Jimena y sus hijas hacerme más honor y un nuevo regalo. —Sé que has casado, Fan Fáñez, con una toledana. Toma esta cajita de marfil tallado. En ella va, aunque tardío, nuestro regalo de boda para tu esposa. ¿Cómo se llama? —Isabel, señora. —Pues que Isabel sepa que las joyas que contiene de Toledo vienen, que son algunas de las que Al Qadir atesoraba. Recogí con gusto aquel presente y al abrir luego el cofrecillo descubrí que estaba lleno de gemas y piedras preciosas, donde brillaban las perlas, los rubíes y los zafiros. Pero no había que demorarse en encontrar a Alfonso y al amanecer ya estaba saliendo por la puerta de Alcántara, cabalgando con Pedro y M uzafa, seguidos de los carros y las reatas de caballos, escoltados por nuestros pardos. Pude dar prestamente con las avanzadas del ejército de Alfonso y al encontrarme con sus jinetes ya entendí que conocían la noticia de nuestra victoria que prestamente les había llegado. Volviendo grupas me condujeron ante el rey y allí lo encontré junto a mi tío y sus capitanes. M ucho se regocijaron con nuestro triunfo y de la derrota almorávide. Vi en el gesto de Alfonso que le placía en mucho el presente de su vasallo y, cuando al fin nos alcanzaron quienes lo custodiaban y que más lentamente viajaban, Alfonso mismo se acercó a solazarse con la vista de aquellos buenos caballos que no dudó en alabar enalteciendo así mismo a quien se los enviaba. —Buenos son los caballos de los moros. M e placen están monturas árabes, pero aún me placen más mis caballeros que de ellas desarzonan a los sarracenos —luego se dirigió sonriendo a mi tío—, y veo que vos Álvar, como yo, también habéis salido ganancioso del combate a pesar de no haber dado ninguno una lanzada. —Pero Rodrigo sabía que venías en su auxilio y que ello hizo atemorizarse a los africanos. Cuando atacamos su campamento creyeron que era vos quien atacaba. Y más al ver la enseña de los Fáñez, mi señor —osé decirle. —Ya veo, Álvar, que has enseñado bien al sobrino. Pero ahora hemos de ocuparnos de otras cosas. Valencia está salvada pero nosotros hemos puesto en marcha nuestro ejército. Si allá ya no somos necesarios, debemos pensar en dar provecho al viaje. Alfonso, sus condes y magnates celebraron consejo aquella noche. Álvar vino tras él a mi tienda. —Alfonso ha decidido avanzar hacia la vega de Granada. Los almorávides están rotos y es el momento de devolverles sus rapiñas en nuestras tierras del Tajo. Correremos las suyas por la vega granadina y nos llegaremos hasta Guadix asolando toda aquella comarca. No llevamos máquinas para asaltar ciudades, pues no veníamos a tal cosa, pero si podremos recoger un gran botín y además traer con nosotros de vuelta a todos los mozárabes que con nosotros quieran venir. Son muchos los que piden establecerse en tierra cristiana pues con la llegada de los africanos se les hace imposible vivir en tierra musulmana. Antes era tolerada su religión y costumbres pero ahora los jueces moros y sus alfaquíes los acosan y no los dejan apenas ni vivir. —¿Y yo que hago, tío? ¿M e uno al ejército y cabalgo junto a vosotros hasta el final de la campaña? —Lo mejor es que con tus lanzas y el botín ya obtenido regreses a Zorita. La campaña no será larga pues el invierno ya se está echando encima de nosotros. A la vuelta yo dejaré ya a las tropas del rey una vez alcanzado el río Tajo y para la Natividad del señor espero estar allí junto a vosotros. Cuida tú mientras tanto de las tierras de Álvar Fáñez. Sigue repoblándola. Capítulo XIX: Los cangrejos del río Tajo M e quisieron hacer monje y me convertí en un guerrero de frontera, dispusieron casarme con una rica hembra leonesa y acabé desposado con una judía toledana, no conocí a mi padre y hube de llamar tío a mi hermano, pensé en que no echaría nunca a faltar el fragor de las batallas y terminé por añorarlo ante las disputas aldeanas. Si creí que las regañinas y maledicencias de los frailes con los que viví de niño me habrían curtido de por vida para afrontar las tareas de regir Zorita en ausencia de Álvar bien pronto comprendí que estaba muy equivocado. La vida de la villa y sus aldeas y la de mi propia casa, que entendí como el mejor de los remansos, al cabo no dejaban de ser una lid continua donde no siempre se salía victorioso y en ocasiones se acababa derrotado y furioso y donde de nada servía la espada. Soy injusto al recordar así aquellos años, que en realidad fueron los más placenteros de mi vida, y hago mal en dar más importancia a los disgustos que hasta con Isabel tuve que el verdadero amor que nos profesábamos, pero día hubo que harto de aguantar las continuas quejas de todos y por todo me bajaba hasta el río y buscando algo de sosiego me juntaba con Pedro y con M uzafa y nos dedicábamos a pescar truchas y barbos y a coger cestas enteras de cangrejos. Entonces los tres, cada cual con su motivo, con algo de exceso de vino, concluíamos en exclamar que cuan bien nos hallaríamos aunque fuera pasando frío en nuestras tiendas de campaña. Así es el hombre que nunca se satisface con lo que tiene, aunque antes lo hubiera ansiado como el mayor de los bienes. Pero así me sentí en algunos momentos aunque pronto me arrepentía, con la risa de mis hijas y viendo crecer fuerte a mi pequeño Álvar y a nada me reconciliaba con mi hebrea y el enfado se convertía en beso y me subía de nuevo al corazón la dicha y el saber que así era ella y que por serlo, por su decisión y cuajo, estaba conmigo y permanecía a mi lado. La labor con las nuevas vertederas había dado el mejor de los resultados. Y fue precisamente por ello la primera fuente de problemas y discusiones. Se me suponía poco menos que su inventor y quien debía proveer a todos de ellas. Pero yo ni tenía el hierro, ni era herrero, ni tenía porque procurarle a cada uno sus aperos. Todo lo que podía hacer por ellos lo hacía y facilitaba pero ni todas las rejas salían buenas, ni todas las colleras, ni las caballerías, ni los labriegos eran iguales, ni todos le sacaban igual fruto, ni araban los mejores pedazos de tierras, ni respetaban por igual los lindes, ni se les daba igual la cosecha. Las envidias de los unos, los abusos de los otros, el ganado que se metía en un sembrado, la usura de la que acusaban a un judío de la aljama, los celos entre el cura del Soterraño y el de Recópolis, el lío entre dos vecinas, la pelea entre dos pardos por una hembra o el escándalo de la viuda que con casados se entendía y que revolvía un arrabal entero, todo acababa por caerme sobre los hombros, y a pesar de haber dado ya los pasos de crear concejo era yo como alcaide, cadí, juez o alfaquí o lo que rayos fuera a quien terminaba por alcanzar todo y en todo había de dar opinión y establecer razón que no podía nunca contentar a todos los que a mí acudían enfrentados. Procuraba ser justo y en ello me esforzaba, pero nadie piensa que es justa la justicia si no le da por entero razón en lo que reclama. Cosas pequeñas después de las grandes lides pasadas, conflictos donde se escapaba como mucho algún golpe después de haber visto tanta sangre derramada, hurtos, peleas y en una ocasión una cuchillada mortal que acabó con la vida de un labriego por defender ante un armado la honra de su hija. Que pusiera en grilletes al pardo y lo enviara en un carro a ser juzgado a Toledo disgustó a los suyos, que acusaron a la moza de fácil y de no ser una cristiana, aunque era la mujer una mozárabe murciana, y a los de Recópolis por no haber yo mismo aplicado la ley y haberlo allí mismo ajusticiado. La hebrea también conseguía en ocasiones sacarme de quicio pues lejos de mantenerse al margen y llevada por su vehemencia tomaba radicalmente partido por éste u otro y por aquella causa o la contraria. No dejaba además de atosigarme con las cuitas de los judíos de la aljama, a los que yo veía sin embargo prosperar y convertirse en los más florecientes de la villa, sembrando con ello no pocas envidias y mucha murmuración, pues no eran pocos los que estimaban que su emplazamiento en lo más alto suponía una seguridad añadida y que agraviaba a los que tenían que levantar sus casas fuera de la muralla más fuerte, en los arrabales. Dos empezaron a formarse, el uno por el costado derecho, en la ladera que bajaba hasta el tajo, el de san Pedro, al que hube que comenzar a proteger al menos con una barbacana y otro, cruzado el río y al otro lado del puente, donde algunos campesinos comenzaron a levantar sus casas y a cultivar aquellas buenas y llanas tierras de vega, además de algunos artesanos, alfareros, cesteros de esparto que ponían sus puestos para los viajeros que llegaban hacia Zorita desde Guadalajara o que subían Tajo arriba por esa ribera. M ucho me agobiaban los unos y los otros y no era pues de extrañar que buscara en ocasiones el refugio en Pedro y en M uzafa y nos aficionáramos a pescar en el río. No había yo, como sí lo hacían Rodrigo y Álvar, cogido demasiada afición a la noble caza con halcones y azores, aunque algunos caballeros pardos bien las practicaran tanto en los sotos, sobre torcaces, patos y garzas como en las colinas y llanadas que remontaban hacia Almonacid, Albalate y las sierras de la Bujeda donde abundaban liebres, conejos y perdices. La pesca parecía a muchos cosa de villanos pero en ella pasé algunos atardeceres en verano que tengo en mi memoria como los más placenteros del tiempo atrás vivido. Gustábamos ante todo de un lugar, que era el encuentro del M adre Badujo con el Tajo. Por él remontaban los peces y eran innumerables los cangrejos. Cuando veíamos remontar los cardúmenes de peces, con ramas y troncos taponábamos en lo que podíamos la desembocadura dejando tan solo expedita una pequeña apertura de escape donde colocábamos nuestra red, un trasmallo que había hecho hacer a uno de los mejores tejedores de cáñamo. Subíamos entonces aguas arriba y asustábamos a los peces que bajaban a refugiarse en el río madre y eran muchos los que caían en nuestra trampa: truchas, barbos, bogas y pececillos variados. No eran los más grandes, que de éstos también conseguíamos atrapar algunos de mucho peso en el Tajo, con cuerdas dejadas por la noche y anzuelos cebados con lombrices, pero eran los de mejor gusto para mí y los que mejor comer tenían. Los cangrejos cuando llegaba el calor eran tantos que la gente terminaba por aborrecerlos pero a mí no me cansaba nunca el comerlos, sobre todo si la vasca e Isabel preparaban y hasta dejaban limpias las colas para poderlos luego untar en unas salsas que nadie sabía hacer como Yosune. Los cogíamos metiéndonos apenas con unos calzones al riachuelo y los atrapábamos con cestas removiendo las orillas o con nuestras propias manos. Disfrutábamos de la jornada y de buenos tragos de vino y ya sabíamos que al subir nos esperaba la consabida regañina. —En vez de atender los deberes que como alcaide de la villa tienes aquí viene Fan Fáñez ya con los cuarenta cumplidos como si de un mozo y desarrapado labriego se tratara. ¡Y traerás cangrejos de nuevo y esperaras que te los prepare! Como si no tuviera otra cosa que hacer que dedicarme a atender tus caprichos. Además ya habéis estado abusando del vino, como siempre. ¡Que eres ya un hombre con obligaciones y no un mozo del monasterio! M e regañaba, pero acababa por limpiarlos y cocinarlos en grandes guisos o fritadas. Y luego la verdad es que todos juntos las disfrutábamos. En realidad la paz y los regaños eran gozo y lo cierto es que tan solo hubo con mi mujer una discusión grave que amenazó nuestra convivencia y fue al crecer de las niñas. Se había acordado que ella las ilustrara discretamente en las costumbres judaicas, pero era preciso que amén de bautizadas tuvieran los sacramentos y cumplieran con sus obligaciones cristianas. Por ello no estaba dispuesto a transigir y aquello costó un serio altercado. Isabel, encabezonada, se negaba, pero las niñas debían comenzar a ir a la iglesia, recibir la comunión y aparecer ante todos como buenas cristianas. Y en ello podía la hebrea decir lo que quisiera que yo iba a imponer mi voluntad, porque consideraba que lo contrario no solo iba contra mi fe sino contra el futuro y porvenir de mis hijas. La disputa fue muy agria y ella me echó en cara que yo con ello rompía nuestro pacto cuando vino hacia mí a Zorita. Pero no era tal, pues yo había cumplido y no impedía que su madre en nuestra casa les aleccionara. Pero no iba a consentir el escándalo de que mis hijas profesaran públicamente la religión hebrea y asistieran a los ritos en la sinagoga. Aquello me traería el oprobio y además de a mí afectaría a toda mi familia, a mi propio tío y a mi hijo que un día se vería como judío marcado. La tensión fue subiendo y amenazó con explotar y yo temer que el cura del Soterraño acabara por enterarse de todo. Porque a tanto llegó la cuita que instantes hubo en que pensé que nuestro matrimonio estaba definitivamente roto y que lo mejor era que Isabel se marchara de nuevo hacia Toledo, aunque ya le dije que no consentiría que con ella se llevara a nuestras hijas. Si ella era vehemente no era yo menos terco. Sufríamos ambos, desde luego, y los dos sabíamos el daño que nos hacíamos y el mayor que nos haríamos si al final optábamos por separarnos. No sé muy bien qué cambió después de muchos días de enfado, malos gestos y ninguna palabra. Barrunto que no fui yo quien le hizo cambiar de opinión y que puede que fuera el propio rabino. Quizás fue él quien se dio cuenta que aquella disputa podía acabar con la buena situación y el amparo de que gozaban en Zorita y de los Fáñez. Tal vez vieran fórmulas de conseguir en parte y secretamente sus fines pareciendo que yo conseguía los míos. No lo supe pero se me alivió el corazón cuando poco a poco pareció ablandarse el gesto de Isabel y a la postre se avino a que en todo símbolo externo nuestras hijas no fueran sino unas buenas cristianas. No sé si fue solo el amor que por mí sentía, pero quise entender que esa había sido la razón fundamental de su cesión y a demostrarle en lo que aquello me había aliviado y llegado al alma dediqué entonces todo mi esfuerzo. Hice por complacerle lo que nunca había hecho y en todo instante me afanaba por alegrarla y hacerla sentir querida que acabó por despertar en ella aquella hermosa y dulce malicia. —Está mi marido tan sumiso que no sé si no lo prefiero fiero como cuando andábamos en peleas. Te estás volviendo empalagoso, Fan. Tanto regalo ya hasta me abruma —y riéndose me amenazaba con el dedo—. ¿No será que tanto me agasajas porque andas por ahí enredado con alguna barragana y la mala conciencia te corroe? Pero en su risa sabía yo que ella me agradecía y valoraba aquellos gestos y aquellos desvelos míos. Tanto que hasta accedió ya en alguna ocasión en acompañarnos a la orilla del río y preparar allí directamente una fogata donde asar nuestras capturas. Zorita, a pesar de las turbulencias y peligros que la rodeaban, había crecido bastante. El amparo del poderoso castillo y de las lanzas y el nombre de Álvar Fáñez la hacían percibirse como un lugar más seguro que muchos otros y las gentes de los más variados sitios acudían hacia ella, unos huyendo desde el sur, los otros buscando donde medrar desde tierras del norte. El disponer de uno de los pocos puentes sobre el Tajo, aguas arriba de Toledo, dignos de tal nombre, que pudieran ser atravesados por carruajes en cualquier época de año y el más septentrional, como era su caso, le suponía un fuerte trasiego de mercaderías y gentes. M uchos cruzaban, pasaban, tal vez tornaban pero no se detenían más que lo preciso. Pero otros sí que acababan por echar raíces y para algunos el más poderoso enclave de la Tierra de Álvar Fáñez se convertía en refugio, morada y futuro. Además la zona había permanecido a salvo de las predaciones, antes, de los cristianos y por el momento también de los almorávides. Sus saqueos y campañas, con el tapón levantino del Cid y con la Sierra de Enmedio por delante, la habían dejado a un lado, cebándose en la zona de Toledo y en el Oeste por Badajoz. Las gentes de Zorita y sus alrededores no habían visto talar sus campos, ni serles arrebatados sus ganados, ni incendiados y arrasadas sus industrias y oficios. Lo habían sufrido en muchos casos en otros lugares pero aquí cruzaban todos los días los dedos y elevaban cada uno sus plegarias a su diferente Dios para que tal no acaeciera. Porque no solo eran cristianos, castellanos del norte o mozárabes del sur los que afluían sino que también crecía la aljama judía y no disminuían los musulmanes mudéjares. Algunos, aunque bastantes marcharon, se habían quedado en sus tierras a la llegada, hacía ya más de 20 años de la primera guarnición cristiana y no se habían arrepentido de hacerlo porque habían sido respetados. Tanto es así que varios de los voluntariamente exiliados retornaron al toparse con el rigor almorávide y sufrir en sus carnes su poder y su brutalidad inflexible. Algunos habían venido con los Il Nun, pero los más eran descendientes de cristianos conversos a la religión de los vencedores que habían vivido bajo éstos y su nueva fe sin sentirse oprimidos por sus preceptos y normas. Hubo pues quienes prefirieron regresar a sus primitivos solares en la esperanza de que las cosas no les irían tan mal con los cristianos como se estaban poniendo en Al Ándalus, incluso para los muladíes hispanos, sospechosos siempre de desviaciones para los ulemas y alfaquíes y aún más para estos morabitos de los resecos desiertos. Unos y otros aportaban energía y riqueza a la villa y a sus campos. Si un día había sido la nueva reja y las colleras las que habían hecho furor, ahora era yo quien me congratulaba en ver como un nuevo instrumento estaba convirtiendo en vergeles las riberas del río y de los arroyos. Las ruedas hidráulicas dentadas, movidas por asnos, o hasta alguna noria de mayor porte, con sus cangilones en perpetuo volteo sacando agua del Tajo, me admiraban y me pasaba largos ratos contemplándolas embobado en compañía de mis inseparables Pedro y M uzafa. Se discutía si la había traído un mozárabe de los llegados de M urcia o un muladí retornado de Granada tras la desaparición de los zirís. Pero allí estaban. Y lo que habían supuesto se veía en los mercados de hortalizas y frutas y verduras y en el color de los campos. Se seguían cultivando en los altiplanos el trigo, la cebada, el centeno, la avena y el mijo, además de los garbanzos, las almortas, los yeros y las lentejas, así como la vid y el olivo, y por allí se sacaban a pastar ovejas y cabras. Los preciados cerdos los guardaban los cristianos en sus cochiqueras, sus lomos en las ollas de orza y sus chorizos, morcillas, caretas, patas, tocino y jamones en el mejor sitio y más oreado y seguro de la casa. Pero en las huertas ni se dejaban pasar rebaños ni se desperdiciaba el agua. Los cristianos aprendían de los mozárabes y todos, a que negarlo, de los musulmanes en las artes de conducir y distribuir las aguas y en cómo aprovecharlas. Había hasta quien soñaba ya en restablecer la conducción, que a través de un viaducto traía agua desde las sierras a Recópolis, y darle nueva vida y utilidades a lo que llamaban la traída de Los M oros. M e expusieron el proyecto pero, aunque no he sido nunca reacio a invenciones y hasta alguna quimera no me pareció empresa realizable ni que supusiera suficiente recompensa el esfuerzo, agua tenía Zorita de sobra. Y esa agua, recogida de los cauces del Tajo o del M adre Badujo, o sacada de los pozos, que la hacían fluir bien somera, con las ruedas hidráulicas, permitían abundantes cosechas de lechugas, nabos, cebollas, ajos, berenjenas, alcachofas, acederas, coles, puerros, borrajas, habas, zanahorias, alubias en verde o en grano, melones y sandías. Y al igual que por los terrenos secos solo podían florecer los resistentes almendros y, al abrigo de alguna cerca o algún cipotero, las higueras, ahora al amor del riego podían hacerlo manzanos, granados, perales, melocotoneros y albaricoqueros. Las mesas de Zorita, fueran cristianas, moras o judías, estaban bien surtidas y además complementadas por aves de corral y de caza, que también aportaban, amén de patos y palomas, conejos y liebres que eran muy abundantes. Las comidas cristianas en los campos solían ser las migas de pastor, gachas hechas con harina de almortas y salpicada con chicharrones. En las casas las sopas de gallina, los cocidos, los potajes y las ollas eran junto con el pan, que era lo que no podía faltar nunca, fuera de trigo de centeno o mezclados los salvados, los alimentos cotidianos. La comida mora, que me era bien conocida de las expediciones y disfrutada en banquetes palaciegos, me seguía gustando en mi propia villa y hasta en mi casa, pues la judía mezclaba todo y con excelente resultado, asesorada por Yosune, con el añadido de algún manjar al gusto de su hebraica raza. Era invitado con frecuencia a diferentes hogares, donde hacían lo posible por agasajarme, y sabedores de la sempiterna compañía del gigante Pedro ya procuraban que éste no quedara con hambre. Un día lo hizo una familia de mudéjares, largo tiempo asentados en Zorita, y fue de la que salimos más complacidos, aunque musulmán cumplidor no nos ofreciera vino. Pero si un buen pan, agua muy fresca y fina, harisa, una sopa de sémola, un potaje de verdura, pescados en escabeche y un guiso de cordero. Las frutas concluyeron el ágape, que Pedro celebró con un eructo bien sonoro para gran contento de los anfitriones. Para la sopa nos ofrecieron cucharas y aguamaniles para lavarse las manos después de comer la carne con los dedos. Y hasta nos sirvieron primero que al cabeza de familia, que tras nosotros fue a quien llenaron el plato, para hacerlo luego con sus hijos varones, luego con la madre del hombre y después su esposa y sus hijas; que comieran con nosotros, teniendo visitantes varones, era algo impensable en tierras de Al Ándalus. La comida principal del día se hacía al caer la tarde, sobre todo entre los moros, siendo más dados los cristianos a hacer más copiosa la del mediodía. El musulmán pidió que se permitiera el rezo en una aldea cercana a la que habían llegado nuevos huidos de las vegas granadinas, a lo que no tuve inconveniente, pues para nada pensaban en levantar mezquita sino acondicionar algún cuarto y, alentado, me propuso que estudiara la posibilidad de abrir baños en la villa. Un «hamman» le llamó el moro y desde luego que no me pareció para nada mal la propuesta. Tampoco a Isabel cuando se la comenté aquella noche, pero sí a muchos del concejo y cuando surgió la inevitable querella de que unos deberían ser para moros y otros para cristianos me malicié de que no llegaríamos a bañarnos en ellos nunca. La zona cercana al puente, tanto al otro lado como las primeras calles, ya dentro de la muralla, se habían ido llenando de artesanos y comerciantes. A los herreros, los peleteros, los del cáñamo y los del esparto se habían unido muchos otros. Una considerable cantidad de alfareros de todo tipo y especialidad, incluso vidrieros, algunos de los cuales hacían copas y vasijas de mucha belleza y hasta con irisaciones que no tenían que envidiar a las que había visto en la misma Granada, ocupaban los aledaños a Santa M aría del Campo, justo por donde llegaba el camino por la otra orilla del Tajo. Allí también se habían aposentado algunos telares e hiladores, tejedores y cardadores de lino, de lana o de esparto, talabarteros y carpinteros, pues los trabajos en madera, ya fueran bastos o de filigrana, eran cada vez más solicitados. M e contaron incluso que alguien llegado de las cercanías de M álaga había traído con él, como si fuera el botín mayor, gusanos de seda y que estaba dispuesto a iniciar una producción de seda. M e pareció que eso era no conocer los inviernos de Zorita, aunque ciertamente sí había visto algunas moreras en la vega, por lo cual comida sí tendrían. Los guarnicioneros habían logrado por su parte establecerse ya dentro de la muralla y allí convivían con lo poco que en Zorita había que pudiera considerarse de lujo y refinamiento. Zorita era pujante pero sencilla. Algunas joyas sí, y en mayor medida perfumes y frascos o cajitas donde atesorarlo, hasta eso se llegaba, pero no mucho más se alcanzaba a no ser el trabajo de algún orfebre, generalmente en plata, algo que quedaba en exclusiva para los judíos. Pero los que más trabajo tenían seguían siendo los herreros, fuera para fabricar lanzas o rejas, y los que hacían aperos y achiperres para las caballerías y sus labores. Por el puente sí cruzaban en ocasiones muy valiosos objetos. Las rutas comerciales con Al Ándalus habían quedado muy mermadas por no decir que eran casi inexistentes. Del sur nada llegaba, al menos por nuestra ruta, aunque algo subía Tajo arriba, tras cruzar por Alarilla: alguna seda granadina, alguna alfombra de Denia, algunos cueros repujados de Carmona, algo de ámbar o algunos corales de Almería. Era sobre todo del norte, y tras pasar por Guadalajara, por donde nos llegaban más mercaderías que proseguían en viaje hacia Cuenca o hacia Valencia, sobre todo vestidos y pellizas, que un día merqué yo una bien buena, con la piel forrada de tela por ambos lados, y con el pelo que solo salía por los costados. Bueno, en realidad quien hizo la compra, junto una túnica de seda sin mangas, abotonada hasta lo pies, amén de una camisola de lino y un tocado y velo de tul para ella, fue Isabel. Pero yo me marché muy contento con mi pelliza. Con Pedro y M uzafa salía también en ocasiones de caza. Pero no buscábamos ni piezas menores ni volatería sino que acechábamos piezas mayores. En revolcaderos y bebederos nos apostábamos para flechar y alancear jabalíes y corzos. También los perseguíamos a caballo, con arco y lanza. M uzafa en ello nos adelantaba a todos pues salía al galope tendido tras una piara de jabalíes y lograba siempre alcanzar con sus flechas a alguno de ellos. Pedro y yo acudíamos entonces, si la pieza era grande, al remate con la lanza, pero si era un jabato el disparo del moro acababa con él. Aunque luego M uzafa se negara en redondo ni siquiera a tocarlo. —Comeos vosotros, infieles, su carne impura. Solo su hedor me causa repugnancia. —Pero bien bebes vino. —Es más indulgente con ello el profeta, amigo. La carne de corzo sí la consideraba un plato exquisito el árabe. Y desde luego sabía como nadie prepararla y servirla. La pieza más importante que logramos abatir fue, sin embargo, un oso, y aquello hubimos de hacerlo no solo entre nosotros tres sino con fuerte despliegue de muchos pardos y campesinos. Algunos de aquellos grandes animales merodeaban por la sierra de Altomira y sobre todo por sus estribaciones más fragosas hacia el Cigüela y Anguix pero no se dejaban ver apenas. Huían de los hombres y andaban siempre protegidos en lo más espeso y profundo de los bosques. Pero uno de ellos se aficionó a la miel de las colmenas y aquello fue la causa de su perdición y de nuestros desvelos. En los poblados y entre los propios habitantes de Zorita eran bastantes los que tenían colmenas que hacían con troncos vaciados y cubiertos por fuera con una capa de cal, donde introducían en primavera enjambres de abejas recién formado para reponer los muertos y donde en el otoño sacaban, protegiéndose con humo y todo tipo de máscaras y guantes de sus picotazos, los dulces paneles repletos de miel. Era ésta una tierra de plantas muy buenas para que pastaran en sus flores estos animalillos, el romero, el primero en florecer y que daba una miel clara, el tomillo, el espliego, la salvia, el cantueso, la ajedrea y otras que no alcanzo a reconocer y la miel resultaba un dulce maravilloso para endulzar todo tipo de comidas, pasteles y bebidas. Y a los osos les gustaba también mucho, considerándola un manjar que los despojaba de cualquier prudencia y miedo y les impelía a bajar hasta el borde mismo de las casas si allí encontraban cómo conseguirlo. La visita de un oso a un colmenar suponía la destrucción más completa, pues su pelaje parecía protegerles de los aguijones de las abejas y ellos se dedicaban a destripar una colmena tras otra hasta quedarse saciados. Y para que un oso se hartara de miel un colmenar entero podía acabar deshecho. Lo normal era que tras el ataque el animal no volviera a aparecer por allí, sobre todo si se hacía alguna lumbre o se le espantaba. Pero uno se aquerenció de tal manera que se convirtió en pesadilla de los de La Bujeda y no contento con saquearles las colmenas les fue perdiendo el recelo y acabó por llenar de miedo a todos, pues a alguno llegó a atacar y herir con sus zarpas desgarrándole toda la pierna y no alcanzó a matarlo porque otros labriegos aparecieron con palos, horcas y piedras y lograron a voces ahuyentarlo. Pidieron ayuda al castillo y hubimos de socorrerlos. Nos dijeron que el oso bajaba de lo alto de la sierra y se metía por los barrancos hasta alcanzar los colmenares. Que luego lo veían remontar y trasponer por los collados y eso mismo nos confirmaron los vigías de las torres que hasta le tenían pillados sus dos pasos favoritos. —Gusta más del lado hacia Cuenca de la Sierra y es allí donde se encama y vive. Baja por esta vertiente por las noches y vuelve, por lo general, al clarear el día —nos dijeron los vigías de las torres que nos señalaron además los dos portillos por los que más cruzaba. Pedro, M uzafa y yo, acompañados de los labriegos de La Bujeda y el vigía que más visto lo tenía, preparamos su caza y para ellos hubimos de contar con batidores y varios pardos que junto a nosotros taparan sus posibles escapes. Nos apostamos cada cual, con venablos y lanzas, en sus posibles pasos y en su favorito se colocó Pedro Gómez. Poco antes del alba y desde el pueblo, dando gritos, haciendo ruido y acompañados de algunos perros, las gentes salieron a espantarlo y hacerlo huir hacia los altos donde nosotros le esperábamos. Dieron con él bien cerca de uno de los colmenares y un perro pagó su valentía al irse hacia la bestia y acabar despanzurrado. El oso, tras el encuentro, emprendió un trote corto pero rápido, se metió en el boscaje y lo perdieron de vista, aunque el latido de algún perro les hizo suponer que los canes seguían tras su pista mientras remontaba. Yo aguardaba anhelante ante cualquier ruido y me llevé algún sobresalto al oír venir hacia mí algún animal rompiendo monte, pero resultó en una de las ocasiones ser un corzo que me sorprendió con el salto y al que no pude apuntar siquiera y después unos marranos salvajes, a uno de los cuales, un pequeño bermellón, logré despenar con un venablo bien arrojado. Pero del oso no tuve noticias hasta que oí gritar a Pedro. Un grito que no era de socorro sino victorioso. Nos llegamos hasta él a la carrera entre las matas y allí lo encontramos con el animal a sus pies atravesado de parte a parte por su lanza. El gigantón nos relató su hazaña. —Venía confiado, volviéndose hacia los perros que a lo lejos le latían. Al llegar a mí y verme, pues yo tenía de cara el aire y no pudo olerme, se levantó sobre sus patas. Lo arremetí y al hacerlo él mismo con su peso acabó por atravesarse por entero. Tan fuerte fue el encuentro que al caer se ha chascado la lanza y yo he salido rodando. Iba a echar mano del hacha pero comprobé que se había desplomado y le sacudían ya los estertores de la muerte. Era un oso joven, no muy grande, a pesar de lo que los aldeanos habían contado, pero sus garras y sus fauces eran temerosas y Pedro las reclamó, y obtuvo, como trofeo. También quedó como dueño de su piel y un pardo dijo que su carne, sobre todo los jamones y los solomillos, no la había más sabrosa. Nos quedamos con esos bocados, dejamos el resto para los labriegos y regresamos felices de nuestra cacería. Aquella noche, junto al río, cenamos asado de oso y de los dos jabalíes, el mío y otro de un pardo, que habíamos también cazado. El árabe M uzafa dijo que del oso nada prohibía su profeta y ensalzó su carne como la mejor que había comido. La batida del oso fue exitosa pero con los lobos no nos fue tan bien aquel invierno. Éstos eran más numerosos y causaban muchos y mayores daños en los ganados. A cada tiempo atacaban algún rebaño, llegando incluso a asaltar majadas. Los pastores les tenían miedo y aunque sus mastines les plantaban cara llegaron a envalentonarse tanto que tuvimos que intentar también darles caza e intentar mermar sus manadas. Dispusimos una batida, ésta mucho más numerosa en gentes y lanceros y cosechamos el peor de los fracasos. De alguna forma se escurrieron entre la línea y lo más que alguno llegó a ver de los lobos fue la grupa de uno escurriéndose ya en la maleza tras haberle, sigilosamente, sobrepasado. Probamos luego de esperarlos en una res muerta que ellos mismos habían degollado, pero nos olfatearon y aunque los sentimos en la noche bien cerca no dieron la cara en el claro. Fue M uzafa el único que, perseverando en las esperas, logró abatir alguno con sus flechas. Los lobos nos ganaron en el invierno la partida pero los alimañeros se cobraron la revancha y muchos de sus lobeznos al llegar la primavera. Supieron dar con dos guaridas de cría con las camadas dentro y atrapar a los cachorros que fueron paseados por Zorita. Uno de los loberos intentó criar alguno, aunque los otros le dijeron que era tontería y que de lograrlo se le volvería salvaje y le huiría a la menor posibilidad y eso si no le desgarraba antes la garganta. No hubo tal, pues el lobezno murió a los pocos días aunque le dieron a beber leche de cabra. —No creas que hemos cogido a todos —me dijo el alimañero más experimentado—. La loba ha logrado, antes de llegar nosotros, poner a salvo a varios de los cachorros de la camada llevándoselos en la boca a otro refugio. La he visto con uno colgándole de las fauces cuando llegábamos a la boca de su guarida. Los lobos volvían siempre, como parecían volver cada año contra nosotros las huestes africanas de Yusuf, el almorávide. Porque ni cangrejos, ni truchas, ni osos ni lobos nos podían hacer a nosotros desatender nuestras tareas de vigilancia y estar siempre atentos a las entradas sarracenas y a las noticias que del resto de la frontera nos llegaban. No había aquel año, hasta el momento, señales de un nuevo desembarco y las nuevas que regularmente llegaban bien desde Toledo o desde Guadalajara o desde Valencia y Cuenca no auguraban nuevos ataques. Supe por ellas que en la huerta valenciana Rodrigo afianzaba su poder y tras la victoria de Cuarte los almorávides se habían retirado primero a Denia y luego a Játiva y ya no osaban molestarle. Era él quien les corría el campo tanto en esa dirección como raziando las taifas de Albarracín y Alpuente que habían ayudado a los africanos. Además había efectuado un nuevo movimiento estratégico que lo había fortalecido. Siempre había tenido un buen entendimiento con el infante Pedro, ahora rey, y con su hermano el batallador Alfonso. Decidieron encontrarse y lo hicieron en Burriana donde establecieron con todos los sellos y firmas un pacto de amistad y ayuda, aunque preservando en el caso del Cid su vasallaje a Alfonso. Que una vez más estuvo a punto de dar al traste con su buen entendimiento. Los aragoneses siguieron porfiando contra Huesca y Al M ustain se vio perdido. Solicitó entonces la protección de Alfonso quien hizo ir en su socorro al Bocatorcida y al conde Gonzalo Núñez con no menos de trescientas lanzas que se unieron a las tropas hudíes e intentaron levantar el cerco atacando a los sitiadores. En los campos de Alcoraz fue el encuentro y una vez más probó García Ordóñez, vencedor de tantas batallas en la corte, el sabor de la derrota en los campos. Los aragoneses los destrozaron con una carga frontal donde el rey Pedro y su hermanastro Alfonso, cargando al frente de los montañeses, los aplastaron. Aquello había ocurrido en agosto del año 1096 y al concluir noviembre, ya sin esperanza, la plaza de Huesca cayó en manos de los aragoneses que se dispusieron a poblarla de cristianos y hacerla la plaza más fuerte y poderosa de todo su reino. Pero no tuvieron tiempo de ocuparse mucho en ello porque nada más pasar la natividad y apenas entrado el año siguiente se hizo preciso acudir al encuentro de Rodrigo que les solicitaba su ayuda pues los almorávides, con M uhammad Tasufin, buscando la revancha tras el oprobio y la huida de Cuarte, le atacaban. A pesar de los consejos de sus magnates que deseaban permanecer en Huesca, el generoso Pedro y su belicoso hermano acudieron prestos en su apoyo y, tras prometer a los emisarios del Cid que en doce días se encontrarían con él en Valencia y con buena parte de los caballeros navarros y aragoneses que habían participado en el asedio, se pusieron en marcha. Toparon con Rodrigo cuando éste se disponía a avituallar con un convoy de provisiones a su fortaleza de Peña Cadiella y cuando andaban por las cercanías de Játiva, M uhammad Tasufin, el sobrino de Yusuf, les salió al encuentro con un gran ejército pero no se decidió a atacarlos y el convoy cristiano, arramblando con todo lo que a su paso encontraba como botín, avanzó hacia su destino, a donde llegaron y depositaron sus vituallas atentos eso sí a las tropas almorávides que desde los montes próximos les amenazaban con grandes voces y griterío pero sin atreverse a cargar contra ellos. Para la vuelta, Pedro, Alfonso y Rodrigo decidieron no seguir camino tan montuoso por temor a emboscada y prefirieron ir a buscar el de la costa para regresar a Valencia. Llegados junto al mar y cerca de una fortaleza llamada Bairén 68 acamparon y montaron sus tiendas. En un monte próximo llamado M onduber, dominándolos, asomó la hueste almorávide. Las estribaciones de la montaña llegaban casi hasta la propia orilla del mar dejando tan solo un estrecho paso a los cristianos. Y al otro lado del paso también toparon con los moros que lo bloqueaban. Comenzaron además a llegar por la costa muchos barcos que acercándose a la playa empezaron a hostigar a las tropas cristianas con flechas y saetas. Cogidos entre el monte, tapada su salida y hostilizados desde el mar, el desánimo parecía cundir entre las tropas aragonesas y cidianas pero no contaban con sus capitanes. Éstos mandaron levantar el campo, poner en formación las mesnadas y lanzaron una carga frontal y directa contra quienes les cerraban el paso. Con lanzas, mazas y espadas arrollaron a todo lo que por delante se les puso. Los moros desbaratados intentaron la huida pero entonces el propio monte y un río que por detrás corría se convirtieron en una mortal trampa, pues perseguidos por los caballeros cristianos, que espada en mano les daban caza, unos perecieron bajo el acero y otros ahogados, como muchos otros que desesperados intentaron encontrar su salvación llegando hasta las embarcaciones que les apoyaban desde el mar. Victoriosos regresaron a Valencia y aun desde allí partieron hacia el castillo de M ontornes, un enclave avanzado aragonés en la costa que pertenecía a Aragón, al igual que Castellón de la Plana, M ontroig y Oropesa, que se había sublevado. Rodrigo pagó el favor y ayudó a combatirlo con tal energía que a poco no tuvo sino que rendirse. La campaña para aragoneses y castellanos no pudo tener mejor final, que además quedó confirmado poco después por una boda. El Cid casó a su hija Cristina con Ramiro Sánchez de Navarra, hijo de uno de los infantes muertos en la traición de Rueda69 y a poco un nuevo vínculo unió a su estirpe con otra también del mayor rango, pues M aría lo hizo con el hijo de Berenguer de Barcelona, Ramón Berenguer el tercero, con quien después de tantos malos encuentros mantenía ahora las mejores relaciones. Eran buenas nuevas las que nos llegaban por tanto y yo me iba acostumbrando a aquella vida más tranquila. Pero era puro ensueño todo aquello y a poco la amenaza y esta vez aún más cercana y poderosa se iba a abatir de nuevo sobre nosotros. Porque apenas si la primavera siguiente había comenzado a asomarse a los árboles y empezaban a florecer los romeros y las abejas de los colmenares a desperezarse y con la luz y el calor comenzar a visitarlos y recoger su polen, cuando Yusuf nos trajo desde África una nueva oleada de hieles y quebrantos. 68 Hoy conocida como castillo de San Juan. 69 El hijo de este matrimonio, García Ramírez, nieto del Cid, conocido como el Restaurador llegó a reinar después en Navarra y unos de los tataranietos de Rodrigo, siendo de este linaje, fue luego Alfonso VIII de Castilla. Capítulo XX: El último viaje de Rodrigo, de Elvira, de Urraca y de Yusuf, el almóravide Hubo un tiempo en que el rey Alfonso parecía que podía apoderarse de todo Al Ándalus, pero el que ahora vivíamos tenía signos bien contrarios. Quien parecía poder destruir nuestras fronteras y arrasar las tierras cristianas era el emir Yusuf. Los desiertos africanos parecían suministrarle ejércitos como si de nubes de langosta salidas de las arenas se tratara. Tres veces había venido a la península y nos había causado los más graves quebrantos, aunque no había logrado destruir nuestras líneas defensivas. Pero no parecía que establecido su poder sobre todo Al Ándalus, con excepción de Zaragoza, que nosotros estuviéramos ahora en posición de poderles arrebatar nada a los sarracenos. Si un día Córdoba había parecido al alcance de nuestras manos, ahora demasiado teníamos con mantener la frontera del Tajo y preservar la capital Toledo. Por cuarta vez, en la primavera de 1097, con enormes contingentes de jinetes bereberes, a los que dio cita en Ceuta, el sultán de M arruecos cruzó el estrecho hasta Algeciras. Desde allí envió cartas a todos sus gobernadores para que le mandaran tropas desde todos sus dominios y las concentró a su alrededor en la ciudad de los Califas. Allí puso a la cabeza de su ejército y por encima de todos, incluidos sus hijos y sobrino, a su general Al Hayy y lo envió contra Toledo. No quiso ir él mismo a la campaña, pues se sentía ya gratificado con su Alá por habernos derrotado en Sagrajas, y entendía que si los suyos alcanzaban la victoria a él le sería atribuida y si por el contrario Al Hayy era derrotado él quedaría en retaguardia, para, como un manto, cubrir su retirada. Yusuf nuestro peor enemigo lo era también por su prudencia. Supo Alfonso de su nueva venida cuando con todo el ejército castellano se dirigía hacia los confines orientales de su reino, en su frontera con los hudíes de Zaragoza. La noticia llegó cuando se encontraba acampado con toda la hueste muy cerca de Berlanga de Duero. En esta ocasión mi tío Álvar Fáñez, al que ahora ya apodaban de Zorita, y yo mismo con toda nuestra mesnada nos encontrábamos junto a él. Viajaba el rey en compañía de la reina Berta, de su hija Urraca y su esposo Raimundo de Borgoña, con el arzobispo de Toledo, don Bernardo, y los de Burgos, Palencia y León, así como los abades de Oña, Arlanza, Cardeña y Silos y sin que faltaran sus condes encabezados por Pedro Ansúrez y García Ordóñez, amén de muchos de los magnates castellanos, como el propio Álvar. Faltaba en la comitiva su otro yerno, Enrique de Borgoña, al que había dado por esposa a su hija Teresa, una de las bastardas habidas de sus amoríos con la leonesa Jimena M uñoz, a la que le había otorgado el condado de Portugal como dote y allí tomando posesión de sus dominios se encontraban. No faltaba en el séquito de Alfonso quien mascullara la palabra «borgoñones» con tono enconado y gesto malévolo. Recibida la mala nueva el rey dio orden inmediata de variar el rumbo y emprender camino hacia Toledo para enfrentar al enemigo. Hizo llegar cartas a su vasallo Rodrigo Díaz, señor de Valencia, para que le apoyara y éste envió de urgencia un fuerte contingente de lanzas y como máxima señal de que deseaba cumplir con Alfonso como el mejor de los vasallos puso al frente a su hijo Diego, con poco más de los veinte años cumplidos, pero ya un experimentado guerrero. El Cid se quedó en Valencia en previsión de que otro ataque africano se dirigiría como hacía tan solo un año habían hecho. Se unió a nosotros Diego Ruiz en Toledo y con la hueste avanzamos a encontrar a los bereberes y andalusíes que contra nosotros venían. Los hallamos a poco de pasar Consuegra, formados para la batalla. Dimos con todo nuestro empuje pero hubimos de abandonar, vencidos otra vez, el campo, con muchas pérdidas y muertos, sobre todo de nuestra vanguardia que una vez más había sido envuelta por los flancos por los ágiles jinetes saharianos. Entre los que perecieron para gran pesar de Álvar, mío y del rey fue el propio Diego, que fue derribado en una carga y degollado, aunque pudimos rescatar su cuerpo. Con él y con los cadáveres de algunos otros caballeros que pudimos rescatar de su rapiña nos retiramos, malparados, tras los muros y torres de Consuegra. Abatido el rey Alfonso tuvo sin embargo la entereza de prepararse para el asedio que Al Hayy comenzó de inmediato. Pero el avisado jefe moro al ver la fortaleza de la plaza y las grandes fuerzas que la defendían comprendió pronto que ni por asalto ni por hambre tenía posibilidad alguna y a los ocho días se retiró, con el botín que había tomado, hacia su base de Córdoba. M ientras nosotros regresamos hacia Toledo y Alfonso hubo de escribir una desolada misiva a Rodrigo dándole cuenta de la terrible desgracia, pues Diego era el único hijo varón de Rodrigo y bien entendía Alfonso, que solo tenía también a su pequeño Sancho como único heredero, la tragedia que ello significaba para el padre. Al llegar a la capital sí tuvo al menos un consuelo, el rey Pedro de Aragón, como antes hubiera hecho su padre Sancho Ramírez, olvidaba sus diferencias fronterizas y bajaba con sus huestes y su hermano el Batallador a prestarle ayuda y reforzar las defensas de la capital del Tajo si se producía el ataque. Que se produjo pero no por allí sino en nuestra propia tierra. Álvar y una buena parte del ejército hubimos de salir a escape hacia Cuenca pues el nuevo movimiento de Yusuf se dirigió hacia las tierras que fueron de los Il Nun. Contra nosotros envió a su hijo, Aisa, el gobernador de M urcia, bien reforzado de jinetes e infantes africanos. Cruzamos la sierra de Enmedio y les salimos al encuentro, pasada la ciudad colgante, y donde nos acaeció la misma desdicha que en Consuegra y hubimos de retirarnos tras ser batidos de nuevo en campo abierto. Nuestra carga fue una vez más detenida y luego envueltos. Sus arqueros nos hicieron multitud de bajas y hubimos de acogernos a las murallas mientras ellos se dedicaban al saqueo de los campos y a arrasar todo cuanto hallaban a su paso. Entre cánticos y al son de sus tambores regresaron hacia M urcia sin que nosotros pudiéramos hacer nada por detenerlos y aliviados incluso porque no nos apretaran con cerco. De las derrotas no se salvó ni siquiera una hueste cidiana, pues parte de la guarnición de Peña Cadiella fue casi exterminada en un combate fronterizo contra esas mismas tropas que regresaban. Por fortuna, también pudieron acogerse al castillo y resistieron a Aisa. Cuando supimos la noticia de que Yusuf había embarcado de vuelta a M arruecos a principios del año 1088 nos alegramos, pero en todos nuestros espíritus anidaba el convencimiento de que los años venideros iban a ser duros, que las cada vez más poderosas fuerzas almorávides iban a correr nuestras tierras y que resistirlas iba a ser muy difícil, pues de manera cada vez más continua éramos desbordados en los combates y las poblaciones que aún teníamos bajo nuestro poder y donde habitaban musulmanes, éstos eran cada vez más levantiscos, alardeaban de la próxima venida de los africanos y pronosticaban nuestra muerte y nuestra ruina. En las tierras del Al Ándalus, los cristianos mozárabes padecían cada vez más duramente el yugo de los infieles, que los oprimían e incluso en ciertos lugares los hacían pasar como esclavos a M arruecos, donde perecían. La iglesia mozárabe de Granada fue arrasada y destruida hasta sus cimientos a instancias de los alfaquíes, por orden del propio emir. Al penoso año sufrido le siguieron otros a cual de ellos más oscuros para nosotros. Y el siguiente fue para los Fáñez y diría que para todos los cristianos particularmente doloroso. Los africanos volvieron contra Toledo y la asediaron destruyendo su vega y sus cosechas. Asaltaron la fortaleza de san Servando frente al puente de Alcántara y desde allí nos hostigaron. Al retornar se lanzaron contra el castillo de Consuegra, donde se había refugiado en la ocasión anterior el rey Alfonso, y en esta ocasión iban preparados con máquinas de asedio y lograron forzar sus defensas y conquistarlo. Perdíamos así una posición muy importante y por allí los ejércitos agarenos tenían ahora el camino expedito y un bastión desde el que lanzar sus razias. Pero lo peor estaba por venir. A Zorita nos llegó la más triste de la noticias, la muerte de Rodrigo. No lo había derribado una flecha, ni atravesado una lanza sino que fue la enfermedad quien se lo llevó de entre los vivos. El Cid las había sufrido a lo largo de su vida y en varias ocasiones le habían postrado en su lecho e imposibilitado a acudir al lado del rey y a los combates. Rodrigo era un coloso en la batalla y mucha era su fortaleza, pero cada cierto tiempo perniciosos humores se apoderaban de su cuerpo y lo debilitaban hasta impedirle incluso montar a caballo. No era todavía en exceso anciano y parecía conservar muchas de sus fuerzas pero, y quizás mucho en ello tuvo que ver la prematura muerte de Diego, su ánimo había decaído en los últimos tiempos. El mal lo llevó al lecho y esta vez a pesar de los cuidados de Jimena y de los médicos árabes y cristianos que se afanaron en curarlo ya no se levantó de él, sino que entregó su alma a Dios el 10 de julio del 1099, como un funesto presagio de que el nuevo siglo que en meses se iniciaba no iba a traer sino desgracias para todos nosotros. Supo Álvar de su muerte y quiso estar en Valencia para asistir a su entierro. Es bien cierto que si he visto alguna vez derrumbado a mi tío fue entonces, cuando no ocultó las lágrimas ni su pesar por aquel con quien de hermano se había siempre tratado. Pocos condes y magnates acudieron a sus exequias; tenían la excusa de la distancia, pero también los viejos rencores solapados de quienes nunca admitieron que un simple infanzón de Vivar había llegado a ser el señor y como un rey gobernado. Pero lo que los nobles le negaron se lo pagaron con creces las gentes. Por aquellos mismos días comenzaron ya en las plazas y en los mercados a cantarse versos y romances que hablaban de las hazañas del héroe. El pueblo llano las aprendía de memoria y corrían de boca en boca, llevadas por ciegos y juglares, hasta el último rincón de Castilla. Pero su muerte, amén de una desgracia y un desgarro personal para quienes le seguimos al destierro en nuestra juventud y le amamos de por vida, traía también otras complicaciones que el inteligente Pedro Ansúrez nos expuso con frialdad pero con clara visión de lo que por venir estaba. —Sin Rodrigo, Valencia y toda aquella tierra va a ser muy difícilmente defendible. Jimena ha sido aceptada por Alfonso como señora de Valencia. Pero muerto su hijo, Diego, ¿quien será su capitán en la batalla? Los tenía de los mejores el Campeador, pero todos a su sombra. Tan solo tú Álvar eras algo más cuando cabalgasteis juntos que un disciplinado cumplidor de sus órdenes y un seguidor ciego y confiado en la virtud y coraje de su caudillo. Pero además la situación se torna cada vez más complicada. Los africanos presionarán por ahí más que por cualquier lado y tan solo tus tierras, Fáñez, tienen con las suyas contacto. Es una esquina lejana, casi una isla rodeada de musulmanes, los hudíes de Zaragoza, con Al M ustain cada vez más plegado y servidor del Emir, los de Albarracín, los de Alpuente y por el sur los almorávides de M urcia. Será difícil mantenerla y socorrerla. El emir Yusuf no tardará en concentrar ahí todas sus fuerzas y mucho me temo que no podremos retenerla. Todo eran malos augurios pero fue por aquellos días cuando todas las campanas de la cristiandad repicaron alegres dando una gran nueva. No tenía que ver con nosotros sino que venía de tierras lejanas. Por los días en que Rodrigo expiraba, los cruzados tomaban al asalto la sagrada Jerusalén y la noticia hizo estallar el júbilo y aliviarse nuestros espíritus tan necesitados de nuevas que trajeran consuelo. Pero el derrotado por Godofredo de Bullón en Tierra Santa había sido el califa fatimí de Egipto y nosotros con quien habíamos de vernos las caras era con el emir almorávide de M arruecos, que no solo no reconocía su autoridad sino que despreciaba su relajación y vicios a los que culpaba, como había hecho con los reyes de las taifas de Al Ándalus, de las desgracias del pueblo islámico. Y estaba decidido a demostrar que volviendo a la estricta senda del cumplimiento de la ley coránica y de la yihad volverían los jinetes de Alá a recuperar la senda de la victoria como la estaban recuperando en España. Así que lejos de aflojar en sus ataques, Yusuf envió contra nosotros más tropas, dispuestas a retomar Toledo, como culminación del restablecimiento de sus marcas y fronteras y que tenía un significado trascendental como símbolo en el mundo entero. Aquel año puso a su hijo Yahya al frente de los ejércitos de andalusíes y africanos y de nuevo se lanzaron sobre toda la frontera toledana poniendo otra vez sitio a la capital de la marca, que aguantaba a duras penas y tras los muros sus embestidas. En campo abierto seguíamos siendo vencidos. Enrique de Borgoña, el segundo de los yernos del rey, casado con Teresa, la hija de su amante Jimena M uñoz, lo intentó al frente del ejército y hubo de huir tras ser derrotado en M alagón, donde intentaba reforzar plaza y defensas y taponar en cierta forma el acceso a Toledo tras la caída de Consuegra. Eran tiempos de muerte y zozobra. Que llegaban a la propia familia real. El rey no había podido bajar a Toledo pues en León habían muerto primero la reina Berta, sin darle ninguna descendencia, y a poco su hermana Elvira, señora de Toro. Y la muerte sobrevolaba también la cama de la mayor. Urraca, tan trascendental y cómplice durante sus años más difíciles, iba a fallecer en breve encontrándose ya muy decaída y enferma. Todo parecía nublarse alrededor de Alfonso, aunque encontró con quien casarse por cuarta vez, y otra vez con una extranjera, Isabel de Francia, y justo es reconocer que el rey supo mantener el temple y mandar un claro mensaje de que estaba dispuesto a defender como fuera su gran conquista. Aprovechando la retirada invernal de los almorávides dio órdenes de iniciar y avanzar con toda energía y premura en la construcción de una nueva muralla exterior en Toledo. Sabedores de que podía irles la vida y la libertad en ello, los toledanos se volcaron en la obra y la fuerte barbacana fue elevándose y consolidándose hasta quedar por entero concluida y hacer que todos se sintieran algo más seguros. Pero otra cosa preocupaba al rey Alfonso y ella tenía que ver con Jerusalén y Tierra Santa. Tras su conquista por los cruzados, eran muchos los caballeros hispanos que querían partir hacia allá. El rey entendía que aquello no haría sino debilitarlo más aún y escribió con preocupación al Papa, quien, por fortuna, entendió que si en algún sitio la cristiandad corría peligro era en España. Para alivio de Alfonso dictó una bula que rápidamente el rey y sus obispos hicieron proclamar por todas las iglesias, desde las más pequeñas a las catedrales, prohibiendo a los españoles acudir en cruzada a Tierra Santa. Si querían combatir por Cristo tenían más que abundante tarea en España. Pero todo se iba torciendo un poco más cada día y a cada mes y empeorando la situación tras cada campaña anual de los almorávides. Los presagios del conde Ansúrez sobre Valencia no tardaron en cumplirse. El general Sir Abu Bakr, conquistador de Badajoz y asesino de Al M utawakkil, lo intentó ya en el año uno del nuevo milenio y al siguiente un nuevo y vigoroso general, el mayor de los hermanos M azdali, que se había hecho cargo de las tropas de todo el Levante. Entendió que era llegado el momento de recobrar Valencia para el Islam y obsequiar a Yusuf con tal presente. Puso sitio estable a la ciudad y comenzó a apretar el cerco con la firme voluntad de no concluirlo hasta que la ciudad se le entregara. Siete meses la tuvo cercada. La viuda de Rodrigo, Jimena, pidió desesperadamente ayuda y el propio Alfonso, acompañado de un fuerte ejército castellano en el que formábamos los deudos de Álvar Fáñez, se puso en marcha para socorrerla. Al conocer nuestra llegada, M azdali levantó ordenadamente el sitio, pero tan solo para retirar su campamento hasta Cullera, dispuesto a retornar en cuanto nosotros volviéramos hacia Castilla. No estaba dispuesto en absoluto a soltar su presa. Al cabo de un mes de estancia en la ciudad, vio el rey, y vimos todos, que la situación no tenía otra salida que preparar la evacuación de la mesnada del Cid y sus familias, así como de cuantos mozárabes quisieran acompañarnos. La propia Jimena, su prima, aceptó resignadamente la evidencia y el bravo obispo don Jerónimo que tan bien se había batido en Cuarte no tuvo otro remedio que plegarse. Las gentes comenzaron a desmantelar sus casas y cargar sus pertenencias en los carros, disponiéndose a la marcha. Las avanzadas de M adzali acechaban nuestros movimientos, relamiéndose con las noticias que los moros valencianos les daban de nuestra inminente partida. Finalmente una larga y triste comitiva de gentes, carros, acémilas, hombres, mujeres, ancianos y niños, escoltada por imponentes escuadrones de caballería para impedir cualquier intento de ataque de las huestes almorávides, comenzó a salir por las puertas, cruzó el puente sobre el Turia y tomó rumbo hacia el noroeste, hacia Toledo. Al frente el rey Alfonso y Jimena, su prima y viuda de Rodrigo, que tanto había combatido por hacerla señora de Valencia. Y con ellos, escoltados por unos leales con las lanzas en alto, el carruaje que transportaba el féretro de Rodrigo. Era para muchos lo más apreciado, lo que jamás debía dejarse caer en manos sarracenas. Nosotros formábamos atrás, en retaguardia, con un poderoso grupo de trescientas y escogidas lanzas y una misión que el rey había encomendado a Álvar Fáñez. El que un día llegara a entronizar a Al Qadir, tras ser desposeído de Toledo, era ahora el encargado de no dejar a los almorávides sino cenizas de Valencia. Durante días habíamos acumulado leña y todo tipo de material inflamable en los lugares estratégicos, particularmente en el Alcázar y la mezquita mayor, así como en las casas más señaladas de lo musulmanes más partidarios de los almorávides. Cuando el último de los evacuados atravesó la puerta cogimos las antorchas y procedimos a poner la ciudad en llamas cabalgando por sus desiertas calles, pues los moros habían sido obligados a abandonarla e irse a los arrabales, y metiendo fuego a todo lo que pudiera incendiarse. Cuando las llamas se apoderaron de la ciudad formamos nuestra mesnada, izó su seña Álvar, izó Pedro Bermúdez la del Cid por vez postrera y abandonamos Valencia emprendiendo un trote hasta alcanzar la retaguardia de los que se retiraban. Llegados a su alcance volvimos la vista atrás. De la ciudad subía al cielo una gran humareda, pero en lejanía viniendo ya por las huertas vimos que las avanzadas de la caballería de M azdali llegaban presurosas a posesionarse de la ciudad que tanto les había costado poner bajo el poder de Yusuf. Al fin lo lograban y el sueño del Cid se hacía al mismo tiempo pavesas. Los ojos de Jimena estaban llenos de lágrimas. Llegado a Toledo, el obispo don Bernardo, compatriota de don Jerónimo de Perigod, ambos cluniacenses, influyó en el rey para que éste le ofreciera a él y a todos los mozárabes que con él venían un lugar donde asentarse. La ciudad elegida fue Salamanca y su alfoz donde se les entregaron tierras. Don Jerónimo fue nombrado obispo de esa ciudad y unió a su mitra Zamora y Ávila. Nosotros, como antaño, como parte de la mermada cidiana, acompañamos a Jimena y a los restos de Rodrigo hasta Cardeña. Allí se había decidido que tendría su última morada. Allí le dimos sepultura y allí Álvar me ató a un juramento. —No permitas, Fan, hermano —nunca me llamaba así, pero esta vez quiso reforzar así su petición y mi promesa—, que se me entierre en lugar alguno que no sea aquí, a su lado. Aquí es donde debe también acompañarle su M inaya. Y el emir Yusuf cruzó una vez más el mar para recibir la ansiada ofrenda. En Córdoba recibió al vencedor y allí llegó presuroso Al M ustain de Zaragoza a ofrecerle su vasallaje. Ahora su taifa ya estaba directamente al alcance de los ejércitos africanos y, conocedor de la suerte de los otros taifas, era ya solo la de los hudíes la que permanecía independiente, aceptó todo lo que el emir quiso imponerle. Yusuf aceptó su sumisión y dio además instrucciones a M adzali de que acabara de una vez por todas y sometiera a los de Albarracín sin permitirles excusa alguna. La muerte de Al M alik Ben Razin contribuyó a que no hubiera ni siquiera oposición a sus planes. Su hijo Yahya Ben Razin no tuvo espacio para hacer otra cosa que rendirse. Pero los días de Yusuf legaban también a su fin. El gran emir notó que sus fuerzas lo abandonaban y presintiendo su muerte quiso regresar de inmediato a M arrakech para dejar encarrilada su sucesión en su hijo, Alí Ben Tasufin, el único que no había hasta el momento cruzado a la Península y que siempre se había mantenido en África, cuidando de su imperio y atento a que en sus ausencias no estallara allí la discordia. Habían sido años de muertes, de desapariciones de amigos y enemigos. La de Yusuf, cuando se conoció, fue recibida con alborozo. Pero aún quedaba otra que nos iba a golpear en el campo cristiano. El joven y valiente rey de Aragón, don Pedro, fallecía de su muerte también aquel año. Había tomado Huesca y vengado con ello la muerte bajo sus murallas de su padre. Pero no dejaba descendencia. Su hermano Alfonso el Batallador se ciñó entonces la corona. En cuanto a sucesores, tampoco estaban del todo claras las cosas por León y por Castilla. Cierto que el rey había nombrado a Sancho, el hijo de la mora Zaida, infante y heredero. Aparentemente, nadie había osado oponerse a la voluntad del rey, pero en la corte, en voz baja y en continuo cabildeo eran muchos los que discrepaban; y entre ellos, sobre todo, emergían los borgoñones. Raimundo ansiaba el trono para su esposa Urraca, que era lo mismo que tenerlo para él, y para su hijo de escasos años Alfonso Raimúndez. Que así había que señalar para no confundir con otro nieto real, Alfonso Enríquez, hijo de Enrique de Borgoña y Teresa, la hija ilegítima del rey con Teresa Jiménez. Enrique, conde de Portugal apoyaba a su primo Raimundo que gobernaba Galicia, y entre ambos tejían sus madejas. El uno para conseguir reinar en León y el otro para que su hijo tal vez pudiera ceñir con corona su herencia. M enos que poco preocupaban a Álvar tales asuntos. Cuando de estas cuestiones recibía nuevas, generalmente por las misivas de doña M ayor, se quedaba mirando fijamente al fuego y luego como conclusión pronunciaba una sola palabra: «¡Borgoñones!». Capítulo XXI: El reino sin heredero Puede que las piezas del tablero del rey Alfonso fueran cayendo y sucumbiendo sus caballos ante los alfiles almorávides, pero sus desgracias no habían mermado del todo su visión ni agotado la penetración de su mirada más allá de donde la nuestra alcanzaba. Convertidas Valencia y Albarracín en nuevos feudos de Yusuf y Al M ustain definitivamente entregado a la causa del emir, comprendió que el peligro por donde podía acecharle, y hasta penetrar en el propio corazón de su reino, era por aquella esquina de M edinaceli, de nuevo en poder de los moros y amenazando como un espolón a la propia Castilla. Sigüenza, el cañón del río Dulce y su castillo de Pelegrina, el de la Riba de Santiuste y hasta la Peña Fort de Atienza, que tan segura parecía, estaban de nuevo al alcance de la caballería almorávide como lo habían estado ante la de Almanzor cuando, precisamente desde M edinaceli y desde los tiempos de su propio suegro, Galib, el general de la Thagr al que mató por su propia mano, lanzaba año tras otros las aceifas califales que cortaban los reinos cristianos como un queso fresco y sus saqueos no respetaban ni al propio Santiago de Compostela, cuyas campanas servían de lámparas en la mezquita de Córdoba. Por ello cuando todavía el emir no había reembarcado siquiera en Algeciras para ir a encontrarse con su muerte en los desiertos que le vieron nacer como un pastor de camellos, Alfonso convocó a sus mejores guerreros, les ordenó preparar su mesnada y que con él nos dirigiéramos sin perder un momento hacia aquellas torres desde las que se amenaza el Alto Duero. Al mando en Toledo dejó a un valiente caballero, Gutierre Suárez con una fuerte mesnada, pues no quería dejar desguarnecido aquel flanco. Y bien hizo. Comenzamos el asedio de M edinaceli en pleno invierno, sabedores de que los barrizales impedirían avances sarracenos desde el profundo sur, pero sufriendo también nosotros grandes penalidades y mucho frío en aquellas tierras barridas por vientos y celliscas de nieve. El rey mismo las padeció con todos y tanto él como nosotros teníamos los ojos puestos tanto en las almenas enemigas como en los montes a nuestra espalda, por donde esperábamos ver aparecer en cualquier momento a los contingentes africanos que venían en socorro de los sitiados. Y en efecto venían, porque el emir informado de la ofensiva de Alfonso, aunque no pudo desplazar tropas desde Algeciras, ordenó a las más cercanas que vinieran a nuestro encuentro y levantaran el cerco. Pero llegó la primavera y las señas verdes del emir no asomaron en lontananza. Entonces nos llegó la noticia. Los gobernadores de Granada y de Valencia, Al Hayy, que nos había derrotado en tierras de Cuenca, y Abdallah Ben Fátima, un fatimí pasado al servicio del emir, el recién nombrado para Valencia, que había sustituido al M azdali, tras llegar a Calatayud y en vez de atacarnos, decidieron, contraviniendo las últimas instrucciones de Yusuf ya desde su mismo lecho de muerte, lanzarse contra la vega toledana a la que entendieron indefensa. Supusieron que aquello nos obligaría a nosotros a acudir a defender la capital del Tajo, levantado el sitio y que ellos arrasarían todo y cumplirían un doble objetivo, el regresar con gran botín y acabar con el asedio de M edinaceli. Pero Alfonso no se movió. Apretó el cepo sobre el cuello de su presa, confiado en que don Gutierre se las podría valer contra los invasores. Y esta vez su esperanza se hizo buena. Llegaron los almorávides frente a Toledo y, sin iniciar el asalto, se distrajeron en saquear los campos. Después siguieron hasta Talavera dispuestos a hacer lo mismo. Fue entonces cuando de común acuerdo las tropas de uno y otro lugar salieron contra la expedición mora, que cargada de botín se disponía al regreso. Esta vez la carga de la caballería pesada cristiana sí destrozó todo su haz, sin dar posibilidad de envolvimiento por los flancos. Tanto fue así que llegó a alcanzar al propio centro de su ejército y Al Hayy murió traspasado por una lanza. Llevando su cadáver el fatimí hubo de regresar y afrontar el reproche del nuevo emir, Alí Ben Yusuf, el hijo mayor del gran emir recientemente nombrado soberano de todo el imperio almorávide, a quien mantuvo en el cargo pero no así al sucesor de Al Hayy, un hijo suyo que sufrió como réplica a la razia una algara de don Gutierre que alcanzó a ver los muros de Sevilla. La muerte de Al Hayy y la evidencia de que no habría socorro africano acabó con las esperanzas de los sitiados en M edinaceli. En julio, cuando ahora nuestras penurias no eran por el frío sino por unos calores sofocantes, se resignaron a entregarnos la plaza a la que penetramos y donde Alfonso ordenó que se restauraran y acrecentaran sus defensas al tiempo que mandaba hacer lo mismo en los castillos de Sigüenza y La Riba de Santiuste. Con ello, y al menos por ese frente, sus reinos quedaban al resguardo de nuevas invasiones pues nadie dudada de que el nuevo emir tendría los mismos objetivos que su padre. Unificar todos los reinos islámicos bajo su mando, y aún le quedaba Zaragoza para completar esa obra, y reconquistar Toledo. Pero conocedor por sus hermanos, como el gobernador de M urcia, Aisa, y sus más veteranos generales, como Sir Abu Bakr, el conquistador de Badajoz, de la dificultad inmensa de asaltar la capital de la M arca M edia y hasta sabedor de la leyenda de los siete años que le había dado la victoria al rey Alfonso, decidió emplear parecida táctica de aislarla y debilitarla primero y lanzarse antes sobre nuestra tierra, la que ellos y nosotros llamábamos la Tierra de Álvar Fáñez. El gran golpe, que cuidadosamente preparó, iba a ser demoledor. Porque además contaba con aliados que con sus enviados conspiraban en el interior de nuestras propias murallas, los muladíes que suspiraban por librase del yugo cristiano. El nuevo emir ya tenía puesto su ojo sobre Uclés, el lugar donde iba a destruirnos y abrir desde él un corredor de entrada por el Norte hacia la línea defensiva del Tajo. En el año 1107, Alí cruzó por vez primera el estrecho y comenzó a concentrar todas sus tropas para lanzarse al ataque. En mayo, al acabar el Ramadán, el nuevo emir ya estaba en Granada. Allí nombró a su hermano Tamin Ben Yussuf gobernador y jefe supremo del ejército, que comenzó su avance. En Jaén se le unieron las tropas cordobesas de Abi Rana, continuaron por Baeza y al llegar a La Roda se sumaron las huestes de Aisa, otro de sus hermanos y ya experimentado en España donde gobernaba M urcia que había tomado junto con Aledo, y Aldallah Ben Fátima, de Valencia. Del avance del formidable ejército fuimos informados, pero supusimos que una vez más se dirigiría contra Toledo, aunque los espías avisaron que no llevaban máquinas de guerra, caminaban sin detenerse y cada día completaban más de tres leguas. El rey Alfonso, que había vuelto a enviudar por cuarta vez, y vuelto a casarse por quinta, con Beatriz de Este, una noble aquitana, se encontraba además convaleciente de una herida en Sahagún. Su yerno, el esposo de su hija Urraca, Raimundo de Borgoña también había bajado a la tumba aquel otoño, aunque dejándole al menos un nieto, Alfonso Raimúndez, que contaba entonces con tres años. El rey envió hacia Toledo a su hijo Sancho, reconocido ya y así tratado, a pesar de haber nacido fuera del matrimonio y fruto de sus amores con Zaida, como heredero y figurando ya como tal en los diplomas del reino. Encargó de su custodia a García Ordóñez, el conde de Nájera, su favorito y ahora aún más, pues Pedro Ansúrez había dejado León para convertirse en tutor de su nieto, un niño, pero ya conde de Urgel, Armengol IV, tras la muerte prematura de su padre. García Ordóñez, como ayo del infante, fue responsabilizado por Alfonso de la seguridad personal y vida del heredero, su bien más preciado. Seis condes más lo custodiaban y mi tío Álvar, con sus temibles pardos, llevaba el mando de las tropas fronterizas. Era el infante Sancho poco más de un niño, apenas sobrepasados los doce años, quien montaba bien a caballo para satisfacción de su padre y de su ayo, pero que aún no tenía en los brazos fuerza para defenderse en batalla. Supimos demasiado tarde que los africanos no venían contra Toledo y que se dirigían directamente a Uclés. Llegaron a ella antes que nosotros, la última jornada la hicieron al galope y cayeron sobre la plaza. Cruzaron el río al que llamaron Bejida, el de la guerra santa, y se lanzaron al asalto de la barbacana por la parte más baja de la villa. En el primer envite lograron sobrepasar esa muralla y ayudados por los muladíes, que los recibieron gozosos, se lanzaron a la persecución de los cristianos que en ella moraban, matando a muchos y haciendo a otros cautivos, destruyendo sus casas, la iglesia y arrancando sus campanas. Algunos pudieron socorrerse en la alcazaba, que al oeste, sobre cortados de piedra viva y vertical, se alzaba. Junto a la guarnición se encerraron en ella y velaron durante la noche oyendo los cánticos triunfantes de los almorávides. El día 28 por la mañana, aún no disponiendo de máquinas de guerra, pero ayudados por los moros de Uclés que les señalaban grietas y brechas en la muralla del alcázar, los africanos intentaron forzarla, pero sus esfuerzos, aunque la dañaron, no consiguieron asaltarla. Al atardecer los sitiadores vislumbraron que algo ocurría en el campamento africano pues vieron corrimientos de tropas y despliegue de destacamentos hacia los llanos. Supusieron con esperanza que el ejército castellano se acercaba. Pero también lo había sabido Tamin. Un joven musulmán, que marchaba con nuestro propio ejército, había desertado y llegado hacia sus líneas para informarles con todo detalle de nuestra fuerza y movimientos. Y supo por él que el rey cristiano no cabalgaba al frente de sus tropas. El hijo de Yusuf, en cónclave con su hermano Aisa y el fatimí, sopesaron todas las posibilidades, incluso en la de retirarse, pero sintiéndose muy superiores en número y no dispuestos a soportar el oprobio de no presentar batalla a los infieles como el nuevo emir les había encomendado, trazaron su plan de batalla. Temerosos de una salida por su espalda de la guarnición de Uclés, aseguraron fuertemente su campamento para proteger su retaguardia y, aconsejado Tamin por la experiencia de su hermano Aisa en las cargas de la caballería pesada cristiana, optaron por adelantar sus líneas. —Si han de galopar mucho, sus caballos cargados de hierro se cansan. Necesitamos de la llanura para que nuestros jinetes puedan envolverles. No hemos de esperarles sino que hemos de salir a su encuentro en el frente más amplio posible sin que eso rompa el contacto entre nuestras fuerzas y nos desbaraten —aconsejó Aisa. Antes de rayar el alba el ejército musulmán ya estaba en marcha situándose en el llano, a cierta distancia, pero a la vista de la alcazaba, en dirección al noreste. En vanguardia formaron los cordobeses, en el centro Tamin, con los granadinos y sus jinetes saharianos, y en las alas la caballería de M urcia y de los valencianos. En el haz central, tras los infantes que debían aguantar la primera carga, escuadrones completos de arqueros en ordenadas filas paralelas estaban dispuestos a lanzar sus mortíferas saetas sobre hombres y caballos. Los africanos tras ellos, y ante Tamin debían servir de contención si sus líneas se rompían. Nos sorprendió divisarlos en plena llanura, con la mole de la roca de Uclés tras ellos, en el horizonte, desplegados pero compactos. Nuestros capitanes también nos formaron. El centro lo dirigiría mi tío Álvar y en primera línea junto a él formé yo con Pedro y M uzafa a mi lado. En el flanco izquierdo, que mandaba el conde de Nájera, García Ordóñez, algo más retrasado y con un pequeño montículo donde se aposentó el infante Sancho, junto con los condes Diego y Lope Sánchez. Por el flanco derecho cabalgarían al frente el conde Fernando Díez, conde de Oviedo, hermano de Jimena, yerno del Cid, y hermano de Rodrigo, el que pereció en Sagrajas, junto con los también condes M artín Flaínez y Gómez M artínez, hijo del conde M artín Alonso. M i tío Álvar alzó la seña, embrazamos los escudos y enristramos las lanzas y, como tantas veces, nos lanzamos compactos y en un atronador rugido de cascos y alaridos contra su vanguardia. No nos pararon ni los infantes ni las saetas. Comenzamos a tajarlos causándoles gran daño y los cordobeses cedieron. Pero retrocedieron con orden y defendiéndose sin que pudiéramos atravesar sus líneas y llegados a conectar con las tropas de Tamin y su caballería africana comenzaron a contenernos. Vi a Álvar girarse entonces y mirar hacia nuestro costado izquierdo. La batalla se torcía en aquel costado, los jinetes ligeros de las tropas murcianas comenzaban a envolverlos y otro tanto sucedía, aunque aguantaba algo mejor, con nuestro flanco derecho. Comprendiendo Álvar que sobre todos nosotros podía cerrarse el cerco dio orden de ir a romperlo e intentar apoyar a los de Ordóñez pero nuestro movimiento fue yugulado porque entonces el almorávide lanzó sus reservas y nos cortaron el paso. Aun así conseguimos desembarazarnos de su acoso pero solo para ir a caer en otro. En el montículo hallamos que el infante Sancho estaba herido, le habían muerto el caballo y al caer había sufrido cruel aplastamiento y apenas valerse podía. Solo el lidiar de García Ordóñez, que se había batido desesperado para salvarlo, había conseguido primero desde el caballo y luego a pie, cuando el suyo también derribaron, mantenerlo protegido con su escudo hasta que otros vinieron a socorrerlo y contuvieron aquella embestida. El propio Crespo de Grañón estaba también malherido y su pie izquierdo cercenado de un tajo. El cerco se completaba sobre todo nuestro ejército. La derrota era ya inevitable y lo único que cabía era salvar a la mayor parte de las tropas. En ello se afanaba Álvar intentado reagruparlos a todos y que comenzáramos a retirarnos. En uno de aquellos encuentros me vi yo también rodeado y un venablo me llegó a sacar sangre en un brazo pero sin clavarse ni hacerme soltar la espada. M e socorrió al instante Pedro Gómez que deshizo el cerco y cogiendo de la rienda a mi caballo pudo ponerme a salvo mientras M uzafa los acuchillaba y protegía nuestra huida hasta dar con otro grupo de pardos que también se batían retirándose. M i tío llegó en algún momento a nosotros y dio las órdenes de irnos separando, virando hacia el noroeste de nuestros perseguidores, algo que nos resultaba muy difícil pues nuestros caballos estaban agotados y los suyos ligeros nos alcanzaban, acosaban, asaeteaban y volvían y tornaban. Vimos que una fuerte mesnada donde imaginamos iba el infante Sancho también iniciaba la retirada moviéndose ellos en dirección al noreste. —El infante Sancho apenas se sostiene en el caballo. García Ordóñez pierde mucha sangre pero los condes han acudido en su socorro y se dirigen a la fortaleza más cercana, a Belinchón, a tres leguas, para allá guardarse. La oscuridad y su brazo amparen al infante. Nosotros debemos intentar preservar al ejército y ponernos a salvo. Hemos de cruzar la sierra de Enmedio. Los moros no conocen esos pasos. Por allí nos pondremos, si es la voluntad de Dios, a salvo de este desastre. Fue aquella tarde un angustioso huir de quienes nos perseguían deseando que el sol se pusiera y la noche nos envolviera con su manto de oscuridad y podernos adentrar en la fragosidad de la sierra. En el sopié cuando ya la tarde caía, en una pequeña aldea que llamaban de Vellisca, aún mandó Álvar hacer alto al comprobar que ya no nos iba al alcance el grueso de los moros y tan solo nos perseguían algunas vanguardias. Cerramos filas y los enfrentamos y entonces se mantuvieron a distancia. Ordenó entonces Álvar desmontar incluso y encender grandes fuegos para que los cristianos dispersos y huidos pudieran ir hacia nosotros. M e llamó a su lado. —Las vanguardias africanas supondrán que acampamos e intentaran al alba concentrar sus jinetes y darnos el golpe de gracia. M antened los fuegos bien alimentados, pero cuanto antes idos todos retirando a la sombra de los bosques. Tú conoces bien las trochas. Divide en tres la hueste con Pedro y con M uzafa, id ascendiendo cada uno por uno de los portillos, los unos por la Saceda, tú por éste de Vellisca y el dawair 70 que lo haga por La Bujeda. Nos agruparemos de nuevo en la bajada hacia el Tajo, en la Losilla. Envía jinetes a los poblados para que las gentes se refugien en Zorita y hacia allá envía mensajeros para que estén preparados. Yo me quedaré en retaguardia protegiendo en lo que pueda vuestra marcha. A este lado todo está ya perdido. Estos montes serán ahora la nueva frontera. Pero hemos de salvar todo lo que podamos para resistir mañana a quien hoy nos ha vencido. Fueron llegando algunos grupos desperdigados y algún jinete solitario cubierto de sangre que caía desplomado al llegar a las hogueras. No había tiempo de curar heridas y algunos murieron allí mismo. Uno de los últimos en llegar, montado en un caballo moro que había logrado atrapar, nos relató la suerte de todos los que quedaron atrás. —No han hecho prisioneros ni cogido cautivos. Tanto a los muertos, como a los heridos, como a los que se rendían en el campo, iban uno a uno cortándoles la cabeza y haciendo con ellas una pirámide71 . Iban acercándose hasta mí cuando el caballo de un moro, que yo había matado antes de caer yo mismo sin sentido por un mandoble en la cabeza, vino a oler el cadáver de su amo. Saqué un último aliento y con la ayuda de la virgen pude subir al caballo y salir a galope tendido. La suerte quiso que me dirigiera hacia aquí y divisar las hogueras. El miedo me atenazaba pensando que podíais ser africanos hasta que os oí hablar en la parla castellana. En el campo de Uclés no queda nadie vivo. No llegó ya nadie más y en silencio comenzamos a remontar, siguiendo las órdenes de Álvar, la sierra de Altomira que desde aquel día se conoció ya aún más como de Enmedio. Por los tres portillos la cruzamos y aún advertimos a los vigías de las torres, a las gentes de los pueblos de la Bujeda y Aldoveras, a los de Illana, y llegó la alarma a los de Cabanillas, Albalate y Almonacid para que se pusieran al amparo de los muros de Zorita. A los que no se quiso acoger Álvar. Agrupados ya todos cuando comenzaba a clarear el día en la calzada de La Losilla y llegado al vado de Almoguera, mi tío me dio orden de remontar las aguas hacia Zorita con los que menos valían sostenerse e iban peor heridos, mientras él cruzó al otro lado con el ejército y se dirigió hacia Toledo, angustiado por la suerte del Infante y por la que pudiera tener la propia ciudad si los africanos continuaban su ofensiva. Zorita nos vio llegar por la senda que trascurre bajo Recópolis derrotados, arrastrando tras nosotros a los heridos, algunos moribundos. Quisieron muchas mujeres venir a nuestro encuentro, pero advertidos ya los guardianes de las puertas no lo consintieron hasta que no llegamos a ellas y vieron que no traíamos enemigo a los alcances. Entonces llegaron a nosotros, silenciosas, buscando entre los vivos y los heridos a sus maridos e hijos. Pocos hallaron y entendieron que todos los demás habían perecido y un clamor de llantos y gritos se elevó al cielo hasta que a voces les hice entender que el grueso de las fuerzas, con Álvar, se había salvado y aún podían tener esperanzas de que los suyos estuvieran vivos. Aunque no sabíamos cuáles ni cuántos y algunos sí teníamos la certeza de que habían perecido, porque algún compañero les había visto caer en el campo del que nadie de los cristianos había quedado vivo. Fueron terribles los días de espera. Tardaron en llegar los mensajeros. Hubo de hacer Álvar Fáñez el camino hasta Toledo y más tarde esperar hasta enviar jinetes con las nuevas. Que fueron malas. El infante Sancho y los condes, siete condes de Castilla, habían perecido en la funesta jornada. La mayor mortandad se había producido en la retirada hacia Belinchón. En su intento por salvar al Infante se fueron sacrificando destacamentos enteros que iban siendo envueltos y destrozados por los jinetes almorávides enfebrecidos en la caza de los fugitivos. Presentían que guardaban algo para ellos muy valioso y no cejaban en su encarnizamiento persiguiéndolos. Logró García Ordóñez y los últimos que le acompañaban desprenderse de quienes les acosaban y se sintieron reconfortados cuando dieron vista a las almenas de Belinchón en la mañana siguiente. Pero lo que creyeron su salvación fue en realidad su definitiva tortura y su muerte. Los moros de la villa sabedores del triunfo de los suyos los esperaban con ansias asesinas. Llegaban los cristianos a los muros cuando ante ellos se cerraron las puertas y aún peor, los sublevados, tras haber cercado a la pequeña guarnición en una torre del alcázar, comenzaron a lanzar todo tipo de armas y piedras con los que a su amparo pretendían acogerse. Allí junto a los muros, García Ordóñez vio llegar hasta ellos de nuevo las avanzadas de la caballería almorávide que los perseguía y apretados contra aquellos infaustos muros libraron la última batalla y levantaron el último escudo que fue el del conde de Nájera en defensa del heredero de Alfonso. M uerto aún quiso García Ordóñez proteger con su cuerpo el del niño pero las lanzas africanas acabaron con el resto de vida que aún quedaba en el infante. El Crespo, el Bocatorcida, el conde de Nájera, García Ordóñez había sabido morir mucho más noblemente que lo que había vivido aunque no pudiera el rey Alfonso decir nunca de él que no le hubiera siempre con toda lealtad servido. A otros había ofendido, cierto era, pero con su rey siempre se había comportado con la más absoluta fidelidad y entrega. Alfonso cuando llegó Álvar Fáñez a Toledo preguntaba ansioso, aún desconocedor de su suerte, por su hijo. —Has traído Álvar a mi ejército, pero ¿dónde está, Álvar, mi hijo? ¿Dónde está el infante Sancho? Y mi tío no sabía qué responder a su señor y nada más alcanzaba a decirle que el Infante había emprendido antes que él la retirada, con Ordóñez y los condes, hacia Belinchón. Pero de Belinchón ninguna noticia llegaba y cuando llegó fue la consumación de la tragedia. Los desesperados ojos del rey Alfonso manaron lágrimas. Perdía su único hijo, perdía su heredero, Castilla y León quedaban sin Infante, el reino sin sucesor y sin condes quedaba Castilla. Siete en total habían perecido. García Ordóñez, M artín Flaínez, Gómez M artínez, los hermanos Diego y Lope Sánchez y el hermano de Jimena, la viuda del Cid, Fernando Díez. Pero para el rey todo se ofuscaba en su hijo. Una y otra vez demandaba a Álvar: —¿Por qué tú, varón valiente y fiel, no has muerto defendiéndolo? Y ya Álvar le contestaba: —Ni en mi mano ni en mi espada estuvo salvar a tu hijo. A otros lo encomendasteis. Sacrificaron su vida y no pudieron salvar la suya. No hubiera valido después otro sacrificio en vano. No pudimos salvar a Sancho, pero sí a tu ejército, señor. Salvé a tu ejército. Aún quedaban malas nuevas que llegar y éstas fueron cayendo sobre Toledo a cada día que pasaba. Tamin se había retirado prestamente hacia Granada a informar en persona al emir de su gran triunfo, aunque sin saber todavía que los suyos habían matado al hijo y heredero de Alfonso. Había dejado atrás al fatimí y a su hermano Aisa para que acabaran por rendir la ciudadela. Éstos, sin máquinas de guerra con que asaltarla y ante aquel empinado risco y las formidables murallas imaginaron una estratagema. Hicieron ostentación de retirada, levantaron el campamento y se pusieron en marcha hacia el sur llevándose el botín y los cautivos. La guarnición de la ciudadela y los que en ella se habían refugiado esperaron algún tiempo hasta que creyeron que los moros ya se habrían alejado y entonces comenzaron la evacuación. Los vigías almorávides apostados y esperando precisamente ese movimiento les permitieron salir y avanzar hasta que se hallaron ya lejos de los muros y en campo abierto. Y entonces cayeron sobre ellos como halcones. M ataron a muchos y a casi todos los demás los hicieron cautivos, solo alguno a uña de caballo pudo conseguir llegar hasta Toledo. Otros llegaban también huidos de Cuenca, de M asatrigo, de Huete y Belinchón y hasta de Ocaña llegaron para decir que en todos los lugares los mudéjares se habían alzado y pasado a cuchillo a las guarniciones cristianas. No quedaba una fortaleza donde ondeara la enseña del rey Alfonso al otro lado del río desde Belinchón hasta Zorita. Toledo quedaba desprotegida, con los pasos abiertos al paso de las huestes africanas. El único consuelo de Alfonso fue poder al menos recuperar el cadáver de su hijo. Retirado el grueso del ejército almorávide y llegada una potente hueste de caballería cristiana bajo sus muros, los traidores musladíes aceptaron entregarlo por una fuerte suma de dinero, sin saber a quien entregaban, porque de haberlo sabido hubieran subido el precio. El cuerpecillo de quien estaba destinado reinar en León y en Castilla, hijo de un rey cristiano y una princesa hudí, fue llevado a Sahagún y allí enterrado en el panteón reservado a su linaje. Todo el tablero de Alfonso, sus líneas defensivas ante la capital de la M arca M edia se habían derruido y ahora eran enclaves desde donde sus enemigos podían llegar a cubierto hasta Toledo. La tierra que había sido de Álvar Fáñez en la orilla sur del Tajo estaba perdida. 70 Así llamaban los musulmanes a los de su religión pasados al bando cristiano. Tornadizos en romance castellano. 71 Se amontonaron más de dos mil cabezas de cristianos sobre las cuales el almuédano llamó a los fieles, a la última oración del día, dando a Alá gracias por su victoria. Capítulo XXII: La defensa de Toledo A este lado de la sierra de Enmedio recogimos las cosechas, que fueron buenas y más abundantes merced a los nuevos arados y a las mayores extensiones roturadas y labradas. Pero en todo el espacio flotaba el miedo y los ojos se dirigían de continuo hacia las torres vigías de la Bujeda por si desde allí llegaba la señal del peligro de alguna incursión almorávide que se disponía a atravesar los montes y caer sobre nuestros poblados. Se segaba con prisa y temor, se trillaba en las eras justo al pie del castillo, en las terrazas sobre el M adre Badujo, mirando a la parva y a las montañas, se albeldó pensando que con el viento podían llegar los jinetes moros y se guardó apresuradamente el grano en silos, cuevas y se trasportó buena parte a la alcazaba. No vinieron pero todos sabíamos que en algún momento vendrían. Lo que llegaron fueron noticias terribles de Toledo, que sobrecogieron a Jezabel al saber que en la ciudad se había desatado aquel agosto la furia contra los de su raza. La muchedumbre, exaltada por clérigos fanáticos, alentada por la maledicencia del populacho, excitada por las riquezas de los hebreos, consentida por los nobles castellanos y encabezada por guerreros francos, se precipitó contra la aljama judía saqueando sus casas, persiguiéndolos por las estrechas calles y asesinándolos a mansalva. Algunos fugitivos llegaron a Zorita y a pesar de que no fueron pocos los que quisieron escarnecerlos, arrebatarles lo poco que habían logrado salvar y hasta hubieran llegado a matarlos, no lo consentí ni lo consintieron los hombres armados a mi mando. Les di cobijo y les permití instalarse con sus correligionarios, en lo alto de la roca, pegados al foso donde tenían sus casas. Y ordené un bando que proclamó que quien pusiera su mano sobre ellos sería severamente castigado en la misma proporción del daño que les hubieran infligido. El ojo por ojo de su Biblia. Lo hice por mi mujer y por mis hijos, sintiendo al ver las mujeres y niños que llegaban aterrorizados que bien podían haber sido ellos mismos los acuchillados y quemados en Toledo. Recogimos la cosecha de cereal, de cáñamo, de esparto, de legumbres y hasta nos dio tiempo a recoger la aceituna y llevarla a las almazaras. Y a poco más nos dio tiempo pues fuimos llamados por el rey Alfonso que vino desde el norte con su hija Urraca y multitud de castellanos a defender Toledo, donde presentía que iba a dirigirse la embestida del nuevo emir que culminaría así la obra que no pudo concluir su padre. Pero cuando el rey llegó con sus huestes, Alcalá, a orillas del Henares, ya había sido tomada por un audaz golpe de mano y los moros habían traspasado con ello una nueva línea de defensa, adelantándose hasta aquel río y clavándonos un espolón en nuestras tierras desde las que podían atacar toda aquella zona, desde M adrid hasta Guadalajara. Algunos destacamentos y milicias concejiles intentaron recuperarla pero los moros se habían encastillado fuertemente en la alcazaba, bien pertrechados y avituallados y los rechazaron. La prioridad, con todo, era Toledo y allí fue el triste rey que veía desplomarse por entero su sueño y quedar desparramadas las piezas de su tablero. Tenía 62 años pero nada quedaba de su vigor ni de su prestancia. Abatido por la desgracia apenas salía del alcázar donde acompañado de su hija contemplaba la devastación de todo cuanto le circundaba, y contemplaba con inquietud a la infanta en quien no tenía otro remedio que depositar su corona mientras que le llegaban noticias de que su otra hija, Teresa, casada con Enrique de Borgoña, no tenía intención alguna de obedecer la autoridad de su hermanastra, y en Portugal comenzaban los esposos a actuar como si de Reyes se tratara y a preparar a su hijo Alfonso Enríquez a que se ciñera corona y poseyera aquellas tierras como soberano pleno. Una tarde, Alfonso, ordenó a Álvar comparecer ante él en el alcázar y lo recibió a solas y sin ningún otro noble presente. Vio mi tío al rey muy abatido y fatigado. Iba ya muy avanzada la primavera de aquel año, el 1109, pero el rey se cubría con gruesos mantos, tiritaba con sudores fríos, consumido por temblores y fiebres y tenía la piel amarillenta y los ojos hundidos. Nada quedaba en ellos de aquella mirada suya que traspasaba los hombres y penetraba en sus pensamientos. Lo recibió sentado en su trono, en la sala real de la alcazaba, al que hizo que se acercara. Le hizo levantar de su reverencia y le mostró un escabel que había dispuesto debajo, a su lado, para que pudiera escuchar mejor lo que su voz ya débil alcanzaba. —M i padre tuvo tres hijos y dos hijas para dividir sus reinos. Yo tengo una hija y dos bastardas, pero mucho temo que mi reino también sufra la división y la desgracia —confesó a Álvar Fáñez, ahora convertido en el primer hombre tras el rey en todo aquel espacio. Le trasmitió después sus propósitos de intentar enmendar lo que parecía inevitable y que a tal efecto había enviado cartas a Aragón proponiendo el matrimonio de su hija viuda con el rey Alfonso el Batallador. —Es el brazo fuerte que le hace falta a Urraca y que necesitan León y Castilla. El que deberá enfrentar el poder almorávide. Y a ti te encomiendo Fáñez, que siempre me fuiste leal y que eres ahora la esperanza de esta frontera, que permanezcas por siempre fiel a tu reina como a mí lo fuiste hasta en los momentos peores. Que no te alejes de ella ni te haga nadie descuidar de la misión postrera que te encomiendo. —M i señor, no sois tan anciano, tenéis mis mismos años. Recompondréis vuestro cuerpo y vuestra energía. —No me engaño, Álvar. Ni consiguen hacerlo ya los médicos árabes. M e estoy consumiendo y mis días se acortan. Los más fieles que combatieron a mi lado han muerto. M e llega ahora el recuerdo de la muerte de mi hermano Sancho, y de García a quien mantuve preso en Luna y no quiso ser librado de sus hierros cuando hubo de entregar su alma a Dios para morir así como había vivido. Han muerto Urraca y Elvira. Ha muerto García Ordóñez y mis condes. M is cuatro esposas y mi hijo, mi único hijo, Sancho, al que no pudisteis conservar su vida —inclinó aquí la cabeza y ni siendo rey pudo reprimir un sollozo. Pero se recuperó y con voz más clara prosiguió en el silencio de los muros de la sala real—. Ni siquiera mi fiel Ansúrez está ya a mi lado, pues ha de hacer de padre de su nieto en tierras catalanas. No me quedan fuerzas ni aquellos en quienes confiaba, excepto tú, Álvar. He dispuesto tu nombramiento. El que nunca te he dado y en tantas ocasiones has desempeñado con todo arrojo y lealtad. Aquí tienes el documento, con mi firma y con mi sello. Álvar Fáñez, Dux de Toledo. He convocado mañana a la corte, a mi hija, al obispo y a todos para que desde este momento sepan, que tras mí y Urraca en las tierras y fronteras del Tajo eres el primero entre todos y te deben obediencia. Defiende a Urraca, Álvar, y defiende a Toledo. Si Toledo no resiste la frontera volverá al Duero y nuestras ciudades de allende la sierra central volverán a ser asaltadas y saqueadas. Defiende Toledo, Álvar Fáñez. Salió mi tío apesadumbrado del encuentro. M e mostró sin alegría el documento que lo colocaba por encima de muchos en Castilla y me dijo: —El rey se muere, hermano —me llamó hermano Álvar; algo que solo había hecho en su vida dos veces, aquel día en que vino a buscarme al monasterio y tras separarse de Rodrigo en tierras moras. Al siguiente día y según lo prometido se convocó la corte y el rey, que me pareció algo más recuperado de lo que mi tío me había relatado, proclamó con firme voz el nombramiento de Álvar como duque de Toledo, lo hizo colocarse a su lado y con uno de aquellos gestos soberanos, ante los que todos y durante tan largos años se habían plegado sin rechistar, convirtió al infanzón de Orbaneja en príncipe toledano. Pudo parecerme a mí que el rey no estaba tan al cabo de sus días como mi tío creía, pero yo lo había contemplado desde lejos y él había percibido mucho mejor su grave estado. A los pocos días se supo que ya no se levantaba de su cama y el 30 de junio murió de su muerte el sexto de los Alfonso que habían reinado en León y en Castilla, encomendando a Dios su alma, a su hija Urraca el reino y a Álvar Fáñez las fronteras de las tierras castellanas. Yo retorné a Zorita. M i tío Álvar partió con la comitiva fúnebre que llevó al rey Alfonso hasta el monasterio de Sahagún, donde había dispuesto ser enterrado y donde reposaba su malogrado hijo Sancho. Luego Álvar siguió a la corte de Urraca. En octubre asistió a la boda de la reina con Alfonso de Aragón que fue recibida con esperanzas renacidas en muchos de nosotros. Viajó con los esposos confirmando documentos y Urraca lo tenía siempre a su lado y lo colmaba de honores y hasta lo trataba como sabía que lo había tratado el Cid, de hermano, y lo hizo también señor de Peñafiel en Segovia. Los africanos, tras haber logrado su presa de Alcalá, no nos atacaron aquel año pero nuestros espías nos informaron antes de que acabara de que si el nuevo emir se retrasaba era porque preparaba la expedición más terrible y demoledora para volver al siguiente contra nosotros. Y fue en el año 1110 cuando vino. Como presagio de su llegada pareció que todas las señales del cielo y de la tierra se volvieron en nuestra contra llenando de zozobra nuestros corazones y acelerando los pulsos de los temerosos y aun de los más valientes. En el otoño las lluvias cayeron con tal fuerza que se desbordaron los ríos y hasta el padre Tajo, a su paso por la Vega toledana, se salió de su cauce anegándolo todo, inundando los cultivos, causando los más graves destrozos y llenando de barro y cieno todas las riberas. Y nada más comenzar el invierno, sin habernos recuperado de aquella avenida, un temblor de tierra sacudió la ciudad y muchas casas de débiles paredes de adobe se desplomaron matando a las gentes que en ellas moraban. Los muladíes y los astrólogos moros que aún vivían en la ciudad profetizaron que era la señal de la perdición de los cristianos. Y a todo ello se añadió algo que acabó por angustiar el ánimo de las gentes humildes, de las mujeres, pero también de los caballeros, incluso los más en guerras curtidos y hasta de muchos de nuestros propios clérigos que miraban suplicantes al cielo y pensaban que era Dios quien nos castigaba por nuestros pecados y se disponía a entregarnos a nuestros enemigos. Un día el sol se fue cubriendo. El eclipse trajo la noche en pleno mediodía, la tiniebla más ominosa invadió con su sobra siniestra las calles, las iglesias, la catedral y el alcázar. Algunos juraban que habían visto que del sol solo quedaba luminosa una raja en forma de luna en creciente, el símbolo de los musulmanes y de su maligno M ahoma. El miedo era tal que muchos huyeron de la ciudad y los que permanecían en ella parecían estar rendidos de antemano y dispuestos, casi, a entregarse a los almorávides en cuanto éstos llegaran a las puertas. Pero eso era no conocer a Álvar Fáñez ni el temple de sus pardos. Porque entonces surgió el Dux de Toledo en toda su fuerza y valentía, aunque ya no cumpliera los sesenta, en la serenidad de su andar firme y su continuo recorrer la ciudad socorriendo y alentando a todos. Aunque también hubo de hacer algún escarmiento y no le tembló la mano para hacer cortar la lengua a un almuédano que se pasaba las tardes profetizando todo tipo de desdichas a los cristianos que no huyesen o que no se entregasen a la voluntad de Alá que era la del emir de los almorávides. Enterado de sus aullidos y maldiciones se presentó con sus pardos y sin mediar palabra le echó mano al cuello y se lo llevó a rastras. Cuando el clérigo musulmán regresó ya no podía hablar. Álvar le había hecho cortar la lengua. Y entonces muchos callaron en sus profecías, aunque el miedo seguía reptando por las callejuelas de Toledo. No sé si Álvar temía los presagios. Por lo que yo había visto, algo menos que Rodrigo que sí solía consultarlos. Pero desde luego lo que le infundía temor no era precisamente el griterío de los almuédanos sino que buscaba como prevenirse de las lanzas, las flechas y las espadas de los africanos de los que sí tenía por muy cierto que si no les resistíamos serían quienes derramarían nuestra sangre, se llevarían como esclavos a nuestras mujeres e hijos y no dejarían de nuestras iglesias piedra sobre piedra. A eso temía y a ello se ocupaba en todo lo que podía, para prevenirlo y evitarlo. Alí Ben Yusuf quería completar la obra de su padre. Con un nuevo e inmenso ejército cruzó el estrecho y nada más desembarcar supo que en lo que se refería a Al Ándalus su tarea se iba a ver muy despejada. A Algeciras le llegó la noticia de la muerte del hudí Al M ustain. Alí sonrió cuando le dieron la noticia de su muerte en la batalla Valtierra, cerca de Tudela, a manos de los aragoneses de Alfonso, tras haberle tomado Ejea y Tauste. Comprendió muy bien el africano que aquella derrota del rey de Zaragoza no hacía sino acercar a sus manos aquel último territorio de Al Ándalus en la M arca Superior que aún no poseía. Y tenía de qué alegrarse, pues con la nueva le llegaban los requerimientos de los moros de la ciudad y de otras muchas fortalezas pidiéndole que acudiera a posesionarse de la taifa, pues el hijo del difunto, Abdemalik, era tras la muerte de su padre un simple esclavo de los cristianos y a todos sus deseos se plegaba y que si se demoraba hasta les entregaría Zaragoza. Que enviara cuanto antes sus tropas que ellos le abrirían las puertas y le entregarían los castillos y fortalezas de todo aquel reino. Alí ordenó entonces a M uhammad Al Hayy, nuevo gobernador de Valencia, que está vez no fracasara en la misión encomendada como sí lo había hecho su hermano, muerto en la frontera toledana, que se pusiera de inmediato en camino y se apoderaba del palacio de la Alegría, el orgullo de los hudíes y que había sido seña del esplendor de su dinastía. Por su parte, el emir, con todos los contingentes africanos y los andalusíes de Córdoba, Sevilla y Granada, se dirigió por la tierra que había sido de Álvar Fáñez a encontrar y derrotar definitivamente a éste en Toledo y tomar la capital del reino godo y volverla al poder del Islam y a la fe de los creyentes. En el camino destruyó algunas de las fortalezas que abandonadas por los cristianos iba encontrando a su paso y fortificando aún más otras, como Cuenca y Uclés, donde se regocijó de la batalla ganada, y viniendo por Belinchón donde habían matado a los «siete puercos», como así llamaban a los siete condes que murieron protegiendo al infante Sancho, entró en el Alfoz de Toledo y le puso cerco a la capital del reino de los godos. Álvar nos tenía a muchos a su lado. Algunos éramos los que un día habíamos cercado en otro tiempo la ciudad, cuando la conquistamos a Al Qadir. Y como hicimos nosotros entonces, la primera embestida de los sitiadores se dirigió contra Aceca, a la que destruyeron, y contra San Servando, allí donde yo había asaltado y sido herido, y cuyas defensas habíamos restaurado tras el anterior asedio. No sirvió de nada. El emir traía ahora potentes máquinas de asedio y aplastó en un solo día sus defensas. En las márgenes del río Tajo vimos como sus tropas comenzaban a construir nuevas y numerosas máquinas de asalto y sin poder evitar los recuerdos vimos como el sultán instalaba el campamento en la almunia donde lo había instalado el rey Alfonso, en la Huerta del Rey, y como sus tropas vivaqueaban en torno a su gran tienda que hizo instalar precisamente al lado del palacio de la Galiana. Quizás alguien le había contado la historia de nuestra conquista y quería con esos gestos atemorizarnos. Pero Álvar Fáñez mandaba a los toledanos, las murallas de la ciudad eran fuertes y el profundo desfiladero del río nos protegía. Al día siguiente concentraron su ataque sobre una fuerte torre que dominaba la puerta de Alcántara. La resistencia fue enconada pero al fin lograron incendiarla. Sin embargo, Álvar había preparado gran cantidad de vinagre que comenzamos a verter sobre las llamas hasta apagarlas y, luego, nuestros saeteros mataron a tantos asaltantes que éstos acabaron por cejar en su empeño y se retiraron llevándose a sus muertos. —Alí no es tan experimentado como su padre. Tiene el más potente ejército pero no sabe utilizarlo. No ha empleado bien su fuerza ni aprovechado el momento en que la puerta de Alcántara estaba al borde de sucumbir. —M añana volverán a intentarlo. —No son los moros africanos buenos para el asedio. Lo suyo es la cabalgada en campo abierto y sus flecheros diezmándonos. Si nos mantenemos firmes perderán su coraje. Pero hemos de procurar no sufrir bajas. Que nadie se arriesgue y que todos disparen desde cubierto. Que no se busque el alarde sino la herida precisa al enemigo. Cada flecha y cada venablo deben abatir un enemigo. Asegurad los tiros y manteneros ocultos. Lo más seguro es que no reasegunden el ataque sobre Alcántara, como sería lo preciso, pues la han dejado dañada. Es probable que busquen otro punto que les parezca más accesible y por ahí lo intenten. Tuvo razón mi tío. El asalto al día siguiente se dirigió contra la puerta de Almoguera, de defensas en apariencia menos recias. Acercaron sus máquinas y con gran griterío y mucho alarde de cabalgadas se lanzaron a intentar desbordar las almenas. Pero a su pie dejamos a muchos tendidos, asaeteados por nuestros ballesteros que disparaban parapetados y a través de las troneras en la muralla, aplastados por las piedras que les lanzábamos y si alguna escala logró apoyarse en lo alto fue de inmediato volteada y quienes iban sobre ella desplomados a golpes de espada. Por la puerta de Almoguera lo intentaron dos días más y luego retornaron de nuevo sobre la de Alcántara, que habíamos reparado en todo lo posible. Allí sobre ellos vertimos en esta ocasión aceite hirviendo que los abrasó vivos. Los jinetes comenzaron después de aquello a cabalgar más alejados de las murallas, pues más de uno había pagado con la vida su osadía al acercarse demasiado. El empuje de los moros decayó al séptimo día en que dieron un último asalto, esta vez por ambas puertas a la vez, pero nuestro ánimo estaba muy crecido y los rechazamos en esta ocasión más fácilmente. Al octavo día contemplamos cómo, abandonando las máquinas de asalto, comenzaban a levantar el campo y retirarse. Pero muy prudentemente Álvar Fáñez impidió salida alguna de los defensores conocedor de la añagaza que había acabado con los de la alcazaba de Uclés. Solo tras completarse todo ese día y al siguiente mandó a caballeros pardos de exploración, y solo cuando estos tuvieron la certeza de que el ejército africano se perdía a lo lejos consintió en que saliéramos de los muros y diéramos fuego a las máquinas con las que quisieron asaltarnos. Toledo estaba por ahora a salvo. Pero no lo estaban los campos y las poblaciones cercanas. Los pardos nos informaron de que destacamentos de caballería ligera corrían la tierra en todas las direcciones, talando, incendiando y robando todo lo que hallaban. Hacia las poblaciones más grandes se dirigía el propio emir con el grueso de sus tropas. Temblamos por ellas y sus gentes pues eran sus defensas menos poderosas que las nuestras. Y fue así por lo que pudo hacer grandes estragos y cautivar a muchas gentes, asaltando las murallas de M adrid, M aqueda, Olmos y Canales, haciendo muchos daños e incendiando las ciudades. Pero no pudo tampoco aquí lograr tomar por asalto los alcázares donde muchos lograron junto con las guarniciones refugiarse. A ellos no pudo penetrar el emir y en ellos se pusieron a salvo muchos cristianos. Con gran botín pero sin lograr conquistar en definitiva las fortalezas se dirigió entonces hacia Talavera dispuesto aquí a someterla por completo. Reagrupó sus fuerzas y lanzó un ataque sobre la primera barbacana por todos sus flancos. Como en otros lugares, bastantes cristianos se refugiaron en el alcázar, pero muchos caballeros siguieron resistiendo tras perder el primer espacio murado y los arrabales tras las murallas. Pero antes de caer la noche los sarracenos habían penetrado también en parte de la villa, aunque todavía no alcanzado su segunda muralla, la más sólida. Sus jinetes recorrían en un alarido las calles buscando botín y cautivos. Derribaron las cruces y las imágenes sagradas, arrancaron las campanas y un almuédano purificó de nuevo la iglesia del arrabal para poder retornarla a mezquita y allí elevaron sus oraciones considerándose ya vencedores. Sin embargo, algunos caballeros que aún aguantaban parapetados en ciertos lugares de la villa y al no poder acceder a los alcázares, aprovechándose de la oscuridad y la soberbia de los atacantes se lograron infiltrar entre los campamentos que cercaban Talavera, matando a algunos centinelas y alcanzar las márgenes del río. M etiéndose en sus aguas, lo cruzaron y se pusieron a salvo, dirigiéndose hacia Toledo. Cuando los musulmanes descubrieron su huida prorrumpieron en grandes amenazas y griteríos y tornaron a adentrarse en la villa para meter fuego a todo lo que alcanzaron sus manos. Pero los cristianos ya estaban en su mayoría a salvo en la alcazaba y hasta ellos no llegaron. Los que habían logrado escapar del cerco llegaron hasta Toledo e informaron a Álvar Fáñez. Demandaron su socorro pero éste entendió que era mejor que su mesnada no saliera a campo abierto ante tan superiores fuerzas enemigas y que el alcázar de Talavera sabría guardarse él solo de la embestida. Así fue, aunque fue todo un mes la angustia, pues treinta días completos duró la larga campaña de Alí Ben Yusuf saqueando toda nuestra tierra y donde tan solo las fuerzas de Álvar Fáñez le resistían, pues bien pronto comenzamos a comprender que del lado de Alfonso de Aragón poca ayuda íbamos a obtener, pues apenas si había contestado con unas palabras de ánimo a nuestra petición de tropas. Tenía intereses propios y sabedor de la muerte de Al M ustain él también quería aprovecharla en su favor y el de su reino y apoderarse de Zaragoza. Se encontraba aquellos días junto con nuestra reina Urraca por tierras de Nájera y sopesaba dirigir su ejército contra Zaragoza. Pero era ya tarde para ello. El Hayy se les había adelantado y el 31 de mayo había llegado él ya a la capital de los Hudíes que se le había entregado sin resistencia. El hijo de Al M ustain había tenido que salir a escape con tan solo unos escuadrones de jinetes leales y se había dirigido a la muy poderosa fortaleza de Rueda, donde nuestro rey Alfonso fue en aquel tiempo de mi juventud traicionado y muchos de sus más grandes vasallos muertos. Allí se refugió Abdelmalik, que se hizo llamar «Imad Al Dawla» que en su lengua significa «Pilar de la Dinastía», y bien es cierto que, a pesar de sus pocas fuerzas, se sostuvo durante toda su vida sin rendir aquel pequeño territorio a los almorávides, hostigando cuando pudo a el Hayy hasta convertirse en su pesadilla y no sometiéndose a nadie aunque acabando por buscar la protección de Castilla y convirtiéndose en vasallos hasta que su hijo Zafadola terminó por formar parte de ella. Pero aquellas historias de Zaragoza y Rueda por mucho que allí hubiéramos morado y combatido poco nos importaban ahora a nosotros y menos que a nadie a Álvar Fáñez quien veía como la tiniebla caía sobre toda la tierra que tenía encargo de defender y que nadie, ni León, ni Urraca ni Alfonso ni Aragón le socorrían. Por ahora había logrado parar el golpe pero sentía que con tan escasas fuerzas un día no podría detenerlo. Sin embargo, al año siguiente sí pareció abrirse el cielo para todos nosotros, pues, atendiendo a nuestros ruegos, los reyes vinieron a Toledo. Alfonso el Batallador fue aclamado y en nuestros corazones renació la esperanza de nuevo. Tenía que haberme yo fijado más aquel día en como él y Urraca se miraban. No como dos esposos amantes, ni siquiera como quienes están unidos en alianza y común interés. Alfonso se hacía aclamar como si el único rey, y también de Castilla, fuera él, y Urraca lo contemplaba con indisimulada rabia sintiéndose postergada y violada en sus derechos de soberana. Aunque no lo supiéramos, las campanas que voleaban en apariencia jubilosas en honor de los dos monarcas en realidad estaban tocando a muerto por la guerra que entre cristianos, entre leoneses, castellanos y aragoneses, estaba a punto de estallar y que nos iba a dejar absolutamente solos a nosotros contra el verdadero enemigo que nos acechaba tan solo a unas leguas, en la vertiente sur de la Sierra de Enmedio, desde las tierras que fueron nuestras y ahora señoreaban ellos. Los africanos, en la cima de su poder, reconstruido todo Al Ándalus bajo la mano del emir Alí, ya solo tenían pendiente para completar sus fronteras califales y las bases de partida de Almanzor contra los reinos cristianos a Toledo, a Zorita, a Guadalajara y a M edinaceli. \ Capítulo XXIII: El último defensor de la frontera Nunca admiré más a Álvar que en aquellos años de angustia y soledad. Pues quedamos solos y a nuestra suerte y de ella dependía nuestra vida y la de nuestras familias, sí, pero colgaba también, aunque algunos ciegos no quisieran verla, la propia suerte de Castilla. Porque bien poco tardó en comprobar en primera fila de la corte de Urraca que las esperanzas por el matrimonio de Alfonso no solo se desvanecían sino que comenzaban a dar lugar a las peores turbulencias. El Batallador miraba ante todo hacia sus propios intereses, los de Aragón y, algo peor, comenzó a ambicionar, desplazando a nuestra legítima reina y su esposa, el apropiarse de Castilla y de León incluso. Pronto se le vio la intención y antes que nadie la cató Álvar. No solo no podía contar con tropas y ayuda sino que pareciera que el aragonés en vez de defender Castilla lo que pretendía era apropiarse de lo que Castilla ya había conquistado. Las campanas repicando en su honor en Toledo las entendió poco menos que como su entronización y comenzó a firmar documentos como si nuestro rey fuera. El disgusto comenzó a extenderse entre condes e infanzones castellanos. Álvar, silencioso siempre, callaba y permanecía al lado de Urraca, tal y como había prometido a su padre, y cuidaba, con lo que él mismo podía proveerse, de defender la frontera y aún atacar en cuanto veía una posibilidad mínima. Sus mermadas mesnadas, que cada vez más y solo a él obedecían, no parecían suficientes para aguantar por sí solas los embates almorávides, pero Álvar sabía de soledades, destierros y a concitar a su lado a gentes fronterizas que solo tenían como forma de vida su caballo y su espada. Y, como había aprendido junto a Rodrigo, sin importarle si antes de la batalla se encomendaban a Alá o Cristo. Lo que importaba era que lucharan. Aprovechó de la mucha sangre que entre los moros andalusíes habían derramado los africanos. Eran muchos los caballeros árabes, bereberes o muladíes cuyos señores o parientes habían sido muertos o desterrados por los emires almorávides y sus generales, eran muchos los que tenían, como nuestro M uzafa, a su familia masacrada por ellos. Y a todos ellos dio cobijo bajo su seña, la única que aún era temida por los moros hasta en las retiradas. Los «dawair», los «tornadizos», comenzaron a acudir hacia nosotros en busca de sustento y de venganza. Pronto hubo destacamentos enteros de jinetes musulmanes que formaban al lado de los temibles pardos. Pronto, por los parajes cercanos a la Sierra de Enmedio, comenzaron a temerles incluso más que a ellos. Les llamaban «los tornadizos» pues hubo no pocos que incluso abjuraron de M ahoma y se hicieron bautizar aunque la mayoría seguía rezando hacia la M eca. Pero conversos o no, el odio movía sus aceros y su ferocidad traspasaba todos los límites cuando a quienes habían sido sus hermanos de religión o de raza combatían. Sus incursiones, desbordando las sierras de La Bujeda y cayendo sobre la llanura conquense, se hicieron tan devastadoras que lo mismo que habíamos tenido que hacer nosotros antes quedó aquella tierra despoblaba si no se encontraba al resguardo de las más importantes fortalezas como Uclés o Cuenca. El resto se convirtió en el territorio de caza de pardos y «dawair» y si era peligroso vivir de nuestro lado lo era casi aún más vivir del otro. Era más que un ojo por ojo, al terror se respondía con otro aún mayor y más implacable. A este lado de la sierra nosotros aún sembrábamos y pastoreábamos ganados, al otro nadie se atrevía, si no era bajo los propios muros o bajo las torres, a plantar un huerto o apacentar una oveja. Las incursiones sembraron el terror entre los moros y nos dieron cierta tranquilidad a nosotros. Los «dawair» sabían, eso también, que de caer presos en manos de los almorávides iban a sufrir la muerte más horrible a sus manos. Y, desesperados, ellos la daban a todo el que caía en las suyas. Lo supe por los pardos y para que fueran ellos los que se estremecieran con sus violencias es que éstas provocaban el espanto a cualquiera. En el asalto a poblados no tomaban cautivos y procuraban que nadie quedara siquiera vivo, pero además se ensañaban con los cuerpos de quienes asesinaban para aún hacerse más temidos. Dejaban a los hombres y mujeres desnudos y expuestas a buitres y alimañas sus carnes y, no contentos con ello, a los varones les cortaban el pene, que guardaban como trofeos, y a las hembras sus partes pudendas. Hube de contárselo a Álvar pues aquellos actos me repugnaban y aún más algunos alardes que incluso hacían de ellos cuando regresaban de sus correrías. Pero mi tío hizo una mueca y me replicó. —Los conozco, pero no puedo hacer otra cosa que consentirlos. Ese terror que ellos imponen es el que nos salva a nosotros. Los «tornadizos», con su odio, son nuestra mejor defensa. Estamos solos, Fan, nadie nos ampara. El miedo que infundamos es lo único que puede preservar la frontera, nuestros castillos y nuestras propias vidas. Ninguna ayuda podemos esperar ni de más allá del Duero ni del rey aragonés. Éste si puede hasta nos arrebatará lo que es nuestro. Y si nos derrotan los africanos y caemos en sus manos no tendrán piedad. Nosotros tampoco. Es su vida o nuestra muerte. Y nuestra caída sería la de todos. En esta lucha ya no hay cuartel, ni rescate, ni clemencia. Entendí sus razones y comprendí al viejo capitán de la frontera, que lo seguía siendo ante todo y a pesar de sus títulos de Dux de Toledo y señor de Peñafiel. Tenía ya los 64 años cumplidos y aun vigoroso y como siempre enteco sus fuerzas ya eran una sombra de lo que habían sido. Llevaba toda su vida, y desde mozo, combatiendo y por todo había pasado. Por victorias, triunfos y persecuciones tantas como derrotas, retiradas y huidas. Pero siempre había resistido, siempre se había mantenido como cuando de joven me enseñaba a no caer, a mantenerse firme con los pies en el suelo, aunque fuera retrocediendo y aguantando los golpes. Y eso es lo que ahora le tocaba hacer. Para lanzarse, eso también, como un ave de presa en cuanto vislumbraba la más mínima debilidad en su adversario. Debió intuirla u olerla, como un lobo huele la sangre, cuando y a pesar de su aislamiento y falta de ayuda de mesnadas de condes y magnates decidió lanzarse sobre Cuenca. Su decisión nos tomó a todos por sorpresa, pero aún fue mayor la de los sarracenos. Escarmentado de las cargas de caballería pesada que lo habían conducido a las últimas derrotas, esta vez prefirió para el ataque a la ligera de los «dawir» que serían los encargados de caer como milanos y tras haber marchado toda la tarde y la noche entera, atravesando la sierra, sobre la ciudad colgada. La única esperanza de triunfo era su golpe de mano. Debían llegar a sus puertas, tanto por el lado bajo de la ciudad donde los ríos encañonados se amansan como por la montaña de atrás de los cortados, al alba, y entrar en medio de la confusión hasta lograr forzar las puertas y penetrar en la ciudad. Allí debían sembrar el pánico e incendiar y matar todo cuanto les saliera al paso. Crear la mayor confusión y miedo hasta dar tiempo a que llegara el grueso de nuestra caballería, más pesada, con los pardos a la cabeza para entonces aplastar ya cualquier resistencia. Si algunos quedaban en la alcazaba tiempo habría de rendirlos por el hambre. Partieron «los tornadizos» como fieras salvajes a atravesar la sierra y les seguimos nosotros a paso más lento. Cuando llegamos a la vista de Cuenca vimos que ésta ardía, que las llamas surgían por muchos lados y la humareda se apoderaba de la ciudad colgada. Nos apresuramos y entramos en ella sin resistencia, pues la puerta del llano ya estaba en nuestras manos. Dentro era una carnicería la que los «dawir» habían desatado. Los alaridos y gritos de muerte y desgarro se sucedían. Tanto fue que hubo Álvar en persona, con un fuerte destacamento de caballeros cristianos, que detener las violaciones y asesinatos aunque dejó que continuara el saqueo. Los defensores de la alcazaba, aterrados, decidieron que se la entregaban si eran los cristianos a los que se rendían y éstos los que les escoltaban hasta que pudieran salir de la ciudad por la parte de arriba. Álvar aceptó y Cuenca fue, o lo que de ella quedaba, por entero y de nuevo tierra de Fáñez. La noticia llegó a Toledo y a Castilla entera y llenó de alborozo y de estupor a todos. Urraca se enorgulleció de la victoria y Alfonso comprendió que era aquel viejo mesnadero el único que podía plantar cara a sus designios y comenzó, bien lo creo, desde aquel mismo día a buscar su muerte. Las ansias del aragonés ya eran evidentes y las comenzamos a sufrir en nuestras propias carnes y en la raya fronteriza de nuestro reino con el suyo, donde comenzó a desplazar nuestras guarniciones por las que le eran afines y a intentar comprar con promesas y dádivas a nuestras propias gentes, buscando ante todo que quienes hacia él volvieran sus lealtades fueran los propios pardos, pues bien sabía que en ellos radicaba nuestra mayor fortaleza. Pero no solo quería unos cuantos castillos, quería el reino entero. La llegada de Urraca al trono no había sido fácil. El viejo rey Alfonso se había tenido que imponer a la nobleza para ello, pues los condes querían nombrar ya a su nieto de cinco años, que llevaba su mismo nombre. Su ayo, el gallego Pedro Floilaz, Conde de Traba y el poderoso obispo de Santiago, Diego Gelmírez, así lo pretendían. Pero había sido mucho rey el viejo Alfonso. Sí entendió, sin embargo, la razón de la nobleza en insistir en que debía Urraca ser casada de nuevo. Pero una vez más les torció el brazo. Querían ellos que el elegido fuera el conde Gómez González y según contaban las dueñas también deseaba ello la propia Urraca, pues decían que tras enviudar de Raimundo de Borgoña era con quien se consolaba, pero ni se atrevieron a proponérselo y hubo de ser su médico, el judío Cidello, quien se lo insinuara siguiendo sus dictados y solo consiguió que Alfonso lo echará de junto a su lecho con grandes y airadas voces. Él ya había elegido esposo, Alfonso de Aragón, y su voluntad fue cumplida. Para ello contó por última vez en su vida y ya a título póstumo con su más leal vasallo, Pedro Ansúrez, aunque anduviera por tierras de Urgel amparando a su nieto. Por ello había sido la ceremonia en el castillo aragonés de M onzón, cercano a su condado y actuando Ansúrez como padrino de boda. Alfonso de Aragón tenía para entonces 30 años. No se le conocía mujer, ni había hecho por casarse. Aquello ya levantó maledicencia. Que con el pasar de los meses y sin llegar al año de esposados era ya motivo de todos los chismes en la corte, en las ciudades, en los castillos y en los mercados. El rey de Aragón tenía muy ganado prestigio en las batallas pero era incapaz de arrancar ni un solo gemido de placer a su mujer en la cama. Pero no solo eran los juglares y los condes sino que no tardaron los obispos cluniacenses en volverse sus contrarios. El primero Bernardo de Toledo. Que lo pagó caro, pues fue destituido de su cargo de manera fulminante. Porque si en el lecho era flojo el rey, para someter a levantiscos tenía puño de hierro. Las capitulaciones matrimoniales además estaban de su lado. Él y Urraca habían acordado otorgarse el uno al otro trato de soberanos en ambos reinos, aunque Alfonso lo entendía de muy interesada manera y a su favor solo, y que en caso de tener descendencia, el hijo de ésta habido con Raimundo, Alfonso Raimúndez 72 , él sería el heredero quedando éste relegado. No hubo caso, pues el Batallador no engendraría nunca un vástago y su aversión a las mujeres se prolongaría hasta su muerte y tras el repudio de Urraca no volvería a tomar esposa alguna. La posibilidad, sin embargo, ya levantó ampollas y Gelmírez y el Conde de Traba, coronaron, por su cuenta o ya contando con Urraca, en Santiago, al joven Alfonso como rey de Galicia. El Batallador hizo lo que mejor sabía, acudir allí, aliarse con el marido de la hermanastra de Urraca, Teresa, el conde de Portugal, Enrique de Borgoña y derrotarlos en batalla en Viandongos. Ello sucedió en el otoño de aquel año en que nosotros lográbamos apoderarnos de nuevo de Cuenca. En el combate entre cristianos el aragonés capturó a Pedro Floilaz, aunque no tardó en liberarlo, pero Gelmírez escapó con el niño y dio un paso junto al destituido Bernardo y a muchos abades cluniacenses que habían seguido su camino, incluido el de Sahagún, que a la postre sería definitivo para la suerte del matrimonio de Urraca y el Batallador. Escribieron al papa señalándole que la boda era malhadada por incestuosa, pues ambos compartían bisabuelo. Gelmírez y Bernardo solicitaron al papa su nulidad. El Batallador no solo era torpe o inapetente en el tálamo. Lo era también en diplomacias. Lejos de buscar apaciguamientos pretendió la imposición por la fuerza y comenzó a colocar en las fortalezas de Castilla, en sus ciudades y en cualquier puesto de honor y relevancia a caballeros aragoneses y navarros. M ientras, crecía la murmuración con respecto a Urraca. Si en un lado de la plaza se decía que la reina acudía en cuanto podía al lecho de su antiguo pretendiente y amante, el conde de Candespina, Gómez González, en el otro se afirmaba que su esposo Alfonso la había vejado y maltratado pegándole con pies y manos hasta dejarle la cara tumefacta y maltrecho el cuerpo entero. Estalló con toda crudeza el conflicto. Tanto que nos llegó hasta nuestro recóndito rincón de Zorita de los Canes. Alfonso había hecho encerrar presa a Urraca en El Castellar, en su tierra de Aragón. Los obispos, la alta nobleza leonesa y castellana se levantaron en armas. Alfonso no se arredró, marchó contra ellos, ganándose además muchas voluntades de milicias concejiles y caballeros villanos y con el apoyo de la hermanastra de Urraca, Teresa y Enrique de Borgoña, que ansiaban quitarse de encima la sumisión a la autoridad real de León y Castilla y convertirse en reyes ellos mismos o hacerlo ya con su heredero. El aragonés pasó como un turbión por las ciudades rebeldes, sometiendo Palencia, Burgos, Sahagún, Osma, Astorga y Orense. No todo le fue favorable, pues el conde Gómez González, en una incursión sobre Aragón, y aprovechando su lejanía, llegó a El castellar y liberó a su amante, llevándola a Sahagún. Fue un triunfo efímero, pues Alfonso aún más furioso, y apoyado por el borgoñón, se lanzó contra el conde y en su propio feudo de Candespina lo asaltó y le dio muerte en la batalla. Urraca, vencida, sin el sostén de la nobleza derrotada y con su amante muerto, no tuvo más remedio que someterse y a avenirse a una reconciliación forzada. Pero el triunfo por las armas de Alfonso iba a ser amargado por las órdenes papales. El papa Pascual II declaró nulo el matrimonio, amenazándolos con excomunión si permanecían juntos. Alfonso, profundamente religioso, se había criado y pasado niñez y pubertad en un convento de lo que muchos derivaban su repulsa por los tratos con las hembras, repudió definitivamente a Urraca. Pero no llevaba ese repudio su renuncia a Castilla y sus ciudades y fortalezas sino muy al contrario. Porque los ojos de Alfonso se fijaron ante todo en los castillos y villas que más cerca quedaban de su reino y aquello ya nos afectó sobremanera a nosotros, pues aquellos estaban bajo la influencia y custodia de Álvar. Vivimos pues tiempos muy difíciles, pues el propio Batallador se fue apoderando de plazas que hacía ver por él conquistadas cuando nos había costado mucha sangre el conquistarlas a nosotros a los moros. Se apodero de Soria, de la que hizo plaza fuerte, de Atienza donde se hizo inscribir como el primer rey cristiano en conquistarla a los infieles, en Sigüenza y en M edinaceli. Todo ello lo hacía con la fuerza de su ejército pero, para desazón nuestra, también apoyado por muchos caballeros villanos y hasta algunos de nuestros pardos que veían en él un caudillo poderoso, guerrero y victorioso y preferían servirle a él que a una reina de adúlteros amores, que ahora muerto Gómez ya había encontrado de nuevo con quien retozar y ya andaba enredada con el conde Pedro González de Lara, quien merced a esa privanza sobre las carnes de la reina pretendía mandar y vedar, como absoluto señor, en toda Castilla. Porque Urraca, bien se decía, no se sabía sujetar ni a su afición ni a la ajena. M e parecía a mí y nos parecía a muchos que la lealtad de Álvar en poco la estimaba y en nada la merecía. Y él también, aunque nada dijera, no dejaba de rumiarlo, y le socavaba el ánimo, haciéndolo cada vez más adusto y silencioso. Pero se mantenía erguido y nos mantenía a todos vigilantes sabedor de que si nosotros sabíamos de tales cuitas no faltaría quien se las contara al emir almorávide y que éste las aprovecharía sabiéndonos enfrentados y sin otras fuerzas para sostenernos que las nuestras. Que eran pocas. 72 Luego Alfonso VII de León y de Castilla. Capítulo XXIV: El asalto de Zorita Los niños de Zorita se aprendieron un nombre: M azdali, y jugaban a asustarse con él. M azdali iba a ser nuestra pesadilla y su mención el anuncio de la desgracia que iba a abatirse sobre todos nosotros. El emir Alí estaba bien informado de las peleas y desgarros entre los cristianos y de la debilidad que esto suponía en su frontera. Ya no había arrancadas contra las posiciones moras al otro lado del Tajo ni algaras que se adentrarán en Al Ándalus. Bastante tenía Álvar Fáñez con intentar defenderse y mantener en un estado aceptable sus defensas. En Toledo hizo cuanto pudo en apuntalar las murallas y logró al menos que el semiderruido castillo de San Servando, destruido por los moros en su último cerco y abandonado por los monjes, no consumara su ruina. Se entregó al arzobispo y fue éste el encargado de ponerlo de nuevo en planta y de restaurar sus puertas descuajadas. Se trabajó duramente y al fin pudo albergar guarnición dentro que supusiera una nueva defensa al otro lado del Tajo y que preservara algo más la puerta de Alcántara. El emir Alí parecía estar muy al tanto de nuestras disputas y en la cima de su poder, con todo Al Ándalus sometido a su voluntad, quiso dar un nuevo impulso a su guerra santa y eligió entre todos sus generales a uno que por su decisión y astucia le pareció el más apropiado para lograr doblegarnos del todo. Se llamaba M azdali, le había servido siempre bien, era vitoreado por sus jinetes bereberes y gozaba del prestigio entre las propias tropas andalusíes. Lo nombró gobernador de Granada, Sevilla y Córdoba y puso a todos, africanos y andalusíes, bajo su mando. Y M azdali dio pruebas de inmediato de que su elección había sido acertada y venturosa para ellos y un azote para nosotros. Su primera devastación se dirigió, directa y sin detenerse en otro objetivo contra todo el valle del Henares. Éste había quedado bastante al resguardo de incursiones anteriores que habían arrasado los alfoces toledanos. M azdali quería botín y cautivos y tenía franco el camino y bien elegido el lugar donde obtenerlo. Llegó por su fortaleza de Uclés, cruzó por Belinchón y Fuentidueña y tomó como base a Alcalá para desde ahí lanzarse contra Guadalajara. Acudió Álvar a socorrer la ciudad pero poco más pudo hacer que poner a las gentes de los poblados más cercanos tras sus murallas y encerrarse con sus tropas dentro, viendo impotentes cómo los destacamentos de caballería y los infantes ascendían río arriba robando, incendiando y capturando todo cuanto encontraban que era mucho, pues hacía años que los campesinos y pastores laboraban sin percances aquellas tierras. M azdali puso cerco a Guadalajara, pero en principio no la apretó demasiado y se conformó con tener a los cristianos sujetos tras los muros sin que molestaran su rapiña, que se dirigió, sobrepasando el puente de Abderramán y cruzando al otro lado, aguas arriba devastándolo todo hasta las juntas con el río Sorbe donde ya ordenó a sus huestes que regresaran, por lo que no llegaron ni a Hita ni a Xadraq, que quedaron a salvo de su devastación. Con un gran botín y una larga fila de cautivos, a los que exhibió ante las propias murallas de Guadalajara, haciendo alarde de su poder, hizo que escoltados por destacamentos a caballo iniciaran el camino de vuelta siguiendo los pasos que había traído, y solo cuando la comitiva de cristianos esclavizados y todos los bienes, en grano y ganados, estuvieron a buen recaudo tras los muros de Alcalá se decidió a intentar el asalto sobre la ciudad que cercaba. Pero era prudente. Su intención había sido el forzar a Álvar a salir contra él a campo abierto y allí causarle un gran quebranto para luego, mermadas en mucho sus fuerzas, intentar el asalto de la plaza. Pero Fáñez, sabedor de que acometerle en descampado le llevaba al desastre aguantó las súplicas de los guadalajareños y de sus propios capitanes de que debía salir a rescatar a los prisioneros. Entendió, a pesar de las maldiciones y las lágrimas, que debía preservar la ciudad y que de no hacerlo por salvar a algunos se perderían a la postre todos. Por ello cuando los de M azdali se lanzaron al asalto con algunas máquinas de guerra que habían construido, sus tropas estaban al completo y combatieron además con rabia y odio hacia quienes habían incendiado sus casas y se habían llevado a sus conocidos y familias. Intentó escalar los muros el musulmán por dos lados, dejando sin atacar las torres sobre el río que eran la defensa más fuerte. Lo hizo por el este de la ciudad, por un torreón vecino a la plaza del M ercado, donde concentró lo más fuerte de su ataque. También quiso forzar la entrada por el arrabal del Alamín, donde vivían muchos moros, pero los defensores los habían hecho desalojar de allí temerosos de que les abrieran portillos e hicieran traiciones, y conocedores de la debilidad de aquel sector habían destacado los mejores ballesteros que en el barranco diezmaron a los atacantes haciéndoles desistir de su empeño. Al torreón del M ercado se dirigió el propio Álvar y allí no consintió que, ni de día ni de noche, pusiera africano alguno el pie en sus almenas. Al amanecer, pues hasta entonces mantuvo su tenaza M azdali, se enconó allí definitivamente la batalla, pero se consiguió incendiarles la máquina de asalto, pues aunque estaba la madera verde, primero se arrojo aceite y resina hirviendo sobre ella y luego se consiguió prender el fuego. Entonces M azdali comprendió que de seguir en el empeño podía convertir en fracaso el éxito de su razia que ya tenía en la mano y no quiso perder más hombres en un asedio que entendió iba a ser infructuoso y que para conseguir tomar Guadalajara habría de mantener el cerco muchos meses y con mayores tropas de asalto. Optó por reagrupar a su ejército, levantar el cerco y dirigirse él también hacia Alcalá y luego regresar victorioso a Al Ándalus para dar cuenta al emir del quebranto causado a los cristianos en una zona donde habían estado y vivido seguros durante años. En Guadalajara hubo muchos que al verlo retirar quisieron salir contra ellos, pero una vez más Álvar Fáñez les impidió arriesgarse a ello pues solo en fuerzas de caballería les cuadriplicaban en número. Lo que sí hizo fue, tras comprobar que M azdali llegaba a Alcalá y salía de ella rumbo a Belinchón, salir él a uña de caballo con quinientos jinetes rumbo a Zorita, subiendo y acortando por las alcarrias, atravesando el Tajuña y estando a poco ya sobre el Tajo, no fuera el general almorávide una vez llegado al gran río emprender una nueva campaña de pillaje. Pero los exploradores «dawir» pronto le informaron que M azdali había, sin demora, seguido su ruta y regresaba hacia sus bases de partida. M azdali retornó contra nosotros, puntual, al año siguiente. Y vino mucho más fuerte y preparado. Está vez venía dispuesto a asaltar murallas y a ocupar fortalezas. Traía máquinas de asedio e incontables tropas, pues a las suyas unió las del viejo Sir Abu Bakr y en una inteligente maniobra nos obligó a nosotros a dividir nuestras fuerzas, aunque para ello él debiera hacerlo con las suyas, algo que no parecía importarle pues disponía de muchos más efectivos. Llegado a la frontera separó a su ejército en dos grandes bloques mandando por delante destacamentos de caballería ligera que marcharon en todas las direcciones saqueando y quemando los campos, incendiando las casas y matando a sus habitantes. Esta vez no quería cautivos, sino castillos donde establecer firmemente guarniciones e ir avanzando y consolidando posiciones. No iba de razia sino de conquista para poco a poco ahogar a Toledo, dejándolo al descubierto y aislado. Uno de sus haces se dirigió hacia él, el otro vino hacia Zorita. Y para cercenar cualquier posibilidad de refuerzos, aunque gallegos, leoneses y castellanos andaban enfrascados en sus disputas y enfrentamientos con el rey de Aragón, que no cesaban, ordenó a los gobernadores de Zaragoza y de Badajoz que hostigaran las zonas limítrofes. Así las tropas almorávides de Zaragoza se presentaron ante Berlanga de Duero, asediándola y haciendo que allí se dirigieran algunos, no muchos, caballeros castellanos enviados por Urraca en su apoyo, mientras que el de Badajoz intentaba forzar los puentes de Albalate de Arzobispo e inmovilizaba a las tropas de Teresa y Enrique de Borgoña, que ya se hacían llamar de Portugal, en su defensa, aunque lo cierto es que nosotros ninguna ayuda ni de un lado ni de otro podíamos esperar. Álvar se encastilló en Toledo, aguardando la embestida, pero supo que los almorávides giraban y en vez de venir sobre la ciudad marchaban contra el castillo de Oreja, aguas arriba. Yo permanecía en Zorita esperando ver aparecer en cualquier momento a la caballería mora desbordando la sierra de Enmedio, atento a las señales de los vigías de la Bujeda. Pero tampoco vinieron por ahí, sino que cruzaron bastante más abajo y casi nos tomaron por sorpresa, pues por donde aparecieron fue Tajo arriba y las señales de alarma sonaron cuando se presentaron sus primeras avanzadas sobre Almoguera. M ás al sur, Álvar comprendió que Oreja no podía dejarse en sus manos y, ante tal ejército y bien preparado para el asalto de murallas, no le quedó otra opción que intentar hacerles levantar el cerco. Salió, pues, a su encuentro con todo lo que pudo, dejando tan solo en Toledo la guarnición indispensable. Llevaba a sus pardos y a sus «dawir» y apretando la marcha llegó a la vista del campamento sitiador que cercaba Oreja. M azdali estaba sobre aviso. Sin confiarse lo más mínimo se había instalado en un lugar en alto y se había parapetado incluso para afrontar mejor cualquier carga. Álvar se lanzó contra ellos a mediodía y confió en que una salida de los de Oreja le ayudaría en su empeño. Y los de Oreja lo intentaron. Pero fue para sufrir fuertes bajas pues también aquello lo había previsto el astuto M azdali, y cuando abrieron las puertas para salir se encontraron que una multitud de musulmanes venían sobre ellos a caballo y hubieron de pelear y perder muchas vidas para lograr volver al interior y cerrar de nuevo las puertas. M ientras las cargas de los pardos y «dawir» eran rechazadas, y cada vez con más facilidad los africanos las detenían y contraatacaban. Las pérdidas de Álvar eran cada vez más grandes y al atardecer, en la última intentona, hubieron de volver prestamente grupas para no quedar embolsados. Llegada la noche hubieron de huir y retirarse dejando a Oreja a su suerte. Los defensores al ver que ya ningún socorro podían esperar y, tras haberles los almorávides arrojado por encima de las murallas las cabezas de quienes habían muerto al acudir a ayudarles, optaron por entregar la fortaleza bajo palabra de que sus vidas serían respetadas. Algo que M azdali cumplió y los envió cautivos a Córdoba. No tuvo tanta compasión con los «dawir» que había logrado capturar en el combate. A éstos los hizo desollar vivos. Álvar logró llegar al amparo de la oscuridad hasta el castillo de M ontesant, donde encontró refugio. M azdali lo siguió hasta allí dispuesto a expugnarlo y dar caza de una vez por todas al caudillo cristiano, al que más temor les había causado y más ansia tenía de hacer preso. Era la gran ofrenda que deseaba hacerle al emir, entregarle cargado de cadenas a Álvar Fáñez o llevar en triunfo su cabeza en lo alto de una pica y clavarla en la puerta de Córdoba. Pero en M ontesant Álvar se hizo fuerte y mantenía con él una suficiente cantidad de guerreros desesperados, pues sabían que ellos no tenían posibilidad de rendirse y que de caer en manos de los moros no les esperaba sino la tortura y la peor de las muertes. Eso les hizo resistir como demonios todos los asaltados. M ontesant no era muy grande pero eso les dio a los cercados una ventaja, pues podían defender muy bien y con suficiente número todo el perímetro de la muralla. Pronto M azdali entendió que era imposible el asalto y que solo podría rendirlo por hambre y prolongado asedio. Así que hubo de conformarse con Oreja, que había sido su principal objetivo. Guarneció con un potente destacamento de jinetes y peones la plaza conquistada, nombró como alcaide a uno de sus capitanes de mayor confianza y quedó muy satisfecho de su obra, pues con aquel nuevo enclave habría un amplio corredor que enlazaba ya directamente con Alcalá y que con Belinchón y atrás Uclés y también Cuenca, que a su llegada se había encargado de retomar de nuevo y que volvía a estar en manos musulmanas, podían hostilizar y correr el campo de toda aquella tierra y hasta llegar ya a campar a sus anchas por todos los alfoces toledanos, madrileños y de Guadalajara. Con Oreja casi toda la línea fronteriza del Tajo volvía a estar en su poder. Quedaban, en su posición más norteña, Zorita de los Canes y Almoguera y de ahí esperaba M azdali tener pronto las mejores nuevas, pues confiaba en que sus tropas ya hubieran dado cuenta de nuestras defensas. Y así lo hicieron en un primer embate con Almoguera cuyo castillo tomaron al asalto y no dejando vivo ni uno solo de sus defensores. A los «dawir», siguiendo su venganza, los desollaron, los cogieran vivos o muertos y dijeron que harían con su piel tambores. Cuando los primeros turbantes negros de los jinetes almorávides asomaron por las dos orillas del Tajo, subiendo en descubierta por ambos lados, supimos que Almoguera no había resistido y que había que poner todos los que pudiéramos a salvo tras los muros de Zorita. Comenzaron a tocar, repicando frenéticas, las campanas para avisar a todos cuantos se hallaban al descubierto. Comenzaron a llegar gentes despavoridas, con sus enseres, caballerías y rebaños. Subieron los pardos y «dawir» a las almenas y otros bajamos a la primera barbacana. Conmigo, a la puerta que daba entrada al camino hacia Recópolis, vinieron Pedro Gómez y M uzafa. —He de ir hasta allí y proteger su retirada, Fan Fáñez, y salvar la cruz de los infieles. Yo la llevé y yo he de traerla a salvo para que no sea profanada —me dijo el gigante. No quería consentirlo, pero no hubo manera de convencer al coloso. Puse a su lado diez jinetes más y acepté a regañadientes su salida urgiéndole que regresara cuanto antes y que no se demorara en intentar detener a las avanzadas musulmanas. Salieron M uzafa y él por el camino de los carros y los vi remontar al galope por entre los olivares. Por donde ellos habían transpuesto no tardaron en comenzar a aparecer gentes, huyendo aterradas. A poco ya se veían los caballos de los moros asomando por los cerros, desbordando Recópolis por los promontorios sobre el valle del M adre Badujo, cortando por ese lado el escape a los que de Almonacid o Albalate quisieran venir a acogerse a la fortaleza. Pero por el camino de Recópolis seguían llegando familias y un último rebaño atravesó la puerta con su pastor y los perros mordiendo el carcañal de las ovejas rezagadas para apresurarlas. Olía a sirle y sus balidos atemorizados resonaban en nuestros propios miedos. Llegó un hombre, sin resuello, que corría asustado mirando a su espalda. Luego hubo silencio y nuestras miradas se clavaron en el remonte buscando ansiosas ver aparecer la silueta enorme de Pedro y la de M uzafa con el pequeño pelotón. Pero no aparecieron y sí en cambio vimos emerger en carrera por entre los olivos a los ágiles corceles árabes con los africanos dando alaridos y señalando con sus brazos extendidos a Zorita. Por el otro lado del Tajo también llegaban en columnas las tropas africanas, éstas en formación por el camino que conducía al paso sobre el río y con sonar de tambores y pífanos. M andé un mensajero para que evacuara de inmediato el puente y que quedara ya cerrada la puerta de la muralla que lo enfrentaba y que allí acudieran los mejores ballesteros y todo un destacamento de pardos. Pensé que por allí nos llegaría el primer embate. Pero perseveré en la entrada que daba hacia Recópolis, en la Torre de san Pedro, sobre el arrabal que llevaba su nombre, mirando con cada vez mayor desesperación al camino por el que mi amigo Pedro Gómez había partido. Pero cada vez eran más los jinetes moros que recorrían aquellos altozanos. Cuando ya resignado y desesperanzado me disponía a dar la orden de cerrar las puertas y asegurarlas se produjo en el otero una conmoción. Oí gritos y un alarido continuado. Un jinete, espada en mano, apareció de pronto en el viso y se descolgó a galope tendido perseguido por los musulmanes que disparaban sus flechas contra él. —M anteneos, manteneos, dejar abierto y cerrad a escape en cuanto entre. ¡Ballesteros! Disparad a las monturas de quienes le persiguen —grité, pero ya entonces sabía que no era Pedro quien buscando la salvación cabalgaba. Dispararon los saeteros, cayeron algunos de los caballos de quienes le seguían y dos de sus jinetes descabalgados fueron luego alcanzados por las saetas. Entró el pardo, que traía una flecha clavada en el hombro y herido por otras su caballo. Cerramos las puertas y cuando bajé de la torre no me hizo falta que me dijera que Pedro Gómez había muerto. —Nadie queda vivo allá arriba. Todos han caído. Nos cercaron. Llegamos a la iglesia y empujamos a los pocos que quedaban y que venían huyendo, algunos de Las Aldoveras, que dejaran todo y salvaran sus vidas pues el enemigo estaba encima. Pedro recogió la cruz y la guardó en una alforja y él y M uzafa se adelantaron a asomarse sobre el río por donde iba la vieja muralla. A nada les oímos gritar que nos retiráramos a escape pues venía sobre nosotros un nutrido destacamento de jinetes. Pero cuando íbamos a hacerlo otro apareció brotando entre la olivera por nuestro costado derecho y nos cortó el paso. Nos acogimos a la antigua basílica y allí intentamos enfrentarlos. Nos cobramos buen precio en sus vidas y esperábamos que Pedro y M uzafa pudieran llegar hasta nosotros. Al «dawir» lo vimos deslizarse desde lo que era la pared que daba al río del palacio godo, hacia la ladera, iba ya a pie, después de haber sido derribado y desarzonó a muchos con sus flechas hasta que debió agotar su aljaba. Entonces vimos que saltaba el muro y trasponía la cuesta abajo, pero iba seguido de los africanos que le iban al alcance. A Gómez la última vez que lo vimos iba todavía a caballo, por el sur del recinto, intentando ir también la cuesta abajo, pero sin posibilidad alguna de ponerse a salvo, pues adonde se dirigía es por donde aún venía ya todo un ejército de moros en la misma dirección a la que él huía. Estaba entre unos y otros y sin saberlo iba a caer en sus manos. Nosotros decidimos intentar escapar cada uno como pudiera de la basílica y nos lanzamos a galope tendido intentando romper el cerco. Todos menos dos cayeron en el intento y el último, que venía conmigo, lo flecharon justo al remontar entre los olivares. También me alcanzaron a mí pero aún pude mantenerme en el caballo. Concebí alguna esperanza, aunque casi imposible, en que M uzafa y Pedro se hubieran conseguido salvar o al menos hubiera sido el segundo capturado, pues M uzafa ya sabía que no se iba a dejar coger vivo sabiendo la muerte atroz que lo esperaba, y me dispuse a organizar la defensa. Al comenzar a aparecer, ya formados en línea, los jinetes almorávides sobre todos los collados y al callar los tambores de los que por el río llegaban solo quedó en el aire el ladrido de los perros de Zorita desde las almenas. No me equivoqué en suponer que su primer golpe se iba a dirigir a la puerta frente al puente. Derribamos a bastantes al cruzarlo y seguí ordenando a los ballesteros que dirigieran ahí sus saetas pues era donde tenían los mejores blancos y que no se ocuparan sobre los que ya se desplegaban, dejándolos sin ángulo de tiro, por debajo de la muralla. De ellos habían de encargarse las espadas. Traían escalas e intentaron a fuerza de número arrollarnos. Pero los pardos los tajaban con furia y los «dawir» los acuchillaban con saña. Resistimos y vimos que deslizándose giraban hacia su derecha y, coincidiendo con los jinetes que bajaban en tromba por el otero que nos separaba de Recópolis, se concentraban sobre la barbacana del arrabal de san Pedro. Ahí fue imposible aguantar su embestida. Abrieron una brecha, saltaron sobre la barbacana algunos caballos, se arracimaron los peones trepando y hube de acudir a toda prisa a ordenar que los nuestros se retiraran ya tras la muralla, pues aquello estaba perdido y lo único que podíamos hacer al defenderlo era perder nosotros fuerzas. Esa tarde se conformaron con tomar el arrabal y saquearlo. Vimos como derribaban las campanas y hacían burlas. Los almuédanos llamaron desde lo alto del otero a la oración vespertina y los vimos postrarse y rezar arrodillados en dirección al este, hacia la cuna de su maldita religión, donde sus astrólogos les habían indicado que se hallaba La M eca. Por la noche incendiaron el arrabal de san Pedro y, aprovechando que el humo nos lo traía el aire que soplaba en nuestra dirección, nos atufaron y a la luz de las llamas pretendieron un nuevo asalto a la muralla por aquel lado. Desde la torre de san Pedro conseguimos aguantarlos y causarles mucho daño. Pero nosotros íbamos padeciendo también muchas bajas y al amanecer vimos que el ejército congregado era enorme y que se estaba organizando y preparando ya para asaltos mucho mejor perpetrados. Subí a la alcazaba, abracé a Isabel, a mis hijas que se asustaron y prorrumpieron en sollozos al verme tiznado el rostro y ensangrentada la loriga. Pero mi hijo lo que hizo fue demandarme una cota de malla y un arma y aunque era muy joven entendí que ni podía ni debía negársela pues aunque fueran sus fuerzas aún escasas era hábil con la ballesta. Todos podíamos perder nuestra vida y la de nuestros hijos y no podía intentar preservar la del mío. M ás aún cuando ya había perdido casi con seguridad plena a mi amigo por quien no pude dar esperanza alguna a la vasca Yosune y tan solo decirle que la última vez le habían visto, aún vivo, intentar la huida. En las calles de Zorita se apretujaban gentes y animales y comprendí que ello nos hacía aún más vulnerables. Ordené por ello a los pastores que por el camino de ronda subieran sus ganados hacia las cuevas que se abren justo bajo la roca misma donde se asienta la alcazaba, que allí quedaran y que llevaran algo de paja y agua para ellos. A caballos, asnos y acémilas los hice también subir a la propia fortaleza y que los dejaran en el patio interior cerca del pozo y el aljibe. A los judíos les hice abandonar su aljama que se encontraba al otro lado del foso y que se acogieran a la alcazaba por la torre albarrana, pero les advertí que no intentaran venir con todos sus enseres aunque de seguro no dejaron de trasladar sus bienes más preciados y sus joyas escondidas. A todos los demás, ancianos, mujeres y niños no combatientes, les hice remontar por la puerta de los califas y ponerse a cubierto dejando ya solo en la muralla y en la ronda a las gentes de armas y presto a retirarlos también en cuanto los africanos forzaran la muralla para encastillarnos y aguantar en la alcazaba, donde teníamos suministro de agua inagotable y vituallas grano y hasta carne para aguantar un largo asedio. La muralla aguantó aún menos de lo que yo había estimado. Nos entraron por el costado del M adre Badujo tras cruzar el arroyo y remontarnos con escalas. Entonces hubimos de retirarnos de la puerta sobre el puente del Tajo, para no quedar allí embolsados. Perdida la puerta, su caballería entró como un turbión por las calles. Toparon con la iglesia de abajo y se encarnizaron con ella, dándole fuego. También lograron traspasar la muralla con el arrabal de San Pedro, pero logramos conservar las torres de ronda, aunque sus defensores quedaron aislados. Rompieron la puerta entre ambas y nuevos destacamentos de caballería penetraron por ella. Les quedaba forzar la de la torre albarrana por el lado Norte y entendí que ella era la llave de nuestra perdición o de nuestra esperanza. La torre y el foso les frenaron, el foso a su caballería y la torre a sus infantes. Penetraron en la aljama y le dieron fuego. Dieron fuego también calle a calle a las seis que circunvalaban en estratos todo el cerro y sus jinetes, dando alaridos, bajaban y subían por ellas en frenéticas galopadas. Ardían los arrabales, ardía la villa entera y en lo alto ardía la aljama pero al llegar el nuevo día la ronda y las torres resistían y la alcazaba estaba incólume. Contemplamos que llegaban jinetes a galope por el camino del Tajo y otros partían llevando a M azdali las noticias. A buen seguro daban a Zorita por tomada y desde el llano desde luego tal debiera parecer viéndola en llamas. Pero la roca no arde y Zorita está levantada sobre la piedra y la vieja muralla de piedras godas y la propia pared en alzada, a su forma de «soga y tizón»73 , levantada por los bereberes, aguantaba después de siglos a sus descendientes y a nosotros nos amparaba. M andé preparar nuestras catapultas y hacer acopio de grandes piedras para el nuevo asalto que se avecinaba. El definitivo sobre el bastión en que nos agrupábamos. Los bolardos y las rocas iban ahora a ser más efectivos que cualquier arma. Debíamos aplastarlos al pie de la ronda y de la torre albarrana. Y cuando efectivamente se lanzaron todos al asalto final fue con rocas con lo que toparon y bajo rocas fueron aplastados. Por las callejuelas incendiadas no podían remontar máquinas de asedio y al intentar montar escalas se ponían a nuestro alcance. De la almazara y de la fragua llegó aceite hirviendo y también se lo arrojamos. Sus arqueros se veían impotentes para alcanzarnos pues solo podían intentar lanzar sus flechas al interior del recinto por ver si al albur nos alcanzaban sin resguardo. La tercera jornada fue nuestra y con pocas bajas. Hasta me permití dormir un poco aquella noche y el griterío de los sarracenos cesó en buen grado. Al día siguiente intentaron de nuevo demoler y forzar la entrada por la Albarrana pero se les notaba más desalentados y a nosotros más seguros, aunque al atardecer estuvimos a punto de perdernos todos, pues lograron forzar en un asalto imprevisto al último tramo de la ronda que ya daba a la puerta del califa. Nos salvaron los perros alanos. Fueron ellos los que nos alertaron y se lanzaron a degollar a mordiscos a los moros que habían escalado con sus cuchillos en los dientes aquella parte de la muralla, ya justo ante la puerta del Califa. Lograron penetrar un trecho pero entonces hice una salida desesperada por la puerta de Abderramán y cargamos contra ellos a sabiendas de que allí se jugaba definitivamente nuestra suerte. De los que lograron penetrar no dejamos uno vivo y al fin, aun sufriendo muchas bajas y yo mismo una fea herida que me dejó imposibilitado para mantener el escudo con el brazo izquierdo, logramos taponar aquella brecha. De los perros solo dos quedaron vivos. A los otros los habían acuchillado o matado a flechazos. Pero nos habían salvado. El sexto día de asaltos vimos llegar una lúcida comitiva de jinetes por la orilla del río. Traían muchos estandartes de sedas verdes al aire con la luna en creciente en ellos estampada. Supusimos que era M azdali quien llegaba, pues a su encuentro salieron los capitanes de quienes nos atacaban. Lo vimos entrar por la puerta del Puente y penetrar en la Villa. No lo vimos asomar ante la muralla de la ronda donde yo había apostado los mejores ballesteros por si podíamos enviarle alguna certera saeta. Luego, rodeado de sus caballeros, reapareció ante la torre de san Pedro y la contempló con atención, pero a prudente distancia, y finalmente desde la orilla del M adre Badujo se quedó observando las defensas de la albarrana. Luego volvió a atravesar el puente y recruzar el Tajo y se hizo instalar una gran jaima al otro lado, donde había estado la pequeña ermita de Santa M aría del Campo que también había sido incendiada y aún humeaba. Pensé que con la llegada de M azdali, al día siguiente, el ataque se reproduciría y al alba hice que todo hombre y hasta casi niño capaz de empuñar un arma o arrojar un peñasco estuviera en las almenas, pero lo que oímos primero fue un gran resonar de tambores, luego formar en escuadrones a sus tropas y ordenadamente emprender la subida por el camino hacia Recópolis, con un destacamento de caballeros almorávides en vanguardia en filas de a cuatro y tras ellos las señas del general africano. Se retiraba pero, informado por los suyos, quería al irse pasar por la ciudad que había sido palacio del rey godo y que su caballo pisara las losas de lo que había sido la basílica cristiana y la residencia de verano de los reyes de Toledo. Aguardamos toda aquella jornada y la siguiente antes de que autorizara a las gentes a bajar de la alcazaba y cuando ya los exploradores «dawir» me habían informado de que el ejército árabe se había perdido de vista tras cruzar por sus estribaciones más bajas y al sur la sierra de Enmedio. M azdali no había querido usar o no había hallado los pasos de la Losilla ni encontrado las trochas hacia las torres de la Bujeda. Pero algunos destacamentos sí habían llegado hasta Aldoveras, Cabanillas e Illana, que habían asolado por completo y no dejado rastro alguno de vida así como hasta Almonacid y Albalate. En Albalate muchas de sus gentes se habían logrado poner a salvo acogiéndose a los bosques y en Almonacid unos habían podido aguantar en una pequeña torre fortificada de la entrada y otros huido también hacia los montes, pero bastantes habían sido cautivados. Pero en mi corazón estaba la zozobra y, aun con el hombro entablillado y el brazo yerto, quise ir hasta Recópolis con el pardo que se había salvado a comprobar qué suerte podían haber corrido Pedro Gómez y M uzafa. La destrucción era completa en la antigua ciudad y nada quedaba en pie de la nueva. La furia de los islámicos parecía haberse cebado particularmente en ella. Entre la basílica y el palacio había restos de un campamento y en las losas del palacio, que debían haber sido utilizadas para dar cebada a sus cabalgaduras, muchas moñigas y excrementos, al igual que los había en la basílica. Desde allí el pardo me señaló por donde había visto trasponer a Pedro Gómez y hacia donde parecía dirigirse en su huida. Fuimos siguiendo lo que creímos su rastro y en una vaguada encontramos su caballo muerto y medio comido por alimañas y buitres. No llevaba encima alforja alguna y no había rastro de la cruz. Podían haberla cogido los árabes o Pedro haber seguido a pie con ella. Porque sí descubrimos que su huida había continuado. Cuervos y pajarracos nos señalaron finalmente el lugar donde se hallaba su cuerpo. Había logrado alcanzar una pequeña cueva en una ladera y allí había presentado el coloso su última batalla. Debía haberse cobrado su vida con muchas otras, pues había sangre por todos lados, aunque los musulmanes se habían llevado a sus muertos. Su defensa debía haber sido encarnizada hasta que lograron abatirlo. Tenía dos flechas clavadas, heridas en los costados y en las piernas, hasta que debieron hacerlo caer de rodillas. La herida fatal se la habían inferido, bien con una gran espada o con su propia hacha, en la junta del cuello con su poderoso torso de uro, abriéndole el pecho y destrozándole las costillas. No habían profanado su cadáver y tan solo se habían llevado su hacha y su yelmo. Lo recogimos y lo envolvimos en mantas. Buscamos la cruz que tanto había defendido pero no la encontramos. Sí hallamos restos de la pequeña alforja en que la llevaba pero de la cruz no vimos señal alguna. Supusimos que finalmente los sarracenos se la habrían arrebatado74 . Seguimos también el rastro de M uzafa desde el muro del palacio en su intento de llegar al río. El aftasí de Badajoz casi lo había logrado. De hecho su cuerpo estaba entre los carrizos de su orilla a medias sumergido. Junto a él se pudría el de un moro con el cuchillo de M uzafa hundido en el cuello. Había conseguido adentrarse en el carrizal, aunque ya muy mal herido, y allí había logrado matar antes de morir al africano que se había atrevido a seguirle. En su último estertor se había llevado su mano al amuleto que desde la masacre de los suyos había llevado siempre al cuello. Recogimos los cadáveres de los dos amigos, que habían sido míos y mi mayor protección y ayuda, y por decisión de Yosune se les enterró cerca el uno del otro, en Recópolis, cerca de la pequeña iglesia destruida, en unos nichos excavados en la piedra viva. El sacerdote quiso objetar que el moro no estaba bautizado pero hubo de callar cuando la vasca le espetó: —Si tú no hubieras corrido buscando solo salvar tu vida y abandonando la cruz, ni mi marido ni M uzafa hubieran tenido que morir por intentar salvarla de los sarracenos. Calla ahora y no hagas que te recuerde que me debes la vida de Pedro Gómez 75 . Descendimos en silencio de la de nuevo desolada Recópolis. No había ahora quien pensara en volverla a repoblar. Todos nuestros esfuerzos y los campos y los nuevos labrantíos habían sido hollados por los jinetes bereberes que seguro volverían cualquier día. La frontera era cada vez más insegura y cuando Álvar trajo la noticia de la perdida de Oreja y su nueva derrota la desesperación se apoderó de muchos y no fueron pocos los que al ver sus casas incendiadas, sus bienes perdidos y el peligro para sus vidas acechando, apenas a unas leguas y tras solo traspasar con las sierras de su horizonte más cercano, comenzaron a recoger lo poco que les quedaba y a dirigirse al norte buscando un lugar donde vivir algo más seguro que aquella tierra cada vez más expuesta y donde la muerte acechaba. Y aquel año siniestro aún trajo una mala nueva: el fallecimiento de doña Jimena, la viuda de nuestro Rodrigo. 73 Soga y tizón. Fórmula musulmana de alzar murallas superponiendo a una línea de piedras horizontales, otras en vertical. Utilizada en las construcciones militares y defensivas durante todo el califato. 74 En el año 1514 un perro que acompañaba a un labrador de Albalate de Zorita en su labor por aquellos campos, cercanos al antiguo poblado de Cabanillas, comenzó a escarbar debajo de una gran roca y aunque su amo intentó retirarlo volvió al lugar hasta desenterrar una antiquísima cruz. El nombre del can, Cósula, ha llegado hasta nosotros y a la Cruz se la conoce como la Cruz del P erro y es el bien más preciado y venerado de los albalateños, que a una ermita construida allí bajan en romería cada año. 75 En recientes excavaciones en Recópolis, bajo la dirección de Laura Olmo, se han hallado dos fosas en la necrópolis medieval, junto a la basílica. En una se encuentra la osamenta, con signos de gran violencia, de un guerrero gigantesco y a su lado reposa otro, más menudo, que lleva al cuello un colgante hecho con un dirham de plata del rey Al Mutawakkil de Badajoz. Capítulo XXV: El mejor vasallo y mi señor Cantan de Rodrigo los juglares que no hubiera habido mejor vasallo si hubiera tenido buen señor. Lo cantan por Castilla, y bien cantado. Álvar se hubiera congratulado al oírlo. Pero el mismo señor tuvo Álvar y para mí tengo yo que no le cedió en nada, ni en hazañas ni en honor, y hasta, si me fuerzan, en lealtad le superó. Lo digo sin restar un ápice a la memoria de quien le llamara M inaya, su hermano, y como tal le tratara, y que no me hubiera permitido desmerecerle en nada. Pero digo que quien lo fue de sangre mío y como un padre me cuidara aunque me llamara sobrino, que Álvar Fáñez fue mejor incluso. M ejor vasallo, a pesar de sus señores, y el más esforzado brazo en defensa de Castilla. Lo digo ahora, en la angustia de Zorita desolada y desde mi corazón sin latido por su muerte. Una muerte que le vino no por las manos sarracenas que tanto la buscaron y que no pudieron darle y que sí fue a hallar entre los suyos, para eterno baldón, entre los propios cristianos. Porque a Álvar me lo mataron en Segovia, después de las octavas de Pascua, un abril funesto cuando apenas si empezaba a asomar la primavera de 1114 que nunca pudo ver florecer. M urió defendiendo a una reina que no lo merecía, con ese nombre que nos ha sido siempre infausto, Urraca, que está en el origen de nuestras peores desgracias. M urió por cumplir la encomienda que le hizo el viejo rey Alfonso, que sí supo, aún en sus excesos, soberbias y arrebatos, ser un buen rey que hoy añoramos los castellanos. Era ya Álvar un anciano y de eso se valieron quienes lo asesinaron. Eso y asaltarlo donde no había de llevar puesta loriga y donde por vez primera en un combate, como tantas veces me había advertido, le fallaron las piernas al retroceder. Trastabilleó, cayó y le acuchillaron. Y así, cumplidos los 67 años, hubo de morir quien había sido el último defensor de la frontera y el mayor valedor de una reina de Castilla, a la que ni su propio hijo apreciaba ni podía respetar, porque no se respetaba ni a ella misma. Alfonso de Aragón, dueño de muchos territorios fronterizos entre su reino y el castellano, tenía muchos partidarios en las ciudades castellanas y muchos de los caballeros villanos veían en él un caudillo que no podían atisbar en la convulsa corte leonesa ni en Urraca ni en su hijo Alfonso, aún un niño. Las milicias concejiles de Segovia, compuestas por muchos de aquellos pardos que también habían luchado y servido en la frontera, se sublevaron contra Urraca. Álvar Fáñez, señor de Peñafiel, se negó a unirse a ellos y desenvainó su espada por última vez en defensa de su reina. Sin parar en sus años y en quien era se lanzaron contra el viejo capitán a la salida de la iglesia y lo derribaron al suelo. En el tumulto, un acero, una cuchillada, le atravesó el costado y le llegó al corazón. M e contaron que murió sin una maldición y sin lanzar un grito. Los mismos que lo habían muerto lo llevaron a la iglesia y lo pusieron con respeto ante el altar. Luego huyeron y nadie hizo alarde de su muerte pues el haberla dado era un oprobio. El propio Alfonso de Aragón, aun siendo su enemigo, se avergonzó de ella y clamó contra quienes lo habían matado. Urraca tembló por su reino pero nada hizo por poner remedio sino seguir entregada a las ambiciones de los nobles y a la cama y el holgar con su nuevo amante. M e apresuré a llegarme a Segovia y cumplir con la última voluntad de Álvar. Le trasladé a doña M ayor su deseo y mi juramento y para mi alivio, y aunque los Ansúrez tenían otros propósitos, mi tía no solo no puso reparo alguno sino que lo hizo propio. —Juntos estarán bien, él y Rodrigo. Nadie en vida logró quebrar el amor que se tenían. M ucho hicieron los hombres y el destino por desunirlos y enfrentarlos pero ellos jamás dejaron de ser leales el uno con el otro. Que en la muerte, y para la memoria, permanezcan por siempre unidos —sentenció doña M ayor. Dimos tierra a Álvar Fáñez. Doña M ayor se encargó de que la ceremonia y el duelo estuvieran a la altura de su marido y que a ella no faltaran ninguno de los que Álvar hubiera querido ver presentes. Los demás, la reina incluso, por la que había dado su vida, nos sobraron. Lo enterramos con su escudo, con su banda roja, en diagonal, sobre campo verde; los colores de su seña que tantas veces habíamos seguido. Y con su espada, de puño de madera, recubierto de hilo de cobre, entreverado con plata y oro. Con arriaces sencillos y dentro del pomo una pequeña cápsula con una reliquia de la Virgen, de quien tan devoto había sido. Una buena espada con alma de hierro dulce y láminas batidas a martillo para endurecerle los filos y hacerla flexible y tajadora, para que pudiera golpear sin quebrarse y cortar sin mellarse. Con acanaladura, para que al levantarla la sangre del enemigo corriera por el brazo de quien la empuñaba, como tantas veces había corrido, y hasta el codo, por el suyo. A nosotros la muerte de Álvar nos acabó por nublar todos los horizontes en una Zorita donde intentábamos restañar nuestras heridas, las de una villa destruida, unos campos arrasados y muchas gentes que partían y las de mi propio brazo izquierdo ya no parecía capaz de recuperar su vigor y apenas si conseguía levantarse un poco, aunque sí me permitía mover la mano y los dedos. El abatimiento se apoderó de mí y no tuve consuelo. Dejados de todas las manos, desde luego las de la reina, y parecía que hasta las de Dios, solo Isabel, el vigor de mi joven hijo, y el cariño de mis hijas me mantuvo en pie. Porque hasta nosotros no llegó mensajero alguno, ni refuerzo de hombres, ni siquiera el aliento de quienes debían socorrernos. Pensé en partir yo también. M e acercaba a los sesenta años, encanecía mi pelo y la barba que me había dejado ya era blanca. A lo largo de las campañas había acumulado riquezas, que la hebrea había custodiado y aumentado, y algunas las tenía a buen recaudo. Allá en el norte, en Orbaneja tenía hacienda y podíamos vivir tranquilos y acabar mis días en paz, pues sentía también que tullido el brazo mis tiempos de guerrear habían definitivamente acabado. Creí que la judía estaría más que contenta y satisfecha con aquella decisión y que se alegraría de alejarnos de la frontera y sus peligros, pero una vez más me sorprendió. —No, Fáñez, ahora no. No te lo perdonarías jamás. Sería traicionar a Álvar y así lo arrastrarías de por vida. Tú eres el alcaide de Zorita aunque nadie te haya traído un nombramiento. Tú la has defendido y a ti es a quien estas gentes miran como su valedor. Tu ida sería su definitiva derrota. Y sois vosotros quienes resististeis a M azdali. Si somos tus hijas y yo quienes te angustian y, si así lo deseas, seremos nosotras quienes partamos. Pero yo sé que en tu corazón tú no deseas marchar. Ni yo tampoco dejarte. Lo que mi Yavhé y tu Dios decidan acaecerá y nos hallara juntos en esa hora, como lo hemos estado hasta aquí. Había además algo que ella no decía pero que también me sujetaba. La vasca Yosune y su prole habían quedado sin otro amparo que el mío tras la muerte de Pedro Gómez. Yo me había jurado el protegerlas y que ellas vendrían con nosotros allá donde fuéramos. De hecho se habían instalado al lado de nuestra casa, en el alcázar de la fortaleza, y eran como una parte más de nuestra familia. No podía dejarlas abandonadas, aunque si al fin decidíamos partir lo haríamos todos juntos. Eso sí lo tenía decidido. Temía desde luego la nueva venida de M azdali sobre nuestra tierra y fiel a sus hábitos ésa no debía estar lejana pues era el tiempo en el que aprovechaban para llegar contra nosotros. Pero justo en el peor momento de tribulación apareció al fin un rayo de esperanza. Lo trajo un sudoroso caballero atencino que llegaba presuroso desde Toledo con saludos e instrucciones de quien al fin allí había tomado autoridad tras la muerte de mi tío. Era un caballero que había nombrado antes del definitivo repudio y separación con Urraca el rey Alfonso de Aragón, que había llegado a la ciudad con una tropa de caballeros de Segovia, tal vez alguno de los que mataron a Álvar y de gentes de Atienza y aquellas serranías. Allí tomó posesión de la plaza y cuando la separación de Alfonso y Urraca se consumó nadie lo removió de su puesto, y aceptado por el obispo y las gentes se consolidó en su puesto. M e enviaba una misiva con mucho afecto, recordando con admiración el nombre de Álvar y lo que había sido su misión que consideraba sagrada en la frontera, y me instaba a seguir al frente de Zorita señalándome que podía acudir a él en busca de socorro cuando lo necesitara y en justa correspondencia emplazándome a que acudiera a su lado si así me lo demandaba. Su sola carta hizo que no me sintiera tan abandonado y recuperé algún brío. Comencé de nuevo a reforzar vigilancia y defensas, revisé e intenté restañar los daños en Almonacid y en Albalate y hasta Recópolis volvió a ser visitada de nuevo por los labradores, aunque solo paraban por allí para cultivar sus campos sin que todavía se atrevieran a morar en sus casas. Las había de sobra vacías en Zorita, pues muchos habían partido y aunque había que volver a levantarlas tras los incendios lo mismo sucedía con las de los poblados. Los arrabales habían quedado desiertos y había sitio de sobra en el interior de la muralla, que en eso si puse todo mi empeño, para alzar de nuevo y restaurar las brechas y desportillos que los africanos le habían causado. Y no me olvidé de hacerme con buenas camadas de perros para que siguieran haciendo su labor de vigilancia en las rondas. Los zuriteños los querían mucho y siempre estaban bien comidos y cuidados. Decían, no sin razón, que los canes de Zorita nos habían salvado a todos. M azdali vino pero no sobre nosotros sino sobre Oriol Aznarez, el nuevo alcaide de Toledo. Éste le aguantó el asedio pero los moros le corrieron la vega entrando en M agán y Cabañas y llevándose muchos cautivos. Pero no vinieron con muchas tropas ni forzaron castillos, limitándose a abastecer bien los que tenían de Belinchón, Oreja y Alcalá. M e acerqué, cuando se hubieron retirado, a ver al aragonés y lo encontré no solo amable sino con cierta ansia de encontrar en mí un amigo y un cierto apoyo, pues ahora su rey ya nada tenía que ver con Castilla tras la definitiva anulación de matrimonio y pactos. Resultaba que tanto Urraca como los nobles que apoyaban a su hijo Alfonso, a través del obispo Gelmírez, le habían enviado misivas que en cierta manera le aseguraban en su puesto, cada cual buscando en él un apoyo para sus causas. Acabamos por sincerarnos y convertirnos en aliados y amigos, sabedores de que a la postre estaríamos bastante solos cuando de confrontar a los moros se tratara. Oriol se fortaleció y yo pude ayudarle. M i apellido era una buena enseña y de nuevo hacia Toledo y hacia Zorita comenzaron a llegar pardos y a mí un creciente número de jinetes andalusíes y murcianos que escapaban de la tiranía de los africanos. Hubo un momento que en Zorita disponía de más tropas de «dawir» que de cristianos. Al año siguiente no pensábamos ya Oriol ni yo en abandonar sino en la revancha. M i brazo aún podía sostener, aunque no del todo firme, el escudo, pero con unas fuertes correas me lo ataba y disimulaba mi carencia. Decidimos atacar. Y nos pusimos en marcha, tan solo con caballería y sin peones, y hacer una incursión sobre las tierras de Córdoba. Sorprendimos al M azdali, que no esperaba tal osadía tras habernos tenido tan acogotados. Pero él había perdido a algunos de sus más avezados generales y las disputas internas mermaban su autoridad en Al Ándalus. El emir en M arruecos se enfrentaba en su propia tierra a una creciente animadversión con tribus del desierto que ahora lo acusaban a él de desviarse del recto camino y que se hacían llamar almohades y no le llegaban suministros de tropas con la fluidez de antaño. En marzo, cabalgamos Oriol y yo en algara y nos acercamos tanto a Córdoba que el M azdali hubo de salir a enfrentarnos. Fue la hora de su desgracia. Nuestra arrancada fue buena y los desbaratamos hundiendo sus líneas como en recordados tiempos. Pretendieron envolvernos pero habíamos aprendido de sus mañas y fuimos nosotros los que confluimos desde las alas hacia su centro y asaltamos su tienda. Allí murió M azdali. Lo matamos pero no pudimos apoderarnos de su cuerpo pues se encarnizaron en defenderlo y lograron llevárselo fuera de nuestro alcance. Lo condujeron hasta Córdoba donde fue llorado y nosotros, bien abastecidos y obteniendo sustento y botín, permanecimos al acecho y establecimos un fuerte campamento en un lugar llamado Concentaina, que habíamos tomado. Al cabo de un mes, el hijo de M azdali, M uhammad, a quien el emir había nombrado para sustituir a su padre en Córdoba y entregado el gobierno de Granada a su hermano Abdala, vino contra nosotros. Nos atacó llevando él mismo la vanguardia junto a lo mejor de su caballería. Aguantamos su embate, cargamos nosotros en un feroz contraataque y le dimos muerte a él y a cerca de un centenar de notables caballeros almorávides. Los andalusíes y mercenarios escaparon en desbandada y les hicimos muchos muertos. El emir entonces se preocupó mucho. Hizo venir tropas desde Zaragoza, nombró a su primo el viejo Sir Abu Bakr nuevo gobernador de Córdoba y a él se unió Abdala, el M azdali superviviente para desalojarnos como fuera de la zona. Nos alcanzaron cerca de Úbeda y se creyeron victoriosos y que iban a vengar a sus hermanos y familias muertas. Pero nosotros también habíamos logrado refuerzos y milicias de Segovia y Ávila que se nos habían unido. Decidimos proseguir nuestra táctica de aguantar primero su embestida y por tercera vez salimos victoriosos. El último de los M azdali hubo de escapar a uña de caballo para no caer en nuestras manos en las que sí entregó su vida el gobernador de Zaragoza, lo que para aquella ciudad no iba a dejar de tener consecuencia desastrosas y también para el propio emir y el poder de los almorávides. A mi vuelta a Zorita me sentía por vez primera en muchos años sin que la angustia atenazara mi garganta. Los africanos no eran en absoluto invencibles en campo abierto. Cierto que no había sido un enorme ejército pero habíamos logrado vencer a tres de ellos y aprendido de nuestras derrotas. Sentía en cierta forma que aunque Álvar no pudiera verlo la frontera, aún desportillada y con fuertes plazas en su poder amenazándonos, iba a encontrarse más segura. Los años siguientes fueron regulares porque no hubo guerras pero sí fueron muy malos de cosechas y a que no pasaran las gentes hambrunas hube de dedicar todas mis energías. En ello me ayudaron más que nunca los judíos, que lograron que nos suministraran trigo desde sitios bien lejanos, aunque hubimos de pagar mucho por ellos y bastante estoy seguro que se lo embolsaron los hebreos. Pero hubo de comer y con el pan, el aceite, la caza y la pesca en el Tajo nos fuimos manteniendo y hasta poco a poco volvía a repoblarse Zorita. Sin embargo, la presencia de los almorávides en Alcalá nos hacía mucho daño, pues amenazaba toda la vega del Henares y nuestra propia retaguardia se veía por ellos amenazada. El retorno del obispo don Bernardo a Toledo nos dio renovados ánimos y se dispuso a retomarla. A mí se me encomendó limpiar también de sarracenos todo lo que hubiera por mi lado al sur del Henares, pues los africanos también habían hecho algún avance por aquel lado y tomado el castillo de Pelegrina y la entrada del cañón del río Dulce y el pueblo de Fragosa, y desde allí amenazaban Castejón y Xadraq. Había llegado el momento de desalojarlos. Yo conocía la zona y podía contar en el empeño con los de Atienza, los de Cogolludo, una villa que el rey Alfonso había dado fueros al principio del año mil, y los de Sigüenza que de nuevo había pasado, tras un pacto, a manos de Castilla, tras haberlas señoreado el rey de Aragón. Conocía aquellas tierras desde aquella mi primera entrada en tierra de moros cuando había cruzado algo más abajo aquel pequeño río Dulce que abría aquel angosto desfiladero. Los musulmanes lo controlaban por entero, su entrada por Pelegrina y su salida por Aragosa. Pero no contaban con que el estiaje dejaba seca la cascada del Glorio y llegando desde la torre de Saviñan por allí nos deslizamos sin que nos vieran. M is «dawir», bien guiados por los seguntinos, llegaron hasta las mismas murallas del pequeño castillo sin ser vistos. Allí se agazaparon y esperaron que llegara el alba. Cuando los moros abrieron las puertas para acudir a sus menesteres no les dieron tiempo a cerrarlas. Frenéticos en su odio pasaron a todos los hombres a cuchillo y hubimos de refrenarlos con violencia para que no hicieran correr la misma suerte a mujeres y niños. Tomada Pelegrina fue luego lo más fácil adueñarnos de Aragosa. Los de Atienza hicieron una aparente intentona de penetrar a galope por el estrecho desfiladero y cuando salieron a contenerlos por ese lado, nosotros, les caímos viniendo aguas abajo y acabamos con su escasa resistencia. Nuestra labor había sido cumplida. En el alto Henares ya no quedaba ninguna plaza en poder moro. Los de Atienza y Sigüenza quedaron dueños del botín y se les dejaron como cautivos los moros que habíamos aprisionado para que les cultivaran aquel pequeño valle. Pero la tarea importante debían llevarla a cabo el obispo Bernardo y las tropas toledanas. Varias veces se había intentado retomar Alcalá y otras tantas se había fracasado. Bernardo no estaba dispuesto a ello. Sobre un cabezo que confrontaba y a la misma altura que el castillo alcalaíno hizo levantar un gran parapeto y desde él comenzó a atosigar y a lanzar piedras y a flechar el interior de la fortaleza. Tan duro fue el castigo y la imposibilidad de los sitiados de abastecerse de agua y comida que la guarnición optó por dejar de resistir y una noche por un portillo abandonaron la fortaleza y escaparon. Los sitiadores los dejaron huir y por la mañana se apoderaron de Alcalá, donde Bernardo hizo consagrar de nuevo la mezquita como iglesia y dijo su primera misa allí y luego escribió al papa reclamando para ella y en honor a la vieja diócesis de Complutum que como tal la nombrara y la pusiera bajo su mitra, cosa que consiguió. Los moros entregaron todas sus posiciones en el lado norte del Tajo pero en realidad poco podían hacer por mantenerse pues eran ahora ellos, tras tantos años de victorias y poderío, los que de nuevo se hallaban en dificultades. De Al Ándalus no podía venir ayuda y el emir lo que temía era por perder lo último que había conquistado la taifa de Zaragoza. Alfonso el Batallador había puesto cerco a la ciudad con una gran hueste de caballeros, buenas máquinas de asedio y la ayuda de los hudíes de Rueda. El último de los M azdali, Abdala, a quien nosotros habíamos derrotado años atrás en Baeza fue enviado a defenderla. El M azdali logró en primer término romper el asedio y entrar con tropas en la ciudad para reforzarla. Pero tan solo lo hizo para acabar por morir en ella, en noviembre de aquel año 1118 en su intento de frenar el asalto a la muralla de los aragoneses. El último M azdali había muerto y el Batallador ganado Zaragoza, quebrado el poder de los almorávides y dejado cerrado a sus incursiones ya para siempre aquel flanco. Al fin el aragonés nos había aportado una gran alegría. En el tablero del rey Alfonso las fichas cristianas habían avanzado. A la postre bastante de lo que fue la tierra de Álvar Fáñez, desde la sierra de Enmedio hasta el Henares, se había preservado. El viejo guerrero estoy seguro que se hubiera dado por satisfecho. Para mí tengo que fue su resistencia, su retroceder sin perder pie y preservar todo cuanto pudiera, fueran sus hombres o sus fortalezas, lo que al cabo había salvado la frontera. Los terribles almorávides que tanto nos habían atemorizado comenzaban su declive. De Al Ándalus llegaban mozárabes huyendo que relataban que el descontento crecía contra ellos, que su fama de invencibles había quedado aniquilada. No habían logrado tomar Toledo y habían perdido Zaragoza. El emir Alí, entonces, pidió tregua a Alfonso de Aragón y a Urraca de Castilla. Se detuvieron las razias y las algaras. En la fragua del castillo de Zorita volvieron a forjarse rejas de vertederas, volvieron los tejedores de espartos y los que hilaban mejor que nadie el cáñamo. E Isabel volvió a reñirme por irme a pescar cangrejos al Tajo. Pero bajaba a acompañarme en los atardeceres y me ayudaba en lo que no podía valerme con mi brazo tullido. Nuestro hijo había partido hacia Hita, donde una hija de doña M ayor había casado con el señor de aquella villa, y era capitán a su servicio. Había de casar a mis hijas. Pero entonces la hebrea me dijo que no debía morir sin visitar la tumba de mi apóstol Santiago, en Compostela. Y nos fuimos. (Acabada de escribir en El Enebral, en término de Albalate, dando vistas a la sierra de Altomira, a menos de una legua del castillo de Zorita, cuando las grullas han pasado en grandes formaciones en uve a posar en Gallocanta, rumbo al norte). ANEXOS ÁLVAR FÁÑEZ: La NECESARIA REIVINDICACIÓN DE UN VERDADERO HÉROE AL SERVICIO DE UN BUEN REY Por Plácido Ballesteros San-José Hace dos años, mi amigo el escritor Antonio Pérez Henares me pidió que fuera su documentalista para su nueva novela. Se trataba, me dijo, de un relato ambientado en la Edad M edia y uno de sus protagonistas sería Álvar Fáñez; además, la acción, como no podía ser de otra manera, transcurriría en gran parte en nuestras tierras del antiguo reino de Toledo. El origen de su petición estaba en unas jornadas culturales, celebradas varios años antes en la localidad de Jadraque con motivo de la restauración del castillo del Cid, en las que habíamos coincidido como ponentes. En ellas, yo había desarrollado el tema sobre cómo los miembros de la familia M endoza habían ido creando en su imaginario familiar el mito de que el poderoso clan nobiliario alcarreño entroncaba directamente con el Cid y Álvar Fáñez. Tras aquella ocasión él ha venido interesándose amablemente sobre algunos de mis trabajos de investigación, destinados a deslindar lo que hay de historia y de leyenda en nuestro personaje. Por lo que creía que yo era la persona indicada para ayudarle a localizar las fuentes documentales y la bibliografía sobre el tema. La verdadera trayectoria histórica de Álvar Fáñez no se corresponde con la visión que de nuestro personaje se ha transmitido hasta ahora en el conjunto de la historiografía española. La anónima Crónica Silense/Legionense y la del obispo de Oviedo don Pelayo, las primeras que historiaron el reinado de Alfonso VI, escritas a los pocos años de morir el monarca, dan sucinta noticia de los hechos más significativos del periodo, protagonizados por los reyes, con escuetas referencias a muertes, sucesiones, matrimonios, hijos, batallas, victorias, rebeliones y desastres diversos. Álvar Fáñez aún no aparece en sus páginas, como tampoco lo hacen la inmensa mayoría de los personajes de la Corte. Pero, seguramente desde aquellas mismas décadas, en paralelo a estas historias más o menos «oficiales», los juglares fueron creando, de forma anónima también, sus narraciones épicas, basadas en las leyendas y tradiciones relacionadas con los sucesos más destacados del reinado. No era nada extraño, los hechos ocurridos en los reinos de León y Castilla en las últimas décadas del siglo XI eran dignos de inspirar las más variadas epopeyas: la división de los reinos por parte de Fernando I, las disputas envidiosas entre sus hijos Sancho, Alfonso y García, resueltas con el asesinato traicionero del primero y con el encarcelamiento cruel del tercero, las derrotas previas de Alfonso a manos de Sancho y su destierro en la taifa de Toledo, las relaciones equívocas entre los hermanos Alfonso y Urraca, los amoríos del rey Alfonso con una princesa mora, la invasión de los almorávides con las consiguientes derrotas y victorias de unos y otros... Como se ve, todos en su conjunto, y cada uno por separado, eran temas más que atrayentes para las canciones de gesta. Así, los poetas fueron incorporando en sus entretenidos relatos a los personajes más populares de la época, dándoles el protagonismo en los distintos episodios que las narraciones orales recordaban. En otras ocasiones fueron los intereses de los distintos monasterios, de algunas ciudades o de los entonces incipientes clanes nobiliarios los que, fantaseando las tradiciones poco a poco, otorgaron los papeles de héroes o villanos a los distintos personajes históricos según les convenía. Haciendo un rápido repaso de los cantares de gestas inspirados en los sucesos del reinado de Alfonso VI, entre los conservados y los perdidos identificados en los textos cronísticos posteriores, se puede afirmar que, a finales del siglo XII y las primeras décadas del XIII, ya «se cantaba» las aventuras de todos los personajes importantes de la época. De las acciones históricas de Álvar Fáñez y de su participación épica en diversos sucesos en los que nunca participó también. Pero, cuando en las décadas de la segunda mitad del siglo XIII, los compiladores al servicio de Alfonso X el Sabio optaron por incorporar, prosificado, a su Estoria de España la práctica totalidad de uno solo de aquellos cantares, el Poema de Mío Cid, como principal hilo conductor de los sucesos acaecidos en los reinos de Castilla y León en la segunda mitad del siglo XI, esa fue la versión que se consagró definitivamente como historia «veraz», completando con sus entretenidos relatos épicos la parquedad de detalles de las primitivas crónicas latinas. De esta manera, los personajes históricos de Álvar Fáñez, de Alfonso VI y de cualquier otro protagonista de la época quedaron desde entonces desdibujados a la sombra de la figura legendaria de Rodrigo Díaz de Vivar. Y así fue transmitida en las obras fundamentales de la historiografía de las centurias siguientes. Como quiera que cuando la crítica histórica comenzó tímidamente la revisión del reinado de Alfonso VI a finales del siglo XIX y comienzos del XX, don Ramón M enéndez Pidal, en su magna obra La España del Cid, avaló rotundamente, con su característico apasionamiento por el tradicional héroe castellano, la veracidad histórica del conjunto de aquella fuente épica, el papel de mero segundón, aunque destacado, atribuido a Álvar Fáñez, en los sucesos de las últimas décadas del siglo XI y primeras del XII, se afianzó definitivamente en la mentalidad popular. Pero, todo ello no se corresponde con los hechos históricos. Álvar Fáñez no fue el lugarteniente del Cid. Nuestro personaje sólo acompañó a Rodrigo Díaz el Campeador en sus aventuras y desventuras literarias. El Álvar Fáñez histórico, el que se deja entrever en las fuentes históricas, en los documentos de las cancillerías reales de Alfonso VI y doña Urraca y en los textos de los autores musulmanes coetáneos suyos, fue un fiel vasallo al servicio del proyecto político de Alfonso VI. Fuera de las leyendas de los juglares, que nos ofrecen el retrato de un rey sospechoso de haber instigado la muerte de su hermano, el rey Sancho, y de mantener unas muy probables relaciones incestuosas con su hermana Urraca, envidioso de los éxitos de su buen vasallo de Vivar debido a sus propios fracasos frente a los almorávides, Alfonso VI fue un gran rey que desarrolló una sensata e inteligente acción política. Con toda seguridad fue el principal monarca hispánico de la segunda mitad del siglo XI. Así aparece en las fuentes históricas de la época y así ha empezado a ser considerado poco a poco en las décadas recientes, especialmente tras la aparición de los últimos estudios dedicados a su reinado, que han venido a superar con nuevos y menos apasionados enfoques la polémica desencadenada por don Ramón M enéndez Pidal en su España del Cid, publicada en 1929, sobre la superioridad de Rodrigo Díaz, el Cid Campeador, con respecto al monarca, no sólo como héroe sino también como persona. La acción de gobierno que Alfonso VI desarrolló tras la reunificación de los reinos estuvo caracterizada por tres líneas de actuación, en buena parte continuadoras de las iniciativas puestas en marcha por su padre, Fernando I, que él culminó con medidas acertadas. Desde un primer momento acentuó la apertura de sus reinos hacia la Europa cristiana, facilitando la penetración en todo su territorio de las corrientes renovadoras que habían comenzado a fluir durante el reinado de su padre desde el norte de los Pirineos en el orden político, económico, social y cultural. Para ello se sirvió de una inteligente alianza con la muy influyente orden religiosa de Cluny, incrementando las donaciones directas a la abadía francesa y facilitando la incorporación a la misma de diversos monasterios leoneses. Dicha colaboración le permitió hacer frente a la reivindicación del papa Gregorio VII, que en 1077 proclamó el derecho de la Sede romana sobre todos los reinos de España, basada en la supuesta donación realizada por el emperador Constantino al papa Silvestre de todo el territorio occidental del Imperio Romano (una falsificación elaborada por la Curia Romana en el siglo VIII, que en esos momentos se tenía como cierta). De manera que, con la ayuda de los cluniacenses, y mediante la adopción de medidas simbólicas que venían a satisfacer las principales medidas de la reforma gregoriana, como la aceptación de la supresión del rito mozárabe y la introducción de la liturgia romana en 1080, se superaron sus enfrentamientos iniciales con el Papado. Además, al potenciar con una política activa de mejoras en los caminos que confluían a Compostela, favoreció que el Camino de Santiago, basado en el poder taumatúrgico de las reliquias y la divulgación de la literatura propagandística promovida por los cluniacenses sobre las peregrinaciones, se convirtiera en una de las grandes vías de actividad productiva y comercial. El aumento de las peregrinaciones favoreció el incremento general de la influencia europea sobre la Península. En segundo lugar, una vez recuperada la estabilidad interna tras la guerra entre los herederos de Fernando I, Alfonso VI continuó con el expansionismo y el intervencionismo político con respecto a los restantes reinos peninsulares, tanto frente a los reinos cristianos como a las taifas musulmanas, de manera que mantuvo el claro predominio castellano leonés conseguido por Fernando I sobre el conjunto de la Península. Y como complemento de esta última línea de actuación, puso en marcha un amplio programa de repoblación de la frontera del Duero. A su impulso y al de sus más estrechos colaboradores se debieron las principales medidas que favorecieron, o bien el asentamiento, o bien el crecimiento, de una amplia red de núcleos estratégicos en el inmenso espacio comprendido entre el río Duero y el Sistema Central: M edina del Campo, Olmedo, Íscar, Valladolid, Coca, Cuéllar, Peñafiel, Aza, M ontejo, M aderuelo, Sepúlveda, Ayllón y Osma, principalmente. De entre los cuales podemos destacar, sólo a título de ejemplo, los casos de Sepúlveda, a la que el propio Alfonso VI concedió fuero en 1076 para promover su desarrollo, convirtiéndose en modelo paradigmático del proceso repoblador castellano; y Valladolid, cuyo crecimiento fue impulsado casi desde la nada, entre 1084 y 1094, por el conde Pedro Ansúrez, el principal colaborador del monarca en su acción política. Evidentemente no es éste el lugar para analizar en profundidad cada uno de estos tres aspectos del proyecto político de Alfonso VI en su conjunto, por lo que detendremos nuestra atención sólo en su actuación hacia Al Ándalus, asunto en el que Álvar Fáñez fue, a la vista de la información de la que disponemos en la actualidad, el principal protagonista individual tras el propio monarca. Dos fueron los ejes fundamentales de la política de Alfonso VI con respecto a Al Ándalus: la continuidad en el cobro de las parias impuestas a diversos reinos de taifas por su padre y la alianza y apoyo a Al M amun de Toledo con respecto a los demás reyes andalusíes. Fernando I (1029/1037-1065), aprovechando la superioridad militar que la madurez del sistema feudal, desarrollado en su reino a lo largo de las centurias anteriores, le proporcionaba ante la progresiva debilidad producida en Al Ándalus, tras la disolución definitiva del califato de Córdoba (1009-1031) y la consiguiente división del territorio musulmán en más de una treintena de reinos de taifas, enfrentados entre sí en numerosas ocasiones, consiguió imponer el pago de importantes sumas monetarias, las llamadas parias, a los reinos de Toledo, Sevilla, Badajoz y Zaragoza, las taifas andalusíes más ricas e importantes. Alfonso VI no sólo fue un fiel continuador de esta política, sino que consiguió mejorarla hasta casi la perfección, pues introdujo en su relación con los taifas un nuevo elemento. Además de utilizar su predominio militar para seguir exigiendo el pago de las parias, logrando a través de esa presión tributaria el doble objetivo de mantener unos importantísimos ingresos para su fisco y dejar en un estado de debilidad permanente a sus contrarios, el monarca leonés demostró una especial habilidad para manejar y potenciar los enfrentamientos entre los reyes andalusíes para convertirse en el verdadero árbitro de la vida política de toda la Península. En aquel contexto, la decisión de ocupar Toledo no entraba inicialmente en los planes de Alfonso VI. Aunque aquella era una operación realizable desde el punto de vista militar y político, el monarca era consciente de las limitaciones demográficas de sus reinos, que sólo permitían repoblar los territorios fronterizos entre el valle del Duero y el Sistema Central. Así las cosas, un rey que dio pruebas a lo largo de toda su actuación política de un pragmatismo proverbial, no hubiera optado por una alternativa tan problemática como era la de ocupar todo el reino de Toledo si no le hubieran forzado a ello las circunstancias surgidas tras la muerte de Al M amun, su principal aliado. Sólo lo hizo cuando el escenario estratégico dibujado por los sucesos desatados por la incompetencia del heredero del gran rey toledano le forzaron a ello. La incapacidad de Al Qadir para defender y controlar su reino puso de manifiesto que cualquier otra alternativa era peor para los intereses leoneses y castellanos: Al Qadir no era ninguna garantía válida para asegurar, frente a la oposición de un sector importante de sus súbditos, el pago de las parias; y si permitía que cualquiera de los reyes vecinos de Badajoz, Zaragoza o Sevilla se hiciera con el control de Toledo terminaría convertido en un rival de cierta entidad al que sería difícil controlar. Con la invasión almorávide en 1086, al año siguiente de la toma de Toledo, cambiaron radicalmente las cosas. Además de hacer frente a los cristianos, los integristas norteafricanos, tras un breve periodo de tanteo que les permitió conocer la realidad de Al Ándalus, fueron ocupando paulatinamente las distintas taifas, deponiendo a sus reyes. Se abrió así una larga etapa de enfrentamientos por el control de los territorios recién ocupados por los cristianos. Al final, a pesar de las desoladoras campañas puestas en marcha, casi anualmente, por los norteafricanos, leoneses y castellanos consiguieron defender una gran parte del territorio ocupado en 1085, manteniendo las tierras entre el Sistema Central y la línea del Tajo. En aquella defensa de la frontera del Tajo, Álvar Fáñez fue, a la vista de la documentación histórica, el principal protagonista individual tras el propio monarca. A través de la documentación de la cancillería real y de la información que dan las fuentes cronísticas podemos reconstruir el cursushonorum de nuestro personaje. Durante la fase final de la conquista de Toledo (1085) había alcanzado ya cierta relevancia, pues recibió el encargo de Alfonso VI de ayudar con su mesnada a Al Qadir para que el ex-taifa toledano se pudiera apoderar de Valencia, que había sido una de las condiciones incluidas en la Capitulación por la que se pactó la entrega de la capital del Tajo. Afianzado el poder de Al Qadir en Valencia, ante el peligro que representaba el desembarco almorávide en Algeciras, recibió la orden de incorporarse nuevamente al ejército real, por lo que estuvo presente en el desastre de Sagrajas (1086). Durante las siguientes décadas, Álvar Fáñez se convirtió en el personaje clave en la defensa y consolidación del nuevo reino. En este sentido, aunque en la Cronología se han incluido con todo detalle cada una de sus intervenciones concretas documentadas, no podemos dejar de destacar los momentos más significativos de su actuación. En 1088, cuando tras el fracaso almorávide en Aledo, Abd Allah, rey taifa de Granada, se ve obligado a pagar las parias atrasadas, se refiere en sus Memorias a nuestro héroe, que fue el encargado de cobrarlas en nombre de Alfonso VI, como «jefe cristiano que tenía a su cargo las regiones de Granada y Almería». A partir de 1092 el sector encargado a su custodia fue un amplio territorio que incluía Cuenca, Santaver y Zorita. Y, después, una vez que los almorávides controlaron todo Al Ándalus e intensificaron sus sucesivos intentos de tomar Toledo, Álvar Fáñez fue el protagonista destacado de la defensa de toda la línea del Tajo. Los diplomas reales de aquellos años, además de señalar su dominio concreto sobre algunas posiciones [Álvar Fáñez de Çorita (1097), alcaid de Toledo (1099), Tuletule dux (1109), dominantem in Toletum et Pennafidele (1110)], se refieren a él en términos de los que se desprende con toda nitidez que era el defensor del conjunto del territorio [strennus dux christianorum (1110) y tunctemporisToletaniprincipis (1113)]. Al estallar el conflicto entre la sucesora de Alfonso VI, la reina doña Urraca, y su marido el rey Alfonso I de Aragón, a partir de 1110, nuestro personaje prácticamente se quedó sólo en la defensa del nuevo reino. Paradójicamente encontró la muerte en una operación militar de carácter menor, fruto de aquella guerra civil: murió en 1114 («después de las octavas de Pascua mayor»), en un enfrentamiento con las milicias concejiles de Segovia, ciudad partidaria de Alfonso I de Aragón, defendiendo el reino a favor de la reina Urraca. Así las cosas, ha llegado la hora de rechazar de plano la polémica y discutible interpretación de aquel periodo histórico realizada por don Ramón M enéndez Pidal, que aún anida en gran parte de las páginas de numerosos autores y, sobre todo, en la mentalidad histórica popular. El eminente lingüista, anteponiendo los que él denomina permanentes fracasos de Alfonso VI y su principal colaborador en el reino de Toledo ante los almorávides (Zalaca, Consuegra, Uclés…) a los éxitos continuos del Cid en el Levante, culminados con la conquista de Valencia, destaca como héroe indiscutible del periodo a Rodrigo Díaz de Vivar. A cuya comparación, los demás personajes de la época quedan empequeñecidos. Pero, aún sin entrar en ningún tipo de comparación visceral entre los personajes de la época, como principal conclusión de estas reflexiones quiero indicar que, si valoramos las acciones de los héroes no en sí mismas, sino por sus resultados, la balanza no se inclina hacia los conseguidos por el Cid. Es cierto e innegable que el «invicto» Campeador frenó durante unos años, pocos, la expansión almorávide en el Levante, lo que contribuyó también a la defensa del conjunto del territorio cristiano; pero la conquista de Valencia no dejó de ser una «aventura» política, pues era una posición insostenible para los cristianos en el contexto geoestratégico del conjunto de la Península a finales del siglo XI. La obra del Cid tuvo una importancia clave durante una década y media, pero no tenía ninguna base, ni política, ni demográfica, ni económica, ni social, para sobrevivir más allá de la muerte del personaje. Frente a ello, los logros alcanzados al servicio de la política de Alfonso VI y su sucesora, la reina Urraca, por la acción de Álvar Fáñez en la frontera del Tajo frente a los almorávides, entre 1086 y 1114, fueron definitivos. Los almorávides no consiguieron recuperar los territorios del reino Toledano más allá de la línea defensiva del Tajo. Desde una perspectiva histórica, la exitosa defensa de Toledo, en la que nuestro personaje jugó un papel fundamental, tuvo unas consecuencias trascendentales y duraderas para la historia de España. En definitiva, si hubo un héroe personal en las décadas de finales del siglo XI y principios del XII, aquel fue Álvar Fáñez. *** Como complemento a estas breves reflexiones y a la propia novela de Antonio Pérez Henares se ha estimado interesante ofrecer tres apéndices. El primero y el segundo son, respectivamente, una nómina de los personajes más significativos y una completa cronología del periodo. En ambos casos se pretende ofrecer unos instrumentos útiles para ayudar a comprender mejor la compleja época que le tocó vivir a Álvar Fáñez. Tanto con las breves reseñas biográficas (que en algunos casos se limitan a los datos básicos para su identificación y en otros muchos no sobrepasan tres o cuatro líneas con los detalles fundamentales sobre el personaje), así como con las entradas comentadas de las fechas más significativas, se procura que el lector tenga la información fundamental sobre todo el periodo. La selección bibliográfica ofrecida al final está destinada a aquellos que quieran profundizar más en el conocimiento de los diversos aspectos de ambos reinados. DRAM ATIS PERSONAE.PERSONAJES HISTÓRICOS ABENGALBÓN. Según la tradición, rey de la Taifa de M olina, amigo y aliado del Cid en sus aventuras valencianas. Pero de este personaje muy poco es lo que recogen las fuentes históricas. IbnHazm en su tratado de genealogía árabe titulado Yamhara en la que ofrece una lista de familias militares de las M arcas, elaborada en el siglo XI, recoge la existencia de los Banu ‘Azzun, linaje al que se podría incorporar al generoso y noble señor de M olina cidiano. No obstante nada se habla de él, ni de su supuesto reino taifa, en la Crónica Anónima de los Reyes Taifas, tampoco en la Historia de Al Ándalus, de Ibn Al Kardabus, los dos textos árabes claves sobre los primeros reinos taifas y la irrupción de los almorávides en Al Ándalus. Como quiera que es de señalar que en estas obras sí se recoge la existencia de todos y cada uno de los reinos taifas que existieron entre 1032 y 1104 y de sus respectivos reyes, ello nos permite afirmar con toda certeza la no existencia de un reino taifa independiente de M olina. En todo caso se trataría, eso sí, de un jefe militar musulmán de la frontera que, si aceptáramos la versión más tradicional, en un momento dado pudo colaborar con Rodrigo Díaz. Lo cierto es que a Azzun Ibn Galbun se le documenta posteriormente combatiendo al lado de los almorávides en la batalla de Cutanda en 1120. Y la misma alineación tuvieron sus dos hijos, Abu l-Gamr b. Azzun y Abu l-‘ Alá’ b. Azzun, durante las décadas siguientes en que destacaron al servicio de los almorávides en tierras de Andalucía. En conclusión, el personaje ofrece un perfil histórico muy lejano al que nos ofrecen las leyendas del ciclo literario cidiano y las tradiciones historiográficas locales molinesas. ABD ALLAH (1073-1090). Rey de la taifa de Granada. Depuesto por los almorávides. Pasó desterrado al M agreb. Autor de unas interesantísimas Memorias en las que cuenta en primera persona los principales acontecimientos de la época, de los que fue testigo directo. ABD ALLAH IBN FÁTIM A . General almorávide. Enviado en ayuda de M edinaceli, cercada por Alfonso VI en 1104, tras la aproximación de Al M ustain de Zaragoza a los almorávides. ABD AL M ALIK. Rey taifa de Albarracín entre 1044/45-1103. ABD AL M ALIKIBN M USTAIN . Hijo de Al M ustain de Zaragoza. Destronado a la muerte de su padre por los almorávides. Se refugió en la fortaleza de Rueda donde resistió hasta su muerte en 1130. ABU BAKR. Gobernador de Valencia nombrado por Al M amun de Toledo tras tomar la ciudad en 1065. A la muerte de éste en 1075 se independizó hasta la ocupación de la ciudad por Al Qadir, nieto de Al M amun, en 1086, con ayuda de las tropas castellanas al mando de Álvar Fáñez. ABU M ARWAN ABD AL M ALIK. Rey de la taifa de Albarracín entre 1044/45-1103. Las fuentes destacan la importancia cultural de su corte. ADERICO. Obispo de Tuy en 1086. AISA. Hijo del emir Yusuf, gobernador de M urcia. AL AM M AR. Poeta y Primer ministro de Al M utamid de Sevilla. Se enemistó con su soberano refugiándose en Lérida y Zaragoza. Apresado por el taifa sevillano, fue mandado ejecutar. ALBOFALAC. Alcaide de la fortaleza de Rueda, próxima a Zaragoza. En 1083, en el contexto de la lucha entre los herederos de Al M uqtadir de Zaragoza, tras pactar en un principio la entrega de la plaza con Alfonso VI, traicionó al rey cristiano asesinando en el interior del castillo a los nobles que entraron a tomar posesión del mismo. AL FAGIT. Hijo de Al M uqtadir de Zaragoza, se sublevó contra su hermano Al M ustain, tras la muerte de su padre en 1083/84, dominando Lérida. AL FARAY. Gobernador de Cuenca, acogió a Al Qadir cuando éste tuvo que huir de Toledo en la revuelta de 1080. Posteriormente, gestionó la llegada de Al Qadir a Valencia, con la ayuda de las tropas de Álvar Fáñez. ALFONSO I DE ARAGÓN . Rey de Aragón. Segundo esposo de la reina Urraca Alfónsez desde 1109. El matrimonio fracasó prácticamente desde el primer año, pero el monarca aragonés fue reconocido como rey en diversas zonas de los reinos, especialmente en la Extremadura castellana. Ello motivó una gran inestabilidad política caracterizada por la pugna a tres bandas entre los partidarios de la reina Urraca, los de su marido y los del hijo de la reina, Alfonso Raimúndez, el futuro Alfonso VII, cuyos seguidores tenían una presencia mayoritaria en Galicia y parte de León. ALFONSO VI (1047/48-1109). Cuarto hijo de Fernando I. Rey de León (1065-enero de 1072). Tras la muerte de su hermano Sancho en el cerco de Zamora, Rey de León, Castilla y Galicia (noviembre de 1072-1109). Rey de Toledo (1085-1109). M onarca de extraordinaria inteligencia política, que impulsó la apertura de sus reinos al ámbito europeo a través de su alianza con la orden de Cluny, el cambio del rito mozárabe por la liturgia romana y la promoción del Camino de Santiago. En el ámbito peninsular, continuó la política de parias frente a las taifas andalusíes y de predominio frente a los reinos cristianos. Otra clave de su acción política fue el gran estímulo dado a la repoblación de la Extremadura, las tierras entre el Duero y el Sistema Central. Ante la invasión almorávide, llamados por los reyes andalusíes tras la conquista de Toledo (1085), consiguió mantener la nueva frontera en la línea del Tajo, proceso en el que su principal colaborador fue Álvar Fáñez. ALFONSO RAIM ÚNDEZ (1105-1157). Futuro Alfonso VII. Hijo de la infanta Urraca y de Raimundo de Borgoña. Tras la muerte de Alfonso VI en 1109 y el fracaso del matrimonio de su madre la reina Urraca y Alfonso I de Aragón, un sector de la nobleza, en especial de la vinculada a Galicia, promovió los derechos sucesorios del infante. AL GASSAL. Alfaquí toledano, que tras la conquista de Toledo por los cristianos en 1085 instó a los musulmanes a abandonar la ciudad en unos emotivos y bellos versos. AL HADIDI. Primer ministro de Al M amum de Toledo. Fue cesado y, después, dejado asesinar por Al Qadir, nieto del taifa toledano. AL HAYY. General almorávide al servicio del emir Yusuf y de su hijo Alí. AL M AM UM (1043 - 1075). Rey de la taifa de Toledo. Principal aliado de Alfonso VI entre los príncipes andalusíes. AL M ANSUR. Heredero de Al M utawakkil de Badajoz. Tras el asesinato de su padre por los almorávides en 1094 se refugió en M ontánchez, bajo la protección de Alfonso VI, colaborando desde entonces en las incursiones a territorio musulmán. AL M UQTADIR. Rey taifa de Zaragoza entre 1046 y 1081. Padre de Al M utamin y Al Fagit. Abuelo de Al M ustain. Hermano de Al M uzaffar. AL M UTAM IN. Rey de la taifa de Zaragoza (1081-1085). Gran amigo del Cid. AL M USTAIN. Rey taifa de Zaragoza entre 1085 y 1110, hijo de Al M utamin. AL M UTAM ID. Rey de la taifa de Sevilla entre 1069-1091. Depuesto por los almorávides. Pasó desterrado al M agreb. AL M UTAWAKKIL . Rey de la Taifa de Badajoz entre 1068-1094. Depuesto por los almorávides, fue asesinado junto a dos de sus hijos en su traslado hasta Córdoba. AL M UZAFFAR. Hermano de Al M uqtadir de Zaragoza, controló Lérida entre 1046/47-1067?, en que fue sometido por su hermano. AL M UZAFFAR. Rey taifa de Granada (1038-1073). Abuelo de Abd Allah. ÁLVAR ÁLVAREZ. Personaje que aparece citado, junto a Álvar Fáñez, como «sobrinis» (= primo hermano por parte de padre) de Rodrigo Díaz, el Cid, en su carta de arras, fechada en 1074. En el Poema de Mío Cid se le otorga un papel principal entre los compañeros del desterrado. ÁLVAR FÁÑEZ (¿?-1114). Su origen familiar es muy impreciso, sin que se pueda identificar con claridad su linaje. De lo que no hay duda es que era castellano, posiblemente oriundo de la comarca del valle de Orbaneja. En varios documentos reales aparece bajo el epígrafe «De Kastella» en la nómina de los testigos o confirmantes. Las Crónicas del siglo XIII y las historias posteriores que las siguen, recogiendo ya las leyendas literarias, lo identifican unas veces como sobrino y otras como primo del Cid y le dan cierto protagonismo en los sucesos bélicos entre Sancho II y Alfonso VI del periodo 1068-1072. En el terreno estrictamente histórico no tenemos ningún dato concreto sobre nuestro personaje hasta su aparición en la corte de Alfonso VI entre los testigos de la concesión del Fuero a Sepúlveda por el rey en 1076. En dicho diploma aparece citado también un Fan Fáñez, que atendiendo a lo poco frecuente del nombre y siguiendo los patronímicos de la época pudiera ser su familiar directo, bien su hermano, o bien, incluso, su padre, pues está documentado desde la década de los años treinta. Pero dicho individuo no está bien perfilado en la documentación real, por lo que nada se puede afirmar más allá de estas especulaciones. Es muy probable que la llegada de Álvar Fáñez a la corte se debiera a su matrimonio con M ayor Pérez, hija del poderosísimo Pedro Ansúrez, uno de los hombres de máxima confianza del monarca. No obstante, Álvar Fáñez sólo aparece en 14 de los diplomas reales fechados entre 1076 y 1107, dato que indica que su presencia en la corte era intermitente, manifestándose por el contrario muy activo tanto en la guerra contra los almorávides como en las tareas repobladoras, especialmente en la Extremadura castellana oriental y en las zonas más conflictivas del reino de Toledo. En aquella defensa de la frontera del Tajo, Álvar Fáñez fue, a la vista de la documentación histórica, el principal protagonista individual tras el propio monarca. ÁLVARO. Abad del monasterio de Valvanera en 1072. AM OR. Obispo de Lugo en 1086. ANAYA SUÁREZ. Caballero gallego. M iembro de la mesnada de Berenguer Ramón, conde de Barcelona. Apresado en la batalla de Olacau (1090) por el Cid. ARIAS. Obispo de Oviedo en 1086. AZARQUIEL. Judío avecindado en Toledo. Uno de los astrónomos más importantes de toda la Edad M edia. Creador del instrumento denominado azafea, solución definitiva y revolucionaria del astrolabio. M urió en 1087. BEATRIZ. Quinta esposa de Alfonso VI, documentada en la corte a partir de 1108. Hija de Guillermo IX, duque de Aquitania y conde de Poitiers. Tras la muerte del rey en 1109 volvió a su país. El matrimonio no tuvo hijos. BELASARIO. Abad del monasterio de San M illán en 1072. BERENGUER RAM ÓN II (1053-1099). Conde de Barcelona, de Gerona, de Osona, de Carcasona y de Rasez. Conocido como el fratricida. Heredó, conjuntamente con su hermano mellizo (o gemelo) Ramón Berenguer II los condados por voluntad de su padre. Pronto surgieron divergencias entre los hermanos y Ramón Berenguer fue asesinado. Las sospechas recayeron sobre Berenguer Ramón. Sostuvieron enfrentamientos con el Cid sobre la influencia sobre las taifas de Lérida y Zaragoza. BERNARDO. Obispo de Palencia entre 1062-1085. BERNARDO DE SEDIRAC. M onje de Cluny, Abad en Sahagún, fue nombrado arzobispo de Toledo al restaurar la diócesis en 1086. Colaborador directo de Alfonso VI, fue nombrado primado de las Españas en 1088, y legado pontificio en 1093 por el papa Urbano II. Don Bernardo aprovechó que de las antiguas diócesis sufragáneas de Toledo sólo la de Palencia estaba restaurada en 1086 para marcar los ritmos y la propia geografía de las restauraciones: solicitó y consiguió de Urbano II en 1099 que no se restaurase la de la antigua Complutum (Alcalá), siendo incorporado su territorio a la diócesis de Toledo. Tampoco promovió las de Sigüenza y Segovia hasta después de la muerte de Alfonso VI, cuando las nuevas condiciones políticas surgidas del enfrentamiento con Alfonso I de Aragón lo hicieron aconsejable, y prácticamente inevitable en el caso de Sigüenza. BERTA. Tercera esposa de Alfonso VI, documentada en la corte desde 1094 hasta 1099. De origen italiano, se ha indicado que pudiera ser bien toscana o bien lombarda. Algunos autores señalan que era hija de Amadeo II, conde de Saboya. El matrimonio no tuvo hijos. BLASCO GARCÍA. M ayordomo. M iembro de la mesnada de Berenguer Ramón, conde de Barcelona. Apresado en la batalla de Olacau (1090) por el Cid. CIDELLO. M édico judío de Alfonso VI. Fue el encargado de comunicar al rey la propuesta de la fracción nobiliaria partidaria del matrimonio de la infanta Urraca con el conde Gómez González. CONSTANZA DE BORGOÑA. Segunda esposa de Alfonso VI, documentada en la corte desde 1080 hasta 1093. Hija de Roberto el Viejo, duque de Borgoña. Era sobrina de Hugo, gran abad de Cluny. Del matrimonio nacieron seis hijos, de los que sólo sobrevivió a su madre la princesa Urraca, que a partir de 1109 sucederá en el trono a su padre. CRISTINA. Según la tradición genealógica, madre del Cid. DIEGO. Obispo de Iria-Compostela en 1086. DIEGO ANSÚREZ . Hermano de Pedro Ansúrez. Suele figurar junto a él en la corte. Alcanzó la dignidad condal a finales de 1076, posiblemente gracias a la influencia de su poderoso hermano. La documentación se hace eco de cierta relación entre nuestro personaje y las infantas Urraca y Elvira, hijas de Alfonso VI. Fue uno de los muertos en la traición de Rueda en 1083. DIEGO DÍAZ. Conde de Oviedo, según la historiografía tradicional, padre de doña Jimena, mujer de Rodrigo Díaz, el Cid. DIEGO GELM ÍREZ. Obispo de Santiago entre 1100-1140. En su episcopado la diócesis recibió el rango de metropolitana. Bajo sus auspicios se redactó la Historia compostelana, obra que comprende los reinados de Alfonso VI, Urraca y Alfonso VII. DIEGO LAÍNEZ. Infanzón burgalés. Padre de Rodrigo Díaz, el Cid. En la genealogía legendaria del Campeador, se indica que descendía de Laín Calvo, uno de los hipotéticos Jueces de Castilla. DIEGO PÉREZ. M agnate castellano. Acompañó a García Ordóñez en la embajada para cobrar las parias de Sevilla. DIEGO RODRÍGUEZ. Hijo del Cid. M uerto en la batalla de Consuegra (1097) luchando con el ejército de Alfonso VI contra los almorávides. DIEGO SÁNCHEZ. M agnate castellano, muerto en la batalla de Uclés. DOM INGO. Abad del monasterio de Silos en 1072. ELVIRA FERNÁNDEZ (>1039-1099). Tercera hija de Fernando I. M uy presente también en la corte de Alfonso VI, aunque no llegó a tener el protagonismo de su hermana Urraca. Cotitular del Infantazgo por voluntad paterna. ENRIQUE DE BORGOÑA. Primer esposo de la infanta Teresa Alfónsez, hija de Alfonso VI y de Jimena M uñoz. Jugó un importante papel en la administración territorial y en la defensa del reino. Fue nombrado por Alfonso VI conde de Portugal en 1095 y conde de Coimbra en 1107. Se documenta su presencia en alguna ocasión en la defensa de los territorios del reino de Toledo. Tras la muerte de Alfonso VI y los problemas de la reina Urraca con su segundo marido, Alfonso de Aragón, Enrique incrementa su independencia con respecto a la corona. Padre de Alfonso Enríquez, primer rey de Portugal. EYLO, URRACA [¿y Juan?] Álvarez. Hijos de Álvar Fáñez y de su mujer M ayor Pérez. No aparecen en la documentación de la época de su padre. En un documento fechado antes de 1118, los «filiis de Álvar Fáñez» aprobaron junto a la reina Urraca la adquisición de la villa de Piniello de Suso por Juan M uñoz, procedente de Estefanía, hija del conde Armengol. En este sentido cabe recordar que M aría Pérez, una de la hermanas de la mujer de Álvar Fáñez estuvo casada con el conde de Urgel Armengol V. Eylo se casó en primeras nupcias con Rodrigo Fernández de Castro, llamado el Calvo, que fue alcaide de Toledo durante el reinado de Alfonso VII. Era hijo de Fernando García de Hita y de su primera mujer Tegridia. Eylo Álvarez contrajo nuevo matrimonio con Ramiro Foílaz, conde de León y Astorga, miembro de la poderosa estirpe de los Flaínez. Urraca [o Eslonza, según las fuentes] fue esposa del conde Rodrigo Vélaz. Juan, hijo no recogido por los autores que manejan sólo las fuentes documentales y no las genealógicas, contrajo matrimonio con Elvira M artínez con quien tuvo al menos tres hijos, según el testimonio de algunos genealogistas. FATH AL M AM UM . Hijo del rey taifa de Sevilla Al M utamid. M uerto en 1091 defendiendo Córdoba frente a los almorávides. FERNANDO I (c. 1016-1065). Conde de Castilla desde 1029 y Rey de León desde 1037. Padre de Urraca, Sancho, Elvira, Alfonso y García. Dividió el reino entre sus tres hijos varones, dejando a sus hijas el Infantazgo constituido por todos los monasterios reales. FERNANDO DÍAZ. Según la historiografía tradicional hermano de Jimena, mujer del Cid. Hermano menor del conde Rodrigo Díaz, figura junto a él en las suscripciones de los diplomas reales, detalle que ayuda en numerosas ocasiones a identificar a su hermano frente al Campeador. Seguramente alcanzó la dignidad de conde al morir su hermano, aunque no se puede asegurar sin ninguna duda hasta 1088, convirtiéndose desde entonces en uno de los personajes destacados de la corte. Desde 1093 se le asignan los títulos de «Asturiensis comes», «Asturiensisprouintie comes» o «Asturiae comes». La documentación se hace eco también de la existencia de una hermana, de nombre Jimena Díaz, que M enéndez Pidal identificó como la esposa del Cid, identificación aceptada por la mayoría de los autores. M uerto en la batalla de Uclés. FORTÚN. Caballero navarro al que se le atribuye la muerte del rey García Sánchez III tras la batalla de Atapuerca. FORTÚN. Abad del monasterio de Silos en 1076. FORTÚN SÁNCHEZ . Cuñado del conde García Ordóñez, casado con Ermisenda, hija del rey Sancho Garcés IV, el de Peñalén. Acompañó a su cuñado en la embajada para cobrar las parias de Sevilla. FORTUNIO. Obispo de Álava en 1086. GARCÍA (>1048-1090). Quinto hijo de Fernando I. Rey de Galicia (1065-junio 1071 y noviembre 1072-enero 1073). Despojado de su reino primero por Sancho II, que lo mandó al destierro; y posteriormente por Alfonso VI, que lo encarceló de por vida. GARCÍA. Abad del monasterio de Arlanza en 1072. GARCÍA DÍEZ. Caballero castellano. M iembro de la mesnada de Berenguer Ramón, conde de Barcelona. Apresado en la batalla de Olacau (1090) por el Cid. GARCÍA JIM ÉNEZ. M agnate castellano. Jefe de mesnada en la frontera del Tajo, que ocupó en 1087 el castillo de Aledo. Resistió el asalto almorávide en 1088. GARCÍA ORDÓÑEZ. Hijo de Ordoño Ordónez, «armiger» (alférez real) del rey Fernando I, en 1042. Aparece junto a su padre en la corte de Sancho II en 1068. No figura en los primeros documentos del repuesto Alfonso VI, siendo su primera mención ya de diciembre de 1072. Nombrado «armiger» en 1074, su carrera palatina dará un salto cualitativo al ser designado por el rey para el gobierno de La Rioja tras ser anexionado dicho territorio. Aparece ya como conde en 1077. A pesar de la injusta fama que le atribuyeron las leyendas del ciclo literario cidiano, debido a los reiterados enfrentamientos con Rodrigo Díaz, las fuentes históricas indican lo contrario: desempeñó un papel muy destacado en todo el reinado, asegurando con mano firme la incorporación de La Rioja y participando en la repoblación del territorio (Logroño en 1095 y Garray en 1106). Tuvo una muerte heroica en la batalla de Uclés, según las versiones más literarias de las crónicas tardías, protegiendo con su cuerpo al heredero del trono. GARCÍA SÁNCHEZ III (c.1012-1054). Rey de Pamplona, hermano de Fernando I de Castilla y León, apodado el de Nájera. Hijo de Sancho III el M ayor. M uerto en la batalla de Atapuerca. GARUR. General almorávide en las campañas de Yusuf. GÓM EZ. Obispo de Oca-Burgos en 1086. GÓM EZ GONZÁLEZ. Su caso es uno de los mejores ejemplos documentados de la carrera en la corte que solían realizar los miembros de la alta nobleza. Hijo del influyente Gonzalo Salvadórez, aparece como «armiger»(alférez real) en 1092. Desempeñó dicho cargo hasta 1099, fecha en la que es elevado a la dignidad condal. En algunos diplomas aparece con la indicación territorial de «Castellanorum comes», indicación de su dominio sobre la Castilla Vieja; también aparece como conde de la Bureba. Las fuentes cronísticas recogen la noticia de que en la crisis sucesoria, un sector importante de la nobleza defendió la opción de casar a la infanta heredera doña Urraca con Gómez González, frente a la alternativa defendida por Alfonso VI de casar a su hija con Alfonso I de Aragón. Lo cierto es que Gómez González estuvo entre los partidarios de la reina Urraca frente a su marido. M urió precisamente en la batalla de Candespina en 1110. GÓM EZ M ARTÍNEZ. M agnate leonés. Hijo del conde M artín Alfonso. M uerto en la batalla de Uclés. GONZALO. Obispo de M ondoñedo en 1086. GONZALO DÍAZ. «Armigerregis» (alférez real) entre 1072-1073. GONZALO SALVADÓREZ. Documentado en la corte de Sancho II hasta 1071, aparece en diplomas de Alfonso VI en noviembre de 1072, recién vuelto el nuevo monarca del destierro, hecho que apunta a que posiblemente fuera simpatizante del monarca leonés antes del asesinato de su hermano. Es, junto a Pedro Ansúrez, el personaje con más presencia en la corte real hasta su muerte en Rueda. Se le considera cabeza del linaje de los condes de Lara, con fuertes vinculaciones patrimoniales en la Bureba. Fue padre de Gómez González, personaje que alcanzó también gran relevancia en la corte desde 1092. HISEM . Hijo de Al M amum de Toledo. Las fuentes no dejan claro si murió antes que su padre o sucedió a éste durante unos meses antes del reinado de Al Qadir. IBN LUPÓN. Alcaide de M urviedro. Pagaba parias al Cid. IBN RASIQ. Gobernador de M urcia, rebelde contra Al M utamid de Sevilla. Destituido por los almorávides en la campaña de Aledo y entregado a su soberano. IBN WADIF. M édico musulmán toledano, que destacó en farmacología. Coetáneo de Azarquiel. Según la tradición, constructor de los jardines del Palacio de Galiana. INÉS DE AQUITANIA. Primera esposa de Alfonso VI, documentada en la corte entre 1074 y 1077. Era hija del duque Guido Guillermo VIII de Aquitania. De este matrimonio no hubo descendencia. ISABEL. Cuarta esposa de Alfonso VI, documentada en la corte desde 1100 hasta 1107. Algunos autores afirman, con cierta consistencia, que se trata de Zaida, convertida al cristianismo como Isabel. La opinión generalizada, no obstante, la identifica con una noble francesa. De este matrimonio nacieron Sancha (casada con el conde Rodrigo González de Lara) y Elvira (casada con Roger II de Sicilia). JERÓNIM O DE PERIGORD. M onje cluniacense. Obispo de Valencia, nombrado tras la conquista de la ciudad por el Cid en 1093. Tras el abandono de la ciudad por los cristianos, es nombrado obispo de Salamanca por Alfonso VI. JIM ENA DÍAZ. Esposa de Rodrigo Díaz, el Cid. Hermana de los condes asturiano Rodrigo y Fernando Díaz. JIM ENA M UÑOZ. Amante de Alfonso VI entre 1078 y 1080. Hija del conde de Asturias, M unio González. De la unión nacieron dos hijas: Elvira (casada con el conde de Raimundo de Toulouse en 1094 y, posteriormente, tras enviudar y volver al reino, con el conde Fernando Fernández, entorno a 1112) y Teresa (casada con Enrique de Borgoña). Tras el matrimonio del rey con Constanza, no aparece en la corte y parece que se retiró a sus posesiones en El Bierzo; murió hacia 1128. JIM ENO. Obispo de Burgos entre 1065/71 y 1082. Durante su obispado se trasladó la sede desde Oca a Burgos. JIM ENO GARCÉS. Según la historiografía tradicional, adalid de Navarra que se enfrentó al Cid en la denominada «Guerra de los tres Sanchos» (1065-1067), conflicto que enfrentó a Sancho Garcés IV de Navarra, Sancho Ramírez de Aragón y Sancho II de Castilla. JUAN ALFONSO. Obispo de Orense en 1086. LAÍN NÚÑEZ. Abuelo del Cid, según la tradición genealógica del Campeador. Nacido hacia el año 1000. Vinculado a las tierras de Vivar. LESM ES. M onje benedictino francés, posiblemente llegado con la reina Constanza, esposa de Alfonso VI. Se retiró a la ermita de San Juan Evangelista, situada en las afueras de la ciudad de Burgos, dedicándose a atender a los peregrinos a Santiago a su paso por la ciudad. LÓPEZ SÁNCHEZ. Hermano de Fortún Sánchez. Acompañó a García Ordóñez en la embajada para cobrar las parias de Sevilla. M ARÍA PÉREZ. Hija de Pedro Ansúrez. Esposa del conde de Urgel Armegol V. M AYOR PÉREZ. (¿?-después de 1148). Esposa de Álvar Fáñez. Hija del conde Pedro Ansúrez y su mujer, Eylo Alfonso. M ayor Pérez prácticamente no aparece en la documentación de la época estudiada. El matrimonio tuvo al menos dos hijas, bien documentadas tras el fallecimiento de Álvar Fáñez. Algunos autores añaden un hijo varón, que no aparece en la documentación. Tras la muerte de Álvar Fáñez (1114), M ayor se casó en segundas nupcias con M artín Pérez, llamado de Tordesillas, personaje vinculado por la documentación al entrono de su padre, Pedro Ansúrez, merino mayor durante el reinado de doña Urraca, con quien tuvo al menos otros dos hijos. M ARTÍN ALFONSO. Alcanzó la dignidad condal al cesar en su puesto de «armiger» (alférez) real, cargo que ocupó entre 1066 y 1072. Personaje fundamental en el entorno de Alfonso VI desde su primera época, aparece citado en la documentación como conde en Cea, Grajal y Simancas. Desparece a comienzos de la década de 1090. M ARTÍN ANTOLÍNEZ. Compañero de destierro del Cid, tanto en el Poema como en la presente novela. M ARTÍN LAÍNEZ. Comenzó su ascensión en la corte desempeñando el cargo de «stabularius», rango con el que aparece en 1077. Su ascenso a la dignidad condal no es seguro hasta 1090, fecha desde la que la documentación del M onasterio de Sahagún lo asocia constantemente con Pedro Ansúrez. Fue conde de Aguilar y ocupó una posición bastante prominente en la corte. Al parecer murió en la batalla de Uclés. M AZD ALÍ IBN BANLUNKA. General almorávide, ocupó Valencia tras el abandono de la ciudad por los cristianos en 1102. M UHAM M AD TASUFIN. Sobrino del emir Yusuf, gobernador almorávide de Granada, Almería y Córdoba. M UNIO GONZÁLEZ. M iembro secundario del clan Lara, estuvo muy presente en la documentación real fechada entre los años 1072 y 1081. Luego se hace poco frecuente tras la muerte de su pariente Gonzalo Salvadórez en Rueda, hasta desaparecer en 1088. Citado como «comes Asturiae» y «Asturiensis», tuvo una importante vinculación con las Asturias de Santillana. NUÑO ÁLVAREZ. Tío abuelo materno del Cid, según la tradición genealógica del Campeador. M agnate castellano que tuvo la tenencia de Amaya. NUÑO DE PORTUGAL. Conde. M iembro de la mesnada de Berenguer Ramón, conde de Barcelona. Apresado en la batalla de Olacau (1090) por el Cid. NUÑO SUÁREZ. Caballero leonés. M iembro de la mesnada de Berenguer Ramón, conde de Barcelona. Apresado en la batalla de Olacau (1090) por el Cid. OSM UNDO. Obispo de Astorga en 1086. PEDRO. Abad del monasterio de Santa Juliana en 1072. PEDRO. Obispo de Braga en 1086. PEDRO ANSÚREZ (c.1037-1118). Suegro de Álvar Fáñez. Principal colaborador de Alfonso VI desde los primeros tiempos del reinado. Algunas crónicas afirman que le acompañó al destierro a Toledo en 1072. Es el magnate que más veces aparece en la Colección diplomática del reinado. En 1068 aparece como mayordomo real, cargo desde el que alcanzó la dignidad condal, que ya ostentaba en 1071. La mayoría de las veces suscribe simplemente como «comes», si bien en diversos diplomas figura como conde en Carrión, Toro y Zamora. A partir de 1103 salió del reino para encargarse de la tutela de su nieto, el conde Armengol VI de Urgel. Durante los primeros años del reinado de doña Urraca vuelve a aparecer entre los más asiduos de la corte. PEDRO GONZÁLEZ DE LARA. Conde castellano. La historiografía tradicional apunta la posibilidad de que participara en la Primera Cruzada junto al conde Raimundo de Tolosa, marido de Elvira, hija de Alfonso VI. Se ha señalado también que fue amante de la reina Urraca. PEDRO FROÍLAZ. Conde de Traba, ayo de Alfonso VII. RAIM UNDO. Obispo de Palencia en 1086. RAIM UNDO DE BORGOÑA. Primer esposo de la infanta Urraca, hija de Alfonso VI, entre 1093 y 1107. Alcanzó la dignidad de Conde, estando con tal título al frente del gobierno de Galicia y Portugal. Durante unos años parecía estar llamado a protagonizar la sucesión en la corona como esposo de la primogénita legítima del rey. Padre del futuro Alfonso VII. RAIM UNDO DALM ACIO. Obispo. M iembro de la mesnada de Berenguer Ramón, conde de Barcelona. Apresado en la batalla de Olacau (1090) por el Cid. RAM IRO I (c.1006/7-1063). Rey de Aragón, hermano de Fernando I de Castilla y León. Hijo de Sancho III el M ayor. M uerto en el cerco de la fortaleza de Graus, frente a las tropas de Al M uqtadir de Zaragoza. El taifa zaragozano estaba apoyado por las tropas castellanas y leonesas al frente del entonces infante Sancho, el futuro Sancho II de Castilla. La tradición indica que en la mesnada iba un jovencísimo Rodrigo Díaz, el futuro Cid Campeador. RAM ÓN BERENGUER II (1053-1082). Conde de Barcelona, de Gerona, de Osona, de Carcasona y de Rasez, conocido como Cabeza de Estopa. Heredó, conjuntamente con su hermano mellizo (o gemelo) Berenguer Ramón II los condados por voluntad de su padre. Pronto surgieron divergencias entre los hermanos y Ramón Berenguer fue asesinado. Las sospechas recayeron sobre su hermano que pasó a ser conocido como el fratricida. Sostuvieron enfrentamientos con el Cid sobre la influencia sobre las taifas de Lérida y Zaragoza. RANIERO. Abad de San Juan de Huermeces, tras 1076, cluniacense. RICARDO. Legado del Papa Gregorio VII. Promovió la sustitución del rito mozárabe por la liturgia romana. ROBERTO. M onje de Cluny, nombrado abad del M onasterio de Sahagún por Alfonso VI para promover la sustitución del rito mozárabe, convirtiéndose en estrecho colaborador del monarca. Como quiera que, tras su nombramiento, no mostró una actitud demasiado activa, fue cesado por imposición del Papa Gregorio VII. RODRIGO ÁLVAREZ. Abuelo materno del Cid, según la tradición genealógica del Campeador. M agnate castellano que tuvo la tenencia de Luna, Torremormojón, M oradillo, Cellorigo y Curiel. RODRIGO DÍAZ. Aparece en la documentación de Alfonso VI a partir de 1071. Hasta que en 1081 alcance la dignidad condal, los especialistas en la historia del reinado a veces dudan en la identificación de este personaje, debido a que en la documentación del periodo aparece también su homónimo, el Cid. No obstante, un año después, ya figura entre la decena de magnates más destacados de la corte. En dicha fecha figura como «Ouetensis comes», alusión directa sin duda a su territorio de origen. Su última aparición en la corte es de diciembre de 1084. Se ha supuesto que murió en Sagrajas. Según la historiografía tradicional, hermano de Jimena, mujer del Cid (¿?-1099). Para su filiación en la documentación histórica de los primeros años del periodo nos enfrentamos con la dificultad de la existencia de otro Rodrigo Díaz, asturiano, que alcanzó la dignidad condal en 1081. No obstante, se identifica al Campeador sin ninguna duda en la corte de Alfonso VI en un documento de 1072 tras la muerte de Sancho II. M enéndez Pidal en su obra monumental La España del Cid cataloga otros documentos en los que identifica al Cid entre 1072 y 1074 en la corte, indicando que por su posición secundaria en los documentos reales, había quedado reducido a «uno de tantos» en el séquito del nuevo rey, frente al protagonismo que había tenido en el reinado de Sancho II. Frente a esta visión castellanista del ilustre filólogo, que aceptó como hechos históricos casi en su práctica totalidad las tradiciones juglarescas, recogidas posteriormente por las crónicas del siglo XIII, recientemente el profesor José M . M ínguez, en su Alfonso VI, desde posiciones marcadamente leonesistas, pone de manifiesto cómo ninguna fuente documental, ni ningún relato cronístico próximo a los hechos, apoyan la presencia de Rodrigo Díaz en el círculo próximo a Sancho II. Tampoco su influencia en los medios nobiliarios castellanos, dado que en origen no dejaba de ser un pequeño infanzón de una aldea de frontera en el alto Duero. No habría, pues, fuentes ciertas que avalen su papel principal en los sucesos que según la tradición siguieron al asesinato de Sancho II. Para este autor, como para otros muchos historiadores contemporáneos, la documentación histórica contrastada no avala siquiera la existencia del supuesto acto exculpatorio de Santa Gadea. Una muy interesante interpretación intermedia sobre la verdadera realidad histórica del personaje es la que ofrece el profesor Carlos Estepa en El reinado de Alfonso VI. Este autor señala que, habitualmente, se ha producido una mala interpretación de la posición que Rodrigo Díaz, el Cid Campeador, ocupó dentro de la sociedad castellana de su época. Pues se suele pensar sólo en su vinculación concreta a una localidad, en su caso Vivar, hecho que lo convertiría seguramente en un simple infanzón local. Pero que, si tenemos en cuenta los testimonios referidos a su patrimonio documentado en su carta de arras (1075), con bienes esparcidos por diversos territorios castellanos, y, sobre todo, la concesión de inmunidad que recibe ese mismo año de Alfonso VI sobre sus heredades y «behetrías» en Vivar; así como diversas donaciones realizadas por él al monasterio de Silos (1076), todos estos datos apuntan hacia su consideración como un auténtico magnate. Ello nos permitiría identificar al Cid hasta su primer destierro como un importante personaje del reino. El hecho de que Rodrigo Díaz, tras ser expatriado en 1081 por Alfonso VI por atacar por su cuenta el valle del Henares, en territorio toledano, como reacción a una razia musulmana sobre la zona de Gormaz, interfiriendo impulsivamente en la paciente política del rey sobre dicha taifa, cuente con numerosos vasallos que le acompañen al destierro, es otro elemento fundamental para asimilarlo a la aristocracia. Con su importante mesnada se puso al servicio del rey taifa de Zaragoza, Al M utamin, hasta su reconciliación con Alfonso VI tras el desastre de Sagrajas (1086). En 1088 volvió a ser desterrado al ser declarado traidor, esta vez por llegar tarde a la llamada del rey para la campaña de Aledo. Desde entonces pasó al Levante, donde empezó a constituir una especie de protectorado militar en el entorno de Valencia, ciudad de la que se apoderó, al fin, en 1094. Posición desde la que resistió el empuje almorávide hasta su muerte en 1099. No existe en las fuentes históricas el más mínimo indicio que avale la veracidad de la estrecha relación entre Rodrigo Díaz y Álvar Fáñez que los relatos épicos del ciclo literario cidiano recogen y de los que las crónicas posteriores se hacen eco. RODRIGO GONZÁLEZ. «Armigerregis» (alférez real) entre 1078-1081. SAID. Cadí (juez) de Toledo en la época de Al M amum. SANCHA (1013-1067). Esposa de Fernando I. Hermana del rey Bermudo III. SANCHO. Obispo de Nájera-Calahorra en 1086. SANCHO I (935-966). Hijo y sucesor de Ramiro II de León. Denominado el Craso, por su obesidad deforme, que curó en la corte de Abd Al Rahman III en Córdoba. SANCHO ALFÓNSEZ. Hijo de Alfonso VI y Zaida. Aparece en la documentación de la corte a partir de 1103, figurando inicialmente su suscripción detrás de las de sus dos hermanastras Urraca y Teresa y sus respectivos maridos. Desde 1105 es considerado ya como heredero y su posición prevalece sobre Urraca y Teresa y sus maridos. M urió en la batalla de Uclés en 1108. SANCHO GARCÉS IV (c.1039-1076). Hijo y sucesor de García Sánchez III de Pamplona. M uerto en Peñalén en una conjura en la que participaron sus hermanos y un sector de la nobleza navarra. Tras su muerte, Alfonso VI ocupó La Rioja, que desde entonces quedó incorporada al reino de Castilla. SANCHO RAM ÍREZ (ca. 1043-1094), rey de Aragón desde 1063, conocido como Sancho I de Aragón. En 1076, tras el asesinato en Peñalén de Sancho IV de Pamplona, fue elegido rey de dicho reino. Hizo al reino de Aragón vasallo de la Santa Sede. M urió en el cerco de Huesca. SANCHO SÁNCHEZ. Conde de la mesnada del rey Sancho Ramírez de Aragón. SEBASTIÁN. Obispo de León en 1086. SIR IBN ABU BAKr. General almorávide en las campañas del emir Yusuf. SISEBUTO. Abad del monasterio de Cardeña en 1072. SISNANDO DAVÍDIZ. Conde. De origen mozárabe. Educado en Córdoba, ejerció funciones en la corte de la taifa de Sevilla. Pasó al servicio de Fernando I, que le puso al frente del gobierno de Coimbra tras la conquista de esta ciudad en 1064. Tras la muerte de Fernando I se convirtió en uno de los colaboradores directos de Alfonso VI, defendiendo en un primer momento una política de entendimiento con la población mudéjar tras la conquista de Toledo. M urió en 1091. TAM IN (1073-1090). Rey de la taifa de M álaga, hermano de Abd Allah de Granada. Depuesto por los almorávides. Pasó desterrado al M agreb. Tamin. Hijo de Yusuf. Hermano del emir Alí Ibn Yusuf. Dirigió las tropas almorávides en la campaña de Uclés de 1108. TELLO GUTIÉRREZ. M ayordomo real de Alfonso VI entre 1071-1074. TERESA ALFÓNSEZ (c.1080-1130). Hija de Alfonso VI y la noble berciana Teresa M uñoz. Casada con Enrique de Borgoña entre 1095 y 1112. Su hijo Alfonso Enríquez fue el primer rey de Portugal. Casada en segundas nupcias en 1113 con Fernando Pérez de Traba, conde de Galicia. M antuvo unas tensas relaciones con su hermanastra la reina doña Urraca, especialmente durante los primeros años más conflictivos del reinado. TUXM ARO. Gramático, juez junto a Rodrigo Díaz de Vivar, Sisnando Davídiz y el obispo Bernardo de Palencia, en un juicio que en 1075 enfrentó al conde Vela Ovéquiz y el obispo de Oviedo, Arias. URRACA ALFÓNSEZ (1081-1126). Hija primogénita de Alfonso VI y la reina Constanza. Reina de León, Castilla, Galicia y Toledo (1109-1126) tras morir su padre sin descendencia masculina. Casada en primeras nupcias con Raimundo de Borgoña. M adre del futuro Alfonso VII. Casada en segundas nupcias en 1109, por voluntad de su padre, tras el desastre de Uclés, con Alfonso I de Aragón, tras ser designada heredera de los reinos. El matrimonio fue declarado nulo en 1114 tras una relación muy complicada, lo que motivó una situación política y militar muy confusa. URRACA FERNÁNDEZ (c.1033/38-1101). Hija primogénita de Fernando I.Frente a las leyendas, que unas veces insinúan indirectamente y otras se hacen eco de una relación incestuosa con su hermano, lo cierto históricamente es que sí demostró una predilección cuasi maternal hacia Alfonso VI. Cotitular del Infantazgo por voluntad paterna. VELA Y RODRIGO OVÉQUIZ . M iembros de una familia muy influyente en tierras de Lugo que pronto se inclinó a favor de Alfonso VI en las disputas entre los hijos de Fernando I. Vela tuvo una presencia corta en la corte con la dignidad de conde, entre 1075 y 1080, lo que puede apuntar a su muerte en Rueda. Rodrigo llegó a ostentar el título de «comes Gallezie» en 1081, título que luego usaron Raimundo y Enrique de Borgoña, yernos del rey. Aprovechó su influencia en la región para encabezar una rebelión entre los años 1086 y 1087 que tuvo bastante eco en las fuentes del reinado, que recogen incluso el asalto del rey a la ciudad de Lugo para ponerle fin. Tras su derrota fue desterrado a Zaragoza. VERM UDO III (1017-1037). Rey de León desde 1028 como hijo y heredero de Alfonso V. Tras su muerte en la batalla de Tamarón le sucedió en el trono leonés su cuñado, el último conde de Castilla, Fernando I, que estaba casado con su hermana Sancha. VERM UDO ORDÓÑEZ. Conde leonés. YAFAR IBN YAHHAF. Cadí (juez) de Valencia. Encabezó la revuelta contra Al Qadir en la que el rey taifa terminó asesinado. YAHYA. Hijo del emir almorávide Yusuf. General del ejército. YUSUF IBN TASUFIN (¿?-1106). Emir almorávide. Aprovechando la llamada realizada por los principales reyes taifas andalusíes tras la ocupación del reino de Toledo por Alfonso VI, en 1085, Yusuf decidió cruzar el Estrecho. Los almorávides eran un movimiento de renovación islámica que por entonces estaba culminando su control sobre todo el M agreb, donde habían impuesto la aplicación estricta del Corán, la observancia de costumbres austeras y la abolición de todos los impuestos extraordinarios no previstos por la Ley islámica. En 1086 desembarcó en Algeciras y realizó un llamamiento a los taifas andalusíes para que se le unieran con sus ejércitos para la guerra santa frente a Alfonso VI. El monarca cristiano les salió al frente, siendo derrotado en Sagrajas/Zalaca, cerca de Badajoz. Pero el emir almorávide, seguramente porque había detectado en los pocos meses que llevaba en la Península los conflictos entre sus coaligados, no tomó ninguna medida más para aprovechar la victoria y continuar la campaña para recuperar el reino toledano, decidiendo regresar al norte de África. Ante esta situación Alfonso VI reanudó su política de cobro de parias e intromisión en los reinos taifas, por lo que los príncipes andalusíes reiteraron su llamada a Yusuf. Éste cruzó por segunda vez el Estrecho en 1088. Esta vez fracasó militarmente ante el castillo de Aledo, debido a las divisiones internas entre sus coaligados, volviendo nuevamente al M agreb. Pero, una vez que detectó que gran parte de la población de Al Ándalus veía a los almorávides como única alternativa frente a Alfonso VI, decidió cruzar nuevamente el Estrecho en 1090 y, tras atacar Toledo, decidió deponer a los taifas andalusíes. Ese año sus generales se apoderaron de Granada y M álaga. En 1091 de Sevilla, Almería y M urcia. En 1092 de gran parte del Levante, entrando temporalmente en Valencia. El proceso culminó con la conquista de Badajoz en 1194. Desde entonces, los cristianos hubieron de enfrentarse a importantes campañas casi anuales que asolaban el reino de Toledo y la zona del Levante controlada por el Cid. En 1102 cayó Valencia y en 1104 Albarracín. ZAIDA. Amante de Alfonso VI. M ujer de Al M amum (hijo del rey de Sevilla Al M utamid) muerto en 1091 en el asalto de Córdoba por los almorávides. De su unión con el monarca leonés nació el infante Sancho, en fecha imprecisa, que la mayoría de los autores contemporáneos sitúan en torno a 1094. DRAM ATIS PERSONAE.PERSONAJES LITERARIOS ÁLVAR SALVADÓREZ . Compañero de destierro del Cid, tanto en el Poema como en la presente novela. Con este nombre se identifica a un conde castellano que murió, junto a su hermano, el conde Gonzalo Salvadórez, en la traición de Rueda (1083). ANSELM O. Personaje literario. M onje de San Isidoro de León. ASISA. Personaje literario. Bailarina en la corte de Al M uqtadir de Zaragoza. BELLIDO DOLFOS. Según la historiografía tradicional, caballero zamorano que mató a traición a Sancho II, buscando los favores de la infanta Urraca. BEN TIFARTI. Personaje literario. Servidor musulmán de Félez M uñoz y Fan Fáñez en la corte de Zaragoza. FAN FÁÑEZ. Personaje literario. Hermanastro de Álvar Fáñez en la novela, hijo de Fernán Laínez, identificado como padre de Álvar Fáñez en la novela siguiendo la tradición genealógica. Históricamente, Fan Fáñez fue un infanzón del valle de Orbaneja, documentado con cierta relevancia entre 1038 y 1080 en las cortes de Fernando I y Alfonso VI. Atendiendo a lo poco frecuente del nombre y siguiendo los patronímicos de la época, se puede apuntar como hipótesis sólida que pudiera ser familiar directo de nuestro personaje, que lleva su patronímico. FÉLEZ M UÑOZ. Compañero de destierro del Cid, tanto en el Poema como en la presente novela. Sobrino del Cid. FERNÁN LAÍNEZ. Padre de Álvar Fáñez en la novela. Hermano de Diego Laínez, padre de Rodrigo Díaz, el Cid Campeador. Dicha ascendencia es recogida por el genealogista sevillano del siglo XVI Gonzalo Argote de M olina en su Nobleza de Andalucía, que dice seguir en este caso el Libro de los Linajes (1340) de don Pedro de Portugal, conde de Barcelos. No obstante, el patronímico de nuestro personaje, Fáñez o Hañez, que en ambas grafías aparece en los diplomas originales de la época, nos lleva a identificar necesariamente el nombre propio del padre de nuestro personaje como Fan o Fañe (o Han o Hañe). Nunca con Fernán, que daría el patronímico Fernández. GALÍN GARCÍA. Personaje literario. Compañero de destierro del Cid, tanto en el Poema como en la presente novela. Se le otorga un origen aragonés. Un personaje de este nombre aparece en un documento de 1116 como mayordomo real de Aragón. M enéndez Pidal indica que es un personaje desconocido. IBN… IBN… IBN… Personaje literario, denominado «viejo sabio» por los castellanos ante la complejidad de su nombre musulmán. Bibliotecario del rey Al M uqtadir de Zaragoza. ISABEL. O JESABEL. Personaje literario. Judía toledana, hija de Azarquiel. Esposa de Fan Fáñez, hermanastro de Álvar Fáñez. M UZAFA. Personaje literario. Adalid del ejército de Al M utawakkil de Badajoz. Tras el asesinato de éste por los almorávides, se pasa a la mesnada de Álvar Fáñez. Amigo de Fan Fáñez. M UÑO GUSTIOZ. Compañero de destierro del Cid, tanto en el Poema como en la presente novela. NUÑO LAÍNEZ. Personaje literario. Supuesto tío de Álvar Fáñez. Hermano pequeño de Fernán Laínez. M uerto en la batalla de Atapuerca (1054). Una vez muerto se le atribuye la paternidad de Fan Fáñez, personaje literario, hermanastro de Álvar Fáñez. Un personaje de este nombre aparece en un documento de 1116 como mayordomo real de Aragón. M enéndez Pidal indica que es un personaje desconocido. PEDRO GÓM EZ. Personaje literario. Caballero pardo de la mesnada de Álvar Fáñez. Amigo de Fan Fáñez. PERO BERM ÚDEZ. Compañero de destierro del Cid, tanto en el Poema como en la presente novela. Sobrino del Campeador. TRIFÓN. Personaje literario. En la novela abad del pequeño monasterio cercano al valle de Orbaneja. TRIFÓN. Personaje literario. En la novela instructor del joven Fan Fáñez durante su formación militar. YOSUNE. Personaje literario. M ujer de Pedro Gómez, caballero pardo al servicio de Álvar Fáñez, amigo de Fan Fáñez. CRONOLOGÍA 1065 Diciembre, 27. Fernando I, rey de León y Castilla, muere en León. En virtud de lo dispuesto en 1063 su reino se divide entre sus hijos: Sancho (Castilla), Alfonso (León) y García (Galicia). 1067 Noviembre, 7. La reina Sancha, mujer de Fernando I, muere. Tras su muerte, se empieza a romper el acuerdo sucesorio entre sus hijos. 1068 Julio, 16. Batalla de Llantada entre los reyes Sancho II de Castilla y Alfonso VI de León. La victoria de las tropas castellanas no tiene prácticamente consecuencias. 1071 Febrero. El rey García de Galicia se enfrenta con algunos de sus nobles. Junio. Sancho II y Alfonso VI deponen a su hermano el rey García de Galicia y se reparten su reino. 1072 Enero, 12. Batalla de Golpejera entre los reyes de Castilla y León. Alfonso VI de León es hecho prisionero y Sancho II reunifica los reinos. M ayo. Alfonso VI es enviado al destierro a Toledo, tras la intercesión de su hermana la princesa Urraca y el abad Hugo de Cluny. M ayo-Octubre. Sancho II, a pesar de haber sido reconocido rey en León, debe hacer frente a ciertos descontentos de la nobleza leonesa, entre ellos a la desobediencia de la familia Ansúrez y a la de su hermana Urraca, que se encastilla en Zamora. Octubre, 7. El rey Sancho II es asesinado ante los muros de Zamora. Noviembre, 17-19. Alfonso VI, que ha vuelto del destierro tras la muerte de su hermano Sancho, es reconocido como rey de León, Castilla y Galicia. 1072-1073 Invierno. Alfonso VI recorre los territorios más importantes de los tres reinos; en el séquito real aparecen los principales nobles leoneses, castellanos y gallegos, entre ellos Rodrigo Díaz. 1073 Febrero, 13. El rey García de Galicia es apresado por Alfonso VI y enviado al Castillo de Luna, donde vivirá prisionero hasta su muerte en 1090. Junio, 30. Coronación del papa Gregorio VII (1073-1085), que profundiza en la política reformista de sus antecesores, impulsando una política basada en la hierocracia con respecto a todos los poderes políticos de Occidente. Al poco de su coronación reivindica el derecho de la sede romana sobre todos los reinos de España. El papa se basaba en la supuesta donación realizada por el emperador Constantino al papa Silvestre de todo el territorio occidental del Imperio Romano (una falsificación elaborada por la Curia Romana en el siglo VIII que en esos momentos se tenía como cierta). Alfonso VI, continuando con la política de su padre de exigencia del pago de parias e intervención militar en las taifas andalusíes, apoya a Al M amum de Toledo en sus intentos de apoderarse de Córdoba devastando los alrededores de la ciudad. Con dicha ayuda el taifa toledano se apodera posteriormente de la ciudad. 1074 Junio. Alfonso VI se casa con Inés de Aquitania. Julio, 19. Carta de arras de Rodrigo Díaz con Jimena Díaz. 1075 Junio, 28. Al M amum, rey de la Taifa de Toledo, muere envenenado en Córdoba. 1075-1077 Tras la muerte de Al M amum, su nieto y sucesor Al Qadir, ante la revuelta de parte de la población de Toledo, sustituye al primer ministro Al Hadidi, al que los descontentos dan muerte. La crisis en el reino de Toledo es aprovechada por Abu Bakr, gobernador de Valencia para independizarse. Al M uqtadir, rey taifa de Zaragoza, tras apoderarse de Santaver y M olina y cercar Cuenca, obtiene un gran rescate a cambio de retirarse del territorio. Al M utamid, rey taifa de Sevilla recupera Córdoba y ocupa algunas zonas de la cuenca del Guadiana. 1076 Verano. Anexión de La Rioja, casi todo el País Vasco y parte de Navarra por Alfonso VI tras el asesinato de su primo el rey Sancho de Navarra en Peñalén, en el contexto de una revuelta de la nobleza navarra. Noviembre, 17. Álvar Fáñez y Fan Fáñez aparecen entre los acompañantes de Alfonso VI cuando el monarca otorga Fuero a Sepúlveda. (Entre los testigos del documento se cita a Albar Hannez y Fan Fannez). 1077 Gregorio VII se dirige de nuevo «a los reyes, condes y demás príncipes de España» reivindicando los derechos de la Santa Sede sobre el territorio peninsular. Como reacción, en los documentos emanados de la corte de Alfonso VI el monarca se intitula con la fórmula «diuina misericordia imperator totius Hispaniae», al mismo tiempo que se renueva e incrementa la alianza con Cluny. 1078 M arzo, 1. Álvar Fáñez aparece entre los acompañantes de Alfonso VI cuando el monarca concede la exención del pago de fonsado al monasterio de Sahagún. (Entre los confirmantes: Albaro Hanniz o Aluaro Aniz, según las versiones del documento). Junio, 6. M uere la reina Inés, sin dejar descendencia. 1079 Al M utawakkil, rey taifa de Badajoz, intenta formar una liga de príncipes andalusíes contra Alfonso VI, que reacciona ocupando Coria. Embajada de Rodrigo Díaz a Sevilla y del conde García Ordóñez a Granada para cobrar las parias. Enfrentamiento entre los dos jefes castellanos al apoyar cada uno a sus respectivos protegidos. Suceso recogido en la Historia Roderici, pero del que Abd Allah, rey de Granada, uno de los supuestos protagonistas de los hechos, no da cuenta en sus Memorias. Octubre, 15. El cardenal Ricardo interviene en los reinos de Alfonso VI como legado del Papa. Finales. M atrimonio de Alfonso VI con Constanza de Borgoña. 1080 Al Qadir, ante el acoso de los taifas vecinos y las revueltas de un importante sector de la población toledana, que le obligan a refugiarse en Cuenca, pide el apoyo de Alfonso VI. Los descontentos apoyan a Al M utawakkil de Badajoz que logra ocupar Toledo. M ayo. En un concilio celebrado el Burgos se decide abandonar el rito visigótico-mozárabe y adoptar la liturgia romana, lo que permite superar el enfrentamiento entre Alfonso VI y el Papado 1081 Alfonso VI repone a Al Qadir en el trono de Toledo, de donde huye Al M utawakkil a pesar de los refuerzos enviados por el taifa sevillano Al M utamid. A cambio de la ayuda los cristianos reciben las fortalezas de Zorita y Canales, a las que refuerzan sus defensas y abastecen abundantemente. Rodrigo Díaz es condenado al destierro por Alfonso VI por atacar el valle del Henares en territorio toledano como reacción a una razia musulmana sobre la zona de Gormaz. 1082 Nueva revuelta en Toledo contra Al Qadir, que consigue dominar la situación. 1083 Enero, 6. Traición de Rueda, en la que mueren numerosos magnates y la vida de Alfonso VI corre serio peligro. Campañas de militares en todo Al Ándalus del ejército real castellano leonés. Los reyes taifas de Badajoz, Sevilla y Granada envían embajadas a los almorávides solicitándoles ayuda. 1084 Ante la presión cristiana y el descontento de un gran sector de la población de su reino, Al Qadir propone a Alfonso VI cederle Toledo a cambio de su ayuda para apoderarse de Valencia, reino que había pertenecido a los dominios de su abuelo Al M amum. Las tropas cristianas ejercen un cerco permanente sobre Toledo desde el otoño. 1085 Febrero, 22. Álvar Fáñez aparece entre los acompañantes de Alfonso VI cuando el monarca concede diversos bienes a la alberguería de Burgos para atender al sustento de pobres y peregrinos. (En el original: Aluaro Hanniç). M ayo, 25. Toledo se rinde a Alfonso VI tras alcanzar una Capitulación con condiciones bastante favorables a la población musulmana. 1086 M arzo. Al Qadir entronizado en Valencia con la ayuda de las tropas cristianas mandadas por Álvar Fáñez. M ayo-junio. Alfonso VI, ante la negativa de Al M ustain de Zaragoza de pagar las parias, cerca la ciudad del Ebro. Otra hueste cristiana al frente de García Jiménez, para frenar los movimientos del taifa sevillano Al M utamid en el sector del Levante, ocupa el castillo de Aledo desde el que se controlan las comunicaciones con M urcia. Junio. Los almorávides cruzan el Estrecho y convierten Algeciras en su cabeza de puente en la Península. El emir Yusuf Ben Tasufin, en su recorrido por Al Ándalus va sumando a su ejército las tropas de las diferentes Taifas andalusíes. Octubre, 23. Batalla de Zallaqa/Sagrajas. Alfonso VI es herido de gravedad en una pierna. Tras la derrota, el ejército cristiano, entre cuyos contingentes se encontraban las huestes de Álvar Fáñez que había acudido desde Valencia a la llamada del rey, se retira ordenadamente hasta Coria, sin que los almorávides aprovecharan su victoria. Diciembre, 18. Bernardo de Sauvetat, nombrado arzobispo de Toledo. Álvar Fáñez, encargado de la defensa del sector oriental del territorio toledano, aparece junto a otros próceres del reino entre los confirmantes de la concesión de Alfonso VI de la dote fundacional a la Catedral de Toledo (En el original: Albaru Haniz). 1087 Inicio. Rodrigo Díaz regresa a Castilla tras reconciliarse con el rey. M arzo, 15. El conde mozárabe Sisnando Davídiz, puesto por el Alfonso VI al frente de Toledo capital, prepara la hueste para la defensa del territorio a la espera del ejército real que se retrasa por problemas en Galicia. M ayo, 14. Álvar Fáñez es citado entre los acompañantes de Alfonso VI cuando el rey, a petición del abad Bernardo y de los monjes de Sahagún, confirma los fueros concedidos con anterioridad a la villa fundada en los alrededores del monasterio y cuyos habitantes se habían negado a reconocer y aceptar; el monarca ratifica al abad en sus derechos jurisdiccionales sobre la villa y cuantas exenciones había otorgado al monasterio con anterioridad (En el original: Albarus Anezconf). Verano. Rodrigo Díaz pasa a tierras valencianas. García Jiménez con base en Aledo ayuda a los murcianos a resistir los intentos de Al M utamid de Sevilla de apoderarse de dicha ciudad. Al M utamid pasa a África para solicitar nuevamente ayuda a los almorávides. 1088 M ayo-Junio. Yusuf Ben Tasufin regresa a Al Ándalus y dirige una gran campaña militar contra Aledo, que fracasa por las rencillas entre los taifas coaligados a los almorávides. Con los socorros de las tropas cristianas al mando de Alfonso VI la fortaleza resiste. Rodrigo Díaz llega tarde a la llamada del rey. El emir almorávide regresa a M arruecos. Verano-Otoño. Alfonso VI, tras el fracaso almorávide en Aledo, fuerza un tratado con el soberano de Zaragoza, Al M ustain, y con los restantes taifas del Levante por el que le pagan las parias atrasadas. Octubre, 15. El papa Urbano II nombra al arzobispo Bernardo de Toledo primado de España. Otoño. Álvar Fáñez, «jefe cristiano que tenía a su cargo las regiones de Granada y Almería», por orden de Alfonso VI va en embajada a exigirle a Abd Allah de Granada el pago de las parias atrasadas. El granadino tras ligeras vacilaciones y negociaciones termina pagando 30.000 meticales de oro. Otoño. Rodrigo Díaz es desterrado al ser declarado traidor. Se dirige a la zona del Levante donde empieza a constituir una especie de protectorado militar en el entorno de Valencia. 1090 M arzo. Fallece el rey García de Galicia, prisionero en el castillo de Luna. Verano-Otoño. Yusuf Ben Tasufin regresa por tercera vez a Al Ándalus. Los almorávides, tras pasar por Córdoba, sitian Toledo y asolan toda la comarca, que resisten defendidas por Alfonso VI y su primo el rey aragonés Sancho Ramírez. Antes de regresar al M agreb el emir almorávide deponen a los reyes taifas de Granada y M álaga, que son desterrados a territorio magrebí. Los almorávides dejan importantes contingentes en Al Ándalus al frente de los generales Garury Sir con la misión de deponer a todos los reyes taifas. El concilio de León acuerda el abandono de la letra tradicional visigótica y promueve el uso de la letra carolina. 1091 M arzo 27. Los almorávides toman Córdoba, defendida por Al M amum, hijo del rey de Sevilla. Primavera-Verano. Ante la reiterada petición de socorro por parte de Al M utamid de Sevilla, Alfonso VI envía en su ayuda a las tropas de Álvar Fáñez, que eran las más temidas por los musulmanes pues sus devastaciones seguían sin cesar. Los almorávides ponen en fuga a la hueste cristiana en Almodóvar, que cae definitivamente en su poder. Septiembre, 9. Los almorávides ocupan Sevilla y destronan a su rey Al M utamid, mandado desterrado al M agreb. Otoño. Los almorávides toman Almería y M urcia. 1092 Primavera. Los almorávides avanzan en el Levante y toman desde Orihuela hasta Alcira. Verano. Campaña de Alfonso VI contra Valencia. Otoño. Represalia de Rodrigo Díaz contra La Rioja. Octubre, 28. Los partidarios valencianos de los almorávides matan a Al Qadir. La ciudad es gobernada por un consejo de notables a cuyo frente estaba el cadí Yapar Ben Yahhaf, reforzado por un contingente almorávide. Noviembre. Tras la muerte de Al Qadir, Álvar Fáñez se adueña del sector de Cuenca, territorio patrimonial de la familia de los reyes taifas toledanos, uniéndolo a las tierras de Guadalajara. Dicho sector en los años siguientes llevaría el nombre del héroe castellano («illamterramquaefuit de Álvaro Fannici»). 1093 Febrero, 22. Álvar Fáñez entre los confirmantes de la donación concedida por Alfonso VI y su mujer, la reina Constanza, a Hermenegildo Rodríguez de diversas propiedades situadas en el lugar denominado Castillo de Oveco-Díaz (En el original: «Albar Fáñez conf.»). Antes de Abril. M atrimonio de la infanta Urraca, hija primogénita de Alfonso VI, con Raimundo de Borgoña. Alfonso VI pone a Raimundo de Borgoña al frente del gobierno de Galicia y Portugal. Abril, 23. Don Bernardo, arzobispo de Toledo, es nombrado legado pontificio. Primavera. Al M utawakkil, rey taifa de Badajoz, acosado por los almorávides, busca la ayuda cristiana y rinde a Alfonso VI las ciudades de Lisboa, Santarém y Cintra. Octubre, 25. M uere la reina Constanza, segunda esposa de Alfonso VI. Octubre, 25. Álvar Fáñez aparece junto a los próceres que confirman varios privilegios concedidos por de Alfonso VI al monasterio de Sahagún ese día. (En los originales: «Albarus Aniz conf.» y «Albar Hanniz conf.»). Noviembre, 22. Álvar Fáñez aparece otra vez entre los confirmantes de una nueva donación concedida por Alfonso VI al monasterio de Sahagún: los palacios que la reina había levantado cerca del monasterio entregados para sufragio de su alma y la de la difunta reina Constanza (En el original: «Aluarus Hanniz conf.»). 1094 Enero. Derrota de los almorávides ante las tropas del Cid. Febrero-Abril. Los almorávides ocupan Badajoz y deponen a Al M utawakkil, que es asesinado junto a dos de sus hijos cuando eran trasladados a Córdoba. El segundo de los hijos del taifa andalusí, Al M ansur, se refugia en territorio toledano y se incorpora al ejército cristiano. Junio, 16. El Cid toma Valencia. Noviembre. Los almorávides recuperan Lisboa y Cintra tras derrotar al conde Raimundo de Borgoña en las cercanías de Lisboa. Diciembre, 21. El Cid derrota a los almorávides en Cuarte. Diciembre. M atrimonio de Alfonso VI con Berta. 1097 Enero-M arzo. M atrimonio de la infanta Teresa, hija de Alfonso VI, con Enrique de Borgoña. Enero. El Cid derrota a los almorávides en Bairén. Abril. Enrique de Borgoña nombrado conde de Portugal por Alfonso VI. M ayo, 19. Álvar Fáñez entre los confirmantes de la exención concedida por de Alfonso VI a la abadía de Silos del pago de tributos y caloñas. (En el original aparece como «Álvar Fáñez de Çorita»). Primavera. El emir de los almorávides, Yusuf, pasa el Estrecho por cuarta vez para ponerse al frente de la campaña militar anual. Agosto, 15. Batalla de Consuegra. Alfonso VI se refugia en su castillo. Tras ocho días de sitio los almorávides levantan el cerco y regresan a Córdoba. Septiembre. Los almorávides derrotan a Álvar Fáñez en el sector de Cuenca, que mandaba esa región hasta Zorita y Santaver. 1098 Primavera. El Cid toma Almenara y Sagunto. 1099 Enero, 17 Álvar Fáñez aparece como confirmante de la donación de Alfonso VI a la Catedral de León de los tres monasterios de Vega, Cistierna y San Félix, sitos a orillas del Esla, cerca de la ciudad de León, para que se rece en la catedral una misa por el rey todos los martes. (En el original: Albarus Haniz conf.). Junio. Los almorávides cercan Toledo, acampando en San Servando. En su retirada conquistan Consuegra. Julio, 10. M uerte del Cid en Valencia. Julio, 15. Los cruzados conquistan Jerusalén. Verano. M uere la infanta Elvira, hermana de Alfonso VI. Finales. M uere la reina Berta, tercera esposa de Alfonso VI. 1099/1098 Febrero, 13. Álvar Fáñez aparece entre los confirmantes de la donación concedida por de Alfonso VI al monasterio toledano de San Servando del monte donde se alza el monasterio, con el castillo construido sobre él, así como otros numerosos bienes distribuidos por diversos lugares del reino. (En el original aparece como «Alboro Haniz alcaid conf.»). 1100 M ayo. M atrimonio de Alfonso VI con Isabel. Algunos autores señalan que se trata de la princesa musulmana Zaida, nuera del rey de Sevilla Al M utamid, convertida como Isabel. Verano. Nueva ofensiva almorávide contra Toledo. Derrota del conde Enrique de Borgoña, yerno del rey, en M alagón. Diciembre. Diego Gelmírez, elegido obispo de Compostela. 1101 M uere la infanta Urraca, hermana de Alfonso VI. Agosto. Los almorávides sitian Valencia. 1102 Abril-M ayo. Alfonso VI llega en socorro de Valencia. Tras analizar la situación de la ciudad y tantear a las tropas almorávides ordena la evacuación de la ciudad, a la que prende fuego en la retirada. 1102-1103 Al Mustain, rey de la taifa de Zaragoza muestra sumisión a los almorávides. 1104 Abril, 6. Los almorávides toman la taifa de Albarracín y la incorporan a Valencia. Julio. Alfonso VI, que como respuesta al acercamiento de Zaragoza a los almorávides había puesto cerco a M edinaceli, toma la plaza tras un año de asedio. Con esa operación se taponaba el acceso directo a Castilla desde territorio musulmán. 1105 M arzo, 1. Nace Alfonso Raimúndez, hijo de la princesa Urraca, futuro emperador, Alfonso VII. 1105-1106 Incursiones cristianas hasta Sevilla y M álaga respectivamente mandadas por Gutierre Suárez. 1106 Septiembre, 4. M uerte del emir almorávide Yusuf. 1107 M ayo, 8. Álvar Fáñez aparece como «dominus de Zorita et de Sancta Ueria» entre los confirmantes de la donación concedida por de Alfonso VI a la Catedral de Toledo del distrito de Sepúlveda, con todo el campo Espina y de Segovia, para que forme parte del «episcopium» de la diócesis toledana. Verano. M uere la reina Isabel, cuarta esposa de Alfonso VI. Verano. El nuevo emir almorávide, Ali Ben Yusuf, pasa a Al Ándalus. Septiembre, 7. M uere el conde Raimundo de Borgoña. 1108 Abril. Alfonso VI se casa con Beatriz, noble aquitana. M ayo, 29. Batalla de Uclés. M uere el infante heredero Sancho y los condes de su séquito. Tras la derrota, Álvar Fáñez guía la retirada del grueso del ejército hacia los pasos del Tajo. Los cristianos, además de Uclés, pierden el control de diversas plazas de aquel sector, entre ellas posiblemente Cuenca. 1109. Los almorávides ocupan Alcalá. Junio, 30. M uere Alfonso VI en Toledo. Julio, 22. Álvar Fáñez aparece en un lugar de privilegio entre los confirmantes de la exención concedida por la reina Urraca a la iglesia de Santa M aría del pago de rauso, homicidio, fonsadera y otras caloñas debidas al rey o a sayón. (En el original es nombrado como «Aluarus Faniz Toletule dux»). Agosto. Los de M adrid y otros concejos «de toda Extremadura» cercan infructuosamente Alcalá. Octubre-Noviembre. M atrimonio de la reina Urraca, heredera de Alfonso VI, con Alfonso I de Aragón. 1110 Enero-Junio. Álvar Fáñez aparece entre los confirmantes de dos donaciones concedidas por Alfonso I de Aragón y su mujer la reina Urraca al M onasterio de Santa M aría de Valvanera de las iglesias de Santa M aría de Leivatorre y San M amés (En los originales aparece como «Aluar Hanniz, [dominantem in] Toletum et Pennam Fidelem» y «Aluar Hanniz in Toleto et in Pennafidele», respectivamente). Enero, 15. Álvar Fáñez es nombrado entre los confirmantes de la donación concedida por la reina Urraca a Santa M aría de Valladolid y a su abad Salto Santibáñez de Valcorba. (En el original aparece textualmente con la llamativa fórmula «M eaanaia don Albaroconfir»). Enero, 25. M uere Al M ustain, rey de la taifa de Zaragoza. Primavera-Verano. Alí Ben Yusuf cruza el Estrecho y concentra sus tropas en Córdoba. Tras pasar por la tierra de Álvar Fáñez destruyendo fortalezas y saqueándola, pone cerco a Toledo en la que Álvar Fáñez «eratstrenuus dux christianorum». Durante ocho días los almorávides destruyen San Servando y concentran su ataque sobre la puerta de Almoguera. Levantado el cerco, antes de regresar a Córdoba, asaltan M adrid, Olmos, Canales y Talavera rompiendo sus murallas. Guadalajara y otras ciudades resisten sin grandes daños. M ayo, 31. Los almorávides toman Zaragoza y controlan todo Al Ándalus. Junio, 13. Álvar Fáñez aparece entre los confirmantes de la donación concedida por la reina Urraca al monasterio de Santa M aría de Silos de la villa de Tolmillos, sita en el alfoz de Huerta del Rey. (En el original: «mioanaya Álvar Fanes confirmat.»). Junio, 26. Álvar Fáñez aparece entre los confirmantes de la exención concedida por la reina Urraca a Diego López de tributos en sus propiedades. (En el original: «Albaro Fáñez confir.»). 1111 Enero, 18. Álvar Fáñez aparece entre los confirmantes de la donación concedida por la reina Urraca al monasterio de San Salvador de Oña de la villa de Navas de Bureba. (En el original aparece como «Albaro Sannizo Albaro Fanniz», según las transcripciones disponibles). Abril, 18. Alfonso I de Aragón es aclamado en Toledo a su llegada a la ciudad en la que se documenta una breve estancia del monarca. Julio. Álvar Fáñez recupera Cuenca. 1112-1113 M azdali, nombrado por el emir almorávide gobernador de Córdoba, Granada y Almería, realiza una devastadora campaña al Valle del Henares. Cerca Guadalajara y asola toda la comarca antes de volver a Córdoba con abundante botín. 1113 Enero, 4. Álvar Fáñez aparece entre los confirmantes de la cesión concedida por la reina Urraca al hospital de San M arcelo del diezmo del «zabazogato» y del portazgo de León y Astorga.(En el original: «Aluar Hanniz conf.»). M arzo, 19. La reina Urraca, con consentimiento de Álvar Fáñez, «tunctemporis Toletani principis», había donado a la iglesia de Toledo el monasterio real de San Servando. Se deduce del contenido del documento que luego el convento fue entregado a los monjes de San Victor de M arsella, pero los musulmanes lo destruyeron y quedó desierto. Por esta razón vuelve a donarlo a la iglesia de Toledo. (En el original: «Albarus Fanniz conf.» o «Albarus Famiz conf.», según las transcripciones disponibles). Verano. M azdali realiza otra importante campaña contra Toledo. Distintas divisiones del ejército almorávide se dispersaron por toda la región saqueándola. Tomaron el Castillo de Oreja y cercaron a Álvar Fáñez en el castillo de M ontesant, que resistió. 1114 Enero, 6. Día de la Epifanía. Álvar Fáñez aparece entre los confirmantes de la donación concedida por la reina Urraca a la iglesia de Santa M aría de Valladolid del monasterio de San Cosme y San Damián. (En el original: «Aluaro Faniz conf.»). Enero, 18, lunes. Álvar Fáñez aparece entre los confirmantes de la donación concedida por la reina Urraca al monasterio de San Isidro de Dueñas del monasterio de San M illán de Soto, sito en el alfoz de Tariego, junto al río Pisuerga. (En el original: «Aluar Flaynes conf.»). Febrero, 15. Álvar Fáñez nombrado entre los confirmantes de la donación concedida por la reina Urraca a Gonzalo Díaz y a su mujer, Estancia Núñez, de parte de la villa de Valluércanes que perteneció a Gutierre Fernández, mayordomo real.(En el original aparece como «Albar Fannez de Zorita conf.»). Abril. Álvar Fáñez muere («después de las octavas de Pascua mayor») en un enfrentamiento con las milicias concejiles de Segovia, ciudad partidaria de Alfonso I de Aragón, defendiendo el reino a favor de la reina Urraca. SELECCIÓN BIBLIOGRÁFICA CRÓNICAS CRISTIANAS —. HISTORIA SILENSE. Edición, crítica e introducción por Justo P érez de Urbel y Atilano González Ruiz-Zorrilla. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1959. —. P ELAYO, Obispo de Oviedo. Crónica. Edición preparada por B. Sánchez Alonso. Madrid: Imprenta de los sucesores de Hernando, 1924. —. CRONICÓN COMPOSTELANO. En España Sagrada, tomo XXIII, pags. 325-328. Madrid: P or Antonio Marín, 1767. —. HISTORIA COMPOSTELANA. 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ÁRBOLES GENEALÓGICOS Y M APAS Table of Content Capítulo I: A la sierra de M iedes fuimos a posar Capítulo II: Nosotros, los Fáñez Capítulo III: ¡Sidi, Sidi, Sidi!» Capítulo IV: La embajada de Álvar Fáñez Capítulo V: El esplendor de los Hud Capítulo VI: El tablero del rey Alfonso Capítulo VII: La Infanta Capítulo VIII: La conquista de Toledo Capítulo IX: Emperador Alfonso Capítulo X: La primera derrota Capítulo XI: El que Zorita mandó Capítulo XII: Los cuatro juramentos del Cid Capítulo XIII: En la corte del zirÍ Capítulo XIV: Recibirás de mí la paga que acostumbro a darte Capítulo XV: La princesa Zaida Capítulo XVI: La muerte de Al Qadir Capítulo XVII: La cruz y la vertedera Capítulo XVIII: La batalla de Cuarte Capítulo XIX: Los cangrejos del río Tajo Capítulo XX: El último viaje de Rodrigo, de Elvira, de Urraca y de Yusuf, el almóravide Capítulo XXI: El reino sin heredero Capítulo XXII: La defensa de Toledo Capítulo XXIII: El último defensor de la frontera Capítulo XXIV: El asalto de Zorita Capítulo XXV: El mejor vasallo y mi señor ANEXOS ÁLVAR FÁÑEZ: La NECESARIA REIVINDICACIÓN DE UN VERDADERO HÉROE AL SERVICIO DE UN BUEN REY DRAM ATIS PERSONAE.PERSONAJES HISTÓRICOS DRAM ATIS PERSONAE.PERSONAJES LITERARIOS CRONOLOGÍA SELECCIÓN BIBLIOGRÁFICA ÁRBOLES GENEALÓGICOS Y M APAS